Cuento de escuela - CONFIAR Cooperativa Financiera
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Cuento de escuela - CONFIAR Cooperativa Financiera
BUEN ANIVERSARIO Recuento de diez años Selección, presentación y notas Elkin Obregón S. Primera edición 5.000 ejemplares Medellín, noviembre de 2013 Edita: Fundación CONFIAR Calle 52 N.º 49-40 Tel: 448 7500 Ext. 4201. Medellín [email protected] www.confiar.coop ISBN volumen: 978-958-57673-4-8 ISBN obra completa: 958-4702-7 Diseño e Impresión: Pregón S.A.S. Este libro no tiene valor comercial y es de distribución gratuita Contenido Presentación......................................... 7 El trabajo.............................................. 9 La lavandera.................................................11 Isaac Bashevis Singer Que pase el aserrador...................................23 Jesús del Corral Cuentos del dinero, la riqueza y el poder............................ 39 La guaca........................................................41 Héctor Abad Faciolince El mayordomo..............................................63 Roald Dahl El mensaje.....................................................73 Luis Fernando Veríssimo Cuentos solidarios............................... 81 Tierra en los zapatos....................................83 Esther Fleisacher Seguir de pobres...........................................89 Ignacio Aldecoa La niña muerta.............................................107 Gabrielle Roy Variaciones sobre el ocio..................... 121 Cuento de escuela........................................123 Joaquim Maria Machado de Assis Bote de motor...............................................141 Dezsö Kosztolányi Tres sillones de colores................................157 Miguel Gila Cuentos policiales y de misterio........................................ 163 El club de los martes....................................165 Agatha Christie Un negocio con diamantes..........................189 R. L. Stevens Erotismo de salón................................ 201 Del arco de la vieja.......................................203 Fernando Sabino El magníficat.................................................211 Matteo Bandello El gallo..........................................................219 Efe Gómez Alice..............................................................223 Rubem Fonseca El catalejo.....................................................233 David Sánchez Juliao Nuevos cuentos colombianos......................................... 237 Esa señora tan buena...................................239 Lucía Donadío Copello Navidad en Eisleben.....................................249 Libaniel Marulanda Antígona.......................................................261 Óscar Darío Ruiz Gajes del oficio.............................................267 Javier Gil Gallego Deporte y letras................................... 275 Viejo con árbol.............................................277 Roberto Fontanarrosa El Esperanza Fútbol Club............................287 Orígenes Lessa Hombre en el mar........................................301 Rubem Braga Balada para Pelé............................................307 Horacio Ferrer Literatura fantástica............................ 313 Sola y su alma..............................................315 Thomas Bailey Aldrich El gesto de la muerte....................................319 Jean Cocteau Los ganadores de mañana............................323 Holloway Horn Ante la ley....................................................333 Franz Kafka Historia de los dos que soñaron..................339 Gustavo Weil Palabras musicales............................... 345 Cantiga de Esponsales.................................347 J. M. Machado de Assis La Odisea (fragmento).................................357 Homero Balada de los búhos estáticos......................363 León de Greiff Dos poemas de Aurelio Arturo....................369 Cantaba Canción del Valle Nocturno I....................................................375 José Asunción Silva Presentación Diez tomos sucesivos, uno por año, completó en el 2012 la colección de libros CONFIAR en la Cultura. Pequeños volúmenes, de generoso tiraje y distribución gratuita. Todo un ejemplo de trabajo cultural en el ámbito de la lectura. Para conmemorar esos diez libros se publica éste, una especie de antología, o de selección, de lo que hasta aquí se ha incluido. Todo, por supuesto, a juicio del compilador quien, con pena lo confiesa, ha debido dejar por fuera muchos temas que ama. Pero, en fin. Quede este libro conmemorativo como un pequeño resumen de diez años de labor que a todos (editores y lectores), nos han sido sin duda muy gratos. E.O.S. 7 El trabajo La lavandera Isaac Bashevis Singer ISAAC BASHEVIS SINGER (1904-1991). Escritor polaco, hijo de un rabino, escribió buena parte de su obra en yidish. Emigró a Estados Unidos en 1935. Cítense algunas de sus novelas, por lo demás numerosísimas: El mago de Lublín, La familia Moskat, Los herederos, Sombras sobre el Hudson. Es autor además de dos libros de memorias: En la corte de mi padre y Amor y exilio. Recibió en 1978 el premio Nobel de literatura. Varias de sus obras han sido llevadas al cine. Nuestra familia tenía poco contacto con gentiles. El único gentil del edificio era el portero, que solía venir los viernes por su propina: “La plata del viernes”. Se quedaba parado junto a la puerta, se quitaba el sombrero y mi madre le entregaba seis centavos. Además del portero, gentiles eran también las lavanderas, que venían a casa por la ropa sucia. Mi historia se refiere a una de ellas. Era una anciana, pequeña y arrugada, que cuando comenzó a lavarnos la ropa contaba ya más de setenta años. La mayoría de las mujeres judías de esa edad eran enfermizas, débiles, y de mal estado físico; las mujeres de nuestra calle tenían las espaldas encorvadas y usaban bastones para caminar, mas esta lavandera, pequeña y delgada como era, poseía 13 una fuerza proveniente de generaciones de antepasados campesinos. Mamá solía sacar del saco la ropa que se había acumulado durante varias semanas y contarla delante de ella, que entonces alzaba el pesado bulto, lo acomodaba en sus hombros angostos y emprendía el largo camino a casa. También ella vivía en la calle Krochmalna, pero al otro extremo, cerca de Wola, lo cual quería decir que debía caminar hora y media. Más o menos dos semanas después traía la ropa. Mi madre estaba más contenta con ella que con ninguna otra antes porque dejaba cada pieza de ropa blanca reluciente como la plata brillada, y no cobraba más. Había sido un verdadero hallazgo. Mi madre siempre le tenía listo el dinero para que no tuviese que venir una segunda vez desde tan lejos. Lavar la ropa no era trabajo fácil en aquellos días. La anciana no tenía grifo en el lugar donde vivía y debía traer el agua desde una bomba. Para que la ropa blanca quedara tan limpia era preciso estregarla bien en una tina, echarle soda, dejarla en remojo, hervirla en una olla enorme, almidonarla y plancharla. Cada pieza era manipulada diez o más veces. ¡Y el secado! No podía hacerse al aire libre porque los ladrones se la robaban, y una vez escurrida, debía llevarse al desván 14 para colgarla en alambres. En el invierno se ponía tan quebradiza como el vidrio y casi se partía al tocarla. Además, siempre se formaban zafarranchos con las otras amas de casa y lavanderas que querían el desván para ellas. ¡Sólo Dios sabía cuánto debía soportar cada vez que lavaba! La anciana podría haber pedido limosna a la entrada de una iglesia o ingresar a un asilo para ancianos indigentes, pero tenía un cierto orgullo y aquel amor al trabajo con el que los gentiles han sido bendecidos. No deseaba convertirse en carga para nadie y por eso llevaba su carga sola. Como mi madre hablaba algo de polaco, la vieja conversaba con ella sobre muchas cosas. A mí me quería de manera especial. Solía decir que me parecía a Jesús, cosa que repetía cada vez que venía y ante la cual mi madre solía fruncir el ceño y murmurar para sí, moviendo los labios en forma casi imperceptible: “Que el viento se lleve sus palabras”. La mujer tenía un hijo rico —ya no recuerdo en qué negociaba—, que se avergonzaba de su madre, la lavandera; nunca venía a verla ni le daba un centavo. La anciana contaba todo esto sin rencor. Un día su hijo se casó, parece que con un buen 15 partido. La boda se celebró en una iglesia; aunque el hijo no había invitado a su anciana madre, ella se fue a esperar en las escalinatas para verlo llevar a la “joven dama” al altar. No quiero parecer chovinista, mas no creo que un hijo judío hubiese actuado de este modo. Pero si lo hiciera, no dudo que la madre judía armaría un escándalo y se lamentaría y hasta enviaría por el bedel para llamarlo al orden. En síntesis, los judíos son judíos y los gentiles, gentiles. La historia del hijo ingrato dejó una profunda impresión en mi madre, que por días y días habló del asunto, pues lo consideraba no sólo una afrenta a la anciana sino a toda la institución de la maternidad. Mi madre alegaba: —Nu, ¿paga acaso sacrificarse por los hijos? La madre consume hasta su último aliento y el hombre ni siquiera conoce el significado de la palabra lealtad. Y empezaba a echar sombrías indirectas, insinuando que no estaba segura de sus propios hijos: —¿Quién sabe qué serán capaces de hacer algún día? No obstante, esto no le impedía dedicarse de cuerpo y alma a nosotros. Si en casa había alguna golosina, la guardaba para los niños; se 16 inventaba toda suerte de disculpas y razones para explicar por qué no quería probarla ella misma; conocía encantamientos que databan de tiempos antiguos y usaba expresiones heredadas de generaciones de madres y abuelas devotas; si uno de sus hijos se quejaba de algún dolor, ella diría: “Permita Dios que yo sea tu rescate y sobrevivas a mis huesos”, o “Que sirva yo de expiación hasta para tu dedo meñique”. Cuando comíamos decía: “Salud y tuétanos en los huesos”. La víspera de luna nueva nos daba un pedazo de dulce especial diciéndonos que era para prevenir las lombrices. Si a alguno de nosotros le entraba una mugre en un ojo, se la quitaba con la lengua; nos daba también confites contra la tos, y de tiempo en tiempo nos llevaba a que nos bendijeran contra el mal de ojo. No obstante, leía también obras filosóficas serias, como Los deberes del corazón, El libro de la alianza y otras. Pero regresemos a la lavandera. Aquel había sido un invierno crudo y en las calles hacía un frío atenazador. Por más caliente que estuviese nuestra estufa las ventanas se llenaban de dibujos de escarcha y se adornaban de carámbanos; los periódicos informaban que la gente se moría de frío y el carbón comenzó a escasear; el invierno llegó a ponerse tan duro que los padres dejaron de 17 enviar a sus hijos al jéder, y hasta las escuelas polacas fueron cerradas. En un día como estos, la lavandera, ahora de casi ochenta años, llegó a nuestra casa. En las últimas semanas se había acumulado gran cantidad de ropa para lavar. Mi madre le sirvió una taza de té para que se calentara, y una hogaza de pan. La anciana se sentó en el asiento de la cocina, tiritando, y se calentaba las manos contra la tetera. Tenía los dedos torcidos a causa del trabajo, y quizás también de la artritis, y las uñas de un extraño color blanco: eran manos que hablaban de la tozudez humana, de la voluntad de trabajar no sólo hasta donde la fuerza lo permite sino aun más allá de sus límites. Mamá contó la ropa y elaboró la lista: camisillas de hombre, vestidos de mujer, pantaloncillos largos, bombachos, enaguas, camisas, fundas para los edredones de plumas, fundas de almohadas, sábanas, y los chales con flecos de los hombres. Sí, la mujer gentil también lavaba estas indumentarias sagradas. El bulto era grande, más de lo normal. Cuando la mujer se lo puso sobre los hombros, la tapó por completo. Al principio se tambaleó, como si fuera a caerse bajo el peso de la carga, pero una obstinación interior parecía gritarle: “No, no te puedes 18 caer. Un burro puede permitirse el lujo de doblegarse bajo el peso de su carga, mas no el ser humano, rey de la creación”. Fue terrible observar a la vieja salir bamboleándose bajo su enorme bulto a enfrentar una nieve seca como la sal y un aire lleno de remolinos blancos de nieve en polvo, como duendes que danzan en el frío. ¿Lograría la anciana llegar a Wola? La buena mujer desapareció y mi madre suspiró y se puso a orar por ella. Normalmente la mujer regresaba con la ropa en dos semanas, o máximo tres; pero en esta ocasión pasaron tres, luego cuatro y cinco, y nada se sabía de la anciana. Nos quedamos sin ropa de cama; el frío se hacía cada vez más intenso, los alambres de los teléfonos se volvieron tan gruesos como cables, las ramas de los árboles parecían de vidrio; había caído tanta nieve que las calles se habían desnivelado, y en muchas era posible deslizarse en trineos como si fuesen laderas de una colina. La gente de buen corazón hacía fogatas en la calle para que los vagabundos se calentaran y asaran papas, en caso de tenerlas. Para nosotros, la ausencia de la vieja fue una catástrofe. Necesitábamos la ropa, pero no sabíamos su dirección. Todo parecía 19 indicar que había sufrido un colapso, y había muerto. Mi madre declaró que ella había tenido la premonición, cuando la vieja salió de la casa la última vez, de que no volvería a ver nuestras cosas nunca más. Encontró unas camisas viejas y rotas, las lavó y las remendó. Lamentábamos no sólo nuestra ropa sino a la anciana mujer, agobiada de trabajo, que se había hecho cercana a nosotros durante tantos años de servicio fiel. Más de dos meses transcurrieron; aquella helada había cedido y una nueva llegó; otra ola de frío. Una noche, mientras mamá remendaba una camisa, sentada al pie de la lámpara de kerosene, la puerta se abrió para dar paso a una pequeña bocanada de vapor, seguida de un bulto gigante. Bajo el bulto se tambaleaba la anciana, su semblante blanco como una sábana de lino. Unas pocas mechas de pelo gris se asomaban en desorden por su chal. Mamá sofocó un grito; era como si un cadáver hubiese entrado al cuarto; yo corrí hacia ella y le ayudé a bajar el bulto. Se veía más delgada aún, más gacha, con el rostro más enjuto. Movía la cabeza de un lado a otro, como diciendo no. Era incapaz de emitir una sola palabra clara; sólo murmuraba algo indefinido con su boca hundida y sus pálidos labios. 20 Tras recuperar el aliento, nos contó que había estado muy, muy enferma, no recuerdo de qué; sólo sé que se había visto tan mal que alguien había llamado a un médico y éste había mandado por un sacerdote. Le informaron esto al hijo y contribuyó con dinero para el ataúd y el funeral. Mas el Todopoderoso no quería llevarse aún a esta alma adolorida. Comenzó entonces a sentirse mejor, se restableció, y apenas fue capaz de sostenerse en sus dos pies reanudó su trabajo, y lavó no sólo nuestra ropa sino asimismo la de varias otras familias. —No podía descansar con tranquilidad en mi cama con tanta ropa para lavar —explicó la anciana—. La ropa no me dejó morir. —Con la ayuda de Dios, vas a vivir hasta los ciento veinte años —dijo mi madre bendiciéndola. —¡Que Dios no lo quiera! ¿Para qué tener una vida tan larga? El trabajo está cada vez más duro, las fuerzas me abandonan, ¡no deseo ser carga para nadie! La anciana murmuró algo, se santiguó, y levantó los ojos al cielo. Por fortuna había algo de dinero en casa y mamá contó lo que le debía. Tuve un extraño sentimiento: las monedas, en aquellas manos viejas y gastadas 21 de tanto lavar, también parecían cansadas, limpias y piadosas, como su dueña. Las sopló, las amarró en un pañuelo y se marchó, no sin antes prometer que regresaría en unas semanas por una nueva carga de ropa sucia. Pero no regresó más. El bulto devuelto poco antes había sido su último esfuerzo en este mundo. La había animado la indomable voluntad de regresar la propiedad a sus legítimos dueños, de cumplir a cabalidad con la tarea emprendida. Y ahora sí, su cuerpo, que desde tiempo atrás era sólo un tiesto viejo sostenido por la fuerza de la honestidad y del deber, se había derrumbado. Su alma pasó a aquellas esferas donde todas las almas se encuentran, sin importar los credos, las lenguas y los papeles desempeñados en este mundo. No puedo concebir el Edén sin esta lavandera, y no puedo siquiera imaginar un mundo donde no exista recompensa para un esfuerzo semejante. De En la corte de mi padre Traducción de Eva Zimmerman 22 Que pase el aserrador Jesús del Corral JESÚS DEL CORRAL (1871-1931). Cuentista y periodista antioqueño, autor de crónicas llenas de gracia y de entrañable conocimiento de las gentes de su tierra. Lo mejor de sus escritos fue recopilado en un volumen póstumo (Bogotá, 1944), bajo el título de Cuentos y crónicas. El relato que aquí se reproduce es, sin duda, su obra maestra. Entre Antioquia y Sopetrán, en las orillas del río Cauca estaba yo fundando una hacienda. Me acompañaba en calidad de mayordomo Simón Pérez, que era todo un hombre, pues ya tenía treinta años, y veinte de ellos los había pasado en lucha tenaz y bravía con la naturaleza, sin sufrir jamás grave derrota. Ni siquiera el paludismo había logrado hincarle el diente, a pesar de que Simón siempre anduvo entre zancudos y demás bichos agresivos. Para él no había dificultad, y cuando se le proponía que hiciera algo difícil que él no había hecho nunca, siempre contestaba con esta frase alegre y alentadora: “Vamos a ver; más arriesga la pava que el que le tira, y el mico come chumbimba en tiempo de necesidad”. 25 Un sábado en la noche, después del pago de peones, nos quedamos Simón y yo conversando en el corredor de la casa y haciendo planes para las faenas de la semana entrante, y como yo le manifestara que necesitábamos veinte tablas para construir unas canales en las acequias, y que no había aserradores en el contorno, me dijo: —Ésas se las asierro yo en estos días. —¿Cómo? —le pregunté— ¿Sabe usted aserrar? —Divinamente; soy aserrador graduado, y tal vez el que ha ganado más alto jornal en ese oficio. ¿Que dónde aprendí? Voy a contarle esa historia que es divertida. Y me refirió esto que es verdaderamente original: —En la guerra del 85 me reclutaron y me llevaban para la Costa por los Llanos de Ayapel, cuando resolví desertar, en compañía de un indio boyacense. Una noche que estábamos ambos de centinelas, las emplumamos por una cañada, sin dejarle saludes al general Mateus. Al día siguiente ya estábamos a diez leguas de nuestro ilustre jefe, en medio de una montaña donde cantaban los gurríes y maromeaban los micos. Cuatro días anduvimos entre bosques, sin comer, y con los pies heridos por las espinas de las 26 chontas, pues íbamos rompiendo rastrojo con el cuerpo, como vacas ladronas. ¡Lo que es el miedo al cepo de campaña con que acariciaban a los desertores, y a los quinientos palos con que los maduran antes de tiempo!… Yo había oído hablar de una empresa minera que estaba fundando el conde de Nadal en el río Nus, y resolví orientarme hacia allá, así al tanteo, y siguiendo por la orilla de una quebrada que, según me habían dicho, desembocaba en aquel río. Efectivamente, al séptimo día, por la mañana, salimos el indio y yo a la desembocadura, y no lejos de allí vimos, entre unas peñas, un hombre que estaba sentado en la orilla opuesta a la que llevábamos nosotros. Fue grande nuestra alegría al verlo, pues íbamos casi muertos de hambre y era seguro que él nos daría de comer. —Compadre —le grité— ¿cómo se llama esto aquí? ¿La mina de Nus está muy lejos? —Aquí es; yo soy el encargado de la tarabita para el paso pero tengo orden de no pasar a nadie, porque no se necesitan peones. Lo único que hace falta son aserradores. No vacilé un momento en replicar: —Ya lo sabía y por eso he venido, yo soy aserrador; eche la oroya para este lado. 27 —¿Y el otro? —preguntó señalando a mi compañero. El grandísimo majadero tampoco vaciló en contestar rápidamente: —Yo no sé de eso, apenas soy peón. No me dio tiempo de aleccionarlo; de decirle que nos importaba comer a todo trance, aunque al día siguiente nos despacharan como a perros vagos; de mostrarle los peligros de muerte si continuaba vagando a la aventura porque estaban lejos los caseríos, o el peligro de la “diana de palos” si lograba salir a algún pueblo antes de un mes. Nada; no me dio tiempo ni para guiñarle el ojo, pues repitió su afirmación sin que le volvieran a hacer la pregunta. No hubo remedio, y el encargado de manejar la tarabita echó el cajón para este lado del río, después de gritar: ¡Que pase el aserrador! Me despedí del pobre indio y pasé. Diez minutos después estaba yo en presencia del conde, con el cual tuve este diálogo: —¿Cuánto gana usted? —¿A cómo pagan aquí? —Yo tenía dos magníficos aserradores, pero hace quince días murió uno de ellos; les pagaba a ocho reales. 28 —Pues, señor conde, yo no trabajo a menos de doce reales; a eso me han pagado en todas las empresas en donde he estado y, además, este clima es muy malo; aquí le da fiebre hasta a la quinina y a la sarpoleta. —Bueno, maestro; “el mono come chumbimba en tiempo de necesidad”; quédese y le pagaremos los doce reales. Váyase a los cuarteles de peones a que le den de comer y el lunes empieza trabajos. ¡Bendito sea Dios! Me iban a dar de comer; era sábado, al día siguiente me darían también de comer de balde. Y yo que para poder hablar tenía que recostarme a la pared, pues me iba de espaldas por la debilidad en que estaba. Entré a la cocina y me comí hasta la cáscara de los plátanos. Me tragaba las yucas con pabilo y todo. ¡Se me escaparon las ollas untadas de manteca porque eran de fierro. El perro de la cocina me veía con extrañeza, como pensando: Caramba con el maestro; si se queda ocho días aquí, nos vamos a morir de hambre el gato y yo! A las siete de la noche me fui para la casa del conde, el cual vivía con su mujer y dos hijos pequeños que tenía. Un peón me dio tabaco y me prestó un tiple. Llegué echando humo y cantando 29 la guabina. La pobre señora, que vivía más aburrida que un mico recién cogido, se alegró con mi canto y me suplicó que me sentara en el corredor para que la entretuviera a ella y a sus niños, esa noche. Aquí es el tiro, Simón, dije para mis adentros; vamos a ganarnos esta gente, por si no resulta el aserrío. Y les canté todas las trovas que sabía. Porque eso sí, yo no conocía serruchos, tableros y troceros, pero en cantos bravos sí era veterano. Total, que la señora quedó encantada y me dijo que fuera al día siguiente por la mañana para que le divirtiera los muchachos, pues no sabía qué hacer con ellos los domingos. ¡Y me dio jamón, galletas y jalea de guayaba! Al otro día estaba este ilustre aserrador con los muchachos del señor conde, bañándose en el río, comiendo ciruelas pasas y, bendito sea Dios y el que exprimió las uvas, ¡bebiendo vino tinto de las mejores marcas europeas! Llegó el lunes, y los muchachos no quisieron que “el aserrador” fuera a trabajar porque les había prometido llevarlos a un guayabal a coger toches en trampa. Y el conde, riéndose, convino en que el maestro se ganara sus doce reales de manera tan divertida. 30 Por fin el martes, di principio a mis labores. Me presentaron al otro aserrador para que me pusiera de acuerdo con él, y resolví pisarlo desde la entrada. —Maestro —le dije de modo que me oyera el conde, que estaba por allí cerca—, a mí me gustan las cosas en orden. Primeramente sepamos qué es lo que se necesita con más urgencia: ¿tablas, tablones o cercos? —Pues necesitamos cinco mil tablas de comino para las canales de la acequia, tres mil tablones para los edificios y unos diez mil cercos. Todo de comino, pero debemos comenzar por las tablas. Por poco me desmayo, trabajo para dos años y… a doce reales al día, bien cuidado y sin riesgo de que castigaran al desertor, porque estaba “en propiedad extranjera”. —Entonces, vamos con método. Lo primero que debemos hacer es dedicarnos a señalar árboles de comino, en el monte, que estén bien rectos y bien gruesos para que den bastantes tablas y no perdamos el tiempo. Después los tumbamos, y, por último, montamos el aserrío. Todo con orden, sí señor, porque si no, no resulta la cosa. —Así me gusta, maestro —dijo el conde—, se ve que usted es hombre práctico. Disponga los trabajos como lo crea conveniente. 31 Quedé, pues, dueño del campo. El otro maestro, un pobre majadero, comprendió que tenía que agachar la cabeza ante este famoso “aserrador” improvisado. Y a poco salimos a la montaña a señalar árboles de comino. Cuando nos íbamos a internar, le dije a mi compañero: —No perdamos el tiempo andando juntos. Váyase usted por el alto, y yo me voy por la cañada. Esta tarde nos encontramos aquí; fíjese bien para que no señale árboles torcidos. Y salí cañada abajo, buscando el río. Y en la orilla de éste me pasé el día, fumando tabaco y lavando la ropita que traje del cuartel del general Mateus. Por la tarde, en el punto citado, encontré al maestro y le pregunté: —Vamos a ver, ¿cuántos árboles señaló? —Doscientos veinte no más, pero muy buenos. —Pues perdió el día, yo señalé trescientos cincuenta de primera clase. Había que “pisarlo” en firme, y yo he sido gallo para eso. Por la noche me hizo llamar la señora del conde, y que llevara el tiple porque tenía cena preparada; que los muchachos 32 estaban deseosísimos de oírme el cuento de “Sebastián de las Gracias”, que les había yo prometido. Ah, y el del “Tío Conejo y el compadre Armadillo”, y ese otro de “Juan sin Miedo”, tan emocionante. Se cumplió el programa al pie de la letra. Cuentos y cantos divertidísimos; chistes de ocasión; cena con salmón, porque estábamos de vigilia; cigarros de anillito dorado; traguito de brandy para el aserrador, pues como había trabajado tanto ese día, necesitaba el pobre que le sostuvieran las fuerzas. Ah, guiñadas de ojos a una sirvienta buena moza que le trajo el chocolate al “maestro” y que al fin quedó de las cuatro patitas cuando oyó la canción aquella de Cómo amarte torcaz quejumbrosa que en el monte se escucha gemir. ¡Qué aserrío monté esa noche! Le saqué tablas del espinazo al mismo señor conde. Y todo iba mezclado por si se dañaba lo del aserrío. Le conté al patrón que había notado yo ciertos despilfarros en la cocina de peones y no pocas irregularidades en el servicio de la despensa; le hablé de un remedio famoso para curar la renguera (inventado por mí, por supuesto) y le prometí conseguirle un bejuco en la montaña, admirable para todas las enfermedades de la digestión. (Todavía me 33 acuerdo del nombrecito con que lo bauticé: ¡levantamuertos!) Encantados el hombre y su familia con el “maestro” Simón. ¡Ocho días pasé en la montaña, señalando árboles con mi compañero, o mejor dicho separados, porque yo siempre lo echaba por otro lado distinto al que yo escogía! ¡Pero sabrá usted que como yo no conocía el comino, tuve que ir primero a mirar los árboles que había señalado el verdadero aserrador! Cuando ya teníamos marcados unos mil empezamos a echarlos al suelo ayudados por cinco peones. En esa tarea en la cual desempeñaba yo el oficio del director, empleamos más de quince días. Y todas las noches iba yo a la casa del conde y cenaba divinamente. Y los domingos almorzaba y comía allá, porque era preciso distraer a los muchachos… y a la sirvienta también. Yo era el sanalotodo en la mina. Mi consejo era decisivo, y no se hacía nada sin mi opinión. ¡Tal vez la célebre cortada del río Nus fracasó más tarde por alguna bestialidad que yo indiqué! Todo iba a pedir de boca, cuando un día llegó la hora terrible de montar el aserrío de madera. Ya estaba hecho el andamio, y 34 por cierto que cuando lo fabricamos hubo algunas complicaciones, porque el maestro me preguntó: —¿Qué alto le ponemos? —¿Cuál acostumbran ustedes por aquí? —Tres metros. —Póngale tres con veinte, que es lo mandado entre buenos aserradores. (Si sirve con tres metros, ¿por qué no ha de servir con veinte centímetros más?) Ya estaba todo listo: la troza sobre el andamio, y los trazos hechos en ella (por mi compañero, porque yo me limitaba a dar órdenes). La lámpara encendida y el velo en el altar, como dice la canción. Llegó el momento solemne, y una mañana salimos, camino del aserradero, con los grandes serruchos al hombro. ¡Primera vez que yo veía un comemadera de esos! Ya al pie del andamio, me preguntó el maestro: —¿Es usted de abajo o de arriba? Para resolver tan grave asunto fingí que me rascaba una pierna, y rápidamente pensé: “si me hago arriba, tal vez me tumba éste con el serrucho”. De manera que al enderezarme contesté: —Yo me quedo abajo; encarámese usted. 35 Trepó por los andamios, colocó el serrucho en la línea… empezamos a aserrar madera. ¡Pero, señor, cómo fue aquello! El chorro de aserrín se vino sobre mí y yo corcoveaba a lado y lado, sin saber cómo defenderme. Se me entraba por las narices, por las orejas, por los ojos, por el cuello de la camisa… ¡Virgen santa! ¡Y yo que creía que eso de tirar de un serrucho era cosa fácil! —Maestro —me gritó mi compañero—, se está torciendo el corte. —Pero hombre, ¡con todos los diablos! Para eso está usted arriba, fíjese y a plomo como Dios manda… El pobre hombre no podía remediar la torcedura. Qué la iba a remediar si yo chapaleaba como pescado colgado del anzuelo. Viendo que me ahogaba entre las nubes de aserrín, le grité a mi compañero: —Bájese, que yo subiré a dirigir el corte. Cambiamos de puesto; y yo me coloqué en el borde del andamio, cogí el serrucho y exclamé: —Arriba, pues, una… dos… Tiró el hombre y cuando yo iba a decir tres, me fui de cabeza y caí sobre mi 36 compañero. Patas arriba quedamos ambos, él con las narices reventadas y yo con dos dientes menos y un ojo que parecía una berenjena. La sorpresa del aserrador fue mayor que el golpe que le di. No parecía sino que le hubiera caído al pie un aerolito. —¡Pero, maestro! —exclamó—. ¡Pero maestro!… —¡Qué maestro ni qué demonios! ¿Sabe lo que hay? Que es la primera vez que yo le cojo los cachos a un serrucho de éstos. ¡Y usted que tiró con tanta fuerza! ¡Vea cómo me puso! (y le mostré el ojo dañado). —Y vea cómo me dejó usted (y me enseñó las narices). Vinieron las explicaciones indispensables, para las cuales resulté un Víctor Hugo. Le conté mi historia, y casi lo hago llorar cuando le pinté los trabajos que pasé en la montaña en calidad de desertor. Luego rematé con este discurso más bien atornillado que un trapiche inglés: —No diga usted una palabra de lo que ha pasado porque lo hago sacar de la mina. Yo les corté el ombligo al conde y a la señora, y a los muchachos los tengo de barba y cacho. Conque tráguese la lengua y enséñeme a aserrar. En pago de eso le prometo darle todos los días durante tres meses dos reales 37 de los doce que yo gano. Fúmese, pues, este tabaquito (y le ofrecí uno), y explíqueme cómo se maneja este mastodonte de serrucho. Como le hablé en plata, y él ya conocía mis influencias en casa de los patrones, aceptó mi propuesta y empezó la clase de aserrío. Que el cuerpo se ponía así, cuando uno estaba arriba, y de esta manera, cuando estaba abajo; que para evitar las molestias del aserrín se tapaban las narices con un pañuelo… cuatro pamplinadas que yo aprendí en media hora. Y duré dos años trabajando como aserrador principal con doce reales diarios, cuando los peones apenas ganaban cuatro. Y la casa que tengo en Sopetrán la compré con plata que traje de allá. Y los quince bueyes que tengo aquí marcados con un serrucho, del aserrío salieron… Y el hijo mío, que ya me ayuda mucho en la arriería, es también hijo de la sirvienta del conde y ahijado de la condesa… Cuando terminó Simón su relato soltó una bocanada de humo, clavó en el techo la mirada y añadió después: —Y aquel pobre indio de Boyacá se murió de hambre… sin llegar a ser aserrador. De Cuentos y crónicas 38 Cuentos del dinero, la riqueza y el poder La guaca Héctor Abad Faciolince HÉCTOR ABAD FACIOLINCE (1958). Estudió Periodismo en la Universidad de Antioquia, y Lengua y Literaturas Modernas en la Universidad de Turín. Es uno de los más destacados escritores colombianos de su generación. Cuentista, cronista y novelista, ha escrito también un libro de viajes, y otro, Tratado de culinaria para mujeres tristes, de género inclasificable. Su novela Angosta (2003) ha sido considerada por más de un crítico la más importante publicada en Colombia durante la última década. 1 Cuando mi esposa volvió a enamorarse de su viejo amor, el fotógrafo, y se fue a vivir con él por El Retiro, yo me tuve que quedar solo con los niños. Ella no llamaba ni venía casi nunca, y pasaban meses enteros sin que supiéramos de ella. Los niños lloraban mucho al principio, sobre todo María Isabel, la menor, pero a Juan Esteban, el mayor, le fue entrando una rabia parecida a la mía, que lo llevaba a levantar los hombros cada vez que le mencionaban a la mamá. Ella se fue alejando, tanto de la ciudad como de nuestros pechos, hasta que todos en la casa terminamos refiriéndonos a ella, no con su nombre, que olvidamos, sino con un apelativo más lejano y más justo: la difunta. Yo a ella, a la difunta, no la culpaba del todo por su decisión; ella 43 había querido al fotógrafo desde antes de casarse conmigo, y desde la adolescencia habían planeado que algún día se irían a vivir al campo. Ahora habían realizado su sueño de vida agreste y vivían en esa finca sin teléfono en las afueras de El Retiro, al lado de una quebrada, con caballos y vacas y conejos. Pescaban truchas, paseaban los perros, y se bastaban tanto el uno al otro que casi nunca bajaban a Medellín. Después del primer estupor del abandono, que me dejó medio loco por semanas, aunque más herido en el orgullo que en el amor, yo me fui acomodando, y a los meses me sentía muy contento de vivir solo con los niños. Contento, pero también preocupado, porque con los horarios del periódico la vida diaria se me volvió imposible. Por un lado, todos los días tenía que despertarlos a las seis para que tuvieran tiempo de bañarse antes de que pasara el bus del colegio, y yo casi nunca podía acostarme antes de la una porque en un día bueno cerrábamos la edición a medianoche, y en los días difíciles el turno se prolongaba hasta más tarde, a veces hasta las dos o las tres de la madrugada. Había noches en que dormía menos de tres horas y después, en el periódico, no era capaz de hacer nada bien y a veces me quedaba dormido encima del 44 escritorio. Yo no tenía que llegar temprano al periódico, podía llegar a las diez o a las once de la mañana, pero me angustiaba también que los niños llegaran solos por la tarde, al salir del colegio, aunque tres veces a la semana venía una empleada, y los otros días venía mi mamá. Lo que pasa es que el periódico es una esclavitud, con turnos de ocho días sin fines de semana, con horarios de doce o trece horas, sin tiempo para estar con los hijos ni revisarles las tareas ni verlos crecer, sin siquiera un minuto para cortarles las uñas. Las casas, además, se van cayendo cuando no hay una mujer que las gobierne, y de mes en mes mi casa estaba más sucia, más triste, más desordenada. La comida era pésima, había goteras, el timbre no sonaba, la cocina olía a grasa, las matas se secaron, un desastre. Por todo esto, y porque ya era seguro que la difunta no iba a resucitar, yo le propuse a mi mamá que viviéramos juntos, que compráramos un apartamento grande entre los dos y así ella podía ayudarme más tiempo con los niños, y podíamos dividir todos los gastos, y hasta pagar una muchacha fija que ayudara en los oficios. Mi madre es una señora viuda, jubilada, de más de setenta años, pero fuerte y activa todavía. La idea de 45 vivir otra vez con el hijo, y sobre todo la idea de pasar toda la semana con los nietos, la llenó de un entusiasmo juvenil entre edípico y maternal. Lo primero que hicimos fue poner en venta la casa donde yo vivía con los niños, por el Estadio, y tuvimos mucha suerte porque un constructor había comprado la casa de al lado y quería también la nuestra para poder levantar un edificio. La vendí bien y puse el dinero en el banco mientras mi mamá vendía también su apartamento y juntábamos el capital para comprar algo más grande y mejor entre los dos. Mientras ella vendía, nos acomodamos todos allá, en el apartamentico de ella, por la Floresta, pero como tenía apenas un cuarto, los niños y yo tuvimos que apeñuscarnos en la sala, entre muebles, colchones, cajas de ropa, juguetes y útiles del colegio. Fuera de eso yo había cometido el error, para atenuarles la falta de mi esposa, de comprarles un perro, y entonces éramos cuatro los que teníamos que dormir en el mismo espacio, a veces entre olores que se me hace innecesario describir. Vivíamos muy estrechos, pero menos infelices que antes y con la esperanza de una nueva casa en la que cada uno tendría su cuarto, y en la que todos esquivaríamos la soledad. 46 Yo mismo vi el aviso en el periódico. Me llamó la atención porque el anuncio era más grande de lo habitual, y hablaba de una urgencia por motivo de viaje al exterior. Además recibían alguna propiedad de menor valor como parte de pago. Ofrecían un apartamento enorme, casi de trescientos metros, en una loma alta por El Poblado arriba, y por una cifra que parecía como del Estadio, el barrio más modesto donde nosotros habíamos vivido siempre. Llamé a la inmobiliaria, les informé lo que podía darles de contado, el apartamento que teníamos para entregar como parte de pago, y por teléfono la cosa les sonó. Esa misma tarde fui a ver la propiedad, una Unidad Cerrada con uno de esos nombres absurdos hispano-colombianos que ponen por aquí: Guaduales del Guadalquivir. El apartamento era demasiado para nosotros, en todos los sentidos: demasiado grande, demasiado lujoso, de una ostentación excesiva. Yo tenía un mazdita verde lora, que a mí me parecía una finura, pero ni me imaginaba los carrazos que había allá parqueados, puras burbujas blindadas y jeeps metalizados. La Unidad tenía piscina, además, y zona de juegos, parque, sauna, jacuzzi, pista para trotar, todo eso. Lo increíble es que el precio era tan 47 bueno que yo no tenía que encimar mucho; bastaba que hiciera una hipoteca pequeña, de menos de veinte millones, y la compra se podía hacer. Al otro día, un sábado, fuimos a verlo con mi mamá y con los niños, y todos estábamos felices porque jamás habíamos ni soñado con poder vivir en un sitio tan amplio y tan lujoso. No es que el apartamento fuera de buen gusto: los pisos eran todos de mármol, de pared a pared, un mármol verde oscuro, frío y brillante como la lápida de una tumba. En los techos había molduras de yeso con adornos barrocos pintados en un dorado de gusto peor que regular; los grifos de los baños eran cisnes inmensos bañados en oro, y los sanitarios, más que tazas, parecían tronos. El cielo raso del cuarto principal era un mosaico cursi-erótico de espejos que yo ya no tendría con quién usar, y en el vestier, al lado, había también una gran caja fuerte empotrada, que se podía camuflar detrás de los vestidos y donde nosotros no teníamos nada que guardar, ni joyas heredadas ni ahorros ni cubiertos de plata ni acciones de Coltejer. El lunes llamamos para decir que estábamos interesados y nos dieron una opción mientras yo me ponía a hacer vueltas en el banco para que me prestaran, sobre 48 una hipoteca, los dieciocho millones que nos quedaban faltando. Todo salió muy rápido y llegó el día en que teníamos que ir a firmar la promesa de compraventa. Esa vez nos recibió el gerente de la inmobiliaria, nos hizo pasar a su despacho, nos ofreció café y gaseosa, hasta me preguntó si no querría un whisky, y luego empezó a hablar. Que él quería ser muy franco con nosotros, nos dijo. Que todo era legal, que no había ningún inconveniente, pero que el apartamento tenía un problemita, un problema menor, en realidad, pero que él no quería que una señora mayor (y aquí miraba a mi mamá) fuera a comprar las cosas sin saberlo todo. Ustedes recordarán que entre el 92 y el 93, después de que Pablo Escobar se escapó de su propia cárcel, La Catedral, se desató en Medellín una guerra a muerte entre la gente del Cartel, la de Escobar, y un grupo clandestino que se llamaba los Pepes (perseguidos por Pablo Escobar), que eran una especie de confusa mezcolanza entre servicios de seguridad del Estado, la CIA, la DEA, el FBI, los paramilitares, algunos informantes del Cartel de Cali, o mejor dicho hasta el Putas, como se dice aquí. En esos años, uno tras otro, habían ido cayendo todos los cuadros de la organización de Escobar, 49 desde sus abogados hasta los especialistas en comunicaciones, desde los choferes y los mayordomos, hasta los jefes de seguridad y los sicarios a su servicio. Pues bueno, nos informó el señor de la inmobiliaria, el apartamento que ustedes van a comprar, era propiedad del mayor de los hermanos Foronda, Carlos Mario Foronda Zuluaga, mejor conocido en el ambiente mafioso como Pistoloco. Él, reconoció el gerente, había sido el jefe de sicarios de Escobar, y pocos meses después de que Pablo se escapara de la Catedral, en el 92, había sido asesinado por los Pepes ahí mismo, en Guaduales del Guadalquivir, en el apartamento que nosotros queríamos comprar. La viuda de Foronda, Katia Moreno, era una ex modelo que en el pánico de las semanas sucesivas se había tenido que ir a vivir a Buenos Aires, a las carreras, y ahora estaba vendiendo, a precio de huevo, todo lo que le había correspondido de herencia por su marido muerto: fincas de recreo, haciendas, casas, apartamentos, carros, caballos, cuadros del maestro Ramón Vásquez, de Manzur y de Guayasamín… Mi mamá y yo nos asustamos un poco con la noticia, pedimos otro día para pensarlo mejor y consultar. Mientras ella consultaba 50 con un abogado de confianza, y averiguaba con él detalles sobre la ley de extinción del dominio, la que expropia propiedades de narcotraficantes, que quizás nos podría afectar, yo iba a estudiar el caso de Pistoloco en los archivos del periódico. Por el lado de mi mamá, resultó que era muy improbable lo de la expropiación. Según el abogado el riesgo era mínimo, y comprarle a la modelo no era siquiera una falta moral. Eso nos dijo. Yo por mi parte encontré, en distintos periódicos de enero del 93, alguna información. Lo del asesinato de Foronda había sido en realidad una masacre, y bastante macabra. Aprovechando que estaban en fiestas de fin de año, el mismo 31 de diciembre del 92, poco antes de las doce de la noche, llegaron al condominio Guaduales del Guadalquivir, tres automóviles blindados seguidos por tres motos. Después de inmovilizar al portero de la Unidad, unos quince hombres bajaron de los carros y de las motos, subieron hasta el piso trece del edificio, tumbaron de un almadanazo la puerta del penthouse de Pistoloco, inmovilizaron a las catorce personas que allí se hallaban reunidas (en plena rumba de fin de año y en honda borrachera del tipo sentimental), las hicieron tender boca abajo, les amarraron 51 las manos con alambres y procedieron a ultimarlas una por una con un tiro en la nuca y otro en la cintura. Entre los muertos, además de Pistoloco, había cinco modelos de una reconocida casa de desfiles de Medellín, todas menores de veinte años, tres músicos integrantes del trío Los Únicos de Envigado, cuatro amigos o guardaespaldas del mismo Pistoloco, ninguno de los cuales alcanzó a reaccionar, y un niño de once años, identificado como Wílmar Foronda Moreno, al parecer hijo de un matrimonio prematuro de Pistoloco con una mujer que no se hallaba presente en la fiesta de año nuevo. La madre de este niño se llamaba, según el periódico, Katia Moreno, ex modelo, y era la misma que ahora tenía a su nombre la escritura del apartamento. Lo único que el gerente no nos había dicho era el número de muertos que había habido en el apartamento. Nada se sabía sobre la identidad de los asesinos, salvo que eran los Pepes, y lo único que el portero declaró es que dos de ellos, al salir, estaban discutiendo sobre la muerte del menor. “¿Por qué mataste al niño, güevón?” decía uno. Y, según el portero, el otro Pepe le contestó: “No se pueden dejar vivos a los hijos, porque esos, cuando crecen, son los que lo matan a uno después”. 52 Claro que a mí no me gustó lo que había sucedido en ese apartamento, pero ya había pasado mucho tiempo, casi dos años, y a la gente las cosas se les van olvidando. Yo no soy de los que cree en sitios salados, y menos en fantasmas. Un apartamento como ese valía más de doscientos millones y a nosotros nos lo estaban dejando por ciento cuarenta. La gente tiene agüeros y cuando uno quiere vender algo así, sobre todo si tiene afán, toca bajar el precio. ¿Ustedes qué habrían hecho? Eso lo discutimos mi mamá y yo toda la noche, qué hacer, aceptar o no aceptar, comprar o no comprar. El cambio era muy bueno, de la Floresta a El Poblado. En la madrugada resolvimos que sí, que lo comprábamos de todas maneras, sin contarles, claro, nada a los niños de lo que había pasado allí. Por el dinero que teníamos no podíamos conseguir nada mejor, difícilmente podríamos tener algo tan cómodo; ese apartamento era hasta más de lo que necesitábamos para vivir, y si algún día, años después, lo quisiéramos vender, quién se iba a acordar siquiera de que alguna vez había existido un tipo al que le decían Pistoloco. Cerramos los ojos y nos metimos en la compra. Lo único que quedaba de los catorce muertos era, sobre el mármol verde de la sala, algunos bordes despicados en el piso, y un montón de pequeños orificios 53 mal remendados con masilla. Encima de todo eso pusimos un tapete de flores, y no lo pensamos más. Cuando nos pasamos, los primeros meses, la vida práctica se nos hizo mucho más fácil, mis hijos se adaptaron de inmediato al lugar, no había tarde que no bajaran a la piscina, prendían el sauna aunque no aguantaran ni un minuto adentro, y cuando se aburrían montaban en ascensor. Los fines de semana que yo no iba al periódico pasábamos horas jugando con raquetas en el jardín. La difunta llamaba como mucho cada mes. Un matrimonio con la propia madre tiene sus ventajas. Hay menos celos y mayor libertad; el amor y la conveniencia no son contradictorios, en este caso; es saludable para la psicología de los niños y para la salud mental de la persona mayor. Nos adaptamos muy bien a la Unidad, donde lo único que desentonaba era mi carrito verde lora, que por el momento y con el sueldo del periódico no lo podía ni pensar en cambiar. De hecho todo marchó sin contratiempos durante más de seis meses, hasta que sucedió el episodio por el que ahora somos otros, no sé si mejores o peores, pero otros. Todo empezó un domingo por la mañana, después de la circunstancia más 54 banal. Mi hija, al llegar de bañarse en la piscina, se iba a lavar el pelo y quería usar el secador en mi baño, el de la alcoba principal. Al conectar el secador al enchufe (que nunca habíamos usado hasta ese día), éste no funcionó. Yo, que tengo espíritu de todero y cuando se tapan los lavamanos sirvo de plomero, y cuando hay un corto circuito me improviso electricista, empecé a desmontar el enchufe para revisar la instalación. La sorpresa inicial fue más bien una pequeña curiosidad, una sensación de extrañeza que se volvió asombro. Detrás de la tapa del enchufe, en lugar de los alambres consabidos, había un doble fondo. Debajo del enchufe se desprendía una tablita de madera, pintada igual que la pared. Al quitar la tabla, al fondo, se veía la cerradura de una caja fuerte, con llave. Era rarísimo. Cuando nos habían hecho entrega del apartamento, además de las llaves de todas las puertas y del ascensor, nos habían entregado también la clave de la caja fuerte, que abrimos y estaba vacía, por supuesto, pues la ex modelo se había llevado todas sus pertenencias a Argentina. Habíamos vuelto a cerrar esa caja, vacía, que a gente como nosotros no nos servía para nada. Nadie nos había hablado de otra caja fuerte secreta. Probé la misma clave de la caja fuerte externa, 55 y funcionó, era igual, pero por el pequeño orificio que dejaba la abertura detrás del enchufe, solamente se podía meter el brazo. Metí la mano hasta el fondo y lo primero que saqué fue un papel. Parecía un naipe con la foto de un señor. Yo al mirarlo creí que era Drácula y me imaginaba que había algún secreto ahí, implementos para algún rito satánico o cosas así. Miré por detrás del naipe y vi que tenía la oración del Padre Marianito, beato reciente de la Santa Madre Iglesia. Volví a meter la mano y lo que salió fue un escapulario y otra estampita, esta vez del Señor Caído de Girardota. Insistí, moviendo la mano en la oscuridad. Al tacto se distinguían varios paquetes pequeños, forrados en plástico. Saqué uno. Yo no sabía bien qué era eso, nunca había visto nada así, era como una pequeña tableta de chocolate, pero pesaba mucho, era dorada. Me quité los anteojos y leí las letras diminutas. En un troquelado minúsculo decía 24K, decía 101,3 gr. Mi corazón se aceleró. Metí la mano otra vez. Había varias montañitas bien apiladas de estos pequeños lingotes de oro, todos de distinto peso, aunque todos entre 98 y 103 gramos. Saqué algunos; eran muy parecidos, pero no los conté. Yo estaba solo en el baño, en cualquier momento entraría María Isabel a preguntarme si ya 56 había arreglado el enchufe. Tiré adentro los lingotes que había sacado, las estampas del padre Marianito y del Señor Caído, cerré la caja fuerte, acomodé lo mejor que pude la tabla de tríplex (ahora no era perfecta, se veían los bordes) y puse otra vez el enchufe apretando los dos tornillos con el destornillador. Las manos me estaban temblando y mi respiración parecía la de uno que acaba de llegar de trotar. No quería que los niños se enteraran de nada. María Isabel se secó y alisó el pelo en el cuarto de ella y cuando los niños, al fin, salieron al jardín, llamé a mi mamá y le conté el hallazgo. Volví a quitar el enchufe, la tablita, abrí la caja fuerte con la clave que me sabía de memoria, metí la mano y ya no saqué las estampas; le mostré las pastillas solamente. La reacción de los dos era, al mismo tiempo, de miedo y entusiasmo, de júbilo y pecado. Era una sensación a medias entre el robo y el golpe de suerte. Era como ganarse la lotería. A los dos se nos salían gritos de alegría y de incredulidad. Volví a meter la mano, más hacia el fondo, con el brazo hasta el hombro. Había paquetes de consistencia muy distinta. Saqué uno. Era un fajo de dólares, cien billetes de cien dólares, bien empacados con una banda de papel en la mitad. Yo no lo podía ni creer. Hacíamos cuentas mentales, 57 cien por cien, es un cien más dos ceros, o sea diez mil, y diez mil dólares, en esos días, eran como quince millones de pesos. Metí la mano y empecé a sacar fajos y más fajos, entre los que a veces salía enredado algún lingote. Las sumas y las cifras crecían en la cabeza, enloquecidas, como fuegos artificiales. Yo sentí un vértigo, como lo que se siente desde la parte más alta de la rueda de Chicago. Sacaba y sacaba montones de fajos, pero al tacto se percibía que había aún muchos más. En ese momento sonó el timbre y los volvimos a meter precipitadamente en el mismo sitio. Yo nunca había tenido miedo de que me robaran nada (¿qué me iban a robar?), pero antes de abrir la puerta miré bien por el ojo mágico para estar seguro de que fueran mis hijos, que volvían con la muchacha, y no algún ladrón. Cuando entraron, por primera vez desde que estábamos ahí, le di vuelta a la llave y puse la cerradura de arriba, la de seguridad. 2 Nunca nadie entendió, en el periódico, qué había pasado con Carlos Mario Yepes, el editor de Nación, a quien un día de abril de 1995 se lo tragó la tierra. Después de un período muy duro, cuando lo dejó su mujer, había vuelto a ser feliz. Había comprado 58 con doña Ana, su madre, un apartamentazo por El Poblado arriba, y allá vivía feliz, como un rico, con ella y con los niños, hasta que un día, como por arte de magia, desapareció, se lo tragó la tierra. A mediados de abril, unos seis o siete meses después de haberse mudado de casa, no volvió al periódico, y toda la familia desapareció. Ni sus compañeros de trabajo ni sus mejores amigos sabían nada. La policía inspeccionó el apartamento, pero no encontró ninguna cosa que llamara la atención, ningún indicio, ni el más mínimo rastro que explicara su partida. Nunca volvió a saberse nada de ellos en todo Medellín: ni en Guaduales del Guadalquivir, ni en el colegio de los niños, ni en la parroquia donde oía misa la mamá, ni en el periódico, ni en ningún pueblo o ciudad del país. Tanto en el periódico, como en Medellín, se insinuó que la desaparición del periodista, de sus hijos, y de su señora madre, podía tener alguna relación con el asesinato de Pistoloco. Ese apartamento tenía algo, debía estar salado, y ahí seguiría para siempre como un sepulcro vacío, con las puertas cerradas. Se pensó, se dijo y se publicó que tal vez su desconcertante final tendría alguna relación con los sucesos sanguinarios del famoso penthouse. Sólo ahora, algunos años después, se puede 59 revelar el paradero de sus cuentas, de sus cuerpos e incluso de sus almas. La casa tiene tres plantas y se levanta en las armoniosas colinas que se asoman al Lago de Ginebra. La ciudad se llama Montreux y es célebre, entre otras cosas, porque allí se realiza uno de los más prestigiosos festivales de jazz del mundo, y porque aquí vivió la última parte de su vida el gran escritor ruso Vladimir Nabokov. La colina, en esta parte del lago, mira al costado meridional, lo que hace que la casa sea menos fría en invierno, y llena de una luz paradisíaca en los meses más cálidos del año. Cerca de allí hay viñedos, queserías, castillos, museos, teatros. Una mansión así, en ese sitio, con esa situación, no te la muestran por menos de un millón y medio de dólares. Según documentos auténticos, los ocupantes de la casa, y legítimos dueños, se llaman Carlo Tomasinelli, un señor cincuentón, y Anna Olivieri, una ancianita de casi ochenta años, aunque vivaz todavía. Con ellos viven dos adolescentes, hijos de él, nietos de ella, en edad escolar, que asisten a los últimos años del colegio público de Montreux. El padre y la abuela, a pesar de sus nombres, no hablan ni una palabra de italiano. Tampoco saben alemán, y su 60 francés es torpe y elemental. Unos cuantos monosílabos y algunos sustantivos de la vida práctica. Los muchachos, en cambio, dominan el francés, el alemán, y se burlan en toda ocasión de los mayores, que en la vida familiar conversan siempre en antioqueño. Son dos niños alegres, Isabella y Stephan, aunque quizá un poquito más morenos que la mayoría de sus compañeros, exceptuando hindúes y africanos. Don Carlo y doña Anna están acodados a la amplia terraza que mira al apacible lago de Ginebra. “¿Qué es lo que más te gusta de Suiza?” le pregunta el hijo a la madre, y ella contesta: “La limpieza.” “¿Y lo que menos?” “Lo mismo, la limpieza.” Suspiran. Se quedan callados. Del interior de la casa sale una música exótica para estas tierras: vallenatos. Periódico El Colombiano, Medellín, 6 de febrero del 2002. 61 El mayordomo Roald Dahl ROALD DAHL (1916-1990). De origen noruego, nació en Llandaff (Gales). Fue piloto de guerra, miembro del servicio de inteligencia británico, agregado adjunto aéreo de la embajada británica en Washington. Escribió con igual acierto e ingenio para niños y para adultos. En este último campo, sus relatos suelen ser un soberbio ejercicio de ironía y del más fino humor negro. Algunas de sus historias infantiles han sido llevadas al cine. En cuanto George Cleaver ganó el primer millón, él y la señora Cleaver se trasladaron de su pequeña casa de las afueras a una elegante mansión de Londres. Contrataron a un cocinero francés que se llamaba monsieur Estragón y a un mayordomo inglés de nombre Tibbs. Ambos cobraban unos sueldos exorbitantes. Con la ayuda de estos dos expertos, los Cleaver se lanzaron a ascender en la escala social y empezaron a ofrecer cenas varias veces a la semana sin reparar en gastos. Pero estas cenas nunca acababan de salir bien. No había animación, ni chispa que diera vida a las conversaciones, ni gracia. Sin embargo, la comida era excelente y el servicio inmejorable. —¿Qué demonios les pasa a nuestras fiestas, Tibbs? —le preguntó el señor Cleaver 65 al mayordomo— ¿Por qué nadie se siente cómodo? Tibbs ladeó la cabeza y miró al techo. —Espero que no se ofenda si le sugiero una cosa, señor. —Diga, diga. —Es el vino, señor. —¿Qué le pasa al vino? Pues verá, señor, monsieur Estragón sirve una comida excelente. Una comida excelente debe ir acompañada de un vino igualmente excelente, pero ustedes ofrecen un tinto español barato y bastante asqueroso. —¿Y por qué no me lo ha dicho antes, hombre de Dios? —exclamó el señor Cleaver—. El dinero no me falta. ¡Les daré el mejor vino del mundo, si eso es lo que quieren! ¿Cuál es el mejor vino del mundo? —El clarete, señor —contestó el mayordomo—, de los grandes châteaux de Burdeos: Lafite, Latour, Haut-Brion, Margaux, Mouton-Rothschild y Chevel Blanc. Y solamente de las grandes cosechas, que en mi opinión son las de mil novecientos seis, mil novecientos catorce, mil novecientos veintinueve y mil novecientos cuarenta y cinco. Chevel Blanc también tuvo unos años magníficos 66 en mil ochocientos noventa y cinco y mil novecientos veintiuno, y Haut-Brion en mil novecientos seis. —¡Cómprelos todos! —dijo el señor Cleaver—. ¡Llene la bodega de arriba abajo! —Puedo intentarlo, señor —dijo el mayordomo—, pero esa clase de vinos son difíciles de encontrar y cuestan una fortuna. —¡Me importa tres pitos el precio! —exclamó el señor Cleaver—. ¡Cómprelos! Era más fácil decirlo que hacerlo. Tibbs no encontró vino de 1895, 1906, 1914 ni 1921 ni en Inglaterra ni en Francia. Pero se hizo con unas botellas del 29 y del 45. Las facturas fueron astronómicas. Eran tan grandes que hasta el señor Cleaver empezó a reflexionar sobre el tema. Y este interés se transformó en verdadero entusiasmo cuando el mayordomo le sugirió que tener ciertos conocimientos de vino era un valor social muy estimable. El señor Cleaver compró libros sobre vinos y los leyó de cabo a rabo. También aprendió mucho de Tibbs, que le enseñó, entre otras cosas, a catar el vino. —En primer lugar, señor, tiene que olerlo durante un buen rato, con la nariz sobre la copa, así. Después bebe un sorbo, abre los labios un poquito y toma aire, dejando que 67 pase por el vino. Observe cómo lo hago yo. A continuación se enjuaga la boca con fuerza y, por último, se lo traga. Con el paso del tiempo, el señor Cleaver llegó a considerarse un experto en vinos e, inevitablemente, se convirtió en un pelmazo tremendo. —Damas y caballeros —anunciaba a la hora de la cena, alzando la copa—, éste es un Margaux del veintinueve. ¡El mejor año del siglo! ¡Un bouquet fantástico! ¡Huele a primavera! ¡Y observen ese sabor que queda después, y el gusto a tanino que le da ese toque astringente tan agradable! Maravilloso, ¿eh? Los invitados asentían, tomaban un sorbo y murmuraban alabanzas, pero nada más. —¿Qué les pasa a esos idiotas? —le preguntó el señor Cleaver a Tibbs, después de que esta situación se repitiera varias veces—. ¿Es que nadie sabe apreciar un buen vino? El mayordomo torció la cabeza a un lado y dirigió los ojos hacia arriba. —Creo que lo apreciarían si pudieran catarlo, señor —dijo—. Pero no pueden. —¿Qué diablos quiere decir? ¿Cómo que no pueden catarlo? 68 —Tengo entendido que usted ha ordenado a monsieur Estragón que aliñe generosamente las ensaladas con vinagre, señor. —¿Y qué? Me gusta el vinagre. —El vinagre —dijo el mayordomo— es enemigo del vino. Destruye el paladar. El aliño debe hacerse con aceite puro de oliva y un poco de zumo de limón. Nada más. —¡Qué estupidez! —exclamó el señor Cleaver. —Lo que usted diga, señor. —Se lo voy a repetir, Tibbs. Eso son estupideces. El vinagre no me estropea para nada el paladar. —Tiene usted mucha suerte, señor —murmuró el mayordomo, al tiempo que abandonaba la habitación. Aquella noche, durante la cena, el anfitrión se burló del mayordomo delante de los invitados. —El señor Tibbs —dijo— ha intentado convencerme de que no puedo apreciar el vino si el aliño de la ensalada lleva mucho vinagre. ¿No es así, Tibbs? —Sí, señor —replicó Tibbs gravemente. —Y yo le respondí que no dijera estupideces. ¿No es así, Tibbs? 69 —Sí, señor. —Este vino —continuó el señor Cleaver, alzando la copa— a mí me sabe exactamente a Château Lafite del cuarenta y cinco; aún más, es un Château Lafite del cuarenta y cinco. Tibbs, el mayordomo, estaba inmóvil y erguido junto al aparador, la cara muy pálida. —Disculpe, señor —dijo—, pero no es un Lafite del cuarenta y cinco. El señor Cleaver giró en su silla y se quedó mirando al mayordomo. —¿Qué diablos quiere decir? —preguntó—. ¡Ahí están las botellas vacías para demostrarlo! Tibbs siempre cambiaba de recipiente aquellos excelentes claretes antes de la cena, pues eran viejos y tenían muchos posos. Los servía en jarras de cristal tallado y, siguiendo la costumbre, dejaba las botellas vacías en el aparador. En ese momento había dos vacías de Lafite del cuarenta y cinco a la vista de todos. —Resulta que el vino que ustedes están bebiendo —dijo tranquilamente el mayordomo— es ese tinto español barato y bastante asqueroso, señor. 70 El señor Cleaver miró el vino de su copa, y después clavó los ojos en el mayordomo. La sangre empezó a subírsele a la cara, y la piel se le tiñó de rojo. —¡Eso es mentira, Tibbs! —gritó. —No, señor, no estoy mintiendo —replicó el mayordomo—. De hecho nunca les he servido otro vino que tinto español. Parecía gustarles. —¡No le crean! —gritó el señor Cleaver a sus invitados—. Se ha vuelto loco. —Hay que tratar con respeto los grandes vinos —dijo el mayordomo—. Ya es bastante con destrozar el paladar con tres o cuatro copas antes de la cena, como hacen ustedes, pero si encima riegan la comida con vinagre, lo mismo da que beban agua de fregar. Diez rostros furibundos estaban clavados en el mayordomo. Los había cogido desprevenidos. Se habían quedado sin habla. —Ésta —continuó el mayordomo, extendiendo el brazo y tocando con cariño una de las botellas vacías—, ésta es la última botella de la cosecha del cuarenta y cinco. Las del veintinueve ya se han acabado. Pero eran unos vinos excelentes. El señor Estragón y yo hemos disfrutado enormemente con ellos. 71 El mayordomo hizo una reverencia y salió lentamente de la habitación. Atravesó el vestíbulo, traspasó la puerta de la casa y salió a la calle, donde le esperaba el señor Estragón cargando el equipaje en el maletero del cochecito que compartían. De La venganza es mía, S. A. Editorial Debate, 1990 Traducción de Flora Casas. 72 El mensaje Luis Fernando Veríssimo LUIS FERNANDO VERÍSSIMO (1936). Brasilero del Sur, hijo del gran novelista Erico Veríssimo. Sus crónicas, llenas de gracia y humor crítico, que casi siempre asumen la forma de relatos breves, se publican en varios periódicos y revistas de su país. Ha creado personajes tan vivos y bizarros como el analista de Bagé o el detective Ed Mort, entre otros. Veríssimo es también caricaturista y guionista de cine y televisión. Fue meses después de la muerte del marido cuando la viuda lo recordó: él tenía dólares escondidos en la biblioteca. Muchos dólares. —¿Dónde mamá? Haz memoria —se impacientó Gutemberg, el hijo más atrevido. —En un libro. No sé cuál. —¿Un libro? ¿O varios? —preguntó Flaubert, el hijo más prudente. —No. Uno. Él me dijo uno. —¿Pero cuál? —se impacientó Guto. —¡No lo sé! —Calma —pidió Flaubert. La biblioteca era enorme. Cuatro paredes altas forradas de libros encuadernados. Millares de libros encuadernados. —¡Vamos a revisarlos todos! —dijo Guto, el más joven e impulsivo. 75 —Espera —dijo Flaubert—. Nos llevaría demasiado tiempo. Vamos a pensar. Coloquémonos en el lugar del viejo. Sabemos cómo era. No colocaría los dólares en cualquier libro… —Para empezar, si eran muchos dólares, no cabrían en un libro delgado. Tuvo que haber colocado los billetes entre las páginas. Por lo tanto, muchas páginas. —Exacto —concedió Flaubert. No estaba pensando en lo obvio, como Gutemberg, sino en el fino espíritu del padre. Disfrutando con antelación el sutil acertijo que, sin proponérselo, les había dejado. —Eso sólo nos deja los libros gruesos. Gutemberg miró a su alrededor. No amaba los libros, como Flaubert. En una biblioteca se sentía como en un cementerio. Un lugar lúgubre, lleno de entes queridos por los demás. —Las mil y una noches —sugirió. Fue el primer volumen grueso con el que se topó. Flaubert pensó un poco, finalmente decretó: “No”. Era una edición ilustrada de Las mil y una noches. Un libro atractivo. Mucha gente lo hojearía. El libro escogido por su padre debía ser uno que pocos se animarían a tomar del estante y hojearlo. 76 Gutemberg escogió otro título. —Guerra y paz. Hmmm, pensó Flaubert. Tolstoi. El viejo aristócrata ruso, con sus ideas sobre las virtudes pastoriles. De algún modo, no hacía juego con los dólares. —No. —N-i-e… —comenzó a deletrear Guto. ¿Nietzche? Tal vez, pensó Flaubert. Un espíritu superior no necesita justificar ni siquiera para sí mismo sus impulsos menores, como el de comprar dólares en el mercado negro. Más allá del bien y del mal. Pero todavía no combinaba con su padre. —Tampoco —dijo Flaubert. —La decadencia de Occidente… ¿Quién sabe? Nadie lee a Oswald Sprengler hoy en día. Pero no. El viejo no escondería allí a la moneda más fuerte de Occidente. ¿Ulises?… No. ¿Cuán verde era mi valle? Demasiado obvio. —Éste. Es grueso. Doktor Faustus, Thomas Mann —señaló Gutemberg. Tal vez, pensó Flaubert. ¿El alma a cambio de dólares? Pero no. La ironía del viejo no llegaría a ese extremo de autocrítica. Quién sabe, uno de los tomos de Tesoros de la juventud que su padre había guardado con 77 tanto cariño. No. Los dólares habían sido ahorrados durante la vejez. Un tesoro del tiempo y de la necesidad. Y el viejo tampoco era cínico. —La riqueza de las naciones, Adam Smith. Estamos llegando cerca. Pero todavía no es ése… Y entonces los dos hermanos se detuvieron frente a dos volúmenes que descansaban, uno junto a otro, sobre el mismo estante. te parece? —preguntó —¿Qué Gutemberg. Ambos libros tenían más o menos el mismo grosor. Muchos dólares cabrían en sus páginas. Uno era una Biblia. El otro era Das Kapital. —Es uno de éstos —dijo Flaubert. Estaba seguro. ¿Cuál de los dos? ¿Cuál sería la ironía, al final? ¿El capital bien protegido entre las páginas de su decreto de muerte o cayendo a los pies de quien hojease el libro sagrado en busca de consuelo espiritual? ¿Cuál la lección? ¿Cuál el mensaje? ¿Cuál de los dos libros su padre estuvo seguro de que jamás sería abierto por alguien de la familia? —Tú busca en uno mientras yo busco en el otro —dijo Gutemberg, más joven y más práctico. 78 Los dólares no estuvieron en ninguno de los libros, y tampoco fueron tantos como la viuda había pensado. Lo único que restaba era un billete de cien, en medio de Lo que el viento se llevó… Y hasta ahora no lo han encontrado. De Falsísima antología de Veríssimo. Caracas, Ediciones Angria, 1992. Traducción de Sergio Jablon. 79 Cuentos solidarios Tierra en los zapatos Esther Fleisacher ESTHER FLEISACHER (1959). Colombiana, nacida en Palmira, reside en Medellín desde 1965. Psicoanalista y editora. Ha publicado cuentos y poemas en diferentes medios. Las tres pasas, es su primer libro de cuentos (1999). El libro de poemas Cable a tierra (inédito) contó con el apoyo de los Fondos Mixtos para el Arte y la Cultura en Antioquia (2000). Clemente se sobaba la hermosa chivera blanca con un gesto de tristeza que rompía el alma. La muerte de Adolfo, el más joven de los hermanos, había sido un revés inesperado. Además de la tristeza, a Clemente lo embargaba algo así como una desazón. ¿Por qué Dios había querido empezar al revés? Él era el mayor, había casado a su única hija y hasta era viudo, su Perla se había ido hacía ya varios años. Nunca se había opuesto a los designios divinos, siempre los encontraba sabios, pero esta vez no entendía nada. Su hermano era una buena persona, siempre había cumplido con el deber y aún le quedaban cosas por hacer, la hija menor estaba soltera. Cuando murió Perla, Clemente supo que era mejor así, no tenía sentido prolongar una existencia tan dolorosa. Aunque no 85 se acostumbraba a su ausencia, habían compartido toda una vida y llevaba su mirada azul tallada en su mirada miel. La presencia de Chela, la muchacha del servicio doméstico, permitió que no se desmoronara. Había trabajado con ellos los últimos años y fue una bendición. Era suficiente con extrañar a Perla, hubiera sido insoportable extrañar también el lugar de la toalla en el baño, la mermelada de naranja al desayuno o el cojín en el sillón de lectura. Ya habían enterrado a Adolfo. Como era la costumbre, la shivá o duelo de los siete días se llevaba a cabo en la casa del difunto. Era una familia especialmente unida, estaban presentes los hermanos, las esposas, los hijos, los sobrinos, las nueras y los yernos. Para Clemente, como para cada uno de los miembros de la familia, no cabía duda de que la shivá era necesaria, tanto para despedir al que se iba como para aceptar la partida. Además, era un precepto religioso. También es el momento en que los amigos y conocidos de la familia visitan a los dolientes. La casa estaba a reventar de gente y los comentarios siempre pasaban por el asombro que esta muerte les causaba. Adolfo estaba lleno de vida, de proyectos y su familia lo necesitaba. 86 Clemente se encontraba embebido en una discusión con el señor Kurtzel, acerca de la sabiduría de Dios. Su amigo lo desconocía, a él, que siempre había sido un modelo en el cumplimiento de la Ley. Le estaba pidiendo que fuera cauto con sus pensamientos, no fuera a provocar sobre sí la ira divina. Él sabía que no tenía derecho a dudar, con el tiempo entendería los designios sagrados. En ese momento los interrumpieron, había una llamada telefónica para Clemente. Era Chela, a recordarle que era su hora de salida. A Clemente se le había olvidado el mundo, desde el momento en que lo llamaron a darle la noticia y salió de la casa creyendo que se trataba de una equivocación. Sabía que Chela por nada del mundo se quedaría a pasar la noche en su casa, ni aun en los días más graves de la enfermedad de Perla había aceptado. La madre, una anciana ciega, la esperaba impacientemente todas las noches. Su deber era permanecer en la casa del hermano, pero los niños no podían quedarse solos. Los nietos estaban a su cuidado, ya que su hija y el esposo se encontraban de viaje. Llevarlos a la casa del duelo era insensato, los menores no debían participar de tales situaciones. ¿Cómo abandonar la shivá y no 87 cumplir la Ley? ¿Dios lo tomaría como un acto de rebeldía? ¿Y Adolfo lo entendería? Le atemorizaba pensar en sus reproches cuando se encontraran en la morada celeste. Clemente, en un gesto descuidado, se jalaba con una mano las temblorosas arrugas de la otra mano, mientras una ocurrencia cruzaba por su mente. Salió al jardín de la casa de su hermano, pacientemente puso una capa de tierra dentro de sus zapatos, asegurándose de que toda la superficie quedara cubierta, se los puso y salió para su casa silenciosamente, sin despedirse de nadie. A la mañana siguiente, durante el rezo, adelantándose a la interpelación del señor Kurtzel, le hizo saber que ni por un momento había dejado de pisar la casa del hermano muerto. Había dormido sentado, con los zapatos puestos. De Las tres pasas. Colección Celeste, Editorial Universidad de Antioquia, 1999. 88 Seguir de pobres Ignacio Aldecoa IGNACIO ALDECOA (1925-1969). Novelista y cuentista español. Muerto tempranamente, dejó sin embargo una obra que lo sitúa entre los grandes narradores españoles contemporáneos. Sus historias, atentas a reflejar un período especialmente duro de la historia de su país, revelan siempre una visión fraterna y a la vez sobria, ajena a discursos, expresada en un idioma de contenida elocuencia. Algunos de sus títulos: Gran sol, Espera de tercera clase, Caballo de pica, Santa Olaja de Acero. Las ciudades de provincias se llenan en la primavera de carteles. Carteles en los que un segador sonriente, fuerte, bien nutrido, abraza un haz de espigas solares; a su vera, un niño de amuñecada cara nos mira con ojos serenos; a sus pies, una hucha de barro recibe por la recta abertura del ahorro —boca sin dientes, como la vieja, como de batracio— una espuerta de monedas doradas. Son los anuncios de las Cajas de Ahorros. Son anuncios para los labradores que tienen parejas de bueyes, vacas, maquinaria agrícola y un hijo estudiando en la Universidad o en el Seminario. Estos carteles tan alegres, tan de primavera, tan de felicidad conquistada, nada dicen a las cuadrillas de segadores que, como una tormenta de melancolía, cruzan las ciudades buscando el pan del trabajo por los caminos del país. 91 A principios de mayo el grillo sierra en lo verde el tallo de las mañanas; la lombriz enloquece buscando sus penúltimos agujeros de las noches; la cigüeña pasea los mediodías por las orillas fangosas del río haciendo melindres como una señorita. En los chopos altos se enredan vellones de nubes, y en el chaparral del monte bajo el agua estancada se encoge miedosa cuando las urracas van a beberla. La vida vuelve. La cuadrilla de la siega pasa las puertas a hora temprana, anda por la carretera de los grandes camiones y los automóviles de lujo en fila, en silencio, en oración —terrible oración— de esperanza. Al llegar al puente del río la abandonan por el camino de los pueblos del campo lontano. Se agrupan. Alguien canta. Alguien pasa la bota al compañero. Alguien reniega de una alpargata o de cualquier cosa pequeña e importante. En la cuadrilla van hombres solos. Cinco hombres solos. Dos del Noroeste, donde un celemín de trigo es un tesoro. Otros dos de la parte húmeda de las Castillas. El quinto, de donde los hombres se muerden los dedos, lloran y es inútil. Con pan y vino se anda camino cuando se está hecho a andarlo. Con pan, vino y un cinturón ancho de cueras de becerra ahogada 92 o una faja de estambre viejo, bien apretados, no hay hambre que rasque el estómago. Con mala manta hay buen cobijo, hasta que la coz de un aire, entre medias cálido, tuerce el cuello y balda los riñones. Cuando a un segador le da el aire pardo que mata al cereal y quema la hierba —aire que viene de lejos, lento y a rastras, mefítico como el de las alcantarillas—, el segador se embadurna de miel donde le golpeó. Pero es pobre el remedio. Ha de estar tumbado en el pajar viendo a las arañas recorrer sus telas. Telas que de puro sutiles son impactos sobre el cristal de la nada. Cinco hombres solos. Cinco que forman un puño de trabajo. Dos del Noroeste: Zito Moraña y Amadeo, el buen Amadeo, al que le salen barbas en el dorso de las manos, que se afeita con una hoz. Dos de la Castilla verde: San Juan y Conejo. El quinto, sin pueblo, del estaribel de Murcia, por algo de cuando la guerra. El quinto, callado; cuando más, sí y no. El quinto, al que llaman desde que se les unió, sencillamente, “El Quinto”, por un buen sentido denominador. “El Quinto” les dijo en la caminata de la estación, donde se lo tropezaron: —Si van para el campo y no molesto, voy con ustedes. 93 Zito Moraña le contestó: —Pues venga. “El Quinto” movió la cabeza, clavó los ojos en Moraña, pasó la vista sobre Amadeo, que se rascaba las manos, consultó con la mirada a San Juan, que liaba un cigarrillo parsimonioso sin que le cayera una brizna de tabaco, y por fin miró a Conejo, que algo se buscaba en los bolsillos. —Acabo de salir de la cárcel. ¿Qué dicen? —¿Y usted? —respondió Zito. —La guerra, y luego, mala conducta. —¿Mala? —De hombre, digo yo. —Pues está dicho. “El Quinto” pidió un cuartillo de vino tinto. La cita fue para las cinco y media de la mañana en el depuertas de la carretera. Se separaron. Ahora los cinco van agrupados por el camino largo de los segadores. Zito conoce el terreno. Todos los años deja su tierra para segar a jornal. —Amadeo, de la revuelta ésa nos salió el pasado una liebre como un burro. —Sí, hombre; pero no el pasado, sino otro año atrás. 94 —Fue lástima… Y Zito y Amadeo hablan del antaño perdiéndose en detalles, mientras San Juan se suena una y otra vez la nariz distraídamente, mientras Conejo se queja en un murmullo de su alpargata rota, mientras “El Quinto” va mirando los bordes del camino buscando no sabe qué. Al mediodía les para un sombrajo. De la bota del pobre se bebe poco y con mucha precaución. Al pan del pobre no se le dan mordiscos; hay que partirlo en trozos con la navaja. El queso del pobre no se descorteza, se raspa. En el sombrajo descansan y fuman los cigarrillos de las mil muertes del fuego, de sus mil nacimientos en el encendedor tosco y seguro. Han dejado de hablar de las cosas de siempre, esas cosas que acaban como empiezan: —La mujer habrá terminado de trabajar en el pañuelo de tierra que hemos arrendado tras de la casa. Los chavales estarán dándole vueltas al pucherillo. Una larga pausa y la vuelta. —Los chavales le estarán sacando brillo al puchero. La mujer saldrá a trabajar el pañuelo de tierra que hemos arrendado tras de la casa. 95 Dicen la mujer, los chavales, el que se fue de las calenturas, el que vino por San Juan de hará tres años. No poseen con la brutal terquedad de los afortunados y hasta parece que han olvidado en los rincones de la memoria los posesivos débiles de la vida. Están libres. Callan hasta que otro repita la historia con escasas variantes. Callan hasta que se dan cuenta de que hay un ser de silencio y de sombras con ellos, uno que ha dicho sí y no y poca cosa más. Aquí está Zito Moraña para preguntar, porque a un compañero hay que darle ocasión, sin molestarle, de un suspiro, de una lágrima, de una risa. Un compañero puede estar necesitado de descanso y es necesario saber, cuando cuente, el momento en que hay que balancear la cabeza o agacharla hacia el suelo o levantarla hacia el sol. —¿Usted qué hará cuando acabe esto? “El Quinto” encoge una pierna y duda. —¿Yo? —Nosotros volveremos para la tierra. —Ya veré. Y entre ellos, entre los cuatro y “El Quinto”, el corazón de la comunidad naufraga. Zito tiene su orden. Se pone en pie, 96 consulta su sombra, levanta su hato y se lo carga a la espalda. —Bueno, andando. Para las cinco podemos estar en la hocina. Para las seis, en el teso del pueblo. Por la ladera, hacia el río, vuela el ave que huele mal. Conejo, de los bolsillos, saca una madera que talla con la navaja. —¿Qué haces? —le pregunta San Juan. —La torre de los condes, para que juegue el chico a la vuelta. La hago con silbo de pájaro. Zito y Amadeo recuerdan el antaño. Y “El Quinto” mira el camino. A las seis platea el río por medio del llano. En el pueblo, entre casa y casa, crece la tiniebla. Por los últimos alcores del cielo está morado. Los perros ladran al paso lento de los de la siega. Zito conoce a los que se asoman a las puertas a verlos llegar. —Señor Ricardo, ¿se curó de los cólicos? El campesino responde, cachazudo: —Parece, parece. La cuadrilla sigue adelante. —Señora Rosario, ¿volvióle el santo a Patricio? —Por ahí anda. 97 Zito hace un aparte a San Juan. —Es que tiene un hijo que dio en manías el año pasado, de una soleada en las fincas. Hacen un alto en la plaza. El cuadrado de la plaza está quebrado por la irregularidad de las construcciones. En la mitad está el pilón; en él juegan los niños. Al verlos a los cinco parados ensimismados, los niños se les acercan a una distancia de respeto y prudencia. Los segadores, como los gitanos, pueden robar criaturitas para venderlas en otros pueblos. Zito vocea a un campesino sentado en el umbral de su casa: —¿Qué, Martín, hay pajar para cinco hombres? —Hay, pero no paja. —Da igual. ¿A cuántos nos necesita usted? —Con dos de vosotros me arreglo, porque tengo otros que llegaron ayer. Mañana temprano, a darle. El jornal, el de siempre. —Ya aumentará usted una pesetilla. —Están los tiempos malos, pero se ha de ver. Precisamente están los tiempos malos. No se marcha la gente de su tierra porque estén buenos, ni porque la vida sea una delicia, ni porque los hijos tengan todo el 98 pan que quieran. Zito arruga la frente y medita. —Tú, San Juan, y tú, Conejo, podéis quedaros con él. Mañana arreglaremos nosotros. Dando la vuelta a la iglesia, a la que está pegada la casa, se abre un amplio portegado. El portegado está entre una era y un estercolero, que en las madrugadas tiene flotando un vaho de pantano y que está en perpetuo otoño de colores. Del portegado se sube al pajar. Las maderas brillan pulimentadas. Sólo hay un poco de paja en un rincón. Los trillos, apoyados sobre la pared, con los pedernales amenazantes, parecen fauces de perros guardianes. —Dejad ahí los hatos. Vamos a ver si nos dan algo en la cocina. En la cocina les dan un trozo de tocino a cada uno, pan y vino. La mujer de Martín les contempla desde una silla. —Tú, Zito, alegra el ánimo con la comida. Canta algo, hombre, de por tu tierra. —No estoy de buen año, señora. —Canta, Zito —dice Martín, que está apoyado en la puerta. —Tengo la garganta con nudos. —Cuanto más viejo más tuno, Zito. 99 —Pues cantaré, pero no de la tierra, y a ver si les va gustando. —Tú canta, canta. Zito, con el porrón apoyado sobre una pierna, entona una copla. Sus compañeros bajan la cabeza. Al marchar a la siega entran rencores, trabajar para ricos, seguir de pobres. —–––––— Sobre los campos salta la noche. Un ratón corre por el pajar. Los segadores están tumbados. —Oye, San Juan, son unos veinte días aquí. A doce pesetas, ¿cuánto viene a ser? —Cuarenta y ocho duros. —No está mal. Abajo, en la cocina, habla Martín en términos comerciales y escogidos con un amigo. —Me han ofrecido material humano a siete pesetas para hacer toda la campaña, pero son andaluces… —Gente floja. —Floja. 100 Martín hace con los labios un gesto de menosprecio. —–––––— Trabajaban San Juan y Conejo con Martín. Zito Moraña, Amadeo y “El Quinto”, con otros segadores que llegaron un día después, segaban en las fincas del alcalde. No se veían los dos grupos más que cuando marchaban al trabajo o volvían de él por los caminos. Zito, Amadeo y “El Quinto” dormían en el pajar del alcalde, sobre paja medio pulverizada. Se pasaban el día en el campo. A la cuarta jornada apretó el calor. En el fondo del llano una boca invisible alentaba un aire en llamas. Parecía que él iba a traer las nubes negras de la tormenta que cubrirían el cielo, y sin embargo el azul se hacía más profundo, más pesado, más metálico. Los segadores sudaban. Buscaban las culebras la humedad debajo de las piedras. Los hombres se refrescaban la garganta con vinagre y agua. En el saucal, la dama del sapo, que tiene ojos de víbora y boca de pez, lo miraba todo maldiciendo. Los segadores, al dejar el trabajo un momento, tiraban, por costumbre, una piedra a bajo pierna en los arbustos para espantarla. Podía llegar la desgracia. El viento pardo vino por el camino levantando una polvareda. 101 Su primer golpe fue tremendo. Todos lo recibieron de perfil para que no les dañase, excepto “El Quinto”, que lo soportó de espaldas, lejano en la finca, con la camisa empapada en sudor, segando. Le gritaron y fue inútil. No se apercibió. Cuando levantó la cabeza era ya tarde. “El Quinto” llegó al pajar tiritando. Y no quiso cenar. Le dieron miel en las espaldas. El alcalde llamó al médico. El médico lo mandó lavar porque opinó que aquello eran tonterías. Y dictaminó: —No es nada, tal vez haya bebido agua demasiado fría. Zito le explicó: —Mire, doctor, fue el viento pardo… El médico se enfadó. —Cuanto más ignorantes, más queréis saber. ¿Qué me vas a decir tú? —Mire, doctor, fue el viento que mata el cereal y quema la yerba. Hay que darle de miel. Las mantecas de los riñones las tiene blandas. —Bah, bah, el viento pardo… —comentó. Los compañeros volvieron a darle miel en las espaldas en cuanto se marchó el médico, y Zito le echó su manta. —¿Y tú, Zito? —dijo “El Quinto”. 102 —Yo, a medias con Amadeo. “El Quinto” temblaba; le castañeaban los dientes. El viento pardo, en el saucal, hacía un murmullo de risas. —–––––— Allí estaba “El Quinto”, entretenido con las arañas. Las iba conociendo. Contó a Zito y a Amadeo cómo había visto pelear a una de ellas, la de la gran tela, de la viga del rincón, con una avispa que atrapó. Lo contaba infantilmente. Zito callaba. De vez en vez le interrumpía doblándole la manta. —¿Qué tal ahora? —Bien, no te preocupes. —¿No me he de preocupar? Has venido con nosotros y no te vas a poder marchar. Nosotros dentro de cuatro días tiramos para el Norte. Esto está ya dando las boqueadas. —Bueno, qué más da. No me echarán a la calle de repente. —No, no, desde luego… —dudaba Zito. —Y, si me echan, pues me voy. —¿Y adónde? —Para la ciudad, al hospital, hasta que sane. —Hum… —–––––— 103 —Aquí tienes lo tuyo, Zito. Os doy doce perras más por cada día a cada uno. —Gracias. —Pues hasta el año que viene. Que haya suerte. Y dile al “Quinto” que para él, aunque no ha trabajado más que tres días y le he estado dando de comer todo este tiempo, hay diez duros. No se quejará. —No, claro. —Pues díselo, y también que levante con vosotros. —Pero si es imposible, si está tronzado. —Y yo, qué quieres que le haga. —–––––— Llegaron al puente. “El Quinto” andaba apoyado en un palo medio a rastras. Zito Moraña y Amadeo le ayudaban por turno. —¿Qué tal? Ahora coges la carretera y te presentas en seguida en la ciudad. —Si llego. —¡No has de llegar! Mira, los compañeros y yo hemos hecho… un ahorro. Es poco, pero no te vendrá mal. Tómalo. Le dio un fajito de billetes pequeños. —Os lo acepto porque… Yo no sé… Muchas gracias. Muchas gracias, Zito y todos. 104 “El Quinto” estaba a punto de llorar, pero no sabía o lo había olvidado. —No digas nada, hombre. Les dio la mano largamente a cada uno. —Adiós, Zito; adiós, Amadeo; adiós, San Juan; adiós, Conejo. —Adiós Pablo, adiós. Hacía quince días que habían aprendido el nombre del “Quinto”. Por la orillita de la carretera caminaba, vacilante, Pablo. Los segadores volvieron las espaldas y echaron a andar. Se alejaron del puente. Zito, para distraer a los compañeros, se puso a cantar a media voz algo de su tierra. De La tierra de nadie y otros relatos, Biblioteca Básica Salvat, 1970. 105 La niña muerta Gabrielle Roy GABRIELLE ROY (1909-1983). Nació en la provincia canadiense de Manitoba, región que es escenario de muchos de sus relatos. En su juventud fue maestra rural, y actriz de teatro en grupos aficionados. Una estadía en Francia decidió su destino de escritora. Su primera novela, Felicidad de ocasión (1945), obtuvo un inmenso éxito entre la crítica y los lectores, refrendado luego por todas sus obras posteriores. Aparte de novelas, cuentos y crónicas, escribió una autobiografía, Encantamiento y pena, publicada póstumamente. ¿Por qué el recuerdo de la niña muerta ha vuelto a llegarme de repente, en medio de este verano que canta? ¿Sin que nada en mí hasta ahora me hubiera dejado presentir la tristeza, a través de la deslumbrante revelación de las cosas a lo largo de esta estación? Acababa de llegar a un pequeño poblado de Manitoba para terminar el año escolar en remplazo de la maestra, que se había enfermado, o desanimado, qué sé yo. El director de la Escuela Normal donde terminé mi año de estudios me había llamado a su despacho: “Escuche”, dijo, “esa escuela está libre durante el mes de junio. Es poco, pero es una oportunidad. Cuando más adelante solicite usted una plaza, podrá decir que posee experiencia. Créame, eso ayuda”. 109 Fue así como me encontré a comienzos de junio en aquel poblado, tan pobre, con cabañas construidas en la arena y circundado apenas por raquíticos arbustos de espino. “¿Un solo mes —me dije— bastará para acercarme a los chicos, y para que ellos se habitúen a mí? Un mes; ¿valdrá la pena el esfuerzo?”. Quizás el mismo cálculo habitaba el espíritu de los alumnos que se presentaron ese primer día de junio en la escuela: “¿Esta maestra se quedará el tiempo suficiente para que valga la pena…?”, pues yo no había visto jamás caras de chicos tan sombrías, tan apáticas, o, acaso, tan tristes. Tenía tan poca experiencia… Yo misma era casi una niña. La clase comenzó. Hacía un calor de fragua. En Manitoba, sobre todo en las regiones arenosas, desde los primeros días de junio se asienta un calor insoportable. No sabía por dónde comenzar mi tarea. Abrí el registro de los inscritos, llamé a lista. Eran en su mayoría nombres muy franceses, y aún hoy me vienen a la memoria, porque sí, sin razón: Madeleine Bérubé, Josephat Brisset, Émilien Dumont, Cécile Lépine… Pero los muchachos que se levantaban en orden, al llamado de su nombre, para 110 responder “Presente, señorita…”, tenían casi todos los ojos ligeramente oblicuos, la tez quemada y los cabellos muy negros, rasgos que revelaban su sangre mestiza. Eran bellos, exquisitamente corteses y muy inteligentes; no había en verdad nada que reprocharles, excepto aquella extraña distancia que mantenían entre ellos y yo. Me sentía agobiada. “¿Así pues, los niños son así —me preguntaba con angustia—, intocables, replegados en alguna región donde no es posible alcanzarlos?”. Llegué a este nombre: —Yolande Chartrand. Nadie respondió. El calor aumentaba a cada minuto. Me enjugué el sudor de la frente. Repetí el nombre, y otra vez no hubo respuesta. Observé sus rostros, que me parecieron totalmente indiferentes. De pronto, desde el fondo de la clase se elevó por encima del zumbido de las moscas una voz que no logré ubicar de inmediato: —Está muerta, señorita. Murió anoche. La noticia me había sido dada en un tono tan sereno, tan sencillo, que eso la hacía aún peor. Ante mi gesto de incredulidad, todos los niños asintieron gravemente con la cabeza, como diciendo: es verdad. 111 De súbito me invadió un sentimiento de impotencia tan hondo como no recuerdo haber vuelto a experimentar. —¡Ah! —exclamé, sin saber realmente qué decir. —Está sobre los tablones… —dijo un pequeño de ojos ardientes—. La van a enterrar de verdad mañana. —¡Ah! —repetí de nuevo. Los chicos parecían ahora un poco más expansivos, y dispuestos a hablar, por turno, a largos intervalos. Uno de ellos, en medio del salón, tomó la palabra: —Aguantó dos meses… Los niños y yo nos miramos en silencio durante un largo rato. Comprendí al fin que la expresión de sus ojos, que yo había tomado por indiferencia, era de una penosa tristeza. Igual al calor agobiante que padecíamos. ¡Y el día apenas si empezaba! Propuse: —Ya que Yolande… aún está sobre los tablones… que ella es vuestra compañera… que pudo haber sido mi alumna… ¿queréis que esta tarde, después de clase, a las cuatro, vayamos juntos a visitarla? En sus caritas, tan graves, apareció entonces el esbozo de una sonrisa, contenida y muy triste, pero una sonrisa a pesar de todo. 112 —De acuerdo, pues. Iremos a visitarla, toda su clase… A partir de aquel momento, a pesar del calor enervante y del sentimiento vago —sospecho que por todos compartido— de que los esfuerzos humanos suelen doblegarse ante el azar, los muchachos, en la medida de lo posible, fijaron su atención en la rutina escolar que me esforzaba en transmitirles. A las cuatro y cinco me reuní a la salida con una veintena de ellos, tan silenciosos como si estuvieran castigados. Algunos tomaron la delantera para mostrarme el camino. Otros me rodeaban, dificultándome la marcha. Cinco o seis de los más pequeños terminaron por tomarme de la mano o del brazo, y tiraban de mí hacia adelante como si guiaran a una ciega. No hablaban, no hacían nada distinto a tenerme encerrada dentro de su círculo. Así agrupados, tomamos un sendero que corría a través del arenal. Los delgados espinos se unían aquí y allá en grupos compactos. El aire era espeso. Muy pronto dejamos el poblado atrás, olvidado, por así decirlo. Llegamos a una cabaña de tablas, completamente aislada en medio de una pequeña arboleda. La puerta estaba abierta de par en par. Así, antes de entrar, pudimos 113 ver desde afuera a la niña muerta. Estaba literalmente sobre planchones, apoyados en sus extremos en dos sillas colocadas a cierta distancia. No había nada más dentro de la pieza. Todo aquello que habitualmente ocupaba la habitación había sido llevado al otro cuarto de la vivienda. Además de la estufa, la mesa, algunas marmitas sobre el piso, había en él una cama y un colchón, con montones de ropa blanca encima. Pero no había más sillas. Aparentemente, las que servían de soporte a los tablones sobre los que reposaba la niña muerta eran las únicas de la casa. Sin duda los padres habían hecho todo cuanto podían por velar dignamente a su niña. La habían recubierto con una sábana limpia. Le habían destinado un cuarto entero. Su madre la había peinado con dos trenzas que enmarcaban su delgada carita. Pero al parecer los desventurados no habían podido evitar ausentarse por alguna apremiante necesidad: quizás la compra del ataúd en el pueblo, o de otros tablones para fabricarlo ellos mismos. Mientras tanto, la niña muerta se había quedado sola en aquella habitación desocupada para ella; es decir, sola con las moscas. Un ligero olor a muerto las atraía ya desde lejos. Vi una de vientre azul asentarse 114 en su frente. De inmediato me acerqué al rostro de la niña, y no cesé de agitar la mano para ahuyentarlas. Era una carita delicada y enflaquecida, con una expresión tan grave como la que ya había visto en todos los niños de aquellos contornos, para quienes los cuidados de los adultos se agotaban sin duda demasiado pronto. Podía tener diez u once años. Si hubiera vivido un poco más habría sido una de mis alumnas, pensé. Habría aprendido algo de mí. Algo habría podido grabar en su espíritu. Un vínculo se habría establecido entre esta pequeña desconocida y yo, quién sabe, durante toda la vida quizás. Mientras meditaba sobre la niña muerta, esa expresión, “durante toda la vida”, que pareciera aludir a una larga existencia, me pareció la más temeraria, la más superficial de todas aquellas que empleamos a tontas y a locas. Inmersa en la muerte, aquella pequeña tenía el aire de lamentar la carencia de alguna pobre y minúscula alegría jamás obtenida. Yo seguía en la tarea de impedir que las moscas se posaran sobre ella. Los niños me observaban. Comprendí que ahora lo esperaban todo de mí, que no sabía sin embargo mucho más que ellos y que sentía el mismo desconcierto. De 115 improviso sentí una suerte de inspiración. Les dije: —¿No creéis que a Yolande le gustaría que alguien estuviera con ella todo el tiempo, hasta que llegue el momento de confiarla a la tierra? La expresión de sus caras me dio a entender que había acertado. —Entonces nos turnaremos de a cuatro o cinco a su lado, durante dos horas, hasta que llegue la hora del entierro. Me dieron su aprobación con un centelleo de sus ojos sombríos. —Será necesario cuidar de que las moscas no se asienten sobre el rostro de Yolande. Hicieron con sus cabezas un gesto unánime de asentimiento, para indicar que estaban de acuerdo. Alineados a mi alrededor, me demostraban una confianza tan grande que me atemorizaba. A lo lejos, en un claro entre los espinales, divisé sobre el suelo una mancha de un rosa vivo cuyo origen no lograba adivinar. Los oblicuos rayos del sol la tocaban, flameaba bajo ellos, momento único de aquel día dotado de una gracia imprecisa. Pregunté: —¿Qué clase de niña era? 116 Los niños meditaron unos segundos en el alcance de mi pregunta. Al fin, un chico poco más o menos de su edad dijo, con una tierna seriedad: —Era fina, Yolande. Los demás parecían darle la razón. —¿Era buena alumna? —Estuvo mal muchos meses. Faltaba casi siempre. —La penúltima maestra de este año decía que Yolande habría podido ser buena. —¿Cuántas maestras han tenido este año? —Usted es la tercera, señorita. —El año pasado tuvimos tres también. El aire de aquí hace que se aburran. —¿De qué murió? —De tuberculosis, señorita —dijeron todos a una, como si esa fuera la causa habitual de muerte para los niños de la aldea. Advertí que querían hablar de ella. Había conseguido abrir la pobre puertecilla cerrada en el fondo de sí mismos que nadie quizás se había interesado en abrir. Me contaban episodios de la corta vida de Yolande. Como aquel día en que al regreso de la escuela —era el mes de febrero… ¡no! dice otro, era el mes de marzo— había perdido su libro de lectura y 117 lloró de pena durante semanas; y cómo, para aprender su lección, le había sido necesario prestar el libro de aquél, de aquélla… y yo veía en el rostro de algunos que no habían prestado su libro de buena gana, y que ahora lo lamentarían para siempre; o aquella vez en que, no teniendo un vestido blanco para su primera comunión, había suplicado tanto que su madre había terminado por hacerle uno con la única cortina de la casa. “La de este mismo cuarto… una linda cortina de encaje, señorita”. —¿Y Yolande estaba contenta con su vestido de encaje de cortina? —pregunté. Todos asintieron vivamente, con el recuerdo de una amable imagen asomado a sus pupilas tristes. Contemplé la carita muerta. La cara de una niña que había amado los libros, la seriedad y los bellos atavíos. Luego fijé de nuevo mis ojos en la sorprendente claridad rosada, al fondo del lúgubre paisaje. Y de pronto supe que era una franja de rosas silvestres, de las llamadas botón de oro. En junio florecen en abundancia, en Manitoba, nacidas del suelo más pobre… Sentí un ligero alivio. —Vamos a recoger rosas para Yolande. Y entonces reapareció en las caras de los niños la misma lenta y dulce sonrisa triste 118 que ya había visto cuando propuse la visita al cadáver. En un momento estábamos todos en la recolección. Los niños no lucían gozosos, lejos de ello, pero al menos los oía hablar entre ellos mientras recogíamos las flores. Una especie de emulación los había invadido. Cada uno quería aportar un número mayor de rosas. Cada uno buscaba las más encendidas, de un tinte casi rojo. De tanto en tanto pedían mi atención: —¡Mire ésta, señorita! ¡La hermosura que encontré! De regreso, despetalamos las flores sobre la niña muerta. De entre los pétalos amontonados emergía solamente la cara. Entonces —¿cómo decirlo?— nos pareció menos desamparada. Los niños la rodearon, mientras comentaban, sin aquella amarga tristeza de la mañana: —A esta hora ha debido alcanzar el cielo… O bien: —Ahora estará contenta… Yo los veía consolarse ya, como podían, de la vida… ¿Pero por qué, por qué este recuerdo de la niña muerta ha venido a asaltarme hoy, en plena mitad de este verano que canta? 119 ¿Es el perfume de las rosas, ahora mismo sobre el viento, el que me lo ha traído? Perfume que nunca volví a amar como en aquel junio lejano, cuando fui al más pobre de los poblados para adquirir, como se dice, un poco de experiencia. De Cet été qui chantait, Les Éditions Françaises, Québec-Montréal, 1972. Traducción de Rodrigo Bustamante. 120 Variaciones sobre el ocio Cuento de escuela Joaquim Maria Machado de Assis JOAQUIM MARIA MACHADO DE ASSIS (1839-1908). Nació y murió en Río de Janeiro, ciudad de la que salió muy pocas veces. Novelista, cuentista, poeta, dramaturgo, es considerado unánimemente uno de los más grandes escritores de Brasil, dueño de una obra rica en sugestiones, en la que dibuja con sutil, fina e implacable ironía la sociedad de su tiempo, y, pudiera decirse, de todos los tiempos. Fue fundador de la Academia Brasilera de Letras. La escuela quedaba en la calle de Costa; una pequeña casa de dos pisos con cerca de tablas. El año, 1840. Aquel día —un lunes de mayo— me demoré unos momentos en la calle de la Princesa, pensando en el mejor sitio para irme a jugar. Vacilaba entre el cerro de San Diogo y el campo de Santa Ana, que no era por entonces el parque de hoy, construcción de gentlemen, sino un espacio rústico, más o menos infinito, poblado de lavanderas, hierba y burros sueltos. ¿Cerro o campo? He ahí el dilema. De repente me dije a mí mismo que lo mejor era la escuela. Y hacia la escuela me enrumbé. Aquí va la razón. Una semana antes me había escapado dos veces de clase, y, descubierto el caso, recibí el pago de manos de mi padre, que me dio una zurra con una vara de almendro. Las 125 zurras de mi padre dolían durante mucho tiempo. Era un antiguo empleado del Arsenal de Guerra, severo e intolerante. Soñaba para mí una gran plaza en el mundo del comercio, y tenía ansias de verme en posesión de los conocimientos apropiados, leer, escribir y hacer cuentas, para conseguirme un empleo de dependiente. Me citaba nombres de millonarios que habían comenzado tras un mostrador. En suma, fue el recuerdo de aquel último castigo lo que me hizo elegir el colegio. No era yo un dechado de virtudes. Subí con cautela los escalones, para que el maestro no me oyera, y llegué a tiempo; él entró al salón tres o cuatro minutos después. Llegó con su manso andar de costumbre, en pantuflas de cordobán, con la chaqueta de lino abierta, pantalones blancos y el amplio cuello de la camisa desajustado. Se llamaba Policarpo, y tenía cerca de cincuenta años, o algo más. Una vez sentado, extrajo de un bolsillo de la chaqueta la bolsa de rapé y el pañuelo rojo, y los puso en la gaveta; después extendió la vista por el salón. Los niños, que lo habían recibido de pie, volvieron a sentarse. Todo estaba en orden. La clase comenzó. —Señor Pilar, necesito hablar contigo —me dijo en voz baja el hijo del maestro. 126 Se llamaba Raimundo, y era suave, aplicado, tardo de entendederas. Le tomaba dos horas retener aquello que los otros memorizaban en treinta o cincuenta minutos; vencía con el tiempo lo que no podía hacer aprisa con el cerebro. A esto se unía el gran temor que su padre le inspiraba. Era un niño delgado, pálido, de rostro enfermizo; en raras ocasiones lucía alegre. Llegaba a la escuela después del padre, y se retiraba antes. El maestro era más severo con él que con nosotros. —¿Qué quieres? —Después —respondió él con voz trémula. Comenzó la clase de redacción. Me cuesta decir aquí que yo era uno de los más adelantados de la escuela; pero lo era. No quiero añadir que también era de los más inteligentes, por un escrúpulo fácil de entender y de excelente efecto literario, pero no es otra mi convicción. Nótese que no era pálido ni debilucho: tenía buenos colores y músculos de hierro. En la clase de redacción, por ejemplo, acababa siempre primero que los otros, pero permanecía allí, dibujando narices en el papel o en la pizarra, ocupación sin nobleza o espiritualidad, pero en todo caso ingenua. Aquel día no 127 fue diferente: en cuanto terminé, me puse a reproducir la nariz del maestro, dándole cinco o seis actitudes distintas, de las cuales recuerdo la interrogativa, la admirativa, la dubitativa y la meditativa. No les ponía esos nombres, pobre estudiante de primeras letras que era; pero, instintivamente, les daba esas expresiones. Los demás fueron acabando; no tuve más remedio que acabar también, entregar la tarea, y volver a mi lugar. Con franqueza, me arrepentía de haber venido. Ahora que estaba preso, ardía por estar afuera, evocaba el campo y el cerro, pensaba en otros niños haraganes, Chico Tella, Américo, Carlos das Escadiñas, la fina flor del barrio y del género humano. Para colmo del desespero, vi a través de los ventanales de la escuela, en el claro azul del cielo, por encima del Cerro del Livramento, una cometa de papel, alta y ancha, sujeta a una cuerda inmensa, que flotaba soberbia en el aire. Y yo en la escuela, sentado, de piernas juntas, con el libro de lectura y la gramática en las rodillas. —Fui un bobo al venir —dije a Raimundo. —No digas eso —murmuró él. Lo miré; estaba más pálido. Recordando que otra vez había querido pedirme algo, le 128 pregunté qué era. Raimundo se estremeció de nuevo, y me pidió que esperara un poco; era un asunto personal. —Señor Pilar… —musitó al cabo de unos minutos. —¿Ajá? —Tú… —¿Tú qué? Clavó los ojos en el padre, y después en algunos chicos. Uno de ellos, Curvelo, lo observaba desconfiado, y Raimundo, advirtiéndolo, me pidió unos minutos más de espera. Confieso que empezaba a arder de curiosidad. Miré a Curvelo, y me pareció que estaba atento; podía ser una simple curiosidad; pero también podía ser que hubiera algún lío entre ellos. El tal Curvelo era un tanto endiablado. Tenía once años, era mayor que nosotros. ¿Qué querría de mí Raimundo? Me mecí inquieto en el asiento, instándolo en voz baja a que me dijera de una vez cuál era el asunto: nadie nos prestaba atención; o bien, por la tarde… —Por la tarde no —me interrumpió—. No puede ser por la tarde. —Pues entonces ahora… —Papá está mirando. 129 Y, en verdad, el maestro nos miraba. Como era especialmente severo con el hijo, lo buscaba muchas veces con los ojos, para extremar su vigilancia. Pero sabíamos burlarla; metimos la nariz en el libro, y fingimos leer. Finalmente se cansó y tomó los periódicos del día, tres o cuatro, que leía siempre con atención, masticando las ideas y las pasiones. No olviden que vivíamos los últimos días de la Regencia, y era grande la agitación pública. Seguramente Policarpo tenía algún partido, pero nunca supe cuál. Lo peor que podía tener, para nosotros, era la palmatoria. Y bien cerca que estaba, colgada del portal de la ventana, a la derecha, siniestra y amenazadora. Bastaba con alzar la mano, descolgarla y blandirla, con la acostumbrada fuerza, que no era poca. En todo caso, es posible que algunas veces las pasiones políticas lo absorbieran a tal punto que se olvidara de castigarnos. Aquel día, al menos, me pareció que leía los periódicos con mucho interés; de cuando en cuando alzaba los ojos, o aspiraba una pitada de rapé; pero volvía de inmediato al periódico, y se enfrascaba en la lectura. Al cabo de algún tiempo —diez o doce minutos—, Raimundo introdujo su mano en el bolsillo del pantalón, y me miró. 130 —¿Sabes qué tengo aquí? —No. —Una moneda de plata que me dio mamá. —¿Hoy? —No, hace unos días, cuando cumplí años. —¿Plata de verdad? —De verdad. La sacó lentamente, y me la mostró desde lejos. Era una moneda de los tiempos del rey, no recuerdo bien el valor; pero era una moneda, y de tal calibre que me hizo saltar la sangre en el corazón. Raimundo clavó en mí una mirada pálida; después me preguntó si quería tenerla. Le respondí que se burlaba, pero él juró que no. —¿Y te quedas sin nada? —Después mamá me da otra. Tiene muchas, que le dejó el abuelo; en una cajita; algunas son de oro. ¿Quieres ésta? Mi respuesta fue extender el brazo con disimulo, tras echar una ojeada a la mesa del maestro. Raimundo retiró su mano, e hizo una mueca desvalida que quería ser sonrisa. Luego me propuso un trato, un intercambio de favores; él me daría la moneda, yo le explicaría unos puntos de la lección de 131 sintaxis. No había logrado retener nada del libro, y temía la reacción del padre. Y, para concluir su propuesta, se frotaba la moneda contra las rodillas… Experimenté una sensación extraña. No es que tuviera de la virtud una idea muy formada, más propia de un hombre que de un niño; no es tampoco que le hiciera ascos a una que otra mentira infantil. Ambos sabíamos engañar al maestro. La novedad estaba en los términos de la propuesta, en el intercambio de lección y dinero, compra franca, directa, esto por aquello; tal fue la causa de la sensación. Me quedé mirándolo, medio atontado, sin poder decir nada. Compréndase que el punto aquel de la lección era difícil, y que Raimundo, no habiéndolo aprendido, recurría a un medio que le pareció útil para escapar al castigo paterno. Si me hubiera pedido de gracia el favor, lo habría obtenido, como otras veces; pero se dijera que el recuerdo de esas otras veces, el miedo de haber agotado mi buena voluntad, quedándose sin aprender lo que quería —aunque es posible que yo le hubiera enseñado mal en alguna ocasión—, fuera la causa de su propuesta. El pobre diablo contaba con el favor, pero quería asegurar su eficacia, y por eso recurría a la 132 moneda que la madre le había dado, y que él guardaba como una reliquia o un juguete; siguió frotándola contra las rodillas, ante mis ojos, como una tentación… Realmente, era bonita, fina, blanca, muy blanca; y bien podía ser para mí, que sólo portaba cobres en el bolsillo, cuando portaba algo, cobres feos, toscos, mohosos… No quería recibirla, y me costaba rehusarla. Miré al maestro, que seguía leyendo, con tal interés que el rapé le goteaba en las narices. —Anda, tómala —me decía en un murmullo el hijo. Y la plata brillaba entre sus dedos, como si fuera un diamante… La verdad, si el maestro no viera nada, ¿qué mal había? Y nada podía ver, porque estaba agarrado a los periódicos, leyendo con ardor, con indignación… —Toma, toma… Eché un vistazo al salón, y sorprendí una mirada de Curvelo; le dije a Raimundo que esperara. Me pareció que el otro nos espiaba, así que disimulé; pero después de unos segundos volví a mirarlo, y —¡tanto nos acucia el deseo!— no observé nada sospechoso. De modo que cobré ánimos. —Pásala… 133 Raimundo, con disimulo, me entregó la moneda; yo la guardé en el bolsillo del pantalón, presa de un alborozo que no puedo definir. Ahí estaba ya la moneda, conmigo, bien pegada a mi pierna. Restaba prestar el servicio, enseñar la lección, y no tardé en hacerlo, ni lo hice mal, al menos conscientemente; le pasé las explicaciones en un pedazo de papel, que él recibió con cautela y examinó con intensa concentración. Se sentía el gran esfuerzo que le costaba aprender aquella nadería; pero, mientras lograra escapar al castigo, todo iría bien. De repente miré a Curvelo, y me estremecí; tenía los ojos fijos en nosotros, y sonreía de un modo más que extraño. Me hice el desentendido; pero unos momentos después, al volver a mirarlo, le sorprendí la misma expresión, el mismo gesto, al que se agregaba que ahora se mecía impaciente sobre el banco. Le sonreí, y él no me devolvió la sonrisa; por el contrario, frunció la frente, lo que le dio un aspecto amenazador. Mi corazón empezó a latir. —Hay que tener cuidado —dije a Raimundo. —Una última cosa —susurró él. Le hice señas de que callara; pero él insistía, y la moneda, allá en mi bolsillo, 134 me recordaba el trato pactado. Le aclaré el problema, tomando muchas precauciones; después volví a mirar a Curvelo, que me pareció aún más inquieto; y su sonrisa, antes sospechosa, lucía cada vez peor. No es preciso decir que también yo ardía de inquietud, ansioso de que la clase terminara; pero ni el reloj andaba como otras veces, ni el maestro prestaba atención a la escuela; leía los periódicos, artículo por artículo, puntuándolos con exclamaciones, con movimientos de hombros, con uno o dos golpes sobre la mesa. Y afuera, en el cielo azul, por encima del cerro, la misma eterna cometa, oscilando a un lado y al otro, como si me llamara. Me imaginé allá, los libros y la pizarra debajo del mango, y la moneda en el bolsillo del pantalón, aquella moneda que no estaba dispuesto a dar a nadie, ni a las buenas ni a las malas; la guardaría después en casa, diciéndole a mamá que la había hallado en la calle. Para no correr el riesgo de perderla, la palpaba en el bolsillo, rozándola con los dedos, casi leyendo con el tacto la inscripción, resistiendo a duras penas el deseo de mirarla. —¡Ah! ¡Señor Pilar! —gritó el maestro con voz de trueno. Me estremecí como si despertara de un sueño, y me levanté a toda prisa del banco. 135 Allá estaba el maestro, mirándome, severo el rostro, los periódicos dispersos sobre la mesa; y junto a ésta, de pie, Curvelo. Creí adivinarlo todo. —¡Venga acá! —gritó el maestro. Obedecí, y me detuve frente a él. Él me clavó en la conciencia un par de ojos acerados; después llamó al hijo. Toda la clase estaba de pie; nadie leía, nadie hacía el más mínimo movimiento. Yo, aunque no quitaba los ojos del maestro, sentía en el aire la curiosidad y el pavor de todos. —¿Así, pues, recibe usted dinero por enseñar las lecciones a los otros? —dijo Policarpo. —Yo… —¡Deme acá la moneda que le dio su colega! —vociferó. No obedecí de inmediato, pero no logré negar nada. Temblaba. Policarpo gritó de nuevo que le diera la moneda, y ya no pude negarme; metí la mano en el bolsillo, muy despacio, la saqué y la entregué. Él la examinó por las dos caras, bufando de rabia; después alzó el brazo y la arrojó a la calle. Y luego nos dijo una porción de cosas duras; que tanto el hijo como yo acabábamos de cometer una acción fea, indigna, baja, una villanía, y para 136 enmienda y ejemplo íbamos a ser castigados. Y echó mano a la palmatoria. —Perdón, señor maestro… —sollocé. —¡Ningún perdón! ¡Extienda la mano! ¡Vamos! ¡Sinvergüenza! ¡Extiéndala! —Pero, señor maestro… —¡No se exponga a algo peor! Extendí la mano derecha, después la izquierda, y fui recibiendo los golpes uno tras otro, hasta completar doce, que me dejaron las palmas rojas e hinchadas. Llegó el turno del hijo, y fue la misma cosa; no le perdonó ni uno; dos, cuatro, ocho, doce palmetazos. Acabó, nos echó otro sermón. Nos llamó sinvergüenzas, insolentes, y juró que si repetíamos aquello íbamos a recibir tal castigo que nunca habríamos de olvidarlo. Y exclamaba: ¡Haraganes! ¡Tratantes! ¡Inútiles! Yo inclinaba la cabeza, humillado. No osaba mirar a nadie, sentía todos los ojos fijos en nosotros. Volví a mi puesto, sollozando, fustigado por los improperios del maestro. En el salón flotaba el terror; bien claro estaba que nadie aquella mañana se atrevería a hacer un negocio similar. Creo que el propio Curvelo temblaba de miedo. No me atreví a mirarlo, pero para mis adentros juré romperle la cara, 137 a la salida de clase, tan cierto como dos y tres son cinco. Tras unos minutos le lancé una mirada; también él me miraba, pero desvió la cara, y pienso que palideció. Trató de calmarse y empezó a leer en voz alta; tenía miedo. Comenzó a variar de actitud, moviéndose nerviosamente, rascándose las rodillas, la nariz. Tal vez hasta se arrepentía de habernos denunciado; y, en verdad, ¿por qué lo había hecho? ¿Qué daño podía hacerle nuestro trato? “¡Me la pagas! ¡No te quede duda!”, me decía a mí mismo. Llegó la hora de salir, y salimos; él iba adelante, apresurado, y yo no quería pelear allí mismo, en la calle de Costa, tan cerca del colegio; mejor sería llegar a la calle ancha de San Joaquin. Sin embargo, cuando gané la esquina, ya no lo vi; probablemente se había escondido en algún pasaje, o alguna tienda; entré a una botica, espié en otros locales, pregunté por él a varias personas, nadie me dio noticia. Aquella tarde no fue a la escuela. En casa no conté nada, por supuesto. Mas, para explicar las manos hinchadas, le mentí a mi madre, le dije que no había sabido la lección. Esa noche me dormí mandando al diablo a mis dos compañeros, tanto el de la 138 denuncia como el de la moneda. Y soñé con la moneda; soñé que al volver a la escuela, al día siguiente, la había encontrado en la calle, y la había cogido, sin miedos ni escrúpulos… Desperté temprano. El deseo de buscar la moneda me hizo vestir aprisa. El día estaba espléndido, un día de mayo, el sol magnífico, el aire suave, sin contar los pantalones nuevos que mi madre me dio, amarillos por cierto. Todo eso, y la moneda… Salí de casa, como si fuera a subir al trono de Jerusalén. Apreté el paso para que nadie llegara antes a la escuela; pero al mismo tiempo marchaba con cierta precaución, cuidando de no arrugar los pantalones. ¡Eran tan bonitos! Los miraba, esquivaba a los transeúntes, las basuras de la calle… De repente me topé con un desfile de fusileros; al frente, el tambor redoblaba. No podía oír aquello sin emocionarme. Los soldados marchaban rápidos, acompasados, derecha, izquierda, al son del redoble; se acercaron, cruzaron por mi lado, siguieron adelante. Yo sentí una comezón en los pies, y un fuerte ímpetu de seguirlos. Ya les dije: el día era lindo, y además el tambor… Miré a todos lados; finalmente, ni sé cómo pasó, me vi marchando también al compás del redoble, creo que canturreando algo: Ratón 139 en la casaca… No fui a la escuela, seguí detrás de los fusileros, después me enrumbé por la calle de la Salud, y acabé la mañana en la playa de Gamboa. Regresé a casa con los pantalones sucios, sin moneda en el bolsillo ni resentimiento en el alma. Y no obstante la moneda era bonita, y fueron ellos, Raimundo y Curvelo, quienes me dieron el primer atisbo, uno de la corrupción, otro de la delación; pero aquel bendito tambor… De Cuento de escuela (y 17 cuentos más). Colección Pluma al Viento, Editorial Universidad Pontificia Bolivariana. Traducción de Elkin Obregón S. 140 Bote de motor Dezsö Kosztolányi DEZSÖ KOSZTOLÁNYI (1885-1936). Narrador, poeta, traductor, ensayista, periodista. Muchos críticos lo consideran, al lado de Sándor Marai, el mayor escritor húngaro de su tiempo. Fue fundador de la prestigiosa revista Nyugat. Entre sus obras más importantes, que apenas ahora empiezan a llegar al mercado editorial de habla hispana, pueden mencionarse La cometa dorada, Alondra, Anna la dulce, etc. No hay en la tierra persona que sea completamente feliz. No hay y no puede haberla. Pues sí que hay, y que la puede haber. Por ejemplo, yo mismo conozco a alguien —cierto que es la única persona— que es completamente feliz, quizás la persona más feliz de la tierra. Es Berci, Berci Weigl. Berci Weigl es el único hijo de nuestra lavandera. Puede decirse que fue creciendo ante mis ojos. Desde pequeñito venía a la casa todas las tardes, cuando su madre nos lavaba la ropa. Era un muchachito pálido e insignificante, siempre silencioso, como el que guarda algún secreto y no lo revela ni por todo el oro del mundo. 143 Estudiaba más regular que bien, fue pasando de grado en la escuela superior sin pena ni gloria. Apenas había llegado al último de bachillerato, cuando lo metieron en el servicio militar y se lo llevaron al frente. No fue herido en la guerra, no cayó prisionero, no se hizo merecedor de ninguna distinción, sino que llegó a casa sano y salvo el primer día de la desmovilización. Enseguida contrajo matrimonio. Se casó —no se sabe por qué ni cómo— con una señorita ramplona y simplona que se dedicaba a arreglar y embellecer manos ajenas. No hacía más que dar a luz, cada año traía al mundo un niño. Berci no había cumplido aún los veinticinco años, y cualquiera lo hubiera tomado por un adolescente esmirriado y descolorido, cuando ya era un cabeza de familia con tres hijos. Con sus estrechos hombros, andaba un poco jorobado por los bulevares. ¿Quién hubiera sospechado algo así de él? Por suerte pudo pescar un empleo. Se hizo auxiliar de contador en una fábrica de salami. Era un empleado muy celoso de su trabajo, meticuloso y esmerado. En la fábrica no lo querían demasiado, pero tampoco lo odiaban demasiado. Como consecuencia de ello, no lo pusieron en la lista negra, pero 144 tampoco le subieron el sueldo jamás. Sudaba tinta de sol a sol a sol por un sueldo, que hasta copiarlo aquí sería peligroso, pues algunos empleadores cogerían alas. Vivía con su esposa, sus cuatro hijos —al año siguiente, junto a los tres hijos varones, le había nacido una niñita—, su madre, su suegra y un pariente viejo de su esposa, un silencioso refugiado de Transilvania, en una casa en Buda, de dos habitaciones y una cocina. Si tomamos en cuenta que eran nueve en total, las dos habitaciones no eran una exageración. Eran constantes el llanto de los niños y las enfermedades infantiles. La señorita manicura ya hacía tiempo que no curaba las manos sino las toses de los bebitos. Que si la lavandera ayudaba a su hijo o si el hijo ayudaba a la lavandera, es un misterio que no tengo por cometido aclarar. La tía Weigl, que siempre había alabado a Berci, poco a poco comenzó a quejarse de él. —No es un mal muchacho, en realidad no se puede decir que lo sea; no bebe, no juega a las cartas, no fuma; si llega de la oficina, siempre está en casa; su familia lo es todo para él, pero, sabe usted, podría tener más inventiva. Es tan poquita cosa, un cero a la izquierda. Todos le pasan la mota, hasta los más jóvenes. Y ahora le ha dado por una 145 locura. Imagínese usted, se le ha metido en la cabeza que se va a conseguir un bote de motor. —¿Quién? —Pues el Berci. —¿Berci? ¿Para qué quiere un bote de motor? —Eso mismo es lo que le pregunto siempre. Dime, ¿para qué quieres el bote de motor? ¿Para qué rayos necesitas ese maldito bote de motor? Claro, precisamente es para desarrapados como nosotros. Pero él se pasa día y noche rompiéndose la cabeza porque necesita un bote de motor, sí, un bote de motor. Precisamente en este mundo miserable, por favor. Ya mandó a buscar todo tipo de libros. Se pasa la vida metido en ellos. Tiene a toda la casa loca con ese condenado bote de motor. Ilustrísimo señor, hable con él. Para ser sincero, a mí también me empezó a picar la curiosidad lo del bote de motor. A Berci —como ya había mencionado— lo conocía yo desde hacía mucho tiempo. Lo trataba de tú, pero no tenía idea de lo que llevaba por dentro. Apenas había hablado con él. En realidad ni siquiera había oído su voz. De vez en cuando acostumbraba llevarle los 146 zapatos usados de mi hijito, los pantalones y camisitas que ya no le servían. Una noche, después de las nueve, los fui a ver con ese pretexto. La familia estaba sentada, todos juntos, bajo la luz chillona de un bombillo sin pantalla: la tía Weigl, luego la suegra de Berci, una gruesa señorona de respetables dimensiones a quien le colgaban de la barbilla y la nariz diferentes verrugas marrones, grises y negras, luego la esposa, que estaba cosiendo, luego el taciturno refugiado de Transilvania. Ya todos los niños estaban durmiendo. La niñita en la cuna, dos niñitos abrazaditos en la cama, el niño mayor en una gaveta. Berci estaba liando cigarrillos. Delante de él, sobre papel de periódico, en la mesa, había como mil cigarrillos con anillos dorados. En el día el taciturno refugiado de Transilvania iba vendiéndolos de casa en casa. Así era como conseguían ciertos ingresos adicionales. Entonces me puse a observar realmente a Berci. Se vestía muy pulcra y pobremente, con un señorío gastado y rígido de empleado de compañía privada. Se afeitaba bigote y barba, pero no se le notaba mucho, pues era lampiño, con un 147 vello tan ralo que la piel le quedaba siempre lisa, como la de un niño. Me recibió con una distante cortesía. Era decididamente reservado, frío. En su frente se veía la rigidez amenazadora, no de las malas intenciones, sino de la terquedad. Con mucho cuidado, habilidad y cautela traté de acercarme a la peliaguda cuestión: el bote de motor. Pero en cuanto la iba a rozar, fue como si hubiera hurgado en un avispero: estalló la tormenta. —Chifladura —estalló la tía Weigl—, esa es su chifladura. —Eso mismo —dijo la esposa, y enseguida sacó su pañuelo—. Quiere un bote de motor ahora, cuando todos estamos pasando hambre, y los niños, sus pobrecitos hijos, andan en harapos. Es una verdadera vergüenza, un espanto. —Chifladura —hizo eco también la suegra—, chifladura completa. Hoy por hoy un bote de motor cuesta por lo menos cinco mil coronas de oro. De repente se pusieron a hablar todos al mismo tiempo, en parte con Berci, en parte conmigo. Sólo el taciturno refugiado de Transilvania se quedó tranquilo. Él estaba arreglando y contando los cigarrillos en silencio. 148 Berci esperó que el bullicio se acallase un poco; luego, dignamente, casi ceremoniosamente, dijo: —En primer lugar les hago notar modestamente que todos ustedes están equivocados. Un bote de motor no cuesta cinco mil coronas de oro. Por ese dinero se puede comprar un Bolinder de consumo de petróleo con encendedor incandescente, o un Evinrude, marca americana de fama mundial, o un magnífico Lüsern alemán, es más, incluso un yate de lujo Oertz de ocho cilindros. Pero, y se los expreso con toda modestia, no tengo necesidad de nada de eso. Para mí es más que suficiente un motor de gasolina, de dos cilindros y cinco o seis caballos de fuerza, para instalar en un costado del bote. Y este tipo, como todo el mundo sabe, hoy en día se consigue en cualquier lugar hasta para pagar a plazos, durante doce meses. Vi que el asunto era serio. Más serio de lo que yo había pensado. Me atrapó sobre todo con sus conocimientos profesionales sobre el tema, con lo bien versado que estaba en la cuestión. Sacó una lista de precios, me la puso por delante, y en seguida empezó a dibujar, en el papel de periódico, sucio de desperdicios de los cigarrillos, el motor de gasolina de cinco 149 o seis caballos de fuerza que podía instalarse en un costado del bote. Mientras hablaba, saboreaba y la boca se le hacía agua. Quedé un poco asombrado. De nuevo, y con mucho tacto, traté de indagar el origen de esta pasión secreta. Resultó ser que en la guerra no había servido ni en la marina ni en la guardia fluvial, que no había tenido ningún antecesor ni descendiente, por ninguna rama familiar, que hubiera sido o fuese navegante, que hasta ahora no había practicado ningún deporte y que sencillamente anhelaba todo esto, tan intensamente que no quería y no podía renunciar a ello a ningún precio. El conciliábulo que ya en numerosas ocasiones había discutido y rechazado el asunto, escuchaba impaciente mis tranquilas preguntas. A cada momento formaban una nueva pataleta. —Es una burrada —gritaba la tía Weigl—. No vale la pena hablar de ello. —Eres un burro —lo atacó también su esposa—. Sí señor, eso mismo eres. Un tremendo burro. —Es la propia burrada —asintió la suegra. Yo —en la medida de mis posibilidades— trataba de protegerlo del diluvio de insultos, de calmar el caldeado ambiente, y, volviéndome 150 hacia Berci, argumenté fríamente, aplicando el llamado método inductivo de Sócrates. —Correcto, Berci —le dije—, correcto. Supongamos que ya te compraste el bote de motor. —Cómo que se lo va a comprar, no se va a comprar nada —protestó indignada la tía Weigl. —Solamente lo estamos suponiendo, querida tía Weigl —le expliqué—. Supongamos también que ya hubiera pagado el bote de motor. —¿Cómo que ya lo pagó? —me interrumpió la suegra. —No lo ha pagado —le expliqué mis palabras malentendidas—, solamente supongamos que ya lo pagó. Es decir, suponiendo, pero sin que te lo permitan, que ya compraste y pagaste el bote de motor, ¿qué vas a hacer con él, Berci? —Pues —dijo nervioso y con los ojos bajos—, conducirlo. —Correcto. ¿Y dónde lo conducirías? —En el Danubio —dijo encogiéndose de hombros—. Allá donde el resto de la gente. —Muy correcto. ¿Pero con qué fin lo conducirías? —insistí en medio de la aprobación curiosa y silenciosa de la 151 familia—. ¿Acaso querrías salvar a los que se están ahogando o a los que se quieren suicidar? ¿O querrías utilizarlo para transportar mercancías, o turistas, o quizás para sentar las bases de la que luego se convertiría en una floreciente compañía? ¿O competir en él, para ganar un campeonato europeo? —Qué va —dijo Berci con una sonrisa de disgusto. —Correcto, Berci, eso está correcto también. ¿Quiere decir que conducirías el bote de motor sólo para tu esparcimiento, para darte gusto? No me respondió la pregunta. Solamente se levantó y me miró de arriba a abajo. No me preocupé por ello, sino que, avanzando en mis argumentos, deseaba hacerle saber que ese era un gusto demasiado caro, y que yo conocía a muchos millonarios, aristócratas y banqueros que no tenían bote de motor, es más, no podía creer que hoy en día un empleado de veintiséis años y cuatro hijos —aquí o en cualquier lugar del mundo— tuviera un bote de motor. Me atendió distraído, y luego solamente objetó, con superioridad y con profundo convencimiento: —Pero es maravilloso. —¿Qué es maravilloso? —me interesé. 152 —Que alguien tenga un bote de motor. Aquí fue donde el bullicio llegó al paroxismo. Todo el mundo gritaba desordenado, todo el mundo insultaba a Berci a más no poder. Hasta el taciturno refugiado de Transilvania, salió de su parsimonia. Con todas sus fuerzas le dio un golpe a la mesa, se levantó de un salto y alterado, se puso a darse paseos de arriba abajo por la habitación, con las manos a la espalda. —¿Ve usted? —gritaba con ojos chispeantes de ira—. Este no está bien de la cabeza. Es sencillamente un anormal. Por tanto, mi intervención no trajo muy buenos resultados. La tía Weigl, que lavaba todos los meses nuestra ropa, corroboró mi opinión. Berci trabajó como una bestia, pasó necesidades, no quería ni ropa, ni diversiones, ni cine, sólo soñaba con el bote de motor, y nada ni nadie se lo podía quitar de la mente. Un año más tarde lo ascendieron a contador. Y no mucho tiempo después se pudo comprar con su dinerito ahorrado el motor de gasolina, de dos cilindros y seis caballos de fuerza, que se podía instalar en un costado del bote, “con la garantía de un íntimo amigo”, a pagar en un plazo de doce meses. 153 Berci acababa de cumplir los veintiocho años de edad. Aquí comenzó la felicidad, y hasta entonces nunca había visto nada parecido. Porque desde entonces es realmente feliz. Su rostro está más tranquilo, más abierto, más gentil, más consciente de su valor, incluso hasta más inteligente. Constantemente irradia una alegría del más allá. Lo que quería lo pudo conseguir pese a todos los infiernos y las intrigas por los que pasó. No tiene nada, pero tiene un bote de motor, un magnífico bote de motor de dos cilindros y seis caballos de fuerza. Todos los veranos se pasa un mes de vacaciones en el Danubio. Atraviesa las olas, compite con las regatas, le pasa al vapor de Viena, vuela sobre las crestas crepitantes del agua, adelante, adelante, solo, porque cuida mucho su bote de motor, no deja montar a ningún extraño, ni siquiera a su íntimo amigo, siempre es él quien lubrica las maravillosas clavijas de cobre amarillo, siempre es él quien limpia las divinas válvulas. Conduce el bote de motor. Qué tonto fui yo cuando le pregunté que a dónde lo iba a conducir. Solamente lo conduce. Lo conduce al infinito de sus anhelos. Aun en el otoño tardío, en la niebla y la lluvia, allá está aventurándose en el Danubio 154 el sábado y todo el domingo, y en cuanto despunta la primavera, se desliza en los amaneceres, en las noches, antes y después de sus horas de oficina. En su bote de motor está un empleado de compañía privada, gris pero feliz, muy feliz. Sus hijos tosen y lloran, él piensa que tiene un bote de motor. Si ve que las sienes se le están volviendo plateadas, que está perdiendo pelo en la coronilla, que su esposa se está volviendo vieja y fea, que se está amargando, si en casa lloriquean por problemas del pan de cada día, si a su madre le duele la cintura por tanto lavar, si la suegra se soba las verrugas de diferentes colores, si el taciturno refugiado de Transilvania se pone a tiranizarlo, y por la venta de cigarrillos surgen desagradables discusiones financieras, piensa que tiene un bote de motor. Si otros lo desprecian y no lo consideran, si en la fábrica está pegado al escritorio garrapateando con mangotes de raso, si constantemente le sacan en cara que él no es nada ni nadie, que ni pincha ni corta en la sociedad, que es solamente en su oficina donde puede pinchar y cortar hasta soltar el bofe, hasta sudar la gota gorda, entonces piensa que tiene un bote de motor, y aquellos que lo explotan hasta sacarle el alma, que no lo toman en cuenta para nada, que lo patean, ni siquiera tienen 155 bote de motor. Si en el invierno el Danubio se congela un palmo, y un metro de nieve cubre la corteza helada, si la oscuridad cubre hasta los pilares del puente, de manera que no se puede ver ni el agua, en la cual es tan maravilloso deambular, él piensa que nada es eterno, en marzo comenzará el deshielo, siempre y en todas partes sólo piensa que él tiene un bote de motor. Desde hace años observo, contemplo esta felicidad, que no se reduce, no disminuye, sino va cada día en aumento. Ni el cumplimiento de su deseo la aniquiló. Por eso me he atrevido a exponer mi opinión de que Berci Weigl es un hombre feliz, quizás el hombre más feliz de la tierra. Para la verdadera felicidad no se necesita mucho: una buena obsesión y un buen bote de motor. De La visita y otros cuentos. Ed. Norma, 1999. 156 Tres sillones de colores Miguel Gila MIGUEL GILA (1919-2000). Usando su apellido como nombre artístico, el madrileño Gila se inició, en 1942, en la revista La Codorniz, que marcó toda una época del humor español de la posguerra. Escritor, caricaturista, guionista, actor, showman, sobresalió en todos esos campos como uno de los más importantes humoristas españoles de su tiempo. ¡Qué cosas pasan en la vida! La de años que llevo jugando a la bonoloto, a la lotería, a la ONCE, haciendo la quiniela, la primitiva, y nada, nunca he tenido suerte. Pero fíjense lo que es la vida, cuando menos lo esperaba se muere un tío de mi mujer que se fue a Estados Unidos en los años veinte y le deja de herencia tres millones de dólares. Me ha llegado la hora de la venganza. (Marca un número de teléfono). ¿Es la oficina de archivos y ficheros por orden alfabético? ¿Está don Severo? ¿Le importaría decirle que se ponga? ¿Don Severo? ¿Cómo está usted? Yo muy bien. Escuche. ¿A qué hora tengo que estar mañana en la oficina? A lo mejor voy media hora antes por si hay algún trabajo extra para mí. Sí, sí, escuche barrigón: ¿usted 159 se acuerda de que aquel día que llegué tarde le dije que había tenido que llevar a mi mujer al médico? ¡Mentira, en la cama, calientito! ¿Y se acuerda de que una tarde no fui a trabajar porque le dije que se me había muerto un pariente? ¡Mentira! ¡Al fútbol! Sí, sí, pues ahora le digo que tururú tururú tururú, que se puede ir usted a archivar monos al Brasil, tío pedorro. ¡El tuyo! (Cuelga). Las ganas que tenía yo de decirle al barrigón éste lo que pienso. ¡La vida que me daba! Todo el día encima de mí: “¿Ha archivado usted los presupuestos de Confisa? ¿Ha terminado usted el informe de Farfosa? Vaya al despacho de Cifuentes y que le dé el protocolo de Cortesa”. ¡Y así todo el día, vaya, traiga, rellene, escriba, haga, copie…! Pues se acabó. ¡Ahora te va a aguantar tu padre, pedorro! (Marca otro número de teléfono). ¿Matilde? No sabes lo que acabo de disfrutar. He llamado a mi oficina y le he dicho a don Severo, como tu tío te ha dejado de herencia tres millones de dólares, le he dicho… Perdón, ¿cómo dices? ¿Qué sillones? O sea, que lo que te ha dejado de herencia son tres sillones de colores. Yo había entendido tres millones de dólares. No, no, nada, te decía que he llamado a la oficina y le he dicho a 160 don Severo que estoy muy cansado y me ha dado unos días de vacaciones. Sí, quédate tranquila. ¡Ah! Escucha, que yo me voy unos días fuera. No lo sé, ya te escribiré (y cuelga). ¡Madre de Dios, la que acabo de armar! De Siempre Gila. Grupo Santillana de Ediciones S. A., 2001. 161 Cuentos policiales y de misterio El club de los martes Agatha Christie AGATHA CHRISTIE (1891-1976). Escritora inglesa, nombre definitivo en la literatura policial. Célebres creaciones suyas son Hércules Poirot, detective belga, y Jane Marple, anciana solterona provinciana. Su primer libro, que la lanzó de inmediato a la fama, fue El misterioso caso de Styles. Otros títulos: El asesinato de Rogelio Akroyd, El crimen del Orient Express, Diez negritos, El enigmático míster Quinn, Navidades trágicas, Intriga en Bagdad, y un larguísimo etcétera. El relato que aquí se incluye marca la aparición literaria de miss Marple. —Misterios insolubles. Raymond West, lanzando una bocanada de humo, repitió las palabras con una especie de placer deliberado. —Misterios insolubles. Y miró satisfecho a su alrededor. La habitación era amplia, con vigas oscuras cruzando el techo y buenos muebles. De ahí la mirada aprobadora de Raymond West. Era escritor y le gustaban los ambientes inspiradores y perfectos. La casa de su tía Jane siempre le había parecido el marco adecuado para su personalidad, y miró más allá de la chimenea donde ella se sentaba en el enorme sillón del abuelo. Miss Marple vestía un traje de brocado negro de cuerpo muy ajustado, con un pechero de encaje blanco de Manila formando cascada. Llevaba puestos mitones también de encaje, 167 y un gorrito de puntilla negra recogía sus sedosos cabellos blancos. Estaba tejiendo… Algo blanco y suave, y sus ojos azul claro, amables y benevolentes, contemplaron con placer a su sobrino e invitados. Primero descansaron en el propio Raymond, tan satisfecho de sí mismo, luego en Joyce Lemprière, la artista de espesos cabellos negros y extraños ojos verdosos, y en sir Henry Clithering, el gran hombre de mundo. Había otras dos personas más en la habitación: el doctor Pender, anciano clérigo de la parroquia, y míster Petherick, abogado, un hombrecillo enjuto que usaba lentes, aunque miraba por encima y no a través de sus cristales. Miss Marple dedicó un momento de atención a cada una de estas personas y luego volvió a su labor con una dulce sonrisa en los labios. Míster Petherick lanzó la tosecilla seca que siempre anticipaba a sus comentarios. —¿Qué has dicho, Raymond? ¿Misterios insolubles? ¡Ah!… ¿Y a qué viene eso? —A nada —replicó Joyce Lemprière—. A Raymond le agrada el sonido de esas palabras y por eso las pronuncia en voz alta. Raymond West le dirigió una mirada de reproche que la hizo echar la cabeza hacia atrás soltando una carcajada. 168 —Es un embustero, ¿verdad, Miss Marple? —preguntó—. Estoy segura de que usted lo sabe. Miss Marple sonrió amablemente, pero nada dijo. —La vida misma es un misterio insoluble —sentenció el clérigo en tono grave. Raymond se irguió en su silla para arrojar su cigarrillo al fuego con un ademán impulsivo. —No es eso lo que he querido decir. No hablaba de filosofía —dijo—. Pensaba sólo en meros hechos prosaicos y sencillos, cosas que han sucedido y que nadie ha sabido explicarse nunca. —Sé a qué te refieres, querido —repuso Miss Marple—. Por ejemplo, mistress Carruthers tuvo una experiencia muy extraña ayer en la mañana. Compró medio kilo de camarones en la tienda de Elliot. Luego fue a un par de tiendas más y cuando llegó a su casa descubrió que no tenía los camarones. Volvió a los dos establecimientos que visitara, pero los camarones habían desaparecido por completo. A mí eso me parece muy curioso. —Una historia bien extraña —dijo sir Henry en tono grave. —Claro que existen toda clase de posibles explicaciones —replicó Miss Marple, con 169 las mejillas rosadas por la excitación—. Por ejemplo, cualquiera pudo… —Mi querida tía —la interrumpió Raymond West con cierto regocijo—. No me refiero a esa clase de incidentes pueblerinos. Pensaba en crímenes y desapariciones… esa clase de cosas de las que podría hablarnos sir Henry, si quisiera. —Pero yo nunca hablo de mi trabajo —repuso sir Henry con modestia—. No, nunca hablo de mi trabajo. Sir Henry Clithering había sido últimamente comisario de Scotland Yard. —Supongo que habrá muchos crímenes y otros delitos que la policía nunca logra esclarecer —dijo Joyce Lemprière. —Creo que es un hecho admitido —afirmó míster Petherick. —Me pregunto qué cerebro es el mejor para desentrañar un misterio —dijo Raymond West—. Siempre he creído que la policía o el detective deben tropezar con su falta de imaginación. —Esa es la opinión de los profanos —replicó sir Henry en tono seco. —En realidad necesitan ayuda —dijo Joyce con una sonrisa—. Parapsicología e imaginación acudan al escritor… 170 Y dedicó una irónica inclinación de cabeza a Raymond, que permaneció serio. —El arte de escribir proporciona la percepción del interior de la naturaleza humana —agregó en tono grave—. Y tal vez el escritor ve motivos que pasaría por alto una persona vulgar. —Sé, querido —intervino miss Marple—, que tus libros son muy inteligentes. Pero, ¿tú crees que la gente es en realidad tan desagradable como tú la pintas? —Mi querida tía —repuso Raymond en tono amable—, conserva tus creencias, y no permita el Cielo que yo las destroce en ningún sentido. —Quiero decir —continuó miss Marple, frunciendo un poco el ceño al contar los puntos de su labor—, que a mí muchas personas no me parecen ni buenas ni malas, sino sencillamente tontas. Míster Petherick volvió a lanzar su tosecilla seca. —¿No te parece, Raymond —preguntó—, que das demasiada importancia a la imaginación? La imaginación es algo muy peligroso y los abogados lo sabemos demasiado bien. Ser capaz de examinar las pruebas con imparcialidad, y considerar los 171 hechos sólo como factores… me parece el único método lógico de llegar a la verdad. Y debo añadir que por experiencia sé que es el único que da resultado. —¡Bah! —exclamó Joyce, echando hacia atrás sus cabellos negros—. Apuesto a que podría ganarles a todos en este juego. No soy sólo mujer… y digan lo que digan, las mujeres poseemos una intuición que les ha sido negada a los hombres… sino además artista. Veo cosas que ustedes no ven. Y también como artista he tropezado con toda clase de personas. Conozco la vida como no es posible que la haya conocido miss Marple. —No sé, querida —replicó miss Marple—. Algunas veces, en los pueblos ocurren cosas muy dolorosas y terribles. —¿Puedo hablar? —preguntó el doctor Pender con una sonrisa—. No se me oculta que hoy día está de moda desacreditar al clero, pero oímos cosas que nos hacen conocer un lado del carácter humano que es un libro cerrado para el mundo exterior. —Bueno —dijo Joyce—. Me parece que formamos una bonita reunión representativa. ¿Qué les parece si formásemos un club? ¿Qué día es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el Club de los Martes. Nos reuniremos cada semana 172 y cada uno de nosotros por turno deberá exponer un problema… algún misterio que conozca personalmente y del que, desde luego, sepa la solución. Veamos, ¿cuántos somos? Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En realidad tendríamos que ser seis. —Te has olvidado de mí, querida —dijo miss Marple con una sonrisa radiante. Joyce quedó ligeramente sorprendida, pero se rehízo a toda prisa. —Sería magnífico, miss Marple —dijo—. No creí que le gustaría participar en esto. —Creo que será muy interesante —replicó miss Marple—, especialmente estando presentes tantos caballeros inteligentes. Me temo que yo no soy muy lista, pero el haber vivido todos estos años en Saint Mary Mead me ha hecho comprender el interior de la naturaleza humana. —Estoy seguro de que su cooperación será muy valiosa —dijo sir Henry con toda cortesía. —¿Quién empezará? —Supongo que no existe la menor duda en cuanto a eso —replicó el doctor Pender—, ya que tenemos la gran fortuna de contar entre nosotros a un hombre tan distinguido como sir Henry… 173 El aludido guardó silencio unos instantes, y al fin, con un suspiro y cruzando las piernas, comenzó: —Me resulta un poco difícil ceñirme al tema que ustedes desean, pero creo conocer un ejemplo que llena las condiciones requeridas. Es posible que hayan leído algún comentario acerca de este caso en los periódicos del año pasado. Entonces se dejó a un lado como misterio insoluble; pero, como suele suceder, la solución llegó a mis manos no hace muchos días. Los hechos son muy sencillos. Tres personas se reunieron para cenar, entre otras cosas, langosta en conserva. Poco después, las tres se sintieron indispuestas y se llamó apresuradamente a un médico. Dos de ellas se restablecieron y la tercera falleció. —¡Ah! —dijo Raymond en tono aprobador. —Como digo, los hechos fueron muy sencillos. Su muerte fue atribuida a envenenamiento producido por la ptomaína, se extendió el certificado correspondiente y se enterró a la víctima. Mas las cosas no pararon ahí. Miss Marple hizo un gesto de asentimiento. 174 —Supongo que surgirían las habladurías, como suele ocurrir —dijo. —Y ahora debo describirles a los actores de este pequeño drama. Llamaré al marido y la esposa, míster y mistress Jones, y a la señorita de compañía de la esposa, miss Clark. Míster Jones era viajante de una casa de productos químicos. Un hombre atractivo, aunque ordinario, vivaz, de unos cincuenta años. Su esposa era una mujer bastante vulgar, de unos cuarenta y cinco años, y miss Clark, una mujer de setenta, robusta y alegre, de rostro rubicundo y resplandeciente. De ninguno de ellos podemos decir que resultara muy interesante. Ahora bien: las complicaciones comenzaron de modo muy curioso. Míster Jones había pasado la noche anterior en un hotelito de Birmingham y dio la casualidad de que aquel día habían cambiado el secante, que, por tanto, estaba nuevo; y la camarera, que al parecer no tenía cosa mejor que hacer, se entretuvo en colocarlo ante un espejo después que míster Jones escribiera una carta. Pocos días más tarde, al aparecer en los periódicos la noticia de la muerte de mistress Jones de resultas de haber ingerido langosta en malas condiciones, la doncella hizo partícipes a sus compañeros de trabajo de lo que había averiguado por medio del papel secante, en el cual leyó estas palabras: 175 “Depende enteramente de mi esposa…, cuando haya muerto yo heredaré… cientos de miles…”. —Recordarán ustedes que no hace mucho tiempo hubo un caso en que la esposa fue envenenada por su marido. No se necesitó mucho más para exaltar la imaginación de la camarera del hotel. ¡Míster Jones había planeado deshacerse de su esposa para heredar cientos de miles de libras! Por casualidad, una de las doncellas tenía unos parientes en la pequeña población donde residían los Jones. Les escribió pidiendo informes y ellos contestaron que míster Jones, al parecer, se había mostrado muy atento con la hija del médico de la localidad, que era una hermosa joven de treinta y tres años, y empezó a surgir el escándalo. Se solicitó una revisión del caso, y en Scotland Yard se recibieron numerosas cartas anónimas acusando a míster Jones de haber envenenado a su esposa. Debo confesar que ni por un momento sospechamos que se tratase de algo más que de las habladurías y chismorreos del pueblo. Sin embargo, para tranquilizar la opinión pública, se concedió la orden de exhumación del cadáver. Fue uno de esos casos de superstición popular basados en nada sólido y que luego resulta 176 justificada. La diligencia dio como resultado el hallazgo de arsénico suficiente para dejar bien claro que la difunta señora había muerto envenenada por esta droga. Y Scotland Yard, junto con las autoridades locales, tuvo que probar cómo le había sido administrada y por quién. —¡Ah! —exclamó Joyce—. Me gusta. Esto es verdadera materia prima. —Naturalmente, las sospechas recayeron en el marido. Él se beneficiaba con la muerte de su esposa. No con los cientos de miles que románticamente imaginaba la doncella del hotel, pero sí con la fuerte suma de ocho mil libras. Él no tenía dinero propio aparte de lo que ganaba, y era un hombre de costumbres un tanto extravagantes y que gustaba de frecuentar el trato de mujeres. Investigamos con toda la delicadeza posible sus relaciones con la hija del médico, pero aunque al parecer hubo una buena amistad entre ellos en cierto tiempo, habían roto bruscamente unos dos meses antes, y desde entonces no se volvió a verles juntos. El propio médico, un anciano de tipo íntegro y nada sospechoso, quedó aturdido por el resultado de la autopsia. Le habían llamado a eso de medianoche para atender a los 177 tres intoxicados. En el acto comprendió la gravedad de mistress Jones y envió a buscar a un dispensario unas píldoras de opio para calmar sus dolores. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, falleció, pero ni por un momento pudo sospechar que se tratara de algo anormal. Estaba convencido de que su muerte fue debida a una fuerte intoxicación. La cena de aquella noche había consistido básicamente en langosta en conserva y ensalada, y pan y queso. Por desgracia no quedaron restos de langosta… la comieron toda y tiraron la lata. Interrogó a la camarera, Gladys Linch, que estaba llorosa y muy agitada y a cada momento se apartaba de la cuestión, pero declaró que la lata no estaba dilatada y que la langosta le había parecido en magníficas condiciones. Estos fueron los hechos en los que debíamos basarnos. Si Jones había administrado arsénico a su esposa, parece evidente que no pudo hacerlo con los alimentos que tomaron en la cena, puesto que las tres personas comieron lo mismo. Y también… otro punto… el propio Jones había regresado de Birmingham en el preciso momento en que la cena era servida, de modo que no tuvo oportunidad de alterar de antemano ninguno de los alimentos. 178 —¿Y qué me dice de la señorita de compañía de la esposa? —preguntó Joyce—. De la mujer robusta y de rostro alegre. Sir Henry asintió: —No nos olvidamos de miss Clark, se lo aseguro. Pero nos parecieron dudosos los motivos que pudiera haber tenido para cometer el crimen. Mistress Jones no le dejó nada en absoluto, y como resultado de su muerte tuvo que buscarse otra colocación. —Eso parece eliminarla —replicó Joyce. —Uno de mis inspectores pronto descubrió un dato muy significativo —prosiguió sir Henry—. Aquella noche, después de cenar, míster Jones bajó a la cocina y pidió un tazón de harina de maíz diciendo que su esposa no se encontraba bien. Esperó en la cocina hasta que Gladys Linch lo hubo preparado y luego él mismo fue a llevarlo a la habitación de su esposa. Esto, admito, pareció ser el cierre del caso. El abogado asintió. —Motivo —dijo, uniendo las puntas de sus dedos—. Oportunidad… y como viajante de una casa de productos químicos, pudo conseguir el veneno fácilmente. —Y era un hombre de moral débil —agregó el clérigo. 179 Raymond West miraba fijamente a sir Henry. —Debe de haber una falsedad en alguna parte —dijo—. ¿Por qué no le detuvieron? Sir Henry sonrió sin ganas. —Esa es la porción desgraciada de este asunto. Hasta aquí todo había ido sobre ruedas, pero luego tropezamos con dificultades. Jones no fue detenido, porque al interrogar a miss Clark nos dijo que el tazón de harina de maíz no se lo tomó mistress Jones, sino ella. Sí, parece ser que fue a la habitación de mistress Jones como tenía por costumbre: la encontró sentada en la cama y a su lado estaba el tazón de harina de maíz. “No me encuentro nada bien, Milly —le dijo—. Me está bien empleado por comer langosta de noche. Le he pedido a Albert que me trajera un tazón de harina de maíz, pero ahora no me veo con ánimos para tomarlo”. “Es una lástima —comentó miss Clark—, está muy bien hecho, sin grumos. Gladys es realmente una buena cocinera. Hoy día hay muy pocas chicas que sepan preparar la harina de maíz como es debido. Si quiere puedo tomármelo yo, tengo apetito”. “Creí que continuabas con tus tonterías”, le dijo mistress Jones. Debo explicar —aclaró sir Henry—, que 180 miss Clark, alarmada por su constante aumento de peso, estaba siguiendo lo que vulgarmente se conoce por dieta. “No te conviene, Milly, de veras —le dijo mistress Jones—. Si Dios te ha hecho robusta, tienes que serlo. Tómate esa harina de maíz, que te sentará de primera”. Y acto seguido miss Clark acabó con el tazón de harina. De modo que ya ven ustedes, así se vino abajo nuestra acusación contra el marido. Le pedimos una explicación de las palabras que aparecieron en el papel secante y nos la dio en seguida. La carta, explicó, era la respuesta a una que le escribiera su hermano desde Australia pidiéndole dinero. Y él le contestó diciendo que dependía enteramente de su esposa, y que hasta que ella muriera no podría disponer de su dinero. Lamentaba su imposibilidad de ayudarle de momento, pero haciéndole observar que en el mundo existen cientos de miles de personas que pasan los mismos apuros. —Y por eso la solución del caso se vino abajo —dijo el doctor Pender. —Y por eso la solución del caso se vino abajo —repitió sir Henry en tono grave—. No podíamos correr el riesgo de detener a Jones sin tener en qué apoyarnos. 181 Hubo un silencio, y al cabo dijo Joyce: —Eso es todo, ¿no es cierto? —Así quedó el caso durante todo el año pasado. La verdadera solución está ahora en manos de Scotland Yard, y probablemente dentro de dos o tres días podrán leerla en los periódicos. —La verdadera solución —exclamó Joyce pensativa—. Quisiera saber… Pensemos todos por espacio de cinco minutos y luego hablaremos. Raymond West hizo un gesto de asentimiento al tiempo que consultaba su reloj. Cuando hubieron transcurrido los cinco minutos miró al doctor Pender. —¿Quiere usted ser el primero en hablar? —le preguntó. El anciano movió la cabeza. —Confieso —dijo— que estoy completamente despistado. No puedo dejar de pensar que de alguna manera el esposo tiene que ser la parte culpable, mas no me es posible imaginar cómo lo hizo; sólo sugerir que debió de administrar el veneno por algún medio que aún no ha sido descubierto, aunque en este caso no comprendo cómo no se ha averiguado todavía. —¿Joyce? 182 —¡La señorita de compañía de la esposa! —contestó Joyce, decidida—. ¡Desde luego! ¿Qué motivos pudo tener? El que fuese vieja y gorda no quiere decir que no estuviera enamorada de Jones. Podía odiar a la esposa por cualquier otra razón. Piensen lo que representa ser un acompañante… teniendo que mostrarse amable, estar de acuerdo siempre y someterse en todo. Un día, no pudiendo resistirlo más, se decide a matarla. Probablemente puso el arsénico en el tazón de harina de maíz y toda esa historia de que lo comió ella sería mentira. —¿Míster Petherick? El abogado unió las yemas de sus dedos con aire profesional. —Apenas tengo nada que decir. Basándome en los hechos no sabría qué opinar. —Pero tiene que hacerlo, míster Petherick —dijo la joven—. No puede reservarse su opinión. Tiene que participar en el juego. —Considerando los hechos —dijo míster Petherick—, no hay nada que decir. En mi opinión particular, y habiendo visto demasiados casos de esta clase, creo que el esposo es culpable. La única explicación es que miss Clark le encubrió por alguna razón deliberada. Pudo haber algún arreglo económico entre ellos. Es posible que él viera 183 que iba a resultar sospechoso, y ella, viendo ante sí un futuro lleno de pobreza, tal vez se avino a contar la historia de haberse tomado la harina de maíz, a cambio de una suma importante. Si este es el caso, desde luego es de lo más irregular. —No estoy de acuerdo con ninguno de ustedes —dijo Raymond—. Han olvidado un factor muy importante en este caso: la hija del médico. Voy a darles mi visión del asunto. La langosta estaba en malas condiciones, de ahí los síntomas de envenenamiento. Se avisa al doctor, que encuentra a mistress Jones, que ha comido más langosta que los demás, presa de grandes dolores, y manda a buscar opio como nos dijo. No va él en persona, sino que envía a buscarla. ¿Quién entrega los comprimidos al mensajero? Sin duda alguna su hija. Está enamorada de Jones y en aquel momento se alzan todos los malos instintos de su naturaleza, haciéndole comprender que tiene en sus manos el medio de conseguir su libertad. Los comprimidos que envía contienen arsénico blanco. Esta es mi solución. —Y ahora díganos la suya, sir Henry —exclamó Joyce con ansiedad. —Un momento —dijo sir Henry—. Todavía no ha hablado miss Marple. 184 Miss Marple movía la cabeza tristemente. —Vaya, vaya —dijo—. Se me ha escapado otro punto. Estaba tan interesada escuchando la historia… Un caso triste, sí, muy triste. Me recuerda al viejo míster Hargraves que vivía en el Mount. Su esposa nunca tuvo la menor sospecha hasta que al morir dejó todo su dinero a una mujer con la que había estado viviendo, de la que tenía cinco hijos y que en un tiempo había sido su doncella. Era una chica agradable, decía siempre mistress Hargraves, de la que podía confiar que daba la vuelta a los colchones cada día… excepto los viernes, por supuesto. Y ahí tienen al viejo Hargraves, que puso una casa a esa mujer en la población vecina y continuó siendo sacristán y pasando la bandeja cada domingo. —Mi querida tía Jane —dijo Raymond con cierta impaciencia—. ¿Qué tiene que ver el desaparecido Hargraves con este caso? —Esta historia me lo recordó enseguida —dijo miss Marple—. Los hechos son tan parecidos, ¿no es cierto? Supongo que la pobre chica ha confesado ya y por eso sabe usted la solución, sir Henry. —¿Qué chica? —preguntó Raymond—. Mi querida tía, ¿de qué estás hablando? 185 —De esa pobre chica Gladys Linch, por supuesto… La que se puso tan nerviosa cuando habló con el doctor… Y bien podía estarlo la pobrecilla. Espero que ahorquen al malvado Jones por haber convertido en asesina a esa pobre muchacha. Supongo que a ella también la ahorcarán, pobrecilla. —Creo, miss Marple, que sufre usted un ligero error… —comenzó a decir míster Petherick. Pero miss Marple, moviendo la cabeza con obstinación, miró de hito en hito a sir Henry. —Estoy en lo cierto, ¿no? Lo veo muy claro. Los cientos de miles… la crema aromatizada… Quiero decir que no puede pasarse por alto. —¿Qué es eso de la crema y de los cientos de miles? —exclamó Raymond. Su tía volviose hacia él. —Las cocineras casi siempre ponen “cientos de miles” en la crema, querido —le dijo—. Son esos azucarillos rosa y blancos. Desde luego, cuando oí que habían tomado crema para cenar y que el marido se había referido en una carta a cientos de miles, relacioné ambas cosas. Ahí es donde estaba el arsénico, en los cientos de miles. Se lo entregó a la muchacha y le dijo que lo pusiera en la crema. 186 —¡Pero eso es imposible! —replicó Joyce vivamente—. Todos la tomaron. —¡Oh, no! —dijo miss Marple—. Recuerde que la señorita de compañía de mistress Jones estaba haciendo régimen para adelgazar, y en esos casos nunca se come crema; y supongo que Jones se limitaría a separar los “cientos de miles” de su parte, poniéndolos a un lado de su plato. Fue una idea inteligente, aunque malvada. Los ojos de todos estaban fijos en sir Henry. —Es curioso —dijo despacio—, pero da la casualidad de que miss Marple ha hallado la solución. Jones había seducido a Gladys Linch, como se dice vulgarmente, y ella estaba desesperada. Él deseaba librarse de su esposa y prometió a Gladys casarse con ella cuando su mujer muriese. Le entregó los “cientos de miles” envenenados, con instrucciones para su uso. Gladys Linch falleció hace una semana. Su hijo murió al nacer y Jones la había abandonado por otra mujer. Cuando agonizaba confesó la verdad. Hubo unos momentos de silencio, y luego dijo Raymond: —Bien, tía Jane; tú has ganado. No comprendo cómo has adivinado la verdad. Nunca hubiera pensado que la cocinera pudiera tener nada que ver con el caso. 187 —No, querido —replicó miss Marple—; pero tú no conoces la vida tanto como yo. Un hombre del tipo de Jones… rudo y jovial. Tan pronto como supe que había una chica bonita en la casa me convencí de que no la dejaría en paz. Todo eso son cosas muy penosas y no muy agradables… No puedes imaginarte el golpe que fue para mistress Hargraves y la sorpresa que causó en el pueblo. De Agatha Christie. Obras escogidas. Tomo IV. Colección El lince astuto, Aguilar, Madrid. Traducción de C. Peraire del Molino. 188 Un negocio con diamantes R. L. Stevens R. L. STEVENS. Seudónimo del neoyorquino Edward D. Hoch (1930). Aunque ha publicado varias novelas detectivescas, su mayor aporte a ese género está en el relato corto, que HochStevens maneja con indudable maestría. Algunos títulos: Night people and other stories, The great american novel, Five rings in Reno, Deduction. La idea se la dio a Pete Hopkins una chica que arrojaba una moneda de un penique en la fuente de la plaza. Estaba siempre a la pesca de ideas para conseguir dinero, y cada vez resultaba más difícil encontrar una. Pero cuando levantó la vista desde la fuente hacia la ventana abierta de la Bolsa de Cambio de Diamantes, pensó que por fin había encontrado una buena. Se encaminó hacia la cabina telefónica del otro lado de la plaza, y llamó a Johnny Stoop. Johnny era el petimetre más elegante que Pete conocía, un verdadero modelo que podía entrar en una tienda y hacer que los empleados chocaran unos contra otros para atenderlo. Más aún, no tenía antecedentes allí, en el este. Y era dudoso que los policías pudieran relacionarlo con la larga lista de delitos que había cometido diez años antes en California. 191 —¿Johnny? Habla Pete. Me alegro de haberte encontrado. —Siempre estoy en casa durante el día, Pete, viejo. En rigor, acabo de levantarme. —Tengo un trabajo para nosotros, Johnny, si te interesa. —¿De qué clase? —Nos encontraremos en el bar Birchbark, y hablaremos de eso. —¿Cuándo? —¿Dentro de una hora? Johnny Stoop gruñó. —Digamos dos. Tengo que darme una ducha y desayunar. —Está bien, dos. Hasta luego. El bar Birchbark era un lugar tranquilo por la tarde… perfecto para el tipo de reunión que Pete necesitaba. Ocupó un compartimiento cerca de la parte trasera y pidió una cerveza. Johnny llegó con solo diez minutos de retraso, y entró en el lugar como si lo inspeccionara para un robo, o para una chica que quisiera levantar. Al cabo eligió, casi a desgana, el compartimiento de Pete. —¿De qué se trata? El hombre del bar hablaba por teléfono, le gritaba a alguien acerca de una entrega, y el resto del lugar se hallaba desierto. Pete comenzó su explicación. 192 —La Bolsa de Cambio de Diamantes. Creo que podemos arrancarles un rápido puñado de piedras. Puede llegar a cincuenta mil. Johnny Stoop gruñó, con evidente interés. —¿Cómo lo hacemos? —Lo haces tú. Yo espero afuera. —¡Magnífico! ¡Y la policía me pesca a mí! —La policía no pesca a nadie. Entras con tranquilidad y pides ver una bandeja de diamantes. Ya sabes dónde está el lugar, en el cuarto piso. Ve al mediodía, cuando siempre hay algunos clientes. Yo provocaré un alboroto en el vestíbulo, tú tomas un puñado de piedras. —¿Y qué hago… me las trago, como solían hacerlo los chicos de los gitanos? —Nada tan grosero. De cualquier manera, los policías conocen esa treta. Las arrojas por la ventana. —¡Un cuerno! —Hablo en serio, Johnny. —Ni siquiera mantienen las ventanas abiertas. Tienen aire acondicionado, ¿no es así? —Hoy vi abierta la ventana. Ya conoces todo ese asunto de ahorro de energía… apagar los acondicionadores de aire y abrir las ventanas. Bueno, ellos cumplen con el 193 pedido. Tal vez piensan que a cuatro pisos de altura nadie se meterá por allí. Pero algo puede salir: los diamantes. —Parece una locura, Pete. —Escucha, arrojas los diamantes por la ventana desde el mostrador. Debe de estar a unos tres metros de distancia —hacía un rápido esbozo a lápiz de la oficina, mientras hablaba—. Ves, la ventana está detrás del mostrador, y tú enfrente de ella. Jamás sospecharán que los tiras por la ventana, porque ni te acercas a ella. Te registran, te interrogan, pero tienen que dejarte ir. Hay otras personas en el edificio, otros sospechosos. Y nadie te vio tomarlos. —De manera que los diamantes salen por la ventana. Pero tú no estás afuera para recibirlos. Estás en el vestíbulo, provocando un alboroto. ¿Y qué ocurre con las piedras? —Ésa es la parte inteligente. Debajo de la ventana, cuatro pisos más abajo, está la fuente de la plaza. Es bastante grande, de modo que los diamantes tienen que caer en ella. Caen en la fuente, y se encuentran allí tan seguros como en la bóveda de un banco, hasta que decidamos recuperarlos. Nadie los ve caer en el agua, porque la fuente funciona. Y nadie los ve en el agua, porque son transparentes. Son como vidrios. 194 —Sí —convino Johnny—. A menos que el sol… —El sol no llega al fondo del estanque. Puedes mirarlos directamente y no verlos… salvo que sepas que están allí. Y nosotros lo sabremos, y volveremos a buscarlos mañana por la noche, o a la noche siguiente. Johnny asentía. —Cuenta conmigo. ¿Cuándo lo hacemos? Pete sonrió y levantó su jarro de cerveza. —Mañana. Al día siguiente, Johnny Stoop entró en las oficinas del cuarto piso de la Bolsa de Cambio de Diamantes, exactamente a las 12 y 15. El guardia uniformado que se encontraba siempre junto a la puerta le dedicó apenas una mirada rápida. Pete lo contempló todo desde el rumoroso vestíbulo de afuera, y lo vio todo con claridad a través de las gruesas puertas de vidrio que iban desde el suelo hasta el cielo raso. En cuanto vio que el empleado sacaba una bandeja de diamantes para Johnny, miró a través de la oficina, hacia la ventana. Se hallaba abierta a medias, como el día anterior. Se encaminó hacia la puerta, tocó el grueso picaporte de vidrio, y se derrumbó hacia adentro, en apariencia desvanecido. El 195 guardia del otro lado de la puerta lo oyó caer y salió para prestarle ayuda. —¿Qué le ocurre, señor? ¿Está bien? —Yo… no puedo… respirar… Levantó la cabeza y pidió un vaso de agua. Uno de los empleados ya había dado la vuelta al mostrador, para ver qué ocurría. Pete se sentó y bebió el agua, en perfecta representación teatral. —Creo que me desvanecí. —Deje que le traiga una silla —dijo un empleado. —No, me parece que será mejor que me vaya a casa —se limpió el traje y les agradeció—. Volveré cuando me sienta mejor—. No se había atrevido a mirar a Johnny, y esperaba que los diamantes hubiesen pasado por la ventana, como se había planeado. Bajó en el ascensor y cruzó la plaza hasta la fuente. Siempre había una multitud en torno de ella, al mediodía: secretarias que llevaban su almuerzo en bolsas de papel de estraza, jóvenes que conversaban con ellas. Se mezcló con ellos, sin ser advertido, y se abrió paso hasta el borde del estanque. Pero era grande, y a través de las aguas onduladas no pudo estar seguro de ver nada, salvo 196 las monedas sembradas en el fondo. Bien, de cualquier manera no esperaba ver los diamantes, de modo que no se desilusionó. Esperó una hora, y luego decidió que la policía debía estar interrogando aún a Johnny. Lo mejor que podía hacer era ir a su departamento y esperar un llamado. Éste llegó dos horas más tarde. —Fue difícil —dijo Johnny—. Al cabo me dejaron ir. Pero es posible que todavía me sigan. —¿Lo hiciste? —¡Es claro que lo hice! ¿Por qué crees que me retuvieron? Se están enloqueciendo. Pero ahora no puedo hablar. Encontrémonos en el Birchbark, dentro de una hora. Me aseguraré de que no me siguen. Pete ocupó el mismo compartimiento de la trasera del Birchbark, y pidió su cerveza habitual. Cuando Johnny llegó, llegó sonriente. —Creo que lo logramos, Pete. ¡Maldito sea si no lo logramos! —¿Qué les dijiste? —Que no vi nada. Es claro, pedí una bandeja de piedras, pero cuando surgió el alboroto en el vestíbulo, fui a ver qué ocurría, junto con todos los demás. Había cuatro 197 clientes, y en realidad no pudieron decidirse por ninguno de nosotros. Pero nos registraron a todos, e incluso nos llevaron al centro, para registrarnos con rayos X, para estar seguros de que no habíamos tragado las piedras. —Me preguntaba por qué tardabas tanto. —Tuve suerte de que me dejasen salir tan pronto. Un par de los otros se comportaron en forma más sospechosa que yo, y eso fue una suerte. Uno de ellos tenía incluso antecedentes de arresto por robo de un coche —lo dijo con modales superiores—. Los estúpidos de los policías consideran que cualquiera que robe un coche puede robar diamantes. —Espero que no me hayan observado con demasiada atención. Soy yo quien provocó el tumulto, y tienen que llegar a la conclusión de que estoy metido en el asunto. —No te preocupes. Recogeremos los diamantes esta noche. Y saldremos de la ciudad por un tiempo. —¿Cuántas piedras había? —inquirió Pete, expectante. —Cinco. Y todas ellas una belleza. Los periódicos vespertinos lo confirmaron. Calcularon el valor de los cinco diamantes en 65.000 dólares. Y la policía no tenía pista alguna. 198 Volvieron a la plaza a eso de la medianoche, pero a Pete no le gustó mucho. —Puede que estén a la pesca —le dijo a Johnny—. Esperemos una noche, por si los policías siguen merodeando por aquí. Cuernos, las piedras están seguras en su lugar. A la noche siguiente, cuando la noticia ya había desaparecido de los periódicos, remplazada por el robo de un banco, volvieron otra vez a la plaza. Entonces esperaron hasta las tres de la mañana, hora en que incluso los parroquianos tardíos de los bares regresaban a sus casas. Johnny llevaba una linterna, y Pete usaba botas altas. Ya habían considerado la posibilidad de no hallar uno o dos de los diamantes, pero aun así se llevarían un buen botín. Por la noche, la fuente no funcionaba, y la serenidad del agua facilitó la búsqueda. Pete vadeó por entre las aguas someras, y casi en seguida encontró dos de las gemas. Le llevó otros diez minutos encontrar la tercera, y ya estaba a punto de irse. —Vayámonos con lo que tenemos, Johnny. La linterna se balanceó. —No, no. Sigue mirando. Encuentra por lo menos una más. 199 De pronto quedaron envueltos en el resplandor de una linterna, y una voz gritó: —¡Quédense ahí! ¡Somos agentes de la policía! —¡Maldición! —Johnny dejó caer la linterna y se dispuso a correr, pero dos de los policías ya habían descendido de su patrullero. Uno de ellos extrajo la pistola, y Johnny se detuvo en seco. Pete salió del estanque y levantó las manos. —Nos pescó, agente —dijo. —Ya lo creo que los pescamos —gruñó el policía de la pistola—. Las monedas de esa fuente se destinan todos los meses a obras de caridad. Y cualquiera que las robe tiene que ser un individuo muy mezquino. Espero que el juez les dé a los dos noventa días de prisión. ¡Y ahora pónganse contra el coche, mientras los registramos! De Cuentos y relatos policiales. Prólogo y selección de Enrique Congrains Martin. Editorial Forja, Bogotá, 1989. Sin crédito de traducción. 200 Erotismo de salón Del arco de la vieja Fernando Sabino FERNANDO SABINO (1923-2004). Nació en Belo Horizonte, Brasil. Autor entre otras de Encuentro marcado, novela fundamental en la literatura brasilera del siglo XX. Cultivó con mayor asiduidad la crónica y el relato breve, géneros que manejó con mano maestra, y un finísimo toque de humor e ironía. Algunos títulos: A mulher do vizinho, O gato sou eu, A vida real, O menino no espelho, etc. De madrugada, el teléfono lo sacó de la cama. —A mi hija le sucedió una desgracia. Era una voz de vieja, lloriqueante. Al principio le costó entender. Si mal no recordaba, la hija era una muchacha con la que había tenido una relación hacía tiempos. Vivía con su madre en Flamengo. A donde ella fuera, la vieja iba detrás. Terminó por hartarse, y la dejó. Ahora la madre acudía justo a él. —Cálmese, voy para allá. Malhumorado, se vistió, subió al auto y arrancó. Por lo que había entendido, la joven había intentado suicidarse. ¿Y yo qué juego en eso? pensó, molesto: no fuera que la madre quisiera echarle la culpa a él, que no tenía ya nada que ver con esa gente. 205 —Se encerró en el baño, diciendo que se iba a matar —le dijo la vieja, en cuanto llegó. Y se retorcía las manos, desesperada. —Está ahí adentro desde hace rato. ¿Y ahora qué hago, Virgen Santa? En mitad de la sala, una joven de jeans lo miraba, desconfiada. —Y tú, ¿quién eres? —preguntó él, interesado. —Es nuestra vecina —contestó la vieja, cortando su interés—. Le pedí que viniera a ayudarme. ¿Pero qué podíamos hacer las dos solas? Él se acercó al baño, golpeó la puerta. Silencio. Olor a gas no había. Pero podía haberse cortado las muñecas, o alguna tontería similar. Volvió a llamar. Nada. —Habría que derribarla. Sintiendo la aprobación de la vieja, arrimó el hombro a la puerta, que terminó por ceder. Ella estaba en camisón, sentada en la taza, las piernas estiradas, y parecía dormir. A su lado, en el suelo, un frasco de píldoras vacío. —¿No se lo dije? ¿No se lo dije? —cacareaba la madre, sin atreverse a mirar—. ¡Hija mía, pobre hijita mía! 206 —Llevémosla a Urgencias, que aún hay tiempo. Ayúdeme a sacarla. La que ayudó fue la joven. La vieja sólo gimoteaba, impidiendo el paso. La hija balbucía palabras inconexas, el cuerpo desmadejado. Salieron con ella cargada, con grandes dificultades lograron meterla en el auto; la vieja se hizo atrás, amparando la cabeza de la hija, y la joven a su lado, adelante. Apenas si hablaron durante el trayecto. En el hospital, el personal de turno les atendió de inmediato. Llevaron a la paciente a la sala de emergencias, ellos quedaron a la espera. Poco después regresó el médico: —No hay peligro: tomó un vomitivo y escupió un montón de comprimidos. Ahora está durmiendo. Pronto se pondrá bien. Ni siquiera tienen que esperar. Pueden venir a buscarla en la mañana. —Yo me haré cargo, quédense tranquilas. —Y llevó a las dos de regreso a Flamengo. —¿No quiere subir a tomar un café? —invitó la vieja. Contempló aquel rostro rechoncho, el pintalabios rojo en la boca marchita. —No, gracias. Voy a ver si descanso un poco, antes de ir a buscar a su hija. —Puede descansar aquí. 207 Era la vecina quien lo sugería. La miró, sorprendido. La vieja le informó que la muchacha iba a hacerle compañía hasta la mañana, era una niña muy buena. —Bien, en ese caso… Subió, tomó con ellas el café. Como pronto amanecería, le sugirieron que descansara allí mismo, en el sofá de la sala, hasta que llegara la hora de ir al hospital. Y se marcharon ambas por el pasillo, la vieja recogiéndose en su cuarto, la joven en el cuarto de la hija. Él se quitó la chaqueta y los zapatos, y se acomodó como pudo en el sofá. Encendió un cigarrillo, antes de disponerse a dormir. Fue entonces cuando oyó la voz de la joven, allá en el pasillo. —Cierra los ojos, que voy a pasar. —Puedes pasar —dijo él, los ojos bien abiertos. Y vio pasar aquella inesperada recompensa para sus ojos cansados de tantas molestias: tacones altos, toc-toc-toc, toda empinada, sólo de bragas. —No vengas acá, porque la puerta está quebrada, no puedo cerrar —avisó ella desde el baño. Poco después volvía a pedir: 208 —Cierra los ojos, que voy a pasar de nuevo. Esta vez, él no sólo no cerró los ojos, sino que esperó a que pasara, y un momento después fue tras ella. Tanteando en la penumbra del corredor, encontró entreabierta la puerta del cuarto. Entró silenciosamente, percibió en la oscuridad que ella estaba ya en la cama, esperándolo. Entonces se desnudó a toda prisa, sin decir una palabra se acomodó bajo las sábanas, a su lado. Ella lo acogió en sus brazos, y él sintió soplar muy bajo en su oído una voz ronca y nasal: —No hagas ruido, para no despertar a la niña. De O gato sou eu, Editora Record, Rio de Janeiro, 1983. Traducción de Elkin Obregón S. 209 El magníficat Matteo Bandello MATTEO BANDELLO (1485-1561). Nació en Catelnuovo, Italia. Estudió letras y ciencias en Milán y Nápoles. Sus ideas políticas le valieron destierros y persecuciones. Su obra más significativa es la colección de relatos Novelas cortas, escrita a lo largo de toda su vida. De sus Novelas tomaron temas escritores como Stendhal, Byron y Musset; Shakespeare extrajo de ellas el argumento de Romeo y Julieta, Mucho ruido y pocas nueces y La noche de Epifanía. En aquellos días en que el memorable señor Giovanni Bentivoglio junto a sus señores hijos ostentaba el imperio de la riquísima y gran Bolonia, florecían en aquella ciudad los estudios de la razón cesárea y pontificia, junto con los de medicina y todas las demás artes liberales. De continuo se congregaban allí hombres solemnes muy doctos en sus especialidades. De toda Italia y aun de Francia y España, concurría la juventud a Bolonia a instruirse en las distintas disciplinas, que le resultaran placenteras. Así como eran diversos los estudiantes, en su procedencia e ingenio, también lo eran sus profesores. La mayor parte de éstos no sólo se esmeraban en mejorar la doctrina y educación de sus discípulos, sino que también se esforzaban con el ejemplo de su vida y de 213 sus costumbres. Había también aquellos otros a quienes les bastaba con la enseñanza docta y en cuyos círculos demostraban sus argumentos con brillantez y agudeza; al terminar sus lecciones, se dedicaban a escuchar las dudas de sus discípulos y se mostraban diligentes por dilucidarlas con erudición, intentando satisfacer a todos. Entre ellos había un doctor, más cercano a los ochenta que a los sesenta, que gozaba de una gran reputación y experiencia, cuyos consejos eran muy estimados; pero, si alguien lo apartaba de su especialidad, lo convertía en pez fuera del agua. Era muy parecido a un gran doctor de esta ciudad que se enojó con el administrador de su casa de campo, e intentó por todos los medios quitarle el cuidado de su propiedad. Esto ocurrió porque, habiéndole dado el sirviente la noticia de que una cerda había parido nueve crías, le dijo luego que la yegua había tenido un hermoso potrillo. —Entonces —dijo el doctor al siervo—, ignorante, ¿me quieres robar? ¿No me has dicho que fueron nueve los cochinillos? ¿Y pretendes que una yegua tan robusta haya tenido un solo potrillo? ¡No, no… esto no está bien! Encuéntrame los otros potrillos, si no quieres ir a parar a manos de la justicia. 214 Comprobad, señores míos, la costumbre de salar el azúcar. En cuanto a nuestro profesor, que debió haber sido en su juventud un gran papamoscas, regresando en una ocasión después de las clases a su casa en compañía de algunos estudiantes, vio pasar por debajo de las arcadas a una joven de hermosas proporciones y preguntó a sus discípulos quién era. Le dijeron que era una dama caritativa que no permitía que nadie muriese desesperado. Siguió el doctor hasta su hogar y, tras despedir a los demás estudiantes, retuvo consigo a un sagaz calabrés que gozaba de toda su confianza y a quien con frecuencia invitaba a comer. Ante el joven reveló haber quedado prendado de aquella bellísima mujer, y que moriría si no conseguía satisfacer su placer con ella. —Señor, yo la conozco muy bien —le respondió el calabrés—, y en verdad que es muy hermosa y agradable. Por mí daría su corazón; si así lo deseáis, la conduciré a esta casa cada vez que sea de vuestro agrado y la haré entrar por la puerta trasera del jardín para que nadie la vea. Pero os prevengo que vende cara su mercancía y no vendrá sin obtener antes un par de ducados. 215 Al oír esto el doctor, que poca cuenta tenía de sus fuerzas, le respondió: —Por eso no te preocupes, pues te daré un doble ducado, de aquellos que exhiben la efigie de nuestro señor Giovanni. Sin pérdida de tiempo, corrió hacia la caja, cogió el dinero y, entregándoselo al calabrés, le dijo: —Sabes que mañana no daré clases; mira de traerla del modo que me has dicho. Partió de inmediato el estudiante y al encontrarse con la mujer le dijo: —Quiero que mañana, a una hora apropiada, vayas a una casa para solazar a mi maestro. Es viejo y precisará que le prodigues muchas caricias; luego te daré una paga que te dejará satisfecha. Era aquella una mujer ambiciosa, que por una moneda se entregaba a quien la solicitase. El escolar pensaba darle solamente tres monedas y apropiarse del resto del doblón. El viejo doctor, esperando la hora de encontrarse con la joven, no cabía en su propia piel y se desmayaba de anticipado gozo. Según lo convenido, el calabrés condujo a la joven hasta el profesor, quien la esperaba ya en la cama. Ella entró a la habitación y, después de desnudarse, se introdujo en el lecho; lo besó una y mil veces, a la par que le hacía toda 216 clase de caricias para conseguir excitarlo. Se esforzaba por despertar al perezoso, pero éste no conseguía levantar cabeza. El profesor se encolerizaba y la mujer trataba de consolarlo con ardientes caricias; pero, viendo que todo era en vano, le dijo: —Maestro, no os aflijáis por ahora. Ya volveré en otra ocasión en que estéis mejor dispuesto. Entretanto os daré un consejo: recordad el Magnificat que os resultará de gran ayuda. —¿Qué diablos quieres decir con eso del Magnificat? —le respondió el doctor— ¡Ya lo aprendí de joven! —Así lo creo —repuso la joven—, pero recordad que al atardecer, cuando se entona el Magnificat, todos se yerguen y descubren la cabeza. ¡Enseñadle a este dormilón a hacer lo mismo! Y así diciendo, se levantó de la cama y se marchó. Por esto, señores míos, resulta cierto aquel proverbio que dice: “Aquel que siendo burro cree ser ciervo, al saltar el foso se da cuenta”. De Cuentos eróticos. 1. Editorial Bruguera, 1978. Selección y traducción de Óscar Balmayor. 217 El gallo Efe Gómez EFE GÓMEZ (Fredonia, 1873 - Medellín, 1938). Ingeniero de profesión, sus andanzas por diversas tierras antioqueñas nutrieron sus temas literarios. Novelista (Mi gente), cuentista (Guayabo negro, Un Zaratustra maicero) y cronista. Trazó, con estilo vigoroso, perfiles espléndidos de mineros, arrieros y labriegos. Un auténtico clásico de la literatura colombiana. El gallo de San Luis Gonzaga, en la cresta un clavel sangrante, rútilos los ojos, saliente el pecho, se pasea gallardo. Cada vez que asienta las patas parece que sonaran, como campanadas, los espolones asesinos. Con movimientos cortos, explosivos, mueve el cuello: a lo largo de él la luz corre, chorrea. Cruza la gallina blanca de las ánimas benditas: una polla de primera postura. Cacareo sonoro, piropo saleroso, olé galante. La polla se detiene, emocionada, a picar un grano que se traga. El gallo gira en su redor, y el ala crujiente barre, raya el suelo. Corre la polla provocadora. La sigue a escape, la alcanza, la muerde del copete, la sujeta… La crispatura suprema. La polla sale sacudiéndose. El gallo se planta, y, altanero, bate las alas, se yergue y 221 canta. Sigue su paseo, y al ir por debajo de la cuerda en donde han puesto a secar la ropa al sol, se agacha: le parece que no cabe, que va a tropezar en la cuerda la erguida cabeza altanera. Gallo pa’ bien fullero —piensa el viejo Cosme Zúñiga—, cuidao no cabes, maldito. Si del suelo a esa cuerda hay como dos varas y media, y tú tendrás como dos cuartas de la cresta al suelo… Para eso sí, es que… ¡ah! Así era yo cuando muchacho. Recuerdo que una noche de luna llena en que salía de casa de Marcela, al brincar de la puerta al patio me agaché, porque creí que me iba a topetar con la luna, que estaba al frente, en medio del cielo… De Segunda Antología del cuento corto colombiano. Universidad Pedagógica Nacional, 2007. Compilación de Guillermo Bustamante y Harold Kremer. 222 Alice Rubem Fonseca RUBEM FONSECA (1925). Nació en el estado brasilero de Minas Gerais, pero casi todas sus historias suceden en Río de Janeiro. Novelista, cuentista y guionista cinematográfico. Sus relatos oscilan entre la violencia más cruda y el tono irónico y mordaz de muchos de ellos. Su primera novela, El caso Morel, fue incautada por la policía. Otros títulos, entresacados de una extensa obra: El cobrador, El gran arte, Pasado negro, Agosto, El enfermo Molière, Pequeñas criaturas. Nuestro hijo Gabriel, de catorce años, era gago. Mi mujer Celina y yo lo habíamos llevado a varios especialistas, pero su gaguera continuaba. Gabriel era estudioso y aprobaba el año en todas las materias, menos en portugués, que siempre debía rehabilitar. Conseguíamos un profesor que le diera clases particulares, y aún así pasaba con dificultad. Si el profesor cambiaba, lo que podía suceder cuando Gabriel pasaba de año, Celina y yo buscábamos al nuevo profesor para hablarle de las dificultades de nuestro hijo. Ese año, cuando concertamos la entrevista, supimos que quien iba a enseñar portugués a Gabriel era una profesora, llamada Alice, que había sido transferida de otra escuela, una mujer de aproximadamente cuarenta años, separada, sin hijos. 225 La profesora preguntó si Gabriel era amigo de la lectura y mi mujer respondió que la detestaba, y se irritaba cuando un profesor ordenaba leer un libro de la bibliografía. La profesora Alice dijo que eso era común, a los jóvenes, con algunas excepciones, no les gustaba leer. Unos meses después, la profesora Alice nos telefoneó para pedirnos que fuéramos a la escuela. Nos recibió gentilmente y dijo que se habían realizado las primeras pruebas y que Gabriel había tenido un rendimiento por debajo de lo aceptable. Agregó que le harían falta clases particulares. Mi mujer dio un suspiro, era ella quien se encargaba de los gastos de la familia y conocía mejor que yo nuestra situación económica. Siempre pensé que Gabriel debería estudiar en una escuela pública, pero Celine quería que asistiera al mejor colegio, cuya mensualidad costaba una fortuna. La profesora Alice era una mujer inteligente y debió haber advertido nuestro embarazo. O tal vez no había tenido la sensibilidad de leer nuestro semblante, sólo había notado por nuestras ropas que no pertenecíamos al mismo nivel económico y social de los otros padres que tenían hijos en aquel colegio. Hubo un instante en que advertí que la profesora Alice había mirado 226 los zapatos de Celina, y las mujeres entienden de zapatos, y son capaces de descubrir, por los zapatos de una mujer, el nivel económico y social al que pertenece. Después de consultar una agenda, la profesora Alice dijo que podría darle clases particulares a Gabriel sin cobrar por ello. Celina y yo alegamos, sin mucha convicción, que no queríamos imponerle ese trabajo, pero la profesora Alice fue categórica y anotó para todos los martes y jueves por la noche clases particulares en su casa. Aquello nos dejó aliviados, no sólo dejaríamos de pagar por las clases sino que éstas no se dictarían en nuestro pequeño e incómodo departamento. Un mes más tarde noté que Gabriel estaba acostado en su cuarto, leyendo. Le pregunté de qué libro se trataba y él me respondió que se lo había prestado la profesora Alice. Le pregunté si era buena profesora, y él respondió que era legal. Le conté a Celina el episodio. Ella no creyó que Gabriel estuviera leyendo un libro, dijo que odiaba los libros. Agregué que era un libro de Machado de Assis y ella hizo una mueca, diciendo que cuando a ella le ordenaban en el colegio leer a Machado de Assis no se sentía capaz y le pedía a una amiga que le contara 227 la trama del libro, y añadió que Machado de Assis era terriblemente aburrido. Más tarde, cuando estábamos en la cama, mi mujer dijo: “esa profesora Alice es una hechicera”. “Hechicera buena”, completó después de una pausa. Pero la profesora Alice era mucho más hechicera de lo que suponíamos. Además de haber sacado una buena nota en la segunda prueba y de acostumbrarse a leer diariamente, incluso dejando de ver el juego de fútbol en la televisión, Gabriel dejó de gaguear. Celina se acordó del médico que había dicho que para curar la gaguera de Gabriel necesitaría usar un tal método holístico. Nos explicó de qué se trataba, lo escribió en un papel, que yo guardé. La gaguera, según lo escrito por el médico, sólo podría curarse por medio del holismo, que busca la integración de los aspectos físicos, emocionales y mentales del ser humano. Según el médico, no somos apenas materia física, ni solamente conciencia, ni tan sólo emociones, somos una totalidad que debe analizarse integralmente. El tratamiento holístico costaría una fortuna. Creo que el médico no miró los zapatos de Celina. Lo cierto es que Gabriel ya no gagueaba, y al comentar el asunto en la oficina un colega 228 me dijo que aquello era muy común, los niños gaguean hasta cierta edad y de repente dejan de gaguear. Gabriel no sólo hablaba con desembarazo, también había dejado de tener el aspecto retraído de antes. Haberse curado de la gaguera le había hecho mucho bien. Y también a Celina, que se sintió perdonada. Tuvimos a Gabriel cuando ella tenía dieciséis años y yo dieciocho, todavía solteros. Y ella, que era muy católica, yo diría que incluso una beata, pensaba que la deficiencia de Gabriel había sido una especie de castigo divino, y se sentía culpable. Invitamos a la profesora Alice a cenar en nuestra casa. Era una persona agradable, inteligente y muy locuaz. El que permaneció muy callado durante la cena fue Gabriel, sin duda por miedo de gaguear delante de la profesora. Yo lo incité varias veces, pero él respondía con monosílabos. Celina le preguntó a la profesora si Gabriel aún necesitaba de aquellas clases extras, dijo que no queríamos abusar de su generosidad. Alice respondió que el muchacho marchaba muy bien, sobre todo en la parte de redacción, pues ahora leía bastante, pero aún presentaba algunas insuficiencias en gramática. Un día recibí una llamada telefónica de un comisario de menores de nombre Lacerda, 229 quien me dijo que quería hablar en reserva conmigo. Pedí un permiso en la oficina y señalé una hora de la tarde en que Celina estaría trabajando. Lacerda se identificó al llegar. Después me preguntó si conocía a la profesora Alice Peçanha. Contesté que sí. Lacerda me dijo que había ido al colegio y había sabido que mi hijo de catorce años, Gabriel, estaba recibiendo clases particulares con ella, en su casa, durante las noches. Asentí. Él entonces me dijo que la profesora Alice Peçanha había sido obligada a abandonar la escuela donde enseñaba antes, en otra ciudad, por haber sido acusada de abusar sexualmente de un alumno de trece años, a quien daba también clases particulares, pero la acusación no había sido debidamente comprobada. Las mujeres pedófilas, dijo Lacerda, son escasas, esa atracción sexual de un adulto por niños se da más en los hombres. Luego, con voz grave, dijo que le gustaría hablar con mi hijo, para preparar el informe que sería enviado al juzgado. En cuanto terminó de hablar le pregunté si el hecho de que una mujer tuviera relaciones con un chico de catorce años le haría mal a éste. El comisario respondió que el Estatuto del Niño y del Adolescente decía que era una acción cri230 minal someter a un adolescente, no importaba el sexo, a una explotación sexual. Niños y niñas recibían el mismo tratamiento ante la ley, si no se aceptaba que un hombre adulto tuviera relaciones sexuales con una niña, lo que llegaba a ser considerado presunta violación, tampoco se podía aceptar que una mujer adulta tuviera relaciones sexuales con un niño. Dijo que era un deber de ellos, los comisarios, de acuerdo a la ley, garantizar la inviolabilidad de la integridad física, psíquica y moral del niño y del adolescente, de ambos sexos. Lo lamentaba mucho, pero debía tener una conversación con mi hijo. Si éste confirmaba que la profesora Alice abusaba de él, sería procesada de acuerdo a la ley. Me mostré de acuerdo, le pedí esperar mientras iba al colegio, que quedaba cerca, traería a mi hijo para que hablara con él. Cuando volví con mi hijo el comisario dijo que quería hablar con él sin mi presencia. Salí de la sala y los dejé a solas. El comisario Lacerda debía ser un hombre meticuloso, pues estuvo conversando con mi hijo casi dos horas. Después abrió la puerta de la sala y me llamó. Dijo que mi hijo le había dicho que la profesora Alice jamás lo había tocado. Y que, según su experiencia en interrogar a menores, no le cabía duda de que decía la verdad. 231 Antes de despedirse, lamentó el tiempo que perdía haciendo investigaciones basadas en informes falsos. Permanecimos en silencio en la sala, mi hijo y yo, sin mirarnos las caras. Después de algún tiempo, Gabriel dijo que había seguido mis instrucciones, haciendo exactamente lo que yo le había ordenado, tan a la perfección que el comisario le había creído. Le respondí que había hecho bien. Gabriel dijo que le gustaba la profesora, que lo había curado de la gaguera, le había hecho tomar gusto a la lectura, y que lo que los dos hacían en la cama no era ningún pecado. Le respondí que el caso estaba cerrado, que su madre no necesitaba saber nada de aquello, y que tampoco yo quería saber nada más. Gabriel dijo que esa noche tenía clase con la profesora Alice, me preguntó si debía ir. Le respondí que sí, debía ir a todas las clases en casa de la profesora Alice. Gabriel me dio un abrazo. Y no hablamos más del asunto. De Ella y otras mujeres. Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2008. Traducción de Elkin Obregón S. 232 El catalejo David Sánchez Juliao DAVID SÁNCHEZ JULIAO (Lorica, 1945 Bogotá, 2011). Novelista, cuentista y guionista de televisión. Su novela Pero sigo siendo el rey logró amplio despliegue, como telenovela, en la pantalla chica. Hizo célebres dos largos relatos, en forma de monólogo, El Flechas y El Pachanga, divulgados inicialmente en grabaciones discográficas. Fue un gran divulgador de su tierra y sus gentes caribeñas. Una mujer amó a un marinero. Un buen día, el marinero tuvo que viajar… por años. La mujer entonces, compró un catalejo para sentarse a mirar el mar a la espera de su hombre. Pasó el tiempo. La mujer aprendió el sabor de la espera y supo del color de la añoranza; y ambas cosas le gustaron. Un día, el marinero volvió, y se amaron como locos por tres meses; rompieron la cama y deshilaron la hamaca. Pero un buen día (otro), el hombre se levantó y encontró a la mujer instalada en la terraza mirando al horizonte por el catalejo. “¿Qué buscas?”, preguntó el hombre, y la mujer respondió: “A ti”. De Segunda Antología del cuento corto colombiano. Universidad Pedagógica Nacional, 2007. Compilación de Guillermo Bustamante Z. y Harold Kremer. 235 Nuevos cuentos colombianos Esa señora tan buena Lucía Donadío Copello LUCÍA DONADIO COPELLO (1959). Antropóloga de la Universidad de los Andes. Diplomada en Literatura del siglo XX, de la Universidad Eafit. Editora de Hombre Nuevo Editores. Directora de grupos literarios en la Universidad Eafit y en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Ha publicado poemas y cuentos en revistas y libros, y un libro de poemas, Sol de estremadelio. Llevo 27 años trabajando en esta casa. Desde el primer día, cuando llegué de aplanchadora, vi en las manos blancas de la señora una pulsera con brillanticos. Es lo único que la señora cuida y quiere. Es lo único que ha conservado con devoción en estos 27 años que llevo aquí. Nunca la ha dejado tirada ni se le ha perdido como la argolla de matrimonio, el vestido lila de fiesta, las toallitas de mano bordadas, el mantel de rosas en punto de cruz, las palomitas de cristal de las fuentes de la sala, los mamelucos del niño, la pulsera de oro de la niña, los cubiertos, y tantas cosas que ella tiene y que se le olvida que tiene. Y uno tan necesitado y tan pobre y viendo que aquí sobra la plata y la comida. La primera vez que fue al mercado trajo tanta carne y tanto pollo que no cabía en la nevera. Era un mercado muy grande, yo 241 nunca había visto tanta comida junta, ni en toda la tienda de don Camilo. Viendo que no le cabía en la nevera y que yo miraba y miraba tanta cosa, la señora me regaló unas pechugas de pollo que le pedí con los ojos para hacerle un caldo a mi niño enfermo. Mi niño estaba en la cama enfermo del corazón. La señora fue a visitarlo al hospital y le llevó piyama nueva y pantuflas y una cobija azul. Todas las semanas me daba diez mil pesos de más para las necesidades del niño, y me regalaba ropa vieja casi nueva de sus hijos y me daba un mercadito básico: frijoles, arroz, chocolate, aceite, panela y huevos. Era muy buena la señora. Yo nunca tuve una patrona tan generosa. Ella tenía los ojos para adivinar lo que uno necesitaba y las manos para dar y dar. Pero tenía las manos torpes para lo de ella y todo se le caía o se le olvidaba. Ella por atender el teléfono y consolar a la hermana que siempre estaba enferma y sin plata, dejaba todo lo de ella tirado. Y nos ayudaba a nosotras y a los mendigos que tocaban a la puerta. Yo veía tantas cosas que sobraban en esa casa. Un día me llevé unos tenedores que nunca usaba. Cuando los usé en mi casa pensé que los tenedores solitos no servían 242 para nada, que lo bonito era el juego y empecé a llevarme todos los sábados, en el fondo de la bolsa del mercadito, los cuchillos y las cucharitas, de a uno o de a dos para que no se dieran cuenta… Luego me echaba la bendición para que el señor no me fuera a revisar el bolso, él sí es patrón, él sí manda, pero se mantiene ocupado en el trabajo o viajando. Un día vi la pulsera de oro de la niña a la orilla de la piscina y dije se le cayó al agua y me la eché en el bolsillo del delantal. Y la señora cada vez más buena conmigo, ella se encariñaba con uno y lo trataba como a uno de la casa. Me regalaba sus vestidos viejos y sábanas y toallas. Pero yo lo que soñaba era que me regalara la pulserita de brillanticos que llevaba en su mano derecha y los mamelucos del bebé. Me llevé tres o cuatro de los mamelucos que ya le iban quedando estrechos al niño. Seguro que la señora me los iba a regalar después, pero yo los necesitaba para llevárselos a un ahijado muy pobre que tenía. A veces en las tardes la señora se recostaba en su cama y, aunque no se dormía, parecía ida de este mundo. Yo iba y le preguntaba si necesitaba algo, si le traía una pastilla para el dolor de cabeza, le dolía mucho la cabeza, 243 y ella me daba las gracias hasta cinco veces. Entonces yo bajaba a la sala y veía esas palomitas de cristal, pequeñitas y hermosas, y si no había nadie en la casa me sentaba en la silla de la señora, y un día sin pensarlo siquiera cogí las palomitas para mirarlas y las vi tan bonitas que no pude devolverlas, me las llevé y cuando el señor preguntó por ellas, muchos días después, le dije que uno de los niños se las llevó al patio y las metió en el arenero y yo no pude quitárselas ni encontrarlas. Todavía las tengo en mi mesa de noche. Después el señor le preguntó a la señora por las palomitas y ella dijo que no sabía, que seguro se habían roto, que ese era un adorno muy viejo y quitó la base donde estaban las palomitas y me la regaló. Así completé el adorno. Era muy buena la señora. Todos la queríamos mucho. Y me regalaba muchas cosas, pero el mantelito blanco con rosas de punto de cruz que más me gustaba nunca me lo regaló. Cuando mi niño se recuperó y pudo hacer la Primera Comunión, yo necesitaba un mantelito para la torta y se lo iba a pedir prestado a la señora, pero me dio pena y mejor me lo llevé. Hasta pensé en devolverlo después de la fiesta, pero lo vi tan bonito y ella tenía tantos manteles. Como dos años 244 después de la Primera Comunión preguntó por el mantel y yo le dije que ella me lo había regalado, que estaba manchado, que si no se acordaba, que hiciera memoria y ella dijo que sí, que claro, que se le había olvidado. A la señora se le olvidaba lo que tenía y lo que regalaba. No le gustaba arreglar los clósets. A mí sí. Cuando arreglé por primera vez el de la ropa de cama que era grandísimo, me encontré en el fondo unas toallas bordadas preciosas, que ella nunca usaba. Un sábado me llevé una y otro sábado otra y así hasta que se desaparecieron todas y nadie las extrañó. Siempre que me llevaba alguna cosita, pensaba en la pulserita de brillanticos de la señora, pero sabía que esa sí era del corazón de la señora: se la había regalado la mamá. Los sábados cuando iba en el bus veía la mano de la señora entregándome el sueldo y veía chispear esos brillanticos. A veces me quedaba dormida en el bus y soñaba que me regalaba la pulserita. Cuando se me casó la hija, la señora me regaló un corte de tela de flores, pero yo quería era el vestido lila que ella estrenó cuando los quince de la niña. Ese sábado ella me dejó ir tempranito para organizar lo del matrimonio. Y yo entré al clóset de 245 ella a guardar unos vestidos que le había planchado la noche anterior y por mi Dios bendito vi que el vestido lila de fiesta estaba ahí de primerito, y lo cogí y lo doblé rapidito y lo metí en una bolsa. El señor estaba desayunando cuando bajé y me vio pasar con el paquete y me llamó y me preguntó que qué era eso y me hizo abrir el paquete y la señora contestó que ella me había regalado ese vestido porque ya no le servía, y él se puso bravo y empezó a discutir con ella. Y yo salí feliz con mi vestido regalado. Esa señora tan buena. Mi casa es tan bonita como la de la señora. Tengo tantas cosas que ella me ha regalado. Pero el señor no entiende que ella sea tan buena y ahora viven peleando. Y ella en cada pelea deja la argolla de matrimonio ahí en el borde del lavamanos. Él la regaña y le dice que se le va a perder. Y cuando el niño se me volvió a enfermar y la señora me consiguió el especialista y los remedios y piyamas nuevas y sábanas y cobijas, le agradecí mucho. Pero me daba pena pedirle el televisorcito a color que era lo único que el niño quería. Ese sábado, cuando arreglé el baño de ellos, vi la argolla de matrimonio al borde del lavamanos y le eché mano. “Seguramente se me cayó por el lavamanos que le faltaba la 246 rejilla”, dijo ella, cuando el señor le preguntó y la regañó. Y como seguían peleando tanto, yo creo que ella descansó de cuidar esa argolla, le hice un bien y además le compré el televisor a color de muchas pulgadas a mi niño enfermo. Cuando la señora se enfermó y trajeron a la enfermera me dio mucha rabia, porque yo quería cuidarla. Primero dejó de caminar, luego casi no hablaba y un día ya ni comía ni bebía nada y siempre con los ojos alelados. La hospitalizaron unos días y luego la trajeron a la casa y le montaron una cama de enferma y suero y llegaron todos los hijos. Un miércoles se nos murió a las doce del día. Se fue quedando fría y más quieta. Estábamos el señor y las hijas y la enfermera y yo pegadita a su mano derecha. Llorábamos y rezábamos y en un descuido le quité la pulserita de brillanticos y me la metí en el delantal. Cuando el médico llegó y le abrió los ojos, le vi los ojos reclamándome la pulserita. En un descuido la saqué del delantal y la tiré detrás de la cama y luego traje la escoba para barrer y arreglar el cuarto mientras llegaban los otros hijos y dije que me había encontrado la pulserita ahí tirada, era verdad. De Especial Odradek, el cuento, Revista N.º 12, octubre de 2008 247 Navidad en Eisleben1 Libaniel Marulanda 1 Cuento premiado en el Concurso de Cuento de Navidad Librería Palinuro, Medellín, 2004. LIBANIEL MARULANDA (1947). Nació en Calarcá, Quindío. Escritor, músico y compositor. Cuentos suyos (varios de ellos premiados en diversos concursos nacionales) han aparecido, entre otras publicaciones, en revistas culturales, en varios volúmenes colectivos, en su libro La luna ladra en Marcelia, etc. Ha sido también productor de discos y fundador y director de conjuntos musicales. Al Rufino Jota Cuervo y sus maestros. Sobre sus botas descansa el estuche de similar peso y volumen a la maleta de cuero que veinte minutos antes y con dificultad logró lanzar por encima de la alambrada. Al hacer descansar sobre sus botas el estuche, busca que la nieve al derretirse no invada su interior, donde descansa el Bussilachio, infatigable compañero de ires, venires, penas, alegrías y también miedos, como ahora, cuando siente, además, las tenazas del frío en medio del bosque de abetos, a pesar de la fogata. La visión de la nieve, con la que se reencuentra tras una ausencia de diez años, la presencia de los soldados, la certeza de lo que le espera, lejos de traerle recuerdos de sus días y navidades en Eisleben, o los siete largos años de servicio militar alternados entre guerra, muerte y música, por el contrario, 251 le refuerzan sus pensamientos sobre los dos últimos años vividos en Colombia, lejano país de soles cotidianos. Ha pretendido regresar a Eisleben para esta Navidad. Y lo ha decidido por un simple deber filial. Esta noche, luego de ser sorprendido por la guardia, cuando es muy tarde para rebobinar la película de su vida, se confiesa a sí mismo que en realidad no quería volver, que el peligro agazapado en el regreso tenía la dimensión necesaria para desplazar cualquier deseo de ver a sus padres o visitar los amigos, músicos como él, en un pueblo de 25 mil habitantes, cuna de Martín Lutero, más pequeño que el municipio de Marcelia, allá en Colombia. Tras reportarse con toda su retahíla castrense ante el sargento que los comanda, los soldados hablan ahora. Aunque percibe con claridad las voces, es tan insignificante lo que logra entender, que ese idioma de los captores es un elemento más para añadirle al miedo y certeza de lo que vendrá, una vez acabe la conversación entre ellos. Antes de que el sargento le hable, Fritz, de nuevo, enfila los que presiente sus últimos pensamientos hacia el inmediato pasado, lejos de la patria alemana repartida como una torta, luego de la derrota del año 45. Añora la casita tomada en alquiler, modesta, de dos plantas, en un 252 barrio bullicioso y popular de Marcelia, desde donde ha viajado, en esa región donde el café está metido en el aire, las calles, los caminos, el comercio y las tareas agrícolas que giran alrededor de la cosecha. Pasa a toda velocidad por su lado el recuerdo de su esposa, recién divorciada de él, porque se negó a vivir en ese pueblo que presume de ciudad. Ella, violinista y profesora de música, como Fritz, intentó trabajar en el reducido conservatorio de Marcelia, pero en la primera semana se convenció de lo inútil que resulta para una mujer nacida y criada en Alemania Federal, hija de una diplomática colombiana, tratar de vivir en medio de personas que no consiguen superar el provincianismo, de tal incultura que ignoran qué es un cuarteto para cuerdas, que nunca en su vida han asistido a una ópera. Uno de los soldados le quita el seguro a su fusil y señala la maleta con un gesto que Fritz traduce como la orden perentoria de abrirla y sacar su contenido. Lo primero que surge de la maleta, un paquete de café, impregna el ambiente; la tensión del soldado se cambia por una sonrisa en la que asoman el asombro y las ganas de degustar aquella bebida de la que apenas conoce su existencia. Luego de comentarlo en voz alta, le extiende el paquete al sargento, quien interroga con 253 la mirada al prisionero. Fritz asiente y en su alemán reforzado con señas consigue que le entiendan su deseo de preparar el café para todos. Los soldados, todos a una, más que pedirlo, le imparten al sargento la aprobación que, sin decirlo, éste necesita. Mientras otro de los soldados continúa escarbando la maleta, Fritz obtiene un puñado de azúcar de quien parece ser el encargado de las provisiones de la patrulla. Minutos después, el agua hierve en tres marmitas y Fritz disuelve nueve cucharadas del café que a continuación cuela, valiéndose de un pañuelo limpio que saca de la maleta. En sendos pocillos de aluminio sirve la bebida a los siete soldados, al sargento y para él. Terminado el café que elogian en ruso los soldados e inspeccionada objeto por objeto la maleta, de pie y junto a la hoguera, el prisionero pretende entablar diálogo con sus captores a partir de una generosa sonrisa. Sólo obtiene por respuesta un gesto hosco del sargento, acompañado de una interjección que Fritz no consigue traducir, pero que le corta las alas al optimismo que lo inundaba en el momento de compartir el café. A instancias del suboficial, de nuevo el soldado emprende su labor de registro, y con una gravedad copiada de su jefe inquiere a Fritz sobre el contenido del estuche que 254 descansa ahora sobre unos troncos de abedul dispuestos para el fuego. El pensamiento de Fritz abandona el teatro de los hechos, circundado por la nieve, los soldados soviéticos y el registro del estuche de su acordeón italiano, Bussilachio. Como a bordo de un carrusel, sus recuerdos giran y se alternan entre su patria, el final de los años 30, sus quehaceres militares, su rápido ascenso a sargento-saxofonista de la banda sinfónica de Leipzig, en el ejército del Tercer Reich, así como sus enrevesados amores con una violinista de ascendencia colombiana, quien, pasado el fervor inicial del matrimonio, aprovecha cualquier asomo de desavenencia conyugal para enrostrarle su pasado nazi, su falta de ambiciones sociales, la vergüenza de ese oscuro capítulo paterno que gravita sobre sus dos hijas, violinistas también, de la Orquesta Sinfónica de Colombia; su recurrente pobreza de inmigrante, el ridículo salario de profesor de música en un colegio de provincia, su humilde condición de habitante de un barrio popular, e incluso la posesión de un destartalado Ford 38 que sus alumnos de último año de secundaria le esconden, en un cotidiano ritual de bromas e irrespeto. El soldado ha extraído el enorme acordeón, de lustroso color negro, 120 bajos y quince registros. Fritz advierte la admiración 255 del sargento por su calidad y belleza. La persistente contemplación de éste por el costoso Bussilachio constituye un mensaje claro y rotundo: sus bártulos y el infatigable instrumento, luego de la ejecución, pertenecerán al militar que intercambia unas inaudibles palabras con el subalterno. El pensamiento de Fritz de nuevo se aleja, como huyendo de su propio miedo ante la inminencia de lo que intuye que vendrá tras la detención y la lenta requisa. No le han exigido documentos de identidad. Como militar que ha sido, y aunque nunca empuñó cosa distinta a un saxofón, un violín, o disparó algo que no fueran notas en el piano o en el acordeón, dada su lamentable condición de prisionero de la patrulla del ejército soviético, sabe que traspasar las alambradas que dividen las dos Alemanias tiene el supremo costo del fusilamiento. Esta noche, víspera de Navidad, de la Weihnacht en Eisleben, sus padres ignoran los sorpresivos propósitos de su hijo, de quien pocas noticias tienen. La última carta de Fritz, que tardó tres meses en llegar, les dio cuenta de su inminente divorcio. A través de ella se enteraron de la nueva condición de maestro de música del hijo que con tanta precipitud como buena suerte consiguió huir 256 de Alemania, luego de desertar a tiempo de un ejército próximo a sentir la amargura de la derrota a manos de los Aliados. Fritz sabe que a estas horas, allá en la casa paterna estará crepitando la leña que su padre minero ya jubilado y ahora carpintero ocasional, habrá recolectado del bosquecito contiguo a las antiguas caballerizas de Eisleben. Como en el remoto pasado de sus primeras weihnachten, en los meses previos al día que se conmemorará mañana, cuando él, trasgresor de una de las leyes de la guerra, haya sido abatido por el pelotón de soldados soviéticos que ahora lo observan en silencio, Otto Seifert, su padre, habrá fabricado para Gretel, su madre, un nuevo mueble que impregnará de olor a resina la sala. Ella, por su parte, tendrá empacado bajo el abeto de Navidad el suéter, los guantes, la bufanda o la prenda que habrá salido de los ratos libres que le conceden los quehaceres de la casa. Frenética, con sus manos de ágiles dedos, la resignada madre habrá bordado o tejido, justo antes de la noche de mañana, como queriendo envolver en lana o coser a la tela los recuerdos de otras navidades, atrapada por la trampa de la nostalgia de distantes tiempos de paz provinciana, y de los hijos que los años, la vida y la guerra le arrebataron. 257 Para mañana, la nochebuena en Colombia, de donde Fritz piensa que jamás debió salir, estará sobrecargada con los ruidos de la pólvora, gritos de adultos y niños; los invariables villancicos se escucharán de esquina a esquina en el barrio El Bosque, de Marcelia. Cada cual obsequiará a su vecino un plato de natilla, un dulce hecho de harina de maíz combinado con buñuelos, frituras que guardan cierto parecido con las berlinesas. La música, tan popular como el entorno mismo, brotará de cada radio del lugar. No habrá árboles de Navidad en ese sector pobre de la ciudad, donde la herencia católica de la colonización antioqueña y las tradiciones españolas decembrinas perviven y congregan la gente alrededor del pesebre de Belén. Los minutos corren raudos a cumplir la cita con la Navidad de este año de 1961 que se llevará al músico de Eisleben y de Marcelia, quien ahora centra la mirada y sus reflexiones en el acordeón que sostiene por las correas el sargento soviético. El estuche del acordeón exhibe una colección de etiquetas de hoteles, líneas aéreas, eventos del mundo. En este detalle ha mostrado un particular interés el sargento, igual que en la estructura del Bussilachio. Por eso, Fritz deduce entonces que el suboficial es 258 también músico o aficionado al acordeón, el instrumento de mayor difusión en la Unión Soviética post-estalinista. El sargento se dirige a Fritz y, sin soltar el acordeón, asombra al prisionero cuando le pregunta con claridad, en alemán, acerca de lo que sería su último deseo, antes de ser ejecutado por la patrulla. A tiempo que se despoja de los guantes, el músico palmotea y se inclina sobre la fogata, extiende las manos para calentarse y responde con una voz que la dignidad trata de sobreponer a las lágrimas: bevor Ich sterbe, möchte Ich meine Zieharmonika spielen2. De espaldas al fuego, con la gravedad que imponen las circunstancias en el bosque a cinco kilómetros de Eisleben, Fritz le entrega a la noche, próxima también a la agonía, el caudal de música que emerge del acordeón italiano. Ha elegido para su despedida una polka que, justo, fue el tema de bienvenida a su trasegar como acordeonista, cuando debutó en un festival de Eisleben, unos años antes de enrolarse en el ejército alemán. Ya toca puerto la vieja polka Budweiser, enriquecida por Fritz a través de años y años de ejecución. Los soldados anteponen la disciplina militar al deseo de expresar su 2 Antes de morir, quiero tocar mi acordeón. 259 complacencia con aplausos frente a quien se disponen a fusilar. El ademán de Fritz para descolgarse el acordeón es cortado por la voz del sargento que ordena al condenado tocar otra canción, pero rusa. Los primeros compases de Ochy chornya, desencadenan los aplausos de los soldados. Los soldados intervienen al final del vals ruso que ha tocado Fritz. El sargento termina por autorizar las apetencias musicales de la patrulla. La madrugada llega con canciones rusas. Kalinca, Svietit miesiatz, Lesginka, son apenas el segundo tomo de la vida que Fritz y su acordeón le han arrancado a la guerra fría, en la Weihnacht. Con el beneplácito cómplice de la patrulla, el sargento ha decidido liberar al músico, luego de confesarle su afecto por los acordeones que alegraron su infancia en Kiev, muchos años después de que su abuelo, acordeonista también, fuera ajusticiado por tropas alemanas tras la batalla de Tannenberg, junto al río Neva, en la Gran Guerra de 1914. De Al son que me canten cuento, edición del autor, Dirección de Cultura del Quindío, 2007. 260 Antígona Óscar Darío Ruiz ÓSCAR DARÍO RUIZ HENAO (1967). Nació en Medellín. Estudió idiomas en la Universidad de Antioquia y tiene una especialización en Pedagogía Social de la FUNLAM. Publicó el libro de poemas Poemas, oraciones e instrucciones. Primer premio en el tercer concurso de cuento de Unibán en 1995, y también primer premio en el concurso de ensayo La Promoción de la Lectura Edilux-Comfenalco, con una propuesta sobre Mamá Candó. Es profesor universitario en la FUNLAM, sede Medellín. A Ulises, trabajador bananero, que me contó esta historia en clase de ética. “Pájaro dos, pájaro dos. Una mujer como una virgencita baja por el río en dirección al objetivo”. “Le copio”, respondió uno de los francotiradores, un poco perturbado por lo de “virgencita”. Tenía la orden, con otro que lo acompañaba, de dar de baja a cualquiera que se acercara al objetivo. “Que una virgencita viene a rescatar este muerto”, dijo un tanto despectivo, dirigiéndose a su compañero. Vestida de blanco, el cabello trenzado, una canasta en las manos llena de flores de murrapo, y en los ojos la convicción y la certeza, ella se erguía decidida a cumplir con su misión: llevarse el cuerpo de su hermano, que había sido condenado por la guerrilla a ser devorado por las aves de rapiña, y darle cristiana sepultura. Debía trasladarlo de una balsa en la que yacía desde la noche anterior, semidesnudo, sobre 263 el río Atrato, a su casa. Ya había alistado el ataúd y separado un espacio en el cementerio. El muerto había vivido plenamente el infierno de la guerra. Pasó del bando de la guerrilla a escolta de narcos. La muerte de su hermano mayor a manos del frente 17 de las Farc, lo acercó a los paramilitares, donde militó hasta la venganza. Luego trabajó con el ejército y, agotado y decidido a dejarlo todo, a reinventar una nueva vida, regresó por su hermana, dos sobrinos y un entenado. “No vengas que te matan, sos mi único hermano”, le había advertido ella en su última carta. De un tiro de gracia, el comandante Cruz, que estaba a cargo de dicha misión, lo mató “por traidor”, y decretó que sería expuesto a las alimañas sobre el río y que quien se atreviera a oponerse a ello, sufriría la misma suerte. La noticia corrió por todas las poblaciones cercanas al río. Los pobladores conocían la arbitrariedad y la crueldad del comandante Cruz. Los rumores de que la muchacha bajaba por el río llevaron a que la gente se asomara y, a pesar del miedo, algunos niños le enviaban saludos con la mano. Erguida, sintiendo el viento en su rostro y un sobrino de ocho años que la acompañaba remando, recibió la 264 luz de la mañana y vio en el cielo las aves de rapiña que se amontonaban. Los dos francotiradores avistaron la embarcación a lo lejos; desde su escondite, entre matorrales y arbustos, y se alistaron con sus fusiles a cumplir la orden dada. Llegó ella hasta la balsa. Sobre la balsa, el muerto tenía el rostro vuelto hacia el cielo, la cara sucia de sangre negra. Las aves carroñeras daban vueltas en lo alto, cada vez más abajo. Ella descendió de la barca. El agua le llegaba a los muslos. Aseguró la embarcación con un lazo atado a una palma de coco de la orilla, sacó un trapo de la canasta y comenzó a limpiar el cuerpo de su hermano. Los dos francotiradores apuntaban calladamente y deseaban tener una hermana, alguien que se preocupara por sus cuerpos, ellos, que habían visto cientos de maltratados por la guerra. Miraron cómo el niño jugaba con el agua, esperando una orden de la mujer, mientras ella vestía a su hermano muerto con una sábana. Sonó la radio: “Pájaro dos, pájaro dos: ¿Qué pasa con el objetivo?”, era la voz del comandante Cruz, instalado a tres minutos del lugar donde esperaba escuchar al menos un disparo. No hubo respuesta. Los dos francotiradores se miraron y bajaron el fusil. 265 Pasados algunos minutos, la muchacha y el niño ya habían logrado mover el cuerpo, limpiarlo y envolverlo en la sábana en el instante en que el comandante Cruz llegó impaciente al escondite de sus subalternos. Miró la escena desde los matorrales y con la cara de un diablo en furia gritó: “Estos perros como que se ablandaron. Ahora arreglamos”, y montó el fusil dispuesto a cumplir con su propia orden. Apuntó a la joven de blanco, la puso en la mira y sonó un disparo. Cayó el cuerpo del comandante cruz con el cuello roto por una bala. “Pájaro dos, pájaro dos, qué pasó con el objetivo, responda, pájaro dos, pájaro dos…”, sonaba insistentemente la radio. Los dos guerrilleros desertaron esa mañana. Dos kilómetros río abajo las aves de rapiña tuvieron su festín. De Escritos desde la sala. Boletín cultural y bibliográfico de la Sala Antioquia (18). Biblioteca Pública Piloto, Medellín, diciembre de 2008. 266 Gajes del oficio Javier Gil Gallego JAVIER GIL GALLEGO (1958). Nació en Andes, Antioquia. Obtuvo el título de historiador en la Universidad de Antioquia en 1989. Ha publicado cuentos en diversas publicaciones especializadas, en revistas y suplementos. En el año 2008 publicó su primer libro de relatos. Usted patrón me dijo que él estaba de percha verde. Yo llegué allá con mi parce, el de los cruces. Pedimos par heladas, pa’ no dar mucho visaje, y pilas con la llegada del bacán ese, el de verde. El fierro lo tenía yo aquí en la mecha, como siempre; ni pa’ ir al baño me lo bajo, uno tiene que estar mosca: ahí lleva uno en la mira a todo el que aterriza, y que ningún torcido le dé a uno por detrás, porque a mí la gonorrea que me vaya a tumbar, que me tumbe de frente, como lo hago yo, de frente pa’ todo patrón, y uno en los rincones se puede descargar si llega la tomba; esos manes siempre llegan cuando nadie los llama. Y el bacán ese nada que aparecía. Yo le pedía a la virgencita que me ayudara; es que una vez me pasó con un pirobo de Campo Valdés que íbamos a levantar por faltón: se le tumbó un billete a un duro en un cruce, de 269 cajón iba esa gonorrea, perdió el año; y sabe qué, al loco ese nunca supimos si fue que le sapiaron, o tenía un ángel de la guarda muy piloso; el caso fue que se nos vinagró la vuelta y se perdieron trescientas lucas. Yo siempre hago los cruces con el Alex. Es calidoso, no se me ha torcido nunca, y es severo piloto pa’ manejar la DT. Al parce no le gusta sino la DT envenenada, pero sin gallos —hay otros manes de la oficina que les gusta la 115, o la dos cincuenta—, es que la DT es una chimba de perro, se maneja con el cuerpo; y si anda al zoco con buen parrillero, no lo ven ni en las curvas. Una vez nos salieron unos casposos dedicalientes de la Floresta, en qué perros tan tenaces, había una ninya y todo, qué va, no comimos de nada, oigan a mi mamá, todavía nos deben estar buscando. Él maneja y yo me encargo de acostar a la garulla que sea. Somos severo equipo, sisas. Él vive ahí a media cuadra del rancho. Ese man y yo siempre hemos sido llaverías a lo bien, pa’ las que sea. Esa cheno la base mía era: este cruce se me va a vinagrar. Pero yo al Alex no le dije nada pa’ que no perdiera moral, porque uno a veces es como negativo, ¿me entiende? Yo le decía: fresco Alex, que el bacán aparece. Ese bacán cae todos los miércoles por aquí, no falla. Eso me había dicho usted patrón, y me dijo que lo había visto todo el día con la 270 misaca verde. Salimos, le dimos unos plones a un yoin; entramos, pedimos otras nieves. Me estaba paniquiando, sentía que estaba dando más visaje que un putas. Y el bacán nada que aterrizaba, y en ese chuzo ponían unas melodías más banderas, el viejo Alex, todo colino, decía que esa era música de fogata; qué risueña, y como a nosotros eso no nos gusta, pedimos rap, y que nada, que allá no ponían d’eso, y los manes se mosquiaron porque vieron que no éramos de ese parche, y empezaron todos asaos a llevarnos en la mala. El Alex se estaba tocando, yo le dije fresco parce que estamos es camellando, pero sabe qué: si sobra un frutazo se lo ponemos a ese picaíto de allá, el que nos está bataniando, fresco parce que en la vida hay desquite. Como a las nueve de la cheno, llegaron unas hembritas: ¡severos bongaos! El Alex güete con esos tarraos; yo le dije: fresco parce, que vinimos fue a un cruce. Si no ese loco es capaz de echarle los perros a esas peladas, porque ese man es entrompador, él cotiza con las viejas, yo soy más resguardado, pero sabe qué, a la final esas fufurufas no son pa’ uno. Yo seguí campaneando. Como a las once todos pailas con esas melodías, con el visaje de esos picaos —qué desparche tan tenaz—, mejor dicho ya estábamos todos amuraos, cuando aparece el bacán de verde. Llegó 271 todobien, risitas con las nenas. Se parchó a todo el frente de nosotros: de verde, de bocito, como usted nos dijo. Yo le hice señas al Alex, el parce y yo nos entendemos pa’ todo. Pagamos pa’ no armar tropel, porque con cualquier maricada se puede vinagrar la vuelta. El viejo Alex se fue por el perro. Él me campanea desde la puerta, que no venga la tomba —una vez nos tocó salir echando chumbimba, porque llegaron unos feos; esos manes porque son muy miedosos, si no, nos hubieran cascado—. Alex prendió el perro y lo parquió al lado de la entrada, pa’ no dar visaje. Yo me fui de frente como me gustan los cruces —es que la otra vez le di a un man de lado, en la oreja, y esa gonorrea se salvó y no pagaron el cruce, porque el loco se pisó para la USA. No dio tiempo de acabar el camello a lo bien—. Como le iba diciendo, yo les pego en toda la bezaca, de frente, no como de nada. Le pido a la cucha que me acompañe, volteo el escapulario y de una, me tengo una confianza tenaz. Casi siempre tienen con un frutazo, apenas caen los remato con otro, no se me ha vuelto a salvar ni uno. Ya iba pa’ donde el bacán, cuando de la puerta el viejo Alex me dio el cántemelas, y yo que estaba empezando a sacar el fierro oigo eso y sigo de chori —ese es el visaje cuando cae la tomba o hay tropel—. Miré pa’ la puerta y 272 estaba entrando otro man igualito de verde y bocito —a estos catanos que les gusta tanto el bocito minetero—: yo me pegué a la pared, para cuidarme la espalda. Y llegó otra gonorrea de verde, se sentó con los otros dos, ya me estaba encandilando. Fui donde el viejo Alex; tampoco sabía qué hacer. Yo le dije al parce que cómo íbamos a perder toda la noche y las buenas lucas; además usted patrón nos dijo que ese bacán no podía amanecer. Era en esa cheno que se iba de muñeco. Yo no me iba a patrasiar. Entrompé pa’ donde estaban los manes, tomando guaro y hablando maricadas, y así por orden de llegada, de a frutazo a cada uno y rematada en el piso. A mí no me gusta gastarme todo el tambor, porque se pueden presentar tropeles y uno con qué se defiende, pero tocó. Claro que todo el mundo se tiró al suelo, pero hay más de un asao por ahí con un trueno, o de pronto un feo. Salimos, cogí de quieto al de la chaza y le dije: no me has visto gonorrea. Bajamos al zoco. Uno a la cuadra ya sabe que coronó. Beso el escapulario, y quedo en deuda con la Virgencita. Yo siempre, al otro día del cruce, estoy pilas cuando la cucha pone en el loro Cómo amaneció Medellín. Ahí dicen los muñecos de la cheno, pa’ saber a quiénes levantaron, porque hay parceros muy atravesados y fijo cada semana levantan 273 uno, y de paso, con despiste, se pilla qué pasó con la vuelta que uno hizo. Y yo qué iba a saber patrón que esa noche jugaba el Nacho, y el loco del loro decía: “Violencia entre las hinchadas produce las primeras víctimas”. A mí sí me dio qué risueña, porque esos manes sí son lisos para inventar videos, usted sabe patrón que yo soy hincha del poderoso, pero eso nada tiene que ver. No se caliente patrón, sabe qué, tómelo por el lado bueno: tres gonorreas menos, hinchas del verde. De Trece cuentos no peregrinos. Edición del autor, Medellín, 2008. 274 Deporte y letras Viejo con árbol Roberto Fontanarrosa ROBERTO FONTANARROSA (1944-2007). Nació en Rosario, Argentina. Humorista gráfico, autor además de los cómics Boogie el aceitoso e Inodoro Pereira. Publicó un buen número de libros de cuentos (El mundo ha vivido equivocado, No sé si he sido claro, La mesa de los galanes, etc.), y varias novelas (Best Seller, El área 18, etc.). Figura de primerísimo orden en la historia del humor latinoamericano del siglo XX. A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo. Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora 279 en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos. Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con los mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos. —Ojo con la vía —alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban. —No pasan trenes, casi tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido. —¿No vino la hinchada? —ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo—. ¿No vino la barra brava? Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos. —La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá —bromeó alguno. —Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos 280 de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors. Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo. El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción. —¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja. 281 —No —sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado—. Música —dijo después, mirándolo de nuevo. —¿Algún tanguito? —probó el Soda. —Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora. El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo. —Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo. El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa. —Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado. El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó. —Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta 282 cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno… Eso, eso es la escultura… El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo. —Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la pintura. Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció. —Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso es la danza… 283 El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León. —Y escuche usted, escuche usted… —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio, y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—… la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la música… El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable. —Y vea usted a ese delantero… —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—… ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando 284 el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es el teatro. El Soda se tomó la cabeza. —¿Qué cobró? —balbuceó indignado. —¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió? El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo. —…¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo. —Y eso… —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—… Eso es el fútbol. Tomado de la Internet, sin referencia editorial. 285 El Esperanza Fútbol Club Orígenes Lessa Orígenes Lessa (1903-1986). Nació en Lençóis Paulista, Brasil. Novelista, cronista, cuentista (uno de los más grandes de la literatura brasilera, en opinión de Jorge Amado), ensayista, viajero impenitente. Entre sus novelas pueden citarse El edificio fantasma, El evangelio de Lázaro, La noche sin hombre. Algunos de sus libros de cuentos: El escritor prohibido, Balbino, Hombre de mar, Un rostro perdido. Era el orgullo de Buritizal. Resumía su vida y sus aspiraciones. Afirmaba su lugar entre las villas y pueblos de la zona. Desde el mocoso de primeras letras hasta los más viejos y respetables personajes, todos en suma, sentían el pecho rebosante de orgullo al pensar en el Esperanza Fútbol Club. Nació de un puñado de soñadores, Tartico, Chiquiño, Tuzzi, Dantiño, una tarde de mayo. Hasta entonces, Buritizal había sido un lugar oscuro, muerto, sin proyección. Nadie lo conocía. Ni las gentes mismas del pueblo parecían advertir su existencia, entregadas a vegetar bajo el sol ardiente del verano o el duro frío de junio, rodeadas de maizales, matas de café y reses escuálidas, en medio de un sosiego gris y amodorrado. Tartico, sin embargo, el mejor “center forward” de Buritizal, era un mozo inquieto 289 y lleno de ambiciones. Se enorgullecía de poseer el “shoot” más potente de la comarca, y de ser el mejor distribuidor de juego hasta entonces conocido. Qué fuerza. Qué dirección. Qué gambeta. Y cuando iba a entrenar por las tardes al baldío, con sus zapatones de temible puntera, caminaba con aires de triunfador, contemplando las miradas de las muchachas, que lo seguían con una ternura ávida y fascinada. Casi todos los domingos había juego. Contra el Lirio F. C., también del pueblo, el equipo de Negrao, o contra cuadros de las haciendas vecinas. Tartico aún no disponía de club. Sólo disponía de jugadores. Se juntaban, enviaban desafíos, vencían. Cada disparo de Tartico era un gol. Para no hablar de Chiquiño, de Tuzzi… Toda la pandilla jugaba, y cómo. Fue entonces cuando Tartico resolvió conformar el club. Discusiones, aplausos, oposición. Y dos domingos después el Esperanza goleaba al Lirio 6 a 1. Un triunfo. Siguieron el Santa Cruz, el Perereca, tres o cuatro más. Verdaderas masacres. El Esperanza empezó a ganar reputación. Tartico era un asombro en el campo. Sus compañeros lo adoraban. Con su entusiasmo indeclinable y su fe ciega en la victoria, convertía al equipo entero en una tropa de 290 héroes. Los desafíos se multiplicaron. Pueblos importantes, con juez de paz y canchas bien tenidas, sufrieron estruendosas derrotas… Buritizal comenzaba a ser conocido. Ya tenía enemigos. Y el Esperanza se convertía en el campeón de la comarca… Naturalmente, los adversarios protestaban. Las victorias no valían, el árbitro estaba comprado. Club que iba a Buritizal denunciaba luego atrocidades, masacres, persecuciones. Pero, en su fuero interno, todos se inclinaban. Clase era clase… Tartico era emprendedor. Se las había ingeniado para hacer construir una cancha decente, con graderías, gracias a ciertos auxilios municipales y contribuciones de los hacendados. La fundación del Esperanza propició el surgimiento de un modesto semanario, con aires de gran periódico, y dedicado casi exclusivamente a temas futbolísticos. Sus páginas exhibían entusiastas titulares: “Otra apabullante goleada del Esperanza F. C.” “Un nuevo y glorioso marco en la historia de la falange albinegra”… Todo el pueblo vibraba con el club. —Ya veremos el domingo… —¿El Amparense? ¡Ja!… Se lleva cinco, y le sale barato… 291 —Dicen que son campeones… —¡Campeones un cuerno! ¡Lo serán en su tierra, aquí que se tengan! —Pues sí. Con Tartico nadie puede… —Es capaz de entrar al arco con bola y todo… —¡Qué equipo! ¿Te acuerdas del Santa Cruz? ¡El solo Chiquiño marcó tres! —¡Todos marcan, compadre! ¿Y qué tal la defensa? ¡A Dantiño, en seis meses, le han hecho tres goles! —Y uno de ellos en fuera de lugar, y otro de penalti. —De una cosa estoy seguro: ¡Para vencer al Esperanza, tal vez el São Paulo! Buritizal se llenaba de sueños de gloria. Ya no le bastaba el honor de ser campeón indiscutido de la zona. Según el sentir general, eran invencibles. Y había una reacción casi de indiferencia cuando un equipo cualquiera, sin fama ni pergaminos, osaba pisar sus dominios. —Ni vale la pena ir. Para esa gente nos basta con Tartico, un defensa y dos laterales… Tartico, qué duda cabe, era el orgullo del pueblo. Ídolo de los niños, alegría de los viejos, había entrado además, “con bola y todo”, en cuanto corazón femenino latía en Buritizal. 292 Más de una mulata, cuando lo avistaba en el campo, sentía que su corazoncito era una bola de trapo que Tartico, acostumbrado a la Nº 5, no se dignaba chutar. —¡Ea, Tartico! —¡Bravo, Tartico! —¡Entra, Tartico! Tal el vocerío unánime. Innecesario, porque el héroe, de un modo u otro, ya había clavado el balón en el arco enemigo, con la misma facilidad que desplegaba para entrar en los pechos palpitantes de aquel mujerío entusiasta… Sólo había en el pueblo un grupo disonante: el de Negrao. Era éste el gran rival de Tartico. No le perdonaba que hubiera hundido en la deshonra al Lirio, el club tradicional. Ya casi nadie asistía a sus partidos. Una que otra mulata, si acaso. Don Maneco, el alcalde, no se daba por enterado. Y ni siquiera la chiquillería asomaba ya por las tribunas. Negrao rumiaba su furia en silencio. Hacía entrenar sin pausa al equipo, lanzando airadas imprecaciones. Amenazaba al guardameta: —¡Tú nunca has sido arquero, gran inútil! 293 Y aun de noche, en su rústica casucha, jugaba en sueños partidos siempre victoriosos. El balón, obsesionante, estaba siempre ante su vista. Se envolvía en la manta, cerraba los ojos, y al segundo recibía de algún compañero un pase imaginario, o se le plantaba al frente Tartico, incapaz de frenar su carrera… Pues era allí, en la soledad de su casa, donde Negrao ejercía el placer de la venganza. Jugaba, nunca perdía. Con sólo cerrar los ojos estaba ya en la cancha, enfrentando al Esperanza. El árbitro daba el pitazo inicial. Negrao corría con el balón, burlaba a Tartico, hacía una entrega al lateral, se metía al campo enemigo, esperaba el pase, entregaba de cabeza al volante izquierdo. Nuevo dribling, bola al arco, ¡1 a 0! Era cosa de niños. A veces, Negrao se dignaba borrar del marcador uno o dos tantos de los cinco o seis logrados… —Para no exagerar… La gran voluptuosidad de Negrao, cuando soñaba, era darse el lujo de humillar a las seguidoras del Esperanza, todas fanáticas de Tartico. Su ideal se cifraba en vencerlo, para dejarlas furiosas, frustradas, despechadas. —¡Presuntuosas! Pero de nada le valía soñar. Cada juego era un desastre. El Esperanza ni se esforzaba 294 siquiera. ¿Para qué?… Y, al final, no quedaba ya en las gradas ni un solo hincha del Lirio. Un día, Tartico anunció que había hecho retar a un importante club de São Paulo. La noticia electrizó al pueblo. —¡Virgen nuestra! Hubo un escalofrío general. Pero pasajero. Una vez superado, todo Buritizal esperó con confiada impaciencia el día de la lucha. Tartico había logrado convencer a sus jugadores y a sus hinchas de que la victoria sería asunto de coser y planchar. No existía aún “ese” equipo capaz de vencerlos. ¿Dónde? Bastaría con entrenar juiciosamente. Hasta la fecha, ningún rival había conseguido arrancarles siquiera un empate… —No digo que los vamos a golear —afirmaba el alcalde—-, pero que ganamos al menos por un gol, eso es seguro… —Y que no se descuiden… Llegó el día. Buritizal era un bullidero. Miles de personas habían llegado de las aldeas vecinas. El ambiente era de feria. Los bares y cafetines reventaban de gente. Los vendedores callejeros hacían fortunas. Chica, Tudiña, toda aquella tropa de mulatas endomingadas, parloteaba nerviosa, palpitantes los corazones, encendidos los 295 semblantes, rezando a Dios y a Nuestra Señora por el buen éxito del encuentro… —¿Ganaremos, Dios mío? Y un escalofrío cruzaba rápido por las pieles morenas. El párroco había celebrado esa mañana una misa por la victoria. El alcalde hacía repartir desde temprano, por cuenta del municipio, galonadas de cerveza. Una profesora de la escuela normal había escrito un discurso, que sería leído por la mejor alumna, después del juego. La chiquillada apostaba con los forasteros. Ningún mocoso del pueblo, a semejanza de las mozas, había pegado el ojo esa noche. —Mundiño, ¿por cuánto crees que ganaremos? ¡5 a 0, digo yo! —¡Quién sabe! ¡Esos paulistas juegan! Apuesto a que no pasamos de un 3 a 1… —¡Qué! Si Tartico quiere… Tres horas antes del juego, el campo estaba lleno. Algunos habían amanecido allí, hablando, apostando, gritando. Sólo un grupo permanecía en silencio, alejado del gentío: los integrantes del Lirio. Negrao sonreía. No se dejaba llevar del entusiasmo general. Conocía el juego del Paulista. Estaba seguro de que ganaría. Y, sin disimular su regocijo, 296 había venido a vengarse. Próxima estaba ya la derrota, la caída, la desmoralización de Tartico. ¡Tipo engreído, que se creía capaz de desafiar, no sólo al Paulista, sino a la mismísima selección del Brasil! Y Negrao, como las morenas y el chiquillerío de Buritizal, había pasado insomne las últimas noches, imaginando la expresión de Tudiña, de Chica, de todas, tras la estruendosa derrota de Tartico. —¡Dale! —¡Chuta! —¡Por la izquierda! Mediaba ya el primer tiempo. Contra todos los pronósticos, el Esperanza perdía por primera vez. Después de año y medio de triunfos, el club encontraba un adversario que, desde el comienzo, le confundía el esquema, doblegaba sus defensas, y asediaba, sin tregua, el arco de Dantiño. Imparable, precioso, llegó el gol. El público quedó petrificado. ¡Oh, Dios mío! Y un montón de bocas bonitas mordía los coloridos pañuelos, con enormes deseos de llorar, mientras los forasteros lanzaban al aire sus gorras, en homenaje al vengador de tantas humillaciones. Tartico no se 297 desesperó. Bola al centro. Pa… pa… pa… y, con innegable rapidez, trató en vano de burlar a sus contrarios, en busca del empate. Negrao, sin embargo, no alcanzaba a disfrutar en lo íntimo de su corazón el tan anhelado goce. Todo sucedía según lo había previsto: un desastre para el Esperanza. Las mozas de Buritizal veían ahora que Tartico no era el invencible héroe que soñaban. Pero, desde el momento mismo en que la victoria paulista se tornó indiscutible, y al ver al rival vencido sin remedio, provocando el llanto angustiado de sus seguidoras y la alegría de los visitantes, Negrao comenzó a sentirse mal. En el intermedio, las cosas llegaron al extremo. Mientras los jugadores locales caían al suelo, rendidos, los otros, sin muestra alguna de fatiga, seguían en la cancha, jugando con la bola, satisfechos, irónicos, lanzando piropos y miradas atrevidas a las muchachas, con un aire sobrado y burlón que parecía cobijar con su desprecio al pueblo entero… Un puñado de insolentes, llegados de una aldea cercana, bebían y reían, sin parar de hacer apuestas, entre bromas del peor gusto. Negrao apretó los dientes al ver que uno de aquellos patanes ofrecía su pañuelo para enjugar las lágrimas de Chica y de Tudiña, 298 las dos bellezas de Buritizal, entre las cuales Tartico y él, eternos rivales, vivían inciertos, indecisos… Iba a comenzar el segundo tiempo. Un grupo de forasteros cantaba, para exasperar a los locales, que oían humillados. —¡Ra! ¡Ra! ¡Ra! ¡No hay con quién! —¡Paulistas! ¡Paulistas! La victoria estaba decidida. El Esperanza perdía sin remedio. ¡Cuál Tartico! ¡Cuál Dantiño! Eran leones moribundos. Heroicos, eso sí, indomables hasta el fin. Pero era inútil. Todo Buritizal, cabizbajo, admitía la tragedia. Se habían acallado los gritos de las mulatas. Los hinchas, inconsolables, rasgaban sus sombreros, agitaban inútiles los brazos… Y en medio de aquel silencio, imprevista, sólo la gente del Lirio, con Negrao a la cabeza, ronca, alucinada, no desmayaba, gritando con voces locas y entusiastas: —¡Buena, Dantiño! —¡Corre, Chiquiño! —¡Dale, Tartico! De A cidade que o diabo esqueceu. Editora Nova Fronteira, 1984. Traducción de Elkin Obregón S. 299 Hombre en el mar Rubem Braga RUBEM BRAGA (1913-1990). Nació en Cachoeira de Itapemirim, Espírito Santo, Brasil. Cursó estudios de Derecho, profesión que nunca ejerció. Su labor literaria estuvo centrada en la crónica periodística, género que cultivó con gran maestría y capacidad innovadora. De él dice el crítico José Paulo Pais: “Maestro en descubrir el lado significativo de los acontecimientos triviales, comunica sus descubrimientos al lector en una prosa de admirable simplicidad y precisión, cuyo tono poético proviene menos de recursos de metiér que de una visión esencialmente lírica de las cosas”. Desde mi terraza veo, entre árboles y tejados, el mar. No hay nadie en la playa, que resplandece al sol. El viento es nordeste, y va rozando, aquí y allí, en el bello azul de las aguas, pequeñas espumas que avanzan durante algunos segundos y mueren, como bichos alegres y humildes; cerca de la tierra las olas son verdes. Pero percibo un movimiento en un punto del mar; es un hombre nadando. Nada a una cierta distancia de la playa, con brazadas pausadas y fuertes; nada a favor de las aguas y del viento, y las pequeñas espumas que nacen y desaparecen parecen ir más aprisa que él. Justo: las espumas son leves, no están hechas de nada, toda su substancia es agua y viento y luz, y el hombre tiene carne, tiene huesos, tiene corazón, tiene cuerpo para transportarlo en el agua. 303 Usa los músculos con calmada energía; avanza. Ciertamente no sospecha que un desconocido lo ve y lo admira, porque está nadando cerca de la playa desierta. No sé de dónde viene esta admiración, pero encuentro en ese hombre una nobleza sosegada, me siento solidario con él, acompaño su esfuerzo solitario como si él estuviera cumpliendo una bella misión. Ya nadó en mi presencia unos trescientos metros; antes, no sé; dos veces lo perdí de vista, cuando pasó por detrás de los árboles, pero esperé con toda confianza a que reapareciera su cabeza, y el movimiento alternado de sus brazos. Otros cincuenta metros, y lo perderé de vista, pues un tejado lo esconderá. Que nade bien esos cincuenta o sesenta metros; esto me parece importante; es preciso que conserve el mismo juego de sus brazadas, y que yo lo vea desaparecer así como lo vi aparecer, en el mismo rumbo, con el mismo ritmo, fuerte, lento, sereno. Será perfecto; la imagen de ese hombre me hace bien. Es apenas la imagen de un hombre, y no podría yo saber su edad, ni su color, ni los rasgos de su cara. Soy solidario con él, y espero que él lo sea conmigo. Que alcance el tejado rojo, y entonces podré salir de la terraza tranquilo, pensando: “Vi a un 304 hombre solo, nadando en el mar; cuando lo vi ya estaba nadando; lo seguí con atención durante todo el tiempo, y testifico que nadó siempre con firmeza y corrección; esperé que alcanzara un tejado rojo, y lo alcanzó”. Ahora no soy ya responsable de él; cumplí mi deber, y él cumplió el suyo. Lo admiro. No logro saber en qué reside, para mí, la grandeza de su tarea; no estaba haciendo ningún gesto a favor de alguien, ni construyendo algo útil; pero ciertamente hacía una cosa bella, y la hacía de un modo puro y viril. No desciendo para ir a esperarlo en la playa y apretarle la mano; pero doy mi silencioso apoyo, mi atención y mi estima a ese desconocido, a ese noble animal, a ese hombre, a ese correcto hermano. De Elenco de cronistas modernos. Livraria José Olympio Editora, Rio de Janeiro, 1975. Traducción de Elkin Obregón S. 305 Balada para Pelé Horacio Ferrer HORACIO FERRER (1933). Nació en Montevideo. Poeta, letrista de canciones, estudioso del tango, arquitecto frustrado, intérprete del bandoneón. Escribió varias letras para composiciones de Astor Piazolla, las más famosas quizás la de la opereta María de Buenos Aires, y las de los tangos Balada para un loco y Chiquilín de Bachín. Ente otros textos, es autor de un extenso ensayo sobre la historia y las características de la música porteña, El libro del tango. Arte popular de Buenos Aires. A Edson Arantes do Nascimento, Pelé, le hicieron —pobre— la cuna con un grano de café bajo la luna. Su rebozo fue un trozo de claro viento. La luna era una vela de la favela. Y el arrorró oscuro, el coro de aquella hambruna, donde se hornean el fútbol y los choros en estado puro. Edson Arantes do Nascimento, 309 por un momento, pareció predestinado —fatalmente— a abrir las puertas de los coches alquilados del turismo, por un cruzeiro impertinente. Pero una noche —los brujos tañen pandeiros— y vaya uno a saber por qué atavismo caliente de su ser, se reencarnó en bailarín el chiquilín: medio Marceau, medio Chaplín, con fueros de canillita y torero pero en el modo sutil y candombero y tablonero de Brasil. Y le empujó tras la piel el samba silvestre, aquel que tocan a morir los sapos populares en los lugares 310 donde hay potreros barreros, para los niños que no tienen para pan ni cavaquiño. Estos sapos brasileros son los sapos hechiceros, negros sapos, sapos raros, los que también inventaron la pelotita de trapo. Y Edson Arantes do Nascimento, que tenía un remiendo en el trasero, y otro remiendo —grave— en la comida pero en todo su talento bien entero, meta samba, apretó como Dios manda la de trapo contra el piso y le hizo, a la vida, sin permiso, un soberbio pas de deux remacumbero. Y es ahora un son universal de mía y tuya y tuya y mía que le canta en el botín fenomenal, al chiquilín medio Marceau, medio Chaplín. 311 Y una escola de taquitos y muletas, mía y tuya y tuya y mía y la alegría de una gran mitología de gambetas y de locas batucadas de pisadas. Y esos goles… ¡Goles, che, algunos, para filmarlos como si fueran cuadros y guardarlos! Tuya y mía, y mía y tuya: qué linda aristocracia de uno que es esta suya, Pelé. Porque usted se acuerda, todavía de aquel día en que a Edson Arantes do Nascimento le hicieron —pobre— la cuna, con un grano de café bajo la luna. De Sueños a la redonda. Corporación Deportiva Independiente Medellín, 1998. Selección, notas y edición de Gonzalo Medina Pérez. 312 Literatura fantástica Sola y su alma Thomas Bailey Aldrich THOMAS BAILEY ALDRICH (1836-1907). Nació en Portsmouth, EE. UU. Murió en Boston. Poeta (The Ballad of Babie Bell, etc.). Cuentista (Marjorie Daw and Other People, etc.). Novelista (The story of a bad boy, Prudence Palfrey). El brevísimo relato aquí incluido es considerado por muchos un auténtico clásico del género. Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta. De Lecturas fantásticas. Antología. Fundación Secretos para Contar, 2009. Sin crédito de traducción. 317 El gesto de la muerte Jean Cocteau JEAN COCTEAU (1889-1963). Poeta, cuentista, dramaturgo, cineasta y pintor francés. También otros escritores contemporáneos, entre ellos el británico Somerset Maugham, han querido divulgar este relato, a todas luces de anónimos orígenes orientales. Boris Karloff lo recita completo, en un bello monólogo de Targets, película de Peter Bogdanovich. Un joven jardinero persa dice a su príncipe: —¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan. El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta: —Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza? —No fue un gesto de amenaza —le responde—, sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan. De Cuentos breves y extraordinarios. Jorge Luis Borges-Adofo Bioy Casares. Biblioteca clásica y contemporánea Losada, 1973. Sin crédito de traducción. 321 Los ganadores de mañana Holloway Horn HOLLOWAY HORN (1901-¿?). Nacido en Brighton, Inglaterra. Matemático, ensayista, polemista, cuentista. Entre sus libros, Una nueva teoría de estructuras. Los hechos en el caso de Mr. Dunne, El viejo y otras historias. Martin “Knocker” Thompson era difícilmente un caballero. Había sido empresario de dudosos matches de box y de partidos (amistosos) de póker, que ya no dejaban la menor duda. Carecía de imaginación, pero no de viveza y de cierta habilidad. Su galera, sus polainas y la herradura de oro de su corbata podían haber sido más charras, pero estaba tratando de despistar. No siempre iba a favorecerlo la suerte, pero el hombre se defendía. La explicación no era difícil: “Por cada zonzo que se muere, nacen diez más”. Sin embargo, la tarde que se encontró con el viejo, estaba pobre. Knocker había dedicado la siesta a una conferencia sobre finanzas en un hotel. Las opiniones abundantemente emitidas por sus dos socios no lo molestaban 325 en absoluto, pero sí el hecho de que le retiraran su crédito. Dobló por Whitcomb y se dirigió a Charing Cross. El enojo acentuaba la fealdad normal de su cara, y el resultado general inquietó a las pocas personas que lo miraron. A las ocho, la calle Whitcomb no está muy concurrida, y no había nadie cerca de los dos cuando el viejo le habló. Estaba acurrucado en un portón cerca de Pall Mall, y Knocker no podía verlo bien. —¡Hola, Knocker —gritó. Knocker se dio vuelta. En la oscuridad descifró la vaga figura, sin otro rasgo memorable que una barba blanca desmesurada. —¡Hola! —respondió desconfiadamente. (Su memoria le estaba asegurando que él no conocía esa barba.) —Hace frío… —dijo el viejo. —¿Qué quiere? —dijo Thompson con sequedad—. ¿Quién es usted? —Soy un viejo, Knocker. —Si eso es todo lo que me quiere decir… —Es casi todo. ¿Quiere comprarme un diario? Le aseguro que no es como los demás. —No entiendo. ¿Que no es como los demás? 326 —Es el “Eco” de mañana a la noche —dijo el viejo calmosamente. —Usted debe estar mareado, amigo; eso es lo que le pasa. Mire, los tiempos no son buenos, pero aquí tiene un peso, ¡y que le traiga suerte!… Sinvergüenza o no, Thompson tenía la generosidad natural de los que viven precariamente. —¡Suerte! —El viejo se rio con una dulzura que crispó los nervios de Knocker. —Mire —dijo otra vez, consciente de algo inverosímil y raro en la vaga figura del portón—. ¿Qué juego es éste? —El juego más antiguo del mundo, Knocker. —Dele un descansito a mi nombre, hágame el favor. —¿Lo avergüenza su nombre? —No —dijo Knocker con firmeza—. Dígame de una vez lo que quiere. Estoy harto de perder tiempo. —Váyase entonces, Knocker. —Pero, ¿qué quiere usted? —musitó Knocker, extrañamente inquieto. —Nada. ¿No quiere llevarse este diario? En el mundo no hay otro igual. Ni habrá, por veinticuatro horas. 327 —Claro. Si recién mañana aparece —dijo Knocker con sorna. —Tiene los ganadores de mañana —dijo el otro con sencillez. —Está mintiendo. —Fíjese usted mismo. Ahí los tiene. Un diario salió de la oscuridad y los dedos de Knocker lo aceptaron, casi con miedo. Una carcajada retumbó en el portón, y Knocker se quedó solo. Sintió incómodamente el latir de su corazón, pero siguió hasta una vidriera con luz que le permitió ver el diario. “Jueves 29 de julio de 1926”, leyó. Pensó un rato. Hoy era miércoles, tenía la seguridad. Sacó del bolsillo una agenda y la consultó. Era miércoles 28 de julio, último día de carreras en Kempton. No cabía duda. Miró otra vez la fecha: julio 29, 1926. Buscó instintivamente la última página, la página de las carreras. Se encontró con los cinco ganadores en el hipódromo de Gatwick. Se pasó la mano por la frente: estaba húmeda de sudor. —Hay una trampa en esto —dijo en voz alta y volvió a examinar la fecha del diario. Estaba repetida en cada página, clara y patente. Examinó después las cifras del 328 año, pero también el seis era perfectamente normal. Miró con apuro la primera página. Había un encabezamiento de ocho columnas sobre la huelga. Eso no podía corresponder al año pasado. Volvió en seguida a las carreras. El ganador de la primera era Inkerman, y Knocker había resuelto jugarle a Clip. Notó que los transeúntes lo miraban con curiosidad. Se metió el diario en el bolsillo y siguió. Nunca había necesitado tanto un poco de alcohol. Entró en un bar cerca de la estación, que felizmente estaba vacío. Después de tomar una copa sacó el diario. Sí, Inkerman había ganado la primera y había pagado seis a uno. (Knocker hizo ciertos cálculos apurados pero satisfactorios.) Salmón había ganado la segunda; era lo que él siempre había dicho. Bala Perdida —¿quién demonios iba a pensarlo?— había ganado la tercera, el clásico. ¡Y por siete cuerpos! Knocker se humedeció los labios resecos. No había ninguna mistificación. Conocía muy bien los caballos que correrían en Gatwick, y ahí estaban los ganadores. Hoy ya era tarde. Lo mejor sería ir mañana a Gatwick y allí mismo apostar. Tomó otra copa… y otra. Gradualmente, en la cordial atmósfera del bar, su inquietud lo dejó. Ahora el asunto le parecía uno de tantos. A su mente trastornada por el alcohol 329 acudió el recuerdo de un filme, que le había gustado muchísimo. Había un brujo hindú en ese filme, con una barba blanca, una desmesurada barba banca, igual a la del viejo. El brujo había hecho las cosas más increíbles… en la pantalla. Knocker estaba seguro de que no se trataba de una mistificación. El viejo no le había pedido dinero, ni siquiera había tomado el peso que Knocker le ofreció. Knocker pidió otro whisky y convidó al barman. —¿Tiene algún dato para mañana? —le preguntó éste (lo conocía de vista y de fama). Knocker vaciló. —Sí —dijo luego—. Salmón en la segunda carrera. Knocker se tambaleaba un poco al salir. El médico le había prohibido el alcohol, pero en una noche como esa… Al día siguiente tomó el tren para Gatwick. Siempre le había traído suerte ese hipódromo, pero hoy no se trataba de suerte. Hizo las primeras apuestas con cierta moderación, pero la victoria de Inkerman lo convenció. ¡El caballo y la boleteada! Ya no le quedaban dudas. Salmón, el favorito, ganó la segunda carrera. En la carrera principal casi nadie le jugó a Bala Perdida. No estaba en forma y no 330 había por qué. Knocker repartió las apuestas. Veinte aquí, veinte allá. Diez minutos antes de la carrera mandó un telegrama a una oficina del West End. Había resuelto ganar una fortuna. Y la ganó. Esa carrera no tuvo emoción para Knocker. Él ya sabía el resultado. Sus bolsillos estaban repletos de dinero, y eso no era nada comparado con lo que iba a cosechar en el West End. Pidió una botella de champagne y la bebió a la salud del viejo de la barba blanca. Media hora tuvo que esperar el tren. Estaba lleno de carreristas, a quienes tampoco les interesaba la carrera final. A Knocker los días de suerte lo solían poner muy conversador, pero esa tarde estaba callado. No se podía desentender del viejo del portón. No tanto del aspecto y de la barba, sino de la carcajada final. El diario estaba siempre en su bolsillo: tuvo un impulso y lo sacó. Fuera de las carreras, no le interesaban otras noticias. Lo hojeó; era un diario como los demás. Resolvió comprar otro en la estación para ver si el viejo no había mentido. De pronto su mirada se detuvo; un suelto le llamó la atención. “Muerte en un tren” se titulaba. El corazón de Knocker estaba agitadísimo; pero siguió leyendo. “El 331 conocido deportista señor Martin Thompson falleció esta tarde en el tren al volver de Gatwick”. No leyó más: el diario se le cayó de las manos. —Fíjese en Knocker —alguien dijo—. Debe estar enfermo. Knocker respiraba pesadamente, con dificultad. —Paren… paren el tren —dijo uno de los pasajeros agarrándolo del brazo—. Siéntese, no hay por qué tirar la manija… Se sentó, más bien se dejó caer en el asiento. La cabeza se inclinó sobre el pecho. Le metieron whisky entre los labios, pero era inútil. —Está muerto —dijo la espantada voz del hombre que lo sostenía. Nadie prestó atención al diario en el suelo. El barullo lo había empujado bajo el asiento, y no es posible decir dónde fue a parar. Tal vez lo barrieron los guardas en la estación. Tal vez. Nadie sabe. De The old man and other stories. Ed. Pengüin Books, 1968. Traducción de Anne Mollar. 332 Ante la ley Franz Kafka FRANZ KAFKA (1883-1924). Nació en Praga, y murió en Viena. Uno de los escritores esenciales del siglo XX. De su obra, casi toda póstuma, pueden destacarse El proceso, El castillo y América, novelas, y varios volúmenes de cuentos y novelas cortas. Hay un guardián ante la Ley. A ese guardián llega un hombre del campo que pide ser admitido a la Ley. El guardián le responde que ese día no puede permitirle la entrada. El hombre reflexiona, y pregunta si luego podrá entrar. “Es posible”, dice el guardián, “pero no ahora”. Como la puerta de la Ley sigue abierta y el guardián está a un lado, el hombre se agacha para espiar. El guardián se ríe, y le dice: “Fíjate bien: soy muy fuerte. Y soy el más subalterno de los guardianes. Adentro no hay una sala que no esté custodiada por su guardián, cada uno más fuerte que el anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que yo mismo no puedo soportar”. El hombre no ha previsto esas trabas. Piensa que la Ley debe ser accesible a todos los hombres, pero al fijarse en el guardián con su capa de piel, su gran nariz aguda y su larga y deshilachada 335 barba de tártaro, resuelve que más vale esperar. El guardián le da un banco y lo deja sentarse junto a la puerta. Ahí, pasa los días y los años. Intenta muchas veces ser admitido y fatiga al guardián con sus peticiones. El guardián entabla con él diálogos limitados y lo interroga acerca de su hogar y de otros asuntos, pero de una manera impersonal, como de señor importante, y siempre acaba repitiendo que no puede pasar todavía. El hombre, que se había equipado de muchas cosas para su viaje, va despojándose de todas ellas para sobornar al guardián. Éste no las rehúsa, pero declara: “Acepto para que no te figures que has omitido algún empeño”. En los muchos años el hombre no deja de mirarlo. Se olvida de los otros y piensa que éste es la única traba que lo separa de la Ley. En los primeros años maldice a gritos su perverso destino; con la vejez, la maldición decae en quejumbre. El hombre se vuelve infantil, y como en su vigilia de años ha llegado a reconocer las pulgas en la capa de piel, acaba por pedirles que lo socorran y que intercedan con el guardián. Al fin se le nublan los ojos y no sabe si estos lo engañan o si se ha oscurecido el mundo. Apenas si percibe en la sombra una claridad que fluye inmortalmente de la puerta de la Ley. Ya no le queda mucho 336 que vivir. En su agonía los recuerdos forman una sola pregunta, que no ha propuesto aún al guardián. Como no puede incorporarse, tiene que llamarlo por señas. El guardián se agacha profundamente, pues la disparidad de las estaturas ha aumentado muchísimo. “¿Qué pretendes ahora?”, dice el guardián; “eres insaciable”. “Todos se esfuerzan por la Ley”, dice el hombre. “¿Será posible que en los años que espero nadie haya querido entrar sino yo?”. El guardián entiende que el hombre se está acabando, y tiene que gritarle para que le oiga: “Nadie ha querido entrar por aquí, porque a ti solo estaba destinada esta puerta. Ahora voy a cerrarla”. De La condena. Ed. Alianza Emecé, 1976. Traducción de J. R. Wilcock 337 Historia de los dos que soñaron Gustavo Weil GUSTAVO WEIL (1808-1889). Famoso orientalista alemán, nacido en Salzburgo y muerto en Friburgo. “Tradujo al alemán Los collares de oro, de Samachari, y Las mil y una noches. Publicó una biografía de Mahoma, una introducción al Corán y una historia de los pueblos islámicos”. Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo: —Tu fortuna está en Persia, en Ispahán; vete a buscarla. A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje, y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Ispahán, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto 341 a la mezquita, una casa y por el decreto del Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo: —¿Quién eres y cuál es tu patria? El hombre declaró: —Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí. El juez le preguntó: —¿Qué te trajo a Persia? El hombre optó por la verdad y le dijo: —Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Ispahán, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Ispahán y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel. El juez se echó a reír. —Hombre desatinado —le dijo—, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín un reloj de sol, y después del reloj de 342 sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tus sueños. Que no vuelva a verte en Ispahán. Toma estas monedas y vete. El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto. De Antología de la literatura fantástica. Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Editorial Sudamericana, 1971. 343 Palabras musicales Cantiga de Esponsales J. M. Machado de Assis JOAQUIM MARIA MACHADO DE ASSIS (1839-1908). Nació y murió en Río de Janeiro. Para muchos, el mayor escritor brasilero de todos los tiempos. No salió nunca de su país, y, al parecer, tampoco de su Estado; lo que no le impidió contemplar con ojos universales, e implacables, la comedia humana. Novelista (Memorias póstumas de Bras Cubas, Quincas Borba, Esaú y Jacob, Don Casmurro, Memorial de Aires, etc.), cuentista, poeta, dramaturgo, periodista. Fundó la Academia Brasilera de Letras, vigente hasta hoy. Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una misa cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción. Se llama Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos en todo caso, nació en 349 el Valongo, o por esos lados. Es un buen músico y un buen hombre; todos los colegas lo quieren. El maestro Román es su nombre familiar; y decir familiar o público era la misma cosa en tal materia y en aquellos tiempos. “La misa será dirigida por el maestro Román”, equivalía a esta forma de anuncio, años después: “Entra en escena el actor João Caetano”. O a ésta: “El actor Martinho cantará una de sus mejores arias”. Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y popular. ¡El maestro Román dirige la fiesta! ¿Quién no conocía al maestro Román, con su aire circunspecto, recatado el mirar, sonrisa triste y paso lento? Todo esto desaparecía al frente de la orquesta; y entonces la vida se derramaba por todo el cuerpo y todos los gestos del maestro; la mirada se encendía, la sonrisa se iluminaba: era otro. No significaba esto que fuera él el autor de las misas; ésta, por ejemplo, que ahora dirige en el Carmo es de João Mauricio; pero él se aplica a su trabajo poniendo en ello el mismo amor que pondría si fuera suya. La fiesta terminó; y fue como si se apagara un resplandor intenso, dejándole el rostro iluminado apenas por la luz ordinaria; helo aquí descendiendo del coro, apoyado en el bastón; va a la sacristía a besar la 350 mano a los padres y acepta un sitio en su mesa. Permanece todo el tiempo indiferente y callado. Termina la cena, sale, camina en dirección a la Calle de la Madre de los Hombres, en donde vive, en compañía de un negro viejo, papá José, que es como si fuera su verdadera madre, y que en este momento conversa con una vecina. —Ahí viene el maestro Román, papá José —dijo la vecina. —¡Eh!, ¡eh!, adiós vecina, hasta luego. Papá José dio un salto, entró en la casa, y esperó a su amo, que entró poco después con el mismo aire de siempre. La casa no era rica, por supuesto; ni alegre. No había en ella el menor vestigio de mujer, vieja o joven, ni pajaritos que cantasen, ni flores, ni colores vivos o cálidos. Casa sombría y desnuda. Lo más alegre que allí había era un clavicordio, donde el maestro Román tocaba algunas veces, estudiando. Sobre una silla, al lado, algunos papeles con partituras; ninguna suya… ¡Ah!, si el maestro Román pudiera, sería un gran compositor. Tal parece que hay dos clases de vocación, las que tienen lengua y las que no la tienen. Las primeras se realizan; las últimas representan una lucha constante y estéril entre el impulso interior 351 y la ausencia de un modo de comunicación con los hombres. La de Román era de éstas. Tenía la vocación íntima de la música; llevaba dentro de sí muchas óperas y misas, un mundo de armonías nuevas y originales que no alcanzaba a expresar y poner en el papel. Ésta era la causa única de la tristeza del maestro Román. Naturalmente, el vulgo no se daba cuenta; unos decían esto, otros aquello: enfermedad, falta de dinero, algún disgusto antiguo; pero la verdad es ésta: la causa de la melancolía del maestro Román era no poder componer, no poseer el medio de traducir lo que sentía. Y no porque escatimara el gasto de papel o el paciente trabajo, durante muchas horas, al frente del clavicordio; pero todo le salía informe, sin idea ni armonía. En los últimos tiempos hasta sentía vergüenza de los vecinos, y ya ni siquiera intentaba nada. Y, no obstante, si pudiera, terminaría al menos cierta pieza, un canto de esponsales, comenzado tres días después de su casamiento, en 1799. La mujer, que tenía entonces veintiún años, y murió de veintitrés, no era bonita, ni mucho ni poco, pero sí muy simpática, y lo amaba tanto como él a ella. Tres días después de su boda, el maestro Román sintió en su interior algo parecido a la inspiración. Imaginó entonces 352 el canto esponsalicio, y quiso componerlo; pero la inspiración no logró salir. Como un pájaro que acaba de ser aprisionado, y forcejea por atravesar las paredes de la jaula, abajo, encima, impaciente, aterrorizado, así batía la inspiración de nuestro músico, encerrada dentro de él sin poder salir, sin encontrar una puerta, nada. Algunas notas llegaron a reunirse; él las escribió; asunto para una hoja de papel, apenas. Insistió al día siguiente, diez días después, veinte veces durante sus años de casado. Cuando murió su mujer releyó aquellas primeras notas conyugales, y se sintió más triste aún, por no haber podido fijar en el papel la sensación de esa felicidad ya extinta… —Papá José —dijo él—, hoy no me siento muy bien. —Tal vez el señor comió algo que le cayó mal… —No, ya desde la mañana estaba así. Vaya a la botica… El boticario mandó cualquier cosa que él tomó esa noche; al día siguiente el maestro Román no se sentía mejor. Es preciso agregar que padecía del corazón: molestia grave y crónica. Papá José sintió temor cuando vio que el malestar no cedía al remedio, ni al reposo, y quiso llamar al médico. 353 —¿Para qué? —dijo el maestro—. Esto pasa. El día no terminó peor y él pasó buena noche; no así el negro, que sólo consiguió dormir dos horas. Los vecinos, una vez que se hubieron enterado de aquella dolencia, no tuvieron otro motivo de conversación; los que mantenían relación con el maestro fueron a visitarlo. Y le decían que no era nada, que eran achaques de la edad; alguien agregaba graciosamente que era un truco, para librarse de las derrotas que el boticario le propinaba en el juego de “gamao”; otro, que era cuestión de amores. El maestro Román sonreía, pero para sus adentros se decía que aquello era el final. “Todo acabó”, pensaba. Una mañana, cinco días después de la fiesta, el médico lo encontró realmente mal; y el maestro se lo notó en la expresión, por detrás de las palabras engañadoras: —Esto no es nada; es preciso no pensar en músicas… ¡En músicas! De pronto esta palabra del médico trajo al maestro una idea casi olvidada. Al quedarse solo con el esclavo, abrió la gaveta donde guardaba desde 1799 el canto de esponsales iniciado. Releyó aquellas notas arrancadas con tanto trabajo y nunca concluidas. Y tuvo entonces una idea singular: Terminar la obra, fuese como fuese; cualquier 354 cosa estaría bien, con tal de que significara dejar un poco de alma sobre la tierra. —¿Quién sabe? En 1880, tal vez, se interpretará esta obra y se contará que un maestro Román… El comienzo del canto remataba en un cierto la; esta la, que resultaba bien allí donde estaba, era la última nota escrita. El maestro Román ordenó llevar el clavicordio a la habitación del fondo, que daba al solar: necesitaba aire. Por la ventana vio, en la ventana trasera de otra casa, a una dulce pareja de recién casados, asomados, abrazados por los hombros y de manos unidas. El maestro Román sonrió con tristeza. —Ellos llegan —se dijo—, yo salgo. Compondré al menos este canto que ellos podrán tocar… Se sentó ante el clavicordio; reprodujo las notas y llegó al la… —La, la, la… Nada, no lograba seguir. Y sin embargo, él sabía de música como el que más. La, do… la, mi… la, si, do, re… re… re… re… ¡Imposible! Ninguna inspiración. No aspiraba a una pieza profundamente original; tan sólo algo que no pareciese de otro y que 355 se relacionase con la idea comenzada. Volvía al principio, repetía las notas, intentaba revivir un retazo de la sensación extinguida, se acordaba de su mujer, de aquellos tiempos primeros. Para completar la ilusión, dejaba correr su mirada por la ventana en dirección a la pareja de recién casados. Ellos seguían allí, con la manos unidas y rodeándose los hombros con los brazos; pero ahora se miraban uno al otro, en vez de mirar hacia abajo. El maestro Román, agotado por el malestar y la impaciencia, tornaba al clavicordio; pero la visión de la pareja no le traía la inspiración, y las notas siguientes no sonaban. —La… la… la… Desesperado, dejó el clavicordio, tomó el papel escrito y lo rompió. En ese momento, la joven absorta en la mirada del esposo, empezó a canturrear de cualquier modo, inconscientemente, alguna cosa nunca antes cantada ni sabida, una cosa en la cual cierto la proseguía después de un si con una linda frase musical, justamente aquélla que el maestro Román había buscado durante años sin hallarla jamás. El maestro la oyó con pesar, sacudió la cabeza, y esa noche expiró. De Misa de gallo y otros cuentos. Editorial Norma, colección Cara y Cruz, 1990. 356 La Odisea (fragmento) Homero HOMERO. El poeta épico por excelencia de la Grecia antigua. Figura cuasi mítica, ciertos estudiosos dudan de su existencia, otros la afirman. Estos últimos sitúan su vida en alguna franja del siglo IX a. C. Después de La Ilíada, sólo ha quedado para la posteridad el segundo gran canto homérico, La Odisea, que narra con abundancia de prodigios el viaje emprendido por Ulises, u Odiseo, desde Troya hasta su nativa Ítaca. Obra cumbre de la literatura universal, inaugura de algún modo la siempre renovada tradición de los relatos de viajes. Se transcribe aquí el famoso pasaje de la Isla de las Sirenas. (Habla Circe a Ulises) “—Así, pues, se han llevado a cumplimiento todas estas cosas. Oye ahora lo que voy a decirte y un dios en persona te lo recordará más tarde. Llegarás primero a las Sirenas, que encantan a cuantos hombres van a encontrarlas. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y escucha su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a su hogar, sino que las Sirenas le hechizan con su canto. Están sentadas en una pradera y tienen a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos, cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente afinada, para que ninguno las oiga: mas si tú desearas oírlas, haz que te aten en la velera embarcación de 359 pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil y que las cuerdas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las Sirenas. Y en el caso de que supliques o mandes que te suelten, átente con más lazos todavía”. ……………………………………………… ……………………………………………… ……………………………………………… (Habla Ulises a sus hombres) “—¡Oh, compañeros! No conviene que sean únicamente uno o dos quienes conozcan los vaticinios que me reveló Circe, la divina entre las diosas, y os lo voy a referir, para que, sabedores de los mismos, o muramos o nos salvemos, librándonos de la muerte y del destino. Nos ordena, ante todo, rehuir la voz de las divinas Sirenas, y su prado florido. Manifestome que tan sólo yo debo oírlas; pero atadme con fuertes lazos, en pie y arrimado a la parte inferior del mástil —para que esté allí sin moverme—, y las cuerdas líguense al mismo. Y en el caso de que os ruegue o mande que me soltéis, atadme con más lazos todavía. “Mientras hablaba, declarando estas cosas a mis compañeros, la bien construida nave llegó muy presto a la isla de las Sirenas, pues la empujaba favorable viento. Desde 360 aquel instante echose el viento, reinó sosegada calma y algún numen adormeció las olas. Levantáronse mis compañeros, arriaron las velas y depositáronlas en la cóncava nave; y, habiéndose sentado de nuevo en los bancos, emblanquecían el agua, agitándola con los remos de pulimentado abeto. Tomé al instante un gran trozo de cera y lo partí con el agudo bronce en pedacitos, que me puse luego a amasar con mis robustas manos. Pronto se calentó la cera, porque hubo de ceder a la gran fuerza y a los rayos del soberano Helios Hiperiónida, y fui tapando con ella los oídos de todos mis compañeros. Atáronme éstos en la nave, de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil; ligaron las cuerdas al mismo, y sentándose en los bancos, tornaron a herir con los remos el espumoso mar. Avanzó la nave velozmente, y, al hallarnos tan cerca de la orilla que allá hubiesen llegado nuestras voces, no se les encubrió a las Sirenas que la ligera embarcación navegaba a poca distancia y empezaron un armonioso canto: “—¡Ea, célebre Ulises, gloria insigne de los aqueos! Acércate y detén la nave, para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestros labios, sino que todos, 361 después de recrearse con ella, se van alegres, sabiendo muchas y nuevas cosas. Sabemos, en efecto, cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra. “Así cantaban con su hermosa voz, y mi corazón se sintió con deseos de oírlas; y moviendo las cejas, hice seña a mis compañeros para que me desataran; pero todos se inclinaron y se pusieron a remar con más fuerza. Y, levantándose al punto Perimedes y Euríloco, atáronme con nuevos lazos, que me sujetaban más reciamente. Cuando dejamos atrás las Sirenas y ni su voz ni su canto se oían ya, quitáronse mis fieles compañeros la cera con que tapara sus oídos y me soltaron las ligaduras”. De La Odisea. Editorial Iberia, S. A., España, Colección Obras Maestras, 1967. Traducción de Mauricio Croiset. 362 Balada de los búhos estáticos León de Greiff LEÓN DE GREIFF (1895-1976). Nació en Medellín y murió en Bogotá. Alternó con igual fortuna una veta de poesía frondosa, sinfónica, de admirable arquitectura, y pequeños poemas llenos de levedad y gracia, muchos de ellos con claras reminiscencias juglarescas. De él dice Jaime Jaramillo Escobar: “Con diccionario o sin diccionario, fácil o difícil, exige el ejercicio del complejo y reservado arte de la lectura”. Escribió, entre otros, los poemarios Tergiversaciones, Libro de signos, Variaciones al redor de nada, Bárbara charanga, Libro de relatos, etc. Menos divulgada es su obra en prosa, en parte compilada en el tomo Prosas de Gaspar. A mis hermanos los búhos como una santa palabra, como un confuso diseño, esta balada macabra. Envío I ¡La luna estaba lela y los búhos decían la trova paralela! La luna estaba lela, lela, en el lelo jardín del aquelarre. Y los búhos decían su trova, y arre, arre, decían a su escoba las brujas del aquelarre… 365 En el jardín los árboles eran rectos, retóricos, las avenidas rectas, los estanques retóricos… retóricos, y en fila los búhos, rectos, retóricos, retóricos… Y allí nada se veía irregular: los bancales de forma regular —cuadrados, cuadrados— las regulares platabandas, los árboles endomingados geométricamente, conos, dados… todo perfecto, exacto, regular. Y eran las sombras semejantes, y los perfumes semejantes, y los aromas semejantes, y, en medio de todo, los búhos decían idénticos dúos semejantes, los idénticos búhos! Oh jardín de mis sueños neuróticos donde ensueñan cereros caóticos ensoñares macabros, exóticos! Y los búhos tejían la trova paralela, y la luna estaba lela, y en la avenida paralela las brujas del aquelarre torvas decían: ¡arre! ¡arre! ¡escoba, escoba del aquelarre! 366 II La luna estaba lela y los búhos decían la trova paralela. El padre de los búhos era un búho sofista que interrogó a los otros al modo modernista: los búhos contestaron, contestaron la lista… Y eran seis bellos búhos plantados en la rala copa de un chopo calvo. Y el prior agita el ala y al instante se inicia la trova paralela, trova unánime y sorda, extraña cantinela que coloquian los búhos ordenados en fila. El búho más lejano su voz de flauta hila… El que le sigue canta como un piano de cola, un otro es la trompeta, y entre la batahola se acentúa el violín, y todo el coro ulula la macabra canción que el conjunto regula. La luna sigue lela, lela, y sigue la trova paralela… III Ya se ha ido la luna. Ya los búhos cesaron la trova inoportuna: el jardín ha nacido con el alba radiosa; el estanque palpita, —nada, nada reposa. 367 Los niños triscan, triscan por el jardín florido, y las aves ensayan su arrullo desde el nido! Los estáticos búhos huyeron de la extraña lumbre del sol que todo lo falsifica y daña. Los estáticos búhos huyeron, y en su hueco, —oculto entre las ramas del chopo calvo y seco— aguardan el exilio del sol que adula y finge, que ilusiona y que irisa, y aguardan que la esfinge, —la muda y desolada y la fría— la luna, se venga con la noche, se venga lela, lela, para decir de nuevo la trova paralela! A mis hermanos los búhos como una santa palabra, como un confuso diseño, esta balada macabra. Envío De León de Greiff. Antología poética. Colección Visor de Poesía, Madrid, 1992. 368 Dos poemas de Aurelio Arturo AURELIO ARTURO (1906-1974). Nació en La Unión, Nariño. Murió en Bogotá. Tras una infancia en el campo, que marcó para siempre su obra, se trasladó a Bogotá, donde se graduó de abogado en la Universidad Externado de Colombia. Ejerció a lo largo de su vida diversos cargos públicos. A pesar de muchas publicaciones en diversas revistas culturales, en rigor es autor de un único libro, Morada al Sur. Libro que en sucesivas ediciones se vio enriquecido con nuevos poemas, hasta formar ese corpus definitivo que hoy es visto como uno de los grandes momentos de la poesía colombiana. Cantaba Cantaba una mujer, cantaba sola creyéndose en la noche, en la noche, felposo valle. Cantaba y cuanto es dulce la voz de una mujer, ésa lo era. Fluía de su labio amorosa la vida… La vida cuando ha sido bella. Cantaba una mujer como en un hondo bosque. Y sin mirarla yo la sabía tan dulce, ¡tan hermosa! Cantaba, todavía canta… 371 Canción del Valle Del valle desceñido canción densa de sombra me sube al labio, sangre turbia que clama luz. Si amé sobre los bosques los cielos vehementes, mi voz sintió la honda fatiga del azul. El viento era una rota, una agreste canción. Abundaba la luz en mis manos mortales, y yo, del valle fértil, del manto rico y fértil, sentí la ola cálida cubrirme de esplendor. Yo canto mi canción por mis tierras oír. En los bosques profundos había lindas mujeres. Invisibles al ojo llamaban en las umbras con una voz que apenas se podía escuchar. Y en las noches de ramas negras y sollozantes yo oí de días futuros el profundo alentar. Las hojas eran aves uncidas en la luz del día que en copa de oro daba su claridad. 372 Y el viento hablaba, hablaba de otras tierras sonoras y ellas ansiaban irse, irse en la luz, y uncidas a las ramas gemían sus ansias de viajar. Yo canto mi canción por mis tierras oír. Abundaba el azul y la luz verdecía en el día de hojas nuevas. Fluía el corazón en la brisa, en la brisa que traía un palmar. Y en la sombra en que hablaban vagamente las hojas yo sentí que la luz venía como un mar. Del manto desceñido de mis hombros, del valle y del azul, murmullo y fulgencia en la canción, desnudo estaba el corazón en la luz pura, y más desnudo en la emoción. Yo canto mi canción por oír mi país. Llevo en mí una oscura tremulación sin fin, un fluir, un rumor sin orillas. En mi país, en mi suave país el viento lo ha de oír. En toda rama al desgarrarse en larga desgarradura de canción. El viento lo ha de oír, el viento en mi país. De Aurelio Arturo. Obra poética completa. ALLCA XX, 2003. Colección Archivos. 373 374 Nocturno I José Asunción Silva JOSÉ ASUNCIÓN SILVA (1865-1896). Nació y murió en Bogotá. Gran exponente del romanticismo de su época, su famoso tercer Nocturno lo convierte, para muchos, en precursor del modernismo literario, movimiento capitaneado después por el nicaragüense Rubén Darío. Su suicidio, sus fracasos económicos, su vida algo secreta le han creado una leyenda, que de algún modo atenta contra la sana apreciación de su obra. Aparte de sus libros de poemas, escribió una novela, De sobremesa, que merece varias lecturas. A veces, cuando en alta noche tranquila, Sobre las teclas vuela tu mano blanca, Como una mariposa sobre una lila Y al teclado sonoro notas arranca, Cruzando del espacio la negra sombra Filtran por la ventana rayos de luna, Que trazan luces largas sobre la alfombra, Y en alas de las notas a otros lugares, Vuelan mis pensamientos, cruzan los mares, Y en gótico castillo donde en las piedras Musgosas por los siglos, crecen las yedras, Puestos de codos ambos en tu ventana Miramos en las sombras morir el día Y subir de los valles la noche umbría Y soy tu paje rubio, mi castellana, Y cuando en los espacios la noche cierra, El fuego de tu estancia los muebles dora, 377 Y los dos nos miramos y sonreímos Mientras que el viento afuera suspira y llora! ¡Cómo tendéis las alas, ensueños vanos, Cuando sobre las teclas vuelan sus manos! De José Asunción Silva. Poesía completa. De sobremesa. Casa de Poesía Silva y Grupo Editorial Norma, Bogotá, 1996. 378 BUEN ANIVERSARIO Recuento de diez años Selección, presentación y notas Elkin Obregón S. Se terminó de imprimir en el taller de Pregón S.A.S. en el mes de noviembre de 2013, para la FUNDACIÓN CONFIAR. Medellín, Colombia.