Cuento de escuela - CONFIAR Cooperativa Financiera

Transcripción

Cuento de escuela - CONFIAR Cooperativa Financiera
BUEN ANIVERSARIO
Recuento de diez años
Selección, presentación y notas
Elkin Obregón S.
Primera edición
5.000 ejemplares
Medellín, noviembre de 2013
Edita:
Fundación CONFIAR
Calle 52 N.º 49-40
Tel: 448 7500 Ext. 4201. Medellín
[email protected]
www.confiar.coop
ISBN volumen: 978-958-57673-4-8
ISBN obra completa: 958-4702-7
Diseño e Impresión:
Pregón S.A.S.
Este libro no tiene valor comercial
y es de distribución gratuita
Contenido
Presentación......................................... 7
El trabajo.............................................. 9
La lavandera.................................................11
Isaac Bashevis Singer
Que pase el aserrador...................................23
Jesús del Corral
Cuentos del dinero,
la riqueza y el poder............................ 39
La guaca........................................................41
Héctor Abad Faciolince
El mayordomo..............................................63
Roald Dahl
El mensaje.....................................................73
Luis Fernando Veríssimo
Cuentos solidarios............................... 81
Tierra en los zapatos....................................83
Esther Fleisacher
Seguir de pobres...........................................89
Ignacio Aldecoa
La niña muerta.............................................107
Gabrielle Roy
Variaciones sobre el ocio..................... 121
Cuento de escuela........................................123
Joaquim Maria Machado de Assis
Bote de motor...............................................141
Dezsö Kosztolányi
Tres sillones de colores................................157
Miguel Gila
Cuentos policiales
y de misterio........................................ 163
El club de los martes....................................165
Agatha Christie
Un negocio con diamantes..........................189
R. L. Stevens
Erotismo de salón................................ 201
Del arco de la vieja.......................................203
Fernando Sabino
El magníficat.................................................211
Matteo Bandello
El gallo..........................................................219
Efe Gómez
Alice..............................................................223
Rubem Fonseca
El catalejo.....................................................233
David Sánchez Juliao
Nuevos cuentos
colombianos......................................... 237
Esa señora tan buena...................................239
Lucía Donadío Copello
Navidad en Eisleben.....................................249
Libaniel Marulanda
Antígona.......................................................261
Óscar Darío Ruiz
Gajes del oficio.............................................267
Javier Gil Gallego
Deporte y letras................................... 275
Viejo con árbol.............................................277
Roberto Fontanarrosa
El Esperanza Fútbol Club............................287
Orígenes Lessa
Hombre en el mar........................................301
Rubem Braga
Balada para Pelé............................................307
Horacio Ferrer
Literatura fantástica............................ 313
Sola y su alma..............................................315
Thomas Bailey Aldrich
El gesto de la muerte....................................319
Jean Cocteau
Los ganadores de mañana............................323
Holloway Horn
Ante la ley....................................................333
Franz Kafka
Historia de los dos que soñaron..................339
Gustavo Weil
Palabras musicales............................... 345
Cantiga de Esponsales.................................347
J. M. Machado de Assis
La Odisea (fragmento).................................357
Homero
Balada de los búhos estáticos......................363
León de Greiff
Dos poemas de Aurelio Arturo....................369
Cantaba
Canción del Valle
Nocturno I....................................................375
José Asunción Silva
Presentación
Diez tomos sucesivos, uno por año,
completó en el 2012 la colección de libros
CONFIAR en la Cultura. Pequeños
volúmenes, de generoso tiraje y distribución
gratuita. Todo un ejemplo de trabajo cultural
en el ámbito de la lectura. Para conmemorar
esos diez libros se publica éste, una especie
de antología, o de selección, de lo que hasta
aquí se ha incluido. Todo, por supuesto, a
juicio del compilador quien, con pena lo
confiesa, ha debido dejar por fuera muchos
temas que ama. Pero, en fin. Quede este libro
conmemorativo como un pequeño resumen
de diez años de labor que a todos (editores y
lectores), nos han sido sin duda muy gratos.
E.O.S.
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El trabajo
La lavandera
Isaac Bashevis Singer
ISAAC BASHEVIS SINGER (1904-1991).
Escritor polaco, hijo de un rabino, escribió buena
parte de su obra en yidish. Emigró a Estados
Unidos en 1935. Cítense algunas de sus novelas,
por lo demás numerosísimas: El mago de Lublín,
La familia Moskat, Los herederos, Sombras sobre
el Hudson. Es autor además de dos libros de
memorias: En la corte de mi padre y Amor y exilio.
Recibió en 1978 el premio Nobel de literatura.
Varias de sus obras han sido llevadas al cine.
Nuestra familia tenía poco contacto
con gentiles. El único gentil del edificio
era el portero, que solía venir los viernes
por su propina: “La plata del viernes”. Se
quedaba parado junto a la puerta, se quitaba
el sombrero y mi madre le entregaba seis
centavos.
Además del portero, gentiles eran
también las lavanderas, que venían a casa
por la ropa sucia. Mi historia se refiere a una
de ellas.
Era una anciana, pequeña y arrugada, que
cuando comenzó a lavarnos la ropa contaba
ya más de setenta años. La mayoría de las
mujeres judías de esa edad eran enfermizas,
débiles, y de mal estado físico; las mujeres de
nuestra calle tenían las espaldas encorvadas
y usaban bastones para caminar, mas esta
lavandera, pequeña y delgada como era, poseía
13
una fuerza proveniente de generaciones de
antepasados campesinos. Mamá solía sacar
del saco la ropa que se había acumulado
durante varias semanas y contarla delante
de ella, que entonces alzaba el pesado bulto,
lo acomodaba en sus hombros angostos y
emprendía el largo camino a casa. También
ella vivía en la calle Krochmalna, pero al otro
extremo, cerca de Wola, lo cual quería decir
que debía caminar hora y media.
Más o menos dos semanas después traía
la ropa. Mi madre estaba más contenta con
ella que con ninguna otra antes porque dejaba
cada pieza de ropa blanca reluciente como la
plata brillada, y no cobraba más. Había sido
un verdadero hallazgo. Mi madre siempre le
tenía listo el dinero para que no tuviese que
venir una segunda vez desde tan lejos.
Lavar la ropa no era trabajo fácil en
aquellos días. La anciana no tenía grifo en el
lugar donde vivía y debía traer el agua desde
una bomba. Para que la ropa blanca quedara
tan limpia era preciso estregarla bien en
una tina, echarle soda, dejarla en remojo,
hervirla en una olla enorme, almidonarla y
plancharla. Cada pieza era manipulada diez
o más veces. ¡Y el secado! No podía hacerse
al aire libre porque los ladrones se la robaban,
y una vez escurrida, debía llevarse al desván
14
para colgarla en alambres. En el invierno se
ponía tan quebradiza como el vidrio y casi
se partía al tocarla. Además, siempre se
formaban zafarranchos con las otras amas de
casa y lavanderas que querían el desván para
ellas. ¡Sólo Dios sabía cuánto debía soportar
cada vez que lavaba!
La anciana podría haber pedido limosna
a la entrada de una iglesia o ingresar a un
asilo para ancianos indigentes, pero tenía un
cierto orgullo y aquel amor al trabajo con
el que los gentiles han sido bendecidos. No
deseaba convertirse en carga para nadie y por
eso llevaba su carga sola.
Como mi madre hablaba algo de polaco,
la vieja conversaba con ella sobre muchas
cosas. A mí me quería de manera especial.
Solía decir que me parecía a Jesús, cosa que
repetía cada vez que venía y ante la cual
mi madre solía fruncir el ceño y murmurar
para sí, moviendo los labios en forma casi
imperceptible: “Que el viento se lleve sus
palabras”.
La mujer tenía un hijo rico —ya no
recuerdo en qué negociaba—, que se
avergonzaba de su madre, la lavandera;
nunca venía a verla ni le daba un centavo.
La anciana contaba todo esto sin rencor. Un
día su hijo se casó, parece que con un buen
15
partido. La boda se celebró en una iglesia;
aunque el hijo no había invitado a su anciana
madre, ella se fue a esperar en las escalinatas
para verlo llevar a la “joven dama” al altar.
No quiero parecer chovinista, mas no creo
que un hijo judío hubiese actuado de este
modo. Pero si lo hiciera, no dudo que la madre
judía armaría un escándalo y se lamentaría y
hasta enviaría por el bedel para llamarlo al
orden. En síntesis, los judíos son judíos y los
gentiles, gentiles.
La historia del hijo ingrato dejó una
profunda impresión en mi madre, que
por días y días habló del asunto, pues lo
consideraba no sólo una afrenta a la anciana
sino a toda la institución de la maternidad.
Mi madre alegaba:
—Nu, ¿paga acaso sacrificarse por los
hijos? La madre consume hasta su último
aliento y el hombre ni siquiera conoce el
significado de la palabra lealtad.
Y empezaba a echar sombrías indirectas,
insinuando que no estaba segura de sus
propios hijos:
—¿Quién sabe qué serán capaces de
hacer algún día?
No obstante, esto no le impedía dedicarse
de cuerpo y alma a nosotros. Si en casa había
alguna golosina, la guardaba para los niños; se
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inventaba toda suerte de disculpas y razones
para explicar por qué no quería probarla ella
misma; conocía encantamientos que databan
de tiempos antiguos y usaba expresiones
heredadas de generaciones de madres y
abuelas devotas; si uno de sus hijos se quejaba
de algún dolor, ella diría: “Permita Dios que
yo sea tu rescate y sobrevivas a mis huesos”,
o “Que sirva yo de expiación hasta para tu
dedo meñique”. Cuando comíamos decía:
“Salud y tuétanos en los huesos”. La víspera
de luna nueva nos daba un pedazo de dulce
especial diciéndonos que era para prevenir las
lombrices. Si a alguno de nosotros le entraba
una mugre en un ojo, se la quitaba con la
lengua; nos daba también confites contra
la tos, y de tiempo en tiempo nos llevaba
a que nos bendijeran contra el mal de ojo.
No obstante, leía también obras filosóficas
serias, como Los deberes del corazón, El libro
de la alianza y otras.
Pero regresemos a la lavandera. Aquel
había sido un invierno crudo y en las calles
hacía un frío atenazador. Por más caliente
que estuviese nuestra estufa las ventanas
se llenaban de dibujos de escarcha y se
adornaban de carámbanos; los periódicos
informaban que la gente se moría de frío y el
carbón comenzó a escasear; el invierno llegó
a ponerse tan duro que los padres dejaron de
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enviar a sus hijos al jéder, y hasta las escuelas
polacas fueron cerradas.
En un día como estos, la lavandera, ahora
de casi ochenta años, llegó a nuestra casa.
En las últimas semanas se había acumulado
gran cantidad de ropa para lavar. Mi madre le
sirvió una taza de té para que se calentara, y
una hogaza de pan. La anciana se sentó en el
asiento de la cocina, tiritando, y se calentaba
las manos contra la tetera. Tenía los dedos
torcidos a causa del trabajo, y quizás también
de la artritis, y las uñas de un extraño color
blanco: eran manos que hablaban de la
tozudez humana, de la voluntad de trabajar
no sólo hasta donde la fuerza lo permite
sino aun más allá de sus límites. Mamá
contó la ropa y elaboró la lista: camisillas de
hombre, vestidos de mujer, pantaloncillos
largos, bombachos, enaguas, camisas, fundas
para los edredones de plumas, fundas de
almohadas, sábanas, y los chales con flecos
de los hombres. Sí, la mujer gentil también
lavaba estas indumentarias sagradas.
El bulto era grande, más de lo normal.
Cuando la mujer se lo puso sobre los
hombros, la tapó por completo. Al principio
se tambaleó, como si fuera a caerse bajo
el peso de la carga, pero una obstinación
interior parecía gritarle: “No, no te puedes
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caer. Un burro puede permitirse el lujo de
doblegarse bajo el peso de su carga, mas no
el ser humano, rey de la creación”.
Fue terrible observar a la vieja salir
bamboleándose bajo su enorme bulto a
enfrentar una nieve seca como la sal y un
aire lleno de remolinos blancos de nieve en
polvo, como duendes que danzan en el frío.
¿Lograría la anciana llegar a Wola? La buena
mujer desapareció y mi madre suspiró y se
puso a orar por ella.
Normalmente la mujer regresaba con la
ropa en dos semanas, o máximo tres; pero
en esta ocasión pasaron tres, luego cuatro
y cinco, y nada se sabía de la anciana. Nos
quedamos sin ropa de cama; el frío se hacía
cada vez más intenso, los alambres de los
teléfonos se volvieron tan gruesos como
cables, las ramas de los árboles parecían de
vidrio; había caído tanta nieve que las calles
se habían desnivelado, y en muchas era
posible deslizarse en trineos como si fuesen
laderas de una colina. La gente de buen
corazón hacía fogatas en la calle para que los
vagabundos se calentaran y asaran papas, en
caso de tenerlas.
Para nosotros, la ausencia de la vieja
fue una catástrofe. Necesitábamos la ropa,
pero no sabíamos su dirección. Todo parecía
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indicar que había sufrido un colapso, y había
muerto. Mi madre declaró que ella había
tenido la premonición, cuando la vieja salió
de la casa la última vez, de que no volvería a
ver nuestras cosas nunca más. Encontró unas
camisas viejas y rotas, las lavó y las remendó.
Lamentábamos no sólo nuestra ropa sino a
la anciana mujer, agobiada de trabajo, que
se había hecho cercana a nosotros durante
tantos años de servicio fiel.
Más de dos meses transcurrieron; aquella
helada había cedido y una nueva llegó; otra
ola de frío. Una noche, mientras mamá
remendaba una camisa, sentada al pie de la
lámpara de kerosene, la puerta se abrió para
dar paso a una pequeña bocanada de vapor,
seguida de un bulto gigante. Bajo el bulto se
tambaleaba la anciana, su semblante blanco
como una sábana de lino. Unas pocas mechas
de pelo gris se asomaban en desorden por su
chal. Mamá sofocó un grito; era como si un
cadáver hubiese entrado al cuarto; yo corrí
hacia ella y le ayudé a bajar el bulto. Se veía
más delgada aún, más gacha, con el rostro
más enjuto. Movía la cabeza de un lado a
otro, como diciendo no. Era incapaz de emitir
una sola palabra clara; sólo murmuraba algo
indefinido con su boca hundida y sus pálidos
labios.
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Tras recuperar el aliento, nos contó que
había estado muy, muy enferma, no recuerdo
de qué; sólo sé que se había visto tan mal
que alguien había llamado a un médico
y éste había mandado por un sacerdote.
Le informaron esto al hijo y contribuyó
con dinero para el ataúd y el funeral. Mas
el Todopoderoso no quería llevarse aún a
esta alma adolorida. Comenzó entonces a
sentirse mejor, se restableció, y apenas fue
capaz de sostenerse en sus dos pies reanudó
su trabajo, y lavó no sólo nuestra ropa sino
asimismo la de varias otras familias.
—No podía descansar con tranquilidad
en mi cama con tanta ropa para lavar
—explicó la anciana—. La ropa no me dejó
morir.
—Con la ayuda de Dios, vas a vivir
hasta los ciento veinte años —dijo mi madre
bendiciéndola.
—¡Que Dios no lo quiera! ¿Para qué
tener una vida tan larga? El trabajo está cada
vez más duro, las fuerzas me abandonan, ¡no
deseo ser carga para nadie!
La anciana murmuró algo, se santiguó,
y levantó los ojos al cielo. Por fortuna había
algo de dinero en casa y mamá contó lo que
le debía. Tuve un extraño sentimiento: las
monedas, en aquellas manos viejas y gastadas
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de tanto lavar, también parecían cansadas,
limpias y piadosas, como su dueña. Las
sopló, las amarró en un pañuelo y se marchó,
no sin antes prometer que regresaría en unas
semanas por una nueva carga de ropa sucia.
Pero no regresó más. El bulto devuelto
poco antes había sido su último esfuerzo en
este mundo. La había animado la indomable
voluntad de regresar la propiedad a sus
legítimos dueños, de cumplir a cabalidad con
la tarea emprendida.
Y ahora sí, su cuerpo, que desde tiempo
atrás era sólo un tiesto viejo sostenido por
la fuerza de la honestidad y del deber, se
había derrumbado. Su alma pasó a aquellas
esferas donde todas las almas se encuentran,
sin importar los credos, las lenguas y los
papeles desempeñados en este mundo. No
puedo concebir el Edén sin esta lavandera, y
no puedo siquiera imaginar un mundo donde
no exista recompensa para un esfuerzo
semejante.
De En la corte de mi padre
Traducción de Eva Zimmerman
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Que pase el aserrador
Jesús del Corral
JESÚS DEL CORRAL (1871-1931). Cuentista
y periodista antioqueño, autor de crónicas llenas
de gracia y de entrañable conocimiento de las
gentes de su tierra. Lo mejor de sus escritos fue
recopilado en un volumen póstumo (Bogotá,
1944), bajo el título de Cuentos y crónicas. El
relato que aquí se reproduce es, sin duda, su
obra maestra.
Entre Antioquia y Sopetrán, en las
orillas del río Cauca estaba yo fundando
una hacienda. Me acompañaba en calidad
de mayordomo Simón Pérez, que era
todo un hombre, pues ya tenía treinta
años, y veinte de ellos los había pasado
en lucha tenaz y bravía con la naturaleza,
sin sufrir jamás grave derrota. Ni siquiera
el paludismo había logrado hincarle el
diente, a pesar de que Simón siempre
anduvo entre zancudos y demás bichos
agresivos.
Para él no había dificultad, y cuando se
le proponía que hiciera algo difícil que él
no había hecho nunca, siempre contestaba
con esta frase alegre y alentadora: “Vamos
a ver; más arriesga la pava que el que le tira,
y el mico come chumbimba en tiempo de
necesidad”.
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Un sábado en la noche, después del
pago de peones, nos quedamos Simón y
yo conversando en el corredor de la casa y
haciendo planes para las faenas de la semana
entrante, y como yo le manifestara que
necesitábamos veinte tablas para construir
unas canales en las acequias, y que no había
aserradores en el contorno, me dijo:
—Ésas se las asierro yo en estos días.
—¿Cómo? —le pregunté— ¿Sabe usted
aserrar?
—Divinamente; soy aserrador graduado,
y tal vez el que ha ganado más alto jornal
en ese oficio. ¿Que dónde aprendí? Voy a
contarle esa historia que es divertida.
Y me refirió esto que es verdaderamente
original:
—En la guerra del 85 me reclutaron y
me llevaban para la Costa por los Llanos
de Ayapel, cuando resolví desertar, en
compañía de un indio boyacense. Una
noche que estábamos ambos de centinelas,
las emplumamos por una cañada, sin dejarle
saludes al general Mateus. Al día siguiente ya
estábamos a diez leguas de nuestro ilustre jefe,
en medio de una montaña donde cantaban
los gurríes y maromeaban los micos. Cuatro
días anduvimos entre bosques, sin comer,
y con los pies heridos por las espinas de las
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chontas, pues íbamos rompiendo rastrojo
con el cuerpo, como vacas ladronas.
¡Lo que es el miedo al cepo de campaña
con que acariciaban a los desertores, y a los
quinientos palos con que los maduran antes
de tiempo!…
Yo había oído hablar de una empresa
minera que estaba fundando el conde de
Nadal en el río Nus, y resolví orientarme hacia
allá, así al tanteo, y siguiendo por la orilla de
una quebrada que, según me habían dicho,
desembocaba en aquel río. Efectivamente, al
séptimo día, por la mañana, salimos el indio
y yo a la desembocadura, y no lejos de allí
vimos, entre unas peñas, un hombre que
estaba sentado en la orilla opuesta a la que
llevábamos nosotros. Fue grande nuestra
alegría al verlo, pues íbamos casi muertos
de hambre y era seguro que él nos daría de
comer.
—Compadre —le grité— ¿cómo se llama
esto aquí? ¿La mina de Nus está muy lejos?
—Aquí es; yo soy el encargado de la
tarabita para el paso pero tengo orden de no
pasar a nadie, porque no se necesitan peones.
Lo único que hace falta son aserradores.
No vacilé un momento en replicar:
—Ya lo sabía y por eso he venido, yo soy
aserrador; eche la oroya para este lado.
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—¿Y el otro? —preguntó señalando a mi
compañero.
El grandísimo majadero tampoco vaciló
en contestar rápidamente:
—Yo no sé de eso, apenas soy peón.
No me dio tiempo de aleccionarlo; de
decirle que nos importaba comer a todo trance,
aunque al día siguiente nos despacharan como
a perros vagos; de mostrarle los peligros de
muerte si continuaba vagando a la aventura
porque estaban lejos los caseríos, o el peligro de
la “diana de palos” si lograba salir a algún pueblo
antes de un mes. Nada; no me dio tiempo ni
para guiñarle el ojo, pues repitió su afirmación
sin que le volvieran a hacer la pregunta.
No hubo remedio, y el encargado de
manejar la tarabita echó el cajón para este
lado del río, después de gritar: ¡Que pase el
aserrador!
Me despedí del pobre indio y pasé.
Diez minutos después estaba yo en
presencia del conde, con el cual tuve este
diálogo:
—¿Cuánto gana usted?
—¿A cómo pagan aquí?
—Yo tenía dos magníficos aserradores,
pero hace quince días murió uno de ellos; les
pagaba a ocho reales.
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—Pues, señor conde, yo no trabajo a
menos de doce reales; a eso me han pagado
en todas las empresas en donde he estado y,
además, este clima es muy malo; aquí le da
fiebre hasta a la quinina y a la sarpoleta.
—Bueno, maestro; “el mono come
chumbimba en tiempo de necesidad”;
quédese y le pagaremos los doce reales.
Váyase a los cuarteles de peones a que le den
de comer y el lunes empieza trabajos.
¡Bendito sea Dios! Me iban a dar de
comer; era sábado, al día siguiente me darían
también de comer de balde. Y yo que para
poder hablar tenía que recostarme a la pared,
pues me iba de espaldas por la debilidad en
que estaba.
Entré a la cocina y me comí hasta la
cáscara de los plátanos. Me tragaba las yucas
con pabilo y todo. ¡Se me escaparon las ollas
untadas de manteca porque eran de fierro.
El perro de la cocina me veía con extrañeza,
como pensando: Caramba con el maestro; si
se queda ocho días aquí, nos vamos a morir
de hambre el gato y yo!
A las siete de la noche me fui para la casa
del conde, el cual vivía con su mujer y dos
hijos pequeños que tenía.
Un peón me dio tabaco y me prestó
un tiple. Llegué echando humo y cantando
29
la guabina. La pobre señora, que vivía más
aburrida que un mico recién cogido, se alegró
con mi canto y me suplicó que me sentara en
el corredor para que la entretuviera a ella y a
sus niños, esa noche.
Aquí es el tiro, Simón, dije para mis
adentros; vamos a ganarnos esta gente, por
si no resulta el aserrío.
Y les canté todas las trovas que sabía.
Porque eso sí, yo no conocía serruchos,
tableros y troceros, pero en cantos bravos sí
era veterano.
Total, que la señora quedó encantada y me
dijo que fuera al día siguiente por la mañana
para que le divirtiera los muchachos, pues no
sabía qué hacer con ellos los domingos. ¡Y
me dio jamón, galletas y jalea de guayaba!
Al otro día estaba este ilustre aserrador
con los muchachos del señor conde,
bañándose en el río, comiendo ciruelas pasas
y, bendito sea Dios y el que exprimió las
uvas, ¡bebiendo vino tinto de las mejores
marcas europeas!
Llegó el lunes, y los muchachos no
quisieron que “el aserrador” fuera a trabajar
porque les había prometido llevarlos a un
guayabal a coger toches en trampa. Y el conde,
riéndose, convino en que el maestro se ganara
sus doce reales de manera tan divertida.
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Por fin el martes, di principio a mis
labores. Me presentaron al otro aserrador
para que me pusiera de acuerdo con él, y
resolví pisarlo desde la entrada.
—Maestro —le dije de modo que me
oyera el conde, que estaba por allí cerca—, a mí
me gustan las cosas en orden. Primeramente
sepamos qué es lo que se necesita con más
urgencia: ¿tablas, tablones o cercos?
—Pues necesitamos cinco mil tablas de
comino para las canales de la acequia, tres
mil tablones para los edificios y unos diez
mil cercos. Todo de comino, pero debemos
comenzar por las tablas.
Por poco me desmayo, trabajo para dos
años y… a doce reales al día, bien cuidado
y sin riesgo de que castigaran al desertor,
porque estaba “en propiedad extranjera”.
—Entonces, vamos con método. Lo
primero que debemos hacer es dedicarnos a
señalar árboles de comino, en el monte, que
estén bien rectos y bien gruesos para que den
bastantes tablas y no perdamos el tiempo.
Después los tumbamos, y, por último,
montamos el aserrío. Todo con orden, sí
señor, porque si no, no resulta la cosa.
—Así me gusta, maestro —dijo el conde—, se ve que usted es hombre práctico.
Disponga los trabajos como lo crea conveniente.
31
Quedé, pues, dueño del campo. El otro
maestro, un pobre majadero, comprendió
que tenía que agachar la cabeza ante este
famoso “aserrador” improvisado. Y a poco
salimos a la montaña a señalar árboles de
comino. Cuando nos íbamos a internar, le
dije a mi compañero:
—No perdamos el tiempo andando
juntos. Váyase usted por el alto, y yo me voy
por la cañada. Esta tarde nos encontramos
aquí; fíjese bien para que no señale árboles
torcidos.
Y salí cañada abajo, buscando el río. Y
en la orilla de éste me pasé el día, fumando
tabaco y lavando la ropita que traje del
cuartel del general Mateus.
Por la tarde, en el punto citado, encontré
al maestro y le pregunté:
—Vamos a ver, ¿cuántos árboles señaló?
—Doscientos veinte no más, pero muy
buenos.
—Pues perdió el día, yo señalé trescientos
cincuenta de primera clase.
Había que “pisarlo” en firme, y yo he sido
gallo para eso.
Por la noche me hizo llamar la señora
del conde, y que llevara el tiple porque
tenía cena preparada; que los muchachos
32
estaban deseosísimos de oírme el cuento
de “Sebastián de las Gracias”, que les había
yo prometido. Ah, y el del “Tío Conejo y el
compadre Armadillo”, y ese otro de “Juan
sin Miedo”, tan emocionante. Se cumplió
el programa al pie de la letra. Cuentos y
cantos divertidísimos; chistes de ocasión;
cena con salmón, porque estábamos de
vigilia; cigarros de anillito dorado; traguito
de brandy para el aserrador, pues como había
trabajado tanto ese día, necesitaba el pobre
que le sostuvieran las fuerzas. Ah, guiñadas
de ojos a una sirvienta buena moza que le
trajo el chocolate al “maestro” y que al fin
quedó de las cuatro patitas cuando oyó la
canción aquella de
Cómo amarte torcaz quejumbrosa
que en el monte se escucha gemir.
¡Qué aserrío monté esa noche! Le saqué
tablas del espinazo al mismo señor conde.
Y todo iba mezclado por si se dañaba lo del
aserrío. Le conté al patrón que había notado
yo ciertos despilfarros en la cocina de peones
y no pocas irregularidades en el servicio de
la despensa; le hablé de un remedio famoso
para curar la renguera (inventado por mí, por
supuesto) y le prometí conseguirle un bejuco
en la montaña, admirable para todas las
enfermedades de la digestión. (Todavía me
33
acuerdo del nombrecito con que lo bauticé:
¡levantamuertos!)
Encantados el hombre y su familia
con el “maestro” Simón. ¡Ocho días pasé
en la montaña, señalando árboles con mi
compañero, o mejor dicho separados, porque
yo siempre lo echaba por otro lado distinto al
que yo escogía! ¡Pero sabrá usted que como
yo no conocía el comino, tuve que ir primero
a mirar los árboles que había señalado el
verdadero aserrador!
Cuando ya teníamos marcados unos mil
empezamos a echarlos al suelo ayudados
por cinco peones. En esa tarea en la cual
desempeñaba yo el oficio del director,
empleamos más de quince días.
Y todas las noches iba yo a la casa del
conde y cenaba divinamente. Y los domingos
almorzaba y comía allá, porque era preciso
distraer a los muchachos… y a la sirvienta
también.
Yo era el sanalotodo en la mina. Mi
consejo era decisivo, y no se hacía nada sin
mi opinión. ¡Tal vez la célebre cortada del río
Nus fracasó más tarde por alguna bestialidad
que yo indiqué!
Todo iba a pedir de boca, cuando un día
llegó la hora terrible de montar el aserrío
de madera. Ya estaba hecho el andamio, y
34
por cierto que cuando lo fabricamos hubo
algunas complicaciones, porque el maestro
me preguntó:
—¿Qué alto le ponemos?
—¿Cuál acostumbran ustedes por aquí?
—Tres metros.
—Póngale tres con veinte, que es lo
mandado entre buenos aserradores. (Si sirve
con tres metros, ¿por qué no ha de servir con
veinte centímetros más?)
Ya estaba todo listo: la troza sobre el
andamio, y los trazos hechos en ella (por
mi compañero, porque yo me limitaba a dar
órdenes). La lámpara encendida y el velo en
el altar, como dice la canción.
Llegó el momento solemne, y una
mañana salimos, camino del aserradero, con
los grandes serruchos al hombro. ¡Primera
vez que yo veía un comemadera de esos!
Ya al pie del andamio, me preguntó el
maestro:
—¿Es usted de abajo o de arriba?
Para resolver tan grave asunto fingí que
me rascaba una pierna, y rápidamente pensé:
“si me hago arriba, tal vez me tumba éste con
el serrucho”. De manera que al enderezarme
contesté:
—Yo me quedo abajo; encarámese usted.
35
Trepó por los andamios, colocó el
serrucho en la línea… empezamos a aserrar
madera.
¡Pero, señor, cómo fue aquello! El chorro
de aserrín se vino sobre mí y yo corcoveaba
a lado y lado, sin saber cómo defenderme. Se
me entraba por las narices, por las orejas, por
los ojos, por el cuello de la camisa… ¡Virgen
santa! ¡Y yo que creía que eso de tirar de un
serrucho era cosa fácil!
—Maestro —me gritó mi compañero—,
se está torciendo el corte.
—Pero hombre, ¡con todos los diablos!
Para eso está usted arriba, fíjese y a plomo
como Dios manda…
El pobre hombre no podía remediar
la torcedura. Qué la iba a remediar si yo
chapaleaba como pescado colgado del
anzuelo.
Viendo que me ahogaba entre las nubes
de aserrín, le grité a mi compañero:
—Bájese, que yo subiré a dirigir el corte.
Cambiamos de puesto; y yo me coloqué
en el borde del andamio, cogí el serrucho y
exclamé:
—Arriba, pues, una… dos…
Tiró el hombre y cuando yo iba a
decir tres, me fui de cabeza y caí sobre mi
36
compañero. Patas arriba quedamos ambos,
él con las narices reventadas y yo con dos
dientes menos y un ojo que parecía una
berenjena.
La sorpresa del aserrador fue mayor que
el golpe que le di. No parecía sino que le
hubiera caído al pie un aerolito.
—¡Pero, maestro! —exclamó—. ¡Pero
maestro!…
—¡Qué maestro ni qué demonios! ¿Sabe
lo que hay? Que es la primera vez que yo
le cojo los cachos a un serrucho de éstos. ¡Y
usted que tiró con tanta fuerza! ¡Vea cómo
me puso! (y le mostré el ojo dañado).
—Y vea cómo me dejó usted (y me
enseñó las narices). Vinieron las explicaciones
indispensables, para las cuales resulté un
Víctor Hugo. Le conté mi historia, y casi lo
hago llorar cuando le pinté los trabajos que
pasé en la montaña en calidad de desertor.
Luego rematé con este discurso más bien
atornillado que un trapiche inglés:
—No diga usted una palabra de lo que ha
pasado porque lo hago sacar de la mina. Yo
les corté el ombligo al conde y a la señora, y
a los muchachos los tengo de barba y cacho.
Conque tráguese la lengua y enséñeme
a aserrar. En pago de eso le prometo darle
todos los días durante tres meses dos reales
37
de los doce que yo gano. Fúmese, pues, este
tabaquito (y le ofrecí uno), y explíqueme
cómo se maneja este mastodonte de serrucho.
Como le hablé en plata, y él ya conocía
mis influencias en casa de los patrones,
aceptó mi propuesta y empezó la clase de
aserrío. Que el cuerpo se ponía así, cuando
uno estaba arriba, y de esta manera, cuando
estaba abajo; que para evitar las molestias
del aserrín se tapaban las narices con un
pañuelo… cuatro pamplinadas que yo
aprendí en media hora.
Y duré dos años trabajando como
aserrador principal con doce reales diarios,
cuando los peones apenas ganaban cuatro. Y
la casa que tengo en Sopetrán la compré con
plata que traje de allá. Y los quince bueyes
que tengo aquí marcados con un serrucho,
del aserrío salieron… Y el hijo mío, que ya
me ayuda mucho en la arriería, es también
hijo de la sirvienta del conde y ahijado de la
condesa…
Cuando terminó Simón su relato soltó
una bocanada de humo, clavó en el techo la
mirada y añadió después:
—Y aquel pobre indio de Boyacá se murió
de hambre… sin llegar a ser aserrador.
De Cuentos y crónicas
38
Cuentos del dinero,
la riqueza y el poder
La guaca
Héctor Abad Faciolince
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE (1958).
Estudió Periodismo en la Universidad de
Antioquia, y Lengua y Literaturas Modernas
en la Universidad de Turín. Es uno de los
más destacados escritores colombianos de su
generación. Cuentista, cronista y novelista,
ha escrito también un libro de viajes, y otro,
Tratado de culinaria para mujeres tristes, de
género inclasificable. Su novela Angosta (2003)
ha sido considerada por más de un crítico la más
importante publicada en Colombia durante la
última década.
1
Cuando mi esposa volvió a enamorarse
de su viejo amor, el fotógrafo, y se fue a vivir
con él por El Retiro, yo me tuve que quedar
solo con los niños. Ella no llamaba ni venía
casi nunca, y pasaban meses enteros sin
que supiéramos de ella. Los niños lloraban
mucho al principio, sobre todo María Isabel,
la menor, pero a Juan Esteban, el mayor, le fue
entrando una rabia parecida a la mía, que lo
llevaba a levantar los hombros cada vez que le
mencionaban a la mamá. Ella se fue alejando,
tanto de la ciudad como de nuestros pechos,
hasta que todos en la casa terminamos
refiriéndonos a ella, no con su nombre, que
olvidamos, sino con un apelativo más lejano
y más justo: la difunta. Yo a ella, a la difunta,
no la culpaba del todo por su decisión; ella
43
había querido al fotógrafo desde antes de
casarse conmigo, y desde la adolescencia
habían planeado que algún día se irían a
vivir al campo. Ahora habían realizado su
sueño de vida agreste y vivían en esa finca sin
teléfono en las afueras de El Retiro, al lado de
una quebrada, con caballos y vacas y conejos.
Pescaban truchas, paseaban los perros, y se
bastaban tanto el uno al otro que casi nunca
bajaban a Medellín.
Después del primer estupor del abandono,
que me dejó medio loco por semanas, aunque
más herido en el orgullo que en el amor, yo
me fui acomodando, y a los meses me sentía
muy contento de vivir solo con los niños.
Contento, pero también preocupado, porque
con los horarios del periódico la vida diaria
se me volvió imposible. Por un lado, todos
los días tenía que despertarlos a las seis para
que tuvieran tiempo de bañarse antes de que
pasara el bus del colegio, y yo casi nunca podía
acostarme antes de la una porque en un día
bueno cerrábamos la edición a medianoche,
y en los días difíciles el turno se prolongaba
hasta más tarde, a veces hasta las dos o las
tres de la madrugada. Había noches en que
dormía menos de tres horas y después, en el
periódico, no era capaz de hacer nada bien
y a veces me quedaba dormido encima del
44
escritorio. Yo no tenía que llegar temprano
al periódico, podía llegar a las diez o a las
once de la mañana, pero me angustiaba
también que los niños llegaran solos por la
tarde, al salir del colegio, aunque tres veces
a la semana venía una empleada, y los otros
días venía mi mamá. Lo que pasa es que el
periódico es una esclavitud, con turnos de
ocho días sin fines de semana, con horarios
de doce o trece horas, sin tiempo para estar
con los hijos ni revisarles las tareas ni verlos
crecer, sin siquiera un minuto para cortarles
las uñas.
Las casas, además, se van cayendo
cuando no hay una mujer que las gobierne,
y de mes en mes mi casa estaba más sucia,
más triste, más desordenada. La comida era
pésima, había goteras, el timbre no sonaba,
la cocina olía a grasa, las matas se secaron,
un desastre. Por todo esto, y porque ya era
seguro que la difunta no iba a resucitar, yo le
propuse a mi mamá que viviéramos juntos,
que compráramos un apartamento grande
entre los dos y así ella podía ayudarme más
tiempo con los niños, y podíamos dividir
todos los gastos, y hasta pagar una muchacha
fija que ayudara en los oficios. Mi madre es
una señora viuda, jubilada, de más de setenta
años, pero fuerte y activa todavía. La idea de
45
vivir otra vez con el hijo, y sobre todo la idea
de pasar toda la semana con los nietos, la
llenó de un entusiasmo juvenil entre edípico
y maternal.
Lo primero que hicimos fue poner en
venta la casa donde yo vivía con los niños,
por el Estadio, y tuvimos mucha suerte
porque un constructor había comprado la
casa de al lado y quería también la nuestra
para poder levantar un edificio. La vendí
bien y puse el dinero en el banco mientras
mi mamá vendía también su apartamento
y juntábamos el capital para comprar algo
más grande y mejor entre los dos. Mientras
ella vendía, nos acomodamos todos allá, en
el apartamentico de ella, por la Floresta, pero
como tenía apenas un cuarto, los niños y yo
tuvimos que apeñuscarnos en la sala, entre
muebles, colchones, cajas de ropa, juguetes
y útiles del colegio. Fuera de eso yo había
cometido el error, para atenuarles la falta de
mi esposa, de comprarles un perro, y entonces
éramos cuatro los que teníamos que dormir
en el mismo espacio, a veces entre olores que
se me hace innecesario describir. Vivíamos
muy estrechos, pero menos infelices que
antes y con la esperanza de una nueva casa
en la que cada uno tendría su cuarto, y en la
que todos esquivaríamos la soledad.
46
Yo mismo vi el aviso en el periódico.
Me llamó la atención porque el anuncio
era más grande de lo habitual, y hablaba de
una urgencia por motivo de viaje al exterior.
Además recibían alguna propiedad de menor
valor como parte de pago. Ofrecían un
apartamento enorme, casi de trescientos
metros, en una loma alta por El Poblado
arriba, y por una cifra que parecía como
del Estadio, el barrio más modesto donde
nosotros habíamos vivido siempre. Llamé
a la inmobiliaria, les informé lo que podía
darles de contado, el apartamento que
teníamos para entregar como parte de pago,
y por teléfono la cosa les sonó. Esa misma
tarde fui a ver la propiedad, una Unidad
Cerrada con uno de esos nombres absurdos
hispano-colombianos que ponen por aquí:
Guaduales del Guadalquivir. El apartamento
era demasiado para nosotros, en todos los
sentidos: demasiado grande, demasiado
lujoso, de una ostentación excesiva. Yo tenía
un mazdita verde lora, que a mí me parecía
una finura, pero ni me imaginaba los carrazos
que había allá parqueados, puras burbujas
blindadas y jeeps metalizados. La Unidad
tenía piscina, además, y zona de juegos,
parque, sauna, jacuzzi, pista para trotar,
todo eso. Lo increíble es que el precio era tan
47
bueno que yo no tenía que encimar mucho;
bastaba que hiciera una hipoteca pequeña,
de menos de veinte millones, y la compra se
podía hacer. Al otro día, un sábado, fuimos a
verlo con mi mamá y con los niños, y todos
estábamos felices porque jamás habíamos ni
soñado con poder vivir en un sitio tan amplio
y tan lujoso. No es que el apartamento
fuera de buen gusto: los pisos eran todos de
mármol, de pared a pared, un mármol verde
oscuro, frío y brillante como la lápida de una
tumba. En los techos había molduras de yeso
con adornos barrocos pintados en un dorado
de gusto peor que regular; los grifos de los
baños eran cisnes inmensos bañados en oro,
y los sanitarios, más que tazas, parecían
tronos. El cielo raso del cuarto principal era
un mosaico cursi-erótico de espejos que yo
ya no tendría con quién usar, y en el vestier,
al lado, había también una gran caja fuerte
empotrada, que se podía camuflar detrás de
los vestidos y donde nosotros no teníamos
nada que guardar, ni joyas heredadas ni
ahorros ni cubiertos de plata ni acciones de
Coltejer.
El lunes llamamos para decir que
estábamos interesados y nos dieron una
opción mientras yo me ponía a hacer vueltas
en el banco para que me prestaran, sobre
48
una hipoteca, los dieciocho millones que nos
quedaban faltando. Todo salió muy rápido y
llegó el día en que teníamos que ir a firmar la
promesa de compraventa. Esa vez nos recibió
el gerente de la inmobiliaria, nos hizo pasar
a su despacho, nos ofreció café y gaseosa,
hasta me preguntó si no querría un whisky,
y luego empezó a hablar. Que él quería ser
muy franco con nosotros, nos dijo. Que todo
era legal, que no había ningún inconveniente,
pero que el apartamento tenía un problemita,
un problema menor, en realidad, pero que
él no quería que una señora mayor (y aquí
miraba a mi mamá) fuera a comprar las cosas
sin saberlo todo.
Ustedes recordarán que entre el 92 y el
93, después de que Pablo Escobar se escapó
de su propia cárcel, La Catedral, se desató
en Medellín una guerra a muerte entre
la gente del Cartel, la de Escobar, y un
grupo clandestino que se llamaba los Pepes
(perseguidos por Pablo Escobar), que eran
una especie de confusa mezcolanza entre
servicios de seguridad del Estado, la CIA,
la DEA, el FBI, los paramilitares, algunos
informantes del Cartel de Cali, o mejor dicho
hasta el Putas, como se dice aquí. En esos
años, uno tras otro, habían ido cayendo todos
los cuadros de la organización de Escobar,
49
desde sus abogados hasta los especialistas
en comunicaciones, desde los choferes y los
mayordomos, hasta los jefes de seguridad
y los sicarios a su servicio. Pues bueno,
nos informó el señor de la inmobiliaria, el
apartamento que ustedes van a comprar,
era propiedad del mayor de los hermanos
Foronda, Carlos Mario Foronda Zuluaga,
mejor conocido en el ambiente mafioso como
Pistoloco. Él, reconoció el gerente, había
sido el jefe de sicarios de Escobar, y pocos
meses después de que Pablo se escapara de
la Catedral, en el 92, había sido asesinado
por los Pepes ahí mismo, en Guaduales
del Guadalquivir, en el apartamento que
nosotros queríamos comprar. La viuda de
Foronda, Katia Moreno, era una ex modelo
que en el pánico de las semanas sucesivas se
había tenido que ir a vivir a Buenos Aires,
a las carreras, y ahora estaba vendiendo,
a precio de huevo, todo lo que le había
correspondido de herencia por su marido
muerto: fincas de recreo, haciendas, casas,
apartamentos, carros, caballos, cuadros del
maestro Ramón Vásquez, de Manzur y de
Guayasamín…
Mi mamá y yo nos asustamos un poco
con la noticia, pedimos otro día para pensarlo
mejor y consultar. Mientras ella consultaba
50
con un abogado de confianza, y averiguaba
con él detalles sobre la ley de extinción
del dominio, la que expropia propiedades
de narcotraficantes, que quizás nos podría
afectar, yo iba a estudiar el caso de Pistoloco
en los archivos del periódico. Por el lado de mi
mamá, resultó que era muy improbable lo de
la expropiación. Según el abogado el riesgo
era mínimo, y comprarle a la modelo no era
siquiera una falta moral. Eso nos dijo. Yo por
mi parte encontré, en distintos periódicos
de enero del 93, alguna información. Lo
del asesinato de Foronda había sido en
realidad una masacre, y bastante macabra.
Aprovechando que estaban en fiestas de fin
de año, el mismo 31 de diciembre del 92,
poco antes de las doce de la noche, llegaron
al condominio Guaduales del Guadalquivir,
tres automóviles blindados seguidos por
tres motos. Después de inmovilizar al
portero de la Unidad, unos quince hombres
bajaron de los carros y de las motos,
subieron hasta el piso trece del edificio,
tumbaron de un almadanazo la puerta
del penthouse de Pistoloco, inmovilizaron
a las catorce personas que allí se hallaban
reunidas (en plena rumba de fin de año y en
honda borrachera del tipo sentimental), las
hicieron tender boca abajo, les amarraron
51
las manos con alambres y procedieron a
ultimarlas una por una con un tiro en la
nuca y otro en la cintura. Entre los muertos,
además de Pistoloco, había cinco modelos de
una reconocida casa de desfiles de Medellín,
todas menores de veinte años, tres músicos
integrantes del trío Los Únicos de Envigado,
cuatro amigos o guardaespaldas del mismo
Pistoloco, ninguno de los cuales alcanzó
a reaccionar, y un niño de once años,
identificado como Wílmar Foronda Moreno,
al parecer hijo de un matrimonio prematuro
de Pistoloco con una mujer que no se hallaba
presente en la fiesta de año nuevo. La madre
de este niño se llamaba, según el periódico,
Katia Moreno, ex modelo, y era la misma
que ahora tenía a su nombre la escritura del
apartamento. Lo único que el gerente no
nos había dicho era el número de muertos
que había habido en el apartamento. Nada
se sabía sobre la identidad de los asesinos,
salvo que eran los Pepes, y lo único que el
portero declaró es que dos de ellos, al salir,
estaban discutiendo sobre la muerte del
menor. “¿Por qué mataste al niño, güevón?”
decía uno. Y, según el portero, el otro Pepe
le contestó: “No se pueden dejar vivos a los
hijos, porque esos, cuando crecen, son los
que lo matan a uno después”.
52
Claro que a mí no me gustó lo que había
sucedido en ese apartamento, pero ya había
pasado mucho tiempo, casi dos años, y a la
gente las cosas se les van olvidando. Yo no
soy de los que cree en sitios salados, y menos
en fantasmas. Un apartamento como ese
valía más de doscientos millones y a nosotros
nos lo estaban dejando por ciento cuarenta.
La gente tiene agüeros y cuando uno quiere
vender algo así, sobre todo si tiene afán, toca
bajar el precio. ¿Ustedes qué habrían hecho?
Eso lo discutimos mi mamá y yo toda la noche,
qué hacer, aceptar o no aceptar, comprar o
no comprar. El cambio era muy bueno, de
la Floresta a El Poblado. En la madrugada
resolvimos que sí, que lo comprábamos de
todas maneras, sin contarles, claro, nada a
los niños de lo que había pasado allí. Por el
dinero que teníamos no podíamos conseguir
nada mejor, difícilmente podríamos tener
algo tan cómodo; ese apartamento era hasta
más de lo que necesitábamos para vivir, y
si algún día, años después, lo quisiéramos
vender, quién se iba a acordar siquiera de
que alguna vez había existido un tipo al que
le decían Pistoloco. Cerramos los ojos y nos
metimos en la compra. Lo único que quedaba
de los catorce muertos era, sobre el mármol
verde de la sala, algunos bordes despicados
en el piso, y un montón de pequeños orificios
53
mal remendados con masilla. Encima de
todo eso pusimos un tapete de flores, y no lo
pensamos más.
Cuando nos pasamos, los primeros
meses, la vida práctica se nos hizo mucho más
fácil, mis hijos se adaptaron de inmediato
al lugar, no había tarde que no bajaran a
la piscina, prendían el sauna aunque no
aguantaran ni un minuto adentro, y cuando
se aburrían montaban en ascensor. Los
fines de semana que yo no iba al periódico
pasábamos horas jugando con raquetas en el
jardín. La difunta llamaba como mucho cada
mes. Un matrimonio con la propia madre
tiene sus ventajas. Hay menos celos y mayor
libertad; el amor y la conveniencia no son
contradictorios, en este caso; es saludable
para la psicología de los niños y para la salud
mental de la persona mayor. Nos adaptamos
muy bien a la Unidad, donde lo único que
desentonaba era mi carrito verde lora, que
por el momento y con el sueldo del periódico
no lo podía ni pensar en cambiar. De hecho
todo marchó sin contratiempos durante más
de seis meses, hasta que sucedió el episodio
por el que ahora somos otros, no sé si mejores
o peores, pero otros.
Todo empezó un domingo por la
mañana, después de la circunstancia más
54
banal. Mi hija, al llegar de bañarse en
la piscina, se iba a lavar el pelo y quería
usar el secador en mi baño, el de la alcoba
principal. Al conectar el secador al enchufe
(que nunca habíamos usado hasta ese día),
éste no funcionó. Yo, que tengo espíritu de
todero y cuando se tapan los lavamanos
sirvo de plomero, y cuando hay un corto
circuito me improviso electricista, empecé
a desmontar el enchufe para revisar la
instalación. La sorpresa inicial fue más bien
una pequeña curiosidad, una sensación de
extrañeza que se volvió asombro. Detrás de
la tapa del enchufe, en lugar de los alambres
consabidos, había un doble fondo. Debajo
del enchufe se desprendía una tablita de
madera, pintada igual que la pared. Al quitar
la tabla, al fondo, se veía la cerradura de una
caja fuerte, con llave. Era rarísimo. Cuando
nos habían hecho entrega del apartamento,
además de las llaves de todas las puertas y del
ascensor, nos habían entregado también la
clave de la caja fuerte, que abrimos y estaba
vacía, por supuesto, pues la ex modelo se
había llevado todas sus pertenencias a
Argentina. Habíamos vuelto a cerrar esa
caja, vacía, que a gente como nosotros
no nos servía para nada. Nadie nos había
hablado de otra caja fuerte secreta. Probé
la misma clave de la caja fuerte externa,
55
y funcionó, era igual, pero por el pequeño
orificio que dejaba la abertura detrás del
enchufe, solamente se podía meter el brazo.
Metí la mano hasta el fondo y lo primero
que saqué fue un papel. Parecía un naipe
con la foto de un señor. Yo al mirarlo creí
que era Drácula y me imaginaba que había
algún secreto ahí, implementos para algún
rito satánico o cosas así. Miré por detrás
del naipe y vi que tenía la oración del Padre
Marianito, beato reciente de la Santa Madre
Iglesia. Volví a meter la mano y lo que salió
fue un escapulario y otra estampita, esta
vez del Señor Caído de Girardota. Insistí,
moviendo la mano en la oscuridad. Al tacto
se distinguían varios paquetes pequeños,
forrados en plástico. Saqué uno. Yo no sabía
bien qué era eso, nunca había visto nada así,
era como una pequeña tableta de chocolate,
pero pesaba mucho, era dorada. Me quité
los anteojos y leí las letras diminutas. En
un troquelado minúsculo decía 24K, decía
101,3 gr. Mi corazón se aceleró. Metí la
mano otra vez. Había varias montañitas
bien apiladas de estos pequeños lingotes de
oro, todos de distinto peso, aunque todos
entre 98 y 103 gramos. Saqué algunos; eran
muy parecidos, pero no los conté. Yo estaba
solo en el baño, en cualquier momento
entraría María Isabel a preguntarme si ya
56
había arreglado el enchufe. Tiré adentro los
lingotes que había sacado, las estampas del
padre Marianito y del Señor Caído, cerré
la caja fuerte, acomodé lo mejor que pude
la tabla de tríplex (ahora no era perfecta,
se veían los bordes) y puse otra vez el
enchufe apretando los dos tornillos con
el destornillador. Las manos me estaban
temblando y mi respiración parecía la de uno
que acaba de llegar de trotar. No quería que
los niños se enteraran de nada. María Isabel
se secó y alisó el pelo en el cuarto de ella y
cuando los niños, al fin, salieron al jardín,
llamé a mi mamá y le conté el hallazgo.
Volví a quitar el enchufe, la tablita, abrí
la caja fuerte con la clave que me sabía de
memoria, metí la mano y ya no saqué las
estampas; le mostré las pastillas solamente.
La reacción de los dos era, al mismo
tiempo, de miedo y entusiasmo, de júbilo y
pecado. Era una sensación a medias entre el
robo y el golpe de suerte. Era como ganarse la
lotería. A los dos se nos salían gritos de alegría
y de incredulidad. Volví a meter la mano,
más hacia el fondo, con el brazo hasta el
hombro. Había paquetes de consistencia muy
distinta. Saqué uno. Era un fajo de dólares,
cien billetes de cien dólares, bien empacados
con una banda de papel en la mitad. Yo no lo
podía ni creer. Hacíamos cuentas mentales,
57
cien por cien, es un cien más dos ceros, o sea
diez mil, y diez mil dólares, en esos días, eran
como quince millones de pesos. Metí la mano
y empecé a sacar fajos y más fajos, entre los
que a veces salía enredado algún lingote.
Las sumas y las cifras crecían en la cabeza,
enloquecidas, como fuegos artificiales. Yo
sentí un vértigo, como lo que se siente desde
la parte más alta de la rueda de Chicago.
Sacaba y sacaba montones de fajos, pero
al tacto se percibía que había aún muchos
más. En ese momento sonó el timbre y los
volvimos a meter precipitadamente en el
mismo sitio. Yo nunca había tenido miedo de
que me robaran nada (¿qué me iban a robar?),
pero antes de abrir la puerta miré bien por el
ojo mágico para estar seguro de que fueran
mis hijos, que volvían con la muchacha, y no
algún ladrón. Cuando entraron, por primera
vez desde que estábamos ahí, le di vuelta a
la llave y puse la cerradura de arriba, la de
seguridad.
2
Nunca nadie entendió, en el periódico,
qué había pasado con Carlos Mario Yepes,
el editor de Nación, a quien un día de abril
de 1995 se lo tragó la tierra. Después de un
período muy duro, cuando lo dejó su mujer,
había vuelto a ser feliz. Había comprado
58
con doña Ana, su madre, un apartamentazo
por El Poblado arriba, y allá vivía feliz,
como un rico, con ella y con los niños,
hasta que un día, como por arte de magia,
desapareció, se lo tragó la tierra. A mediados
de abril, unos seis o siete meses después
de haberse mudado de casa, no volvió al
periódico, y toda la familia desapareció. Ni
sus compañeros de trabajo ni sus mejores
amigos sabían nada. La policía inspeccionó
el apartamento, pero no encontró ninguna
cosa que llamara la atención, ningún indicio,
ni el más mínimo rastro que explicara su
partida. Nunca volvió a saberse nada de
ellos en todo Medellín: ni en Guaduales del
Guadalquivir, ni en el colegio de los niños,
ni en la parroquia donde oía misa la mamá,
ni en el periódico, ni en ningún pueblo o
ciudad del país. Tanto en el periódico, como
en Medellín, se insinuó que la desaparición
del periodista, de sus hijos, y de su señora
madre, podía tener alguna relación con el
asesinato de Pistoloco. Ese apartamento
tenía algo, debía estar salado, y ahí seguiría
para siempre como un sepulcro vacío, con
las puertas cerradas. Se pensó, se dijo y se
publicó que tal vez su desconcertante final
tendría alguna relación con los sucesos
sanguinarios del famoso penthouse. Sólo
ahora, algunos años después, se puede
59
revelar el paradero de sus cuentas, de sus
cuerpos e incluso de sus almas.
La casa tiene tres plantas y se levanta en
las armoniosas colinas que se asoman al Lago
de Ginebra. La ciudad se llama Montreux y
es célebre, entre otras cosas, porque allí se
realiza uno de los más prestigiosos festivales
de jazz del mundo, y porque aquí vivió la
última parte de su vida el gran escritor ruso
Vladimir Nabokov. La colina, en esta parte
del lago, mira al costado meridional, lo que
hace que la casa sea menos fría en invierno, y
llena de una luz paradisíaca en los meses más
cálidos del año. Cerca de allí hay viñedos,
queserías, castillos, museos, teatros. Una
mansión así, en ese sitio, con esa situación,
no te la muestran por menos de un millón y
medio de dólares.
Según documentos auténticos, los
ocupantes de la casa, y legítimos dueños,
se llaman Carlo Tomasinelli, un señor
cincuentón, y Anna Olivieri, una ancianita
de casi ochenta años, aunque vivaz todavía.
Con ellos viven dos adolescentes, hijos de él,
nietos de ella, en edad escolar, que asisten
a los últimos años del colegio público de
Montreux. El padre y la abuela, a pesar de
sus nombres, no hablan ni una palabra
de italiano. Tampoco saben alemán, y su
60
francés es torpe y elemental. Unos cuantos
monosílabos y algunos sustantivos de la
vida práctica. Los muchachos, en cambio,
dominan el francés, el alemán, y se burlan en
toda ocasión de los mayores, que en la vida
familiar conversan siempre en antioqueño.
Son dos niños alegres, Isabella y Stephan,
aunque quizá un poquito más morenos que
la mayoría de sus compañeros, exceptuando
hindúes y africanos.
Don Carlo y doña Anna están acodados
a la amplia terraza que mira al apacible lago
de Ginebra. “¿Qué es lo que más te gusta de
Suiza?” le pregunta el hijo a la madre, y ella
contesta: “La limpieza.” “¿Y lo que menos?”
“Lo mismo, la limpieza.” Suspiran. Se quedan
callados. Del interior de la casa sale una
música exótica para estas tierras: vallenatos.
Periódico El Colombiano, Medellín, 6 de febrero
del 2002.
61
El mayordomo
Roald Dahl
ROALD DAHL (1916-1990). De origen
noruego, nació en Llandaff (Gales). Fue piloto
de guerra, miembro del servicio de inteligencia
británico, agregado adjunto aéreo de la
embajada británica en Washington. Escribió
con igual acierto e ingenio para niños y para
adultos. En este último campo, sus relatos
suelen ser un soberbio ejercicio de ironía y del
más fino humor negro. Algunas de sus historias
infantiles han sido llevadas al cine.
En cuanto George Cleaver ganó el primer
millón, él y la señora Cleaver se trasladaron
de su pequeña casa de las afueras a una
elegante mansión de Londres. Contrataron
a un cocinero francés que se llamaba
monsieur Estragón y a un mayordomo
inglés de nombre Tibbs. Ambos cobraban
unos sueldos exorbitantes. Con la ayuda de
estos dos expertos, los Cleaver se lanzaron
a ascender en la escala social y empezaron
a ofrecer cenas varias veces a la semana sin
reparar en gastos.
Pero estas cenas nunca acababan de salir
bien. No había animación, ni chispa que
diera vida a las conversaciones, ni gracia. Sin
embargo, la comida era excelente y el servicio
inmejorable.
—¿Qué demonios les pasa a nuestras
fiestas, Tibbs? —le preguntó el señor Cleaver
65
al mayordomo— ¿Por qué nadie se siente
cómodo?
Tibbs ladeó la cabeza y miró al techo.
—Espero que no se ofenda si le sugiero
una cosa, señor.
—Diga, diga.
—Es el vino, señor.
—¿Qué le pasa al vino?
Pues verá, señor, monsieur Estragón sirve
una comida excelente. Una comida excelente
debe ir acompañada de un vino igualmente
excelente, pero ustedes ofrecen un tinto
español barato y bastante asqueroso.
—¿Y por qué no me lo ha dicho antes,
hombre de Dios? —exclamó el señor
Cleaver—. El dinero no me falta. ¡Les daré
el mejor vino del mundo, si eso es lo que
quieren! ¿Cuál es el mejor vino del mundo?
—El clarete, señor —contestó el
mayordomo—, de los grandes châteaux
de Burdeos: Lafite, Latour, Haut-Brion,
Margaux, Mouton-Rothschild y Chevel
Blanc. Y solamente de las grandes
cosechas, que en mi opinión son las de
mil novecientos seis, mil novecientos
catorce, mil novecientos veintinueve y
mil novecientos cuarenta y cinco. Chevel
Blanc también tuvo unos años magníficos
66
en mil ochocientos noventa y cinco y mil
novecientos veintiuno, y Haut-Brion en
mil novecientos seis.
—¡Cómprelos todos! —dijo el señor
Cleaver—. ¡Llene la bodega de arriba abajo!
—Puedo intentarlo, señor —dijo el
mayordomo—, pero esa clase de vinos
son difíciles de encontrar y cuestan una
fortuna.
—¡Me importa tres pitos el precio!
—exclamó el señor Cleaver—. ¡Cómprelos!
Era más fácil decirlo que hacerlo. Tibbs
no encontró vino de 1895, 1906, 1914 ni 1921
ni en Inglaterra ni en Francia. Pero se hizo
con unas botellas del 29 y del 45. Las facturas
fueron astronómicas. Eran tan grandes que
hasta el señor Cleaver empezó a reflexionar
sobre el tema. Y este interés se transformó en
verdadero entusiasmo cuando el mayordomo
le sugirió que tener ciertos conocimientos de
vino era un valor social muy estimable. El
señor Cleaver compró libros sobre vinos y
los leyó de cabo a rabo. También aprendió
mucho de Tibbs, que le enseñó, entre otras
cosas, a catar el vino.
—En primer lugar, señor, tiene que olerlo
durante un buen rato, con la nariz sobre la
copa, así. Después bebe un sorbo, abre los
labios un poquito y toma aire, dejando que
67
pase por el vino. Observe cómo lo hago yo. A
continuación se enjuaga la boca con fuerza y,
por último, se lo traga.
Con el paso del tiempo, el señor Cleaver
llegó a considerarse un experto en vinos e,
inevitablemente, se convirtió en un pelmazo
tremendo.
—Damas y caballeros —anunciaba a
la hora de la cena, alzando la copa—, éste
es un Margaux del veintinueve. ¡El mejor
año del siglo! ¡Un bouquet fantástico!
¡Huele a primavera! ¡Y observen ese sabor
que queda después, y el gusto a tanino que
le da ese toque astringente tan agradable!
Maravilloso, ¿eh?
Los invitados asentían, tomaban un
sorbo y murmuraban alabanzas, pero nada
más.
—¿Qué les pasa a esos idiotas? —le
preguntó el señor Cleaver a Tibbs, después de
que esta situación se repitiera varias veces—.
¿Es que nadie sabe apreciar un buen vino?
El mayordomo torció la cabeza a un lado
y dirigió los ojos hacia arriba.
—Creo que lo apreciarían si pudieran
catarlo, señor —dijo—. Pero no pueden.
—¿Qué diablos quiere decir? ¿Cómo que
no pueden catarlo?
68
—Tengo entendido que usted ha
ordenado a monsieur Estragón que aliñe
generosamente las ensaladas con vinagre,
señor.
—¿Y qué? Me gusta el vinagre.
—El vinagre —dijo el mayordomo— es
enemigo del vino. Destruye el paladar. El
aliño debe hacerse con aceite puro de oliva y
un poco de zumo de limón. Nada más.
—¡Qué estupidez! —exclamó el señor
Cleaver.
—Lo que usted diga, señor.
—Se lo voy a repetir, Tibbs. Eso son
estupideces. El vinagre no me estropea para
nada el paladar.
—Tiene usted mucha suerte, señor
—murmuró el mayordomo, al tiempo que
abandonaba la habitación.
Aquella noche, durante la cena, el
anfitrión se burló del mayordomo delante de
los invitados.
—El señor Tibbs —dijo— ha intentado
convencerme de que no puedo apreciar el
vino si el aliño de la ensalada lleva mucho
vinagre. ¿No es así, Tibbs?
—Sí, señor —replicó Tibbs gravemente.
—Y yo le respondí que no dijera
estupideces. ¿No es así, Tibbs?
69
—Sí, señor.
—Este vino —continuó el señor Cleaver,
alzando la copa— a mí me sabe exactamente
a Château Lafite del cuarenta y cinco; aún
más, es un Château Lafite del cuarenta y
cinco.
Tibbs, el mayordomo, estaba inmóvil
y erguido junto al aparador, la cara muy
pálida.
—Disculpe, señor —dijo—, pero no es
un Lafite del cuarenta y cinco.
El señor Cleaver giró en su silla y se quedó
mirando al mayordomo.
—¿Qué diablos quiere decir? —preguntó—. ¡Ahí están las botellas vacías para
demostrarlo!
Tibbs siempre cambiaba de recipiente
aquellos excelentes claretes antes de la cena,
pues eran viejos y tenían muchos posos. Los
servía en jarras de cristal tallado y, siguiendo
la costumbre, dejaba las botellas vacías en el
aparador. En ese momento había dos vacías
de Lafite del cuarenta y cinco a la vista de
todos.
—Resulta que el vino que ustedes
están bebiendo —dijo tranquilamente el
mayordomo— es ese tinto español barato y
bastante asqueroso, señor.
70
El señor Cleaver miró el vino de su copa,
y después clavó los ojos en el mayordomo. La
sangre empezó a subírsele a la cara, y la piel
se le tiñó de rojo.
—¡Eso es mentira, Tibbs! —gritó.
—No, señor, no estoy mintiendo
—replicó el mayordomo—. De hecho nunca
les he servido otro vino que tinto español.
Parecía gustarles.
—¡No le crean! —gritó el señor Cleaver a
sus invitados—. Se ha vuelto loco.
—Hay que tratar con respeto los grandes
vinos —dijo el mayordomo—. Ya es bastante
con destrozar el paladar con tres o cuatro
copas antes de la cena, como hacen ustedes,
pero si encima riegan la comida con vinagre,
lo mismo da que beban agua de fregar.
Diez rostros furibundos estaban
clavados en el mayordomo. Los había cogido
desprevenidos. Se habían quedado sin habla.
—Ésta —continuó el mayordomo,
extendiendo el brazo y tocando con cariño
una de las botellas vacías—, ésta es la
última botella de la cosecha del cuarenta
y cinco. Las del veintinueve ya se han
acabado. Pero eran unos vinos excelentes.
El señor Estragón y yo hemos disfrutado
enormemente con ellos.
71
El mayordomo hizo una reverencia y
salió lentamente de la habitación. Atravesó
el vestíbulo, traspasó la puerta de la casa y
salió a la calle, donde le esperaba el señor
Estragón cargando el equipaje en el maletero
del cochecito que compartían.
De La venganza es mía, S. A. Editorial Debate,
1990
Traducción de Flora Casas.
72
El mensaje
Luis Fernando Veríssimo
LUIS FERNANDO VERÍSSIMO (1936).
Brasilero del Sur, hijo del gran novelista Erico
Veríssimo. Sus crónicas, llenas de gracia y humor
crítico, que casi siempre asumen la forma de
relatos breves, se publican en varios periódicos
y revistas de su país. Ha creado personajes
tan vivos y bizarros como el analista de Bagé
o el detective Ed Mort, entre otros. Veríssimo
es también caricaturista y guionista de cine y
televisión.
Fue meses después de la muerte del
marido cuando la viuda lo recordó: él tenía
dólares escondidos en la biblioteca. Muchos
dólares.
—¿Dónde mamá? Haz memoria —se
impacientó Gutemberg, el hijo más atrevido.
—En un libro. No sé cuál.
—¿Un libro? ¿O varios? —preguntó
Flaubert, el hijo más prudente.
—No. Uno. Él me dijo uno.
—¿Pero cuál? —se impacientó Guto.
—¡No lo sé!
—Calma —pidió Flaubert.
La biblioteca era enorme. Cuatro paredes
altas forradas de libros encuadernados.
Millares de libros encuadernados.
—¡Vamos a revisarlos todos! —dijo
Guto, el más joven e impulsivo.
75
—Espera —dijo Flaubert—. Nos
llevaría demasiado tiempo. Vamos a pensar.
Coloquémonos en el lugar del viejo. Sabemos
cómo era. No colocaría los dólares en
cualquier libro…
—Para empezar, si eran muchos dólares,
no cabrían en un libro delgado. Tuvo que
haber colocado los billetes entre las páginas.
Por lo tanto, muchas páginas.
—Exacto —concedió Flaubert.
No estaba pensando en lo obvio, como
Gutemberg, sino en el fino espíritu del padre.
Disfrutando con antelación el sutil acertijo
que, sin proponérselo, les había dejado.
—Eso sólo nos deja los libros gruesos.
Gutemberg miró a su alrededor. No
amaba los libros, como Flaubert. En una
biblioteca se sentía como en un cementerio.
Un lugar lúgubre, lleno de entes queridos por
los demás.
—Las mil y una noches —sugirió. Fue el
primer volumen grueso con el que se topó.
Flaubert pensó un poco, finalmente
decretó: “No”. Era una edición ilustrada de
Las mil y una noches. Un libro atractivo.
Mucha gente lo hojearía. El libro escogido
por su padre debía ser uno que pocos se
animarían a tomar del estante y hojearlo.
76
Gutemberg escogió otro título.
—Guerra y paz.
Hmmm, pensó Flaubert. Tolstoi. El
viejo aristócrata ruso, con sus ideas sobre las
virtudes pastoriles. De algún modo, no hacía
juego con los dólares.
—No.
—N-i-e… —comenzó a deletrear Guto.
¿Nietzche? Tal vez, pensó Flaubert.
Un espíritu superior no necesita justificar
ni siquiera para sí mismo sus impulsos
menores, como el de comprar dólares en el
mercado negro. Más allá del bien y del mal.
Pero todavía no combinaba con su padre.
—Tampoco —dijo Flaubert.
—La decadencia de Occidente…
¿Quién sabe? Nadie lee a Oswald
Sprengler hoy en día. Pero no. El viejo no
escondería allí a la moneda más fuerte de
Occidente. ¿Ulises?… No. ¿Cuán verde era
mi valle? Demasiado obvio.
—Éste. Es grueso. Doktor Faustus,
Thomas Mann —señaló Gutemberg.
Tal vez, pensó Flaubert. ¿El alma a
cambio de dólares? Pero no. La ironía del
viejo no llegaría a ese extremo de autocrítica.
Quién sabe, uno de los tomos de Tesoros de
la juventud que su padre había guardado con
77
tanto cariño. No. Los dólares habían sido
ahorrados durante la vejez. Un tesoro del
tiempo y de la necesidad. Y el viejo tampoco
era cínico.
—La riqueza de las naciones, Adam
Smith. Estamos llegando cerca. Pero todavía
no es ése…
Y entonces los dos hermanos se detuvieron frente a dos volúmenes que descansaban,
uno junto a otro, sobre el mismo estante.
te
parece?
—preguntó
—¿Qué
Gutemberg.
Ambos libros tenían más o menos el
mismo grosor. Muchos dólares cabrían en
sus páginas. Uno era una Biblia. El otro era
Das Kapital.
—Es uno de éstos —dijo Flaubert. Estaba
seguro.
¿Cuál de los dos? ¿Cuál sería la ironía,
al final? ¿El capital bien protegido entre las
páginas de su decreto de muerte o cayendo
a los pies de quien hojease el libro sagrado
en busca de consuelo espiritual? ¿Cuál la
lección? ¿Cuál el mensaje? ¿Cuál de los dos
libros su padre estuvo seguro de que jamás
sería abierto por alguien de la familia?
—Tú busca en uno mientras yo busco en
el otro —dijo Gutemberg, más joven y más
práctico.
78
Los dólares no estuvieron en ninguno de
los libros, y tampoco fueron tantos como la
viuda había pensado. Lo único que restaba
era un billete de cien, en medio de Lo que
el viento se llevó… Y hasta ahora no lo han
encontrado.
De Falsísima antología de Veríssimo. Caracas,
Ediciones Angria, 1992.
Traducción de Sergio Jablon.
79
Cuentos solidarios
Tierra en los zapatos
Esther Fleisacher
ESTHER FLEISACHER (1959). Colombiana,
nacida en Palmira, reside en Medellín desde
1965. Psicoanalista y editora. Ha publicado
cuentos y poemas en diferentes medios. Las tres
pasas, es su primer libro de cuentos (1999). El
libro de poemas Cable a tierra (inédito) contó
con el apoyo de los Fondos Mixtos para el Arte
y la Cultura en Antioquia (2000).
Clemente se sobaba la hermosa chivera
blanca con un gesto de tristeza que rompía
el alma. La muerte de Adolfo, el más joven de
los hermanos, había sido un revés inesperado.
Además de la tristeza, a Clemente lo
embargaba algo así como una desazón. ¿Por
qué Dios había querido empezar al revés? Él
era el mayor, había casado a su única hija y
hasta era viudo, su Perla se había ido hacía
ya varios años. Nunca se había opuesto a los
designios divinos, siempre los encontraba
sabios, pero esta vez no entendía nada. Su
hermano era una buena persona, siempre
había cumplido con el deber y aún le
quedaban cosas por hacer, la hija menor
estaba soltera.
Cuando murió Perla, Clemente supo
que era mejor así, no tenía sentido prolongar
una existencia tan dolorosa. Aunque no
85
se acostumbraba a su ausencia, habían
compartido toda una vida y llevaba su
mirada azul tallada en su mirada miel. La
presencia de Chela, la muchacha del servicio
doméstico, permitió que no se desmoronara.
Había trabajado con ellos los últimos años
y fue una bendición. Era suficiente con
extrañar a Perla, hubiera sido insoportable
extrañar también el lugar de la toalla en el
baño, la mermelada de naranja al desayuno
o el cojín en el sillón de lectura.
Ya habían enterrado a Adolfo. Como era
la costumbre, la shivá o duelo de los siete días
se llevaba a cabo en la casa del difunto. Era
una familia especialmente unida, estaban
presentes los hermanos, las esposas, los
hijos, los sobrinos, las nueras y los yernos.
Para Clemente, como para cada uno de los
miembros de la familia, no cabía duda de que
la shivá era necesaria, tanto para despedir
al que se iba como para aceptar la partida.
Además, era un precepto religioso.
También es el momento en que los
amigos y conocidos de la familia visitan a
los dolientes. La casa estaba a reventar de
gente y los comentarios siempre pasaban
por el asombro que esta muerte les causaba.
Adolfo estaba lleno de vida, de proyectos y
su familia lo necesitaba.
86
Clemente se encontraba embebido en
una discusión con el señor Kurtzel, acerca de
la sabiduría de Dios. Su amigo lo desconocía,
a él, que siempre había sido un modelo en el
cumplimiento de la Ley. Le estaba pidiendo
que fuera cauto con sus pensamientos, no
fuera a provocar sobre sí la ira divina. Él
sabía que no tenía derecho a dudar, con el
tiempo entendería los designios sagrados. En
ese momento los interrumpieron, había una
llamada telefónica para Clemente.
Era Chela, a recordarle que era su hora
de salida. A Clemente se le había olvidado el
mundo, desde el momento en que lo llamaron
a darle la noticia y salió de la casa creyendo
que se trataba de una equivocación.
Sabía que Chela por nada del mundo se
quedaría a pasar la noche en su casa, ni aun
en los días más graves de la enfermedad de
Perla había aceptado. La madre, una anciana
ciega, la esperaba impacientemente todas las
noches.
Su deber era permanecer en la casa del
hermano, pero los niños no podían quedarse
solos. Los nietos estaban a su cuidado, ya que
su hija y el esposo se encontraban de viaje.
Llevarlos a la casa del duelo era insensato,
los menores no debían participar de tales
situaciones. ¿Cómo abandonar la shivá y no
87
cumplir la Ley? ¿Dios lo tomaría como un
acto de rebeldía? ¿Y Adolfo lo entendería?
Le atemorizaba pensar en sus reproches
cuando se encontraran en la morada celeste.
Clemente, en un gesto descuidado, se jalaba
con una mano las temblorosas arrugas de la
otra mano, mientras una ocurrencia cruzaba
por su mente.
Salió al jardín de la casa de su hermano,
pacientemente puso una capa de tierra
dentro de sus zapatos, asegurándose de que
toda la superficie quedara cubierta, se los
puso y salió para su casa silenciosamente, sin
despedirse de nadie.
A la mañana siguiente, durante el rezo,
adelantándose a la interpelación del señor
Kurtzel, le hizo saber que ni por un momento
había dejado de pisar la casa del hermano
muerto. Había dormido sentado, con los
zapatos puestos.
De Las tres pasas. Colección Celeste, Editorial
Universidad de Antioquia, 1999.
88
Seguir de pobres
Ignacio Aldecoa
IGNACIO ALDECOA (1925-1969). Novelista
y cuentista español. Muerto tempranamente,
dejó sin embargo una obra que lo sitúa entre los
grandes narradores españoles contemporáneos.
Sus historias, atentas a reflejar un período
especialmente duro de la historia de su país,
revelan siempre una visión fraterna y a la vez
sobria, ajena a discursos, expresada en un
idioma de contenida elocuencia. Algunos de sus
títulos: Gran sol, Espera de tercera clase, Caballo
de pica, Santa Olaja de Acero.
Las ciudades de provincias se llenan en
la primavera de carteles. Carteles en los que
un segador sonriente, fuerte, bien nutrido,
abraza un haz de espigas solares; a su vera,
un niño de amuñecada cara nos mira con ojos
serenos; a sus pies, una hucha de barro recibe
por la recta abertura del ahorro —boca sin
dientes, como la vieja, como de batracio—
una espuerta de monedas doradas. Son
los anuncios de las Cajas de Ahorros. Son
anuncios para los labradores que tienen
parejas de bueyes, vacas, maquinaria agrícola
y un hijo estudiando en la Universidad o en
el Seminario. Estos carteles tan alegres, tan
de primavera, tan de felicidad conquistada,
nada dicen a las cuadrillas de segadores que,
como una tormenta de melancolía, cruzan
las ciudades buscando el pan del trabajo por
los caminos del país.
91
A principios de mayo el grillo sierra en
lo verde el tallo de las mañanas; la lombriz
enloquece buscando sus penúltimos agujeros
de las noches; la cigüeña pasea los mediodías
por las orillas fangosas del río haciendo
melindres como una señorita. En los chopos
altos se enredan vellones de nubes, y en el
chaparral del monte bajo el agua estancada
se encoge miedosa cuando las urracas van a
beberla. La vida vuelve.
La cuadrilla de la siega pasa las puertas
a hora temprana, anda por la carretera de
los grandes camiones y los automóviles de
lujo en fila, en silencio, en oración —terrible
oración— de esperanza. Al llegar al puente
del río la abandonan por el camino de los
pueblos del campo lontano. Se agrupan.
Alguien canta. Alguien pasa la bota al
compañero. Alguien reniega de una alpargata
o de cualquier cosa pequeña e importante.
En la cuadrilla van hombres solos. Cinco
hombres solos. Dos del Noroeste, donde un
celemín de trigo es un tesoro. Otros dos de
la parte húmeda de las Castillas. El quinto,
de donde los hombres se muerden los dedos,
lloran y es inútil.
Con pan y vino se anda camino cuando
se está hecho a andarlo. Con pan, vino y un
cinturón ancho de cueras de becerra ahogada
92
o una faja de estambre viejo, bien apretados,
no hay hambre que rasque el estómago. Con
mala manta hay buen cobijo, hasta que la
coz de un aire, entre medias cálido, tuerce
el cuello y balda los riñones. Cuando a un
segador le da el aire pardo que mata al cereal
y quema la hierba —aire que viene de lejos,
lento y a rastras, mefítico como el de las
alcantarillas—, el segador se embadurna
de miel donde le golpeó. Pero es pobre el
remedio. Ha de estar tumbado en el pajar
viendo a las arañas recorrer sus telas. Telas
que de puro sutiles son impactos sobre el
cristal de la nada.
Cinco hombres solos. Cinco que forman
un puño de trabajo. Dos del Noroeste: Zito
Moraña y Amadeo, el buen Amadeo, al que le
salen barbas en el dorso de las manos, que se
afeita con una hoz. Dos de la Castilla verde:
San Juan y Conejo. El quinto, sin pueblo,
del estaribel de Murcia, por algo de cuando
la guerra. El quinto, callado; cuando más, sí
y no. El quinto, al que llaman desde que se
les unió, sencillamente, “El Quinto”, por un
buen sentido denominador.
“El Quinto” les dijo en la caminata de la
estación, donde se lo tropezaron:
—Si van para el campo y no molesto, voy
con ustedes.
93
Zito Moraña le contestó:
—Pues venga.
“El Quinto” movió la cabeza, clavó los
ojos en Moraña, pasó la vista sobre Amadeo,
que se rascaba las manos, consultó con la
mirada a San Juan, que liaba un cigarrillo
parsimonioso sin que le cayera una brizna
de tabaco, y por fin miró a Conejo, que algo
se buscaba en los bolsillos.
—Acabo de salir de la cárcel. ¿Qué dicen?
—¿Y usted? —respondió Zito.
—La guerra, y luego, mala conducta.
—¿Mala?
—De hombre, digo yo.
—Pues está dicho.
“El Quinto” pidió un cuartillo de vino
tinto. La cita fue para las cinco y media de
la mañana en el depuertas de la carretera. Se
separaron.
Ahora los cinco van agrupados por el
camino largo de los segadores. Zito conoce
el terreno. Todos los años deja su tierra para
segar a jornal.
—Amadeo, de la revuelta ésa nos salió el
pasado una liebre como un burro.
—Sí, hombre; pero no el pasado, sino
otro año atrás.
94
—Fue lástima…
Y Zito y Amadeo hablan del antaño
perdiéndose en detalles, mientras San Juan se
suena una y otra vez la nariz distraídamente,
mientras Conejo se queja en un murmullo
de su alpargata rota, mientras “El Quinto”
va mirando los bordes del camino buscando
no sabe qué.
Al mediodía les para un sombrajo. De
la bota del pobre se bebe poco y con mucha
precaución. Al pan del pobre no se le dan
mordiscos; hay que partirlo en trozos con la
navaja. El queso del pobre no se descorteza,
se raspa.
En el sombrajo descansan y fuman los
cigarrillos de las mil muertes del fuego, de
sus mil nacimientos en el encendedor tosco
y seguro. Han dejado de hablar de las cosas
de siempre, esas cosas que acaban como
empiezan:
—La mujer habrá terminado de trabajar
en el pañuelo de tierra que hemos arrendado
tras de la casa. Los chavales estarán dándole
vueltas al pucherillo.
Una larga pausa y la vuelta.
—Los chavales le estarán sacando brillo
al puchero. La mujer saldrá a trabajar el
pañuelo de tierra que hemos arrendado tras
de la casa.
95
Dicen la mujer, los chavales, el que se
fue de las calenturas, el que vino por San
Juan de hará tres años. No poseen con la
brutal terquedad de los afortunados y hasta
parece que han olvidado en los rincones de
la memoria los posesivos débiles de la vida.
Están libres.
Callan hasta que otro repita la historia
con escasas variantes. Callan hasta que se
dan cuenta de que hay un ser de silencio y de
sombras con ellos, uno que ha dicho sí y no y
poca cosa más. Aquí está Zito Moraña para
preguntar, porque a un compañero hay que
darle ocasión, sin molestarle, de un suspiro,
de una lágrima, de una risa. Un compañero
puede estar necesitado de descanso y es
necesario saber, cuando cuente, el momento
en que hay que balancear la cabeza o
agacharla hacia el suelo o levantarla hacia
el sol.
—¿Usted qué hará cuando acabe esto?
“El Quinto” encoge una pierna y duda.
—¿Yo?
—Nosotros volveremos para la tierra.
—Ya veré.
Y entre ellos, entre los cuatro y “El
Quinto”, el corazón de la comunidad
naufraga. Zito tiene su orden. Se pone en pie,
96
consulta su sombra, levanta su hato y se lo
carga a la espalda.
—Bueno, andando. Para las cinco
podemos estar en la hocina. Para las seis, en
el teso del pueblo.
Por la ladera, hacia el río, vuela el ave que
huele mal. Conejo, de los bolsillos, saca una
madera que talla con la navaja.
—¿Qué haces? —le pregunta San Juan.
—La torre de los condes, para que juegue
el chico a la vuelta. La hago con silbo de
pájaro.
Zito y Amadeo recuerdan el antaño. Y
“El Quinto” mira el camino.
A las seis platea el río por medio del
llano. En el pueblo, entre casa y casa, crece
la tiniebla. Por los últimos alcores del cielo
está morado. Los perros ladran al paso lento
de los de la siega. Zito conoce a los que se
asoman a las puertas a verlos llegar.
—Señor Ricardo, ¿se curó de los cólicos?
El campesino responde, cachazudo:
—Parece, parece.
La cuadrilla sigue adelante.
—Señora Rosario, ¿volvióle el santo a
Patricio?
—Por ahí anda.
97
Zito hace un aparte a San Juan.
—Es que tiene un hijo que dio en manías
el año pasado, de una soleada en las fincas.
Hacen un alto en la plaza. El cuadrado
de la plaza está quebrado por la irregularidad
de las construcciones. En la mitad está el
pilón; en él juegan los niños. Al verlos a
los cinco parados ensimismados, los niños
se les acercan a una distancia de respeto y
prudencia. Los segadores, como los gitanos,
pueden robar criaturitas para venderlas en
otros pueblos.
Zito vocea a un campesino sentado en el
umbral de su casa:
—¿Qué, Martín, hay pajar para cinco
hombres?
—Hay, pero no paja.
—Da igual. ¿A cuántos nos necesita
usted?
—Con dos de vosotros me arreglo, porque
tengo otros que llegaron ayer. Mañana
temprano, a darle. El jornal, el de siempre.
—Ya aumentará usted una pesetilla.
—Están los tiempos malos, pero se ha de ver.
Precisamente están los tiempos malos.
No se marcha la gente de su tierra porque
estén buenos, ni porque la vida sea una
delicia, ni porque los hijos tengan todo el
98
pan que quieran. Zito arruga la frente y
medita.
—Tú, San Juan, y tú, Conejo, podéis
quedaros con él. Mañana arreglaremos
nosotros.
Dando la vuelta a la iglesia, a la que está
pegada la casa, se abre un amplio portegado. El
portegado está entre una era y un estercolero,
que en las madrugadas tiene flotando un
vaho de pantano y que está en perpetuo
otoño de colores. Del portegado se sube al
pajar. Las maderas brillan pulimentadas.
Sólo hay un poco de paja en un rincón.
Los trillos, apoyados sobre la pared, con los
pedernales amenazantes, parecen fauces de
perros guardianes.
—Dejad ahí los hatos. Vamos a ver si nos
dan algo en la cocina.
En la cocina les dan un trozo de tocino a
cada uno, pan y vino. La mujer de Martín les
contempla desde una silla.
—Tú, Zito, alegra el ánimo con la comida.
Canta algo, hombre, de por tu tierra.
—No estoy de buen año, señora.
—Canta, Zito —dice Martín, que está
apoyado en la puerta.
—Tengo la garganta con nudos.
—Cuanto más viejo más tuno, Zito.
99
—Pues cantaré, pero no de la tierra, y a
ver si les va gustando.
—Tú canta, canta.
Zito, con el porrón apoyado sobre una
pierna, entona una copla. Sus compañeros
bajan la cabeza.
Al marchar a la siega
entran rencores,
trabajar para ricos,
seguir de pobres.
—–––––—
Sobre los campos salta la noche. Un
ratón corre por el pajar. Los segadores están
tumbados.
—Oye, San Juan, son unos veinte días
aquí. A doce pesetas, ¿cuánto viene a ser?
—Cuarenta y ocho duros.
—No está mal.
Abajo, en la cocina, habla Martín en
términos comerciales y escogidos con un
amigo.
—Me han ofrecido material humano a
siete pesetas para hacer toda la campaña,
pero son andaluces…
—Gente floja.
—Floja.
100
Martín hace con los labios un gesto de
menosprecio.
—–––––—
Trabajaban San Juan y Conejo con Martín. Zito Moraña, Amadeo y “El Quinto”, con
otros segadores que llegaron un día después,
segaban en las fincas del alcalde. No se veían
los dos grupos más que cuando marchaban al
trabajo o volvían de él por los caminos. Zito,
Amadeo y “El Quinto” dormían en el pajar
del alcalde, sobre paja medio pulverizada. Se
pasaban el día en el campo.
A la cuarta jornada apretó el calor. En el
fondo del llano una boca invisible alentaba
un aire en llamas. Parecía que él iba a traer las
nubes negras de la tormenta que cubrirían
el cielo, y sin embargo el azul se hacía más
profundo, más pesado, más metálico. Los
segadores sudaban. Buscaban las culebras
la humedad debajo de las piedras. Los
hombres se refrescaban la garganta con
vinagre y agua. En el saucal, la dama del
sapo, que tiene ojos de víbora y boca de pez,
lo miraba todo maldiciendo. Los segadores,
al dejar el trabajo un momento, tiraban,
por costumbre, una piedra a bajo pierna
en los arbustos para espantarla. Podía
llegar la desgracia. El viento pardo vino
por el camino levantando una polvareda.
101
Su primer golpe fue tremendo. Todos lo
recibieron de perfil para que no les dañase,
excepto “El Quinto”, que lo soportó de
espaldas, lejano en la finca, con la camisa
empapada en sudor, segando. Le gritaron y
fue inútil. No se apercibió. Cuando levantó
la cabeza era ya tarde.
“El Quinto” llegó al pajar tiritando. Y no
quiso cenar. Le dieron miel en las espaldas.
El alcalde llamó al médico. El médico lo
mandó lavar porque opinó que aquello eran
tonterías. Y dictaminó:
—No es nada, tal vez haya bebido agua
demasiado fría.
Zito le explicó:
—Mire, doctor, fue el viento pardo…
El médico se enfadó.
—Cuanto más ignorantes, más queréis
saber. ¿Qué me vas a decir tú?
—Mire, doctor, fue el viento que mata
el cereal y quema la yerba. Hay que darle de
miel. Las mantecas de los riñones las tiene
blandas.
—Bah, bah, el viento pardo… —comentó.
Los compañeros volvieron a darle miel en
las espaldas en cuanto se marchó el médico, y
Zito le echó su manta.
—¿Y tú, Zito? —dijo “El Quinto”.
102
—Yo, a medias con Amadeo.
“El Quinto” temblaba; le castañeaban los
dientes. El viento pardo, en el saucal, hacía
un murmullo de risas.
—–––––—
Allí estaba “El Quinto”, entretenido
con las arañas. Las iba conociendo. Contó
a Zito y a Amadeo cómo había visto pelear
a una de ellas, la de la gran tela, de la viga
del rincón, con una avispa que atrapó. Lo
contaba infantilmente. Zito callaba. De
vez en vez le interrumpía doblándole la
manta.
—¿Qué tal ahora?
—Bien, no te preocupes.
—¿No me he de preocupar? Has venido
con nosotros y no te vas a poder marchar.
Nosotros dentro de cuatro días tiramos para
el Norte. Esto está ya dando las boqueadas.
—Bueno, qué más da. No me echarán a
la calle de repente.
—No, no, desde luego… —dudaba Zito.
—Y, si me echan, pues me voy.
—¿Y adónde?
—Para la ciudad, al hospital, hasta que sane.
—Hum…
—–––––—
103
—Aquí tienes lo tuyo, Zito. Os doy doce
perras más por cada día a cada uno.
—Gracias.
—Pues hasta el año que viene. Que haya
suerte. Y dile al “Quinto” que para él, aunque
no ha trabajado más que tres días y le he
estado dando de comer todo este tiempo,
hay diez duros. No se quejará.
—No, claro.
—Pues díselo, y también que levante con
vosotros.
—Pero si es imposible, si está tronzado.
—Y yo, qué quieres que le haga.
—–––––—
Llegaron al puente. “El Quinto” andaba
apoyado en un palo medio a rastras. Zito
Moraña y Amadeo le ayudaban por turno.
—¿Qué tal? Ahora coges la carretera y te
presentas en seguida en la ciudad.
—Si llego.
—¡No has de llegar! Mira, los compañeros
y yo hemos hecho… un ahorro. Es poco, pero
no te vendrá mal. Tómalo.
Le dio un fajito de billetes pequeños.
—Os lo acepto porque… Yo no sé…
Muchas gracias. Muchas gracias, Zito y
todos.
104
“El Quinto” estaba a punto de llorar,
pero no sabía o lo había olvidado.
—No digas nada, hombre.
Les dio la mano largamente a cada uno.
—Adiós, Zito; adiós, Amadeo; adiós, San
Juan; adiós, Conejo.
—Adiós Pablo, adiós.
Hacía quince días que habían aprendido
el nombre del “Quinto”.
Por la orillita de la carretera caminaba,
vacilante, Pablo. Los segadores volvieron las
espaldas y echaron a andar. Se alejaron del
puente. Zito, para distraer a los compañeros,
se puso a cantar a media voz algo de su tierra.
De La tierra de nadie y otros relatos, Biblioteca
Básica Salvat, 1970.
105
La niña muerta
Gabrielle Roy
GABRIELLE ROY (1909-1983). Nació en la
provincia canadiense de Manitoba, región que
es escenario de muchos de sus relatos. En su
juventud fue maestra rural, y actriz de teatro
en grupos aficionados. Una estadía en Francia
decidió su destino de escritora. Su primera
novela, Felicidad de ocasión (1945), obtuvo un
inmenso éxito entre la crítica y los lectores,
refrendado luego por todas sus obras posteriores.
Aparte de novelas, cuentos y crónicas, escribió
una autobiografía, Encantamiento y pena,
publicada póstumamente.
¿Por qué el recuerdo de la niña muerta
ha vuelto a llegarme de repente, en medio de
este verano que canta?
¿Sin que nada en mí hasta ahora me
hubiera dejado presentir la tristeza, a través
de la deslumbrante revelación de las cosas a
lo largo de esta estación?
Acababa de llegar a un pequeño poblado
de Manitoba para terminar el año escolar
en remplazo de la maestra, que se había
enfermado, o desanimado, qué sé yo.
El director de la Escuela Normal donde
terminé mi año de estudios me había
llamado a su despacho: “Escuche”, dijo, “esa
escuela está libre durante el mes de junio.
Es poco, pero es una oportunidad. Cuando
más adelante solicite usted una plaza, podrá
decir que posee experiencia. Créame, eso
ayuda”.
109
Fue así como me encontré a comienzos
de junio en aquel poblado, tan pobre, con
cabañas construidas en la arena y circundado
apenas por raquíticos arbustos de espino.
“¿Un solo mes —me dije— bastará para
acercarme a los chicos, y para que ellos se
habitúen a mí? Un mes; ¿valdrá la pena el
esfuerzo?”.
Quizás el mismo cálculo habitaba el
espíritu de los alumnos que se presentaron
ese primer día de junio en la escuela: “¿Esta
maestra se quedará el tiempo suficiente
para que valga la pena…?”, pues yo no había
visto jamás caras de chicos tan sombrías,
tan apáticas, o, acaso, tan tristes. Tenía tan
poca experiencia… Yo misma era casi una
niña.
La clase comenzó. Hacía un calor de
fragua. En Manitoba, sobre todo en las
regiones arenosas, desde los primeros días de
junio se asienta un calor insoportable.
No sabía por dónde comenzar mi tarea.
Abrí el registro de los inscritos, llamé a lista.
Eran en su mayoría nombres muy franceses,
y aún hoy me vienen a la memoria, porque
sí, sin razón: Madeleine Bérubé, Josephat
Brisset, Émilien Dumont, Cécile Lépine…
Pero los muchachos que se levantaban
en orden, al llamado de su nombre, para
110
responder “Presente, señorita…”, tenían casi
todos los ojos ligeramente oblicuos, la tez
quemada y los cabellos muy negros, rasgos
que revelaban su sangre mestiza.
Eran bellos, exquisitamente corteses y
muy inteligentes; no había en verdad nada
que reprocharles, excepto aquella extraña
distancia que mantenían entre ellos y yo.
Me sentía agobiada. “¿Así pues, los niños
son así —me preguntaba con angustia—,
intocables, replegados en alguna región
donde no es posible alcanzarlos?”.
Llegué a este nombre:
—Yolande Chartrand.
Nadie respondió. El calor aumentaba
a cada minuto. Me enjugué el sudor de
la frente. Repetí el nombre, y otra vez no
hubo respuesta. Observé sus rostros, que
me parecieron totalmente indiferentes. De
pronto, desde el fondo de la clase se elevó
por encima del zumbido de las moscas una
voz que no logré ubicar de inmediato:
—Está muerta, señorita. Murió anoche.
La noticia me había sido dada en un tono
tan sereno, tan sencillo, que eso la hacía aún
peor. Ante mi gesto de incredulidad, todos los
niños asintieron gravemente con la cabeza,
como diciendo: es verdad.
111
De súbito me invadió un sentimiento
de impotencia tan hondo como no recuerdo
haber vuelto a experimentar.
—¡Ah! —exclamé, sin saber realmente
qué decir.
—Está sobre los tablones… —dijo
un pequeño de ojos ardientes—. La van a
enterrar de verdad mañana.
—¡Ah! —repetí de nuevo.
Los chicos parecían ahora un poco más
expansivos, y dispuestos a hablar, por turno,
a largos intervalos. Uno de ellos, en medio
del salón, tomó la palabra:
—Aguantó dos meses…
Los niños y yo nos miramos en silencio
durante un largo rato. Comprendí al fin que
la expresión de sus ojos, que yo había tomado
por indiferencia, era de una penosa tristeza.
Igual al calor agobiante que padecíamos. ¡Y
el día apenas si empezaba! Propuse:
—Ya que Yolande… aún está sobre los
tablones… que ella es vuestra compañera…
que pudo haber sido mi alumna… ¿queréis
que esta tarde, después de clase, a las cuatro,
vayamos juntos a visitarla?
En sus caritas, tan graves, apareció
entonces el esbozo de una sonrisa, contenida
y muy triste, pero una sonrisa a pesar de todo.
112
—De acuerdo, pues. Iremos a visitarla,
toda su clase…
A partir de aquel momento, a pesar
del calor enervante y del sentimiento vago
—sospecho que por todos compartido— de
que los esfuerzos humanos suelen doblegarse
ante el azar, los muchachos, en la medida de
lo posible, fijaron su atención en la rutina
escolar que me esforzaba en transmitirles.
A las cuatro y cinco me reuní a la salida
con una veintena de ellos, tan silenciosos
como si estuvieran castigados. Algunos
tomaron la delantera para mostrarme el
camino. Otros me rodeaban, dificultándome
la marcha. Cinco o seis de los más pequeños
terminaron por tomarme de la mano o del
brazo, y tiraban de mí hacia adelante como si
guiaran a una ciega. No hablaban, no hacían
nada distinto a tenerme encerrada dentro de
su círculo.
Así agrupados, tomamos un sendero que
corría a través del arenal. Los delgados espinos
se unían aquí y allá en grupos compactos.
El aire era espeso. Muy pronto dejamos el
poblado atrás, olvidado, por así decirlo.
Llegamos a una cabaña de tablas,
completamente aislada en medio de una
pequeña arboleda. La puerta estaba abierta
de par en par. Así, antes de entrar, pudimos
113
ver desde afuera a la niña muerta. Estaba
literalmente sobre planchones, apoyados
en sus extremos en dos sillas colocadas a
cierta distancia. No había nada más dentro
de la pieza. Todo aquello que habitualmente
ocupaba la habitación había sido llevado
al otro cuarto de la vivienda. Además de la
estufa, la mesa, algunas marmitas sobre el
piso, había en él una cama y un colchón,
con montones de ropa blanca encima. Pero
no había más sillas. Aparentemente, las que
servían de soporte a los tablones sobre los
que reposaba la niña muerta eran las únicas
de la casa.
Sin duda los padres habían hecho todo
cuanto podían por velar dignamente a su
niña. La habían recubierto con una sábana
limpia. Le habían destinado un cuarto entero.
Su madre la había peinado con dos trenzas
que enmarcaban su delgada carita. Pero al
parecer los desventurados no habían podido
evitar ausentarse por alguna apremiante
necesidad: quizás la compra del ataúd en el
pueblo, o de otros tablones para fabricarlo
ellos mismos. Mientras tanto, la niña muerta
se había quedado sola en aquella habitación
desocupada para ella; es decir, sola con las
moscas. Un ligero olor a muerto las atraía ya
desde lejos. Vi una de vientre azul asentarse
114
en su frente. De inmediato me acerqué al
rostro de la niña, y no cesé de agitar la mano
para ahuyentarlas.
Era una carita delicada y enflaquecida,
con una expresión tan grave como la que ya
había visto en todos los niños de aquellos
contornos, para quienes los cuidados de los
adultos se agotaban sin duda demasiado
pronto. Podía tener diez u once años. Si
hubiera vivido un poco más habría sido una
de mis alumnas, pensé. Habría aprendido
algo de mí. Algo habría podido grabar en su
espíritu. Un vínculo se habría establecido
entre esta pequeña desconocida y yo, quién
sabe, durante toda la vida quizás.
Mientras meditaba sobre la niña muerta,
esa expresión, “durante toda la vida”, que
pareciera aludir a una larga existencia, me
pareció la más temeraria, la más superficial
de todas aquellas que empleamos a tontas y
a locas.
Inmersa en la muerte, aquella pequeña
tenía el aire de lamentar la carencia de alguna
pobre y minúscula alegría jamás obtenida. Yo
seguía en la tarea de impedir que las moscas se
posaran sobre ella. Los niños me observaban.
Comprendí que ahora lo esperaban todo de
mí, que no sabía sin embargo mucho más que
ellos y que sentía el mismo desconcierto. De
115
improviso sentí una suerte de inspiración.
Les dije:
—¿No creéis que a Yolande le gustaría
que alguien estuviera con ella todo el tiempo,
hasta que llegue el momento de confiarla a
la tierra?
La expresión de sus caras me dio a
entender que había acertado.
—Entonces nos turnaremos de a cuatro
o cinco a su lado, durante dos horas, hasta
que llegue la hora del entierro.
Me dieron su aprobación con un centelleo
de sus ojos sombríos.
—Será necesario cuidar de que las moscas
no se asienten sobre el rostro de Yolande.
Hicieron con sus cabezas un gesto
unánime de asentimiento, para indicar que
estaban de acuerdo. Alineados a mi alrededor,
me demostraban una confianza tan grande
que me atemorizaba.
A lo lejos, en un claro entre los
espinales, divisé sobre el suelo una mancha
de un rosa vivo cuyo origen no lograba
adivinar. Los oblicuos rayos del sol la
tocaban, flameaba bajo ellos, momento
único de aquel día dotado de una gracia
imprecisa. Pregunté:
—¿Qué clase de niña era?
116
Los niños meditaron unos segundos en
el alcance de mi pregunta. Al fin, un chico
poco más o menos de su edad dijo, con una
tierna seriedad:
—Era fina, Yolande.
Los demás parecían darle la razón.
—¿Era buena alumna?
—Estuvo mal muchos meses. Faltaba
casi siempre.
—La penúltima maestra de este año
decía que Yolande habría podido ser buena.
—¿Cuántas maestras han tenido este año?
—Usted es la tercera, señorita.
—El año pasado tuvimos tres también.
El aire de aquí hace que se aburran.
—¿De qué murió?
—De tuberculosis, señorita —dijeron
todos a una, como si esa fuera la causa
habitual de muerte para los niños de la aldea.
Advertí que querían hablar de ella. Había
conseguido abrir la pobre puertecilla cerrada
en el fondo de sí mismos que nadie quizás
se había interesado en abrir. Me contaban
episodios de la corta vida de Yolande. Como
aquel día en que al regreso de la escuela —era
el mes de febrero… ¡no! dice otro, era el mes
de marzo— había perdido su libro de lectura y
117
lloró de pena durante semanas; y cómo, para
aprender su lección, le había sido necesario
prestar el libro de aquél, de aquélla… y yo
veía en el rostro de algunos que no habían
prestado su libro de buena gana, y que ahora
lo lamentarían para siempre; o aquella vez
en que, no teniendo un vestido blanco para
su primera comunión, había suplicado tanto
que su madre había terminado por hacerle
uno con la única cortina de la casa. “La de
este mismo cuarto… una linda cortina de
encaje, señorita”.
—¿Y Yolande estaba contenta con su
vestido de encaje de cortina? —pregunté.
Todos asintieron vivamente, con el
recuerdo de una amable imagen asomado a sus
pupilas tristes. Contemplé la carita muerta.
La cara de una niña que había amado los
libros, la seriedad y los bellos atavíos. Luego
fijé de nuevo mis ojos en la sorprendente
claridad rosada, al fondo del lúgubre paisaje.
Y de pronto supe que era una franja de rosas
silvestres, de las llamadas botón de oro. En
junio florecen en abundancia, en Manitoba,
nacidas del suelo más pobre… Sentí un ligero
alivio.
—Vamos a recoger rosas para Yolande.
Y entonces reapareció en las caras de los
niños la misma lenta y dulce sonrisa triste
118
que ya había visto cuando propuse la visita
al cadáver.
En un momento estábamos todos en la
recolección. Los niños no lucían gozosos, lejos
de ello, pero al menos los oía hablar entre ellos
mientras recogíamos las flores. Una especie
de emulación los había invadido. Cada uno
quería aportar un número mayor de rosas.
Cada uno buscaba las más encendidas, de un
tinte casi rojo. De tanto en tanto pedían mi
atención:
—¡Mire ésta, señorita! ¡La hermosura
que encontré!
De regreso, despetalamos las flores
sobre la niña muerta. De entre los pétalos
amontonados emergía solamente la cara.
Entonces —¿cómo decirlo?— nos pareció
menos desamparada. Los niños la rodearon,
mientras comentaban, sin aquella amarga
tristeza de la mañana:
—A esta hora ha debido alcanzar el cielo…
O bien:
—Ahora estará contenta…
Yo los veía consolarse ya, como podían,
de la vida…
¿Pero por qué, por qué este recuerdo de
la niña muerta ha venido a asaltarme hoy, en
plena mitad de este verano que canta?
119
¿Es el perfume de las rosas, ahora mismo
sobre el viento, el que me lo ha traído?
Perfume que nunca volví a amar como en
aquel junio lejano, cuando fui al más pobre
de los poblados para adquirir, como se dice,
un poco de experiencia.
De Cet été qui chantait, Les Éditions Françaises,
Québec-Montréal, 1972.
Traducción de Rodrigo Bustamante.
120
Variaciones
sobre el ocio
Cuento de escuela
Joaquim Maria Machado de Assis
JOAQUIM MARIA MACHADO DE
ASSIS (1839-1908). Nació y murió en Río de
Janeiro, ciudad de la que salió muy pocas veces.
Novelista, cuentista, poeta, dramaturgo, es
considerado unánimemente uno de los más
grandes escritores de Brasil, dueño de una obra
rica en sugestiones, en la que dibuja con sutil,
fina e implacable ironía la sociedad de su tiempo,
y, pudiera decirse, de todos los tiempos. Fue
fundador de la Academia Brasilera de Letras.
La escuela quedaba en la calle de Costa;
una pequeña casa de dos pisos con cerca de
tablas. El año, 1840. Aquel día —un lunes
de mayo— me demoré unos momentos en
la calle de la Princesa, pensando en el mejor
sitio para irme a jugar. Vacilaba entre el
cerro de San Diogo y el campo de Santa Ana,
que no era por entonces el parque de hoy,
construcción de gentlemen, sino un espacio
rústico, más o menos infinito, poblado de
lavanderas, hierba y burros sueltos. ¿Cerro
o campo? He ahí el dilema. De repente me
dije a mí mismo que lo mejor era la escuela.
Y hacia la escuela me enrumbé. Aquí va la
razón.
Una semana antes me había escapado
dos veces de clase, y, descubierto el caso,
recibí el pago de manos de mi padre, que me
dio una zurra con una vara de almendro. Las
125
zurras de mi padre dolían durante mucho
tiempo. Era un antiguo empleado del Arsenal
de Guerra, severo e intolerante. Soñaba para
mí una gran plaza en el mundo del comercio,
y tenía ansias de verme en posesión de los
conocimientos apropiados, leer, escribir y
hacer cuentas, para conseguirme un empleo
de dependiente. Me citaba nombres de
millonarios que habían comenzado tras
un mostrador. En suma, fue el recuerdo de
aquel último castigo lo que me hizo elegir el
colegio. No era yo un dechado de virtudes.
Subí con cautela los escalones, para que
el maestro no me oyera, y llegué a tiempo; él
entró al salón tres o cuatro minutos después.
Llegó con su manso andar de costumbre, en
pantuflas de cordobán, con la chaqueta de
lino abierta, pantalones blancos y el amplio
cuello de la camisa desajustado. Se llamaba
Policarpo, y tenía cerca de cincuenta años,
o algo más. Una vez sentado, extrajo de
un bolsillo de la chaqueta la bolsa de rapé
y el pañuelo rojo, y los puso en la gaveta;
después extendió la vista por el salón.
Los niños, que lo habían recibido de pie,
volvieron a sentarse. Todo estaba en orden.
La clase comenzó.
—Señor Pilar, necesito hablar contigo
—me dijo en voz baja el hijo del maestro.
126
Se llamaba Raimundo, y era suave,
aplicado, tardo de entendederas. Le tomaba
dos horas retener aquello que los otros
memorizaban en treinta o cincuenta
minutos; vencía con el tiempo lo que no podía
hacer aprisa con el cerebro. A esto se unía el
gran temor que su padre le inspiraba. Era un
niño delgado, pálido, de rostro enfermizo;
en raras ocasiones lucía alegre. Llegaba a la
escuela después del padre, y se retiraba antes.
El maestro era más severo con él que con
nosotros.
—¿Qué quieres?
—Después —respondió él con voz
trémula.
Comenzó la clase de redacción. Me
cuesta decir aquí que yo era uno de los
más adelantados de la escuela; pero lo era.
No quiero añadir que también era de los
más inteligentes, por un escrúpulo fácil de
entender y de excelente efecto literario,
pero no es otra mi convicción. Nótese que
no era pálido ni debilucho: tenía buenos
colores y músculos de hierro. En la clase de
redacción, por ejemplo, acababa siempre
primero que los otros, pero permanecía allí,
dibujando narices en el papel o en la pizarra,
ocupación sin nobleza o espiritualidad,
pero en todo caso ingenua. Aquel día no
127
fue diferente: en cuanto terminé, me puse
a reproducir la nariz del maestro, dándole
cinco o seis actitudes distintas, de las cuales
recuerdo la interrogativa, la admirativa, la
dubitativa y la meditativa. No les ponía
esos nombres, pobre estudiante de primeras
letras que era; pero, instintivamente, les
daba esas expresiones. Los demás fueron
acabando; no tuve más remedio que acabar
también, entregar la tarea, y volver a mi
lugar.
Con franqueza, me arrepentía de haber
venido. Ahora que estaba preso, ardía por
estar afuera, evocaba el campo y el cerro,
pensaba en otros niños haraganes, Chico
Tella, Américo, Carlos das Escadiñas, la
fina flor del barrio y del género humano.
Para colmo del desespero, vi a través de los
ventanales de la escuela, en el claro azul del
cielo, por encima del Cerro del Livramento,
una cometa de papel, alta y ancha, sujeta a
una cuerda inmensa, que flotaba soberbia en
el aire. Y yo en la escuela, sentado, de piernas
juntas, con el libro de lectura y la gramática
en las rodillas.
—Fui un bobo al venir —dije a Raimundo.
—No digas eso —murmuró él.
Lo miré; estaba más pálido. Recordando
que otra vez había querido pedirme algo, le
128
pregunté qué era. Raimundo se estremeció
de nuevo, y me pidió que esperara un poco;
era un asunto personal.
—Señor Pilar… —musitó al cabo de unos
minutos.
—¿Ajá?
—Tú…
—¿Tú qué?
Clavó los ojos en el padre, y después
en algunos chicos. Uno de ellos, Curvelo,
lo observaba desconfiado, y Raimundo,
advirtiéndolo, me pidió unos minutos más
de espera. Confieso que empezaba a arder
de curiosidad. Miré a Curvelo, y me pareció
que estaba atento; podía ser una simple
curiosidad; pero también podía ser que
hubiera algún lío entre ellos. El tal Curvelo
era un tanto endiablado. Tenía once años,
era mayor que nosotros.
¿Qué querría de mí Raimundo? Me mecí
inquieto en el asiento, instándolo en voz baja
a que me dijera de una vez cuál era el asunto:
nadie nos prestaba atención; o bien, por la
tarde…
—Por la tarde no —me interrumpió—.
No puede ser por la tarde.
—Pues entonces ahora…
—Papá está mirando.
129
Y, en verdad, el maestro nos miraba.
Como era especialmente severo con el
hijo, lo buscaba muchas veces con los ojos,
para extremar su vigilancia. Pero sabíamos
burlarla; metimos la nariz en el libro, y
fingimos leer. Finalmente se cansó y tomó
los periódicos del día, tres o cuatro, que leía
siempre con atención, masticando las ideas
y las pasiones. No olviden que vivíamos los
últimos días de la Regencia, y era grande la
agitación pública. Seguramente Policarpo
tenía algún partido, pero nunca supe cuál.
Lo peor que podía tener, para nosotros, era la
palmatoria. Y bien cerca que estaba, colgada
del portal de la ventana, a la derecha, siniestra
y amenazadora. Bastaba con alzar la mano,
descolgarla y blandirla, con la acostumbrada
fuerza, que no era poca. En todo caso,
es posible que algunas veces las pasiones
políticas lo absorbieran a tal punto que se
olvidara de castigarnos. Aquel día, al menos,
me pareció que leía los periódicos con mucho
interés; de cuando en cuando alzaba los ojos,
o aspiraba una pitada de rapé; pero volvía de
inmediato al periódico, y se enfrascaba en la
lectura.
Al cabo de algún tiempo —diez o doce
minutos—, Raimundo introdujo su mano en
el bolsillo del pantalón, y me miró.
130
—¿Sabes qué tengo aquí?
—No.
—Una moneda de plata que me dio
mamá.
—¿Hoy?
—No, hace unos días, cuando cumplí
años.
—¿Plata de verdad?
—De verdad.
La sacó lentamente, y me la mostró desde
lejos. Era una moneda de los tiempos del
rey, no recuerdo bien el valor; pero era una
moneda, y de tal calibre que me hizo saltar
la sangre en el corazón. Raimundo clavó en
mí una mirada pálida; después me preguntó
si quería tenerla. Le respondí que se burlaba,
pero él juró que no.
—¿Y te quedas sin nada?
—Después mamá me da otra.
Tiene muchas, que le dejó el abuelo; en
una cajita; algunas son de oro. ¿Quieres ésta?
Mi respuesta fue extender el brazo con
disimulo, tras echar una ojeada a la mesa del
maestro. Raimundo retiró su mano, e hizo
una mueca desvalida que quería ser sonrisa.
Luego me propuso un trato, un intercambio
de favores; él me daría la moneda, yo le
explicaría unos puntos de la lección de
131
sintaxis. No había logrado retener nada del
libro, y temía la reacción del padre. Y, para
concluir su propuesta, se frotaba la moneda
contra las rodillas…
Experimenté una sensación extraña. No
es que tuviera de la virtud una idea muy
formada, más propia de un hombre que de
un niño; no es tampoco que le hiciera ascos
a una que otra mentira infantil. Ambos
sabíamos engañar al maestro. La novedad
estaba en los términos de la propuesta, en
el intercambio de lección y dinero, compra
franca, directa, esto por aquello; tal fue la
causa de la sensación. Me quedé mirándolo,
medio atontado, sin poder decir nada.
Compréndase que el punto aquel de
la lección era difícil, y que Raimundo, no
habiéndolo aprendido, recurría a un medio
que le pareció útil para escapar al castigo
paterno. Si me hubiera pedido de gracia
el favor, lo habría obtenido, como otras
veces; pero se dijera que el recuerdo de esas
otras veces, el miedo de haber agotado mi
buena voluntad, quedándose sin aprender
lo que quería —aunque es posible que yo le
hubiera enseñado mal en alguna ocasión—,
fuera la causa de su propuesta. El pobre
diablo contaba con el favor, pero quería
asegurar su eficacia, y por eso recurría a la
132
moneda que la madre le había dado, y que
él guardaba como una reliquia o un juguete;
siguió frotándola contra las rodillas, ante
mis ojos, como una tentación… Realmente,
era bonita, fina, blanca, muy blanca; y bien
podía ser para mí, que sólo portaba cobres
en el bolsillo, cuando portaba algo, cobres
feos, toscos, mohosos…
No quería recibirla, y me costaba
rehusarla. Miré al maestro, que seguía
leyendo, con tal interés que el rapé le goteaba
en las narices.
—Anda, tómala —me decía en un
murmullo el hijo. Y la plata brillaba entre sus
dedos, como si fuera un diamante…
La verdad, si el maestro no viera nada,
¿qué mal había? Y nada podía ver, porque
estaba agarrado a los periódicos, leyendo con
ardor, con indignación…
—Toma, toma…
Eché un vistazo al salón, y sorprendí
una mirada de Curvelo; le dije a Raimundo
que esperara. Me pareció que el otro nos
espiaba, así que disimulé; pero después de
unos segundos volví a mirarlo, y —¡tanto
nos acucia el deseo!— no observé nada
sospechoso. De modo que cobré ánimos.
—Pásala…
133
Raimundo, con disimulo, me entregó
la moneda; yo la guardé en el bolsillo del
pantalón, presa de un alborozo que no
puedo definir. Ahí estaba ya la moneda,
conmigo, bien pegada a mi pierna. Restaba
prestar el servicio, enseñar la lección, y no
tardé en hacerlo, ni lo hice mal, al menos
conscientemente; le pasé las explicaciones en
un pedazo de papel, que él recibió con cautela
y examinó con intensa concentración.
Se sentía el gran esfuerzo que le costaba
aprender aquella nadería; pero, mientras
lograra escapar al castigo, todo iría bien.
De repente miré a Curvelo, y me
estremecí; tenía los ojos fijos en nosotros,
y sonreía de un modo más que extraño. Me
hice el desentendido; pero unos momentos
después, al volver a mirarlo, le sorprendí la
misma expresión, el mismo gesto, al que
se agregaba que ahora se mecía impaciente
sobre el banco. Le sonreí, y él no me devolvió
la sonrisa; por el contrario, frunció la frente,
lo que le dio un aspecto amenazador. Mi
corazón empezó a latir.
—Hay que tener cuidado —dije a
Raimundo.
—Una última cosa —susurró él.
Le hice señas de que callara; pero él
insistía, y la moneda, allá en mi bolsillo,
134
me recordaba el trato pactado. Le aclaré el
problema, tomando muchas precauciones;
después volví a mirar a Curvelo, que me
pareció aún más inquieto; y su sonrisa,
antes sospechosa, lucía cada vez peor. No
es preciso decir que también yo ardía de
inquietud, ansioso de que la clase terminara;
pero ni el reloj andaba como otras veces, ni
el maestro prestaba atención a la escuela;
leía los periódicos, artículo por artículo,
puntuándolos con exclamaciones, con
movimientos de hombros, con uno o dos
golpes sobre la mesa. Y afuera, en el cielo
azul, por encima del cerro, la misma eterna
cometa, oscilando a un lado y al otro, como
si me llamara. Me imaginé allá, los libros y la
pizarra debajo del mango, y la moneda en el
bolsillo del pantalón, aquella moneda que no
estaba dispuesto a dar a nadie, ni a las buenas
ni a las malas; la guardaría después en casa,
diciéndole a mamá que la había hallado en
la calle. Para no correr el riesgo de perderla,
la palpaba en el bolsillo, rozándola con los
dedos, casi leyendo con el tacto la inscripción,
resistiendo a duras penas el deseo de mirarla.
—¡Ah! ¡Señor Pilar! —gritó el maestro
con voz de trueno.
Me estremecí como si despertara de un
sueño, y me levanté a toda prisa del banco.
135
Allá estaba el maestro, mirándome, severo
el rostro, los periódicos dispersos sobre la
mesa; y junto a ésta, de pie, Curvelo. Creí
adivinarlo todo.
—¡Venga acá! —gritó el maestro.
Obedecí, y me detuve frente a él. Él me
clavó en la conciencia un par de ojos acerados;
después llamó al hijo. Toda la clase estaba de
pie; nadie leía, nadie hacía el más mínimo
movimiento. Yo, aunque no quitaba los ojos
del maestro, sentía en el aire la curiosidad y
el pavor de todos.
—¿Así, pues, recibe usted dinero por
enseñar las lecciones a los otros? —dijo
Policarpo.
—Yo…
—¡Deme acá la moneda que le dio su
colega! —vociferó.
No obedecí de inmediato, pero no logré
negar nada. Temblaba. Policarpo gritó de
nuevo que le diera la moneda, y ya no pude
negarme; metí la mano en el bolsillo, muy
despacio, la saqué y la entregué. Él la examinó
por las dos caras, bufando de rabia; después
alzó el brazo y la arrojó a la calle. Y luego nos
dijo una porción de cosas duras; que tanto
el hijo como yo acabábamos de cometer una
acción fea, indigna, baja, una villanía, y para
136
enmienda y ejemplo íbamos a ser castigados.
Y echó mano a la palmatoria.
—Perdón, señor maestro… —sollocé.
—¡Ningún perdón! ¡Extienda la mano!
¡Vamos! ¡Sinvergüenza! ¡Extiéndala!
—Pero, señor maestro…
—¡No se exponga a algo peor!
Extendí la mano derecha, después la
izquierda, y fui recibiendo los golpes uno
tras otro, hasta completar doce, que me
dejaron las palmas rojas e hinchadas. Llegó
el turno del hijo, y fue la misma cosa; no
le perdonó ni uno; dos, cuatro, ocho, doce
palmetazos. Acabó, nos echó otro sermón.
Nos llamó sinvergüenzas, insolentes, y juró
que si repetíamos aquello íbamos a recibir tal
castigo que nunca habríamos de olvidarlo.
Y exclamaba: ¡Haraganes! ¡Tratantes!
¡Inútiles!
Yo inclinaba la cabeza, humillado. No
osaba mirar a nadie, sentía todos los ojos fijos
en nosotros. Volví a mi puesto, sollozando,
fustigado por los improperios del maestro. En
el salón flotaba el terror; bien claro estaba que
nadie aquella mañana se atrevería a hacer un
negocio similar. Creo que el propio Curvelo
temblaba de miedo. No me atreví a mirarlo,
pero para mis adentros juré romperle la cara,
137
a la salida de clase, tan cierto como dos y tres
son cinco.
Tras unos minutos le lancé una mirada;
también él me miraba, pero desvió la cara,
y pienso que palideció. Trató de calmarse
y empezó a leer en voz alta; tenía miedo.
Comenzó a variar de actitud, moviéndose
nerviosamente, rascándose las rodillas, la
nariz. Tal vez hasta se arrepentía de habernos
denunciado; y, en verdad, ¿por qué lo había
hecho? ¿Qué daño podía hacerle nuestro
trato?
“¡Me la pagas! ¡No te quede duda!”, me
decía a mí mismo.
Llegó la hora de salir, y salimos; él iba
adelante, apresurado, y yo no quería pelear
allí mismo, en la calle de Costa, tan cerca del
colegio; mejor sería llegar a la calle ancha de
San Joaquin. Sin embargo, cuando gané la
esquina, ya no lo vi; probablemente se había
escondido en algún pasaje, o alguna tienda;
entré a una botica, espié en otros locales,
pregunté por él a varias personas, nadie me
dio noticia. Aquella tarde no fue a la escuela.
En casa no conté nada, por supuesto.
Mas, para explicar las manos hinchadas, le
mentí a mi madre, le dije que no había sabido
la lección. Esa noche me dormí mandando al
diablo a mis dos compañeros, tanto el de la
138
denuncia como el de la moneda. Y soñé con
la moneda; soñé que al volver a la escuela, al
día siguiente, la había encontrado en la calle,
y la había cogido, sin miedos ni escrúpulos…
Desperté temprano. El deseo de buscar la
moneda me hizo vestir aprisa. El día estaba
espléndido, un día de mayo, el sol magnífico,
el aire suave, sin contar los pantalones nuevos
que mi madre me dio, amarillos por cierto.
Todo eso, y la moneda… Salí de casa, como
si fuera a subir al trono de Jerusalén. Apreté
el paso para que nadie llegara antes a la
escuela; pero al mismo tiempo marchaba con
cierta precaución, cuidando de no arrugar los
pantalones. ¡Eran tan bonitos! Los miraba,
esquivaba a los transeúntes, las basuras de
la calle…
De repente me topé con un desfile de
fusileros; al frente, el tambor redoblaba.
No podía oír aquello sin emocionarme. Los
soldados marchaban rápidos, acompasados,
derecha, izquierda, al son del redoble; se
acercaron, cruzaron por mi lado, siguieron
adelante. Yo sentí una comezón en los pies,
y un fuerte ímpetu de seguirlos. Ya les dije:
el día era lindo, y además el tambor… Miré
a todos lados; finalmente, ni sé cómo pasó,
me vi marchando también al compás del
redoble, creo que canturreando algo: Ratón
139
en la casaca… No fui a la escuela, seguí
detrás de los fusileros, después me enrumbé
por la calle de la Salud, y acabé la mañana en
la playa de Gamboa. Regresé a casa con los
pantalones sucios, sin moneda en el bolsillo
ni resentimiento en el alma. Y no obstante
la moneda era bonita, y fueron ellos,
Raimundo y Curvelo, quienes me dieron el
primer atisbo, uno de la corrupción, otro de
la delación; pero aquel bendito tambor…
De Cuento de escuela (y 17 cuentos más).
Colección Pluma al Viento, Editorial Universidad
Pontificia Bolivariana.
Traducción de Elkin Obregón S.
140
Bote de motor
Dezsö Kosztolányi
DEZSÖ
KOSZTOLÁNYI
(1885-1936).
Narrador, poeta, traductor, ensayista, periodista.
Muchos críticos lo consideran, al lado de Sándor
Marai, el mayor escritor húngaro de su tiempo.
Fue fundador de la prestigiosa revista Nyugat.
Entre sus obras más importantes, que apenas
ahora empiezan a llegar al mercado editorial de
habla hispana, pueden mencionarse La cometa
dorada, Alondra, Anna la dulce, etc.
No hay en la tierra persona que sea
completamente feliz. No hay y no puede
haberla.
Pues sí que hay, y que la puede haber.
Por ejemplo, yo mismo conozco a alguien
—cierto que es la única persona— que es
completamente feliz, quizás la persona más
feliz de la tierra.
Es Berci, Berci Weigl.
Berci Weigl es el único hijo de nuestra
lavandera.
Puede decirse que fue creciendo ante mis
ojos. Desde pequeñito venía a la casa todas las
tardes, cuando su madre nos lavaba la ropa.
Era un muchachito pálido e insignificante,
siempre silencioso, como el que guarda algún
secreto y no lo revela ni por todo el oro del
mundo.
143
Estudiaba más regular que bien, fue
pasando de grado en la escuela superior
sin pena ni gloria. Apenas había llegado al
último de bachillerato, cuando lo metieron
en el servicio militar y se lo llevaron al frente.
No fue herido en la guerra, no cayó
prisionero, no se hizo merecedor de ninguna
distinción, sino que llegó a casa sano y salvo el
primer día de la desmovilización. Enseguida
contrajo matrimonio. Se casó —no se sabe
por qué ni cómo— con una señorita ramplona
y simplona que se dedicaba a arreglar y
embellecer manos ajenas.
No hacía más que dar a luz, cada año traía
al mundo un niño. Berci no había cumplido
aún los veinticinco años, y cualquiera
lo hubiera tomado por un adolescente
esmirriado y descolorido, cuando ya era
un cabeza de familia con tres hijos. Con
sus estrechos hombros, andaba un poco
jorobado por los bulevares. ¿Quién hubiera
sospechado algo así de él?
Por suerte pudo pescar un empleo. Se
hizo auxiliar de contador en una fábrica de
salami. Era un empleado muy celoso de su
trabajo, meticuloso y esmerado. En la fábrica
no lo querían demasiado, pero tampoco lo
odiaban demasiado. Como consecuencia de
ello, no lo pusieron en la lista negra, pero
144
tampoco le subieron el sueldo jamás. Sudaba
tinta de sol a sol a sol por un sueldo, que
hasta copiarlo aquí sería peligroso, pues
algunos empleadores cogerían alas.
Vivía con su esposa, sus cuatro hijos —al
año siguiente, junto a los tres hijos varones, le
había nacido una niñita—, su madre, su suegra
y un pariente viejo de su esposa, un silencioso
refugiado de Transilvania, en una casa en
Buda, de dos habitaciones y una cocina. Si
tomamos en cuenta que eran nueve en total,
las dos habitaciones no eran una exageración.
Eran constantes el llanto de los niños y las
enfermedades infantiles. La señorita manicura
ya hacía tiempo que no curaba las manos sino
las toses de los bebitos.
Que si la lavandera ayudaba a su hijo o si
el hijo ayudaba a la lavandera, es un misterio
que no tengo por cometido aclarar.
La tía Weigl, que siempre había alabado a
Berci, poco a poco comenzó a quejarse de él.
—No es un mal muchacho, en realidad
no se puede decir que lo sea; no bebe, no
juega a las cartas, no fuma; si llega de la
oficina, siempre está en casa; su familia lo es
todo para él, pero, sabe usted, podría tener
más inventiva. Es tan poquita cosa, un cero
a la izquierda. Todos le pasan la mota, hasta
los más jóvenes. Y ahora le ha dado por una
145
locura. Imagínese usted, se le ha metido en
la cabeza que se va a conseguir un bote de
motor.
—¿Quién?
—Pues el Berci.
—¿Berci? ¿Para qué quiere un bote de
motor?
—Eso mismo es lo que le pregunto
siempre. Dime, ¿para qué quieres el bote
de motor? ¿Para qué rayos necesitas ese
maldito bote de motor? Claro, precisamente
es para desarrapados como nosotros. Pero él
se pasa día y noche rompiéndose la cabeza
porque necesita un bote de motor, sí, un
bote de motor. Precisamente en este mundo
miserable, por favor. Ya mandó a buscar
todo tipo de libros. Se pasa la vida metido
en ellos. Tiene a toda la casa loca con ese
condenado bote de motor. Ilustrísimo señor,
hable con él.
Para ser sincero, a mí también me empezó
a picar la curiosidad lo del bote de motor.
A Berci —como ya había mencionado—
lo conocía yo desde hacía mucho tiempo. Lo
trataba de tú, pero no tenía idea de lo que
llevaba por dentro. Apenas había hablado con
él. En realidad ni siquiera había oído su voz.
De vez en cuando acostumbraba llevarle los
146
zapatos usados de mi hijito, los pantalones
y camisitas que ya no le servían. Una noche,
después de las nueve, los fui a ver con ese
pretexto.
La familia estaba sentada, todos juntos,
bajo la luz chillona de un bombillo sin
pantalla: la tía Weigl, luego la suegra de
Berci, una gruesa señorona de respetables
dimensiones a quien le colgaban de la barbilla
y la nariz diferentes verrugas marrones,
grises y negras, luego la esposa, que estaba
cosiendo, luego el taciturno refugiado de
Transilvania.
Ya todos los niños estaban durmiendo.
La niñita en la cuna, dos niñitos abrazaditos
en la cama, el niño mayor en una gaveta.
Berci estaba liando cigarrillos. Delante
de él, sobre papel de periódico, en la mesa,
había como mil cigarrillos con anillos
dorados. En el día el taciturno refugiado
de Transilvania iba vendiéndolos de casa
en casa. Así era como conseguían ciertos
ingresos adicionales.
Entonces me puse a observar
realmente a Berci. Se vestía muy pulcra
y pobremente, con un señorío gastado y
rígido de empleado de compañía privada.
Se afeitaba bigote y barba, pero no se le
notaba mucho, pues era lampiño, con un
147
vello tan ralo que la piel le quedaba siempre
lisa, como la de un niño. Me recibió con
una distante cortesía.
Era decididamente reservado, frío. En
su frente se veía la rigidez amenazadora,
no de las malas intenciones, sino de la
terquedad.
Con mucho cuidado, habilidad y cautela
traté de acercarme a la peliaguda cuestión: el
bote de motor. Pero en cuanto la iba a rozar,
fue como si hubiera hurgado en un avispero:
estalló la tormenta.
—Chifladura —estalló la tía Weigl—, esa
es su chifladura.
—Eso mismo —dijo la esposa, y
enseguida sacó su pañuelo—. Quiere un
bote de motor ahora, cuando todos estamos
pasando hambre, y los niños, sus pobrecitos
hijos, andan en harapos. Es una verdadera
vergüenza, un espanto.
—Chifladura —hizo eco también la
suegra—, chifladura completa. Hoy por
hoy un bote de motor cuesta por lo menos
cinco mil coronas de oro. De repente se
pusieron a hablar todos al mismo tiempo,
en parte con Berci, en parte conmigo. Sólo el
taciturno refugiado de Transilvania se quedó
tranquilo. Él estaba arreglando y contando
los cigarrillos en silencio.
148
Berci esperó que el bullicio se
acallase un poco; luego, dignamente, casi
ceremoniosamente, dijo:
—En primer lugar les hago notar
modestamente que todos ustedes están
equivocados. Un bote de motor no cuesta
cinco mil coronas de oro. Por ese dinero se
puede comprar un Bolinder de consumo de
petróleo con encendedor incandescente, o un
Evinrude, marca americana de fama mundial,
o un magnífico Lüsern alemán, es más, incluso
un yate de lujo Oertz de ocho cilindros. Pero,
y se los expreso con toda modestia, no tengo
necesidad de nada de eso. Para mí es más
que suficiente un motor de gasolina, de dos
cilindros y cinco o seis caballos de fuerza,
para instalar en un costado del bote. Y este
tipo, como todo el mundo sabe, hoy en día se
consigue en cualquier lugar hasta para pagar
a plazos, durante doce meses.
Vi que el asunto era serio. Más serio de lo
que yo había pensado. Me atrapó sobre todo
con sus conocimientos profesionales sobre el
tema, con lo bien versado que estaba en la
cuestión.
Sacó una lista de precios, me la puso por
delante, y en seguida empezó a dibujar, en el
papel de periódico, sucio de desperdicios de
los cigarrillos, el motor de gasolina de cinco
149
o seis caballos de fuerza que podía instalarse
en un costado del bote. Mientras hablaba,
saboreaba y la boca se le hacía agua.
Quedé un poco asombrado. De nuevo,
y con mucho tacto, traté de indagar el
origen de esta pasión secreta. Resultó ser
que en la guerra no había servido ni en la
marina ni en la guardia fluvial, que no había
tenido ningún antecesor ni descendiente,
por ninguna rama familiar, que hubiera
sido o fuese navegante, que hasta ahora
no había practicado ningún deporte y que
sencillamente anhelaba todo esto, tan
intensamente que no quería y no podía
renunciar a ello a ningún precio.
El conciliábulo que ya en numerosas
ocasiones había discutido y rechazado el
asunto, escuchaba impaciente mis tranquilas
preguntas. A cada momento formaban una
nueva pataleta.
—Es una burrada —gritaba la tía Weigl—.
No vale la pena hablar de ello.
—Eres un burro —lo atacó también
su esposa—. Sí señor, eso mismo eres. Un
tremendo burro.
—Es la propia burrada —asintió la suegra.
Yo —en la medida de mis posibilidades—
trataba de protegerlo del diluvio de insultos, de
calmar el caldeado ambiente, y, volviéndome
150
hacia Berci, argumenté fríamente, aplicando
el llamado método inductivo de Sócrates.
—Correcto, Berci —le dije—, correcto.
Supongamos que ya te compraste el bote de
motor.
—Cómo que se lo va a comprar, no se va
a comprar nada —protestó indignada la tía
Weigl.
—Solamente lo estamos suponiendo,
querida tía Weigl —le expliqué—.
Supongamos también que ya hubiera pagado
el bote de motor.
—¿Cómo que ya lo pagó? —me
interrumpió la suegra.
—No lo ha pagado —le expliqué mis
palabras
malentendidas—,
solamente
supongamos que ya lo pagó. Es decir,
suponiendo, pero sin que te lo permitan,
que ya compraste y pagaste el bote de motor,
¿qué vas a hacer con él, Berci?
—Pues —dijo nervioso y con los ojos
bajos—, conducirlo.
—Correcto. ¿Y dónde lo conducirías?
—En el Danubio —dijo encogiéndose de
hombros—. Allá donde el resto de la gente.
—Muy correcto. ¿Pero con qué fin
lo conducirías? —insistí en medio de
la aprobación curiosa y silenciosa de la
151
familia—. ¿Acaso querrías salvar a los que
se están ahogando o a los que se quieren
suicidar? ¿O querrías utilizarlo para
transportar mercancías, o turistas, o quizás
para sentar las bases de la que luego se
convertiría en una floreciente compañía? ¿O
competir en él, para ganar un campeonato
europeo?
—Qué va —dijo Berci con una sonrisa
de disgusto.
—Correcto, Berci, eso está correcto
también. ¿Quiere decir que conducirías el
bote de motor sólo para tu esparcimiento,
para darte gusto?
No me respondió la pregunta. Solamente
se levantó y me miró de arriba a abajo. No me
preocupé por ello, sino que, avanzando en
mis argumentos, deseaba hacerle saber que
ese era un gusto demasiado caro, y que yo
conocía a muchos millonarios, aristócratas
y banqueros que no tenían bote de motor,
es más, no podía creer que hoy en día un
empleado de veintiséis años y cuatro hijos
—aquí o en cualquier lugar del mundo—
tuviera un bote de motor. Me atendió
distraído, y luego solamente objetó, con
superioridad y con profundo convencimiento:
—Pero es maravilloso.
—¿Qué es maravilloso? —me interesé.
152
—Que alguien tenga un bote de motor.
Aquí fue donde el bullicio llegó
al paroxismo. Todo el mundo gritaba
desordenado, todo el mundo insultaba a Berci
a más no poder. Hasta el taciturno refugiado
de Transilvania, salió de su parsimonia. Con
todas sus fuerzas le dio un golpe a la mesa, se
levantó de un salto y alterado, se puso a darse
paseos de arriba abajo por la habitación, con
las manos a la espalda.
—¿Ve usted? —gritaba con ojos
chispeantes de ira—. Este no está bien de la
cabeza. Es sencillamente un anormal.
Por tanto, mi intervención no trajo muy
buenos resultados. La tía Weigl, que lavaba
todos los meses nuestra ropa, corroboró
mi opinión. Berci trabajó como una bestia,
pasó necesidades, no quería ni ropa, ni
diversiones, ni cine, sólo soñaba con el bote
de motor, y nada ni nadie se lo podía quitar
de la mente.
Un año más tarde lo ascendieron a
contador. Y no mucho tiempo después se
pudo comprar con su dinerito ahorrado el
motor de gasolina, de dos cilindros y seis
caballos de fuerza, que se podía instalar en
un costado del bote, “con la garantía de un
íntimo amigo”, a pagar en un plazo de doce
meses.
153
Berci acababa de cumplir los veintiocho
años de edad. Aquí comenzó la felicidad,
y hasta entonces nunca había visto nada
parecido. Porque desde entonces es realmente
feliz. Su rostro está más tranquilo, más abierto,
más gentil, más consciente de su valor, incluso
hasta más inteligente. Constantemente
irradia una alegría del más allá.
Lo que quería lo pudo conseguir pese a
todos los infiernos y las intrigas por los que
pasó. No tiene nada, pero tiene un bote de
motor, un magnífico bote de motor de dos
cilindros y seis caballos de fuerza.
Todos los veranos se pasa un mes de
vacaciones en el Danubio. Atraviesa las olas,
compite con las regatas, le pasa al vapor de
Viena, vuela sobre las crestas crepitantes del
agua, adelante, adelante, solo, porque cuida
mucho su bote de motor, no deja montar a
ningún extraño, ni siquiera a su íntimo amigo,
siempre es él quien lubrica las maravillosas
clavijas de cobre amarillo, siempre es él quien
limpia las divinas válvulas.
Conduce el bote de motor. Qué tonto fui
yo cuando le pregunté que a dónde lo iba a
conducir. Solamente lo conduce. Lo conduce
al infinito de sus anhelos.
Aun en el otoño tardío, en la niebla y la
lluvia, allá está aventurándose en el Danubio
154
el sábado y todo el domingo, y en cuanto
despunta la primavera, se desliza en los
amaneceres, en las noches, antes y después
de sus horas de oficina. En su bote de motor
está un empleado de compañía privada, gris
pero feliz, muy feliz.
Sus hijos tosen y lloran, él piensa
que tiene un bote de motor. Si ve que las
sienes se le están volviendo plateadas, que
está perdiendo pelo en la coronilla, que su
esposa se está volviendo vieja y fea, que se
está amargando, si en casa lloriquean por
problemas del pan de cada día, si a su madre
le duele la cintura por tanto lavar, si la suegra
se soba las verrugas de diferentes colores, si el
taciturno refugiado de Transilvania se pone
a tiranizarlo, y por la venta de cigarrillos
surgen desagradables discusiones financieras,
piensa que tiene un bote de motor. Si otros lo
desprecian y no lo consideran, si en la fábrica
está pegado al escritorio garrapateando con
mangotes de raso, si constantemente le
sacan en cara que él no es nada ni nadie,
que ni pincha ni corta en la sociedad, que es
solamente en su oficina donde puede pinchar
y cortar hasta soltar el bofe, hasta sudar la
gota gorda, entonces piensa que tiene un bote
de motor, y aquellos que lo explotan hasta
sacarle el alma, que no lo toman en cuenta
para nada, que lo patean, ni siquiera tienen
155
bote de motor. Si en el invierno el Danubio
se congela un palmo, y un metro de nieve
cubre la corteza helada, si la oscuridad cubre
hasta los pilares del puente, de manera que
no se puede ver ni el agua, en la cual es tan
maravilloso deambular, él piensa que nada
es eterno, en marzo comenzará el deshielo,
siempre y en todas partes sólo piensa que él
tiene un bote de motor.
Desde hace años observo, contemplo esta
felicidad, que no se reduce, no disminuye, sino
va cada día en aumento. Ni el cumplimiento
de su deseo la aniquiló. Por eso me he atrevido
a exponer mi opinión de que Berci Weigl es
un hombre feliz, quizás el hombre más feliz
de la tierra.
Para la verdadera felicidad no se necesita
mucho: una buena obsesión y un buen bote
de motor.
De La visita y otros cuentos.
Ed. Norma, 1999.
156
Tres sillones de colores
Miguel Gila
MIGUEL GILA (1919-2000). Usando su
apellido como nombre artístico, el madrileño
Gila se inició, en 1942, en la revista La Codorniz,
que marcó toda una época del humor español de
la posguerra. Escritor, caricaturista, guionista,
actor, showman, sobresalió en todos esos campos
como uno de los más importantes humoristas
españoles de su tiempo.
¡Qué cosas pasan en la vida! La de
años que llevo jugando a la bonoloto, a la
lotería, a la ONCE, haciendo la quiniela, la
primitiva, y nada, nunca he tenido suerte.
Pero fíjense lo que es la vida, cuando menos
lo esperaba se muere un tío de mi mujer
que se fue a Estados Unidos en los años
veinte y le deja de herencia tres millones
de dólares. Me ha llegado la hora de la
venganza.
(Marca un número de teléfono). ¿Es
la oficina de archivos y ficheros por orden
alfabético? ¿Está don Severo?
¿Le importaría decirle que se ponga?
¿Don Severo? ¿Cómo está usted? Yo
muy bien. Escuche. ¿A qué hora tengo que
estar mañana en la oficina? A lo mejor voy
media hora antes por si hay algún trabajo
extra para mí. Sí, sí, escuche barrigón: ¿usted
159
se acuerda de que aquel día que llegué tarde le
dije que había tenido que llevar a mi mujer al
médico? ¡Mentira, en la cama, calientito! ¿Y
se acuerda de que una tarde no fui a trabajar
porque le dije que se me había muerto un
pariente? ¡Mentira! ¡Al fútbol! Sí, sí, pues
ahora le digo que tururú tururú tururú, que
se puede ir usted a archivar monos al Brasil,
tío pedorro. ¡El tuyo! (Cuelga).
Las ganas que tenía yo de decirle al
barrigón éste lo que pienso. ¡La vida que
me daba! Todo el día encima de mí: “¿Ha
archivado usted los presupuestos de Confisa?
¿Ha terminado usted el informe de Farfosa?
Vaya al despacho de Cifuentes y que le dé
el protocolo de Cortesa”. ¡Y así todo el día,
vaya, traiga, rellene, escriba, haga, copie…!
Pues se acabó. ¡Ahora te va a aguantar tu
padre, pedorro!
(Marca otro número de teléfono).
¿Matilde? No sabes lo que acabo de disfrutar.
He llamado a mi oficina y le he dicho a don
Severo, como tu tío te ha dejado de herencia
tres millones de dólares, le he dicho…
Perdón, ¿cómo dices? ¿Qué sillones? O sea,
que lo que te ha dejado de herencia son tres
sillones de colores. Yo había entendido tres
millones de dólares. No, no, nada, te decía
que he llamado a la oficina y le he dicho a
160
don Severo que estoy muy cansado y me ha
dado unos días de vacaciones. Sí, quédate
tranquila. ¡Ah! Escucha, que yo me voy unos
días fuera. No lo sé, ya te escribiré (y cuelga).
¡Madre de Dios, la que acabo de armar!
De Siempre Gila.
Grupo Santillana de Ediciones S. A., 2001.
161
Cuentos policiales
y de misterio
El club de los martes
Agatha Christie
AGATHA CHRISTIE (1891-1976). Escritora
inglesa, nombre definitivo en la literatura
policial. Célebres creaciones suyas son Hércules
Poirot, detective belga, y Jane Marple, anciana
solterona provinciana. Su primer libro, que la
lanzó de inmediato a la fama, fue El misterioso
caso de Styles. Otros títulos: El asesinato de Rogelio
Akroyd, El crimen del Orient Express, Diez negritos,
El enigmático míster Quinn, Navidades trágicas,
Intriga en Bagdad, y un larguísimo etcétera. El
relato que aquí se incluye marca la aparición
literaria de miss Marple.
—Misterios insolubles.
Raymond West, lanzando una bocanada
de humo, repitió las palabras con una especie
de placer deliberado.
—Misterios insolubles.
Y miró satisfecho a su alrededor. La
habitación era amplia, con vigas oscuras
cruzando el techo y buenos muebles. De ahí
la mirada aprobadora de Raymond West.
Era escritor y le gustaban los ambientes
inspiradores y perfectos. La casa de su tía
Jane siempre le había parecido el marco
adecuado para su personalidad, y miró más
allá de la chimenea donde ella se sentaba en
el enorme sillón del abuelo. Miss Marple
vestía un traje de brocado negro de cuerpo
muy ajustado, con un pechero de encaje
blanco de Manila formando cascada.
Llevaba puestos mitones también de encaje,
167
y un gorrito de puntilla negra recogía sus
sedosos cabellos blancos. Estaba tejiendo…
Algo blanco y suave, y sus ojos azul claro,
amables y benevolentes, contemplaron
con placer a su sobrino e invitados. Primero
descansaron en el propio Raymond, tan
satisfecho de sí mismo, luego en Joyce
Lemprière, la artista de espesos cabellos
negros y extraños ojos verdosos, y en
sir Henry Clithering, el gran hombre de
mundo. Había otras dos personas más en
la habitación: el doctor Pender, anciano
clérigo de la parroquia, y míster Petherick,
abogado, un hombrecillo enjuto que usaba
lentes, aunque miraba por encima y no a
través de sus cristales. Miss Marple dedicó
un momento de atención a cada una de
estas personas y luego volvió a su labor con
una dulce sonrisa en los labios.
Míster Petherick lanzó la tosecilla seca
que siempre anticipaba a sus comentarios.
—¿Qué has dicho, Raymond? ¿Misterios
insolubles? ¡Ah!… ¿Y a qué viene eso?
—A nada —replicó Joyce Lemprière—. A
Raymond le agrada el sonido de esas palabras
y por eso las pronuncia en voz alta.
Raymond West le dirigió una mirada de
reproche que la hizo echar la cabeza hacia
atrás soltando una carcajada.
168
—Es un embustero, ¿verdad, Miss
Marple? —preguntó—. Estoy segura de que
usted lo sabe.
Miss Marple sonrió amablemente, pero
nada dijo.
—La vida misma es un misterio insoluble
—sentenció el clérigo en tono grave.
Raymond se irguió en su silla para arrojar su
cigarrillo al fuego con un ademán impulsivo.
—No es eso lo que he querido decir. No
hablaba de filosofía —dijo—. Pensaba sólo en
meros hechos prosaicos y sencillos, cosas que
han sucedido y que nadie ha sabido explicarse
nunca.
—Sé a qué te refieres, querido —repuso
Miss Marple—. Por ejemplo, mistress
Carruthers tuvo una experiencia muy extraña
ayer en la mañana. Compró medio kilo de
camarones en la tienda de Elliot. Luego fue
a un par de tiendas más y cuando llegó a su
casa descubrió que no tenía los camarones.
Volvió a los dos establecimientos que visitara,
pero los camarones habían desaparecido por
completo. A mí eso me parece muy curioso.
—Una historia bien extraña —dijo sir
Henry en tono grave.
—Claro que existen toda clase de posibles
explicaciones —replicó Miss Marple, con
169
las mejillas rosadas por la excitación—. Por
ejemplo, cualquiera pudo…
—Mi querida tía —la interrumpió
Raymond West con cierto regocijo—. No me
refiero a esa clase de incidentes pueblerinos.
Pensaba en crímenes y desapariciones… esa
clase de cosas de las que podría hablarnos sir
Henry, si quisiera.
—Pero yo nunca hablo de mi trabajo
—repuso sir Henry con modestia—. No,
nunca hablo de mi trabajo.
Sir Henry Clithering había sido
últimamente comisario de Scotland Yard.
—Supongo que habrá muchos crímenes
y otros delitos que la policía nunca logra
esclarecer —dijo Joyce Lemprière.
—Creo que es un hecho admitido
—afirmó míster Petherick.
—Me pregunto qué cerebro es el
mejor para desentrañar un misterio —dijo
Raymond West—. Siempre he creído que la
policía o el detective deben tropezar con su
falta de imaginación.
—Esa es la opinión de los profanos
—replicó sir Henry en tono seco.
—En realidad necesitan ayuda —dijo
Joyce con una sonrisa—. Parapsicología e
imaginación acudan al escritor…
170
Y dedicó una irónica inclinación de
cabeza a Raymond, que permaneció serio.
—El arte de escribir proporciona la
percepción del interior de la naturaleza
humana —agregó en tono grave—. Y tal vez
el escritor ve motivos que pasaría por alto
una persona vulgar.
—Sé, querido —intervino miss Marple—,
que tus libros son muy inteligentes. Pero,
¿tú crees que la gente es en realidad tan
desagradable como tú la pintas?
—Mi querida tía —repuso Raymond en
tono amable—, conserva tus creencias, y
no permita el Cielo que yo las destroce en
ningún sentido.
—Quiero decir —continuó miss Marple,
frunciendo un poco el ceño al contar los
puntos de su labor—, que a mí muchas
personas no me parecen ni buenas ni malas,
sino sencillamente tontas.
Míster Petherick volvió a lanzar su
tosecilla seca.
—¿No te parece, Raymond —preguntó—,
que das demasiada importancia a la
imaginación? La imaginación es algo
muy peligroso y los abogados lo sabemos
demasiado bien. Ser capaz de examinar las
pruebas con imparcialidad, y considerar los
171
hechos sólo como factores… me parece el
único método lógico de llegar a la verdad. Y
debo añadir que por experiencia sé que es el
único que da resultado.
—¡Bah! —exclamó Joyce, echando
hacia atrás sus cabellos negros—. Apuesto
a que podría ganarles a todos en este juego.
No soy sólo mujer… y digan lo que digan,
las mujeres poseemos una intuición que
les ha sido negada a los hombres… sino
además artista. Veo cosas que ustedes no
ven. Y también como artista he tropezado
con toda clase de personas. Conozco la vida
como no es posible que la haya conocido
miss Marple.
—No sé, querida —replicó miss Marple—.
Algunas veces, en los pueblos ocurren cosas
muy dolorosas y terribles.
—¿Puedo hablar? —preguntó el doctor
Pender con una sonrisa—. No se me oculta
que hoy día está de moda desacreditar al clero,
pero oímos cosas que nos hacen conocer un
lado del carácter humano que es un libro
cerrado para el mundo exterior.
—Bueno —dijo Joyce—. Me parece que
formamos una bonita reunión representativa.
¿Qué les parece si formásemos un club? ¿Qué
día es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el Club
de los Martes. Nos reuniremos cada semana
172
y cada uno de nosotros por turno deberá
exponer un problema… algún misterio que
conozca personalmente y del que, desde
luego, sepa la solución. Veamos, ¿cuántos
somos? Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En
realidad tendríamos que ser seis.
—Te has olvidado de mí, querida —dijo
miss Marple con una sonrisa radiante.
Joyce quedó ligeramente sorprendida,
pero se rehízo a toda prisa.
—Sería magnífico, miss Marple —dijo—.
No creí que le gustaría participar en esto.
—Creo que será muy interesante
—replicó miss Marple—, especialmente
estando
presentes
tantos
caballeros
inteligentes. Me temo que yo no soy muy
lista, pero el haber vivido todos estos años en
Saint Mary Mead me ha hecho comprender
el interior de la naturaleza humana.
—Estoy seguro de que su cooperación
será muy valiosa —dijo sir Henry con toda
cortesía.
—¿Quién empezará?
—Supongo que no existe la menor duda
en cuanto a eso —replicó el doctor Pender—,
ya que tenemos la gran fortuna de contar
entre nosotros a un hombre tan distinguido
como sir Henry…
173
El aludido guardó silencio unos instantes,
y al fin, con un suspiro y cruzando las piernas,
comenzó:
—Me resulta un poco difícil ceñirme al
tema que ustedes desean, pero creo conocer
un ejemplo que llena las condiciones
requeridas. Es posible que hayan leído
algún comentario acerca de este caso en los
periódicos del año pasado. Entonces se dejó
a un lado como misterio insoluble; pero,
como suele suceder, la solución llegó a mis
manos no hace muchos días. Los hechos son
muy sencillos. Tres personas se reunieron
para cenar, entre otras cosas, langosta en
conserva. Poco después, las tres se sintieron
indispuestas y se llamó apresuradamente a
un médico. Dos de ellas se restablecieron y
la tercera falleció.
—¡Ah! —dijo Raymond en tono
aprobador.
—Como digo, los hechos fueron
muy sencillos. Su muerte fue atribuida a
envenenamiento producido por la ptomaína,
se extendió el certificado correspondiente
y se enterró a la víctima. Mas las cosas no
pararon ahí.
Miss Marple hizo un gesto de
asentimiento.
174
—Supongo que surgirían las habladurías,
como suele ocurrir —dijo.
—Y ahora debo describirles a los actores
de este pequeño drama. Llamaré al marido y la
esposa, míster y mistress Jones, y a la señorita
de compañía de la esposa, miss Clark. Míster
Jones era viajante de una casa de productos
químicos. Un hombre atractivo, aunque
ordinario, vivaz, de unos cincuenta años.
Su esposa era una mujer bastante vulgar, de
unos cuarenta y cinco años, y miss Clark, una
mujer de setenta, robusta y alegre, de rostro
rubicundo y resplandeciente. De ninguno
de ellos podemos decir que resultara muy
interesante. Ahora bien: las complicaciones
comenzaron de modo muy curioso. Míster
Jones había pasado la noche anterior en un
hotelito de Birmingham y dio la casualidad
de que aquel día habían cambiado el secante,
que, por tanto, estaba nuevo; y la camarera,
que al parecer no tenía cosa mejor que
hacer, se entretuvo en colocarlo ante un
espejo después que míster Jones escribiera
una carta. Pocos días más tarde, al aparecer
en los periódicos la noticia de la muerte de
mistress Jones de resultas de haber ingerido
langosta en malas condiciones, la doncella
hizo partícipes a sus compañeros de trabajo
de lo que había averiguado por medio del
papel secante, en el cual leyó estas palabras:
175
“Depende enteramente de mi esposa…,
cuando haya muerto yo heredaré… cientos
de miles…”.
—Recordarán ustedes que no hace mucho
tiempo hubo un caso en que la esposa fue
envenenada por su marido. No se necesitó
mucho más para exaltar la imaginación
de la camarera del hotel. ¡Míster Jones
había planeado deshacerse de su esposa
para heredar cientos de miles de libras! Por
casualidad, una de las doncellas tenía unos
parientes en la pequeña población donde
residían los Jones. Les escribió pidiendo
informes y ellos contestaron que míster
Jones, al parecer, se había mostrado muy
atento con la hija del médico de la localidad,
que era una hermosa joven de treinta y tres
años, y empezó a surgir el escándalo. Se
solicitó una revisión del caso, y en Scotland
Yard se recibieron numerosas cartas
anónimas acusando a míster Jones de haber
envenenado a su esposa. Debo confesar que
ni por un momento sospechamos que se
tratase de algo más que de las habladurías y
chismorreos del pueblo. Sin embargo, para
tranquilizar la opinión pública, se concedió
la orden de exhumación del cadáver. Fue
uno de esos casos de superstición popular
basados en nada sólido y que luego resulta
176
justificada. La diligencia dio como resultado
el hallazgo de arsénico suficiente para dejar
bien claro que la difunta señora había muerto
envenenada por esta droga. Y Scotland Yard,
junto con las autoridades locales, tuvo que
probar cómo le había sido administrada y
por quién.
—¡Ah! —exclamó Joyce—. Me gusta.
Esto es verdadera materia prima.
—Naturalmente,
las
sospechas
recayeron en el marido. Él se beneficiaba
con la muerte de su esposa. No con los
cientos de miles que románticamente
imaginaba la doncella del hotel, pero sí
con la fuerte suma de ocho mil libras. Él no
tenía dinero propio aparte de lo que ganaba,
y era un hombre de costumbres un tanto
extravagantes y que gustaba de frecuentar
el trato de mujeres. Investigamos con toda
la delicadeza posible sus relaciones con la
hija del médico, pero aunque al parecer
hubo una buena amistad entre ellos en
cierto tiempo, habían roto bruscamente
unos dos meses antes, y desde entonces
no se volvió a verles juntos. El propio
médico, un anciano de tipo íntegro y
nada sospechoso, quedó aturdido por el
resultado de la autopsia. Le habían llamado
a eso de medianoche para atender a los
177
tres intoxicados. En el acto comprendió
la gravedad de mistress Jones y envió a
buscar a un dispensario unas píldoras de
opio para calmar sus dolores. No obstante,
a pesar de sus esfuerzos, falleció, pero
ni por un momento pudo sospechar
que se tratara de algo anormal. Estaba
convencido de que su muerte fue debida a
una fuerte intoxicación. La cena de aquella
noche había consistido básicamente en
langosta en conserva y ensalada, y pan y
queso. Por desgracia no quedaron restos
de langosta… la comieron toda y tiraron
la lata. Interrogó a la camarera, Gladys
Linch, que estaba llorosa y muy agitada y a
cada momento se apartaba de la cuestión,
pero declaró que la lata no estaba dilatada
y que la langosta le había parecido en
magníficas condiciones. Estos fueron los
hechos en los que debíamos basarnos.
Si Jones había administrado arsénico a
su esposa, parece evidente que no pudo
hacerlo con los alimentos que tomaron
en la cena, puesto que las tres personas
comieron lo mismo. Y también… otro
punto… el propio Jones había regresado
de Birmingham en el preciso momento en
que la cena era servida, de modo que no
tuvo oportunidad de alterar de antemano
ninguno de los alimentos.
178
—¿Y qué me dice de la señorita de
compañía de la esposa? —preguntó Joyce—.
De la mujer robusta y de rostro alegre.
Sir Henry asintió:
—No nos olvidamos de miss Clark, se
lo aseguro. Pero nos parecieron dudosos
los motivos que pudiera haber tenido para
cometer el crimen. Mistress Jones no le dejó
nada en absoluto, y como resultado de su
muerte tuvo que buscarse otra colocación.
—Eso parece eliminarla —replicó Joyce.
—Uno de mis inspectores pronto
descubrió un dato muy significativo
—prosiguió sir Henry—. Aquella noche,
después de cenar, míster Jones bajó a la cocina
y pidió un tazón de harina de maíz diciendo
que su esposa no se encontraba bien. Esperó
en la cocina hasta que Gladys Linch lo hubo
preparado y luego él mismo fue a llevarlo
a la habitación de su esposa. Esto, admito,
pareció ser el cierre del caso.
El abogado asintió.
—Motivo —dijo, uniendo las puntas de
sus dedos—. Oportunidad… y como viajante
de una casa de productos químicos, pudo
conseguir el veneno fácilmente.
—Y era un hombre de moral débil
—agregó el clérigo.
179
Raymond West miraba fijamente a sir
Henry.
—Debe de haber una falsedad en alguna
parte —dijo—. ¿Por qué no le detuvieron?
Sir Henry sonrió sin ganas.
—Esa es la porción desgraciada de
este asunto. Hasta aquí todo había ido
sobre ruedas, pero luego tropezamos con
dificultades. Jones no fue detenido, porque
al interrogar a miss Clark nos dijo que el
tazón de harina de maíz no se lo tomó
mistress Jones, sino ella. Sí, parece ser que
fue a la habitación de mistress Jones como
tenía por costumbre: la encontró sentada en
la cama y a su lado estaba el tazón de harina
de maíz. “No me encuentro nada bien,
Milly —le dijo—. Me está bien empleado
por comer langosta de noche. Le he pedido
a Albert que me trajera un tazón de harina
de maíz, pero ahora no me veo con ánimos
para tomarlo”. “Es una lástima —comentó
miss Clark—, está muy bien hecho, sin
grumos. Gladys es realmente una buena
cocinera. Hoy día hay muy pocas chicas
que sepan preparar la harina de maíz como
es debido. Si quiere puedo tomármelo yo,
tengo apetito”. “Creí que continuabas
con tus tonterías”, le dijo mistress Jones.
Debo explicar —aclaró sir Henry—, que
180
miss Clark, alarmada por su constante
aumento de peso, estaba siguiendo lo que
vulgarmente se conoce por dieta. “No te
conviene, Milly, de veras —le dijo mistress
Jones—. Si Dios te ha hecho robusta, tienes
que serlo. Tómate esa harina de maíz, que
te sentará de primera”. Y acto seguido
miss Clark acabó con el tazón de harina.
De modo que ya ven ustedes, así se vino
abajo nuestra acusación contra el marido.
Le pedimos una explicación de las palabras
que aparecieron en el papel secante y
nos la dio en seguida. La carta, explicó,
era la respuesta a una que le escribiera
su hermano desde Australia pidiéndole
dinero. Y él le contestó diciendo que
dependía enteramente de su esposa, y que
hasta que ella muriera no podría disponer
de su dinero. Lamentaba su imposibilidad
de ayudarle de momento, pero haciéndole
observar que en el mundo existen cientos
de miles de personas que pasan los mismos
apuros.
—Y por eso la solución del caso se vino
abajo —dijo el doctor Pender.
—Y por eso la solución del caso se vino
abajo —repitió sir Henry en tono grave—.
No podíamos correr el riesgo de detener a
Jones sin tener en qué apoyarnos.
181
Hubo un silencio, y al cabo dijo Joyce:
—Eso es todo, ¿no es cierto?
—Así quedó el caso durante todo el año
pasado. La verdadera solución está ahora en
manos de Scotland Yard, y probablemente
dentro de dos o tres días podrán leerla en los
periódicos.
—La verdadera solución —exclamó Joyce
pensativa—. Quisiera saber… Pensemos
todos por espacio de cinco minutos y luego
hablaremos.
Raymond West hizo un gesto de
asentimiento al tiempo que consultaba su
reloj. Cuando hubieron transcurrido los
cinco minutos miró al doctor Pender.
—¿Quiere usted ser el primero en hablar?
—le preguntó.
El anciano movió la cabeza.
—Confieso
—dijo—
que
estoy
completamente despistado. No puedo dejar
de pensar que de alguna manera el esposo
tiene que ser la parte culpable, mas no me es
posible imaginar cómo lo hizo; sólo sugerir
que debió de administrar el veneno por
algún medio que aún no ha sido descubierto,
aunque en este caso no comprendo cómo no
se ha averiguado todavía.
—¿Joyce?
182
—¡La señorita de compañía de la esposa!
—contestó Joyce, decidida—. ¡Desde luego!
¿Qué motivos pudo tener? El que fuese vieja
y gorda no quiere decir que no estuviera
enamorada de Jones. Podía odiar a la esposa
por cualquier otra razón. Piensen lo que
representa ser un acompañante… teniendo
que mostrarse amable, estar de acuerdo
siempre y someterse en todo. Un día, no
pudiendo resistirlo más, se decide a matarla.
Probablemente puso el arsénico en el tazón
de harina de maíz y toda esa historia de que
lo comió ella sería mentira.
—¿Míster Petherick?
El abogado unió las yemas de sus dedos
con aire profesional.
—Apenas tengo nada que decir.
Basándome en los hechos no sabría qué opinar.
—Pero tiene que hacerlo, míster Petherick
—dijo la joven—. No puede reservarse su
opinión. Tiene que participar en el juego.
—Considerando los hechos —dijo
míster Petherick—, no hay nada que decir.
En mi opinión particular, y habiendo visto
demasiados casos de esta clase, creo que el
esposo es culpable. La única explicación
es que miss Clark le encubrió por alguna
razón deliberada. Pudo haber algún arreglo
económico entre ellos. Es posible que él viera
183
que iba a resultar sospechoso, y ella, viendo
ante sí un futuro lleno de pobreza, tal vez se
avino a contar la historia de haberse tomado
la harina de maíz, a cambio de una suma
importante. Si este es el caso, desde luego es
de lo más irregular.
—No estoy de acuerdo con ninguno de
ustedes —dijo Raymond—. Han olvidado un
factor muy importante en este caso: la hija
del médico. Voy a darles mi visión del asunto.
La langosta estaba en malas condiciones,
de ahí los síntomas de envenenamiento. Se
avisa al doctor, que encuentra a mistress
Jones, que ha comido más langosta que los
demás, presa de grandes dolores, y manda
a buscar opio como nos dijo. No va él en
persona, sino que envía a buscarla. ¿Quién
entrega los comprimidos al mensajero? Sin
duda alguna su hija. Está enamorada de
Jones y en aquel momento se alzan todos los
malos instintos de su naturaleza, haciéndole
comprender que tiene en sus manos el medio
de conseguir su libertad. Los comprimidos
que envía contienen arsénico blanco. Esta es
mi solución.
—Y ahora díganos la suya, sir Henry
—exclamó Joyce con ansiedad.
—Un momento —dijo sir Henry—.
Todavía no ha hablado miss Marple.
184
Miss Marple movía la cabeza tristemente.
—Vaya, vaya —dijo—. Se me ha
escapado otro punto. Estaba tan interesada
escuchando la historia… Un caso triste, sí,
muy triste. Me recuerda al viejo míster
Hargraves que vivía en el Mount. Su esposa
nunca tuvo la menor sospecha hasta que
al morir dejó todo su dinero a una mujer
con la que había estado viviendo, de la que
tenía cinco hijos y que en un tiempo había
sido su doncella. Era una chica agradable,
decía siempre mistress Hargraves, de
la que podía confiar que daba la vuelta
a los colchones cada día… excepto los
viernes, por supuesto. Y ahí tienen al
viejo Hargraves, que puso una casa a esa
mujer en la población vecina y continuó
siendo sacristán y pasando la bandeja cada
domingo.
—Mi querida tía Jane —dijo Raymond
con cierta impaciencia—. ¿Qué tiene que ver
el desaparecido Hargraves con este caso?
—Esta historia me lo recordó enseguida
—dijo miss Marple—. Los hechos son tan
parecidos, ¿no es cierto? Supongo que la
pobre chica ha confesado ya y por eso sabe
usted la solución, sir Henry.
—¿Qué chica? —preguntó Raymond—.
Mi querida tía, ¿de qué estás hablando?
185
—De esa pobre chica Gladys Linch, por
supuesto… La que se puso tan nerviosa
cuando habló con el doctor… Y bien podía
estarlo la pobrecilla. Espero que ahorquen
al malvado Jones por haber convertido en
asesina a esa pobre muchacha. Supongo que
a ella también la ahorcarán, pobrecilla.
—Creo, miss Marple, que sufre usted
un ligero error… —comenzó a decir míster
Petherick.
Pero miss Marple, moviendo la cabeza
con obstinación, miró de hito en hito a sir
Henry.
—Estoy en lo cierto, ¿no? Lo veo muy claro.
Los cientos de miles… la crema aromatizada…
Quiero decir que no puede pasarse por alto.
—¿Qué es eso de la crema y de los cientos
de miles? —exclamó Raymond.
Su tía volviose hacia él.
—Las cocineras casi siempre ponen
“cientos de miles” en la crema, querido —le
dijo—. Son esos azucarillos rosa y blancos.
Desde luego, cuando oí que habían tomado
crema para cenar y que el marido se había
referido en una carta a cientos de miles,
relacioné ambas cosas. Ahí es donde estaba
el arsénico, en los cientos de miles. Se lo
entregó a la muchacha y le dijo que lo pusiera
en la crema.
186
—¡Pero eso es imposible! —replicó Joyce
vivamente—. Todos la tomaron.
—¡Oh, no! —dijo miss Marple—.
Recuerde que la señorita de compañía de
mistress Jones estaba haciendo régimen para
adelgazar, y en esos casos nunca se come
crema; y supongo que Jones se limitaría a
separar los “cientos de miles” de su parte,
poniéndolos a un lado de su plato. Fue una
idea inteligente, aunque malvada.
Los ojos de todos estaban fijos en sir Henry.
—Es curioso —dijo despacio—, pero da
la casualidad de que miss Marple ha hallado
la solución. Jones había seducido a Gladys
Linch, como se dice vulgarmente, y ella estaba
desesperada. Él deseaba librarse de su esposa
y prometió a Gladys casarse con ella cuando
su mujer muriese. Le entregó los “cientos
de miles” envenenados, con instrucciones
para su uso. Gladys Linch falleció hace una
semana. Su hijo murió al nacer y Jones la
había abandonado por otra mujer. Cuando
agonizaba confesó la verdad.
Hubo unos momentos de silencio, y
luego dijo Raymond:
—Bien, tía Jane; tú has ganado. No
comprendo cómo has adivinado la verdad.
Nunca hubiera pensado que la cocinera
pudiera tener nada que ver con el caso.
187
—No, querido —replicó miss Marple—;
pero tú no conoces la vida tanto como yo. Un
hombre del tipo de Jones… rudo y jovial. Tan
pronto como supe que había una chica bonita
en la casa me convencí de que no la dejaría
en paz. Todo eso son cosas muy penosas y
no muy agradables… No puedes imaginarte
el golpe que fue para mistress Hargraves y la
sorpresa que causó en el pueblo.
De Agatha Christie. Obras escogidas. Tomo IV.
Colección El lince astuto, Aguilar, Madrid.
Traducción de C. Peraire del Molino.
188
Un negocio con diamantes
R. L. Stevens
R. L. STEVENS. Seudónimo del neoyorquino
Edward D. Hoch (1930). Aunque ha publicado
varias novelas detectivescas, su mayor aporte
a ese género está en el relato corto, que HochStevens maneja con indudable maestría.
Algunos títulos: Night people and other stories,
The great american novel, Five rings in Reno,
Deduction.
La idea se la dio a Pete Hopkins una chica
que arrojaba una moneda de un penique en
la fuente de la plaza. Estaba siempre a la
pesca de ideas para conseguir dinero, y cada
vez resultaba más difícil encontrar una. Pero
cuando levantó la vista desde la fuente hacia
la ventana abierta de la Bolsa de Cambio
de Diamantes, pensó que por fin había
encontrado una buena.
Se encaminó hacia la cabina telefónica
del otro lado de la plaza, y llamó a Johnny
Stoop. Johnny era el petimetre más elegante
que Pete conocía, un verdadero modelo que
podía entrar en una tienda y hacer que los
empleados chocaran unos contra otros para
atenderlo. Más aún, no tenía antecedentes
allí, en el este. Y era dudoso que los policías
pudieran relacionarlo con la larga lista de
delitos que había cometido diez años antes
en California.
191
—¿Johnny? Habla Pete. Me alegro de
haberte encontrado.
—Siempre estoy en casa durante el día,
Pete, viejo. En rigor, acabo de levantarme.
—Tengo un trabajo para nosotros,
Johnny, si te interesa.
—¿De qué clase?
—Nos encontraremos en el bar Birchbark,
y hablaremos de eso.
—¿Cuándo?
—¿Dentro de una hora?
Johnny Stoop gruñó.
—Digamos dos. Tengo que darme una
ducha y desayunar.
—Está bien, dos. Hasta luego.
El bar Birchbark era un lugar tranquilo
por la tarde… perfecto para el tipo de
reunión que Pete necesitaba. Ocupó un
compartimiento cerca de la parte trasera y
pidió una cerveza. Johnny llegó con solo diez
minutos de retraso, y entró en el lugar como
si lo inspeccionara para un robo, o para una
chica que quisiera levantar. Al cabo eligió,
casi a desgana, el compartimiento de Pete.
—¿De qué se trata? El hombre del bar
hablaba por teléfono, le gritaba a alguien
acerca de una entrega, y el resto del lugar se
hallaba desierto. Pete comenzó su explicación.
192
—La Bolsa de Cambio de Diamantes. Creo
que podemos arrancarles un rápido puñado de
piedras. Puede llegar a cincuenta mil.
Johnny Stoop gruñó, con evidente
interés.
—¿Cómo lo hacemos?
—Lo haces tú. Yo espero afuera.
—¡Magnífico! ¡Y la policía me pesca a mí!
—La policía no pesca a nadie. Entras
con tranquilidad y pides ver una bandeja
de diamantes. Ya sabes dónde está el lugar,
en el cuarto piso. Ve al mediodía, cuando
siempre hay algunos clientes. Yo provocaré
un alboroto en el vestíbulo, tú tomas un
puñado de piedras.
—¿Y qué hago… me las trago, como
solían hacerlo los chicos de los gitanos?
—Nada tan grosero. De cualquier
manera, los policías conocen esa treta. Las
arrojas por la ventana.
—¡Un cuerno!
—Hablo en serio, Johnny.
—Ni siquiera mantienen las ventanas
abiertas. Tienen aire acondicionado, ¿no es así?
—Hoy vi abierta la ventana. Ya conoces
todo ese asunto de ahorro de energía…
apagar los acondicionadores de aire y abrir
las ventanas. Bueno, ellos cumplen con el
193
pedido. Tal vez piensan que a cuatro pisos
de altura nadie se meterá por allí. Pero algo
puede salir: los diamantes.
—Parece una locura, Pete.
—Escucha, arrojas los diamantes por la
ventana desde el mostrador. Debe de estar
a unos tres metros de distancia —hacía un
rápido esbozo a lápiz de la oficina, mientras
hablaba—. Ves, la ventana está detrás del
mostrador, y tú enfrente de ella. Jamás
sospecharán que los tiras por la ventana,
porque ni te acercas a ella. Te registran,
te interrogan, pero tienen que dejarte ir.
Hay otras personas en el edificio, otros
sospechosos. Y nadie te vio tomarlos.
—De manera que los diamantes salen
por la ventana. Pero tú no estás afuera para
recibirlos. Estás en el vestíbulo, provocando
un alboroto. ¿Y qué ocurre con las piedras?
—Ésa es la parte inteligente. Debajo de la
ventana, cuatro pisos más abajo, está la fuente
de la plaza. Es bastante grande, de modo que
los diamantes tienen que caer en ella. Caen
en la fuente, y se encuentran allí tan seguros
como en la bóveda de un banco, hasta que
decidamos recuperarlos. Nadie los ve caer en
el agua, porque la fuente funciona. Y nadie
los ve en el agua, porque son transparentes.
Son como vidrios.
194
—Sí —convino Johnny—. A menos que
el sol…
—El sol no llega al fondo del estanque.
Puedes mirarlos directamente y no verlos…
salvo que sepas que están allí. Y nosotros lo
sabremos, y volveremos a buscarlos mañana
por la noche, o a la noche siguiente.
Johnny asentía.
—Cuenta conmigo. ¿Cuándo lo
hacemos?
Pete sonrió y levantó su jarro de cerveza.
—Mañana.
Al día siguiente, Johnny Stoop entró
en las oficinas del cuarto piso de la Bolsa de
Cambio de Diamantes, exactamente a las 12 y
15. El guardia uniformado que se encontraba
siempre junto a la puerta le dedicó apenas
una mirada rápida. Pete lo contempló todo
desde el rumoroso vestíbulo de afuera, y lo
vio todo con claridad a través de las gruesas
puertas de vidrio que iban desde el suelo
hasta el cielo raso.
En cuanto vio que el empleado sacaba
una bandeja de diamantes para Johnny,
miró a través de la oficina, hacia la ventana.
Se hallaba abierta a medias, como el día
anterior. Se encaminó hacia la puerta, tocó
el grueso picaporte de vidrio, y se derrumbó
hacia adentro, en apariencia desvanecido. El
195
guardia del otro lado de la puerta lo oyó caer
y salió para prestarle ayuda.
—¿Qué le ocurre, señor? ¿Está bien?
—Yo… no puedo… respirar…
Levantó la cabeza y pidió un vaso de
agua. Uno de los empleados ya había dado
la vuelta al mostrador, para ver qué ocurría.
Pete se sentó y bebió el agua, en perfecta
representación teatral.
—Creo que me desvanecí.
—Deje que le traiga una silla —dijo un
empleado.
—No, me parece que será mejor que
me vaya a casa —se limpió el traje y les
agradeció—. Volveré cuando me sienta
mejor—. No se había atrevido a mirar
a Johnny, y esperaba que los diamantes
hubiesen pasado por la ventana, como se
había planeado.
Bajó en el ascensor y cruzó la plaza hasta
la fuente. Siempre había una multitud en
torno de ella, al mediodía: secretarias que
llevaban su almuerzo en bolsas de papel de
estraza, jóvenes que conversaban con ellas.
Se mezcló con ellos, sin ser advertido, y se
abrió paso hasta el borde del estanque. Pero
era grande, y a través de las aguas onduladas
no pudo estar seguro de ver nada, salvo
196
las monedas sembradas en el fondo. Bien,
de cualquier manera no esperaba ver los
diamantes, de modo que no se desilusionó.
Esperó una hora, y luego decidió que
la policía debía estar interrogando aún a
Johnny. Lo mejor que podía hacer era ir a su
departamento y esperar un llamado.
Éste llegó dos horas más tarde.
—Fue difícil —dijo Johnny—. Al cabo
me dejaron ir. Pero es posible que todavía
me sigan.
—¿Lo hiciste?
—¡Es claro que lo hice! ¿Por qué crees que
me retuvieron? Se están enloqueciendo. Pero
ahora no puedo hablar. Encontrémonos en el
Birchbark, dentro de una hora. Me aseguraré
de que no me siguen.
Pete ocupó el mismo compartimiento de
la trasera del Birchbark, y pidió su cerveza
habitual. Cuando Johnny llegó, llegó
sonriente.
—Creo que lo logramos, Pete. ¡Maldito
sea si no lo logramos!
—¿Qué les dijiste?
—Que no vi nada. Es claro, pedí una
bandeja de piedras, pero cuando surgió el
alboroto en el vestíbulo, fui a ver qué ocurría,
junto con todos los demás. Había cuatro
197
clientes, y en realidad no pudieron decidirse
por ninguno de nosotros. Pero nos registraron
a todos, e incluso nos llevaron al centro, para
registrarnos con rayos X, para estar seguros
de que no habíamos tragado las piedras.
—Me preguntaba por qué tardabas tanto.
—Tuve suerte de que me dejasen
salir tan pronto. Un par de los otros se
comportaron en forma más sospechosa que
yo, y eso fue una suerte. Uno de ellos tenía
incluso antecedentes de arresto por robo de
un coche —lo dijo con modales superiores—.
Los estúpidos de los policías consideran que
cualquiera que robe un coche puede robar
diamantes.
—Espero que no me hayan observado con
demasiada atención. Soy yo quien provocó el
tumulto, y tienen que llegar a la conclusión
de que estoy metido en el asunto.
—No te preocupes. Recogeremos los
diamantes esta noche. Y saldremos de la
ciudad por un tiempo.
—¿Cuántas piedras había? —inquirió
Pete, expectante.
—Cinco. Y todas ellas una belleza.
Los periódicos vespertinos lo confirmaron.
Calcularon el valor de los cinco diamantes
en 65.000 dólares. Y la policía no tenía pista
alguna.
198
Volvieron a la plaza a eso de la
medianoche, pero a Pete no le gustó mucho.
—Puede que estén a la pesca —le dijo
a Johnny—. Esperemos una noche, por si
los policías siguen merodeando por aquí.
Cuernos, las piedras están seguras en su
lugar.
A la noche siguiente, cuando la noticia
ya había desaparecido de los periódicos,
remplazada por el robo de un banco, volvieron
otra vez a la plaza. Entonces esperaron hasta
las tres de la mañana, hora en que incluso los
parroquianos tardíos de los bares regresaban
a sus casas. Johnny llevaba una linterna, y
Pete usaba botas altas. Ya habían considerado
la posibilidad de no hallar uno o dos de los
diamantes, pero aun así se llevarían un buen
botín.
Por la noche, la fuente no funcionaba,
y la serenidad del agua facilitó la búsqueda.
Pete vadeó por entre las aguas someras, y
casi en seguida encontró dos de las gemas. Le
llevó otros diez minutos encontrar la tercera,
y ya estaba a punto de irse.
—Vayámonos con lo que tenemos,
Johnny.
La linterna se balanceó.
—No, no. Sigue mirando. Encuentra por
lo menos una más.
199
De pronto quedaron envueltos en el
resplandor de una linterna, y una voz gritó:
—¡Quédense ahí! ¡Somos agentes de la
policía!
—¡Maldición! —Johnny dejó caer la
linterna y se dispuso a correr, pero dos de
los policías ya habían descendido de su
patrullero. Uno de ellos extrajo la pistola,
y Johnny se detuvo en seco. Pete salió del
estanque y levantó las manos.
—Nos pescó, agente —dijo.
—Ya lo creo que los pescamos —gruñó
el policía de la pistola—. Las monedas de esa
fuente se destinan todos los meses a obras
de caridad. Y cualquiera que las robe tiene
que ser un individuo muy mezquino. Espero
que el juez les dé a los dos noventa días de
prisión. ¡Y ahora pónganse contra el coche,
mientras los registramos!
De Cuentos y relatos policiales. Prólogo y selección
de Enrique Congrains Martin. Editorial Forja,
Bogotá, 1989.
Sin crédito de traducción.
200
Erotismo de salón
Del arco de la vieja
Fernando Sabino
FERNANDO SABINO (1923-2004). Nació
en Belo Horizonte, Brasil. Autor entre otras
de Encuentro marcado, novela fundamental en
la literatura brasilera del siglo XX. Cultivó con
mayor asiduidad la crónica y el relato breve,
géneros que manejó con mano maestra, y un
finísimo toque de humor e ironía. Algunos
títulos: A mulher do vizinho, O gato sou eu, A vida
real, O menino no espelho, etc.
De madrugada, el teléfono lo sacó de la
cama.
—A mi hija le sucedió una desgracia.
Era una voz de vieja, lloriqueante.
Al principio le costó entender. Si mal no
recordaba, la hija era una muchacha con la
que había tenido una relación hacía tiempos.
Vivía con su madre en Flamengo. A donde
ella fuera, la vieja iba detrás. Terminó por
hartarse, y la dejó. Ahora la madre acudía
justo a él.
—Cálmese, voy para allá.
Malhumorado, se vistió, subió al auto
y arrancó. Por lo que había entendido, la
joven había intentado suicidarse. ¿Y yo qué
juego en eso? pensó, molesto: no fuera que
la madre quisiera echarle la culpa a él, que no
tenía ya nada que ver con esa gente.
205
—Se encerró en el baño, diciendo que se
iba a matar —le dijo la vieja, en cuanto llegó.
Y se retorcía las manos, desesperada.
—Está ahí adentro desde hace rato. ¿Y
ahora qué hago, Virgen Santa?
En mitad de la sala, una joven de jeans lo
miraba, desconfiada.
—Y tú, ¿quién eres? —preguntó él,
interesado.
—Es nuestra vecina —contestó la vieja,
cortando su interés—. Le pedí que viniera a
ayudarme. ¿Pero qué podíamos hacer las dos
solas?
Él se acercó al baño, golpeó la puerta.
Silencio. Olor a gas no había. Pero podía
haberse cortado las muñecas, o alguna
tontería similar. Volvió a llamar. Nada.
—Habría que derribarla.
Sintiendo la aprobación de la vieja,
arrimó el hombro a la puerta, que terminó
por ceder.
Ella estaba en camisón, sentada en la
taza, las piernas estiradas, y parecía dormir.
A su lado, en el suelo, un frasco de píldoras
vacío.
—¿No se lo dije? ¿No se lo dije?
—cacareaba la madre, sin atreverse a mirar—.
¡Hija mía, pobre hijita mía!
206
—Llevémosla a Urgencias, que aún hay
tiempo. Ayúdeme a sacarla.
La que ayudó fue la joven. La vieja
sólo gimoteaba, impidiendo el paso. La
hija balbucía palabras inconexas, el cuerpo
desmadejado. Salieron con ella cargada, con
grandes dificultades lograron meterla en el
auto; la vieja se hizo atrás, amparando la
cabeza de la hija, y la joven a su lado, adelante.
Apenas si hablaron durante el trayecto.
En el hospital, el personal de turno les atendió
de inmediato. Llevaron a la paciente a la sala
de emergencias, ellos quedaron a la espera.
Poco después regresó el médico:
—No hay peligro: tomó un vomitivo y
escupió un montón de comprimidos. Ahora
está durmiendo. Pronto se pondrá bien. Ni
siquiera tienen que esperar. Pueden venir a
buscarla en la mañana.
—Yo me haré cargo, quédense tranquilas.
—Y llevó a las dos de regreso a Flamengo.
—¿No quiere subir a tomar un café?
—invitó la vieja.
Contempló aquel rostro rechoncho, el
pintalabios rojo en la boca marchita.
—No, gracias. Voy a ver si descanso un
poco, antes de ir a buscar a su hija.
—Puede descansar aquí.
207
Era la vecina quien lo sugería. La miró,
sorprendido. La vieja le informó que la
muchacha iba a hacerle compañía hasta la
mañana, era una niña muy buena.
—Bien, en ese caso…
Subió, tomó con ellas el café. Como
pronto amanecería, le sugirieron que
descansara allí mismo, en el sofá de la sala,
hasta que llegara la hora de ir al hospital. Y
se marcharon ambas por el pasillo, la vieja
recogiéndose en su cuarto, la joven en el
cuarto de la hija.
Él se quitó la chaqueta y los zapatos, y se
acomodó como pudo en el sofá. Encendió un
cigarrillo, antes de disponerse a dormir. Fue
entonces cuando oyó la voz de la joven, allá
en el pasillo.
—Cierra los ojos, que voy a pasar.
—Puedes pasar —dijo él, los ojos bien
abiertos.
Y vio pasar aquella inesperada recompensa para sus ojos cansados de tantas
molestias: tacones altos, toc-toc-toc, toda
empinada, sólo de bragas.
—No vengas acá, porque la puerta está
quebrada, no puedo cerrar —avisó ella desde
el baño.
Poco después volvía a pedir:
208
—Cierra los ojos, que voy a pasar de
nuevo.
Esta vez, él no sólo no cerró los ojos,
sino que esperó a que pasara, y un momento
después fue tras ella. Tanteando en la
penumbra del corredor, encontró entreabierta
la puerta del cuarto. Entró silenciosamente,
percibió en la oscuridad que ella estaba ya en
la cama, esperándolo. Entonces se desnudó a
toda prisa, sin decir una palabra se acomodó
bajo las sábanas, a su lado.
Ella lo acogió en sus brazos, y él sintió
soplar muy bajo en su oído una voz ronca y
nasal:
—No hagas ruido, para no despertar a la
niña.
De O gato sou eu, Editora Record, Rio de Janeiro, 1983.
Traducción de Elkin Obregón S.
209
El magníficat
Matteo Bandello
MATTEO BANDELLO (1485-1561). Nació
en Catelnuovo, Italia. Estudió letras y ciencias
en Milán y Nápoles. Sus ideas políticas le
valieron destierros y persecuciones. Su obra
más significativa es la colección de relatos
Novelas cortas, escrita a lo largo de toda su vida.
De sus Novelas tomaron temas escritores como
Stendhal, Byron y Musset; Shakespeare extrajo
de ellas el argumento de Romeo y Julieta, Mucho
ruido y pocas nueces y La noche de Epifanía.
En aquellos días en que el memorable
señor Giovanni Bentivoglio junto a sus
señores hijos ostentaba el imperio de la
riquísima y gran Bolonia, florecían en aquella
ciudad los estudios de la razón cesárea y
pontificia, junto con los de medicina y todas
las demás artes liberales.
De continuo se congregaban allí hombres
solemnes muy doctos en sus especialidades.
De toda Italia y aun de Francia y España,
concurría la juventud a Bolonia a instruirse
en las distintas disciplinas, que le resultaran
placenteras.
Así como eran diversos los estudiantes,
en su procedencia e ingenio, también lo eran
sus profesores. La mayor parte de éstos no
sólo se esmeraban en mejorar la doctrina y
educación de sus discípulos, sino que también
se esforzaban con el ejemplo de su vida y de
213
sus costumbres. Había también aquellos
otros a quienes les bastaba con la enseñanza
docta y en cuyos círculos demostraban
sus argumentos con brillantez y agudeza;
al terminar sus lecciones, se dedicaban a
escuchar las dudas de sus discípulos y se
mostraban diligentes por dilucidarlas con
erudición, intentando satisfacer a todos.
Entre ellos había un doctor, más cercano
a los ochenta que a los sesenta, que gozaba
de una gran reputación y experiencia,
cuyos consejos eran muy estimados; pero,
si alguien lo apartaba de su especialidad, lo
convertía en pez fuera del agua. Era muy
parecido a un gran doctor de esta ciudad
que se enojó con el administrador de su casa
de campo, e intentó por todos los medios
quitarle el cuidado de su propiedad. Esto
ocurrió porque, habiéndole dado el sirviente
la noticia de que una cerda había parido
nueve crías, le dijo luego que la yegua había
tenido un hermoso potrillo.
—Entonces —dijo el doctor al siervo—,
ignorante, ¿me quieres robar? ¿No me has
dicho que fueron nueve los cochinillos? ¿Y
pretendes que una yegua tan robusta haya
tenido un solo potrillo? ¡No, no… esto no
está bien! Encuéntrame los otros potrillos, si
no quieres ir a parar a manos de la justicia.
214
Comprobad, señores míos, la costumbre
de salar el azúcar.
En cuanto a nuestro profesor, que
debió haber sido en su juventud un gran
papamoscas, regresando en una ocasión
después de las clases a su casa en compañía
de algunos estudiantes, vio pasar por debajo
de las arcadas a una joven de hermosas
proporciones y preguntó a sus discípulos
quién era. Le dijeron que era una dama
caritativa que no permitía que nadie muriese
desesperado.
Siguió el doctor hasta su hogar y, tras
despedir a los demás estudiantes, retuvo
consigo a un sagaz calabrés que gozaba de
toda su confianza y a quien con frecuencia
invitaba a comer. Ante el joven reveló haber
quedado prendado de aquella bellísima mujer,
y que moriría si no conseguía satisfacer su
placer con ella.
—Señor, yo la conozco muy bien —le
respondió el calabrés—, y en verdad que es
muy hermosa y agradable. Por mí daría su
corazón; si así lo deseáis, la conduciré a esta
casa cada vez que sea de vuestro agrado y la
haré entrar por la puerta trasera del jardín
para que nadie la vea. Pero os prevengo que
vende cara su mercancía y no vendrá sin
obtener antes un par de ducados.
215
Al oír esto el doctor, que poca cuenta
tenía de sus fuerzas, le respondió:
—Por eso no te preocupes, pues te daré
un doble ducado, de aquellos que exhiben la
efigie de nuestro señor Giovanni.
Sin pérdida de tiempo, corrió hacia la
caja, cogió el dinero y, entregándoselo al
calabrés, le dijo:
—Sabes que mañana no daré clases; mira
de traerla del modo que me has dicho.
Partió de inmediato el estudiante y al
encontrarse con la mujer le dijo:
—Quiero que mañana, a una hora
apropiada, vayas a una casa para solazar a mi
maestro. Es viejo y precisará que le prodigues
muchas caricias; luego te daré una paga que
te dejará satisfecha.
Era aquella una mujer ambiciosa, que por
una moneda se entregaba a quien la solicitase.
El escolar pensaba darle solamente tres
monedas y apropiarse del resto del doblón. El
viejo doctor, esperando la hora de encontrarse
con la joven, no cabía en su propia piel y se
desmayaba de anticipado gozo. Según lo
convenido, el calabrés condujo a la joven
hasta el profesor, quien la esperaba ya en la
cama. Ella entró a la habitación y, después de
desnudarse, se introdujo en el lecho; lo besó
una y mil veces, a la par que le hacía toda
216
clase de caricias para conseguir excitarlo. Se
esforzaba por despertar al perezoso, pero éste
no conseguía levantar cabeza. El profesor se
encolerizaba y la mujer trataba de consolarlo
con ardientes caricias; pero, viendo que todo
era en vano, le dijo:
—Maestro, no os aflijáis por ahora. Ya
volveré en otra ocasión en que estéis mejor
dispuesto. Entretanto os daré un consejo:
recordad el Magnificat que os resultará de
gran ayuda.
—¿Qué diablos quieres decir con eso del
Magnificat? —le respondió el doctor— ¡Ya lo
aprendí de joven!
—Así lo creo —repuso la joven—, pero
recordad que al atardecer, cuando se entona
el Magnificat, todos se yerguen y descubren
la cabeza. ¡Enseñadle a este dormilón a hacer
lo mismo!
Y así diciendo, se levantó de la cama y
se marchó.
Por esto, señores míos, resulta cierto
aquel proverbio que dice: “Aquel que siendo
burro cree ser ciervo, al saltar el foso se da
cuenta”.
De Cuentos eróticos. 1. Editorial Bruguera, 1978.
Selección y traducción de Óscar Balmayor.
217
El gallo
Efe Gómez
EFE GÓMEZ (Fredonia, 1873 - Medellín,
1938). Ingeniero de profesión, sus andanzas
por diversas tierras antioqueñas nutrieron sus
temas literarios. Novelista (Mi gente), cuentista
(Guayabo negro, Un Zaratustra maicero) y
cronista. Trazó, con estilo vigoroso, perfiles
espléndidos de mineros, arrieros y labriegos. Un
auténtico clásico de la literatura colombiana.
El gallo de San Luis Gonzaga, en la cresta
un clavel sangrante, rútilos los ojos, saliente
el pecho, se pasea gallardo. Cada vez que
asienta las patas parece que sonaran, como
campanadas, los espolones asesinos. Con
movimientos cortos, explosivos, mueve el
cuello: a lo largo de él la luz corre, chorrea.
Cruza la gallina blanca de las ánimas
benditas: una polla de primera postura.
Cacareo sonoro, piropo saleroso, olé
galante.
La polla se detiene, emocionada, a picar
un grano que se traga. El gallo gira en su
redor, y el ala crujiente barre, raya el suelo.
Corre la polla provocadora. La sigue a escape,
la alcanza, la muerde del copete, la sujeta…
La crispatura suprema.
La polla sale sacudiéndose. El gallo se
planta, y, altanero, bate las alas, se yergue y
221
canta. Sigue su paseo, y al ir por debajo de la
cuerda en donde han puesto a secar la ropa
al sol, se agacha: le parece que no cabe, que
va a tropezar en la cuerda la erguida cabeza
altanera.
Gallo pa’ bien fullero —piensa el viejo
Cosme Zúñiga—, cuidao no cabes, maldito.
Si del suelo a esa cuerda hay como dos varas
y media, y tú tendrás como dos cuartas de
la cresta al suelo… Para eso sí, es que… ¡ah!
Así era yo cuando muchacho. Recuerdo que
una noche de luna llena en que salía de casa
de Marcela, al brincar de la puerta al patio
me agaché, porque creí que me iba a topetar
con la luna, que estaba al frente, en medio
del cielo…
De Segunda Antología del cuento corto colombiano.
Universidad Pedagógica Nacional, 2007.
Compilación de Guillermo Bustamante
y Harold Kremer.
222
Alice
Rubem Fonseca
RUBEM FONSECA (1925). Nació en el estado
brasilero de Minas Gerais, pero casi todas sus
historias suceden en Río de Janeiro. Novelista,
cuentista y guionista cinematográfico. Sus
relatos oscilan entre la violencia más cruda y
el tono irónico y mordaz de muchos de ellos.
Su primera novela, El caso Morel, fue incautada
por la policía. Otros títulos, entresacados
de una extensa obra: El cobrador, El gran arte,
Pasado negro, Agosto, El enfermo Molière, Pequeñas
criaturas.
Nuestro hijo Gabriel, de catorce años,
era gago. Mi mujer Celina y yo lo habíamos
llevado a varios especialistas, pero su gaguera
continuaba.
Gabriel era estudioso y aprobaba el año
en todas las materias, menos en portugués,
que siempre debía rehabilitar. Conseguíamos
un profesor que le diera clases particulares, y
aún así pasaba con dificultad.
Si el profesor cambiaba, lo que podía
suceder cuando Gabriel pasaba de año, Celina
y yo buscábamos al nuevo profesor para
hablarle de las dificultades de nuestro hijo.
Ese año, cuando concertamos la entrevista,
supimos que quien iba a enseñar portugués a
Gabriel era una profesora, llamada Alice, que
había sido transferida de otra escuela, una
mujer de aproximadamente cuarenta años,
separada, sin hijos.
225
La profesora preguntó si Gabriel era
amigo de la lectura y mi mujer respondió que
la detestaba, y se irritaba cuando un profesor
ordenaba leer un libro de la bibliografía. La
profesora Alice dijo que eso era común, a
los jóvenes, con algunas excepciones, no les
gustaba leer.
Unos meses después, la profesora Alice
nos telefoneó para pedirnos que fuéramos
a la escuela. Nos recibió gentilmente y dijo
que se habían realizado las primeras pruebas
y que Gabriel había tenido un rendimiento
por debajo de lo aceptable. Agregó que le
harían falta clases particulares. Mi mujer dio
un suspiro, era ella quien se encargaba de los
gastos de la familia y conocía mejor que yo
nuestra situación económica. Siempre pensé
que Gabriel debería estudiar en una escuela
pública, pero Celine quería que asistiera al
mejor colegio, cuya mensualidad costaba
una fortuna.
La profesora Alice era una mujer
inteligente y debió haber advertido nuestro
embarazo. O tal vez no había tenido la
sensibilidad de leer nuestro semblante, sólo
había notado por nuestras ropas que no
pertenecíamos al mismo nivel económico
y social de los otros padres que tenían hijos
en aquel colegio. Hubo un instante en que
advertí que la profesora Alice había mirado
226
los zapatos de Celina, y las mujeres entienden
de zapatos, y son capaces de descubrir, por
los zapatos de una mujer, el nivel económico
y social al que pertenece.
Después de consultar una agenda, la
profesora Alice dijo que podría darle clases
particulares a Gabriel sin cobrar por ello.
Celina y yo alegamos, sin mucha
convicción, que no queríamos imponerle ese
trabajo, pero la profesora Alice fue categórica
y anotó para todos los martes y jueves por la
noche clases particulares en su casa.
Aquello nos dejó aliviados, no sólo
dejaríamos de pagar por las clases sino que
éstas no se dictarían en nuestro pequeño e
incómodo departamento.
Un mes más tarde noté que Gabriel estaba
acostado en su cuarto, leyendo. Le pregunté
de qué libro se trataba y él me respondió
que se lo había prestado la profesora Alice.
Le pregunté si era buena profesora, y él
respondió que era legal.
Le conté a Celina el episodio. Ella no creyó
que Gabriel estuviera leyendo un libro, dijo
que odiaba los libros. Agregué que era un libro
de Machado de Assis y ella hizo una mueca,
diciendo que cuando a ella le ordenaban en el
colegio leer a Machado de Assis no se sentía
capaz y le pedía a una amiga que le contara
227
la trama del libro, y añadió que Machado de
Assis era terriblemente aburrido.
Más tarde, cuando estábamos en la
cama, mi mujer dijo: “esa profesora Alice es
una hechicera”.
“Hechicera buena”, completó después de
una pausa.
Pero la profesora Alice era mucho más
hechicera de lo que suponíamos. Además de
haber sacado una buena nota en la segunda
prueba y de acostumbrarse a leer diariamente,
incluso dejando de ver el juego de fútbol en la
televisión, Gabriel dejó de gaguear.
Celina se acordó del médico que había
dicho que para curar la gaguera de Gabriel
necesitaría usar un tal método holístico. Nos
explicó de qué se trataba, lo escribió en un
papel, que yo guardé. La gaguera, según lo
escrito por el médico, sólo podría curarse por
medio del holismo, que busca la integración
de los aspectos físicos, emocionales y mentales
del ser humano. Según el médico, no somos
apenas materia física, ni solamente conciencia,
ni tan sólo emociones, somos una totalidad que
debe analizarse integralmente. El tratamiento
holístico costaría una fortuna. Creo que el
médico no miró los zapatos de Celina.
Lo cierto es que Gabriel ya no gagueaba, y
al comentar el asunto en la oficina un colega
228
me dijo que aquello era muy común, los
niños gaguean hasta cierta edad y de repente
dejan de gaguear.
Gabriel no sólo hablaba con desembarazo,
también había dejado de tener el aspecto
retraído de antes. Haberse curado de la gaguera
le había hecho mucho bien. Y también a Celina,
que se sintió perdonada. Tuvimos a Gabriel
cuando ella tenía dieciséis años y yo dieciocho,
todavía solteros. Y ella, que era muy católica,
yo diría que incluso una beata, pensaba que la
deficiencia de Gabriel había sido una especie de
castigo divino, y se sentía culpable.
Invitamos a la profesora Alice a cenar
en nuestra casa. Era una persona agradable,
inteligente y muy locuaz. El que permaneció
muy callado durante la cena fue Gabriel,
sin duda por miedo de gaguear delante de la
profesora. Yo lo incité varias veces, pero él
respondía con monosílabos.
Celina le preguntó a la profesora si Gabriel
aún necesitaba de aquellas clases extras, dijo
que no queríamos abusar de su generosidad.
Alice respondió que el muchacho marchaba
muy bien, sobre todo en la parte de redacción,
pues ahora leía bastante, pero aún presentaba
algunas insuficiencias en gramática.
Un día recibí una llamada telefónica de
un comisario de menores de nombre Lacerda,
229
quien me dijo que quería hablar en reserva
conmigo. Pedí un permiso en la oficina y
señalé una hora de la tarde en que Celina
estaría trabajando.
Lacerda se identificó al llegar. Después
me preguntó si conocía a la profesora Alice
Peçanha. Contesté que sí. Lacerda me dijo
que había ido al colegio y había sabido que
mi hijo de catorce años, Gabriel, estaba
recibiendo clases particulares con ella, en su
casa, durante las noches. Asentí. Él entonces
me dijo que la profesora Alice Peçanha había
sido obligada a abandonar la escuela donde
enseñaba antes, en otra ciudad, por haber
sido acusada de abusar sexualmente de un
alumno de trece años, a quien daba también
clases particulares, pero la acusación no
había sido debidamente comprobada.
Las mujeres pedófilas, dijo Lacerda, son
escasas, esa atracción sexual de un adulto
por niños se da más en los hombres. Luego,
con voz grave, dijo que le gustaría hablar con
mi hijo, para preparar el informe que sería
enviado al juzgado.
En cuanto terminó de hablar le pregunté
si el hecho de que una mujer tuviera relaciones
con un chico de catorce años le haría mal a éste.
El comisario respondió que el Estatuto del Niño
y del Adolescente decía que era una acción cri230
minal someter a un adolescente, no importaba
el sexo, a una explotación sexual. Niños y niñas
recibían el mismo tratamiento ante la ley, si
no se aceptaba que un hombre adulto tuviera
relaciones sexuales con una niña, lo que llegaba
a ser considerado presunta violación, tampoco
se podía aceptar que una mujer adulta tuviera
relaciones sexuales con un niño. Dijo que era
un deber de ellos, los comisarios, de acuerdo a la
ley, garantizar la inviolabilidad de la integridad
física, psíquica y moral del niño y del adolescente, de ambos sexos. Lo lamentaba mucho, pero
debía tener una conversación con mi hijo. Si éste
confirmaba que la profesora Alice abusaba de él,
sería procesada de acuerdo a la ley.
Me mostré de acuerdo, le pedí esperar
mientras iba al colegio, que quedaba cerca,
traería a mi hijo para que hablara con él.
Cuando volví con mi hijo el comisario
dijo que quería hablar con él sin mi presencia.
Salí de la sala y los dejé a solas.
El comisario Lacerda debía ser un hombre
meticuloso, pues estuvo conversando con mi
hijo casi dos horas. Después abrió la puerta
de la sala y me llamó. Dijo que mi hijo le
había dicho que la profesora Alice jamás lo
había tocado. Y que, según su experiencia en
interrogar a menores, no le cabía duda de que
decía la verdad.
231
Antes de despedirse, lamentó el tiempo
que perdía haciendo investigaciones basadas
en informes falsos.
Permanecimos en silencio en la sala, mi
hijo y yo, sin mirarnos las caras. Después de
algún tiempo, Gabriel dijo que había seguido
mis instrucciones, haciendo exactamente lo
que yo le había ordenado, tan a la perfección
que el comisario le había creído. Le respondí
que había hecho bien. Gabriel dijo que le
gustaba la profesora, que lo había curado
de la gaguera, le había hecho tomar gusto
a la lectura, y que lo que los dos hacían en
la cama no era ningún pecado. Le respondí
que el caso estaba cerrado, que su madre
no necesitaba saber nada de aquello, y que
tampoco yo quería saber nada más.
Gabriel dijo que esa noche tenía clase con
la profesora Alice, me preguntó si debía ir. Le
respondí que sí, debía ir a todas las clases en
casa de la profesora Alice.
Gabriel me dio un abrazo. Y no hablamos
más del asunto.
De Ella y otras mujeres. Grupo Editorial Norma,
Bogotá, 2008.
Traducción de Elkin Obregón S.
232
El catalejo
David Sánchez Juliao
DAVID SÁNCHEZ JULIAO (Lorica, 1945 Bogotá, 2011). Novelista, cuentista y guionista
de televisión. Su novela Pero sigo siendo el rey
logró amplio despliegue, como telenovela, en la
pantalla chica. Hizo célebres dos largos relatos,
en forma de monólogo, El Flechas y El Pachanga,
divulgados inicialmente en grabaciones
discográficas. Fue un gran divulgador de su
tierra y sus gentes caribeñas.
Una mujer amó a un marinero. Un buen
día, el marinero tuvo que viajar… por años.
La mujer entonces, compró un catalejo para
sentarse a mirar el mar a la espera de su
hombre. Pasó el tiempo. La mujer aprendió
el sabor de la espera y supo del color de la
añoranza; y ambas cosas le gustaron. Un
día, el marinero volvió, y se amaron como
locos por tres meses; rompieron la cama y
deshilaron la hamaca. Pero un buen día (otro),
el hombre se levantó y encontró a la mujer
instalada en la terraza mirando al horizonte
por el catalejo. “¿Qué buscas?”, preguntó el
hombre, y la mujer respondió: “A ti”.
De Segunda Antología del cuento corto colombiano.
Universidad Pedagógica Nacional, 2007.
Compilación de Guillermo Bustamante Z.
y Harold Kremer.
235
Nuevos cuentos
colombianos
Esa señora tan buena
Lucía Donadío Copello
LUCÍA DONADIO COPELLO (1959).
Antropóloga de la Universidad de los Andes.
Diplomada en Literatura del siglo XX, de la
Universidad Eafit. Editora de Hombre Nuevo
Editores. Directora de grupos literarios en la
Universidad Eafit y en la Biblioteca Pública
Piloto de Medellín. Ha publicado poemas
y cuentos en revistas y libros, y un libro de
poemas, Sol de estremadelio.
Llevo 27 años trabajando en esta casa.
Desde el primer día, cuando llegué de
aplanchadora, vi en las manos blancas de la
señora una pulsera con brillanticos. Es lo único
que la señora cuida y quiere. Es lo único que
ha conservado con devoción en estos 27 años
que llevo aquí. Nunca la ha dejado tirada ni se
le ha perdido como la argolla de matrimonio,
el vestido lila de fiesta, las toallitas de mano
bordadas, el mantel de rosas en punto de
cruz, las palomitas de cristal de las fuentes
de la sala, los mamelucos del niño, la pulsera
de oro de la niña, los cubiertos, y tantas cosas
que ella tiene y que se le olvida que tiene. Y
uno tan necesitado y tan pobre y viendo que
aquí sobra la plata y la comida.
La primera vez que fue al mercado trajo
tanta carne y tanto pollo que no cabía en
la nevera. Era un mercado muy grande, yo
241
nunca había visto tanta comida junta, ni en
toda la tienda de don Camilo. Viendo que
no le cabía en la nevera y que yo miraba y
miraba tanta cosa, la señora me regaló unas
pechugas de pollo que le pedí con los ojos
para hacerle un caldo a mi niño enfermo.
Mi niño estaba en la cama enfermo del
corazón. La señora fue a visitarlo al hospital
y le llevó piyama nueva y pantuflas y una
cobija azul. Todas las semanas me daba diez
mil pesos de más para las necesidades del
niño, y me regalaba ropa vieja casi nueva
de sus hijos y me daba un mercadito básico:
frijoles, arroz, chocolate, aceite, panela y
huevos.
Era muy buena la señora. Yo nunca tuve
una patrona tan generosa. Ella tenía los ojos
para adivinar lo que uno necesitaba y las
manos para dar y dar. Pero tenía las manos
torpes para lo de ella y todo se le caía o se
le olvidaba. Ella por atender el teléfono y
consolar a la hermana que siempre estaba
enferma y sin plata, dejaba todo lo de ella
tirado. Y nos ayudaba a nosotras y a los
mendigos que tocaban a la puerta.
Yo veía tantas cosas que sobraban en
esa casa. Un día me llevé unos tenedores
que nunca usaba. Cuando los usé en mi casa
pensé que los tenedores solitos no servían
242
para nada, que lo bonito era el juego y
empecé a llevarme todos los sábados, en el
fondo de la bolsa del mercadito, los cuchillos
y las cucharitas, de a uno o de a dos para que
no se dieran cuenta… Luego me echaba la
bendición para que el señor no me fuera a
revisar el bolso, él sí es patrón, él sí manda,
pero se mantiene ocupado en el trabajo o
viajando.
Un día vi la pulsera de oro de la niña a
la orilla de la piscina y dije se le cayó al agua
y me la eché en el bolsillo del delantal. Y la
señora cada vez más buena conmigo, ella se
encariñaba con uno y lo trataba como a uno
de la casa. Me regalaba sus vestidos viejos y
sábanas y toallas. Pero yo lo que soñaba era
que me regalara la pulserita de brillanticos
que llevaba en su mano derecha y los
mamelucos del bebé. Me llevé tres o cuatro
de los mamelucos que ya le iban quedando
estrechos al niño. Seguro que la señora me los
iba a regalar después, pero yo los necesitaba
para llevárselos a un ahijado muy pobre que
tenía.
A veces en las tardes la señora se recostaba
en su cama y, aunque no se dormía, parecía
ida de este mundo. Yo iba y le preguntaba si
necesitaba algo, si le traía una pastilla para
el dolor de cabeza, le dolía mucho la cabeza,
243
y ella me daba las gracias hasta cinco veces.
Entonces yo bajaba a la sala y veía esas
palomitas de cristal, pequeñitas y hermosas,
y si no había nadie en la casa me sentaba
en la silla de la señora, y un día sin pensarlo
siquiera cogí las palomitas para mirarlas y
las vi tan bonitas que no pude devolverlas,
me las llevé y cuando el señor preguntó por
ellas, muchos días después, le dije que uno
de los niños se las llevó al patio y las metió
en el arenero y yo no pude quitárselas ni
encontrarlas. Todavía las tengo en mi mesa
de noche. Después el señor le preguntó a la
señora por las palomitas y ella dijo que no
sabía, que seguro se habían roto, que ese era
un adorno muy viejo y quitó la base donde
estaban las palomitas y me la regaló. Así
completé el adorno.
Era muy buena la señora. Todos la
queríamos mucho. Y me regalaba muchas
cosas, pero el mantelito blanco con rosas de
punto de cruz que más me gustaba nunca me
lo regaló. Cuando mi niño se recuperó y pudo
hacer la Primera Comunión, yo necesitaba
un mantelito para la torta y se lo iba a pedir
prestado a la señora, pero me dio pena y
mejor me lo llevé. Hasta pensé en devolverlo
después de la fiesta, pero lo vi tan bonito y
ella tenía tantos manteles. Como dos años
244
después de la Primera Comunión preguntó
por el mantel y yo le dije que ella me lo había
regalado, que estaba manchado, que si no se
acordaba, que hiciera memoria y ella dijo que
sí, que claro, que se le había olvidado.
A la señora se le olvidaba lo que tenía
y lo que regalaba. No le gustaba arreglar
los clósets. A mí sí. Cuando arreglé por
primera vez el de la ropa de cama que era
grandísimo, me encontré en el fondo unas
toallas bordadas preciosas, que ella nunca
usaba. Un sábado me llevé una y otro sábado
otra y así hasta que se desaparecieron todas
y nadie las extrañó.
Siempre que me llevaba alguna cosita,
pensaba en la pulserita de brillanticos de la
señora, pero sabía que esa sí era del corazón
de la señora: se la había regalado la mamá.
Los sábados cuando iba en el bus veía la
mano de la señora entregándome el sueldo
y veía chispear esos brillanticos. A veces me
quedaba dormida en el bus y soñaba que me
regalaba la pulserita.
Cuando se me casó la hija, la señora
me regaló un corte de tela de flores, pero
yo quería era el vestido lila que ella estrenó
cuando los quince de la niña. Ese sábado
ella me dejó ir tempranito para organizar
lo del matrimonio. Y yo entré al clóset de
245
ella a guardar unos vestidos que le había
planchado la noche anterior y por mi Dios
bendito vi que el vestido lila de fiesta estaba
ahí de primerito, y lo cogí y lo doblé rapidito
y lo metí en una bolsa. El señor estaba
desayunando cuando bajé y me vio pasar con
el paquete y me llamó y me preguntó que
qué era eso y me hizo abrir el paquete y la
señora contestó que ella me había regalado
ese vestido porque ya no le servía, y él se
puso bravo y empezó a discutir con ella. Y yo
salí feliz con mi vestido regalado. Esa señora
tan buena.
Mi casa es tan bonita como la de la señora.
Tengo tantas cosas que ella me ha regalado.
Pero el señor no entiende que ella sea tan
buena y ahora viven peleando. Y ella en cada
pelea deja la argolla de matrimonio ahí en el
borde del lavamanos. Él la regaña y le dice
que se le va a perder. Y cuando el niño se me
volvió a enfermar y la señora me consiguió el
especialista y los remedios y piyamas nuevas
y sábanas y cobijas, le agradecí mucho. Pero
me daba pena pedirle el televisorcito a color
que era lo único que el niño quería.
Ese sábado, cuando arreglé el baño de
ellos, vi la argolla de matrimonio al borde del
lavamanos y le eché mano. “Seguramente se
me cayó por el lavamanos que le faltaba la
246
rejilla”, dijo ella, cuando el señor le preguntó
y la regañó. Y como seguían peleando tanto,
yo creo que ella descansó de cuidar esa
argolla, le hice un bien y además le compré
el televisor a color de muchas pulgadas a mi
niño enfermo.
Cuando la señora se enfermó y trajeron
a la enfermera me dio mucha rabia, porque
yo quería cuidarla. Primero dejó de caminar,
luego casi no hablaba y un día ya ni comía ni
bebía nada y siempre con los ojos alelados. La
hospitalizaron unos días y luego la trajeron a
la casa y le montaron una cama de enferma y
suero y llegaron todos los hijos.
Un miércoles se nos murió a las doce
del día. Se fue quedando fría y más quieta.
Estábamos el señor y las hijas y la enfermera
y yo pegadita a su mano derecha. Llorábamos
y rezábamos y en un descuido le quité la
pulserita de brillanticos y me la metí en el
delantal. Cuando el médico llegó y le abrió los
ojos, le vi los ojos reclamándome la pulserita.
En un descuido la saqué del delantal y la tiré
detrás de la cama y luego traje la escoba para
barrer y arreglar el cuarto mientras llegaban
los otros hijos y dije que me había encontrado
la pulserita ahí tirada, era verdad.
De Especial Odradek, el cuento, Revista N.º 12,
octubre de 2008
247
Navidad en Eisleben1
Libaniel Marulanda
1 Cuento premiado en el Concurso de Cuento de
Navidad Librería Palinuro, Medellín, 2004.
LIBANIEL MARULANDA (1947). Nació en
Calarcá, Quindío. Escritor, músico y compositor. Cuentos suyos (varios de ellos premiados en
diversos concursos nacionales) han aparecido,
entre otras publicaciones, en revistas culturales,
en varios volúmenes colectivos, en su libro La
luna ladra en Marcelia, etc. Ha sido también
productor de discos y fundador y director de
conjuntos musicales.
Al Rufino Jota Cuervo y sus maestros.
Sobre sus botas descansa el estuche de
similar peso y volumen a la maleta de cuero
que veinte minutos antes y con dificultad
logró lanzar por encima de la alambrada. Al
hacer descansar sobre sus botas el estuche,
busca que la nieve al derretirse no invada
su interior, donde descansa el Bussilachio,
infatigable compañero de ires, venires, penas,
alegrías y también miedos, como ahora,
cuando siente, además, las tenazas del frío
en medio del bosque de abetos, a pesar de la
fogata.
La visión de la nieve, con la que se
reencuentra tras una ausencia de diez años,
la presencia de los soldados, la certeza de lo
que le espera, lejos de traerle recuerdos de sus
días y navidades en Eisleben, o los siete largos
años de servicio militar alternados entre
guerra, muerte y música, por el contrario,
251
le refuerzan sus pensamientos sobre los dos
últimos años vividos en Colombia, lejano
país de soles cotidianos.
Ha pretendido regresar a Eisleben para
esta Navidad. Y lo ha decidido por un
simple deber filial. Esta noche, luego de ser
sorprendido por la guardia, cuando es muy
tarde para rebobinar la película de su vida, se
confiesa a sí mismo que en realidad no quería
volver, que el peligro agazapado en el regreso
tenía la dimensión necesaria para desplazar
cualquier deseo de ver a sus padres o visitar
los amigos, músicos como él, en un pueblo
de 25 mil habitantes, cuna de Martín Lutero,
más pequeño que el municipio de Marcelia,
allá en Colombia.
Tras reportarse con toda su retahíla
castrense ante el sargento que los comanda,
los soldados hablan ahora. Aunque percibe
con claridad las voces, es tan insignificante
lo que logra entender, que ese idioma de los
captores es un elemento más para añadirle
al miedo y certeza de lo que vendrá, una vez
acabe la conversación entre ellos. Antes de
que el sargento le hable, Fritz, de nuevo, enfila
los que presiente sus últimos pensamientos
hacia el inmediato pasado, lejos de la patria
alemana repartida como una torta, luego de
la derrota del año 45. Añora la casita tomada
en alquiler, modesta, de dos plantas, en un
252
barrio bullicioso y popular de Marcelia, desde
donde ha viajado, en esa región donde el café
está metido en el aire, las calles, los caminos,
el comercio y las tareas agrícolas que giran
alrededor de la cosecha.
Pasa a toda velocidad por su lado el
recuerdo de su esposa, recién divorciada de
él, porque se negó a vivir en ese pueblo que
presume de ciudad. Ella, violinista y profesora
de música, como Fritz, intentó trabajar en el
reducido conservatorio de Marcelia, pero en
la primera semana se convenció de lo inútil
que resulta para una mujer nacida y criada
en Alemania Federal, hija de una diplomática
colombiana, tratar de vivir en medio de
personas que no consiguen superar el
provincianismo, de tal incultura que ignoran
qué es un cuarteto para cuerdas, que nunca
en su vida han asistido a una ópera.
Uno de los soldados le quita el seguro
a su fusil y señala la maleta con un gesto
que Fritz traduce como la orden perentoria
de abrirla y sacar su contenido. Lo primero
que surge de la maleta, un paquete de café,
impregna el ambiente; la tensión del soldado
se cambia por una sonrisa en la que asoman
el asombro y las ganas de degustar aquella
bebida de la que apenas conoce su existencia.
Luego de comentarlo en voz alta, le extiende
el paquete al sargento, quien interroga con
253
la mirada al prisionero. Fritz asiente y en su
alemán reforzado con señas consigue que le
entiendan su deseo de preparar el café para
todos. Los soldados, todos a una, más que
pedirlo, le imparten al sargento la aprobación
que, sin decirlo, éste necesita.
Mientras otro de los soldados continúa
escarbando la maleta, Fritz obtiene un
puñado de azúcar de quien parece ser el
encargado de las provisiones de la patrulla.
Minutos después, el agua hierve en tres
marmitas y Fritz disuelve nueve cucharadas
del café que a continuación cuela, valiéndose
de un pañuelo limpio que saca de la maleta.
En sendos pocillos de aluminio sirve la bebida
a los siete soldados, al sargento y para él.
Terminado el café que elogian en ruso los
soldados e inspeccionada objeto por objeto
la maleta, de pie y junto a la hoguera, el
prisionero pretende entablar diálogo con sus
captores a partir de una generosa sonrisa.
Sólo obtiene por respuesta un gesto hosco del
sargento, acompañado de una interjección
que Fritz no consigue traducir, pero que le
corta las alas al optimismo que lo inundaba
en el momento de compartir el café.
A instancias del suboficial, de nuevo el
soldado emprende su labor de registro, y con
una gravedad copiada de su jefe inquiere a
Fritz sobre el contenido del estuche que
254
descansa ahora sobre unos troncos de abedul
dispuestos para el fuego.
El pensamiento de Fritz abandona el
teatro de los hechos, circundado por la nieve,
los soldados soviéticos y el registro del estuche
de su acordeón italiano, Bussilachio. Como
a bordo de un carrusel, sus recuerdos giran
y se alternan entre su patria, el final de los
años 30, sus quehaceres militares, su rápido
ascenso a sargento-saxofonista de la banda
sinfónica de Leipzig, en el ejército del Tercer
Reich, así como sus enrevesados amores con
una violinista de ascendencia colombiana,
quien, pasado el fervor inicial del matrimonio,
aprovecha cualquier asomo de desavenencia
conyugal para enrostrarle su pasado nazi, su
falta de ambiciones sociales, la vergüenza
de ese oscuro capítulo paterno que gravita
sobre sus dos hijas, violinistas también,
de la Orquesta Sinfónica de Colombia; su
recurrente pobreza de inmigrante, el ridículo
salario de profesor de música en un colegio de
provincia, su humilde condición de habitante
de un barrio popular, e incluso la posesión de
un destartalado Ford 38 que sus alumnos de
último año de secundaria le esconden, en un
cotidiano ritual de bromas e irrespeto.
El soldado ha extraído el enorme
acordeón, de lustroso color negro, 120 bajos y
quince registros. Fritz advierte la admiración
255
del sargento por su calidad y belleza. La
persistente contemplación de éste por el
costoso Bussilachio constituye un mensaje
claro y rotundo: sus bártulos y el infatigable
instrumento, luego de la ejecución,
pertenecerán al militar que intercambia unas
inaudibles palabras con el subalterno.
El pensamiento de Fritz de nuevo se
aleja, como huyendo de su propio miedo
ante la inminencia de lo que intuye que
vendrá tras la detención y la lenta requisa.
No le han exigido documentos de identidad.
Como militar que ha sido, y aunque nunca
empuñó cosa distinta a un saxofón, un
violín, o disparó algo que no fueran notas en
el piano o en el acordeón, dada su lamentable
condición de prisionero de la patrulla del
ejército soviético, sabe que traspasar las
alambradas que dividen las dos Alemanias
tiene el supremo costo del fusilamiento.
Esta noche, víspera de Navidad, de la
Weihnacht en Eisleben, sus padres ignoran
los sorpresivos propósitos de su hijo, de
quien pocas noticias tienen. La última carta
de Fritz, que tardó tres meses en llegar, les
dio cuenta de su inminente divorcio. A través
de ella se enteraron de la nueva condición de
maestro de música del hijo que con tanta
precipitud como buena suerte consiguió huir
256
de Alemania, luego de desertar a tiempo de
un ejército próximo a sentir la amargura de
la derrota a manos de los Aliados.
Fritz sabe que a estas horas, allá en la
casa paterna estará crepitando la leña que su
padre minero ya jubilado y ahora carpintero
ocasional, habrá recolectado del bosquecito
contiguo a las antiguas caballerizas de
Eisleben. Como en el remoto pasado de sus
primeras weihnachten, en los meses previos
al día que se conmemorará mañana, cuando
él, trasgresor de una de las leyes de la guerra,
haya sido abatido por el pelotón de soldados
soviéticos que ahora lo observan en silencio,
Otto Seifert, su padre, habrá fabricado para
Gretel, su madre, un nuevo mueble que
impregnará de olor a resina la sala. Ella, por
su parte, tendrá empacado bajo el abeto de
Navidad el suéter, los guantes, la bufanda o
la prenda que habrá salido de los ratos libres
que le conceden los quehaceres de la casa.
Frenética, con sus manos de ágiles dedos,
la resignada madre habrá bordado o tejido,
justo antes de la noche de mañana, como
queriendo envolver en lana o coser a la tela
los recuerdos de otras navidades, atrapada
por la trampa de la nostalgia de distantes
tiempos de paz provinciana, y de los hijos
que los años, la vida y la guerra le arrebataron.
257
Para mañana, la nochebuena en
Colombia, de donde Fritz piensa que jamás
debió salir, estará sobrecargada con los ruidos
de la pólvora, gritos de adultos y niños; los
invariables villancicos se escucharán de
esquina a esquina en el barrio El Bosque, de
Marcelia. Cada cual obsequiará a su vecino un
plato de natilla, un dulce hecho de harina de
maíz combinado con buñuelos, frituras que
guardan cierto parecido con las berlinesas.
La música, tan popular como el entorno
mismo, brotará de cada radio del lugar. No
habrá árboles de Navidad en ese sector pobre
de la ciudad, donde la herencia católica de
la colonización antioqueña y las tradiciones
españolas decembrinas perviven y congregan
la gente alrededor del pesebre de Belén.
Los minutos corren raudos a cumplir
la cita con la Navidad de este año de 1961
que se llevará al músico de Eisleben y de
Marcelia, quien ahora centra la mirada y sus
reflexiones en el acordeón que sostiene por
las correas el sargento soviético.
El estuche del acordeón exhibe una
colección de etiquetas de hoteles, líneas
aéreas, eventos del mundo. En este detalle ha
mostrado un particular interés el sargento,
igual que en la estructura del Bussilachio. Por
eso, Fritz deduce entonces que el suboficial es
258
también músico o aficionado al acordeón, el
instrumento de mayor difusión en la Unión
Soviética post-estalinista.
El sargento se dirige a Fritz y, sin soltar
el acordeón, asombra al prisionero cuando
le pregunta con claridad, en alemán, acerca
de lo que sería su último deseo, antes de ser
ejecutado por la patrulla.
A tiempo que se despoja de los guantes,
el músico palmotea y se inclina sobre la
fogata, extiende las manos para calentarse y
responde con una voz que la dignidad trata
de sobreponer a las lágrimas: bevor Ich sterbe,
möchte Ich meine Zieharmonika spielen2.
De espaldas al fuego, con la gravedad que
imponen las circunstancias en el bosque a
cinco kilómetros de Eisleben, Fritz le entrega
a la noche, próxima también a la agonía, el
caudal de música que emerge del acordeón
italiano. Ha elegido para su despedida una
polka que, justo, fue el tema de bienvenida
a su trasegar como acordeonista, cuando
debutó en un festival de Eisleben, unos años
antes de enrolarse en el ejército alemán.
Ya toca puerto la vieja polka Budweiser,
enriquecida por Fritz a través de años y
años de ejecución. Los soldados anteponen
la disciplina militar al deseo de expresar su
2
Antes de morir, quiero tocar mi acordeón.
259
complacencia con aplausos frente a quien se
disponen a fusilar.
El ademán de Fritz para descolgarse el
acordeón es cortado por la voz del sargento
que ordena al condenado tocar otra canción,
pero rusa. Los primeros compases de Ochy
chornya, desencadenan los aplausos de los
soldados.
Los soldados intervienen al final del vals
ruso que ha tocado Fritz. El sargento termina
por autorizar las apetencias musicales de la
patrulla. La madrugada llega con canciones
rusas. Kalinca, Svietit miesiatz, Lesginka, son
apenas el segundo tomo de la vida que Fritz y
su acordeón le han arrancado a la guerra fría,
en la Weihnacht. Con el beneplácito cómplice
de la patrulla, el sargento ha decidido liberar
al músico, luego de confesarle su afecto por
los acordeones que alegraron su infancia en
Kiev, muchos años después de que su abuelo,
acordeonista también, fuera ajusticiado por
tropas alemanas tras la batalla de Tannenberg,
junto al río Neva, en la Gran Guerra de 1914.
De Al son que me canten cuento, edición del autor,
Dirección de Cultura del Quindío, 2007.
260
Antígona
Óscar Darío Ruiz
ÓSCAR DARÍO RUIZ HENAO (1967). Nació
en Medellín. Estudió idiomas en la Universidad
de Antioquia y tiene una especialización en
Pedagogía Social de la FUNLAM. Publicó el
libro de poemas Poemas, oraciones e instrucciones.
Primer premio en el tercer concurso de cuento
de Unibán en 1995, y también primer premio
en el concurso de ensayo La Promoción de la
Lectura Edilux-Comfenalco, con una propuesta
sobre Mamá Candó. Es profesor universitario
en la FUNLAM, sede Medellín.
A Ulises, trabajador bananero, que me contó esta
historia en clase de ética.
“Pájaro dos, pájaro dos. Una mujer como
una virgencita baja por el río en dirección al
objetivo”. “Le copio”, respondió uno de los
francotiradores, un poco perturbado por lo
de “virgencita”. Tenía la orden, con otro que
lo acompañaba, de dar de baja a cualquiera
que se acercara al objetivo.
“Que una virgencita viene a rescatar
este muerto”, dijo un tanto despectivo,
dirigiéndose a su compañero. Vestida de
blanco, el cabello trenzado, una canasta en
las manos llena de flores de murrapo, y en los
ojos la convicción y la certeza, ella se erguía
decidida a cumplir con su misión: llevarse
el cuerpo de su hermano, que había sido
condenado por la guerrilla a ser devorado por
las aves de rapiña, y darle cristiana sepultura.
Debía trasladarlo de una balsa en la que yacía
desde la noche anterior, semidesnudo, sobre
263
el río Atrato, a su casa. Ya había alistado el
ataúd y separado un espacio en el cementerio.
El muerto había vivido plenamente el
infierno de la guerra. Pasó del bando de la
guerrilla a escolta de narcos. La muerte de
su hermano mayor a manos del frente 17 de
las Farc, lo acercó a los paramilitares, donde
militó hasta la venganza. Luego trabajó con
el ejército y, agotado y decidido a dejarlo
todo, a reinventar una nueva vida, regresó
por su hermana, dos sobrinos y un entenado.
“No vengas que te matan, sos mi único
hermano”, le había advertido ella en su
última carta.
De un tiro de gracia, el comandante
Cruz, que estaba a cargo de dicha misión,
lo mató “por traidor”, y decretó que sería
expuesto a las alimañas sobre el río y que
quien se atreviera a oponerse a ello, sufriría la
misma suerte. La noticia corrió por todas las
poblaciones cercanas al río. Los pobladores
conocían la arbitrariedad y la crueldad del
comandante Cruz.
Los rumores de que la muchacha bajaba
por el río llevaron a que la gente se asomara y,
a pesar del miedo, algunos niños le enviaban
saludos con la mano. Erguida, sintiendo el
viento en su rostro y un sobrino de ocho
años que la acompañaba remando, recibió la
264
luz de la mañana y vio en el cielo las aves de
rapiña que se amontonaban.
Los dos francotiradores avistaron la
embarcación a lo lejos; desde su escondite,
entre matorrales y arbustos, y se alistaron
con sus fusiles a cumplir la orden dada.
Llegó ella hasta la balsa. Sobre la balsa, el
muerto tenía el rostro vuelto hacia el cielo, la
cara sucia de sangre negra. Las aves carroñeras
daban vueltas en lo alto, cada vez más abajo.
Ella descendió de la barca. El agua le llegaba
a los muslos. Aseguró la embarcación con un
lazo atado a una palma de coco de la orilla,
sacó un trapo de la canasta y comenzó a
limpiar el cuerpo de su hermano. Los dos
francotiradores apuntaban calladamente y
deseaban tener una hermana, alguien que se
preocupara por sus cuerpos, ellos, que habían
visto cientos de maltratados por la guerra.
Miraron cómo el niño jugaba con el agua,
esperando una orden de la mujer, mientras
ella vestía a su hermano muerto con una
sábana.
Sonó la radio: “Pájaro dos, pájaro dos:
¿Qué pasa con el objetivo?”, era la voz del
comandante Cruz, instalado a tres minutos
del lugar donde esperaba escuchar al menos
un disparo. No hubo respuesta. Los dos
francotiradores se miraron y bajaron el fusil.
265
Pasados algunos minutos, la muchacha
y el niño ya habían logrado mover el cuerpo,
limpiarlo y envolverlo en la sábana en el
instante en que el comandante Cruz llegó
impaciente al escondite de sus subalternos.
Miró la escena desde los matorrales y con la
cara de un diablo en furia gritó: “Estos perros
como que se ablandaron. Ahora arreglamos”,
y montó el fusil dispuesto a cumplir con su
propia orden. Apuntó a la joven de blanco,
la puso en la mira y sonó un disparo. Cayó
el cuerpo del comandante cruz con el cuello
roto por una bala.
“Pájaro dos, pájaro dos, qué pasó con
el objetivo, responda, pájaro dos, pájaro
dos…”, sonaba insistentemente la radio. Los
dos guerrilleros desertaron esa mañana.
Dos kilómetros río abajo las aves de
rapiña tuvieron su festín.
De Escritos desde la sala. Boletín cultural y
bibliográfico de la Sala Antioquia (18). Biblioteca
Pública Piloto, Medellín, diciembre de 2008.
266
Gajes del oficio
Javier Gil Gallego
JAVIER GIL GALLEGO (1958). Nació
en Andes, Antioquia. Obtuvo el título de
historiador en la Universidad de Antioquia
en 1989. Ha publicado cuentos en diversas
publicaciones especializadas, en revistas y
suplementos. En el año 2008 publicó su primer
libro de relatos.
Usted patrón me dijo que él estaba de
percha verde. Yo llegué allá con mi parce, el
de los cruces. Pedimos par heladas, pa’ no dar
mucho visaje, y pilas con la llegada del bacán
ese, el de verde. El fierro lo tenía yo aquí en
la mecha, como siempre; ni pa’ ir al baño me
lo bajo, uno tiene que estar mosca: ahí lleva
uno en la mira a todo el que aterriza, y que
ningún torcido le dé a uno por detrás, porque
a mí la gonorrea que me vaya a tumbar, que
me tumbe de frente, como lo hago yo, de
frente pa’ todo patrón, y uno en los rincones
se puede descargar si llega la tomba; esos
manes siempre llegan cuando nadie los
llama. Y el bacán ese nada que aparecía. Yo le
pedía a la virgencita que me ayudara; es que
una vez me pasó con un pirobo de Campo
Valdés que íbamos a levantar por faltón: se
le tumbó un billete a un duro en un cruce, de
269
cajón iba esa gonorrea, perdió el año; y sabe
qué, al loco ese nunca supimos si fue que le
sapiaron, o tenía un ángel de la guarda muy
piloso; el caso fue que se nos vinagró la vuelta
y se perdieron trescientas lucas. Yo siempre
hago los cruces con el Alex. Es calidoso, no se
me ha torcido nunca, y es severo piloto pa’
manejar la DT. Al parce no le gusta sino la
DT envenenada, pero sin gallos —hay otros
manes de la oficina que les gusta la 115, o la
dos cincuenta—, es que la DT es una chimba
de perro, se maneja con el cuerpo; y si anda al
zoco con buen parrillero, no lo ven ni en las
curvas. Una vez nos salieron unos casposos
dedicalientes de la Floresta, en qué perros
tan tenaces, había una ninya y todo, qué
va, no comimos de nada, oigan a mi mamá,
todavía nos deben estar buscando. Él maneja
y yo me encargo de acostar a la garulla que
sea. Somos severo equipo, sisas. Él vive ahí
a media cuadra del rancho. Ese man y yo
siempre hemos sido llaverías a lo bien, pa’ las
que sea. Esa cheno la base mía era: este cruce
se me va a vinagrar. Pero yo al Alex no le dije
nada pa’ que no perdiera moral, porque uno
a veces es como negativo, ¿me entiende? Yo
le decía: fresco Alex, que el bacán aparece.
Ese bacán cae todos los miércoles por aquí,
no falla. Eso me había dicho usted patrón, y
me dijo que lo había visto todo el día con la
270
misaca verde. Salimos, le dimos unos plones
a un yoin; entramos, pedimos otras nieves.
Me estaba paniquiando, sentía que estaba
dando más visaje que un putas. Y el bacán
nada que aterrizaba, y en ese chuzo ponían
unas melodías más banderas, el viejo Alex,
todo colino, decía que esa era música de
fogata; qué risueña, y como a nosotros eso no
nos gusta, pedimos rap, y que nada, que allá
no ponían d’eso, y los manes se mosquiaron
porque vieron que no éramos de ese parche,
y empezaron todos asaos a llevarnos en la
mala. El Alex se estaba tocando, yo le dije
fresco parce que estamos es camellando, pero
sabe qué: si sobra un frutazo se lo ponemos a
ese picaíto de allá, el que nos está bataniando,
fresco parce que en la vida hay desquite.
Como a las nueve de la cheno, llegaron unas
hembritas: ¡severos bongaos! El Alex güete
con esos tarraos; yo le dije: fresco parce,
que vinimos fue a un cruce. Si no ese loco
es capaz de echarle los perros a esas peladas,
porque ese man es entrompador, él cotiza
con las viejas, yo soy más resguardado, pero
sabe qué, a la final esas fufurufas no son pa’
uno. Yo seguí campaneando. Como a las once
todos pailas con esas melodías, con el visaje
de esos picaos —qué desparche tan tenaz—,
mejor dicho ya estábamos todos amuraos,
cuando aparece el bacán de verde. Llegó
271
todobien, risitas con las nenas. Se parchó
a todo el frente de nosotros: de verde, de
bocito, como usted nos dijo. Yo le hice señas
al Alex, el parce y yo nos entendemos pa’
todo. Pagamos pa’ no armar tropel, porque
con cualquier maricada se puede vinagrar la
vuelta. El viejo Alex se fue por el perro. Él
me campanea desde la puerta, que no venga
la tomba —una vez nos tocó salir echando
chumbimba, porque llegaron unos feos; esos
manes porque son muy miedosos, si no, nos
hubieran cascado—. Alex prendió el perro y
lo parquió al lado de la entrada, pa’ no dar
visaje. Yo me fui de frente como me gustan
los cruces —es que la otra vez le di a un man
de lado, en la oreja, y esa gonorrea se salvó
y no pagaron el cruce, porque el loco se pisó
para la USA. No dio tiempo de acabar el
camello a lo bien—. Como le iba diciendo, yo
les pego en toda la bezaca, de frente, no como
de nada. Le pido a la cucha que me acompañe,
volteo el escapulario y de una, me tengo una
confianza tenaz. Casi siempre tienen con un
frutazo, apenas caen los remato con otro,
no se me ha vuelto a salvar ni uno. Ya iba
pa’ donde el bacán, cuando de la puerta el
viejo Alex me dio el cántemelas, y yo que
estaba empezando a sacar el fierro oigo eso
y sigo de chori —ese es el visaje cuando cae
la tomba o hay tropel—. Miré pa’ la puerta y
272
estaba entrando otro man igualito de verde
y bocito —a estos catanos que les gusta
tanto el bocito minetero—: yo me pegué a
la pared, para cuidarme la espalda. Y llegó
otra gonorrea de verde, se sentó con los otros
dos, ya me estaba encandilando. Fui donde
el viejo Alex; tampoco sabía qué hacer. Yo
le dije al parce que cómo íbamos a perder
toda la noche y las buenas lucas; además
usted patrón nos dijo que ese bacán no podía
amanecer. Era en esa cheno que se iba de
muñeco. Yo no me iba a patrasiar. Entrompé
pa’ donde estaban los manes, tomando guaro
y hablando maricadas, y así por orden de
llegada, de a frutazo a cada uno y rematada
en el piso. A mí no me gusta gastarme todo el
tambor, porque se pueden presentar tropeles
y uno con qué se defiende, pero tocó. Claro
que todo el mundo se tiró al suelo, pero hay
más de un asao por ahí con un trueno, o de
pronto un feo. Salimos, cogí de quieto al de
la chaza y le dije: no me has visto gonorrea.
Bajamos al zoco. Uno a la cuadra ya sabe
que coronó. Beso el escapulario, y quedo en
deuda con la Virgencita. Yo siempre, al otro
día del cruce, estoy pilas cuando la cucha
pone en el loro Cómo amaneció Medellín.
Ahí dicen los muñecos de la cheno, pa’ saber
a quiénes levantaron, porque hay parceros
muy atravesados y fijo cada semana levantan
273
uno, y de paso, con despiste, se pilla qué pasó
con la vuelta que uno hizo. Y yo qué iba a
saber patrón que esa noche jugaba el Nacho,
y el loco del loro decía: “Violencia entre las
hinchadas produce las primeras víctimas”. A
mí sí me dio qué risueña, porque esos manes
sí son lisos para inventar videos, usted sabe
patrón que yo soy hincha del poderoso, pero
eso nada tiene que ver. No se caliente patrón,
sabe qué, tómelo por el lado bueno: tres
gonorreas menos, hinchas del verde.
De Trece cuentos no peregrinos. Edición del autor,
Medellín, 2008.
274
Deporte y letras
Viejo con árbol
Roberto Fontanarrosa
ROBERTO FONTANARROSA (1944-2007).
Nació en Rosario, Argentina. Humorista gráfico,
autor además de los cómics Boogie el aceitoso
e Inodoro Pereira. Publicó un buen número de
libros de cuentos (El mundo ha vivido equivocado,
No sé si he sido claro, La mesa de los galanes, etc.),
y varias novelas (Best Seller, El área 18, etc.).
Figura de primerísimo orden en la historia del
humor latinoamericano del siglo XX.
A un costado de la cancha había yuyales
y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro
costado, descampado y un árbol bastante
miserable. Después las otras dos canchas,
la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese
árbol, solía ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos
atrás, casi al comienzo del campeonato, con
su gorra, la campera gris algo raída, la camisa
blanca cerrada hasta el cuello y la radio
portátil en la mano. Jubilado seguramente,
no tendría nada que hacer los sábados por la
tarde y se acercaba al complejo para ver los
partidos de la Liga. Los muchachos primero
pensaron que sería casualidad, pero al tercer
sábado en que lo vieron junto al lateral ya
pasaron a considerarlo hinchada propia.
Porque el viejo bien podía ir a ver los otros
dos partidos que se jugaban a la misma hora
279
en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí,
debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían,
al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo
de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino
del Mosca, que desembarcaban en el predio
con los mayores y corrían a meterse entre los
cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía —alertaba siempre Jorge
mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi tranquilizaba
Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada
muerte de obispo, lentamente y metiendo
ruido.
—¿No vino la hinchada? —ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al
viejo—. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde
hacía varios sábados, firme debajo del árbol,
casi elegante, con un cierto refinamiento en
su postura erguida, la mano derecha en alto
sosteniendo la radio minúscula, como quien
sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía,
no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa
y lo manda para acá —bromeó alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro.
Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos
280
de alguna manera, moderadamente, porque
lo habían visto aplaudir un par de partidos
atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse
el Soda cuando decidió dejarle su lugar a
Eduardo, que estaba de suplente, al sentir
que no daba más por el calor. Era verano
y ese horario para jugar era una locura.
Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel,
a unos metros, mirando el partido. Cuando
Eduardo entró a la cancha —casi a desgano,
aprovechando para desperezarse— cuando
levantó el brazo pidiéndole permiso al referí,
el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito
y quedó bastante cerca, como nunca lo había
estado: el viejo no había cruzado jamás una
palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que
tendría unos setenta años, era flaquito,
bastante alto, pulcro y con sombra de barba.
Escuchaba la radio con un auricular y en la
otra mano sostenía un cigarrillo con plácida
distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba,
maestro? —medio le gritó el Soda cuando
recuperó el aliento, pero siempre recostado
en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó
con la cabeza y se quitó el auricular de la
oreja.
281
—No —sonrió. Y pareció que la cosa
quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido,
que estaba áspero y empatado—. Música
—dijo después, mirándolo de nuevo.
—¿Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa
de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía
una buena anécdota para contarles a los
muchachos y la cosa venía lo suficientemente
interesante como para continuarla. Se
levantó resoplando, se bajó las medias y
caminó despacio hasta pararse al lado del
viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por
lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con
la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la
pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy
emparentado con el arte —dictaminó
después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que
seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que
estudiaba el partido desde su arco, las manos
en la cintura, todo un costado de la camiseta
282
cubierto de tierra—. La continuidad de la
nariz con la frente. La expansión pectoral.
La curvatura de los muslos. La tensión en los
dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello
que él le mostraba—. Bueno… Eso, eso es la
escultura…
El Soda adelantó la mandíbula y osciló
levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia
el arco contrario, al que estaba por llegar un
córner— el relumbrón intenso de las camisetas
nuestras, amarillo cadmio y una veladura
naranja por el sudor. El contraste con el azul
de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta
cardenalicio que asume también ese azul por
la transpiración, los vivos blancos como trazos
alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y
sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de
un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así…
Bueno… Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos
entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera
intensa entre el delantero de ellos y el cuatro
nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire,
la voltereta elástica, el braceo amplio en
busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso es
la danza…
283
El Soda procuraba estimular sus sentidos,
pero sólo veía que los rivales se venían con
todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba
del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted… —lo
acicateó el viejo, curvando con una mano
el pabellón de la misma oreja donde había
tenido el auricular de la radio, y entusiasmado
tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor
válido—… la percusión grave de la pelota
cuando bota contra el piso, el chasquido
de la suela de los botines sobre el césped,
el fuelle quedo de la respiración agitada, el
coro desparejo de los gritos, las órdenes, los
alertas, los insultos de los muchachos y el
pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso
es la música…
El Soda aprobó con la cabeza. Los
muchachos no iban a creerle cuando él les
contara aquella charla insólita con el viejo,
luego del partido, si es que les quedaba algo
de ánimo, porque la derrota se cernía sobre
ellos como un ave oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero… —señaló
ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha,
algo más alterado—… ese delantero de
ellos que se revuelca por el suelo como si lo
hubiese picado una tarántula, mesándose
exageradamente los cabellos, distorsionando
284
el rostro, bramando falsamente de dolor,
reclamando histriónicamente justicia…
Bueno… Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo,
incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose
apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó
después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y
la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el
grito del viejo parecía haberse olvidado
repentinamente del penal injusto, de la
derrota inminente y del mismo calor. El
viejo estaba lívido mirando al área, pero
enseguida se volvió hacia el Soda tratando
de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—…¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el
Soda, señalándolo.
—Y eso… —vaciló el viejo, tocándose
levemente la gorra—… Eso es el fútbol.
Tomado de la Internet, sin referencia editorial.
285
El Esperanza Fútbol Club
Orígenes Lessa
Orígenes Lessa (1903-1986). Nació en Lençóis
Paulista, Brasil. Novelista, cronista, cuentista
(uno de los más grandes de la literatura brasilera,
en opinión de Jorge Amado), ensayista, viajero
impenitente. Entre sus novelas pueden citarse El
edificio fantasma, El evangelio de Lázaro, La noche
sin hombre. Algunos de sus libros de cuentos:
El escritor prohibido, Balbino, Hombre de mar, Un
rostro perdido.
Era el orgullo de Buritizal. Resumía su
vida y sus aspiraciones. Afirmaba su lugar
entre las villas y pueblos de la zona. Desde
el mocoso de primeras letras hasta los más
viejos y respetables personajes, todos en
suma, sentían el pecho rebosante de orgullo
al pensar en el Esperanza Fútbol Club.
Nació de un puñado de soñadores,
Tartico, Chiquiño, Tuzzi, Dantiño, una tarde
de mayo. Hasta entonces, Buritizal había
sido un lugar oscuro, muerto, sin proyección.
Nadie lo conocía. Ni las gentes mismas del
pueblo parecían advertir su existencia,
entregadas a vegetar bajo el sol ardiente del
verano o el duro frío de junio, rodeadas de
maizales, matas de café y reses escuálidas,
en medio de un sosiego gris y amodorrado.
Tartico, sin embargo, el mejor “center
forward” de Buritizal, era un mozo inquieto
289
y lleno de ambiciones. Se enorgullecía
de poseer el “shoot” más potente de la
comarca, y de ser el mejor distribuidor de
juego hasta entonces conocido. Qué fuerza.
Qué dirección. Qué gambeta. Y cuando iba
a entrenar por las tardes al baldío, con sus
zapatones de temible puntera, caminaba
con aires de triunfador, contemplando las
miradas de las muchachas, que lo seguían
con una ternura ávida y fascinada.
Casi todos los domingos había juego.
Contra el Lirio F. C., también del pueblo, el
equipo de Negrao, o contra cuadros de las
haciendas vecinas. Tartico aún no disponía
de club. Sólo disponía de jugadores. Se
juntaban, enviaban desafíos, vencían. Cada
disparo de Tartico era un gol. Para no hablar
de Chiquiño, de Tuzzi… Toda la pandilla
jugaba, y cómo. Fue entonces cuando Tartico
resolvió conformar el club. Discusiones,
aplausos, oposición. Y dos domingos después
el Esperanza goleaba al Lirio 6 a 1. Un
triunfo. Siguieron el Santa Cruz, el Perereca,
tres o cuatro más. Verdaderas masacres.
El Esperanza empezó a ganar reputación.
Tartico era un asombro en el campo. Sus
compañeros lo adoraban. Con su entusiasmo
indeclinable y su fe ciega en la victoria,
convertía al equipo entero en una tropa de
290
héroes. Los desafíos se multiplicaron. Pueblos
importantes, con juez de paz y canchas bien
tenidas, sufrieron estruendosas derrotas…
Buritizal comenzaba a ser conocido. Ya tenía
enemigos. Y el Esperanza se convertía en el
campeón de la comarca…
Naturalmente, los adversarios protestaban. Las victorias no valían, el árbitro
estaba comprado. Club que iba a Buritizal
denunciaba luego atrocidades, masacres,
persecuciones. Pero, en su fuero interno,
todos se inclinaban. Clase era clase…
Tartico era emprendedor. Se las había
ingeniado para hacer construir una cancha
decente, con graderías, gracias a ciertos
auxilios municipales y contribuciones
de los hacendados. La fundación del
Esperanza propició el surgimiento de un
modesto semanario, con aires de gran
periódico, y dedicado casi exclusivamente
a temas futbolísticos. Sus páginas exhibían
entusiastas titulares: “Otra apabullante
goleada del Esperanza F. C.” “Un nuevo y
glorioso marco en la historia de la falange
albinegra”… Todo el pueblo vibraba con el
club.
—Ya veremos el domingo…
—¿El Amparense? ¡Ja!… Se lleva cinco,
y le sale barato…
291
—Dicen que son campeones…
—¡Campeones un cuerno! ¡Lo serán en
su tierra, aquí que se tengan!
—Pues sí. Con Tartico nadie puede…
—Es capaz de entrar al arco con bola y
todo…
—¡Qué equipo! ¿Te acuerdas del Santa
Cruz? ¡El solo Chiquiño marcó tres!
—¡Todos marcan, compadre! ¿Y qué tal
la defensa? ¡A Dantiño, en seis meses, le han
hecho tres goles!
—Y uno de ellos en fuera de lugar, y otro
de penalti.
—De una cosa estoy seguro: ¡Para vencer
al Esperanza, tal vez el São Paulo!
Buritizal se llenaba de sueños de gloria.
Ya no le bastaba el honor de ser campeón
indiscutido de la zona. Según el sentir general,
eran invencibles. Y había una reacción casi
de indiferencia cuando un equipo cualquiera,
sin fama ni pergaminos, osaba pisar sus
dominios.
—Ni vale la pena ir. Para esa gente nos
basta con Tartico, un defensa y dos laterales…
Tartico, qué duda cabe, era el orgullo del
pueblo. Ídolo de los niños, alegría de los viejos,
había entrado además, “con bola y todo”, en
cuanto corazón femenino latía en Buritizal.
292
Más de una mulata, cuando lo avistaba en
el campo, sentía que su corazoncito era una
bola de trapo que Tartico, acostumbrado a la
Nº 5, no se dignaba chutar.
—¡Ea, Tartico!
—¡Bravo, Tartico!
—¡Entra, Tartico!
Tal el vocerío unánime. Innecesario,
porque el héroe, de un modo u otro, ya había
clavado el balón en el arco enemigo, con la
misma facilidad que desplegaba para entrar
en los pechos palpitantes de aquel mujerío
entusiasta…
Sólo había en el pueblo un grupo
disonante: el de Negrao. Era éste el gran
rival de Tartico. No le perdonaba que
hubiera hundido en la deshonra al Lirio, el
club tradicional. Ya casi nadie asistía a sus
partidos. Una que otra mulata, si acaso. Don
Maneco, el alcalde, no se daba por enterado.
Y ni siquiera la chiquillería asomaba ya por
las tribunas.
Negrao rumiaba su furia en silencio.
Hacía entrenar sin pausa al equipo, lanzando
airadas imprecaciones. Amenazaba al
guardameta:
—¡Tú nunca has sido arquero, gran
inútil!
293
Y aun de noche, en su rústica casucha, jugaba en sueños partidos siempre victoriosos.
El balón, obsesionante, estaba siempre ante
su vista. Se envolvía en la manta, cerraba los
ojos, y al segundo recibía de algún compañero
un pase imaginario, o se le plantaba al frente
Tartico, incapaz de frenar su carrera…
Pues era allí, en la soledad de su casa,
donde Negrao ejercía el placer de la venganza.
Jugaba, nunca perdía. Con sólo cerrar los
ojos estaba ya en la cancha, enfrentando al
Esperanza. El árbitro daba el pitazo inicial.
Negrao corría con el balón, burlaba a Tartico,
hacía una entrega al lateral, se metía al campo
enemigo, esperaba el pase, entregaba de
cabeza al volante izquierdo. Nuevo dribling,
bola al arco, ¡1 a 0!
Era cosa de niños. A veces, Negrao se
dignaba borrar del marcador uno o dos tantos
de los cinco o seis logrados…
—Para no exagerar…
La gran voluptuosidad de Negrao, cuando
soñaba, era darse el lujo de humillar a las
seguidoras del Esperanza, todas fanáticas de
Tartico. Su ideal se cifraba en vencerlo, para
dejarlas furiosas, frustradas, despechadas.
—¡Presuntuosas!
Pero de nada le valía soñar. Cada juego
era un desastre. El Esperanza ni se esforzaba
294
siquiera. ¿Para qué?… Y, al final, no quedaba
ya en las gradas ni un solo hincha del Lirio.
Un día, Tartico anunció que había hecho
retar a un importante club de São Paulo. La
noticia electrizó al pueblo.
—¡Virgen nuestra!
Hubo un escalofrío general. Pero pasajero.
Una vez superado, todo Buritizal esperó con
confiada impaciencia el día de la lucha. Tartico
había logrado convencer a sus jugadores y a
sus hinchas de que la victoria sería asunto
de coser y planchar. No existía aún “ese”
equipo capaz de vencerlos. ¿Dónde? Bastaría
con entrenar juiciosamente. Hasta la fecha,
ningún rival había conseguido arrancarles
siquiera un empate…
—No digo que los vamos a golear
—afirmaba el alcalde—-, pero que ganamos
al menos por un gol, eso es seguro…
—Y que no se descuiden…
Llegó el día. Buritizal era un bullidero.
Miles de personas habían llegado de las
aldeas vecinas. El ambiente era de feria.
Los bares y cafetines reventaban de gente.
Los vendedores callejeros hacían fortunas.
Chica, Tudiña, toda aquella tropa de
mulatas endomingadas, parloteaba nerviosa,
palpitantes los corazones, encendidos los
295
semblantes, rezando a Dios y a Nuestra
Señora por el buen éxito del encuentro…
—¿Ganaremos, Dios mío?
Y un escalofrío cruzaba rápido por las
pieles morenas.
El párroco había celebrado esa mañana
una misa por la victoria. El alcalde hacía
repartir desde temprano, por cuenta del
municipio, galonadas de cerveza. Una
profesora de la escuela normal había escrito
un discurso, que sería leído por la mejor
alumna, después del juego. La chiquillada
apostaba con los forasteros. Ningún mocoso
del pueblo, a semejanza de las mozas, había
pegado el ojo esa noche.
—Mundiño, ¿por cuánto crees que
ganaremos? ¡5 a 0, digo yo!
—¡Quién sabe! ¡Esos paulistas juegan!
Apuesto a que no pasamos de un 3 a 1…
—¡Qué! Si Tartico quiere…
Tres horas antes del juego, el campo
estaba lleno. Algunos habían amanecido allí,
hablando, apostando, gritando. Sólo un grupo
permanecía en silencio, alejado del gentío:
los integrantes del Lirio. Negrao sonreía.
No se dejaba llevar del entusiasmo general.
Conocía el juego del Paulista. Estaba seguro
de que ganaría. Y, sin disimular su regocijo,
296
había venido a vengarse. Próxima estaba ya
la derrota, la caída, la desmoralización de
Tartico. ¡Tipo engreído, que se creía capaz
de desafiar, no sólo al Paulista, sino a la
mismísima selección del Brasil!
Y Negrao, como las morenas y el
chiquillerío de Buritizal, había pasado
insomne las últimas noches, imaginando la
expresión de Tudiña, de Chica, de todas, tras
la estruendosa derrota de Tartico.
—¡Dale!
—¡Chuta!
—¡Por la izquierda!
Mediaba ya el primer tiempo. Contra
todos los pronósticos, el Esperanza perdía
por primera vez. Después de año y medio de
triunfos, el club encontraba un adversario
que, desde el comienzo, le confundía el
esquema, doblegaba sus defensas, y asediaba,
sin tregua, el arco de Dantiño. Imparable,
precioso, llegó el gol.
El público quedó petrificado.
¡Oh, Dios mío!
Y un montón de bocas bonitas mordía
los coloridos pañuelos, con enormes deseos
de llorar, mientras los forasteros lanzaban
al aire sus gorras, en homenaje al vengador
de tantas humillaciones. Tartico no se
297
desesperó. Bola al centro. Pa… pa… pa…
y, con innegable rapidez, trató en vano de
burlar a sus contrarios, en busca del empate.
Negrao, sin embargo, no alcanzaba a disfrutar
en lo íntimo de su corazón el tan anhelado
goce. Todo sucedía según lo había previsto:
un desastre para el Esperanza. Las mozas de
Buritizal veían ahora que Tartico no era el
invencible héroe que soñaban. Pero, desde el
momento mismo en que la victoria paulista
se tornó indiscutible, y al ver al rival vencido
sin remedio, provocando el llanto angustiado
de sus seguidoras y la alegría de los visitantes,
Negrao comenzó a sentirse mal.
En el intermedio, las cosas llegaron al
extremo. Mientras los jugadores locales caían
al suelo, rendidos, los otros, sin muestra
alguna de fatiga, seguían en la cancha,
jugando con la bola, satisfechos, irónicos,
lanzando piropos y miradas atrevidas a las
muchachas, con un aire sobrado y burlón
que parecía cobijar con su desprecio al pueblo
entero…
Un puñado de insolentes, llegados de una
aldea cercana, bebían y reían, sin parar de
hacer apuestas, entre bromas del peor gusto.
Negrao apretó los dientes al ver que uno de
aquellos patanes ofrecía su pañuelo para
enjugar las lágrimas de Chica y de Tudiña,
298
las dos bellezas de Buritizal, entre las cuales
Tartico y él, eternos rivales, vivían inciertos,
indecisos…
Iba a comenzar el segundo tiempo.
Un grupo de forasteros cantaba, para
exasperar a los locales, que oían humillados.
—¡Ra! ¡Ra! ¡Ra! ¡No hay con quién!
—¡Paulistas! ¡Paulistas!
La victoria estaba decidida. El Esperanza
perdía sin remedio. ¡Cuál Tartico! ¡Cuál
Dantiño! Eran leones moribundos. Heroicos,
eso sí, indomables hasta el fin. Pero era inútil.
Todo Buritizal, cabizbajo, admitía la tragedia.
Se habían acallado los gritos de las mulatas.
Los hinchas, inconsolables, rasgaban sus
sombreros, agitaban inútiles los brazos…
Y en medio de aquel silencio, imprevista,
sólo la gente del Lirio, con Negrao a la cabeza,
ronca, alucinada, no desmayaba, gritando
con voces locas y entusiastas:
—¡Buena, Dantiño!
—¡Corre, Chiquiño!
—¡Dale, Tartico!
De A cidade que o diabo esqueceu. Editora Nova
Fronteira, 1984.
Traducción de Elkin Obregón S.
299
Hombre en el mar
Rubem Braga
RUBEM BRAGA (1913-1990). Nació en
Cachoeira de Itapemirim, Espírito Santo, Brasil.
Cursó estudios de Derecho, profesión que nunca
ejerció. Su labor literaria estuvo centrada en la
crónica periodística, género que cultivó con gran
maestría y capacidad innovadora. De él dice el
crítico José Paulo Pais: “Maestro en descubrir
el lado significativo de los acontecimientos
triviales, comunica sus descubrimientos al
lector en una prosa de admirable simplicidad
y precisión, cuyo tono poético proviene
menos de recursos de metiér que de una visión
esencialmente lírica de las cosas”.
Desde mi terraza veo, entre árboles y
tejados, el mar. No hay nadie en la playa,
que resplandece al sol. El viento es nordeste,
y va rozando, aquí y allí, en el bello azul de
las aguas, pequeñas espumas que avanzan
durante algunos segundos y mueren, como
bichos alegres y humildes; cerca de la tierra
las olas son verdes.
Pero percibo un movimiento en un punto
del mar; es un hombre nadando. Nada a una
cierta distancia de la playa, con brazadas
pausadas y fuertes; nada a favor de las aguas
y del viento, y las pequeñas espumas que
nacen y desaparecen parecen ir más aprisa
que él. Justo: las espumas son leves, no están
hechas de nada, toda su substancia es agua y
viento y luz, y el hombre tiene carne, tiene
huesos, tiene corazón, tiene cuerpo para
transportarlo en el agua.
303
Usa los músculos con calmada energía;
avanza. Ciertamente no sospecha que un
desconocido lo ve y lo admira, porque está
nadando cerca de la playa desierta. No sé de
dónde viene esta admiración, pero encuentro
en ese hombre una nobleza sosegada, me
siento solidario con él, acompaño su esfuerzo
solitario como si él estuviera cumpliendo una
bella misión. Ya nadó en mi presencia unos
trescientos metros; antes, no sé; dos veces
lo perdí de vista, cuando pasó por detrás de
los árboles, pero esperé con toda confianza a
que reapareciera su cabeza, y el movimiento
alternado de sus brazos. Otros cincuenta
metros, y lo perderé de vista, pues un tejado
lo esconderá. Que nade bien esos cincuenta o
sesenta metros; esto me parece importante;
es preciso que conserve el mismo juego de
sus brazadas, y que yo lo vea desaparecer así
como lo vi aparecer, en el mismo rumbo, con
el mismo ritmo, fuerte, lento, sereno. Será
perfecto; la imagen de ese hombre me hace
bien.
Es apenas la imagen de un hombre, y
no podría yo saber su edad, ni su color, ni
los rasgos de su cara. Soy solidario con él, y
espero que él lo sea conmigo. Que alcance
el tejado rojo, y entonces podré salir de
la terraza tranquilo, pensando: “Vi a un
304
hombre solo, nadando en el mar; cuando lo
vi ya estaba nadando; lo seguí con atención
durante todo el tiempo, y testifico que nadó
siempre con firmeza y corrección; esperé que
alcanzara un tejado rojo, y lo alcanzó”.
Ahora no soy ya responsable de él; cumplí
mi deber, y él cumplió el suyo. Lo admiro. No
logro saber en qué reside, para mí, la grandeza
de su tarea; no estaba haciendo ningún gesto
a favor de alguien, ni construyendo algo útil;
pero ciertamente hacía una cosa bella, y la
hacía de un modo puro y viril.
No desciendo para ir a esperarlo en
la playa y apretarle la mano; pero doy mi
silencioso apoyo, mi atención y mi estima
a ese desconocido, a ese noble animal, a ese
hombre, a ese correcto hermano.
De Elenco de cronistas modernos. Livraria José
Olympio Editora, Rio de Janeiro, 1975.
Traducción de Elkin Obregón S.
305
Balada para Pelé
Horacio Ferrer
HORACIO FERRER (1933). Nació en
Montevideo. Poeta, letrista de canciones,
estudioso del tango, arquitecto frustrado,
intérprete del bandoneón. Escribió varias letras
para composiciones de Astor Piazolla, las más
famosas quizás la de la opereta María de Buenos
Aires, y las de los tangos Balada para un loco y
Chiquilín de Bachín. Ente otros textos, es autor
de un extenso ensayo sobre la historia y las
características de la música porteña, El libro del
tango. Arte popular de Buenos Aires.
A Edson Arantes do Nascimento,
Pelé,
le hicieron —pobre— la cuna
con un grano de café
bajo la luna.
Su rebozo
fue un trozo
de claro viento.
La luna
era una vela
de la favela.
Y el arrorró oscuro,
el coro
de aquella hambruna,
donde se hornean el fútbol y los choros
en estado puro.
Edson Arantes do Nascimento,
309
por un momento,
pareció predestinado
—fatalmente—
a abrir las puertas de los coches
alquilados
del turismo,
por un cruzeiro
impertinente.
Pero una noche
—los brujos tañen pandeiros—
y vaya uno a saber
por qué atavismo
caliente
de su ser,
se reencarnó en bailarín
el chiquilín:
medio Marceau, medio Chaplín,
con fueros
de canillita y torero
pero en el modo sutil
y candombero
y tablonero
de Brasil.
Y le empujó tras la piel
el samba silvestre, aquel
que tocan a morir los sapos populares
en los lugares
310
donde hay potreros
barreros,
para los niños
que no tienen para pan ni cavaquiño.
Estos sapos brasileros
son los sapos hechiceros,
negros sapos,
sapos raros,
los que también inventaron
la pelotita de trapo.
Y Edson Arantes do Nascimento,
que tenía un remiendo en el trasero,
y otro remiendo —grave— en la comida
pero en todo su talento
bien entero,
meta samba,
apretó como Dios manda
la de trapo contra el piso
y le hizo, a la vida,
sin permiso,
un soberbio pas de deux remacumbero.
Y es ahora un son universal
de mía y tuya y tuya y mía
que le canta en el botín
fenomenal,
al chiquilín
medio Marceau, medio Chaplín.
311
Y una escola de taquitos y muletas,
mía y tuya y tuya y mía
y la alegría
de una gran mitología
de gambetas
y de locas batucadas
de pisadas.
Y esos goles… ¡Goles, che,
algunos,
para filmarlos
como si fueran cuadros y guardarlos!
Tuya y mía, y mía y tuya:
qué linda aristocracia de uno
que es esta suya,
Pelé.
Porque usted se acuerda, todavía
de aquel día
en que a Edson Arantes do Nascimento
le hicieron —pobre— la cuna,
con un grano de café
bajo la luna.
De Sueños a la redonda. Corporación Deportiva
Independiente Medellín, 1998.
Selección, notas y edición de Gonzalo Medina Pérez.
312
Literatura fantástica
Sola y su alma
Thomas Bailey Aldrich
THOMAS BAILEY ALDRICH (1836-1907).
Nació en Portsmouth, EE. UU. Murió en Boston.
Poeta (The Ballad of Babie Bell, etc.). Cuentista
(Marjorie Daw and Other People, etc.). Novelista
(The story of a bad boy, Prudence Palfrey). El
brevísimo relato aquí incluido es considerado
por muchos un auténtico clásico del género.
Una mujer está sentada sola en su casa.
Sabe que no hay nadie más en el mundo:
todos los otros seres han muerto. Golpean
a la puerta.
De Lecturas fantásticas. Antología. Fundación
Secretos para Contar, 2009.
Sin crédito de traducción.
317
El gesto de la muerte
Jean Cocteau
JEAN
COCTEAU (1889-1963). Poeta,
cuentista, dramaturgo, cineasta y pintor francés.
También otros escritores contemporáneos,
entre ellos el británico Somerset Maugham,
han querido divulgar este relato, a todas luces
de anónimos orígenes orientales. Boris Karloff
lo recita completo, en un bello monólogo de
Targets, película de Peter Bogdanovich.
Un joven jardinero persa dice a su
príncipe:
—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta
mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta
noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.
El bondadoso príncipe le presta sus
caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra
a la Muerte y le pregunta:
—Esta mañana, ¿por qué hiciste a
nuestro jardinero un gesto de amenaza?
—No fue un gesto de amenaza —le
responde—, sino un gesto de sorpresa. Pues
lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo
tomarlo esta noche en Ispahan.
De Cuentos breves y extraordinarios.
Jorge Luis Borges-Adofo Bioy Casares.
Biblioteca clásica y contemporánea Losada, 1973.
Sin crédito de traducción.
321
Los ganadores de mañana
Holloway Horn
HOLLOWAY HORN (1901-¿?). Nacido en
Brighton, Inglaterra. Matemático, ensayista,
polemista, cuentista. Entre sus libros, Una
nueva teoría de estructuras. Los hechos en el caso de
Mr. Dunne, El viejo y otras historias.
Martin “Knocker” Thompson era difícilmente un caballero. Había sido empresario
de dudosos matches de box y de partidos
(amistosos) de póker, que ya no dejaban la
menor duda. Carecía de imaginación, pero no
de viveza y de cierta habilidad. Su galera, sus
polainas y la herradura de oro de su corbata
podían haber sido más charras, pero estaba
tratando de despistar.
No siempre iba a favorecerlo la suerte,
pero el hombre se defendía. La explicación
no era difícil: “Por cada zonzo que se muere,
nacen diez más”.
Sin embargo, la tarde que se encontró con
el viejo, estaba pobre. Knocker había dedicado
la siesta a una conferencia sobre finanzas en
un hotel. Las opiniones abundantemente
emitidas por sus dos socios no lo molestaban
325
en absoluto, pero sí el hecho de que le retiraran
su crédito.
Dobló por Whitcomb y se dirigió a
Charing Cross. El enojo acentuaba la fealdad
normal de su cara, y el resultado general
inquietó a las pocas personas que lo miraron.
A las ocho, la calle Whitcomb no está
muy concurrida, y no había nadie cerca
de los dos cuando el viejo le habló. Estaba
acurrucado en un portón cerca de Pall Mall,
y Knocker no podía verlo bien.
—¡Hola, Knocker —gritó.
Knocker se dio vuelta.
En la oscuridad descifró la vaga figura,
sin otro rasgo memorable que una barba
blanca desmesurada.
—¡Hola! —respondió desconfiadamente.
(Su memoria le estaba asegurando que él no
conocía esa barba.)
—Hace frío… —dijo el viejo.
—¿Qué quiere? —dijo Thompson con
sequedad—. ¿Quién es usted?
—Soy un viejo, Knocker.
—Si eso es todo lo que me quiere decir…
—Es casi todo. ¿Quiere comprarme un
diario? Le aseguro que no es como los demás.
—No entiendo. ¿Que no es como los
demás?
326
—Es el “Eco” de mañana a la noche
—dijo el viejo calmosamente.
—Usted debe estar mareado, amigo; eso
es lo que le pasa. Mire, los tiempos no son
buenos, pero aquí tiene un peso, ¡y que le
traiga suerte!…
Sinvergüenza o no, Thompson tenía
la generosidad natural de los que viven
precariamente.
—¡Suerte! —El viejo se rio con una
dulzura que crispó los nervios de Knocker.
—Mire —dijo otra vez, consciente de
algo inverosímil y raro en la vaga figura del
portón—. ¿Qué juego es éste?
—El juego más antiguo del mundo,
Knocker.
—Dele un descansito a mi nombre,
hágame el favor.
—¿Lo avergüenza su nombre?
—No —dijo Knocker con firmeza—.
Dígame de una vez lo que quiere. Estoy harto
de perder tiempo.
—Váyase entonces, Knocker.
—Pero, ¿qué quiere usted? —musitó
Knocker, extrañamente inquieto.
—Nada. ¿No quiere llevarse este diario?
En el mundo no hay otro igual. Ni habrá, por
veinticuatro horas.
327
—Claro. Si recién mañana aparece —dijo
Knocker con sorna.
—Tiene los ganadores de mañana —dijo
el otro con sencillez.
—Está mintiendo.
—Fíjese usted mismo. Ahí los tiene.
Un diario salió de la oscuridad y los dedos
de Knocker lo aceptaron, casi con miedo. Una
carcajada retumbó en el portón, y Knocker se
quedó solo.
Sintió incómodamente el latir de su
corazón, pero siguió hasta una vidriera con
luz que le permitió ver el diario.
“Jueves 29 de julio de 1926”, leyó.
Pensó un rato. Hoy era miércoles, tenía
la seguridad. Sacó del bolsillo una agenda y
la consultó. Era miércoles 28 de julio, último
día de carreras en Kempton. No cabía duda.
Miró otra vez la fecha: julio 29, 1926.
Buscó instintivamente la última página, la
página de las carreras.
Se encontró con los cinco ganadores en el
hipódromo de Gatwick. Se pasó la mano por
la frente: estaba húmeda de sudor.
—Hay una trampa en esto —dijo en
voz alta y volvió a examinar la fecha del
diario. Estaba repetida en cada página, clara
y patente. Examinó después las cifras del
328
año, pero también el seis era perfectamente
normal.
Miró con apuro la primera página. Había
un encabezamiento de ocho columnas sobre
la huelga. Eso no podía corresponder al año
pasado. Volvió en seguida a las carreras.
El ganador de la primera era Inkerman, y
Knocker había resuelto jugarle a Clip. Notó
que los transeúntes lo miraban con curiosidad.
Se metió el diario en el bolsillo y siguió. Nunca
había necesitado tanto un poco de alcohol.
Entró en un bar cerca de la estación, que
felizmente estaba vacío. Después de tomar
una copa sacó el diario. Sí, Inkerman había
ganado la primera y había pagado seis a uno.
(Knocker hizo ciertos cálculos apurados
pero satisfactorios.) Salmón había ganado la
segunda; era lo que él siempre había dicho. Bala
Perdida —¿quién demonios iba a pensarlo?—
había ganado la tercera, el clásico. ¡Y por siete
cuerpos! Knocker se humedeció los labios
resecos. No había ninguna mistificación.
Conocía muy bien los caballos que correrían
en Gatwick, y ahí estaban los ganadores.
Hoy ya era tarde. Lo mejor sería ir
mañana a Gatwick y allí mismo apostar.
Tomó otra copa… y otra. Gradualmente,
en la cordial atmósfera del bar, su inquietud
lo dejó. Ahora el asunto le parecía uno de
tantos. A su mente trastornada por el alcohol
329
acudió el recuerdo de un filme, que le había
gustado muchísimo. Había un brujo hindú
en ese filme, con una barba blanca, una
desmesurada barba banca, igual a la del viejo.
El brujo había hecho las cosas más increíbles…
en la pantalla. Knocker estaba seguro de que
no se trataba de una mistificación. El viejo
no le había pedido dinero, ni siquiera había
tomado el peso que Knocker le ofreció.
Knocker pidió otro whisky y convidó al
barman.
—¿Tiene algún dato para mañana? —le
preguntó éste (lo conocía de vista y de fama).
Knocker vaciló.
—Sí —dijo luego—. Salmón en la
segunda carrera.
Knocker se tambaleaba un poco al salir.
El médico le había prohibido el alcohol, pero
en una noche como esa…
Al día siguiente tomó el tren para
Gatwick. Siempre le había traído suerte
ese hipódromo, pero hoy no se trataba de
suerte. Hizo las primeras apuestas con cierta
moderación, pero la victoria de Inkerman lo
convenció. ¡El caballo y la boleteada! Ya no
le quedaban dudas. Salmón, el favorito, ganó
la segunda carrera.
En la carrera principal casi nadie le jugó
a Bala Perdida. No estaba en forma y no
330
había por qué. Knocker repartió las apuestas.
Veinte aquí, veinte allá. Diez minutos antes
de la carrera mandó un telegrama a una
oficina del West End. Había resuelto ganar
una fortuna. Y la ganó.
Esa carrera no tuvo emoción para
Knocker. Él ya sabía el resultado. Sus bolsillos
estaban repletos de dinero, y eso no era nada
comparado con lo que iba a cosechar en el
West End. Pidió una botella de champagne y
la bebió a la salud del viejo de la barba blanca.
Media hora tuvo que esperar el tren. Estaba
lleno de carreristas, a quienes tampoco les
interesaba la carrera final. A Knocker los días
de suerte lo solían poner muy conversador,
pero esa tarde estaba callado. No se podía
desentender del viejo del portón. No tanto
del aspecto y de la barba, sino de la carcajada
final.
El diario estaba siempre en su bolsillo:
tuvo un impulso y lo sacó. Fuera de las
carreras, no le interesaban otras noticias. Lo
hojeó; era un diario como los demás. Resolvió
comprar otro en la estación para ver si el viejo
no había mentido.
De pronto su mirada se detuvo; un
suelto le llamó la atención. “Muerte en un
tren” se titulaba. El corazón de Knocker
estaba agitadísimo; pero siguió leyendo. “El
331
conocido deportista señor Martin Thompson
falleció esta tarde en el tren al volver de
Gatwick”.
No leyó más: el diario se le cayó de las
manos.
—Fíjese en Knocker —alguien dijo—.
Debe estar enfermo.
Knocker respiraba pesadamente, con
dificultad.
—Paren… paren el tren —dijo uno de los
pasajeros agarrándolo del brazo—. Siéntese,
no hay por qué tirar la manija…
Se sentó, más bien se dejó caer en el
asiento. La cabeza se inclinó sobre el pecho.
Le metieron whisky entre los labios, pero
era inútil.
—Está muerto —dijo la espantada voz
del hombre que lo sostenía.
Nadie prestó atención al diario en el
suelo. El barullo lo había empujado bajo el
asiento, y no es posible decir dónde fue a
parar. Tal vez lo barrieron los guardas en la
estación.
Tal vez.
Nadie sabe.
De The old man and other stories.
Ed. Pengüin Books, 1968.
Traducción de Anne Mollar.
332
Ante la ley
Franz Kafka
FRANZ KAFKA (1883-1924). Nació en
Praga, y murió en Viena. Uno de los escritores
esenciales del siglo XX. De su obra, casi toda
póstuma, pueden destacarse El proceso, El
castillo y América, novelas, y varios volúmenes
de cuentos y novelas cortas.
Hay un guardián ante la Ley. A ese
guardián llega un hombre del campo que pide
ser admitido a la Ley. El guardián le responde
que ese día no puede permitirle la entrada. El
hombre reflexiona, y pregunta si luego podrá
entrar. “Es posible”, dice el guardián, “pero
no ahora”. Como la puerta de la Ley sigue
abierta y el guardián está a un lado, el hombre
se agacha para espiar. El guardián se ríe, y le
dice: “Fíjate bien: soy muy fuerte. Y soy el
más subalterno de los guardianes. Adentro
no hay una sala que no esté custodiada por
su guardián, cada uno más fuerte que el
anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que
yo mismo no puedo soportar”. El hombre
no ha previsto esas trabas. Piensa que la Ley
debe ser accesible a todos los hombres, pero
al fijarse en el guardián con su capa de piel,
su gran nariz aguda y su larga y deshilachada
335
barba de tártaro, resuelve que más vale
esperar. El guardián le da un banco y lo deja
sentarse junto a la puerta. Ahí, pasa los días y
los años. Intenta muchas veces ser admitido
y fatiga al guardián con sus peticiones. El
guardián entabla con él diálogos limitados
y lo interroga acerca de su hogar y de otros
asuntos, pero de una manera impersonal,
como de señor importante, y siempre acaba
repitiendo que no puede pasar todavía. El
hombre, que se había equipado de muchas
cosas para su viaje, va despojándose de todas
ellas para sobornar al guardián. Éste no las
rehúsa, pero declara: “Acepto para que no te
figures que has omitido algún empeño”. En
los muchos años el hombre no deja de mirarlo.
Se olvida de los otros y piensa que éste es la
única traba que lo separa de la Ley. En los
primeros años maldice a gritos su perverso
destino; con la vejez, la maldición decae en
quejumbre. El hombre se vuelve infantil,
y como en su vigilia de años ha llegado a
reconocer las pulgas en la capa de piel, acaba
por pedirles que lo socorran y que intercedan
con el guardián. Al fin se le nublan los ojos y no
sabe si estos lo engañan o si se ha oscurecido
el mundo. Apenas si percibe en la sombra
una claridad que fluye inmortalmente de
la puerta de la Ley. Ya no le queda mucho
336
que vivir. En su agonía los recuerdos forman
una sola pregunta, que no ha propuesto aún
al guardián. Como no puede incorporarse,
tiene que llamarlo por señas. El guardián se
agacha profundamente, pues la disparidad
de las estaturas ha aumentado muchísimo.
“¿Qué pretendes ahora?”, dice el guardián;
“eres insaciable”. “Todos se esfuerzan por
la Ley”, dice el hombre. “¿Será posible que
en los años que espero nadie haya querido
entrar sino yo?”. El guardián entiende que el
hombre se está acabando, y tiene que gritarle
para que le oiga: “Nadie ha querido entrar
por aquí, porque a ti solo estaba destinada
esta puerta. Ahora voy a cerrarla”.
De La condena. Ed. Alianza Emecé, 1976.
Traducción de J. R. Wilcock
337
Historia de los dos
que soñaron
Gustavo Weil
GUSTAVO WEIL (1808-1889). Famoso
orientalista alemán, nacido en Salzburgo y
muerto en Friburgo. “Tradujo al alemán Los
collares de oro, de Samachari, y Las mil y una
noches. Publicó una biografía de Mahoma, una
introducción al Corán y una historia de los
pueblos islámicos”.
Cuentan los hombres dignos de fe
(pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y
misericordioso y no duerme) que hubo en
El Cairo un hombre poseedor de riquezas,
pero tan magnánimo y liberal que todas las
perdió, menos la casa de su padre, y que se
vio forzado a trabajar para ganarse el pan.
Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo
de una higuera de su jardín y vio en el sueño
a un desconocido que le dijo:
—Tu fortuna está en Persia, en Ispahán;
vete a buscarla.
A la madrugada siguiente se despertó y
emprendió el largo viaje, y afrontó los peligros
de los desiertos, de los idólatras, de los ríos,
de las fieras y de los hombres. Llegó al fin
a Ispahán, pero en el recinto de esa ciudad
lo sorprendió la noche y se tendió a dormir
en el patio de una mezquita. Había, junto
341
a la mezquita, una casa y por el decreto del
Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones
atravesó la mezquita y se metió en la casa,
y las personas que dormían se despertaron
y pidieron socorro. Los vecinos también
gritaron, hasta que el capitán de los serenos
de aquel distrito acudió con sus hombres y los
bandoleros huyeron por la azotea. El capitán
hizo registrar la mezquita y en ella dieron
con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la
cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:
—¿Quién eres y cuál es tu patria?
El hombre declaró:
—Soy de la ciudad famosa de El Cairo y
mi nombre es Yacub El Magrebí.
El juez le preguntó:
—¿Qué te trajo a Persia?
El hombre optó por la verdad y le dijo:
—Un hombre me ordenó en un sueño
que viniera a Ispahán, porque ahí estaba
mi fortuna. Ya estoy en Ispahán y veo que
la fortuna que me prometió ha de ser esta
cárcel.
El juez se echó a reír.
—Hombre desatinado —le dijo—, tres
veces he soñado con una casa en la ciudad de
El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el
jardín un reloj de sol, y después del reloj de
342
sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro.
No he dado el menor crédito a esa mentira.
Tú, sin embargo, has errado de ciudad en
ciudad, bajo la sola fe de tus sueños. Que
no vuelva a verte en Ispahán. Toma estas
monedas y vete.
El hombre las tomó y regresó a la patria.
Debajo de la higuera de su casa (que era la del
sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios
le dio bendición y lo recompensó y exaltó.
Dios es el Generoso, el Oculto.
De Antología de la literatura fantástica. Jorge Luis
Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.
Editorial Sudamericana, 1971.
343
Palabras musicales
Cantiga de Esponsales
J. M. Machado de Assis
JOAQUIM MARIA MACHADO DE ASSIS
(1839-1908). Nació y murió en Río de Janeiro.
Para muchos, el mayor escritor brasilero de
todos los tiempos. No salió nunca de su país,
y, al parecer, tampoco de su Estado; lo que no
le impidió contemplar con ojos universales, e
implacables, la comedia humana. Novelista
(Memorias póstumas de Bras Cubas, Quincas
Borba, Esaú y Jacob, Don Casmurro, Memorial
de Aires, etc.), cuentista, poeta, dramaturgo,
periodista. Fundó la Academia Brasilera de
Letras, vigente hasta hoy.
Imagine la lectora que está en 1813, en
la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas
buenas fiestas antiguas, que eran la mayor
diversión pública y lo mejor del arte musical.
Sabe cómo es una misa cantada; puede
imaginar lo que sería una misa cantada en
aquellos años remotos. No llamo su atención
hacia los curas y sacristanes, ni hacia el
sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes
cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo,
ni hacia las mantillas de las señoras graves,
las casacas, las cabelleras, las cortinas, las
luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo
de la orquesta, que es excelente; me limito
a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de
ese viejo que dirige la orquesta con alma y
devoción.
Se llama Román Pires. Tendrá sesenta
años, no menos en todo caso, nació en
349
el Valongo, o por esos lados. Es un buen
músico y un buen hombre; todos los colegas
lo quieren. El maestro Román es su nombre
familiar; y decir familiar o público era la
misma cosa en tal materia y en aquellos
tiempos. “La misa será dirigida por el
maestro Román”, equivalía a esta forma
de anuncio, años después: “Entra en escena
el actor João Caetano”. O a ésta: “El actor
Martinho cantará una de sus mejores arias”.
Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y
popular. ¡El maestro Román dirige la fiesta!
¿Quién no conocía al maestro Román, con su
aire circunspecto, recatado el mirar, sonrisa
triste y paso lento? Todo esto desaparecía
al frente de la orquesta; y entonces la vida
se derramaba por todo el cuerpo y todos los
gestos del maestro; la mirada se encendía, la
sonrisa se iluminaba: era otro. No significaba
esto que fuera él el autor de las misas; ésta,
por ejemplo, que ahora dirige en el Carmo
es de João Mauricio; pero él se aplica a su
trabajo poniendo en ello el mismo amor que
pondría si fuera suya.
La fiesta terminó; y fue como si se
apagara un resplandor intenso, dejándole el
rostro iluminado apenas por la luz ordinaria;
helo aquí descendiendo del coro, apoyado
en el bastón; va a la sacristía a besar la
350
mano a los padres y acepta un sitio en su
mesa. Permanece todo el tiempo indiferente
y callado. Termina la cena, sale, camina
en dirección a la Calle de la Madre de los
Hombres, en donde vive, en compañía de un
negro viejo, papá José, que es como si fuera
su verdadera madre, y que en este momento
conversa con una vecina.
—Ahí viene el maestro Román, papá
José —dijo la vecina.
—¡Eh!, ¡eh!, adiós vecina, hasta luego.
Papá José dio un salto, entró en la casa,
y esperó a su amo, que entró poco después
con el mismo aire de siempre. La casa no era
rica, por supuesto; ni alegre. No había en ella
el menor vestigio de mujer, vieja o joven, ni
pajaritos que cantasen, ni flores, ni colores
vivos o cálidos. Casa sombría y desnuda. Lo
más alegre que allí había era un clavicordio,
donde el maestro Román tocaba algunas
veces, estudiando. Sobre una silla, al lado,
algunos papeles con partituras; ninguna
suya…
¡Ah!, si el maestro Román pudiera,
sería un gran compositor. Tal parece que
hay dos clases de vocación, las que tienen
lengua y las que no la tienen. Las primeras se
realizan; las últimas representan una lucha
constante y estéril entre el impulso interior
351
y la ausencia de un modo de comunicación
con los hombres. La de Román era de éstas.
Tenía la vocación íntima de la música;
llevaba dentro de sí muchas óperas y misas,
un mundo de armonías nuevas y originales
que no alcanzaba a expresar y poner en el
papel. Ésta era la causa única de la tristeza
del maestro Román. Naturalmente, el vulgo
no se daba cuenta; unos decían esto, otros
aquello: enfermedad, falta de dinero, algún
disgusto antiguo; pero la verdad es ésta: la
causa de la melancolía del maestro Román
era no poder componer, no poseer el medio
de traducir lo que sentía. Y no porque
escatimara el gasto de papel o el paciente
trabajo, durante muchas horas, al frente
del clavicordio; pero todo le salía informe,
sin idea ni armonía. En los últimos tiempos
hasta sentía vergüenza de los vecinos, y ya ni
siquiera intentaba nada.
Y, no obstante, si pudiera, terminaría
al menos cierta pieza, un canto de
esponsales, comenzado tres días después
de su casamiento, en 1799. La mujer, que
tenía entonces veintiún años, y murió de
veintitrés, no era bonita, ni mucho ni poco,
pero sí muy simpática, y lo amaba tanto
como él a ella. Tres días después de su boda,
el maestro Román sintió en su interior algo
parecido a la inspiración. Imaginó entonces
352
el canto esponsalicio, y quiso componerlo;
pero la inspiración no logró salir. Como un
pájaro que acaba de ser aprisionado, y forcejea
por atravesar las paredes de la jaula, abajo,
encima, impaciente, aterrorizado, así batía
la inspiración de nuestro músico, encerrada
dentro de él sin poder salir, sin encontrar
una puerta, nada. Algunas notas llegaron a
reunirse; él las escribió; asunto para una hoja
de papel, apenas. Insistió al día siguiente,
diez días después, veinte veces durante sus
años de casado. Cuando murió su mujer
releyó aquellas primeras notas conyugales, y
se sintió más triste aún, por no haber podido
fijar en el papel la sensación de esa felicidad
ya extinta…
—Papá José —dijo él—, hoy no me siento
muy bien.
—Tal vez el señor comió algo que le cayó
mal…
—No, ya desde la mañana estaba así.
Vaya a la botica…
El boticario mandó cualquier cosa que él
tomó esa noche; al día siguiente el maestro
Román no se sentía mejor. Es preciso agregar
que padecía del corazón: molestia grave y
crónica. Papá José sintió temor cuando vio
que el malestar no cedía al remedio, ni al
reposo, y quiso llamar al médico.
353
—¿Para qué? —dijo el maestro—. Esto pasa.
El día no terminó peor y él pasó buena
noche; no así el negro, que sólo consiguió
dormir dos horas. Los vecinos, una vez que
se hubieron enterado de aquella dolencia,
no tuvieron otro motivo de conversación;
los que mantenían relación con el maestro
fueron a visitarlo. Y le decían que no era
nada, que eran achaques de la edad; alguien
agregaba graciosamente que era un truco,
para librarse de las derrotas que el boticario le
propinaba en el juego de “gamao”; otro, que
era cuestión de amores. El maestro Román
sonreía, pero para sus adentros se decía que
aquello era el final. “Todo acabó”, pensaba.
Una mañana, cinco días después de la
fiesta, el médico lo encontró realmente mal;
y el maestro se lo notó en la expresión, por
detrás de las palabras engañadoras:
—Esto no es nada; es preciso no pensar
en músicas…
¡En músicas! De pronto esta palabra
del médico trajo al maestro una idea casi
olvidada. Al quedarse solo con el esclavo,
abrió la gaveta donde guardaba desde 1799 el
canto de esponsales iniciado. Releyó aquellas
notas arrancadas con tanto trabajo y nunca
concluidas. Y tuvo entonces una idea singular:
Terminar la obra, fuese como fuese; cualquier
354
cosa estaría bien, con tal de que significara
dejar un poco de alma sobre la tierra.
—¿Quién sabe? En 1880, tal vez, se
interpretará esta obra y se contará que un
maestro Román…
El comienzo del canto remataba en
un cierto la; esta la, que resultaba bien allí
donde estaba, era la última nota escrita. El
maestro Román ordenó llevar el clavicordio
a la habitación del fondo, que daba al solar:
necesitaba aire.
Por la ventana vio, en la ventana
trasera de otra casa, a una dulce pareja de
recién casados, asomados, abrazados por
los hombros y de manos unidas. El maestro
Román sonrió con tristeza.
—Ellos llegan —se dijo—, yo salgo.
Compondré al menos este canto que ellos
podrán tocar…
Se sentó ante el clavicordio; reprodujo
las notas y llegó al la…
—La, la, la…
Nada, no lograba seguir. Y sin embargo,
él sabía de música como el que más.
La, do… la, mi… la, si, do, re… re… re… re…
¡Imposible! Ninguna inspiración. No
aspiraba a una pieza profundamente original;
tan sólo algo que no pareciese de otro y que
355
se relacionase con la idea comenzada. Volvía
al principio, repetía las notas, intentaba
revivir un retazo de la sensación extinguida,
se acordaba de su mujer, de aquellos tiempos
primeros. Para completar la ilusión, dejaba
correr su mirada por la ventana en dirección
a la pareja de recién casados. Ellos seguían
allí, con la manos unidas y rodeándose los
hombros con los brazos; pero ahora se miraban
uno al otro, en vez de mirar hacia abajo. El
maestro Román, agotado por el malestar y la
impaciencia, tornaba al clavicordio; pero la
visión de la pareja no le traía la inspiración,
y las notas siguientes no sonaban.
—La… la… la…
Desesperado, dejó el clavicordio, tomó el
papel escrito y lo rompió. En ese momento,
la joven absorta en la mirada del esposo,
empezó a canturrear de cualquier modo,
inconscientemente, alguna cosa nunca antes
cantada ni sabida, una cosa en la cual cierto
la proseguía después de un si con una linda
frase musical, justamente aquélla que el
maestro Román había buscado durante años
sin hallarla jamás. El maestro la oyó con
pesar, sacudió la cabeza, y esa noche expiró.
De Misa de gallo y otros cuentos.
Editorial Norma, colección Cara y Cruz, 1990.
356
La Odisea (fragmento)
Homero
HOMERO. El poeta épico por excelencia de
la Grecia antigua. Figura cuasi mítica, ciertos
estudiosos dudan de su existencia, otros la
afirman. Estos últimos sitúan su vida en alguna
franja del siglo IX a. C. Después de La Ilíada,
sólo ha quedado para la posteridad el segundo
gran canto homérico, La Odisea, que narra con
abundancia de prodigios el viaje emprendido por
Ulises, u Odiseo, desde Troya hasta su nativa
Ítaca. Obra cumbre de la literatura universal,
inaugura de algún modo la siempre renovada
tradición de los relatos de viajes. Se transcribe
aquí el famoso pasaje de la Isla de las Sirenas.
(Habla Circe a Ulises)
“—Así, pues, se han llevado a
cumplimiento todas estas cosas. Oye ahora
lo que voy a decirte y un dios en persona te
lo recordará más tarde. Llegarás primero a las
Sirenas, que encantan a cuantos hombres van
a encontrarlas. Aquel que imprudentemente
se acerca a ellas y escucha su voz, ya no
vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos
pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo,
cuando torna a su hogar, sino que las Sirenas
le hechizan con su canto. Están sentadas en
una pradera y tienen a su alrededor enorme
montón de huesos de hombres putrefactos,
cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo
y tapa las orejas de tus compañeros con
cera blanda, previamente afinada, para que
ninguno las oiga: mas si tú desearas oírlas,
haz que te aten en la velera embarcación de
359
pies y manos, derecho y arrimado a la parte
inferior del mástil y que las cuerdas se liguen
al mismo; y así podrás deleitarte escuchando
a las Sirenas. Y en el caso de que supliques o
mandes que te suelten, átente con más lazos
todavía”.
………………………………………………
………………………………………………
………………………………………………
(Habla Ulises a sus hombres)
“—¡Oh, compañeros! No conviene que
sean únicamente uno o dos quienes conozcan
los vaticinios que me reveló Circe, la divina
entre las diosas, y os lo voy a referir, para
que, sabedores de los mismos, o muramos
o nos salvemos, librándonos de la muerte y
del destino. Nos ordena, ante todo, rehuir la
voz de las divinas Sirenas, y su prado florido.
Manifestome que tan sólo yo debo oírlas;
pero atadme con fuertes lazos, en pie y
arrimado a la parte inferior del mástil —para
que esté allí sin moverme—, y las cuerdas
líguense al mismo. Y en el caso de que os
ruegue o mande que me soltéis, atadme con
más lazos todavía.
“Mientras hablaba, declarando estas
cosas a mis compañeros, la bien construida
nave llegó muy presto a la isla de las Sirenas,
pues la empujaba favorable viento. Desde
360
aquel instante echose el viento, reinó
sosegada calma y algún numen adormeció las
olas. Levantáronse mis compañeros, arriaron
las velas y depositáronlas en la cóncava
nave; y, habiéndose sentado de nuevo en los
bancos, emblanquecían el agua, agitándola
con los remos de pulimentado abeto. Tomé
al instante un gran trozo de cera y lo partí
con el agudo bronce en pedacitos, que me
puse luego a amasar con mis robustas manos.
Pronto se calentó la cera, porque hubo
de ceder a la gran fuerza y a los rayos del
soberano Helios Hiperiónida, y fui tapando
con ella los oídos de todos mis compañeros.
Atáronme éstos en la nave, de pies y manos,
derecho y arrimado a la parte inferior del
mástil; ligaron las cuerdas al mismo, y
sentándose en los bancos, tornaron a herir
con los remos el espumoso mar. Avanzó la
nave velozmente, y, al hallarnos tan cerca de
la orilla que allá hubiesen llegado nuestras
voces, no se les encubrió a las Sirenas que la
ligera embarcación navegaba a poca distancia
y empezaron un armonioso canto:
“—¡Ea, célebre Ulises, gloria insigne de
los aqueos! Acércate y detén la nave, para
que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en
su negro bajel sin que oyera la suave voz
que fluye de nuestros labios, sino que todos,
361
después de recrearse con ella, se van alegres,
sabiendo muchas y nuevas cosas. Sabemos,
en efecto, cuántas fatigas padecieron en la
vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad
de los dioses, y conocemos también todo
cuanto ocurre en la fértil tierra.
“Así cantaban con su hermosa voz, y
mi corazón se sintió con deseos de oírlas;
y moviendo las cejas, hice seña a mis
compañeros para que me desataran; pero
todos se inclinaron y se pusieron a remar
con más fuerza. Y, levantándose al punto
Perimedes y Euríloco, atáronme con nuevos
lazos, que me sujetaban más reciamente.
Cuando dejamos atrás las Sirenas y ni su voz
ni su canto se oían ya, quitáronse mis fieles
compañeros la cera con que tapara sus oídos
y me soltaron las ligaduras”.
De La Odisea. Editorial Iberia, S. A., España,
Colección Obras Maestras, 1967.
Traducción de Mauricio Croiset.
362
Balada de los búhos estáticos
León de Greiff
LEÓN DE GREIFF (1895-1976). Nació en
Medellín y murió en Bogotá. Alternó con igual
fortuna una veta de poesía frondosa, sinfónica,
de admirable arquitectura, y pequeños poemas
llenos de levedad y gracia, muchos de ellos con
claras reminiscencias juglarescas. De él dice
Jaime Jaramillo Escobar: “Con diccionario o sin
diccionario, fácil o difícil, exige el ejercicio del
complejo y reservado arte de la lectura”. Escribió,
entre otros, los poemarios Tergiversaciones, Libro
de signos, Variaciones al redor de nada, Bárbara
charanga, Libro de relatos, etc. Menos divulgada
es su obra en prosa, en parte compilada en el
tomo Prosas de Gaspar.
A mis hermanos los búhos
como una santa palabra,
como un confuso diseño,
esta balada macabra.
Envío
I
¡La luna estaba lela
y los búhos decían la trova paralela!
La luna estaba lela,
lela,
en el lelo jardín del aquelarre.
Y los búhos decían su trova,
y arre, arre,
decían a su escoba
las brujas del aquelarre…
365
En el jardín los árboles eran rectos,
retóricos,
las avenidas rectas, los estanques retóricos…
retóricos,
y en fila los búhos, rectos, retóricos,
retóricos…
Y allí nada se veía irregular:
los bancales de forma regular
—cuadrados, cuadrados—
las regulares platabandas,
los árboles endomingados
geométricamente, conos, dados…
todo perfecto, exacto, regular.
Y eran las sombras semejantes,
y los perfumes semejantes,
y los aromas semejantes,
y, en medio de todo, los búhos
decían idénticos dúos
semejantes,
los idénticos búhos!
Oh jardín de mis sueños neuróticos
donde ensueñan cereros caóticos
ensoñares macabros, exóticos!
Y los búhos tejían la trova paralela,
y la luna estaba lela,
y en la avenida paralela
las brujas del aquelarre
torvas decían: ¡arre! ¡arre!
¡escoba, escoba del aquelarre!
366
II
La luna estaba lela
y los búhos decían la trova paralela.
El padre de los búhos era un búho sofista
que interrogó a los otros al modo
modernista:
los búhos contestaron, contestaron la lista…
Y eran seis bellos búhos plantados en la rala
copa de un chopo calvo. Y el prior agita el ala
y al instante se inicia la trova paralela,
trova unánime y sorda, extraña cantinela
que coloquian los búhos ordenados en fila.
El búho más lejano su voz de flauta hila…
El que le sigue canta como un piano de cola,
un otro es la trompeta, y entre la batahola
se acentúa el violín, y todo el coro ulula
la macabra canción que el conjunto regula.
La luna sigue lela,
lela,
y sigue la trova paralela…
III
Ya se ha ido la luna.
Ya los búhos cesaron la trova inoportuna:
el jardín ha nacido con el alba radiosa;
el estanque palpita, —nada, nada reposa.
367
Los niños triscan, triscan por el jardín
florido,
y las aves ensayan su arrullo desde el nido!
Los estáticos búhos huyeron de la extraña
lumbre del sol que todo lo falsifica y daña.
Los estáticos búhos huyeron, y en su hueco,
—oculto entre las ramas del chopo calvo y
seco—
aguardan el exilio del sol que adula y finge,
que ilusiona y que irisa, y aguardan que la
esfinge,
—la muda y desolada y la fría— la luna,
se venga con la noche, se venga lela, lela,
para decir de nuevo la trova paralela!
A mis hermanos los búhos
como una santa palabra,
como un confuso diseño,
esta balada macabra.
Envío
De León de Greiff. Antología poética.
Colección Visor de Poesía, Madrid, 1992.
368
Dos poemas de Aurelio
Arturo
AURELIO ARTURO (1906-1974). Nació en
La Unión, Nariño. Murió en Bogotá. Tras una
infancia en el campo, que marcó para siempre
su obra, se trasladó a Bogotá, donde se graduó
de abogado en la Universidad Externado
de Colombia. Ejerció a lo largo de su vida
diversos cargos públicos. A pesar de muchas
publicaciones en diversas revistas culturales,
en rigor es autor de un único libro, Morada
al Sur. Libro que en sucesivas ediciones se vio
enriquecido con nuevos poemas, hasta formar
ese corpus definitivo que hoy es visto como
uno de los grandes momentos de la poesía
colombiana.
Cantaba
Cantaba una mujer, cantaba
sola creyéndose en la noche,
en la noche, felposo valle.
Cantaba y cuanto es dulce
la voz de una mujer, ésa lo era.
Fluía de su labio
amorosa la vida…
La vida cuando ha sido bella.
Cantaba una mujer
como en un hondo bosque. Y sin mirarla
yo la sabía tan dulce, ¡tan hermosa!
Cantaba, todavía
canta…
371
Canción del Valle
Del valle desceñido canción densa de sombra
me sube al labio, sangre turbia que clama luz.
Si amé sobre los bosques los cielos vehementes,
mi voz sintió la honda fatiga del azul.
El viento era una rota, una agreste canción.
Abundaba la luz en mis manos mortales,
y yo, del valle fértil, del manto rico y fértil,
sentí la ola cálida cubrirme de esplendor.
Yo canto mi canción por mis tierras oír.
En los bosques profundos había lindas mujeres.
Invisibles al ojo llamaban en las umbras
con una voz que apenas se podía escuchar.
Y en las noches de ramas negras y
sollozantes
yo oí de días futuros el profundo alentar.
Las hojas eran aves uncidas en la luz
del día que en copa de oro daba su claridad.
372
Y el viento hablaba, hablaba de otras tierras
sonoras
y ellas ansiaban irse, irse en la luz, y uncidas
a las ramas gemían sus ansias de viajar.
Yo canto mi canción por mis tierras oír.
Abundaba el azul y la luz verdecía
en el día de hojas nuevas. Fluía el corazón
en la brisa, en la brisa que traía un palmar.
Y en la sombra en que hablaban vagamente
las hojas
yo sentí que la luz venía como un mar.
Del manto desceñido de mis hombros, del
valle
y del azul, murmullo y fulgencia en la canción,
desnudo estaba el corazón en la luz pura,
y más desnudo en la emoción.
Yo canto mi canción por oír mi país.
Llevo en mí una oscura tremulación sin fin,
un fluir, un rumor sin orillas.
En mi país, en mi suave país el viento lo ha
de oír.
En toda rama al desgarrarse en larga
desgarradura de canción.
El viento lo ha de oír, el viento en mi país.
De Aurelio Arturo. Obra poética completa. ALLCA
XX, 2003. Colección Archivos.
373
374
Nocturno I
José Asunción Silva
JOSÉ ASUNCIÓN SILVA (1865-1896).
Nació y murió en Bogotá. Gran exponente
del romanticismo de su época, su famoso
tercer Nocturno lo convierte, para muchos, en
precursor del modernismo literario, movimiento
capitaneado después por el nicaragüense Rubén
Darío. Su suicidio, sus fracasos económicos, su
vida algo secreta le han creado una leyenda, que
de algún modo atenta contra la sana apreciación
de su obra. Aparte de sus libros de poemas,
escribió una novela, De sobremesa, que merece
varias lecturas.
A veces, cuando en alta noche tranquila,
Sobre las teclas vuela tu mano blanca,
Como una mariposa sobre una lila
Y al teclado sonoro notas arranca,
Cruzando del espacio la negra sombra
Filtran por la ventana rayos de luna,
Que trazan luces largas sobre la alfombra,
Y en alas de las notas a otros lugares,
Vuelan mis pensamientos, cruzan los
mares,
Y en gótico castillo donde en las piedras
Musgosas por los siglos, crecen las yedras,
Puestos de codos ambos en tu ventana
Miramos en las sombras morir el día
Y subir de los valles la noche umbría
Y soy tu paje rubio, mi castellana,
Y cuando en los espacios la noche cierra,
El fuego de tu estancia los muebles dora,
377
Y los dos nos miramos y sonreímos
Mientras que el viento afuera suspira y
llora!
¡Cómo tendéis las alas, ensueños vanos,
Cuando sobre las teclas vuelan sus manos!
De José Asunción Silva. Poesía completa. De
sobremesa. Casa de Poesía Silva y Grupo Editorial
Norma, Bogotá, 1996.
378
BUEN ANIVERSARIO
Recuento de diez años
Selección, presentación y notas
Elkin Obregón S.
Se terminó de imprimir en el taller de Pregón S.A.S.
en el mes de noviembre de 2013,
para la FUNDACIÓN CONFIAR.
Medellín, Colombia.

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