Memorias del Aguila y el jaguar

Transcripción

Memorias del Aguila y el jaguar
ISABEL ALLENDE
Las memorias del
Águila y el Jaguar
LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
ISABEL ALLENDE
La Ciudad de las Bestias
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ISABEL ALLENDE
Para Alejandro, Andrea y Nicole, que me pidieron esta historia
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
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LA PESADILLA
Alexander Coid despertó al amanecer sobresaltado por una pesadilla.
Soñaba que un enorme pájaro negro se estrellaba contra la ventana con un
fragor de vidrios destrozados, se introducía a la casa y se llevaba a su madre.
En el sueño él observaba impotente cómo el gigantesco buitre cogía a Lisa
Coid por la ropa con sus garras amarillas, salía por la misma ventana rota y se
perdía en un cielo cargado de densos nubarrones. Lo despertó el ruido de la
tormenta, el viento azotando los árboles, la lluvia sobre el techo, los
relámpagos y truenos. Encendió la luz con la sensación de ir en un barco a la
deriva y se apretó contra el bulto del gran perro que dormía a su lado. Calculó
que a pocas cuadras de su casa el océano Pacífico rugía, desbordándose en
olas furiosas contra la cornisa. Se quedó escuchando la tormenta y pensando
en el pájaro negro y en su madre, esperando que se calmaran los golpes de
tambor que sentía en el pecho. Todavía estaba enredado en las imágenes del
mal sueño.
El muchacho miró el reloj: seis y media, hora de levantarse. Afuera
apenas empezaba a aclarar. Decidió que ése sería un día fatal, uno de esos
días en que más valía quedarse en cama porque todo salía mal. Había muchos
días así desde que su madre se enfermó; a veces el aire de la casa era pesado,
como estar en el fondo del mar. En esos días el único alivio era escapar, salir a
correr por la playa con Poncho hasta quedar sin aliento. Pero llovía y llovía
desde hacía una semana, un verdadero diluvio, y además a Poncho lo había
mordido un venado y no quería moverse. Alex estaba convencido de que tenía
el perro más bobalicón de la historia, el único labrador de cuarenta kilos
mordido por un venado. En sus cuatro años de vida, a Poncho lo habían
atacado mapaches, el gato del vecino y ahora un venado, sin contar las
ocasiones en que lo rociaron los zorrillos y hubo que bañarlo en salsa de
tomate para amortiguar el olor. Alex salió de la cama sin perturbar a Poncho y
se vistió tiritando; la calefacción se encendía a las seis, pero todavía no
alcanzaba a entibiar su pieza, la última del pasillo.
A la hora del desayuno Alex estaba de mal humor y no tuvo ánimo para
celebrar el esfuerzo de su padre por hacer panqueques. John Coid no era
exactamente buen cocinero: sólo sabía hacer panqueques y le quedaban como
tortillas mexicanas de caucho. Para no ofenderlo, sus hijos se los echaban a la
boca, pero aprovechaban cualquier descuido para escupirlos en la basura.
Habían tratado en vano de entrenar a Poncho para que se los comiera: el
perro era tonto, pero no tanto.
—¿Cuándo se va a mejorar la mamá? —preguntó Nicole, procurando
pinchar el gomoso panqueque con su tenedor.
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ISABEL ALLENDE
—¡Cállate, tonta! —replicó Alex, harto de oír la misma pregunta de su
hermana menor varias veces por semana.
—La mamá se va a morir —comentó Andrea.
—¡Mentirosa! ¡No se va a morir! —chilló Nicole.
—¡Ustedes son unas mocosas, no saben lo que dicen! —exclamó Alex.
—Vamos, niños, cálmense. La mamá se pondrá bien... —interrumpió
John Coid, sin convicción.
Alex sintió ira contra su padre, sus hermanas, Poncho, la vida en general
y hasta contra su madre por haberse enfermado. Salió de la cocina a grandes
trancos, dispuesto a partir sin desayuno, pero tropezó con el perro en el
pasillo y se cayó de bruces.
—¡Quítate de mi camino, tarado —le gritó y Poncho, alegre, le dio un
sonoro lengüetazo en la cara, que le dejó los lentes llenos de saliva.
Si, definitivamente era uno de esos días nefastos. Minutos después su
padre descubrió que tenía una rueda de la camioneta pinchada y debió ayudar
a cambiarla, pero de todos modos perdieron minutos preciosos y los tres niños
llegaron tarde a clase. En la precipitación de la salida a Alex se le quedó la
tarea de matemáticas, lo cual terminó por deteriorar su relación con el
profesor. Lo consideraba un hombrecito patético que se había propuesto
arruinarle la existencia. Para colmo también se le quedó la flauta y esa tarde
tenía ensayo con la orquesta de la escuela; él era el solista y no podía faltar.
La flauta fue la razón por la cual Alex debió salir durante el recreo del
mediodía para ir a su casa. La tormenta había pasado, pero el mar todavía
estaba agitado y no pudo acortar camino por la playa, porque las olas
reventaban por encima de la cornisa, inundando la calle. Tomó la ruta larga
corriendo, porque sólo disponía de cuarenta minutos.
En las últimas semanas, desde que su madre se enfermó, venía una
mujer a limpiar, pero ese día había avisado que no llegaría a causa de la
tormenta. De todos modos, no servía de mucho, porque la casa estaba sucia.
Aun desde afuera se notaba el deterioro, como si la propiedad estuviera triste.
El aire de abandono empezaba en el jardín y se extendía por las habitaciones
hasta el último rincón.
Alex presentía que su familia se estaba desintegrando. Su hermana
Andrea, quien siempre fue algo diferente a las otras niñas, ahora andaba
disfrazada y se perdía durante horas en su mundo de fantasía, donde había
brujas acechando en los espejos y extraterrestres nadando en la sopa. Ya no
tenía edad para eso, a los doce años debiera estar interesada en los chicos o
en perforarse las orejas, suponía él. Por su parte Nicole, la menor de la
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familia, estaba juntando un zoológico, como si quisiera compensar la atención
que su madre no podía darle. Alimentaba varios mapaches y zorrillos que
rondaban la casa; había adoptado seis gatitos huérfanos y los mantenía
escondidos en el garaje; le salvó la vida a un pajarraco con un ala rota y
guardaba una culebra de un metro de largo dentro de una caja. Si su madre
encontraba la culebra se moría allí mismo del susto, aunque no era probable
que eso sucediera, porque, cuando no estaba en el hospital, Lisa Coid pasaba
el día en la cama.
Salvo los panqueques de su padre y unos emparedados de atún con
mayonesa, especialidad de Andrea, nadie cocinaba en la familia desde hacía
meses. En la nevera sólo había jugo de naranja, leche y helados; en la tarde
pedían por teléfono pizza o comida china. Al principio fue casi una fiesta,
porque cada cual comía a cualquier hora lo que le daba la gana, más que nada
azúcar, pero ya todos echaban de menos la dieta sana de los tiempos
normales. Alex pudo medir en esos meses cuán enorme había sido la
presencia de su madre y cuánto pesaba ahora su ausencia. Echaba de menos
su risa fácil y su cariño, tanto como su severidad. Ella era más estricta que su
padre y más astuta: resultaba imposible engañarla porque tenía un tercer ojo
para ver lo invisible. Ya no se oía su voz canturreando en italiano, no había
música, ni flores, ni ese olor característico de galletas recién horneadas y
pintura. Antes su madre se las arreglaba para trabajar varias horas en su
taller, mantener la casa impecable y esperar a sus hijos con galletas; ahora
apenas se levantaba por un rato y daba vueltas por las habitaciones con un
aire desconcertado, como si no reconociera su entorno, demacrada, con los
ojos hundidos y rodeados de sombras. Sus telas, que antes parecían
verdaderas explosiones de color, ahora permanecían olvidadas en los atriles y
el óleo se secaba en los tubos. Lisa Coid parecía haberse achicado, era apenas
un fantasma silencioso.
Alex ya no tenía a quien pedirle que le rascara la espalda o le levantara
el ánimo cuando amanecía sintiéndose como un bicho. Su padre no era
hombre de mimos. Salían juntos a escalar montañas, pero hablaban poco;
además, John Coid había cambiado, como todos en la familia. Ya no era la
persona serena de antes, se irritaba con frecuencia, no sólo con los hijos, sino
también con su mujer. A veces le reprochaba a gritos a Lisa que no comía
suficiente o no se tomaba sus medicamentos, pero enseguida se arrepentía de
su arrebato y le pedía perdón, angustiado. Esas escenas dejaban a Alex
temblando: no soportaba ver a su madre sin fuerzas y a su padre con los ojos
llenos de lágrimas.
Al llegar ese mediodía a su casa le extrañó ver la camioneta de su padre,
quien a esa hora siempre estaba trabajando en la clínica. Entro por la puerta
de la cocina, siempre sin llave, con la intención de comer algo, recoger su
flauta y salir disparado de vuelta a la escuela. Echó una mirada a su alrededor
y sólo vio los restos fosilizados de la pizza de la noche anterior. Resignado a
pasar hambre, se dirigió a la nevera en busca de un vaso de leche. En ese
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instante escuchó el llanto. Al principio pensó que eran los gatitos de Nicole en
el garaje, pero enseguida se dio cuenta que el ruido provenía de la habitación
de sus padres. Sin ánimo de espiar, en forma casi automática, se aproximó y
empujó suavemente la puerta entreabierta Lo que vio lo dejó paralizado.
Al centro de la pieza estaba su madre en camisa de dormir y descalza,
sentada en un taburete, con la cara entre las manos, llorando. Su padre, de
pie detrás de ella, empuñaba una antigua navaja de afeitar, que había
pertenecido al abuelo. Largos mechones de cabello negro cubrían el suelo y
los hombros frágiles de su madre, mientras su cráneo pelado brillaba como
mármol en la luz pálida que se filtraba por la ventana.
Por unos segundos el muchacho permaneció helado de estupor, sin
comprender la escena, sin saber qué significaba el cabello por el suelo, la
cabeza afeitada o esa navaja en la mano de su padre brillando a milímetros del
cuello inclinado de su madre. Cuando logró volver a sus sentidos, un grito
terrible le subió desde los pies y una oleada de locura lo sacudió por completo.
Se abalanzó contra John Coid, lanzándolo al suelo de un empujón. La navaja
hizo un arco en el aire, pasó rozando su frente y se clavó de punta en el suelo.
Su madre comenzó a llamarlo, tironeándolo de la ropa para separarlo,
mientras él repartía golpes a ciegas, sin ver dónde caían.
—Está bien, hijo, cálmate, no pasa nada —suplicaba Lisa Coid
sujetándolo con sus escasas fuerzas, mientras su padre se protegía la cabeza
con los brazos. Por fin la voz de su madre penetró en su mente y se desinfló su
ira en un instante, dando paso al desconcierto y el horror por lo que había
hecho. Se puso de pie y retrocedió tambaleándose; luego echó a correr y se
encerró en su pieza. Arrastró su escritorio y trancó la puerta, tapándose los
oídos para no escuchar a sus padres llamándolo. Por largo rato permaneció
apoyado contra la pared, con los ojos cerrados, tratando de controlar el
huracán de sentimientos que lo sacudía hasta los huesos. Enseguida procedió
a destrozar sistemáticamente todo lo que había en la habitación. Sacó los
afiches de los muros y los desgarró uno por uno; cogió su bate de béisbol y
arremetió contra los cuadros y videos; molió su colección de autos antiguos y
aviones de la Primera Guerra Mundial; arrancó las páginas de sus libros;
destripó con su navaja del ejército suizo el colchón y las almohadas; cortó a
tijeretazos su ropa y las cobijas y por último pateó la lámpara hasta hacerla
añicos. Llevó a cabo la destrucción sin prisa, con método, en silencio, como
quien realiza una tarea fundamental, y sólo se detuvo cuando se le acabaron
las fuerzas y no había nada más por romper. El suelo quedó cubierto de
plumas y relleno de colchón, de vidrios, papeles, trapos y pedazos de juguetes.
Aniquilado por las emociones y el esfuerzo, se echó en medio de aquel
naufragio encogido como un caracol, con la cabeza en las rodillas, y lloró
hasta quedarse dormido. Alexander Coid despertó horas más tarde con las
voces de sus hermanas y tardó unos minutos en acordarse de lo sucedido.
Quiso encender la luz, pero la lámpara estaba destrozada. Se aproximó a
tientas a la puerta, tropezó y lanzó una maldición al sentir que su mano caía
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sobre un trozo de vidrio. No recordaba haber movido el escritorio y tuvo que
empujarlo con todo el cuerpo para abrir la puerta. La luz del pasillo alumbró
el campo de batalla en que estaba convertida su habitación y las caras
asombradas de sus hermanas en el umbral.
—¿Estás redecorando tu pieza, Alex? —se burló Andrea, mientras Nicole
se tapaba la cara para ahogar la risa.
Alex les cerró la puerta en las narices y se sentó en el suelo a pensar,
apretándose el corte de la mano con los dedos. La idea de morir desangrado le
pareció tentadora, al menos se libraría de enfrentar a sus padres después de
lo que había hecho, pero enseguida cambió de parecer. Debía lavarse la
herida antes que se le infectara, decidió. Además ya empezaba a dolerle, debía
ser un corte profundo, podía darle tétano... Salió con paso vacilante, a tientas
porque apenas veía; sus lentes se perdieron en el desastre y tenía los ojos
hinchados de llorar. Se asomó en la cocina, donde estaba el resto de la familia,
incluso su madre, con un pañuelo de algodón atado en la cabeza, que le daba
el aspecto de una refugiada.
—Lo lamento... —balbuceó Alex con la vista clavada en el suelo.
Lisa ahogó una exclamación al ver la camiseta manchada con sangre de
su hijo, pero cuando su marido le hizo una seña cogió a las dos niñas por los
brazos y se las llevó sin decir palabra. John Coid se aproximó a Alex para
atender la mano herida.
—No sé lo que me pasó, papá... —murmuró el chico, sin atreverse a
levantar la vista.
—Yo también tengo miedo, hijo.
—¿Se va a morir la mamá? —preguntó Alex con un hilo de voz.
—No lo sé, Alexander. Pon la mano bajo el chorro de agua fría —le
ordenó su padre.
John Coid lavó la sangre, examinó el corte y decidió inyectar un
anestésico para quitar los vidrios y ponerle unos puntos. Alex, a quien la vista
de sangre solía dar fatiga, esta vez soportó la curación sin un solo gesto,
agradecido de tener un médico en la familia. Su padre le aplicó una crema
desinfectante y le vendó la mano.
—De todos modos se le iba a caer el pelo a la mamá, ¿verdad? —
preguntó el muchacho.
—Si, por la quimioterapia. Es preferible cortarlo de una vez que verlo
caerse a puñados. Es lo de menos, hijo, volverá a crecerle. Siéntate, debemos
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hablar.
—Perdóname, papá... Voy a trabajar para reponer todo lo que rompí.
—Está bien, supongo que necesitabas desahogarte. No hablemos más de
eso, hay otras cosas más importantes que debo decirte. Tendré que llevar a
Lisa a un hospital en Texas, donde le harán un tratamiento largo y
complicado. Es el único sitio donde pueden hacerlo.
—¿Y con eso sanará? —preguntó ansioso el muchacho.
—Así lo espero, Alexander. Iré con ella, por supuesto. Habrá que cerrar
esta casa por un tiempo.
—¿Qué pasará con mis hermanas y conmigo?
—Andrea y Nicole irán a vivir con la abuela Carla. Tú irás donde mi
madre —le explicó su padre.
—¿Kate? ¡No quiero ir donde ella, papá! ¿Por qué no puedo ir con mis
hermanas? Al menos la abuela Carla sabe cocinar...
—Tres niños son mucho trabajo para mi suegra.
—Tengo quince años, papá, edad de sobra para que al menos me
preguntes mi opinión. No es justo que me mandes donde Kate como si yo
fuera un paquete. Siempre es lo mismo, tú tomas las decisiones y yo tengo que
aceptarlas. ¡Ya no soy un niño! —alegó Alex, furioso.
—A veces actúas como uno —replicó John Coid señalando el corte de la
mano.
—Fue un accidente, a cualquiera le puede pasar. Me portaré bien donde
Carla, te lo prometo.
—Sé que tus intenciones son buenas, hijo, pero a veces pierdes la
cabeza.
—¡Te dije que iba a pagar lo que rompí! —gritó Alexander, dando un
puñetazo sobre la mesa.
—¿Ves como pierdes el control? En todo caso, Alexander, esto nada
tiene que ver con el destrozo de tu pieza. Estaba arreglado desde antes con mi
suegra y mi madre. Ustedes tres tendrán que ir donde las abuelas, no hay otra
solución. Tú viajarás a Nueva York dentro de un par de días —dijo su padre.
—¿Solo?
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—Solo. Me temo que de ahora en adelante deberás hacer muchas cosas
solo. Llevarás tu pasaporte, porque creo que vas a iniciar una aventura con mi
madre.
—¿Dónde?
—Al Amazonas...
—¡El Amazonas! —exclamó Alex, espantado—. Vi un documental sobre el
Amazonas, ese lugar está lleno de mosquitos, caimanes y bandidos. ¡Hay toda
clase de enfermedades, hasta lepra!
—Supongo que mi madre sabe lo que hace, no te llevaría a un sitio
donde peligre tu vida, Alexander.
—Kate es capaz de empujarme a un río infectado de pirañas, papá. Con
una abuela como la mía no necesito enemigos —farfulló el muchacho.
—Lo siento, pero deberás ir de todos modos, hijo.
—¿Y la escuela? Estamos en época de exámenes. Además no puedo
abandonar la orquesta de un día para otro...
—Hay que ser flexible, Alexander. Nuestra familia está pasando por una
crisis. ¿Sabes cuáles son los caracteres chinos para escribir crisis? Peligro +
oportunidad. Tal vez el peligro de la enfermedad de Lisa te ofrece una
oportunidad extraordinaria. Ve a empacar tus cosas.
—¿Qué voy a empacar? No es mucho lo que tengo —masculló Alex,
todavía enojado con su padre.
—Entonces tendrás que llevar poco. Ahora anda a darle un beso a tu
madre, que está muy sacudida por lo que está pasando. Para Lisa es mucho
más duro que para cualquiera de nosotros, Alexander. Debemos ser fuertes,
como lo es ella —dijo John Coid tristemente.
Hasta hacía un par de meses, Alex había sido feliz. Nunca tuvo gran
curiosidad por explorar más allá de los límites seguros de su existencia; creía
que si no hacía tonterías todo le saldría bien. Tenía planes simples para el
futuro, pensaba ser un músico famoso, como su abuelo Joseph Coid, casarse
con Cecilia Burns, en caso que ella lo aceptara, tener dos hijos y vivir cerca de
las montañas. Estaba satisfecho de su vida, como estudiante y deportista era
bueno, aunque no excelente, era amistoso y no se metía en problemas graves.
Se consideraba una persona bastante normal, al menos en comparación con
los monstruos de la naturaleza que había en este mundo, como esos chicos
que entraron con metralletas a un colegio en Colorado y masacraron a sus
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compañeros. No había que ir tan lejos, en su propia escuela había algunos
tipos repelentes. No, él no era de ésos. La verdad es que lo Único que deseaba
era volver a la vida de unos meses antes, cuando su madre estaba sana. No
quería ir al Amazonas con Kate Coid. Esa abuela le daba un poco de miedo.
Dos días más tarde Alex se despidió del lugar donde habían transcurrido
los quince años de su existencia. Se llevó consigo la imagen de su madre en la
puerta de la casa, con un gorro cubriendo su cabeza afeitada, sonriendo y
diciéndole adiós con la mano, mientras le corrían lágrimas por las mejillas. Se
veía diminuta, vulnerable y hermosa, a pesar de todo. El muchacho subió al
avión pensando en ella y en la aterradora posibilidad de perderla. ¡No! No
puedo ponerme en ese caso, debo tener pensamientos positivos, mi mamá
sanará, murmuró una y otra vez durante el largo viaje.
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LA EXCÉNTRICA ABUELA
Alexander Coid se encontraba en el aeropuerto de Nueva York en medio
de una muchedumbre apurada que pasaba por su lado arrastrando maletas y
bultos, empujando, atropellando. Parecían autómatas, la mitad de ellos con un
teléfono celular pegado en la oreja y hablando al aire, como dementes. Estaba
solo, con su mochila en la espalda y un billete arrugado en la mano. Llevaba
otros tres doblados y metidos en sus botas. Su padre le había aconsejado
cautela, porque en esa enorme ciudad las cosas no eran como en el pueblito
de la costa californiana donde ellos vivían, donde nunca pasaba nada. Los tres
chicos Coid se habían criado jugando en la calle con otros niños, conocían a
todo el mundo y entraban a las casas de sus vecinos como a la propia.
El muchacho había viajado seis horas, cruzando el continente de un
extremo a otro, sentado junto a un gordo sudoroso, cuya grasa desbordaba el
asiento, reduciendo su espacio a la mitad. A cada rato el hombre se agachaba
con dificultad, echaba mano a una bolsa de provisiones y procedía a masticar
alguna golosina, sin permitirle dormir o ver la película en paz. Alex iba muy
cansado, contando las horas que faltaban para terminar aquel suplicio, hasta
que por fin aterrizaron y pudo estirar las piernas. Descendió del avión
aliviado, buscando a su abuela con la vista, pero no la vio en la puerta, como
esperaba.
Una hora más tarde Kate Coid todavía no llegaba y Alex comenzaba a
angustiarse en serio. La había hecho llamar por el altoparlante dos veces, sin
obtener respuesta, y ahora tendría que cambiar su billete por monedas para
usar el teléfono. Se felicitó por su buena memoria: podía recordar el número
sin vacilar, tal como recordaba su dirección sin haber estado nunca allí, sólo
por las tarjetas que le escribía de vez en cuando. El teléfono de su abuela
repicó en vano, mientras él hacia fuerza mental para que alguien lo levantara.
¿Qué hago ahora?, musitó, desconcertado. Se le ocurrió llamar a larga
distancia a su padre para pedirle instrucciones, pero eso podía costarle todas
sus monedas. Por otra parte, no quiso portarse como un mocoso. ¿Qué podía
hacer su padre desde tan lejos? No, decidió, no podía perder la cabeza sólo
porque su abuela se atrasara un poco; tal vez estaba atrapada en el tráfico, o
andaba dando vueltas en el aeropuerto buscándolo y se habían cruzado sin
verse.
Pasó otra media hora y para entonces sentía tanta rabia contra Kate
Coid, que si la hubiera tenido por delante seguro la habría insultado. Recordó
las bromas pesadas que ella le había hecho durante años, como la caja de
chocolates rellenos con salsa picante que le mandó para un cumpleaños.
Ninguna abuela normal se daría el trabajo de quitar el contenido de cada
bombón con una jeringa, reemplazarlo con tabasco, envolver los chocolates en
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papel plateado y colocarlos de vuelta en la caja, sólo para burlarse de sus
nietos.
También recordó los cuentos terroríficos con que los atemorizaba
cuando iba a visitarlos y cómo insistía en hacerlo con la luz apagada. Ahora
esas historias ya no eran tan efectivas, pero en la infancia casi lo habían
matado de miedo. Sus hermanas todavía sufrían pesadillas con los vampiros y
zombies escapados de sus tumbas que aquella abuela malvada invocaba en la
oscuridad. Sin embargo, no podía negar que eran adictos a esas truculentas
historias. Tampoco se cansaban de escucharla contar los peligros, reales o
imaginarios, que ella había enfrentado en sus viajes por el mundo. El favorito
era de una pitón de ocho metros de largo en Malasia, que se tragó su cámara
fotográfica. «Lástima que no te tragó a ti, abuela», comentó Alex la primera
vez que oyó la anécdota, pero ella no se ofendió. Esa misma mujer le enseñó a
nadar en menos de cinco minutos, empujándolo a una piscina cuando tenía
cuatro años. Salió nadando por el otro lado de pura desesperación, pero
podría haberse ahogado. Con razón Lisa Coid se ponía muy nerviosa cuando
su suegra llegaba de visita: debía doblar la vigilancia para preservar la salud
de sus niños.
A la hora y media de espera en el aeropuerto, Alex no sabia ya qué
hacer. Imaginó cuánto gozaría Kate Coid al verlo tan angustiado y decidió no
darle esa satisfacción; debía actuar como un hombre. Se colocó el chaquetón,
se acomodó la mochila en los hombros y salió a la calle. El contraste entre la
calefacción, el bullicio y la luz blanca dentro del edificio con el frío, el silencio
y la oscuridad de la noche afuera, casi lo voltea. No tenía idea que el invierno
en Nueva York fuera tan desagradable. Había olor a gasolina, nieve sucia
sobre la acera y una ventisca helada que golpeaba la cara como agujas. Se dio
cuenta que con la emoción de despedirse de su familia, había olvidado los
guantes y el gorro, que nunca tenía ocasión de usar en California y guardaba
en un baúl en el garaje, con el resto de su equipo de esquí. Sintió latir la
herida en su mano izquierda, que hasta entonces no le había molestado, y
calculó que debería cambiar el vendaje apenas llegara donde su abuela. No
sospechaba a qué distancia estaba su apartamento ni cuánto costaría la
carrera en taxi. Necesitaba un mapa, pero no supo dónde conseguirlo. Con las
orejas heladas y las manos metidas en los bolsillos caminó hacia la parada de
los buses.
—Hola, ¿andas solo? —se le acercó una muchacha.
La chica llevaba una bolsa de lona al hombro, un sombrero metido hasta
las cejas, las uñas pintadas de azul y una argolla de plata atravesada en la
nariz. Alex se quedó mirándola maravillado, era casi tan bonita como su amor
secreto, Cecilia Burns, a pesar de sus pantalones rotosos, sus botas de soldado
y su aspecto más bien sucio y famélico. Como único abrigo usaba un
chaquetón corto de piel artificial color naranja, que apenas le cubría la
cintura. No llevaba guantes. Alex farfulló una respuesta vaga. Su padre le
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había advertido que no hablara con extraños, pero esa chica no podía
representar peligro alguno, era apenas un par de años mayor, casi tan
delgada y baja como su madre. En realidad, a su lado Alex se sintió fuerte.
—¿Dónde vas? —insistió la desconocida encendiendo un cigarrillo.
—A casa de mi abuela, vive en la calle Catorce con la Segunda Avenida.
¿Sabes cómo puedo llegar allá? —inquirió Alex.
—Claro, yo voy para el mismo lado. Podemos tomar el bus. Soy Morgana
—se presentó la joven.
—Nunca había oído ese nombre —comentó Alex.
—Yo misma lo escogí. La tonta de mi madre me puso un nombre tan
vulgar como ella. Y tú, ¿cómo te llamas? —preguntó echando humo por las
narices.
—Alexander Coid. Me dicen Alex —replicó, algo escandalizado al oírla
hablar de su familia en tales términos.
Aguardaron en la calle, pataleando en la nieve para calentarse los pies,
durante unos diez minutos, que Morgana aprovechó para ofrecer un apretado
resumen de su vida: hacía años que no iba a la escuela —eso era para
estúpidos— y se había escapado de su casa porque no aguantaba a su
padrastro, que era un cerdo repugnante. —Voy a pertenecer a una banda de
rock, ése es mi sueño —agregó—. Lo único que necesito es una guitarra
eléctrica. ¿Qué es esa caja que llevas atada a la mochila?
—Una flauta.
—¿Eléctrica?
—No, de pilas —se burló Alex. Justo cuando sus orejas se estaban
transformando en cubitos de hielo, apareció el bus y ambos subieron. El chico
pagó su pasaje y recibió el vuelto, mientras Morgana buscaba en un bolsillo de
su chaqueta naranja, luego en otro.
—¡Mi cartera! Creo que me la robaron... —tartamudeó.
—Lo siento, niña. Tendrás que bajarte —le ordenó el chofer.
—¡No es mi culpa si me robaron! —exclamó ella casi a gritos, ante el
desconcierto de Alex, quien sentía horror de llamar la atención.
—Tampoco es culpa mía. Acude a la policía —replicó secamente el
chofer.
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La joven abrió su bolsa de lona y yació todo el contenido en el pasillo del
vehículo: ropa, cosméticos, papas fritas, varias cajas y paquetes de diferentes
tamaños y unos zapatos de taco alto que parecían pertenecer a otra persona,
porque era difícil imaginarla en ellos. Revisó cada prenda de ropa con
pasmosa lentitud, dando vueltas a la ropa, abriendo cada caja y cada
envoltorio, sacudiendo la ropa interior a la vista de todo el mundo. Alex desvió
la mirada, cada vez más turbado. No quería que la gente pensara que esa
chica y él andaban juntos.
—No puedo esperar toda la noche, niña. Tienes que bajarte —repitió el
chofer, esta vez con un tono amenazante. Morgana lo ignoro. Para entonces se
había quitado el chaquetón naranja y estaba revisando el forro, mientras los
otros pasajeros del bus empezaban a reclamar por el atraso en partir.
—¡Préstame algo! —exigió finalmente, dirigiéndose a Alex.
El muchacho sintió derretirse el hielo de sus orejas y supuso que se le
estaban poniendo coloradas, como le ocurría en los momentos culminantes.
Eran su cruz: esas orejas lo traicionaban siempre, sobre todo cuando estaba
frente a Cecilia Burns, la chica de la cual estaba enamorado desde el jardín de
infancia sin la menor esperanza de ser correspondido. Alex había concluido
que no existía razón alguna para que Cecilia se fijara en él, pudiendo elegir
entre los mejores atletas del colegio. En nada se distinguía él, sus únicos
talentos eran escalar montañas y tocar la flauta, pero ninguna chica con dos
dedos de frente se interesaba en cerros o flautas. Estaba condenado a amarla
en silencio por el resto de su vida, a menos que ocurriera un milagro.
—Préstame para el pasaje —repitió Morgana.
En circunstancias normales a Alex no le importaba perder su plata, pero
en ese momento no estaba en condición de portarse generoso. Por otra parte,
decidió, ningún hombre podía abandonar a una mujer en esa situación. Le
alcanzaba justo para ayudarla sin recurrir a los billetes doblados en sus botas.
Pagó el segundo pasaje. Morgana le lanzó un beso burlón con la punta de los
dedos, le sacó la lengua al chofer, que la miraba indignado, recogió sus cosas
rápidamente y siguió a Alex a la última fila del vehículo, donde se sentaron
juntos.
—Me salvaste el pellejo. Apenas pueda, te pago —le aseguró.
Alex no respondió. Tenía un principio: si le prestas dinero a una persona
y no vuelves a verla, es dinero bien gastado. Morgana le producía una mezcla
de fascinación y rechazo, era totalmente diferente a cualquiera de las chicas
de su pueblo, incluso las más atrevidas. Para evitar mirarla con la boca
abierta, como un bobo, hizo la mayor parte del largo viaje en silencio, con la
vista fija en el vidrio oscuro de la ventana, donde se reflejaban Morgana y
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también su propio rostro delgado, con lentes redondos y el cabello oscuro,
como el de su madre. ¿Cuándo podría afeitarse? No se había desarrollado
como varios de sus amigos; todavía era un chiquillo imberbe, uno de los más
bajos de su clase. Hasta Cecilia Burns era más alta que él. Su única ventaja
era que, a diferencia de otros adolescentes de su colegio, tenía la piel sana,
porque apenas le aparecía un grano su padre se lo inyectaba con cortisona. Su
madre le aseguraba que no debía preocuparse, unos estiran antes y otros
después, en la familia Coid todos los hombres eran altos; pero él sabía que la
herencia genética es caprichosa y bien podía salir a la familia de su madre.
Lisa Coid era baja incluso para una mujer; vista por detrás parecía una
chiquilla de catorce años, sobre todo desde que la enfermedad la había
reducido a un esqueleto. Al pensar en ella sintió que se le cerraba el pecho y
se le cortaba el aire, como si un puño gigantesco lo tuviera cogido por el
cuello.
Morgana se había quitado la chaqueta de piel naranja. Debajo llevaba
una blusa corta de encaje negro que le dejaba la barriga al aire y un collar de
cuero con puntas metálicas, como de perro bravo.
—Me muero por un pito —dijo.
Alex le señaló el aviso que prohibía fumar en el bus. Ella echó una
mirada a su entorno. Nadie les prestaba atención; había varios asientos vacíos
a su alrededor y los otros pasajeros leían o dormitaban. Al comprobar que
nadie se fijaba en ellos, se metió la mano en la blusa y extrajo del pecho una
bolsita mugrienta. Le dio un breve codazo sacudiendo la bolsa delante de sus
narices.
—Hierba —murmuró.
Alexander Coid negó con la cabeza. No se consideraba un puritano, ni
mucho menos, había probado marihuana y alcohol algunas veces, como casi
todos sus compañeros en la secundaria, pero no lograba comprender su
atractivo, excepto el hecho de que estaban prohibidos. No le gustaba perder el
control. Escalando montañas le había tomado el gusto a la exaltación de tener
el control del cuerpo y de la mente. Volvía de esas excursiones con su padre
agotado, adolorido y hambriento, pero absolutamente feliz, lleno de energía,
orgulloso de haber vencido una vez más sus temores y los obstáculos de la
montaña. Se sentía electrizado, poderoso, casi invencible. En esas ocasiones
su padre le daba una palmada amistosa en la espalda, a modo de premio por
la proeza, pero nada decía para no alimentar su vanidad. John Coid no era
amigo de lisonjas, costaba mucho ganarse una palabra de elogio de su parte,
pero su hijo no esperaba oírla, le bastaba esa palmada viril.
Imitando a su padre, Alex había aprendido a cumplir con sus
obligaciones lo mejor posible, sin presumir de nada, pero secretamente se
jactaba de tres virtudes que consideraba suyas: valor para escalar montañas,
- 15 -
ISABEL ALLENDE
talento para tocar la flauta y claridad para pensar. Era más difícil reconocer
sus defectos, aunque se daba cuenta de que había por lo menos dos que debía
tratar de mejorar, tal como le había hecho notar su madre en más de una
ocasión: su escepticismo, que lo hacía dudar de casi todo, y su mal carácter,
que lo hacía explotar en el momento menos pensado. Esto era algo nuevo,
porque tan sólo unos meses antes era confiado y andaba siempre de buen
humor. Su madre aseguraba que eran cosas de la edad y que se le pasarían,
pero él no estaba tan seguro como ella. En todo caso, no le atraía el
ofrecimiento de Morgana. En las oportunidades en que había probado drogas
no había sentido que volaba al paraíso, como decían algunos de sus amigos,
sino que se le llenaba la cabeza de humo y se le ponían las piernas como lana.
Para él no había ningún estímulo mayor que balancearse de una cuerda en el
aire a cien metros de altura, sabiendo exactamente cuál era el paso siguiente
que debía dar. No, las drogas no eran para él. Tampoco el cigarrillo, porque
necesitaba pulmones sanos para escalar y tocar la flauta. No pudo evitar una
breve sonrisa al acordarse del método empleado por su abuela Kate para
cortarle de raíz la tentación del tabaco. Entonces él tenía once años y, a pesar
de que su padre le había dado el sermón sobre el cáncer al pulmón y otras
consecuencias de la nicotina, solía fumar a escondidas con sus amigos detrás
del gimnasio. Kate Coid llegó a pasar con ellos la Navidad y con su nariz de
sabueso no tardó en descubrir el olor, a pesar de la goma de mascar y el agua
de colonia con que él procuraba disimularlo.
—¿Fumando tan joven, Alexander? —le preguntó de muy buen humor. Él
intentó negarlo, pero ella no le dio tiempo—. Acompáñame, vamos a dar un
paseo —dijo.
El chico subió al coche, se colocó el cinturón de seguridad bien apretado
y murmuró entre dientes un conjuro de buena suerte, porque su abuela era
una terrorista del volante. Con la disculpa de que en Nueva York nadie tenía
auto, manejaba como si la persiguieran. Lo condujo a trompicones y frenazos
hasta el supermercado, donde adquirió cuatro grandes cigarros de tabaco
negro; luego se lo llevó a una calle tranquila, estacionó lejos de miradas
indiscretas y procedió a encender un puro para cada uno. Fumaron y fumaron
con las puertas y ventanas cerradas hasta que el humo les impedía ver a
través de las ventanillas. Alex sentía que la cabeza le daba vueltas y el
estómago le subía y le bajaba. Pronto ya no pudo más, abrió la portezuela y se
dejó caer como una bolsa en la calle, enfermo hasta el alma. Su abuela esperó
sonriendo a que acabara de vaciar el estómago, sin ofrecerse para sostenerle
la frente y consolarlo, como hubiera hecho su madre, y luego encendió otro
cigarro y se lo pasó.
—Vamos, Alexander, pruébame que eres un hombre y fúmate otro —lo
desafió, de lo más divertida.
Durante los dos días siguientes el muchacho debió quedarse en la cama,
verde como una lagartija y convencido de que las náuseas y el dolor de cabeza
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
iban a matarlo. Su padre creyó que era un virus y su madre sospechó al punto
de su suegra, pero no se atrevió a acusarla directamente de envenenar al
nieto. Desde entonces el hábito de fumar, que tanto éxito tenía entre algunos
de sus amigos, a Alex le revolvía las tripas.
—Esta hierba es de la mejor —insistió Morgana señalando el contenido
de su bolsita—. También tengo esto, si prefieres —agregó mostrándole dos
pastillas blancas en la palma de la mano.
Alex volvió a fijar la vista en la ventanilla del bus, sin responder. Sabía
por experiencia que era mejor callarse o cambiar el tema. Cualquier cosa que
dijera iba a sonar estúpida y la chica iba a pensar que era un mocoso o que
tenía ideas religiosas fundamentalistas. Morgana se encogió de hombros y
guardó sus tesoros en espera de una ocasión más apropiada. Estaban llegando
a la estación de buses, en pleno centro de la ciudad, y debían bajarse. A esa
hora todavía no había disminuido el tráfico ni la gente en las calles y aunque
las oficinas y comercios estaban cerrados, había bares, teatros, cafeterías y
restaurantes abiertos. Alex se cruzaba con la gente sin distinguir sus rostros,
sólo sus figuras encorvadas envueltas en abrigos oscuros, caminando deprisa.
Vio unos bultos tirados por el suelo junto a unas rejillas en las aceras, por
donde surgían columnas de vapor. Comprendió que eran vagabundos
durmiendo acurrucados junto a los huecos de calefacción de los edificios,
única fuente de calor en la noche invernal.
Las duras luces de neón y los focos de los vehículos daban a las calles
mojadas y sucias un aspecto irreal. Por las esquinas había cerros de bolsas
negras, algunas rotas y con la basura desparramada. Una mendiga envuelta
en un harapiento abrigo escarbaba en las bolsas con un palo, mientras
recitaba una letanía eterna en un idioma inventado. Alex debió saltar a un
lado para esquivar a una rata con la cola mordida y sangrante, que estaba en
el medio de la acera y no se movió cuando pasaron. Los bocinazos del tráfico,
las sirenas de la policía y de vez en cuando el ulular de una ambulancia
cortaban el aire. Un hombre joven, muy alto y desgarbado, pasó gritando que
el mundo se iba a acabar y le puso en la mano una hoja de papel arrugada, en
la cual aparecía una rubia de labios gruesos y medio desnuda ofreciendo
masajes. Alguien en patines con audífonos en las orejas lo atropelló,
lanzándolo contra la pared. «¡Mira por dónde vas, imbécil!», gritó el agresor.
Alexander sintió que la herida de la mano comenzaba a latir de nuevo.
Pensó que se encontraba sumido en una pesadilla de ciencia ficción, en una
pavorosa megápolis de cemento, acero, vidrio, polución y soledad. Lo invadió
una oleada de nostalgia por el lugar junto al mar donde había pasado su vida.
Ese pueblo tranquilo y aburrido, de donde tan a menudo había querido
escapar, ahora le parecía maravilloso Morgana interrumpió sus lúgubres
pensamientos
—Estoy muerta de hambre. ¿Podríamos comer algo? —sugirió.
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ISABEL ALLENDE
—Ya es tarde, debo llegar donde mi abuela —se disculpó él,
—Tranquilo, hombre, te voy a llevar donde tu abuela. Estamos cerca,
pero nos vendría bien echarnos algo a la panza —insistió ella.
Sin darle ocasión de negarse, lo arrastró de un brazo al interior de un
ruidoso local que olía a cerveza, café rancio y fritanga. Detrás de un largo
mesón de formica había un par de empleados asiáticos sirviendo unos platos
grasientos Morgana se instaló en un taburete frente al mesón y procedió a
estudiar el menú, escrito con tiza en una pizarra en la pared. Alex comprendió
que le tocaría pagar la comida y se dirigió al baño para rescatar los billetes
que llevaba escondidos en las botas.
Las paredes del servicio estaban cubiertas de palabrotas y dibujos
obscenos, por el suelo había papeles arrugados y charcos de agua, que
goteaba de las cañerías oxidadas. Entró en un cubículo, cerró la puerta con
pestillo, dejó la mochila en el suelo y, a pesar del asco, tuvo que sentarse en el
excusado para quitarse las botas, tarea nada fácil en ese espacio reducido y
con una mano vendada. Pensó en los gérmenes y en las innumerables
enfermedades que se pueden contraer en un baño público, como decía su
padre. Debía cuidar su reducido capital.
Contó su dinero con un suspiro; él no comería y esperaba que Morgana
se conformara con un plato barato, no parecía ser de las que comen mucho.
Mientras no estuviera a salvo en el apartamento de Kate Coid, esos tres
billetes doblados y vueltos a doblar eran todo lo que poseía en este mundo;
ellos representaban la diferencia entre la salvación y morirse de hambre y frío
tirado en la calle, como los mendigos que había visto momentos antes. Si no
daba con la dirección de su abuela, siempre podía volver al aeropuerto a pasar
la noche en algún rincón y volar de vuelta a su casa al día siguiente, para eso
contaba con el pasaje de regreso. Se colocó nuevamente las botas, guardó el
dinero en un compartimiento de su mochila y salió del cubículo. No había
nadie más en el baño. Al pasar frente al lavatorio puso su mochila en el suelo,
se acomodó el vendaje de la mano izquierda, se lavó meticulosamente la mano
derecha con jabón, se echó bastante agua en la cara para despejar el
cansancio y luego se secó con papel. Al inclinarse para recoger la mochila se
dio cuenta, horrorizado, que había desaparecido. Salió disparado del baño,
con el corazón al galope. El robo había ocurrido en menos de un minuto, el
ladrón no podía estar lejos, si se apuraba podría alcanzarlo antes que se
perdiera entre la multitud de la calle. En el local todo seguía igual, los mismos
empleados sudorosos detrás del mostrador, los mismos parroquianos
indiferentes, la misma comida grasienta el mismo ruido de platos y de música
rock a todo volumen. Nadie notó su agitación, nadie se volvió a mirarlo
cuando gritó que le habían robado. La única diferencia era que Morgana ya no
estaba sentada ante al mesón, donde la había dejado. No había rastro de ella.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Alex adivinó en un instante quién lo había seguido discretamente quién
había aguardado al otro lado de la puerta del baño calculando su oportunidad,
quién se había llevado su mochila en un abrir y cerrar de ojos. Se dio una
palmada en la frente. ¡Cómo podía haber sido tan inocente! Morgana lo había
engañado como a una criatura despojándolo de todo salvo la ropa que llevaba
puesta. Había perdido su dinero, el pasaje de regreso en avión y hasta su
preciosa flauta. Lo único que le quedaba era su pasaporte, que por casualidad
llevaba en el bolsillo de la chaqueta Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo por
combatir las ganas de echarse a llorar como un chiquillo.
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ISABEL ALLENDE
3
EL ABOMINABLE HOMBRE
DE LA SELVA
“Quien boca tiene, a Roma llega”, era uno de los axiomas de Kate Coid.
Su trabajo la obligaba a viajar por lugares remotos, donde seguramente había
puesto en práctica ese dicho muchas veces. Alex era más bien tímido, le
costaba abordar a un desconocido para averiguar algo, pero no había otra
solución. Apenas logró tranquilizarse y recuperar el habla, se acercó a un
hombre que masticaba una hamburguesa y le preguntó cómo podía llegar a la
calle Catorce con la Segunda Avenida. El tipo se encogió de hombros y no le
contestó. Sintiéndose insultado, el muchacho se puso rojo. Vaciló durante
unos minutos y por último abordó a uno de los empleados detrás del
mostrador. El hombre señaló con el cuchillo que tenía en la mano una
dirección vaga y le dio unas instrucciones a gritos por encima del bullicio del
restaurante, con un acento tan cerrado, que no entendió ni una palabra.
Decidió que era cosa de lógica: debía averiguar para qué lado quedaba la
Segunda Avenida y contar las calles, muy sencillo; pero no le pareció tan
sencillo cuando averiguó que se encontraba en la calle Cuarenta y dos con la
Octava Avenida y calculó cuánto debía recorrer en ese frío glacial. Agradeció
su entrenamiento en escalar montañas: si podía pasar seis horas trepando
como una mosca por las rocas, bien podía caminar unas pocas cuadras por
terreno plano. Subió el cierre de su chaquetón, metió la cabeza entre los
hombros, puso las manos en los bolsillos y echó a andar.
Había pasado la medianoche y empezaba a nevar cuando el muchacho
llegó a la calle de su abuela. El barrio le pareció decrépito, sucio y feo, no
había un árbol por ninguna parte y desde hacía un buen rato no se veía gente.
Pensó que sólo un desesperado como él podía andar a esa hora por las
peligrosas calles de Nueva York, sólo se había librado de ser víctima de un
atraco porque ningún bandido tenía ánimo para salir en ese frío. El edificio
era una torre gris en medio de muchas otras torres idénticas, rodeada de rejas
de seguridad. Tocó el timbre y de inmediato la voz ronca y áspera de Kate
Coid preguntó quién se atrevía a molestar a esa hora de la noche. Alex adivinó
que ella lo estaba esperando, aunque por supuesto jamás lo admitiría. Estaba
helado hasta los huesos y nunca en su vida había necesitado tanto echarse en
los brazos de alguien, pero cuando por fin se abrió la puerta del ascensor en el
piso once y se encontró ante su abuela, estaba determinado a no permitir que
ella lo viera flaquear.
—Hola, abuela —saludó lo más claramente que pudo, dado lo mucho que
le castañeaban los dientes.
—¡Te he dicho que no me llames abuela! —lo increpó ella.
- 20 -
LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Hola, Kate.
—Llegas bastante tarde, Alexander.
—¿No quedamos en que me ibas a recoger en el aeropuerto? —replicó él
procurando que no le saltaran las lágrimas.
—No quedamos en nada. Si no eres capaz de llegar del aeropuerto a mi
casa, menos serás capaz de ir conmigo a la selva —dijo Kate Coid—. Quítate la
chaqueta y las botas, voy a darte una taza de chocolate y prepararte un baño
caliente, pero conste que lo hago sólo para evitarte una pulmonía. Tienes que
estar sano para el viaje. No esperes que te mime en el futuro, ¿entendido?
—Nunca he esperado que me mimaras —replicó Alex.
—¿Qué te pasó en la mano? —preguntó ella al ver el vendaje, empapado.
—Muy largo de contar.
El pequeño apartamento de Kate Coid era oscuro, atiborrado y caótico.
Dos de las ventanas —con los vidrios inmundos— daban a un patio de luz y la
tercera a un muro de ladrillo con una escalera de incendio. Vio maletas,
mochilas, bultos y cajas tirados por los rincones, libros, periódicos y revistas
amontonados sobre las mesas. Había un par de cráneos humanos traídos del
Tíbet, arcos y flechas de los pigmeos del África, cántaros funerarios del
desierto de Atacama, escarabajos petrificados de Egipto y mil objetos más.
Una larga piel de culebra se extendía a lo largo de toda una pared. Había
pertenecido a la famosa pitón que se tragó la cámara fotográfica en Malasia.
Hasta entonces Alex no había visto a su abuela en su ambiente y debió admitir
que ahora, al verla rodeada de sus cosas, resultaba mucho más interesante.
Kate Coid tenía sesenta y cuatro años, era flaca y musculosa, pura fibra y piel
curtida por la intemperie; sus ojos azules, que habían visto mucho mundo,
eran agudos como puñales. El cabello gris, que ella misma se cortaba a
tijeretazos sin mirarse al espejo, se paraba en todas direcciones, como si
jamás se lo hubiera peinado. Se jactaba de sus dientes, grandes y fuertes,
capaces de partir nueces y destapar botellas; también estaba orgullosa de no
haberse quebrado nunca un hueso, no haber consultado jamás a un médico y
haber sobrevivido desde a ataques de malaria hasta picaduras de escorpión.
Bebía vodka al seco y fumaba tabaco negro en una pipa de marinero. Invierno
y verano se vestía con los mismos pantalones bolsudos y un chaleco sin
mangas, con bolsillos por todos lados, donde llevaba lo indispensable para
sobrevivir en caso de cataclismo. En algunas ocasiones, cuando era necesario
vestirse elegante, se quitaba el chaleco y se ponía un collar de colmillos de
oso, regalo de un jefe apache.
Lisa, la madre de Alex, tenía terror de Kate, pero los niños esperaban
- 21 -
ISABEL ALLENDE
sus visitas con ansias. Esa abuela estrafalaria, protagonista de increíbles
aventuras, les traía noticias de lugares tan exóticos que costaba imaginarlos.
Los tres nietos coleccionaban sus relatos de viajes, que aparecían en diversas
revistas y periódicos, y las tarjetas postales y fotografías que ella les enviaba
desde los cuatro puntos cardinales. Aunque a veces les daba vergüenza
presentarla a sus amigos, en el fondo se sentían orgullosos de que un
miembro de su familia fuera casi una celebridad.
Media hora más tarde Alex había entrado en calor con el baño y estaba
envuelto en una bata, con calcetines de lana, devorando albóndigas de carne
con puré de patatas, una de las pocas cosas que él comía con agrado y lo
único que Kate sabía cocinar.
—Son las sobras de ayer —dijo ella, pero Alex calculó que lo había
preparado especialmente para él. No quiso contarle su aventura con Morgana,
para no quedar como una babieca, pero debió admitir que le habían robado
todo lo que traía.
—Supongo que me vas a decir que aprenda a no confiar en nadie —
masculló el muchacho sonrojándose.
—Al contrario, iba a decirte que aprendas a confiar en ti. Ya ves,
Alexander, a pesar de todo pudiste llegar hasta mi apartamento sin
problemas.
—¿Sin problemas? Casi muero congelado por el camino. Habrían
descubierto mi cadáver en el deshielo de la primavera —replicó él.
—Un viaje de miles de millas siempre comienza a tropezones. ¿Y el
pasaporte? —inquirió Kate.
—Se salvó porque lo llevaba en el bolsillo.
—Pégatelo con cinta adhesiva al pecho, porque si lo pierdes estás frito.
—Lo que más lamento es mi flauta —comentó Alex.
—Tendré que darte la flauta de tu abuelo. Pensaba guardarla hasta que
demostraras algún talento, pero supongo que está mejor en tus manos que
tirada por allí —ofreció Kate.
Buscó en las estanterías que cubrían las paredes de su apartamento
desde el suelo hasta el techo y le entregó un estuche empolvado de cuero
negro.
—Toma, Alexander. La usó tu abuelo durante cuarenta años, cuídala.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
El estuche contenía la flauta de Joseph Coid, el más célebre flautista del
siglo, como habían dicho los críticos cuando murió. «Habría sido mejor que lo
dijeran cuando el pobre Joseph estaba vivo», fue el comentario de Kate
cuando lo leyó en la prensa. Habían estado divorciados por treinta años, pero
en su testamento Joseph Coid dejó la mitad de sus bienes a su ex esposa,
incluyendo su mejor flauta, que ahora su nieto tenía en las manos. Alex abrió
con reverencia la gastada caja de cuero y acarició la flauta: era preciosa. La
tomó delicadamente y se la llevó a los labios. Al soplar, las notas escaparon
del instrumento con tal belleza, que él mismo se sorprendió. Sonaba muy
distinta a la flauta que Morgana le había robado. Kate Coid dio tiempo a su
nieto de inspeccionar el instrumento y de agradecerle profusamente, como
ella esperaba; enseguida le pasó un libraco amarillento con las tapas sueltas:
Guía de salud del viajero audaz. El muchacho lo abrió al azar y leyó los
síntomas de una enfermedad mortal que se adquiere por comer el cerebro de
los antepasados.
—No como órganos —dijo.
—Nunca se sabe lo que le ponen a las albóndigas —replicó su abuela.
Sobresaltado, Alex observó con desconfianza los restos de su plato. Con Kate
Coid era necesario ejercer mucha cautela. Era peligroso tener un antepasado
como ella.
—Mañana tendrás que vacunarte contra medía docena de enfermedades
tropicales. Déjame ver esa mano, no puedes viajar con una infección —le
ordenó Kate.
Lo examinó con brusquedad, decidió que su hijo John había hecho un
buen trabajo, le vació medio frasco de desinfectante en la herida, por si acaso,
y le anunció que al día siguiente ella misma le quitaría los puntos. Era muy
fácil, dijo, cualquiera podía hacerlo. Alex se estremeció. Su abuela tenía mala
vista y usaba unos lentes rayados que había comprado de segunda mano en un
mercado de Guatemala. Mientras le ponía un nuevo vendaje, Kate le explicó
que la revista International Geographic había financiado una expedición al
corazón de la selva amazónica, entre Brasil y Venezuela, en busca de una
criatura gigantesca, posiblemente humanoide, que había sido vista en varias
ocasiones. Se habían encontrado huellas enormes. Quienes habían estado en
su proximidad decían que ese animal —o ese primitivo ser humano— era más
alto que un oso, tenía brazos muy largos y estaba todo cubierto de pelos
negros. Era el equivalente del yeti del Himalaya, en plena selva.
—Puede ser un mono... —sugirió Alex.
—¿No crees que más de alguien habrá pensado en esa posibilidad? —lo
cortó su abuela.
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ISABEL ALLENDE
—Pero no hay pruebas de que en verdad exista... —aventuró Alex.
—No tenemos un certificado de nacimiento de la Bestia, Alexander. ¡Ah!
Un detalle importante: dicen que despide un olor tan penetrante, que los
animales y las personas se desmayan o se paralizan en su proximidad.
—Si la gente se desmaya, entonces nadie lo ha visto.
—Exactamente, pero por las huellas se sabe que camina en dos patas. Y
no usa zapatos, en caso que ésa sea tu próxima pregunta.
—¡No, Kate, mi próxima pregunta es si usa sombrero! —explotó su nieto.
—No creo.
—¿Es peligroso?
—No, Alexander. Es de lo más amable. No roba, no rapta niños y no
destruye la propiedad privada. Sólo mata. Lo hace con limpieza, sin ruido,
quebrando los huesos y destripando a sus víctimas con verdadera elegancia,
como un profesional —se burló su abuela.
—¿Cuánta gente ha matado? —inquirió Alex cada vez más inquieto.
—No mucha, si consideramos el exceso de población en el mundo.
—¡Cuánta, Kate!
—Varios buscadores de oro, un par de soldados, unos comerciantes... En fin,
no se conoce el número exacto.
—¿Ha matado indios? ¿Cuántos? —preguntó Alex.
—No se sabe, en realidad. Los indios sólo saben contar hasta dos.
Además, para ellos la muerte es relativa. Si creen que alguien les ha robado el
alma, o ha caminado sobre sus huellas, o se ha apoderado de sus sueños, por
ejemplo, eso es peor que estar muerto. En cambio, alguien que ha muerto
puede seguir vivo en espíritu.
—Es complicado —dijo Alex, que no creía en espíritus.
—¿Quién te dijo que la vida es simple?
Kate Coid le explicó que la expedición iba al mando de un famoso antropólogo,
el profesor Ludovic Leblanc, quien había pasado años investigando las huellas
del llamado yeti, o abominable hombre de las nieves en las fronteras entre
China y Tíbet, sin encontrarlo. También había estado con cierta tribu de indios
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
del Amazonas y sostenía que eran los más salvajes del planeta: al primer
descuido se comían a sus prisioneros. Esta información no era tranquilizadora,
admitió Kate. Serviría de guía un brasileño de nombre César Santos, quien
había pasado la vida en esa región y tenía buenos contactos con los indios. El
hombre poseía una avioneta algo destartalada, pero todavía en buen estado,
con la cual podrían internarse hasta el territorio de las tribus indígenas.
—En el colegio estudiamos el Amazonas en una clase de ecología —
comentó Alex, a quien ya se le cerraban los ojos.
—Con esa clase basta, ya no necesitas saber nada más —apunto Kate. Y
agregó—: Supongo que estás cansado. Puedes dormir en el sofá y mañana
temprano empiezas a trabajar para mi.
—¿Qué debo hacer?
—Lo que yo te mande. Por el momento te mando que duermas.
—Buenas noches, Kate... —murmuró Alex enroscándose sobre los cojines
del sofá.
—¡Bah! —gruñó su abuela. Esperó que se durmiera y lo tapó con un par de
mantas.
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ISABEL ALLENDE
4
EL RIO AMAZONAS
Kate y Alexander Coid iban en un avión comercial sobrevolando el norte
del Brasil. Durante horas y horas habían visto desde el aire una interminable
extensión de bosque, todo del mismo verde intenso, atravesada por ríos que se
deslizaban como luminosas serpientes. El más formidable de todos era color
café con leche.
«El río Amazonas es el más ancho y largo de la tierra, cinco veces más
que ningún otro. Sólo los astronautas en viaje a la luna han podido verlo
entero desde la distancia», leyó Alex en la guía turística que le había
comprado su abuela en Río de Janeiro. No decía que esa inmensa región,
último paraíso del planeta, era destruida sistemáticamente por la codicia de
empresarios y aventureros, como había aprendido él en la escuela. Estaban
construyendo una carretera, un tajo abierto en plena selva, por donde
llegaban en masa los colonos y salían por toneladas las maderas y los
minerales.
Kate informó a su nieto que subirían por el río Negro hasta el Alto
Orinoco, un triángulo casi inexplorado donde se concentraba la mayor parte
de las tribus. De allí se suponía que provenía la Bestia.
—En este libro dice que esos indios viven como en la Edad de Piedra.
Todavía no han inventado la rueda —comentó Alex.
—No la necesitan. No sirve en ese terreno, no tienen nada que
transportar y no van apurados a ninguna parte —replicó Kate Coid, a quien no
le gustaba que la interrumpieran cuando estaba escribiendo. Había pasado
buena parte del viaje tomando notas en sus cuadernos con una letra diminuta
y enmarañada, como huellas de moscas.
—No conocen la escritura —agregó Alex.
—Seguro que tienen buena memoria —dijo Kate.
—No hay manifestaciones de arte entre ellos, sólo se pintan el cuerpo y
se decoran con plumas —explicó Alex.
—Les importa poco la posteridad o destacarse entre los demás. La
mayoría de nuestros llamados «artistas» debería seguir su ejemplo —contestó
su abuela.
Iban a Manaos, la ciudad más poblada de la región amazónica, que había
prosperado en tiempos del caucho, a finales del siglo XIX.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Vas a conocer la selva más misteriosa del mundo, Alexander. Allí hay
lugares donde los espíritus se aparecen a plena luz del día —explicó Kate.
—Claro, como el «abominable hombre de la selva» que andamos
buscando —sonrió su nieto, sarcástico.
—Lo llaman la Bestia. Tal vez no sea sólo un ejemplar, sino varios, una
familia o una tribu de bestias.
—Eres muy crédula para la edad que tienes, Kate —comentó el
muchacho, sin poder evitar el tono sarcástico al ver que su abuela creía esas
historias.
—Con la edad se adquiere cierta humildad, Alexander. Mientras más
años cumplo, más ignorante me siento. Sólo los jóvenes tienen explicación
para todo. A tu edad se puede ser arrogante y no importa mucho hacer el
ridículo —replicó ella secamente. Al bajar del avión en Manaos, sintieron el
clima sobre la piel como una toalla empapada en agua caliente. Allí se
reunieron con los otros miembros de la expedición del International
Geographic. Además de Kate Coid y su nieto Alexander, iban Timothy Bruce,
un fotógrafo inglés con una larga cara de caballo y dientes amarillos de
nicotina, con su ayudante mexicano, Joel González, y el famoso antropólogo
Ludovic Leblanc. Alex imaginaba a Leblanc como un sabio de barbas blancas y
figura imponente, pero resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años,
bajo, flaco, nervioso, con un gesto permanente de desprecio o de crueldad en
los labios y unos ojos hundidos de ratón. Iba disfrazado de cazador de fieras al
estilo de las películas, desde las armas que llevaba al cinto hasta sus pesadas
botas y un sombrero australiano decorado con plumitas de colores. Kate
comentó entre dientes que a Leblanc sólo le faltaba un tigre muerto para
apoyar el pie. Durante su juventud Leblanc había pasado una breve
temporada en el Amazonas y había escrito un voluminoso tratado sobre los
indios, que causó sensación en los círculos académicos. El guía brasileño,
César Santos, quien debía irlos a buscar a Manaos, no pudo llegar porque su
avioneta estaba descompuesta, así es que los esperaría en Santa María de la
Lluvia, donde el grupo tendría que trasladarse en barco.
Alex comprobó que Manaos, ubicada en la confluencia entre el río
Amazonas y el río Negro, era una ciudad grande y moderna, con edificios altos
y un tráfico agobiante, pero su abuela le aclaró que allí la naturaleza era
indómita y en tiempos de inundaciones aparecían caimanes y serpientes en los
patios de las casas y en los huecos de los ascensores. Esa era también una
ciudad de traficantes donde la ley era frágil y se quebraba fácilmente: drogas,
diamantes, oro, maderas preciosas, armas. No hacía ni dos semanas que
habían descubierto un barco cargado de pescado... y cada pez iba relleno con
cocaína.
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ISABEL ALLENDE
Para el muchacho americano, quien sólo había salido de su país para
conocer Italia, la tierra de los antepasados de su madre, fue una sorpresa ver
el contraste entre la riqueza de unos y la extrema pobreza de otros, todo
mezclado. Los campesinos sin tierra y los trabajadores sin empleo llegaban en
masa buscando nuevos horizontes, pero muchos acababan viviendo en chozas,
sin recursos y sin esperanza. Ese día se celebraba una fiesta y la población
andaba alegre, como en carnaval: pasaban bandas de músicos por las calles,
la gente bailaba y bebía, muchos iban disfrazados. Se hospedaron en un
moderno hotel, pero no pudieron dormir por el estruendo de la música, los
petardos y los cohetes. Al día siguiente el profesor Leblanc amaneció de muy
mal humor por la mala noche y exigió que se embarcaran lo antes posible,
porque no quería pasar ni un minuto más de lo indispensable en esa ciudad
desvergonzada, como la calificó.
El grupo del International Geographic remontó el río Negro, que era de
ese color debido al sedimento que arrastraban sus aguas, para dirigirse a
Santa María de la Lluvia, una aldea en pleno territorio indígena. La
embarcación era bastante grande, con un motor antiguo, ruidoso y humeante,
y un improvisado techo de plástico para protegerse del sol y la lluvia, que caía
caliente como una ducha varías veces al día. El barco iba atestado de gente,
bultos, sacos, racimos de plátanos y algunos animales domésticos en jaulas o
simplemente amarrados de las patas. Contaban con unos mesones, unas
banquetas largas para sentarse y una serie de hamacas colgadas de los palos,
unas encima de otras.
La tripulación y la mayoría de los pasajeros eran caboclos, como se
llamaba a la gente del Amazonas, mezcla de varias razas: blanco, indio y
negro. Iban también algunos soldados, un par de jóvenes americanos —
misioneros mormones— y una doctora venezolana, Omayra Torres, quien
llevaba el propósito de vacunar indios. Era una bella mulata de unos treinta y
cinco años, con cabello negro, piel color ámbar y ojos verdes almendrados de
gato. Se movía con gracia, como si bailara al son de un ritmo secreto Los
hombres la seguían con la vista, pero ella parecía no darse cuenta de la
impresión que su hermosura provocaba
—Debemos ir bien preparados —dijo Leblanc señalando sus armas.
Hablaba en general, pero era evidente que se dirigía sólo a la doctora Torres
—. Encontrar a la Bestia es lo de menos. Lo peor serán los indios. Son
guerreros brutales, crueles y traicioneros Tal como describo en mi libro,
matan para probar su valor y mientras más asesinatos cometen, más alto se
colocan en la jerarquía de la tribu.
—¿Puede explicar eso, profesor? —preguntó Kate Coid, sin disimular su
tono de ironía.
—Es muy sencillo, señora... ¿cómo me dijo que era su nombre?
- 28 -
LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Kate Coid —aclaró ella por tercera o cuarta vez; aparentemente el
profesor Leblanc tenía mala memoria para los nombres femeninos.
—Repito: muy sencillo. Se trata de la competencia mortal que existe en
la naturaleza. Los hombres más violentos dominan en las sociedades
primitivas. Supongo que ha oído el término «macho alfa». Entre los lobos, por
ejemplo, el macho más agresivo controla a todos los demás y se queda con las
mejores hembras. Entre los humanos es lo mismo: los hombres más violentos
mandan, obtienen más mujeres y pasan sus genes a más hijos. Los otros deben
conformarse con lo que sobra, ¿entiende? Es la supervivencia del más fuerte
—explicó Leblanc
—¿Quiere decir que lo natural es la brutalidad?
—Exactamente La compasión es un invento moderno Nuestra
civilización protege a los débiles, a los pobres, a los enfermos. Desde el punto
de vista de la genética eso es un terrible error. Por eso la raza humana está
degenerando.
—¿Qué haría usted con los débiles en la sociedad, profesor? —preguntó
ella.
—Lo que hace la naturaleza: dejar que perezcan. En ese sentido los
indios son más sabios que nosotros —replicó Leblanc.
La doctora Omayra Torres, quien había escuchado atentamente la
conversación, no pudo menos que dar su opinión.
—Con todo respeto, profesor, no me parece que los indios sean tan feroces
como usted los describe, por el contrario, para ellos la guerra es más bien
ceremonial: es un rito para probar el valor. Se pintan el cuerpo, preparan sus
armas, cantan, bailan y parten a hacer una incursión en el shabono de otra
tribu. Se amenazan y se dan unos cuantos garrotazos, pero rara vez hay más
de uno o dos muertos. En nuestra civilización es al revés: no hay ceremonia,
sólo masacre —dijo.
—Voy a regalarle un ejemplar de mi libro, señorita. Cualquier científico
serio le dirá que Ludovic Leblanc es una autoridad en este tema... —la
interrumpió el profesor.
—No soy tan sabia como usted —sonrió la doctora Torres—. Soy
solamente una médica rural que ha trabajado más de diez años por estos
lados.
—Créame, mi estimada doctora. Esos indios son la prueba de que el
hombre no es más que un mono asesino —replicó Leblanc.
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ISABEL ALLENDE
—¿Y la mujer? —interrumpió Kate Coid.
—Lamento decirle que las mujeres no cuentan para nada en las
sociedades primitivas. Son sólo botín de guerra.
La doctora Torres y Kate Coid intercambiaron una mirada y ambas
sonrieron, divertidas. La parte inicial del viaje por el río Negro resultó ser más
que nada un ejercicio de paciencia. Avanzaban a paso de tortuga y apenas se
ponía el sol debían detenerse, para evitar ser golpeados por los troncos que
arrastraba la corriente. El calor era intenso, pero al anochecer refrescaba y
para dormir había que cubrirse con una manta. A veces, donde el río se
presentaba limpio y calmo, aprovechaban para pescar o nadar un rato. Los
dos primeros días se cruzaron con embarcaciones de diversas clases, desde
lanchas a motor y casas flotantes hasta sencillas canoas talladas en troncos de
árbol, pero después quedaron solos en la inmensidad de aquel paisaje. Ése era
un planeta de agua: la vida transcurría navegando lentamente, al ritmo del
río, de las mareas, de las lluvias, de las inundaciones. Agua, agua por todas
partes. Existían centenares de familias, que nacían y morían en sus
embarcaciones, sin haber pasado una noche en tierra firme; otras vivían en
casas sobre pilotes a las orillas del río. El transporte se hacía por el río y la
única forma de enviar o recibir un mensaje era por radio. Al muchacho
americano le parecía increíble que se pudiera vivir sin teléfono. Una estación
de Manaos transmitía mensajes personales sin interrupciones, así se enteraba
la gente de las noticias, sus negocios y sus familias. Río arriba circulaba poco
el dinero, había una economía de trueque, cambiaban pescado por azúcar, o
gasolina por gallinas, o servicios por una caja de cerveza.
En ambas orillas del río la selva se alzaba amenazante. Las órdenes del
capitán fueron claras: no alejarse por ningún motivo, porque bosque adentro
se pierde el sentido de la orientación. Se sabía de extranjeros que, estando a
pocos metros del río, habían muerto desesperados sin encontrarlo. Al
amanecer veían delfines rosados saltando entre las aguas y centenares de
pájaros cruzando el aire. También vieron manatíes, unos grandes mamíferos
acuáticos cuyas hembras dieron origen a la leyenda de las sirenas. Por la
noche aparecían entre los matorrales puntos colorados: eran los ojos de los
caimanes espiando en la oscuridad. Un caboclo enseñó a Alex a calcular el
tamaño del animal por la separación de los ojos. Cuando se trataba de un
ejemplar pequeño, el caboclo lo encandilaba con una linterna, luego saltaba al
agua y lo atrapaba, sujetándole las mandíbulas con una mano y la cola con
otra. Si la separación de los ojos era considerable, lo evitaba como a la peste.
El tiempo transcurría lento, las horas se arrastraban eternas, sin
embargo Alex no se aburría. Se sentaba en la proa del bote a observar la
naturaleza, leer y tocar la flauta de su abuelo. La selva parecía animarse y
responder al sonido del instrumento, hasta los ruidosos tripulantes y pasajeros
del barco se callaban para escucharlo; ésas eran las únicas ocasiones en que
Kate Coid le prestaba atención. La escritora era de pocas palabras, pasaba el
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
día leyendo o escribiendo en sus cuadernos y en general lo ignoraba o lo
trataba como a cualquier otro miembro de la expedición. Era inútil acudir a
ella para plantearle un problema de mera supervivencia, como la comida, la
salud o la seguridad, por ejemplo. Lo miraba de arriba abajo con evidente
desdén y le contestaba que hay dos clases de problemas, los que se arreglan
solos y los que no tienen solución, así es que no la molestara con tonterías.
Menos mal que su mano había sanado rápidamente, si no ella sería capaz de
resolver el asunto sugiriendo que se la amputara. Era mujer de medidas
extremas. Le había prestado mapas y libros sobre el Amazonas, para que él
mismo buscara la información que le interesaba. Si Alex le comentaba sus
lecturas sobre los indios o le planteaba sus teorías sobre la Bestia, ella
replicaba sin levantar la vista de la página que tenía por delante: «Nunca
pierdas una buena ocasión de callarte la boca, Alexander».
Todo en ese viaje resultaba tan diferente al mundo en que el muchacho
se había criado, que se sentía como un visitante de otra galaxia. Ya no contaba
con las comodidades que antes usaba sin pensar, como una cama, baño, agua
corriente, electricidad. Se dedicó a tomar fotografías con la cámara de su
abuela para llevar pruebas de vuelta a California. ¡Sus amigos jamás le
creerían que había tenido en las manos un caimán de casi un metro de largo!
Su problema más grave era alimentarse. Siempre había sido quisquilloso
para comer y ahora le servían cosas que ni siquiera sabia nombrar. Lo único
que podía identificar a bordo eran frijoles en lata, carne seca salada y café,
nada de lo cual le apetecía. Los tripulantes cazaron a tiros un par de monos y
esa noche, cuando el bote atracó en la orilla, los asaron. Tenían un aspecto
tan humano, que se sintió enfermo al verlos: parecían dos niños quemados. A
la mañana siguiente pescaron una pirarucú, un enorme pez cuya carne resultó
deliciosa para todos menos para él, porque se negó a probarla. Había decidido
a los tres años que no le gustaba el pescado. Su madre, cansada de batallar
para obligarlo a comer, se había resignado desde entonces a servirle los
alimentos que le gustaban. No eran muchos. Esa limitación lo mantenía
hambriento durante el viaje; sólo disponía de bananas, un tarro de leche
condensada y varios paquetes de galletas. A su abuela no pareció importarle
que él tuviera hambre, tampoco a los demás. Nadie le hizo caso.
Varias veces al día caía una breve y torrencial lluvia; debió
acostumbrarse a la permanente humedad, al hecho de que la ropa nunca se
secaba del todo. Al ponerse el sol atacaban nubes de mosquitos. Los
extranjeros se defendían empapándose en insecticida, sobre todo Ludovic
Leblanc, quien no perdía ocasión de recitar la lista de enfermedades
transmitidas por insectos, desde el tifus hasta la malaria. Había amarrado un
tupido velo en tomo a su sombrero australiano para protegerse la cara y
pasaba buena parte del día refugiado bajo un mosquitero, que hizo colgar en
la popa del barco. Los caboclos, en cambio, parecían inmunes a las picaduras.
Al tercer día, durante una mañana radiante, la embarcación se detuvo porque
había un problema con el motor. Mientras el capitán procuraba arreglar el
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ISABEL ALLENDE
desperfecto, el resto de la gente se echó bajo techo a descansar. Hacía
demasiado calor para moverse, pero Alex decidió que era el lugar perfecto
para refrescarse. Saltó al agua, que parecía baja y calma como un plato de
sopa, y se hundió como una piedra.
—Sólo un tonto prueba la profundidad con los dos pies —comentó su
abuela cuando él asomó la cabeza en la superficie, echando agua & hasta por
las orejas.
El muchacho se alejó nadando del bote —le habían dicho que los
caimanes prefieren las orillas— y flotó de espaldas en el agua tibia por largo
rato, abierto de brazos y piernas, mirando el cielo y pensando en los
astronautas, que conocían su inmensidad. Se sintió tan seguro, que cuando
algo pasó veloz rozando su mano tardó un instante en reaccionar. Sin tener
idea de qué clase de peligro acechaba —tal vez los caimanes no se quedaban
sólo en las orillas, después de todo —empezó a bracear con todas sus fuerzas
de vuelta a la embarcación, pero lo detuvo en seco la voz de su abuela
gritándole que no se moviera. Le obedeció por hábito, a pesar de que su
instinto le advertía lo contrario. Se mantuvo a flote lo más quieto posible y
entonces vio a su lado un pez enorme. Creyó que era un tiburón y el corazón
se le detuvo, pero el pez dio una corta vuelta y regresó curioso, colocándose
tan cerca, que pudo ver su sonrisa. Esta vez su corazón dio un salto y debió
contenerse para no gritar de alegría. ¡Estaba nadando con un delfín!
Los veinte minutos siguientes, jugando con él como lo hacia con su perro
Poncho, fueron los más felices de su vida. El magnífico animal circulaba a su
alrededor a gran velocidad, saltaba por encima de él, se detenía a pocos
centímetros de su cara, observándolo con una expresión simpática. A veces
pasaba muy cerca y podía tocar su piel, que no era suave como había
imaginado, sino áspera. Alex deseaba que ese momento no terminara nunca,
estaba dispuesto a quedarse para siempre en el río, pero de pronto el delfín
dio un coletazo de despedida y desapareció.
—¿Viste, abuela? ¡Nadie me va a creer esto! —gritó de vuelta en el bote,
tan excitado que apenas podía hablar.
—Aquí están las pruebas —sonrió ella, señalándole la cámara. También
los fotógrafos de la expedición, Bruce y González, habían captado la escena. A
medida que se internaban por el río Negro, la vegetación se volvía más
voluptuosa, el aire más espeso y fragante, el tiempo más lento y las distancias
más incalculables. Avanzaban como en sueños por un territorio alucinante. De
trecho en trecho la embarcación se iba desocupando, los pasajeros descendían
con sus bultos y sus animales en las chozas o pequeños villorrios de la orilla.
Las radios a bordo ya no recibían los mensajes personales de Manaos ni
atronaban con los ritmos populares, los hombres se callaban mientras la
naturaleza vibraba con una orquesta de pájaros y monos. Sólo el ruido del
motor delataba la presencia humana en la inmensa soledad de la selva. Por
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
último, cuando llegaron a Santa María de la Lluvia, sólo quedaban a bordo la
tripulación, el grupo del International Geographic, la doctora Omayra Torres y
dos soldados. También estaban los dos jóvenes mormones, atacados por
alguna bacteria intestinal. A pesar de los antibióticos administrados por la
doctora iban tan enfermos, que apenas podían abrir los ojos y a ratos
confundían la selva ardiente con sus nevadas montañas de Utah.
—Santa María de la Lluvia es el último enclave de la civilización —dijo el
capitán de bote, cuando en un recodo del río apareció el villorrio
—De aquí para adelante es territorio mágico, Alexander —advirtió Kate
Coid a su nieto.
—¿Quedan indios que no han tenido contacto alguno con la civilización?
—preguntó él.
—Se calcula que existen unos dos o tres mil, pero en realidad nadie lo
sabe con certeza —contestó la doctora Omayra Torres.
Santa María de la Lluvia se levantaba como un error humano en medio
de una naturaleza abrumadora, que amenazaba con tragársela en cualquier
momento. Consistía en una veintena de casas, un galpón que hacia las veces
de hotel, otro más pequeño donde funcionaba un hospital atendido por dos
monjas, un par de pequeños almacenes, una iglesia católica y un cuartel del
ejército. Los soldados controlaban la frontera y el tráfico entre Venezuela y
Brasil. De acuerdo a la ley, también debían proteger a los indígenas de los
abusos de colonos y aventureros, pero en la práctica no lo hacían. Los
forasteros iban ocupando la región sin que nadie se los impidiera, empujando
a los indios más y más hacia las zonas inexpugnables o matándolos con
impunidad. En el embarcadero de Santa María de la Lluvia los esperaba un
hombre alto, con un perfil afilado de pájaro, facciones viriles y expresión
abierta, la piel curtida por la intemperie y una melena oscura amarrada en
una cola en la nuca.
—Bienvenidos. Soy César Santos y ésta es mi hija Nadia —se presentó.
Alex calculó que la chica tenía la edad de su hermana Andrea, unos doce
o trece años. Tenía el cabello crespo y alborotado, desteñido por el sol, los
ojos y la piel color miel; vestía shorts, camiseta y unas chancletas de plástico.
Llevaba varias tiras de colores atadas en las muñecas, una flor amarilla sobre
una oreja y una larga pluma verde atravesada en el lóbulo de la otra. Alex
pensó que, si Andrea viera esos adornos, los copiaría de inmediato, y que si
Nicole, su hermana menor, viera el monito negro que la chica llevaba sentado
sobre un hombro, se moriría de envidia. Mientras la doctora Torres, ayudada
por dos monjas que fueron a recibirla, se llevaba a los misioneros mormones
al diminuto hospital, César Santos dirigió el desembarco de los numerosos
bultos de la expedición. Se disculpó por no haberlos esperado en Manaos,
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ISABEL ALLENDE
como habían acordado. Explicó que su avioneta había sobrevolado todo el
Amazonas, pero era muy antigua y en las últimas semanas se le caían piezas
del motor. En vista de que había estado a punto de estrellarse, decidió
encargar otro motor, que debía llegar en esos días, y agregó con una sonrisa
que no podía dejar huérfana a su hija Nadia. Luego los llevó al hotel, que
resultó ser una construcción de madera sobre pilotes a orillas del río, similar a
las otras destartaladas casuchas de la aldea. Cajas de cerveza se
amontonaban por todos lados y sobre el mesón se alineaban botellas de licor.
Alex había notado durante el viaje que, a pesar del calor, los hombres bebían
litros y litros de alcohol a toda hora. Ese primitivo edificio serviría de base de
operaciones, alojamiento, restaurante y bar para los visitantes. A Kate Coid y
al profesor Ludovic Leblanc les asignaron unos cubículos separados del resto
por sábanas colgadas de cuerdas. Los demás dormirían en hamacas
protegidas por mosquiteros.
Santa María de la Lluvia era un villorrio somnoliento y tan remoto, que
apenas figuraba en los mapas. Unos cuantos colonos criaban vacas de cuernos
muy largos; otros explotaban el oro del fondo del río o la madera y el caucho
de los bosques; unos pocos atrevidos partían solos a la selva en busca de
diamantes; pero la mayoría vegetaba a la espera de que alguna oportunidad
cayera milagrosamente del cielo. Ésas eran las actividades visibles. Las
secretas consistían en tráfico de pájaros exóticos, drogas y armas. Grupos de
soldados, con sus rifles al hombro y las camisas empapadas de sudor, jugaban
a los naipes o fumaban sentados a la sombra. La escasa población languidecía,
medio atontada por el calor y el aburrimiento. Alex vio varios individuos sin
pelo ni dientes, medio ciegos, con erupciones en la piel, gesticulando y
hablando solos; eran mineros a quienes el mercurio había trastornado y
estaban muriendo de a poco. Buceaban en el fondo del río para aspirar con
poderosos tubos la arena saturada de oro en polvo. Algunos morían ahogados;
otros morían porque sus competidores les cortaban las mangueras de oxigeno;
los mas morían lentamente envenenados por el mercurio que usaban para
separar la arena del oro.
Los niños de la aldea, en cambio, jugaban felices en el lodo,
acompañados por unos cuantos monos domésticos y perros flacos. Había
algunos indios, varios cubiertos con una camiseta o un pantalón corto, otros
tan desnudos como los niños. Al comienzo Alex, turbado, no se atrevía a mirar
los senos de las mujeres, pero rápidamente se le acostumbró la vista y a los
cinco minutos dejaron de llamarle la atención. Esos indios llevaban varios
años en contacto con la civilización y habían perdido muchas de sus
tradiciones y costumbres, como explicó César Santos. La hija del guía, Nadia,
les hablaba en su lengua y en respuesta ellos la trataban como si fuera de la
misma tribu.
Si ésos eran los feroces indígenas descritos por Leblanc, no resultaban
muy impresionantes: eran pequeños, los hombres median menos de un metro
cincuenta y los niños parecían miniaturas humanas. Por primera vez en su
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
vida Alex se sintió alto. Tenían la piel color bronce y pómulos altos; los
hombres llevaban el cabello cortado redondo como un plato a la altura de las
orejas, lo cual acentuaba su aspecto asiático. Descendían de habitantes del
norte de China, que llegaron por Alaska entre diez y veinte mil años atrás. Se
salvaron de ser esclavizados durante la conquista en el siglo XVI porque
permanecieron aislados. Los soldados españoles y portugueses no pudieron
vencer los pantanos, los mosquitos, la vegetación, los inmensos ríos y las
cataratas de la región amazónica.
Una vez instalados en el hotel, César Santos procedió a organizar el
equipaje de la expedición y planear el resto del viaje con la escritora Kate
Coid y los fotógrafos, porque el profesor Leblanc decidió descansar hasta que
refrescara un poco el clima. No soportaba bien el calor. Entretanto Nadia, la
hija del guía, invitó a Alex a recorrer los alrededores.
—Después de la puesta de sol no se aventuren fuera de los limites de la
aldea, es peligroso —les advirtió César Santos. Siguiendo los consejos de
Leblanc, quien hablaba como un experto en peligros de la selva, Alex se metió
los pantalones dentro de los calcetines y las botas, para evitar que las voraces
sanguijuelas le chuparan la sangre. Nadia, que andaba casi descalza, se rió.
—Ya te acostumbrarás a los bichos y el calor —le dijo. Hablaba muy
buen inglés porque su madre era canadiense—. Mi mamá se fue hace tres
años —aclaró la niña.
—¿Por qué se fue?
—No pudo habituarse aquí, tenía mala salud y empeoró cuando la Bestia
empezó a rondar. Sentía su olor, quería irse lejos, no podía estar sola,
gritaba... Al final la doctora Torres se la llevó en un helicóptero. Ahora está en
Canadá —dijo Nadia.
—¿Tu padre no fue con ella?
—¿Qué haría mi papá en Canadá?
—¿Y por qué no te llevó con ella? —insistió Alex, quien nunca había oído
de una madre que abandonara a los hijos.
—Porque está en un sanatorio. Además no quiero separarme de mi papá.
—¿No tienes miedo de la Bestia?
—Todo el mundo le tiene miedo. Pero si viene, Borobá me advertiría a
tiempo —replicó la niña, acariciando al monito negro, que nunca se separaba
de ella.
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ISABEL ALLENDE
Nadia llevó a su nuevo amigo a conocer el pueblo, lo cual les tomó
apenas media hora, pues no había mucho que ver. Súbitamente estalló una
tormenta de relámpagos, que cruzaban el cielo en todas direcciones, y empezó
a llover a raudales. Era una lluvia caliente como sopa, que convirtió las
angostas callejuelas en un humeante lodazal. La gente en general buscaba
amparo bajo algún techo, pero los niños y los indios continuaban en sus
actividades, indiferentes por completo al aguacero. Alex comprendió que su
abuela tuvo razón al sugerirle que reemplazara sus vaqueros por ropa ligera
de algodón, más fresca y fácil de secar. Para escapar de la lluvia, los dos
chicos se metieron en la iglesia, donde encontraron a un hombre alto y
fornido, con unas tremendas espaldas de leñador y el cabello blanco, a quien
Nadia presentó como el padre Valdomero. Carecía por completo de la
solemnidad que se espera de un sacerdote: estaba en calzoncillos, con el torso
desnudo, encaramado a una escalera pintando las paredes con cal. Tenía una
botella de ron en el suelo.
—El padre Valdomero ha vivido aquí desde antes de la invasión de las
hormigas —lo presentó Nadia.
—Llegué cuando se fundó este pueblo, hace casi cuarenta años, y estaba
aquí cuando vinieron las hormigas. Tuvimos que abandonar todo y salir
escapando río abajo. Llegaron como una enorme mancha oscura, avanzando
implacables, destruyendo todo a su paso —contó el sacerdote.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó Alex, quien no podía imaginar un
pueblo víctima de insectos.
—Prendimos fuego a las casas antes de irnos. El incendio desvió a las
hormigas y unos meses más tarde pudimos regresar. Ninguna de las casas que
ves aquí tiene más de quince años —explicó.
El sacerdote tenía una extraña mascota, un perro anfibio que, según
dijo, era nativo del Amazonas, pero su especie estaba casi extinta. Pasaba
buena parte de su vida en el río y podía permanecer varios minutos con la
cabeza dentro de un balde con agua. Recibió a los visitantes desde prudente
distancia, desconfiado. Su ladrido era como trino de pájaros y parecía que
estaba cantando.
—Al padre Valdomero lo raptaron los indios. ¡Qué daría yo por tener esa
suerte! —exclamó Nadia admirada.
—No me raptaron, niña. Me perdí en la selva y ellos me salvaron la vida.
Viví con ellos varios meses. Son gente buena y libre, para ellos la libertad es
más importante que la vida misma, no pueden vivir sin ella. Un indio preso es
un indio muerto: se mete hacia adentro, deja de comer y respirar y se muere
—contó el padre Valdomero.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Unas versiones dicen que son pacíficos y otras que son completamente
salvajes y violentos —dijo Alex.
—Los hombres más peligrosos que he visto por estos lados no son indios,
sino traficantes de armas, drogas y diamantes, caucheros, buscadores de oro,
soldados, y madereros, que infectan y explotan esta región —rebatió el
sacerdote y agregó que los indios eran primitivos en lo material, pero muy
avanzados en el plano mental, que estaban conectados a la naturaleza, como
un hijo a su madre.
—Cuéntenos de la Bestia. ¿Es cierto que usted la vio con sus propios
ojos, padre? —preguntó Nadia.
—Creo que la vi, pero era de noche y mis ojos ya no son tan buenos como
antes —contestó el padre Valdomero, echándose un largo trago de ron al
gaznate.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó
agradecería esa información.
Alex,
pensando
que
su
abuela
—Hace un par de años...
—¿Qué vio exactamente?
—Lo he contado muchas veces: un gigante de más de tres metros de
altura, que se movía muy lentamente y despedía un olor terrible. Quedé
paralizado de espanto.
—¿No lo atacó, padre?
—No. Dijo algo, después dio media vuelta y desapareció en el bosque.
—¿Dijo algo? Supongo que quiere decir que emitió ruidos, como
gruñidos, ¿verdad? —insistió Alex.
—No, hijo. Claramente la criatura habló. No entendí ni una palabra, pero
sin duda era un lenguaje articulado. Me desmayé... Cuando desperté no
estaba seguro de lo que había pasado, pero tenía ese olor penetrante pegado
en la ropa, en el pelo, en la piel. Así supe que no lo había soñado.
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ISABEL ALLENDE
5
EL CHAMÁN
La tormenta cesó tan súbitamente como había comenzado, y la noche
apareció clara. Alex y Nadia regresaron al hotel, donde los miembros de la
expedición estaban reunidos en torno a César Santos y la doctora Omayra
Torres estudiando un mapa de la región y discutiendo los preparativos del
viaje. El profesor Leblanc, algo más repuesto de la fatiga, estaba con ellos. Se
había pintado de insecticida de pies a cabeza y había contratado a un indio
llamado Karakawe para que lo abanicara con una hoja de banano. Leblanc
exigió que la expedición se pusiera en marcha hacia el Alto Orinoco al día
siguiente, porque él no podía perder tiempo en esa aldea insignificante.
Disponía sólo de tres semanas para atrapar a la extraña criatura de la selva,
dijo.
—Nadie lo ha logrado en varios años, profesor... —apuntó César Santos.
—Tendrá que aparecer pronto, porque yo debo dar una serie de
conferencias en Europa —replicó él.
—Espero que la Bestia entienda sus razones —dijo el guía, pero el
profesor no dio muestras de captar la ironía.
Kate Coid le había contado a su nieto que el Amazonas era un lugar
peligroso para los antropólogos, porque solían perder la razón. Inventaban
teorías contradictorias y se peleaban entre ellos a tiros y cuchilladas; otros
tiranizaban a las tribus y acababan creyéndose dioses. A uno de ellos,
enloquecido, debieron llevarlo amarrado de vuelta a su país.
—Supongo que está enterado de que yo también formo parte de la
expedición, profesor Leblanc —dijo la doctora Omayra Torres, a quien el
antropólogo miraba de reojo a cada rato, impresionado por su opulenta
belleza.
—Nada me gustaría más, señorita, pero...
—Doctora Torres —lo interrumpió la médica.
—Puede llamarme Ludovic —aventuró Leblanc con coquetería.
—Llámeme doctora Torres —replicó secamente ella.
—No podré llevarla, mi estimada doctora. Apenas hay espacio para
quienes hemos sido contratados por el International Geographic. El
presupuesto es generoso, pero no ilimitado —replicó Leblanc.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Entonces ustedes tampoco irán, profesor. Pertenezco al Servicio
Nacional de Salud. Estoy aquí para proteger a los indios. Ningún forastero
puede contactarlos sin las medidas de prevención necesarias. Son muy
vulnerables a las enfermedades, sobre todo las de los blancos —dijo la
doctora.
—Un resfrío común es mortal para ellos. Una tribu completa murió de
una infección respiratoria hace tres años, cuando vinieron unos periodistas a
filmar un documental. Uno de ellos tenía tos, le dio una chupada de su
cigarrillo a un indio y así contagió a toda la tribu —agregó César Santos.
En ese momento llegaron el capitán Ariosto, jefe del cuartel, y Mauro
Carías, el empresario más rico de los alrededores. En un susurro, Nadia le
explicó a Alex que Carías era muy poderoso, hacía negocios con los
presidentes y generales de varios países sudamericanos. Agregó que no tenía
el corazón en el cuerpo, sino que lo llevaba en una bolsa, y señaló el maletín
de cuero que Carías tenía en la mano. Por su parte Ludovic Leblanc estaba
muy impresionado con Mauro Carías, porque la expedición se había formado
gracias a los contactos internacionales de ese hombre. Fue él quien interesó a
la revista International Geographic en la leyenda de la Bestia.
—Esa extraña criatura tiene atemorizados a las buenas gentes del Alto
Orinoco. Nadie quiere internarse en el triángulo donde se supone que habita
—dijo Carías.
—Entiendo que esa zona no ha sido explorada —dijo Kate Coid.
—Así es.
—Supongo que debe ser muy rica en minerales y piedras preciosas —
agregó la escritora.
—La riqueza del Amazonas está sobre todo en la tierra y las maderas —
respondió él.
—Y en las plantas —intervino la doctora Omayra Torres—. No
conocemos ni un diez por ciento de las sustancias medicinales que hay aquí. A
medida que desaparecen los chamanes y curanderos indígenas, perdemos
para siempre esos conocimientos.
—Imagino que la Bestia también interfiere con sus negocios por esos
lados, señor Carías, tal como interfieren las tribus —continuó Kate Coid, quien
cuando se interesaba en algo no soltaba la presa.
—La Bestia es un problema para todos. Hasta los soldados le tienen
miedo —admitió Mauro Carías.
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ISABEL ALLENDE
—Si la Bestia existe, la encontraré. Todavía no ha nacido el hombre y
menos el animal que pueda burlarse de Ludovic Leblanc —replicó el profesor,
quien solía referirse a sí mismo en tercera persona.
—Cuente con mis soldados, profesor. Al contrario de lo que asegura mi
buen amigo Carías, son hombres valientes —ofreció el capitán Ariosto.
—Cuente también con todos mis recursos, estimado profesor Leblanc.
Dispongo de lanchas a motor y un buen equipo de radio —agregó Mauro
Carías.
—Y cuente conmigo para los problemas de salud o los accidentes que
puedan surgir —añadió suavemente la doctora Omayra Torres, como si no
recordara la negativa de Leblanc de incluirla en la expedición.
—Tal como le dije, señorita...
—Doctora —lo corrigió ella de nuevo.
—Tal como le dije, el presupuesto de esta expedición es limitado, no
podemos llevar turistas —dijo Leblanc, enfático.
—No soy turista. La expedición no puede continuar sin un médico
autorizado y sin las vacunas necesarias.
—La doctora tiene razón. El capitán Ariosto le explicará la ley —
intervino César Santos, quien conocía a la doctora y evidentemente se sentía
atraído por ella.
—Ejem, bueno... es cierto que... —farfulló el militar mirando a Mauro
Carías, confundido.
—No habrá problema en incluir a Omayra. Yo mismo financiaré sus
gastos —sonrió el empresario poniendo un brazo en torno a los hombros de la
joven médica.
—Gracias, Mauro, pero no será necesario, mis gastos los paga el
Gobierno —dijo ella, apartándose sin brusquedad.
—Bien. En ese caso no hay más que hablar. Espero que encontremos a la
Bestia, si no este viaje será inútil —comentó Timothy Bruce, el fotógrafo.
—Confíe en mí, joven. Tengo experiencia en este tipo de animales y yo
mismo he diseñado unas trampas infalibles. Puede ver los modelos de mis
trampas en mi tratado sobre el abominable hombre del Himalaya —aclaró el
profesor con una mueca de satisfacción, mientras indicaba a Karakawe que lo
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
abanicara con más bríos.
—¿Pudo atraparlo? —preguntó Alex con fingida inocencia, pues conocía
de sobra la respuesta.
—No existe, joven. Esa supuesta criatura del Himalaya es una patraña.
Tal vez esta famosa Bestia también lo sea.
—Hay gente que la ha visto —alegó Nadia.
—Gente ignorante, sin duda, niña —determinó el profesor.
—El padre Valdomero no es un ignorante —insistió Nadia.
—¿Quién es ése?
—Un misionero católico, que fue raptado por los salvajes y desde
entonces está loco —intervino el capitán Ariosto. Hablaba inglés con un fuerte
acento venezolano y como mantenía siempre un cigarro entre los dientes, no
era mucho lo que se le entendía.
—¡No fue raptado y tampoco está loco! —exclamó Nadia.
—Cálmate, bonita —sonrió Mauro Carías acariciando el cabello de Nadia,
quien de inmediato se puso fuera de su alcance.
—En realidad el padre Valdomero es un sabio. Habla varios idiomas de
los indios, conoce la flora y la fauna del Amazonas mejor que nadie;
recompone fracturas de huesos, saca muelas y en un par de ocasiones ha
operado cataratas de los ojos con un bisturí que él mismo fabricó —agregó
César Santos.
—Si, pero no ha tenido éxito en combatir los vicios en Santa María de la
Lluvia o en cristianizar a los indios, ya ven que todavía andan desnudos —se
burló Mauro Carías.
—Dudo que los indios necesiten ser cristianizados —rebatió César
Santos.
Explicó que eran muy espirituales, creían que todo tenía alma: los
árboles, los animales, los ríos, las nubes. Para ellos el espíritu y la materia no
estaban separados. No entendían la simpleza de la religión de los forasteros,
decían que era una sola historia repetida, en cambio ellos tenían muchas
historias de dioses, demonios, espíritus del cielo y la tierra. El padre
Valdomero había renunciado a explicarles que Cristo murió en la cruz para
salvar a la humanidad del pecado, porque la idea de tal sacrificio dejaba a los
indios atónitos. No conocían la culpa. Tampoco comprendían la necesidad de
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ISABEL ALLENDE
usar ropa en ese clima o de acumular bienes, si nada podían llevarse al otro
mundo cuando morían.
—Es una lástima que estén condenados a desaparecer, son el sueño de
cualquier antropólogo, ¿verdad, profesor Leblanc? —apuntó Mauro Carías,
burlón.
—Así es. Por suerte pude escribir sobre ellos antes que sucumban ante
el progreso. Gracias a Ludovic Leblanc figurarán en la historia —replicó el
profesor, completamente impermeable al sarcasmo del otro.
Esa tarde la cena consistió en trozos de tapir asado, frijoles y tortillas de
mandioca, nada de lo cual Alex quiso probar, a pesar de que lo atormentaba
un hambre de lobo. Después de la cena, mientras su abuela bebía vodka y
fumaba su pipa en compañía de los hombres del grupo, Alex salió con Nadia al
embarcadero. La luna brillaba como una lámpara amarilla en el cielo. Los
rodeaba el ruido de la selva, como música de fondo: gritos de pájaros, chillidos
de monos, croar de sapos y grillos. Miles de luciérnagas pasaban fugaces por
su lado, rozándoles la cara. Nadia atrapó una con la mano y se la enredó entre
los rizos del cabello, donde quedó titilando como una lucecita. La muchacha
estaba sentada en el muelle con los pies en el agua oscura del río. Alex le
preguntó por las pirañas, que había visto disecadas en las tiendas para
turistas en Manaos, como tiburones en miniatura: medían un palmo y estaban
provistas de formidables mandíbulas y dientes afilados como cuchillos.
—Las pirañas son muy útiles, limpian el agua de cadáveres y basura. Mi
papá dice que sólo atacan si huelen sangre y cuando están hambrientas —
explicó ella.
Le contó que en una ocasión había visto cómo un caimán, mal herido por
un jaguar, se arrastró hasta el agua, donde las pirañas se introdujeron por la
herida y lo devoraron por dentro en cuestión de minutos, dejando la piel
intacta.
En ese momento la chica se puso alerta y le hizo un gesto con la mano
de que guardara silencio. Borobá, el monito, empezó a dar saltos y emitir
chillidos, muy agitado, pero Nadia lo calmó en un instante susurrándole al
oído. Alex tuvo la impresión de que el animal entendía perfectamente las
palabras de su ama. Sólo veía las sombras de la vegetación y el espejo negro
del agua, pero era evidente que algo había llamado la atención de Nadia,
porque se había puesto de pie. De lejos le llegaba el sonido apagado de
alguien pulsando las cuerdas de una guitarra en la aldea. Si se volvía, podía
ver algunas luces de las casas a su espalda, pero allí estaban solos.
Nadia lanzó un grito largo y agudo, que a los oídos del muchacho sonó
idéntico al de una lechuza, y un instante después otro grito similar respondió
desde la otra orilla. Ella repitió el llamado dos veces y en ambas ocasiones
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
tuvo la misma respuesta. Entonces tomó a Alex de un brazo y le indicó que la
siguiera. El muchacho recordó la advertencia de César Santos, de permanecer
dentro de los límites del pueblo después del atardecer, así como las historias
que había oído sobre víboras, fieras, bandidos y borrachos armados. Y mejor
no pensar en los indios feroces descritos por Leblanc o en la Bestia... Pero no
quiso quedar como cobarde ante los ojos de la chica y la Siguió sin decir
palabra, empuñando su cortaplumas del ejército suizo abierto.
Dejaron atrás las últimas casuchas de la aldea y siguieron adelante con
cuidado, sin más luz que la luna. La selva resultó menos tupida de lo que Alex
creía; la vegetación era densa en las orillas del río, pero luego se raleaba y era
posible avanzar sin gran dificultad. No fueron muy lejos antes que el llamado
de la lechuza se repitiera. Estaban en un claro del bosque, donde la luna podía
verse brillando en el firmamento. Nadia se detuvo y esperó inmóvil; hasta
Borobá estaba quieto, como si supiera lo que aguardaban. De pronto Alex dio
un salto, sorprendido: a menos de tres metros de distancia se materializó una
figura salida de la noche, súbita y sigilosa, como un fantasma. El muchacho
enarboló su navaja dispuesto a defenderse, pero la actitud serena de Nadia
detuvo su gesto en el aire.
—Aía —murmuró la chica en voz baja.
—Aía, ...... —replicó una voz que a Alex no le pareció humana, sonaba
como soplido de viento.
La figura se aproximó un paso y quedó muy cerca de Nadia. Para
entonces los ojos de Alex se habían acostumbrado un poco a la penumbra y
pudo ver a la luz de la luna a un hombre increíblemente anciano. Parecía
haber vivido siglos, a pesar de su postura erguida y sus movimientos ágiles.
Era muy pequeño, Alex calculó que medía menos que su hermana Nicole,
quien sólo tenía nueve años. Usaba un breve delantal de fibra vegetal y una
docena de collares de conchas, semillas y dientes de jabalí cubriéndole el
pecho. La piel, arrugada como la de un milenario elefante, caía en pliegues
sobre su frágil esqueleto. Llevaba una corta lanza, un bastón del cual
colgaban una serie de bolsitas de piel y un cilindro de cuarzo que sonaba
como un cascabel de bebé. Nadia se llevó la mano al cabello, desprendió la
luciérnaga y se la ofreció; el anciano la aceptó, colocándola entre sus collares.
Ella se puso en cuclillas y señaló a Alex que hiciera otro tanto, como signo de
respeto. Enseguida el indio se agachó también y así quedaron los tres a la
misma altura.
Borobá dio un salto y se encaramó a los hombros del viejo, tironeándole
las orejas; su ama lo separó de un manotazo y el anciano se echó a reír de
buena gana. A Alex le pareció que no tenía un solo diente en la boca, pero
como no había mucha luz, no podía estar seguro. El indio y Nadia se
enfrascaron en una larga conversación de gestos y sonidos en una lengua
cuyas palabras sonaban dulces, como brisa, agua y pájaros. Supuso que
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ISABEL ALLENDE
hablaban de él, porque lo señalaban. En un momento el hombre se puso de pie
y agitó su corta lanza muy enojado, pero ella lo tranquilizó con largas
explicaciones. Por último el viejo se quitó un amuleto del cuello, un trozo de
hueso tallado, y se lo llevó a los labios para soplarlo. El sonido era el mismo
canto de lechuza escuchado antes, que Alex reconoció porque esas aves
abundaban en las cercanías de su casa en el norte de California. El singular
anciano colgó el amuleto en torno al cuello de Nadia, puso las manos en sus
hombros a modo de despedida y enseguida desapareció con el mismo sigilo de
su llegada. El muchacho podía jurar que no lo vio retroceder, simplemente se
esfumó.
—Ése era Walimaí —le dijo Nadia al oído.
—¿Walimaí? —preguntó él, impresionado por ese extraño encuentro.
—¡Chisss! ¡No lo digas en voz alta! Jamás debes pronunciar el nombre
verdadero de un indio en su presencia, es tabú. Menos puedes nombrar a los
muertos, eso es un tabú mucho más fuerte, un terrible insulto —explicó Nadia.
—¿Quién es?
—Es un chamán, un brujo muy poderoso. Habla a través de sueños y
visiones. Puede viajar al mundo de los espíritus cuando desea. Es el único que
conoce el camino a El Dorado.
—¿El Dorado? ¿La ciudad de oro que inventaron los conquistadores?
¡Ésa es una leyenda absurda! —replicó Alex.
—Walimaí ha estado allí muchas veces con su mujer. Siempre anda con
ella —rebatió la chica.
—A ella no la vi —admitió Alex.
—Es un espíritu. No todos pueden verla.
—¿Tú la viste?
—Sí. Es joven y muy bonita.
—¿Qué te dio el brujo? ¿Qué hablaron ustedes dos? —preguntó Alex.
—Me dio un talismán. Con esto siempre estaré segura; nadie, ni las
personas, ni los animales, ni los fantasmas podrán hacerme daño. También
sirve para llamarlo, basta con soplarlo y él vendrá. Hasta ahora yo no podía
llamarlo, debía esperar que él viniera. Walimaí dice que voy a necesitarlo
porque hay mucho peligro, el Rahakanariwa, el temible espíritu del pájaro
caníbal, anda suelto. Cuando aparece hay muerte y destrucción, pero yo
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
estaré protegida por el talismán.
—Eres una niña bastante rara... —suspiró Alex, sin creer ni la mitad de
lo que ella decía.
—Walimaí dice que los extranjeros no deben ir a buscar a la Bestia. Dice
que varios morirán. Pero tú y yo debemos ir, porque hemos sido llamados,
porque tenemos el alma blanca.
—¿Quién nos llama?
—No sé, pero si Walimaí lo dice, es cierto.
—¿De verdad tú crees esas cosas, Nadia? ¿Crees en brujos, en pájaros
caníbales, en El Dorado, en esposas invisibles, en la Bestia?
Sin responder, la chica dio media vuelta, echó a andar hacia la aldea y él
la siguió de cerca, para no perderse.
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ISABEL ALLENDE
6
EL PLAN
Esa noche Alexander Coid durmió sobresaltado. Se sentía a la
intemperie, como si las frágiles paredes que lo separaban de la selva se
hubieran disuelto y estuviera expuesto a todos los peligros de aquel mundo
desconocido. El hotel, construido con tablas sobre pilotes, con techo de cinc y
sin vidrios en las ventanas, apenas servía para protegerse de la lluvia. El ruido
exterior de sapos y otros animales se sumaba a los ronquidos de sus
compañeros de habitación. Su hamaca se volteó un par de veces, lanzándolo
de bruces al suelo, antes que recordara la forma de usarla, colocándose en
diagonal para mantener el equilibrio. No hacía calor, pero él estaba sudando.
Permaneció desvelado en la oscuridad mucho rato, debajo de su mosquitero
empapado en insecticida, pensando en la Bestia, en tarántulas, escorpiones,
serpientes y otros peligros que acechaban en la oscuridad. Repasó la extraña
escena que había visto entre el indio y Nadia. El chamán había profetizado
que varios miembros de la expedición morirían.
A Alex le pareció increíble que en pocos días su vida hubiera dado un
vuelco tan espectacular, que de repente se encontrara en un lugar fantástico
donde, tal como había anunciado su abuela, los espíritus se paseaban entre los
vivos. La realidad se había distorsionado, ya no sabía qué creer. Sintió una
gran nostalgia por su casa y su familia, incluso por su perro Poncho. Estaba
muy solo y muy lejos de todo lo conocido. ¡Si al menos pudiera averiguar cómo
seguía su madre! Pero llamar por teléfono desde esa aldea a un hospital en
Texas era como tratar de comunicarse con el planeta Marte. Kate no era gran
compañía ni consuelo. Como abuela dejaba mucho que desear, ni siquiera se
daba el trabajo de responder a sus preguntas, porque opinaba que lo único
que uno aprende es lo que uno averigua solo. Sostenía que la experiencia es lo
que se obtiene justo después que uno la necesita.
Estaba dándose vueltas en la hamaca, sin poder dormir, cuando le
pareció escuchar un murmullo de voces. Podía ser sólo el barullo de la selva,
pero decidió averiguarlo. Descalzo y en ropa interior, se acercó sigilosamente
a la hamaca donde dormía Nadia junto a su padre, en el otro extremo de la
sala común. Puso una mano en la boca de la chica y murmuró su nombre al
oído, procurando no despertar a los demás. Ella abrió los ojos asustada, pero
al reconocerlo se calmó y descendió de su hamaca ligera como un gato,
haciéndole un gesto perentorio a Borobá para que se quedara quieto. El
monito la obedeció de inmediato, enrollándose en la hamaca, y Alex lo
comparó con su perro Poncho, a quien él no había logrado jamás hacerle
comprender ni la orden más sencilla. Salieron sigilosos, deslizándose a lo
largo de la pared del hotel hacia la terraza, donde Alex había percibido las
voces. Se ocultaron en el ángulo de la puerta, aplastados contra la pared, y
desde allí vislumbraron al capitán Ariosto y a Mauro Carías sentados en torno
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
a una mesita, fumando, bebiendo y hablando en voz baja. Sus rostros eran
plenamente visibles a la luz de los cigarrillos y de una espiral de insecticida
que ardía sobre la mesa. Alex se felicitó por haber llamado a Nadia, porque los
hombres hablaban en español.
—Ya sabes lo que debes hacer, Ariosto —dijo Carías.
—No será fácil.
—Si fuera fácil, no te necesitaría y tampoco tendría que pagarte, hombre
—anotó Mauro Carías.
—No me gustan los fotógrafos, podemos meternos en un lío. Y en cuanto
a la escritora, déjame decirte que esa vieja me parece muy astuta —dijo el
capitán.
—El antropólogo, la escritora y los fotógrafos son indispensables para
nuestro plan. Saldrán de aquí contando exactamente el cuento que nos
conviene, eso eliminará cualquier sospecha contra nosotros. Así evitamos que
el Congreso mande una comisión para investigar los hechos, como ha ocurrido
antes. Esta vez habrá un grupo del International Geographic de testigo —
replicó Carías.
—No entiendo por qué el Gobierno protege a ese puñado de salvajes.
Ocupan miles de kilómetros cuadrados que debieran repartirse entre los
colonos, así llegaría el progreso a este infierno —comentó el capitán.
—Todo a su tiempo, Ariosto. En ese territorio hay esmeraldas y
diamantes. Antes que lleguen los colonos a cortar árboles y criar vacas, tú y
yo seremos ricos. No quiero aventureros por estos lados todavía.
—Entonces no los habrá. Para eso está el ejército, amigo Carías, para
hacer valer la ley. ¿No hay que proteger a los indios acaso? —dijo el capitán
Ariosto y los dos se rieron de buena gana.
—Tengo todo planeado, una persona de mi confianza irá con la
expedición.
—¿Quién?
—Por el momento prefiero no difundir su nombre. La Bestia es el
pretexto para que el tonto de Leblanc y los periodistas vayan exactamente
donde nosotros queremos y cubran la noticia. Ellos contactarán a los indios,
es inevitable. No pueden internarse en el triángulo del Alto Orinoco a buscar a
la Bestia sin toparse con los indios —apuntó el empresario.
—Tu plan me parece muy complicado. Tengo gente muy discreta,
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ISABEL ALLENDE
podemos hacer el trabajo sin que nadie se entere —aseguró el capitán Ariosto,
llevándose el vaso a los labios.
—¡No, hombre! ¿No te he explicado que debemos tener paciencia? —
replicó Carías.
—Explícame de nuevo el plan —exigió Ariosto.
—No te preocupes, del plan me encargo yo. En menos de tres meses
habremos desocupado la zona.
En ese instante Alex sintió algo sobre un pie y ahogó un grito: una
serpiente se deslizaba sobre su piel desnuda. Nadia se llevó un dedo a los
labios, indicándole que no se moviera. Carías y Ariosto se pusieron de pie,
advertidos, y ambos sacaron simultáneamente sus armas. El capitán encendió
su linterna y barrió los alrededores, pasando con el rayo de luz a pocos
centímetros del sitio donde se ocultaban los chicos. Era tanto el terror de
Alex, que de buena gana hubiera confrontado las pistolas con tal de sacudirse
la serpiente, que ahora se le enrollaba en el tobillo, pero la mano de Nadia lo
sujetaba por un brazo y comprendió que no podía arriesgar también la vida de
ella.
—¿Quién anda allí? —murmuró el capitán, sin levantar la voz para no
atraer a quienes dormían dentro del hotel.
Silencio.
—Vámonos, Ariosto —ordenó Carías. El militar volvió a barrer el sitio
con su linterna, luego ambos retrocedieron hasta las escaleras que iban a la
calle, siempre con las armas en las manos. Pasaron uno o dos minutos antes
que los muchachos sintieran que podían moverse sin llamar la atención. Para
entonces la culebra envolvía la pantorrilla, su cabeza estaba a la altura de la
rodilla y el sudor corría a raudales por el cuerpo del muchacho. Nadia se quitó
la camiseta, se envolvió la mano derecha y con mucho cuidado cogió la
serpiente cerca de la cabeza. De inmediato él sintió que el reptil lo apretaba
más, agitando la cola furiosamente, pero la chica lo sostuvo con firmeza y
luego lo fue separando sin brusquedad de la pierna de su nuevo amigo, hasta
que lo tuvo colgando de su mano. Movió el brazo como un molinete,
adquiriendo impulso, y luego lanzó la serpiente por encima de la baranda de
la terraza, hacia la oscuridad. Enseguida volvió a ponerse la camiseta, con la
mayor tranquilidad.
—¿Era venenosa? —preguntó el tembloroso muchacho apenas pudo
sacar la voz.
—Sí, creo que era una surucucú, pero no era muy grande. Tenía la boca
chica y no puede abrir demasiado las mandíbulas, sólo podría morderte un
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
dedo, no la pierna —replicó Nadia. Luego procedió a traducirle la
conversación de Carías y Ariosto.
—¿Cuál es el plan de esos malvados? ¿Qué podemos hacer? —preguntó
Nadia.
—No lo sé. Lo único que se me ocurre es contárselo a mi abuela, pero no
sé si me creería; dice que soy paranoico, que veo enemigos y peligros por
todas partes —contestó el muchacho.
—Por el momento sólo podemos esperar y vigilar, —sugirió ella, Los
muchachos volvieron a sus hamacas. Alex se durmió al punto, extenuado, y
despertó al amanecer con los aullidos ensordecedores de los monos. Su
hambre era tan voraz que hubiera comido de buena gana los panqueques de
su padre, pero no había nada para echarse a la boca y tuvo que esperar dos
horas hasta que sus compañeros de viaje estuvieron listos para desayunar. Le
ofrecieron café negro, cerveza tibia y las sobras frías del tapir de la noche
anterior. Rechazó todo, asqueado. Nunca había visto un tapir, pero imaginaba
que sería algo así como una rata grande; se llevaría una sorpresa pocos días
más tarde al comprobar que se trataba de un animal de más de cien kilos,
parecido a un cerdo, cuya carne era muy apreciada. Echó mano de un plátano,
pero resultó amargo y le dejó la lengua áspera, después se enteró que los de
esa clase debían ser cocinados. Nadia, quien había salido temprano a bañarse
al río con otras chicas, regresó con una flor fresca en una oreja y la misma
pluma verde en la otra, trayendo a Borobá abrazado al cuello y media piña en
la mano. Alex había leído que la única fruta segura en los climas tropicales es
la que uno mismo pela, pero decidió que el riesgo de contraer tifus era
preferible a la desnutrición. Devoró la piña que ella le ofrecía, agradecido.
César Santos, el guía, apareció momentos después, tan bien lavado
como su hija, invitando al resto de los sudorosos miembros de la expedición a
darse un chapuzón en el río. Todos lo siguieron, menos el profesor Leblanc,
quien mandó a Karakawe a buscar varios baldes de agua para bañarse en la
terraza, porque la idea de nadar en compañía de una mantarraya no le atraía.
Algunas eran del tamaño de una alfombra grande y sus poderosas colas no
sólo cortaban como sierras, también inyectaban veneno. Alex consideró que,
después de la experiencia con la serpiente de la noche anterior, no pensaba
retroceder ante el riesgo de toparse con un pez, por mala fama que tuviera. Se
tiró al agua de cabeza.
—Si te ataca una mantarraya, quiere decir que estas aguas no son para
ti —fue el único comentario de su abuela, quien partió con las mujeres a
bañarse a otro lado.
—Las mantarrayas son tímidas y viven en el lecho del río. Por lo general
escapan cuando perciben movimiento en el agua, pero de todos modos
conviene caminar arrastrando los pies, para no pisarlas —lo instruyó César
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ISABEL ALLENDE
Santos. El baño resultó delicioso y lo dejó fresco y limpio.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
7
EL JAGUAR NEGRO
Antes de partir, los miembros de la expedición fueron invitados al
campamento de Mauro Carías. La doctora Omayra Torres se disculpó, dijo que
debía enviar a los jóvenes mormones de vuelta a Manaos en un helicóptero del
Ejército, porque habían empeorado. El campamento se componía de varios
remolques, transportados mediante helicópteros y colocados en círculo en un
claro del bosque, a un par de kilómetros de Santa María de la Lluvia. Sus
instalaciones eran lujosas comparadas con las casuchas de techos de cinc de
la aldea. Contaba con un generador de electricidad, antena de radio y paneles
de energía solar.
Carías tenía recintos similares en varios puntos estratégicos del
Amazonas para controlar sus múltiples negocios, desde la explotación de
madera hasta las minas de oro, pero vivía lejos de allí. Decían que en Caracas,
Río de Janeiro y Miami poseía mansiones dignas de un príncipe y en cada una
mantenía a una esposa. Se desplazaba en su jet y su avioneta, también usaba
los vehículos del Ejército, que algunos generales amigos suyos ponían a su
disposición. En Santa María de la Lluvia no había un aeropuerto donde
pudiera aterrizar su jet, de manera que utilizaba su avioneta bimotor, que
comparada con el avioncito de César Santos, un decrépito pájaro de latas
oxidadas, resultaba impresionante. A Kate Coid le llamó la atención que el
campamento estuviera rodeado de alambres electrificados y custodiado por
guardias.
—¿Qué puede tener este hombre aquí que requiera tanta vigilancia? —le
comentó a su nieto.
Mauro Carías era de los pocos aventureros que se habían hecho ricos en
el Amazonas. Miles y miles de garimpeiros se internaban a pie o en canoa por
la selva y los ríos buscando minas de oro o yacimientos de diamantes,
abriéndose paso a machetazos en la vegetación, comidos de hormigas,
sanguijuelas y mosquitos. Muchos morían de malaria, otros a balazos, otros de
hambre y soledad; sus cuerpos se pudrían en tumbas anónimas o se los
comían los animales.
Decían que Carías había comenzado su fortuna con gallinas: las soltaba
en la selva y después les abría el buche de un cuchillazo para cosechar las
pepitas de oro que las infelices tragaban. Pero ése, como tantos otros chismes
sobre el pasado de ese hombre, debía ser exagerado, porque en realidad el
oro no estaba sembrado como maíz en el suelo del Amazonas. En todo caso,
Carías nunca tuvo que arriesgar la salud como los míseros garimpeiros,
porque tenía buenas conexiones y ojo para los negocios, sabía mandar y
hacerse respetar; lo que no obtenía por las buenas, lo obtenía por la fuerza.
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ISABEL ALLENDE
Muchos murmuraban a sus espaldas que era un criminal, pero nadie se
atrevía a decirlo en su cara; no se podía probar que tuviera sangre en las
manos. De apariencia nada tenía de amenazador o sospechoso, era hombre
simpático, apuesto, bronceado, con las manos cuidadas y los dientes
blanquísimos, vestido con fina ropa deportiva. Hablaba con una voz melodiosa
y miraba directo a los ojos, como si quisiera probar su franqueza en cada
frase.
El empresario recibió a los miembros de la expedición del International
Geographic en uno de los remolques acondicionado como salón, con todas las
comodidades que no existían en el pueblo. Lo acompañaban dos mujeres
jóvenes y atractivas, quienes servían los tragos y encendían los cigarros, pero
no decían ni media palabra. Alex pensó que no hablaban inglés. Las comparó
con Morgana, la chica que le robó la mochila en Nueva York, porque tenían la
misma actitud insolente. Se sonrojó al pensar en Morgana y volvió a
preguntarse cómo pudo ser tan inocente y dejarse engañar de esa manera.
Ellas eran las únicas mujeres a la vista en el campamento, el resto eran
hombres armados hasta los dientes. El anfitrión les ofreció un delicioso
almuerzo de quesos, carnes frías, mariscos, frutas, helados y otros lujos
traídos de Caracas. Por primera vez desde que salió de su país, el muchacho
americano pudo comer a gusto.
—Parece que conoces muy bien esta región, Santos. ¿Cuánto hace que
vives aquí? —preguntó Mauro Carías al guía.
—Toda la vida. No podría vivir en otra parte —replicó éste.
—Me han dicho que tu mujer se enfermó aquí. Lo lamento mucho... No
me extraña, muy pocos extranjeros sobreviven en este aislamiento y este
clima. ¿Y esta niña, no va a la escuela? —Y Carías estiró la mano para tocar a
Nadia, pero Borobá le mostró los dientes.
—No tengo que ir a la escuela. Sé leer y escribir —dijo Nadia enfática.
—Con eso ya no necesitas más, bonita —sonrió Carías.
—Nadia también conoce la naturaleza, habla inglés, español, portugués
y varias lenguas de los indios —añadió el padre.
—¿Qué es eso que llevas al cuello, bonita? —preguntó Carías con su
entonación cariñosa.
—Soy Nadia —dijo ella.
—Muéstrame tu collar, Nadia —sonrió el empresario, luciendo su
perfecta dentadura.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Es mágico, no me lo puedo quitar.
—¿Quieres venderlo? Te lo compro —se burló Mauro Carías.
—¡No! —gritó ella apartándose.
César Santos interrumpió para disculpar los modales ariscos de su hija.
Estaba extrañado de que ese hombre tan importante perdiera el tiempo
embromando a una criatura. Antes nadie se fijaba en Nadia, pero en los
últimos meses su hija empezaba a llamar la atención y eso no le gustaba nada.
Mauro Carías comentó que si la chica había vivido siempre en el Amazonas,
no estaba preparada para la sociedad. ¿Qué futuro la esperaba? Parecía muy
lista y con una buena educación podría llegar lejos, dijo. Incluso se ofreció
para llevársela con él a la ciudad, donde podría mandarla a la escuela y
convertirla en una señorita, como era debido.
—No puedo separarme de mi hija, pero se lo agradezco de todos modos
—replicó Santos.
—Piénsalo, hombre. Yo sería como su padrino... —agregó el empresario.
—También puedo hablar con los animales —lo interrumpió Nadia.
Una carcajada general recibió las palabras de Nadia. Los únicos que no se
rieron fueron su padre, Alex y Kate Coid.
—Si puedes hablar con los animales, tal vez puedas servirme de
intérprete con una de mis mascotas. Vengan conmigo —los invitó el
empresario con su suave entonación. Siguieron a Mauro Carías hasta un patio
formado por los remolques colocados en círculo, en cuyo centro había una
improvisada jaula hecha con palos y alambrado de gallinero. Adentro se
paseaba un gran felino con la actitud enloquecida de las fieras en cautiverio.
Era un jaguar negro, uno de los más hermosos ejemplares que se había visto
por esos lados, con la piel lustrosa y ojos hipnóticos color topacio. Ante su
presencia, Borobá lanzó un chillido agudo, saltó del hombro de Nadia y escapó
a toda velocidad, seguido por la niña, quien lo llamaba en vano. Alex se
sorprendió, pues hasta entonces no había visto al mono separarse
voluntariamente de su ama. Los fotógrafos de inmediato enfocaron sus lentes
hacia la fiera y también Kate Coid sacó del bolso su pequeña cámara
automática. El profesor Leblanc se mantuvo a prudente distancia.
—Los jaguares negros son los animales más temibles de Sudamérica. No
retroceden ante nada, son valientes —dijo Carías.
—Si lo admira, ¿por qué no lo suelta? Este pobre gato estaría mejor
muerto que prisionero —apuntó César Santos.
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ISABEL ALLENDE
—¿Soltarlo? ¡De ninguna manera, hombre! Tengo un pequeño zoológico
en mi casa de Río de Janeiro. Estoy esperando que llegue una jaula apropiada
para enviarlo allá.
Alex se había aproximado como en trance, fascinado por la visión de ese
enorme felino. Su abuela le gritó una advertencia que él no oyó y avanzó hasta
tocar con ambas manos el alambrado que lo separaba del animal. El jaguar se
detuvo, lanzó un formidable gruñido y luego fijó su mirada amarilla en Alex;
estaba inmóvil, con los músculos tensos, la piel color azabache palpitante. El
muchacho se quitó los lentes, que había usado desde los siete años, y los dejó
caer al suelo. Se encontraban tan cerca, que pudo distinguir cada manchita
dorada en las pupilas de la fiera, mientras los ojos de ambos se trababan en
un silencioso diálogo. Todo desapareció: se encontró solo frente al animal en
una vasta planicie de oro, rodeado de altísimas torres negras, bajo un cielo
blanco donde flotaban seis lunas transparentes, como medusas. Vio que el
felino abría las fauces, donde brillaban sus grandes dientes perlados, y con
una voz humana, pero que parecía provenir del fondo de una caverna,
pronunciaba su nombre: Alexander. Y él respondía con su propia voz, pero que
también sonaba cavernosa: Jaguar. El animal y el muchacho repitieron tres
veces esas palabras, Alexander, Jaguar, Alexander, Jaguar, Alexander, Jaguar,
y entonces la arena de la planicie se volvió fosforescente, el cielo se tomó
negro y las seis lunas empezaron a girar en sus órbitas y desplazarse como
lentos cometas.
Entretanto Mauro Carías había impartido una orden y uno de sus
empleados trajo un mono arrastrándolo de una cuerda. Al ver al jaguar el
mono tuvo una reacción similar a la de Borobá, empezó a chillar y dar saltos y
manotazos, pero no pudo soltarse. Carías lo cogió por el cuello y antes que
nadie alcanzara a adivinar sus intenciones, abrió la jaula con un solo
movimiento preciso y lanzó el aterrorizado animalito adentro.
Los fotógrafos, cogidos de sorpresa, debieron hacer un esfuerzo para
recordar que tenían una cámara en las manos. Leblanc seguía fascinado por
cada movimiento del infeliz simio, que trepaba por el alambrado buscando una
salida, y de la fiera, que lo seguía con los ojos, agazapado, preparándose para
el salto. Sin pensar lo que hacia, Alex se lanzó a la carrera, pisando y haciendo
añicos sus lentes, que estaban todavía en el suelo. Se abalanzó hacia la puerta
de la jaula dispuesto a rescatar a ambos animales, el mono de una muerte
segura y el jaguar de su prisión. Al ver a su nieto abriendo la cerradura, Kate
corrió también, pero antes que ella lo alcanzara dos de los empleados de
Carías ya habían cogido al muchacho por los brazos y forcejeaban con él. Todo
sucedió simultáneamente y tan rápido, que después Alex no pudo recordar la
secuencia de los hechos. De un zarpazo el jaguar tumbó al mono y con un
mordisco de sus temibles mandíbulas lo destrozó. La sangre salpicó en todas
direcciones. En el mismo momento César Santos sacó su pistola del cinto y le
disparó a la fiera un tiro preciso en la frente. Alex sintió el impacto como si la
bala le hubiera dado a él entre los ojos y habría caído de espaldas si los
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
guardias de Carías no lo hubieran tenido por los brazos prácticamente en vilo.
—¡Qué hiciste, desgraciado! —gritó el empresario, desenfundando
también su arma y volviéndose hacia César Santos.
Sus guardias soltaron a Alex, quien perdió el equilibrio y cayó al suelo,
para enfrentar al guía, pero no se atrevieron a ponerle las manos encima
porque éste aún empuñaba la pistola humeante.
—Lo puse en libertad —replicó César Santos con pasmosa tranquilidad.
Mauro Carías hizo un esfuerzo por controlarse. Comprendió que no
podía batirse a tiros con él delante de los periodistas y de Leblanc.
—¡Calma! —ordenó Mauro Carías a los guardias.
—¡Lo mató! ¡Lo mató! —repetía Leblanc, rojo de excitación. La muerte
del mono y luego la del felino lo habían puesto frenético, actuaba como ebrio.
—No se preocupe, profesor Leblanc, puedo obtener cuantos animales
quiera. Disculpen, me temo que éste fue un espectáculo poco apropiado para
corazones blandos —dijo Carías.
Kate Coid ayudó a su nieto a ponerse en pie, luego tomó a César Santos
por un brazo y lo condujo a la salida, sin dar tiempo a que la situación se
pusiera más violenta. El guía se dejó llevar por la escritora y salieron,
seguidos por Alex. Fuera encontraron a Nadia con el espantado Borobá
enrollado en su cintura. Alex intentó explicar a Nadia lo que había ocurrido
entre el jaguar y él antes que Mauro Carías introdujera al mono en la jaula,
pero todo se confundía en su mente. Había sido una experiencia tan real, que
el muchacho podía jurar que por unos minutos estuvo en otro mundo, en un
mundo de arenas radiantes y seis lunas girando en el firmamento, un mundo
donde el jaguar y él se fundieron en una sola voz. Aunque le fallaban las
palabras para contar a su amiga lo que había sentido, ella pareció
comprenderlo sin necesidad de oír los detalles.
—El jaguar te reconoció, porque es tu animal totémico —dijo—. Todos
tenemos el espíritu de un animal, que nos acompaña. Es como nuestra alma.
No todos encuentran su animal, sólo los grandes guerreros y los chamanes,
pero tú lo descubriste sin buscarlo. Tu nombre es Jaguar —dijo Nadia.
—¿Jaguar?
—Alexander es el nombre que te dieron tus padres. Jaguar es tu nombre
verdadero, pero para usarlo debes tener la naturaleza del jaguar.
—¿Y cómo es su naturaleza? ¿Cruel y sanguinaria? —preguntó Alex,
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ISABEL ALLENDE
pensando en las fauces de la fiera destrozando al mono en la jaula de Carías.
—Los animales no son crueles, como la gente, sólo matan para
defenderse o cuando tienen hambre.
—¿Tú también tienes un animal totémico, Nadia?
—Si, pero no se me ha revelado todavía. Encontrar su animal es menos
importante para una mujer, porque nosotras recibimos nuestra fuerza de la
tierra. Nosotras somos la naturaleza —dijo ella.
—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó Alex, quien ya dudaba menos de
las palabras de su nueva amiga.
—Me lo enseñó Walimaí.
—¿El chamán es tu amigo?
—Si, Jaguar, pero no le he dicho a nadie que hablo con Walimaí, ni
siquiera a mi papá.
—¿Por qué?
—Porque Walimaí prefiere la soledad. La única compañía que soporta es
la del espíritu de su esposa. Sólo a veces se aparece en algún shabono para
curar una enfermedad o participar en una ceremonia de los muertos, pero
nunca se aparece ante los nahab.
—¿Nahab?
—Forasteros.
—Tú eres forastera, Nadia.
—Dice Walimaí que yo no pertenezco a ninguna parte, que no soy ni
india ni extranjera, ni mujer ni espíritu.
—¿Qué eres entonces? —preguntó jaguar.
—Yo soy, no más —replicó ella.
César Santos explicó a los miembros de la expedición que remontarían el río
en lanchas de motor, internándose en las tierras indígenas hasta el pie de las
cataratas del Alto Orinoco. Allí armarían el campamento y, de ser posible,
despejarían una franja de bosque para improvisar una pequeña cancha de
aterrizaje. El volvería a Santa María de la Lluvia para buscar su avioneta, que
serviría de rápido enlace con la aldea. Dijo que para entonces el nuevo motor
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
habría llegado y simplemente sería cuestión de instalarlo. Con el avioncito
podrían ir a la inexpugnable zona de las montañas, donde según testimonio de
algunos indios y aventureros, podría tener su guarida la mitológica Bestia.
—¿Cómo sube y baja una criatura gigantesca por ese terreno que
supuestamente nosotros no podemos escalar? —preguntó Kate Coid.
—Lo averiguaremos —replicó César Santos.
—¿Cómo se movilizan los indios por allí sin una avioneta? —insistió ella.
—Conocen el terreno. Los indios pueden trepar una altísima palmera
con el tronco erizado de espinas. También pueden escalar las paredes de roca
de las cataratas, que son lisas como espejos —dijo el guía.
Pasaron buena parte de la mañana cargando los botes. El profesor
Leblanc llevaba más bultos que los fotógrafos, incluyendo una provisión de
cajones de agua embotellada, que usaba hasta para afeitarse, porque temía
las aguas infectadas de mercurio. Fue inútil que César Santos le repitiera que
acamparían aguas arriba, lejos de las minas de oro. Por sugerencia del guía,
Leblanc había empleado como su asistente personal a Karakawe, el indio que
la noche anterior lo abanicaba, para que lo atendiera durante el resto de la
travesía. Explicó que sufría de la espalda y no podía cargar ni el menor peso.
Desde el comienzo de esa aventura, Alexander tuvo la responsabilidad
de cuidar las cosas de su abuela. Ese era un aspecto de su trabajo, por el cual
ella le daba una remuneración mínima, que sería pagada al regreso, siempre
que cumpliera bien. Cada día Kate Coid anotaba en su cuaderno las horas
trabajadas por su nieto y lo hacía firmar la página, así llevaban la cuenta. En
un momento de sinceridad, el le había contado cómo rompió todo en su pieza
antes de empezar el viaje. A ella no le pareció grave, porque era de la opinión
que se necesita muy poco en este mundo, pero le ofreció un sueldo por si
pensaba reponer los destrozos. La abuela viajaba con tres mudas de ropa de
algodón, vodka, tabaco, champú, jabón, repelente de insectos, mosquitero,
manta, papel y una caja de lápices, todo dentro de una bolsa de lona. También
llevaba una cámara automática, de las más ordinarias, que había provocado
desdeñosas carcajadas en los fotógrafos profesionales Timothy Bruce y Joel
González. Kate los dejó que se rieran sin hacer comentarios. Alex llevaba aún
menos ropa que su abuela, más un mapa y un par de libros. Del cinturón se
había colgado su cortaplumas del Ejército suizo, su flauta y una brújula. Al ver
el instrumento, César Santos le explicó que de nada le servida en la selva,
donde no se podía avanzar en línea recta.
—Olvídate de la brújula, muchacho. Lo mejor es que me sigas sin
perderme nunca de vista —le aconsejó.
Pero a Alex le gustaba la idea de poder ubicar el norte dondequiera que
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ISABEL ALLENDE
se encontrara. Su reloj, en cambio, de nada servía, porque el tiempo del
Amazonas no era como el del resto del planeta, no se medía en horas, sino en
amaneceres, mareas, estaciones, lluvias.
Los cinco soldados facilitados por el capitán Ariosto, y Matuwe, el guía
indio empleado por César Santos, iban bien armados. Matuwe y Karakawe
habían adoptado esos nombres para entenderse con los forasteros; sólo sus
familiares y amigos íntimos podían llamarlos por sus nombres verdaderos.
Ambos habían dejado sus tribus muy jóvenes, para educarse en las escuelas
de los misioneros, donde fueron cristianizados, pero se mantenían en contacto
con los indios. Nadie podía ubicarse en la región mejor que Matuwe, quien
jamás había recurrido a un mapa para saber dónde estaba. Karakawe era
considerado «hombre de ciudad», porque viajaba a menudo a Manaos y
Caracas y porque tenía, como tanta gente de la ciudad, un temperamento
desconfiado.
César Santos llevaba lo indispensable para montar el campamento:
carpas, comida, utensilios de cocina, luces y radio de pilas, herramientas,
redes para fabricar trampas, machetes, cuchillos y algunas chucherías de
vidrio y plástico para intercambiar regalos con los indios. A última hora
apareció su hija con su monito negro colgado de una cadera, el amuleto de
Walimaí al cuello y sin más equipaje que un chaleco de algodón atado al
cuello, anunciando que estaba lista para embarcarse. Le había advertido a su
padre que no pensaba quedarse en Santa María de la Lluvia con las monjas
del hospital, como otras veces, porque Mauro Carías andaba por allí y no le
gustaba la forma en que la miraba y trataba de tocarla. Tenía miedo del
hombre que «llevaba el corazón en una bolsa». El profesor Leblanc montó en
cólera. Antes había objetado severamente la presencia del nieto de Kate Coid,
pero como era imposible mandarlo de vuelta a los Estados Unidos debió
tolerarlo; ahora, sin embargo, no estaba dispuesto a permitir por ningún
motivo que la hija del guía viniera también.
—Esto no es un jardín de infancia, es una expedición científica de alto
riesgo, los ojos del mundo están puestos en Ludovic Leblanc —alegó, furioso.
Como nadie le hizo caso, se negó a embarcarse. Sin él no podían partir;
sólo el inmenso prestigio de su nombre servía de garantía ante el
International Geographic dijo. César Santos procuró convencerlo de que su
hija siempre andaba con él y que no molestaría para nada, todo lo contrario,
podía ser de gran ayuda porque hablaba varios dialectos de los indios. Leblanc
se mantuvo inflexible. Media hora más tarde el calor subía de los cuarenta
grados, la humedad goteaba de todas las superficies y los ánimos de los
expedicionarios estaban tan caldeados como el clima. Entonces intervino Kate
Coid.
—A mi también me duele la espalda, profesor. Necesito una asistente
personal. He empleado a Nadia Santos para que cargue mis cuadernos y me
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
abanique con una hoja de banano —dijo.
Todos soltaron una carcajada. La chica subió dignamente al bote y se
sentó junto a la escritora. El mono se instaló en su falda y desde allí sacaba la
lengua y hacia morisquetas al profesor Leblanc, quien se había embarcado
también, rojo de indignación.
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ISABEL ALLENDE
8
LA EXPEDICIÓN
Nuevamente el grupo se encontró navegando río arriba. Esta vez iban
trece adultos y dos niños en un par de lanchones de motor, ambos
pertenecientes a Mauro Carías, quien los había puesto a disposición de
Leblanc.
Alex esperó la oportunidad para contarle en privado a su abuela el
extraño diálogo entre Mauro Carías y el capitán Ariosto, que Nadia le había
traducido. Kate escuchó con atención y no dio muestras de incredulidad, como
su nieto había temido; por el contrario, pareció muy interesada.
—No me gusta Carías. ¿Cuál será su plan para exterminar a los indios?
—preguntó.
—No lo sé.
—Lo único que podemos hacer por el momento es esperar y vigilar —
decidió la escritora.
—Lo mismo dijo Nadia.
—Esa niña debiera ser nieta mía, Alexander.
El viaje por el río era similar al que habían hecho antes desde Manaos
hasta Santa María de la Lluvia, aunque el paisaje había cambiado. Para
entonces el muchacho había decidido hacer como Nadia y en vez de luchar
contra los mosquitos empapándose en insecticida, dejaba que lo atacaran,
venciendo la tentación de rascarse. También se quitó las botas cuando
comprobó que estaban siempre mojadas y que las sanguijuelas lo picaban
igual que si no las tuviera. La primera vez no se dio cuenta hasta que su
abuela le señaló los pies: tenía los calcetines ensangrentados. Se los quitó y
vio a los asquerosos bichos prendidos de su piel, hinchados de sangre.
—No duele porque inyectan un anestésico antes de chupar la sangre —
explicó César Santos.
Luego le enseñó a soltar las sanguijuelas quemándolas con un cigarrillo,
para evitar que los dientes quedaran prendidos en la piel, con riesgo de
provocar una infección. Ese método resultaba algo complicado para Alex,
porque no fumaba, pero un poco del tabaco caliente de la pipa de su abuela
tuvo el mismo efecto. Era más fácil quitárselas de encima que vivir
preocupado por evitarlas.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Desde el comienzo Alex tuvo la impresión de que había una palpable
tensión entre los adultos de la expedición: nadie confiaba en nadie. Tampoco
podía sacudirse la sensación de ser espiado, de que había miles de ojos
observando cada movimiento de las lanchas. A cada rato miraba por encima
de su hombro, pero nadie los seguía por el río.
Los cinco soldados eran caboclos nacidos en la región; Matuwe, el guía
empleado por César Santos, era indígena y les serviría de intérprete con las
tribus. El otro indio puro era Karakawe, el asistente de Leblanc. Según la
doctora Omayra Torres, Karakawe no se comportaba como otros indios y
posiblemente nunca podría volver a vivir con su tribu.
Entre los indios todo se compartía y las únicas posesiones eran las pocas
armas o primitivas herramientas que cada uno pudiera llevar consigo. Cada
tribu tenía un shabono, una gran choza común en forma circular, techada con
paja y abierta hacia un patio interior. Vivían todos juntos, compartiendo desde
la comida hasta la crianza de los niños. Sin embargo, el contacto con los
extranjeros estaba acabando con las tribus: no sólo les contagiaban
enfermedades del cuerpo, también otras del alma. Apenas los indios probaban
un machete, un cuchillo o cualquier otro artefacto metálico, sus vidas
cambiaban para siempre. Con un solo machete podían multiplicar por mil la
producción en los pequeños jardines, donde cultivaban mandioca y maíz. Con
un cuchillo cualquier guerrero se sentía como un dios. Los indios sufrían la
misma obsesión por el acero que los forasteros sentían por el oro. Karakawe
había superado la etapa del machete y estaba en la de las armas de fuego: no
se desprendía de su anticuada pistola. Alguien como él, que pensaba más en sí
mismo que en la comunidad, no tenía lugar en la tribu. El individualismo se
consideraba una forma de demencia, como ser poseído por un demonio.
Karakawe era un hombre hosco y lacónico, sólo contestaba con una o
dos palabras cuando alguien le hacía una pregunta ineludible; no se llevaba
bien con los extranjeros, con los caboclos ni con los indios. Servia a Ludovic
Leblanc de mala gana y en sus ojos brillaba el odio cuando debía dirigirse al
antropólogo. No comía con los demás, no bebía una gota de alcohol y se
separaba del grupo cuando acampaban por la noche. Nadia y Alex lo
sorprendieron una vez escarbando el equipaje de la doctora Omayra Torres.
—Tarántula —dijo a modo de explicación.
Alexander y Nadia se propusieron vigilarlo. A medida que avanzaban, la
navegación se hacía cada vez más dificultosa porque el río solía angostarse,
precipitándose en rápidos que amenazaban volcar los lanchones. En otras
partes el agua parecía estancada y flotaban cadáveres de animales, troncos
podridos y ramas que impedían avanzar. Debían apagar los motores y seguir a
remo, usando pértigas de bambú para apartar los escombros. Varias veces
resultaron ser grandes caimanes, que vistos desde arriba se confundían con
troncos. César Santos explicó que cuando el agua estaba baja aparecían los
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ISABEL ALLENDE
jaguares y cuando estaba alta llegaban las serpientes. Vieron un par de
gigantescas tortugas y una anguila de metro y medio de largo que, según
César Santos, atacaba con una fuerte descarga eléctrica. La vegetación era
densa y desprendía un olor a materia orgánica en descomposición, pero a
veces al anochecer abrían unas grandes flores enredadas en los árboles y
entonces el aire se llenaba de un aroma dulce a vainilla y miel. Blancas garzas
los observaban inmóviles desde el pasto alto que crecía a orillas del río y por
todos lados había mariposas de brillantes colores.
César Santos solía detener los botes ante árboles cuyas ramas se
inclinaban sobre el agua y bastaba estirar la mano para coger sus frutos. Alex
nunca los había visto y no quiso probarlos, pero los demás los saboreaban con
placer. En una oportunidad el guía desvió la embarcación para cosechar una
planta que, según dijo, era un estupendo cicatrizante. La doctora Omayra
Torres estuvo de acuerdo y recomendó al muchacho americano que frotara la
cicatriz de su mano con el jugo de la planta, aunque en realidad no era
necesario, porque había sanado bien. Apenas le quedaba una línea roja, que
en nada le molestaba.
Kate Coid contó que muchos hombres buscaron en esa región la ciudad
mítica de El Dorado, donde según la leyenda las calles estaban pavimentadas
de oro y los niños jugaban con piedras preciosas. Muchos aventureros se
internaron en la selva y remontaron el Amazonas y el río Orinoco, sin alcanzar
el corazón de ese territorio encantado, donde el mundo permanecía inocente,
como en el despertar de la vida humana en el planeta. Murieron o
retrocedieron, derrotados por los indios, los mosquitos, las fieras, las
enfermedades tropicales, el clima y las dificultades del terreno.
Se encontraban ya en territorio venezolano, pero allí las fronteras nada
significaban, todo era el mismo paraíso prehistórico. A diferencia del río
Negro, las aguas de esos ríos eran solitarias. No se cruzaron con otras
embarcaciones, no vieron canoas, ni casas en pilotes, ni un solo ser humano.
En cambio la flora y la fauna eran maravillosas, los fotógrafos estaban de
fiesta, nunca habían tenido al alcance de sus lentes tantas especies de
árboles, plantas, flores, insectos, aves y animales. Vieron loros verdes y rojos,
elegantes flamencos, tucanes con el pico tan grande y pesado, que apenas
podían sostenerlo en sus frágiles cráneos, centenares de canarios y cotorras.
Muchos de esos pájaros estaban amenazados con desaparecer, porque los
traficantes los cazaban sin piedad para venderlos de contrabando en otros
países. Los monos de diferentes clases, casi humanos en sus expresiones y en
sus juegos, parecían saludarlos desde los árboles. Había venados, osos
hormigueros, ardillas y otros pequeños mamíferos. Varios espléndidos
papagayos —o guacamayas, como las llamaban también— los siguieron
durante largos trechos. Esas grandes aves multicolores volaban con increíble
gracia sobre las lanchas, como si tuvieran curiosidad por las extrañas
criaturas que viajaban en ellas. Leblanc les disparó con su pistola, pero César
Santos alcanzó a darle un golpe seco en el brazo, desviando el tiro. El balazo
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
asustó a los monos y otros pájaros, el cielo se llenó de alas, pero poco después
los papagayos regresaron, impasibles.
—No se comen, profesor, la carne es amarga. No hay razón para
matarlos —reprochó César Santos al antropólogo.
—Me gustan las plumas —dijo Leblanc, molesto por la interferencia del
guía.
—Cómprelas en Manaos —dijo secamente César Santos.
—Las guacamayas se pueden domesticar. Mi madre tiene una en nuestra
casa de Boa Vista. La acompaña a todas partes, volando siempre a dos metros
por encima de su cabeza. Cuando mi madre va al mercado, la guacamaya
sigue al bus hasta que ella se baja, la espera en un árbol mientras compra y
luego vuelve con ella, como un perrito faldero —contó la doctora Omayra
Torres.
Alex comprobó una vez más que la música de su flauta alborotaba a los
monos y a los pájaros. Borobá parecía particularmente atraído por la flauta.
Cuando él tocaba, el monito se quedaba inmóvil escuchando, con una
expresión solemne y curiosa; a veces le saltaba encima y tironeaba del
instrumento, pidiendo música. Alex lo complacía, encantado de contar por fin
con una audiencia interesada, después de haber peleado por años con sus
hermanas para que lo dejaran practicar la flauta en paz. Los miembros de la
expedición se sentían confortados por la música, que los acompañaba a
medida que el paisaje se volvía más hostil y misterioso. El muchacho tocaba
sin esfuerzo, las notas fluían solas, como si ese delicado instrumento tuviera
memoria y recordara la impecable maestría de su dueño anterior, el célebre
Joseph Coid. La sensación de que eran seguidos se había apoderado de todos.
Sin decirlo, porque lo que no se nombra es como si no existiera, vigilaban la
naturaleza. El profesor Leblanc pasaba el día con sus binoculares en la mano
examinando las orillas del río; la tensión lo había vuelto aún más
desagradable. Los únicos que no se habían contagiado por el nerviosismo
colectivo eran Kate Coid y el inglés Timothy Bruce. Ambos habían trabajado
juntos en muchas ocasiones, habían recorrido medio mundo para sus artículos
de viaje, habían estado en varias guerras y revoluciones, trepado montañas y
descendido al fondo del mar, de modo que muy pocas cosas les quitaban el
sueño. Además les gustaba alardear de indiferencia.
—¿No te parece que nos están vigilando, Kate? —le preguntó su nieto.
—Si.
—¿No te da miedo?
—Hay varias maneras de superar el miedo, Alexander. Ninguna funciona
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ISABEL ALLENDE
—replicó ella.
Apenas había pronunciado estas palabras cuando uno de los soldados
que viajaba en su embarcación cayó sin un grito a sus pies. Kate Coid se
inclinó sobre él, sin comprender al principio qué había sucedido, hasta que vio
una especie de espina larga clavada en el pecho del hombre. Comprobó que
había muerto instantáneamente: la espina había pasado limpiamente entre las
costillas y le había atravesado el corazón. Alex y Kate alertaron a los demás
tripulantes, que no se habían dado cuenta de lo ocurrido, tan silencioso había
sido el ataque. Un instante después media docena de armas de fuego se
descargaron contra la espesura. Cuando se disipó el fragor, la pólvora y la
estampida de los pájaros que cubrieron el cielo, vieron que nada más se había
movido en la selva. Quienes lanzaron el dardo mortal se mantuvieron
agazapados, inmóviles y silenciosos. De un tirón César Santos lo arrancó del
cadáver y vieron que medía aproximadamente un pie de largo y era tan firme
y flexible como el acero. El guía dio orden de continuar a toda marcha, porque
en esa parte el río era angosto y las embarcaciones eran blanco fácil de las
flechas de los atacantes. No se detuvieron hasta dos horas más tarde, cuando
consideró que estaban a salvo. Recién entonces pudieron examinar el dardo,
decorado con extrañas marcas de pintura roja y negra, que nadie pudo
descifrar. Karakawe y Matuwe aseguraron que nunca las habían visto, no
pertenecían a sus tribus ni a ninguna otra conocida, pero aseguraron que
todos los indios de la región usaban cerbatanas. La doctora Omayra Torres
explicó que si el dardo no hubiera dado en el corazón con tal espectacular
precisión, de todos modos habría matado al hombre en pocos minutos, aunque
en forma más dolorosa, porque la punta estaba impregnada en curare, un
veneno mortal, empleado por los indios para cazar y para la guerra, contra el
cual no se conocía antídoto.
—¡Esto es inadmisible! ¡Esa flecha podría haberme dado a mí! —
protestó Leblanc.
—Cierto —admitió César Santos.
—¡Esto es culpa suya! —agregó el profesor.
—¿Culpa mía? —repitió César Santos, confundido por el giro inusitado
que tomaba el asunto.
—¡Usted es el guía! ¡Es responsable por nuestra seguridad, para eso le
pagamos!
—No estamos exactamente en un viaje de turismo, profesor —replicó
César Santos.
—Daremos media vuelta y regresaremos de inmediato. ¿Se da cuenta de
la pérdida que sería para el mundo científico si algo le sucediera a Ludovic
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Leblanc? —exclamó el profesor.
Asombrados, los miembros de la expedición guardaron silencio. Nadie
supo qué decir, hasta que intervino Kate Coid.
—Me contrataron para escribir un artículo sobre la Bestia y pienso
hacerlo, con flechas envenenadas o sin ellas, profesor. Si desea regresar,
puede hacerlo a pie o nadando, como prefiera. Nosotros continuaremos de
acuerdo a lo planeado —dijo.
—¡Vieja insolente, cómo se atreve a...! —empezó a chillar el profesor.
—No me falte el respeto, hombrecito —lo interrumpió calmadamente la
escritora, cogiéndolo con firmeza por la camisa y paralizándolo con la
expresión de sus temibles pupilas azules.
Alex pensó que el antropólogo le plantaría una bofetada a su abuela y
avanzó dispuesto a interceptarla, pero no fue necesario. La mirada de Kate
Coid tuvo el poder de calmar los ánimos del irritable Leblanc como por obra
de magia.
—¿Qué haremos con el cuerpo de este pobre hombre? —preguntó la
doctora, señalando el cadáver.
—No podemos llevarlo, en este clima, Omayra, ya sabes que la
descomposición es muy rápida. Supongo que debemos lanzarlo al río... —
sugirió César Santos.
—Su espíritu se enojaría y nos perseguiría para matarnos —intervino
Matuwe, el guía indio, aterrado.
—Entonces haremos como los indios cuando deben postergar una
cremación; lo dejaremos expuesto para que los pájaros y los animales
aprovechen sus restos —decidió César Santos.
—¿No habrá ceremonia, como debe ser? —insistió Matuwe.
—No tenemos tiempo. Un funeral apropiado demoraría varios días.
Además este hombre era cristiano —explicó César Santos.
Finalmente acordaron envolverlo en una lona y colocarlo sobre una
pequeña plataforma de cortezas que instalaron en la copa de un árbol. Kate
Coid, quien no era una mujer religiosa, pero tenía buena memoria y recordaba
las oraciones de su infancia, improvisó un breve rito cristiano. Timothy Bruce
y Joel González filmaron y fotografiaron el cuerpo y el funeral, como prueba
de lo ocurrido. César Santos talló cruces en los árboles de la orilla y marcó el
sitio lo mejor que pudo en el mapa para reconocerlo cuando volvieran más
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ISABEL ALLENDE
tarde a buscar los huesos, que serían entregados a la familia del difunto en
Santa María de la Lluvia. A partir de ese momento el viaje fue de mal en peor.
La vegetación se hizo más densa y la luz del sol sólo los alcanzaba cuando
navegaban por el centro del río. Iban tan apretados e incómodos, que no
podían dormir en las embarcaciones; a pesar del peligro que representaban
los indios y los animales salvajes, era necesario acampar en la orilla. César
Santos repartía los alimentos, organizaba las partidas de caza y pesca, y
distribuía los turnos entre los hombres para montar guardia por la noche.
Excluyó al profesor Leblanc, porque era evidente que al menor ruido le
fallaban los nervios. Kate Coid y la doctora Omayra Torres exigieron
participar en la vigilancia, les pareció un insulto que las eximieran por ser
mujeres. Entonces los dos chicos insistieron en ser aceptados también, en
parte porque deseaban espiar a Karakawe. Lo habían visto echarse puñados
de balas en los bolsillos y rondar el equipo de radio, con el cual de vez en
cuando César Santos lograba comunicarse con gran dificultad para indicar su
posición en el mapa al operador de Santa María de la Lluvia. La cúpula
vegetal de la selva actuaba como un paraguas, impidiendo el paso de las
ondas de radio.
—¿Qué será peor, los indios o la Bestia? —preguntó Alex en broma a
Ludovic Leblanc.
—Los indios, joven. Son caníbales, no sólo se comen a sus enemigos,
también a los muertos de su propia tribu —replicó enfático el profesor.
—¿Cierto? Nunca había oído eso —anotó irónica la doctora Omayra
Torres.
—Lea mi libro, señorita.
—Doctora —lo corrigió ella por milésima vez.
—Estos indios matan para conseguir mujeres —aseguró Leblanc.
—Tal vez por eso mataría usted, profesor, pero no los indios, porque no
les faltan mujeres, más bien les sobran —replicó la doctora.
—Lo he comprobado con mis propios ojos: asaltan otros shabonos para robar a
las muchachas.
—Que yo sepa, no pueden obligar a las muchachas a quedarse con ellos
contra su voluntad. Si quieren, ellas se van. Cuando hay guerra entre dos
shabonos es porque uno ha empleado magia para hacer daño al otro, por
venganza, o a veces son guerras ceremoniales en las cuales se dan garrotazos,
pero sin intención de matar a nadie —interrumpió César Santos.
—Se equívoca, Santos. Vea el documental de Ludovic Leblanc y
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
entenderá mi teoría —aseguró Leblanc.
—Entiendo que usted repartió machetes y cuchillos en un shabono y prometió
a los indios que les daría más regalos si actuaban para las cámaras de acuerdo
a sus instrucciones... —sugirió el guía.
—¡Esa es una calumnia! Según mi teoría...
—También otros antropólogos y periodistas han venido al Amazonas con
sus propias ideas sobre los indios. Hubo uno que filmó un documental en que
los muchachos andaban vestidos de mujer, se maquillaban y usaban
desodorante —añadió César Santos.
—¡Ah! Ese colega siempre tuvo ideas algo raras... —admitió el profesor.
El guía enseñó a Alex y Nadia a cargar y usar las pistolas. La chica no
demostró gran habilidad ni interés; parecía incapaz de dar en el blanco a tres
pasos de distancia, Alex, en cambio, estaba fascinado. El peso de la pistola en
la mano le daba una sensación de invencible poder; por primera vez
comprendía la obsesión de tanta gente por las armas.
—Mis padres no toleran las armas de fuego. Si me vieran con esto, creo
que se desmayarían —comentó.
—No te verán —aseguró su abuela, mientras le tomaba una fotografía.
Alex se agachó e hizo ademán de disparar, como hacia cuando jugaba de niño.
—La técnica segura para errar el tiro es apuntar y disparar apurado —
dijo Kate Coid—. Si nos atacan, eso es exactamente lo que harás, Alexander,
pero no te preocupes, porque nadie estará mirándote. Lo más probable es que
para entonces ya estemos todos muertos.
—No confías en que yo pueda defenderte, ¿verdad?
—No. Pero prefiero morir asesinada por los indios en el Amazonas, que
de vejez en Nueva York —replicó su abuela.
—¡Eres única, Kate! —sonrió el chico.
—Todos somos únicos, Alexander —lo cortó ella.
Al tercer día de navegación vislumbraron una familia de venados en un
pequeño claro de la orilla. Los animales, acostumbrados a la seguridad del
bosque, no parecieron perturbados por la presencia de los botes. César Santos
ordenó detenerse y mató a uno con su rifle, mientras los demás huían
despavoridos. Esa noche los expedicionarios cenarían muy bien, la carne de
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ISABEL ALLENDE
venado era muy apreciada, a pesar de su textura fibrosa, y sería una fiesta
después de tantos días con la misma dieta de pescado. Matuwe llevaba un
veneno que los indios de su tribu echaban en el río. Cuando el veneno caía al
agua, los peces se paralizaban y era posible ensartarlos fácilmente con una
lanza o una flecha atada a una liana. El veneno no dejaba rastro en la carne
del pescado ni en el agua, el resto de los peces se recuperaba a los pocos
instantes.
Se encontraban en un lugar apacible donde el río formaba una pequeña
laguna, perfecto para detenerse por un par de horas a comer y reponer las
fuerzas. César Santos les advirtió que tuvieran cuidado porque el agua era
turbia y habían visto caimanes unas horas antes, pero todos estaban
acalorados y sedientos. Con las pértigas los guardias movieron el agua y como
no vieron huellas de caimanes, todos decidieron bañarse, menos el profesor
Ludovic Leblanc, quien no se metía al río por ningún motivo. Borobá, el mono,
era enemigo del baño, pero Nadia lo obligaba a remojarse de vez en cuando
para quitarle las pulgas. Montado en la cabeza de su ama, el animalito lanzaba
exclamaciones del más puro espanto cada vez que lo salpicaba una gota. Los
miembros de la expedición chapotearon por un rato, mientras César Santos y
dos de sus hombres destazaban el venado y encendían fuego para asarlo.
Alex vio a su abuela quitarse los pantalones y la camisa para nadar en
ropa interior, sin muestra de pudor, a pesar de que al mojarse aparecía casi
desnuda. Trató de no mirarla, pero pronto comprendió que allí, en medio de la
naturaleza y tan lejos del mundo conocido, la vergüenza por el cuerpo no tenía
cabida. Se había criado en estrecho contacto con su madre y sus hermanas y
en la escuela se había acostumbrado a la compañía del sexo opuesto, pero en
los últimos tiempos todo lo femenino le atraía como un misterio remoto y
prohibido. Conocía la causa: sus hormonas, que andaban muy alborotadas y
no lo dejaban pensar en paz. La adolescencia era un lío, lo peor de lo peor,
decidió. Deberían inventar un aparato con rayos láser, donde uno se metiera
por un minuto y, ¡plaf!, saliera convertido en adulto. Llevaba un huracán por
dentro, a veces andaba eufórico, rey del mundo, dispuesto a luchar a brazo
partido con un león; otras era simplemente un renacuajo. Desde que empezó
ese viaje, sin embargo, no se había acordado de las hormonas, tampoco le
había alcanzado el tiempo para preguntarse si valía la pena seguir viviendo,
una duda que antes lo asaltaba por lo menos una vez al día. Ahora comparaba
el cuerpo de su abuela —enjuto, lleno de nudos, la piel cuarteada— con las
suaves curvas doradas de la doctora Omayra Torres, quien usaba un discreto
traje de baño negro, y con la gracia todavía infantil de Nadia. Consideró cómo
cambia el cuerpo en las diferentes edades y decidió que las tres mujeres, a su
manera, eran igualmente hermosas. Se sonrojó ante esa idea. Jamás hubiera
pensado dos semanas antes que podía considerar atractiva a su propia abuela.
¿Estarían las hormonas cocinándole el cerebro?
Un alarido escalofriante sacó a Alex de tan importantes cavilaciones. El
grito provenía de Joel González, uno de los fotógrafos, quien se debatía
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
desesperadamente en el lodo de la orilla. Al principio nadie supo lo que
sucedía, sólo vieron los brazos del hombre agitándose en el aire y la cabeza
que se hundía y volvía a emerger. Alex, quien participaba en el equipo de
natación de su colegio, fue el primero en alcanzarlo de dos o tres brazadas. Al
acercarse vio con absoluto horror que una serpiente gruesa como una
hinchada manguera de bombero envolvía el cuerpo del fotógrafo. Alex cogió a
González por un brazo y trató de arrastrarlo hacia tierra firme, pero el peso
del hombre y el reptil era demasiado para él. Con ambas manos intentó
separar al animal, tirando con todas sus fuerzas, pero los anillos del reptil
apretaron más a su víctima. Recordó la escalofriante experiencia de la
surucucú que unas noches antes se le había enrollado en una pierna. Esto era
mil veces peor. El fotógrafo ya no se debatía ni gritaba, estaba inconsciente.
—¡Papá, papá! ¡Una anaconda! —llamó Nadia, sumándose a los gritos de
Alex.
Para entonces Kate Coid, Timothy Bruce y dos de los soldados se habían
aproximado y entre todos luchaban con la poderosa culebra para desprenderla
del cuerpo del infeliz González. El alboroto movió el barro del fondo de la
laguna, tornando el agua oscura y espesa como chocolate. En la confusión no
se veía lo que pasaba, cada uno halaba y gritaba instrucciones sin resultado
alguno. El esfuerzo parecía inútil hasta que llegó César Santos con el cuchillo
con que estaba destazando el venado. El guía no se atrevió a usarlo a ciegas
por temor a herir a Joel González o a cualquiera de los otros que forcejeaban
con el reptil; debió esperar el momento en que la cabeza de la anaconda
surgió brevemente del lodo para decapitarla de un tajo certero. El agua se
llenó de sangre, volviéndose color de óxido. Necesitaron cinco minutos más
para liberar al fotógrafo, porque los anillos constrictores seguían
oprimiéndolo por reflejo.
Arrastraron a Joel González hasta la orilla, donde quedó tendido como
muerto. El profesor Leblanc se había puesto tan nervioso, que desde un lugar
seguro disparaba tiros al aire, contribuyendo a la confusión y el trastorno
general, hasta que Kate Coid le quitó la pistola y lo conminó a callarse.
Mientras los demás habían estado luchando en el agua con la anaconda, la
doctora Omayra Torres había trepado de vuelta a la lancha a buscar su
maletín y ahora se encontraba de rodillas junto al hombre inconsciente con
una jeringa en la mano. Actuaba en silencio y con calma, como si el ataque de
una anaconda fuera un acontecimiento perfectamente normal en su vida.
Inyectó adrenalina a González y una vez que estuvo segura de que respiraba,
procedió a examinarlo.
—Tiene varias costillas rotas y está choqueado —dijo—. Esperemos que
no tenga los pulmones agujereados por un hueso o el cuello fracturado. Hay
que inmovilizarlo.
—¿Cómo lo haremos? —preguntó César Santos.
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ISABEL ALLENDE
—Los indios usan cortezas de árbol, barro y lianas —dijo Nadia, todavía
temblando por lo que acababa de presenciar.
—Muy bien, Nadia —aprobó la doctora.
El guía impartió las instrucciones necesarias y muy pronto la doctora,
ayudada por Kate y Nadia, había envuelto al herido desde las caderas hasta el
cuello en trapos empapados en barro fresco, encima había puesto lonjas
largas de corteza y luego lo había amarrado. Al secarse el barro, ese paquete
primitivo tendría el mismo efecto de un moderno corsé ortopédico. Joel
González, atontado y adolorido, no sospechaba aún lo ocurrido, pero había
recuperado el conocimiento y podía articular algunas palabras.
—Debemos conducir a Joel de inmediato a Santa María de la Lluvia. Allí
podrán llevarlo en el avión de Mauro Carías a un hospital —determinó la
doctora.
—¡Éste es un terrible inconveniente! Tenemos solamente dos botes. No
podemos mandar uno de vuelta —replicó el profesor Leblanc.
—¿Cómo? ¿Ayer usted quería disponer de un bote para escapar y ahora
no quiere enviar uno con mi amigo mal herido? —preguntó Timothy Bruce
haciendo un esfuerzo por mantener la calma.
—Sin atención adecuada, Joel puede morir —explicó la doctora.
—No exagere, mi buena mujer. Este hombre no está grave, sólo
asustado. Con un poco de descanso se repondrá en un par de días —dijo
Leblanc.
—Muy considerado de su parte, profesor —masculló Timothy Bruce,
cerrando los puños.
—¡Basta, señores! Mañana tomaremos una decisión. Ya es demasiado
tarde para navegar, pronto oscurecerá. Debemos acampar aquí —determinó
César Santos. La doctora Omayra Torres ordenó que hicieran una fogata cerca
del herido para mantenerlo seco y caliente durante la noche, que siempre era
fría. Para ayudarlo a soportar el dolor le dio morfina y para prevenir
infecciones comenzó a administrarle antibióticos. Mezcló unas cucharadas de
agua y un poco de sal en una botella de agua y dio instrucciones a Timothy
Bruce de administrar el líquido a cucharaditas a su amigo, para evitar que se
deshidratara, puesto que resultaba evidente que no podría tragar alimento
sólido en los próximos días. El fotógrafo inglés, quien rara vez cambiaba su
expresión de caballo abúlico, estaba francamente preocupado y obedeció las
órdenes con solicitud de madre. Hasta el malhumorado profesor Leblanc
debió admitir para sus adentros que la presencia de la doctora era
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
indispensable en una aventura como ésa.
Entretanto tres de los soldados y Karakawe habían arrastrado el cuerpo
de la anaconda hasta la orilla. Al medirla vieron que tenía casi seis metros de
largo. El profesor Leblanc insistió en ser fotografiado con la anaconda
enrollada en torno a su cuerpo de tal modo que no se viera que le faltaba la
cabeza. Después los soldados arrancaron la piel del reptil, que clavaron sobre
un tronco para secarla; con ese método podían aumentar el largo en un veinte
por ciento y los turistas pagarían buen precio por ella. No tendrían que
llevarla a la ciudad, sin embargo, porque el profesor Leblanc ofreció
comprarla allí mismo, una vez que estuvo seguro de que no se la darían gratis.
Kate Coid cuchicheó burlona al oído de su nieto que seguramente dentro de
algunas semanas, el antropólogo exhibiría la anaconda como un trofeo en sus
conferencias, contando cómo la cazó con sus propias manos. Así había ganado
su fama de héroe entre estudiantes de antropología en el mundo entero,
fascinados con la idea de que los homicidas tenían el doble de mujeres y tres
veces más hijos que los hombres pacíficos. La teoría de Leblanc sobre la
ventaja del macho dominante, capaz de cometer cualquier brutalidad para
transmitir sus genes, atraía mucho a esos aburridos estudiantes condenados a
vivir domesticados en plena civilización.
Los soldados buscaron en la laguna la cabeza de la anaconda, pero no
pudieron hallarla, se había hundido en el lodo del fondo o la había arrastrado
la corriente. No se atrevieron a escarbar demasiado, porque se decía que esos
reptiles siempre andan en pareja y ninguno estaba dispuesto a toparse con
otro de aquellos ejemplares. La doctora Omayra Torres explicó que indios y
caboclos por igual atribuían a las serpientes poderes curativos y proféticos.
Las disecaban, las molían y usaban el polvo para tratar tuberculosis, calvicie y
enfermedades de los huesos, también como ayuda para interpretar sueños. La
cabeza de una de ese tamaño sería muy apreciada, aseguró, era una lástima
que se hubiera perdido.
Los hombres cortaron la carne del reptil, la salaron y procedieron a
asarla ensartada en palos. Alex, quien hasta entonces se había negado a
probar pirarucú, oso hormiguero, tucán, mono o tapir, sintió una súbita
curiosidad por saber cómo era la carne de aquella enorme serpiente de agua.
Tuvo en consideración, sobre todo, cuánto aumentaría su prestigio ante
Cecilia Burns y sus amigos en California cuando supieran que había cenado
anaconda en medio de la selva amazónica. Posó frente a la piel de la
serpiente, con un pedazo de su carne en la mano, exigiendo que su abuela
dejara testimonio fotográfico. El animal, bastante carbonizado porque ninguno
de los expedicionarios era buen cocinero, resultó tener la textura del atún y
un vago sabor de pollo. Comparado con el venado, era desabrido, pero Alex
decidió que en todo caso era preferible a los gomosos panqueques que
preparaba su padre. El súbito recuerdo de su familia lo golpeó como una
bofetada. Se quedó con el trozo de anaconda ensartado en el palillo mirando
la noche, pensativo.
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ISABEL ALLENDE
—¿Qué ves? —le preguntó Nadia en un susurro.
—Veo a mi mamá —respondió el chico y un sollozo se le escapó de los
labios.
—¿Cómo está?
—Enferma, muy enferma —respondió él.
—La tuya está enferma del cuerpo, la mía está enferma del alma.
—¿Puedes verla? —inquirió Alex.
—A veces —dijo ella.
—Esta es la primera vez que puedo ver a alguien de esta manera —
explicó Alex—. Tuve una sensación muy extraña, como si viera a mi mamá con
toda claridad en una pantalla, sin poder tocarla o hablarle.
—Todo es cuestión de práctica, Jaguar. Se puede aprender a ver con el
corazón. Los chamanes como Walimaí también pueden tocar y hablar desde
lejos, con el corazón —dijo Nadia.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
9
LA GENTE DE LA NEBLINA
Esa noche colgaron las hamacas entre los árboles y César Santos asignó
los turnos, de dos horas cada uno, para montar guardia y mantener el fuego
encendido. Después de la muerte del hombre víctima de la flecha y del
accidente de Joel González, quedaban diez adultos y los dos chicos, porque
Leblanc no contaba, para cubrir las ocho horas de oscuridad. Ludovic Leblanc
se consideraba jefe de la expedición y como tal debía «mantenerse fresco»; sin
una buena noche de sueño no se sentiría lúcido para tomar decisiones,
argumentó. Los demás se alegraron, porque en realidad ninguno quería
montar guardia con un hombre que se ponía nervioso a la vista de una ardilla.
El primer turno, que normalmente era el más fácil, porque la gente aún estaba
alerta y todavía no hacía mucho frío, fue asignado a la doctora Omayra Torres,
un caboclo y Timothy Bruce, quien no se consolaba por lo ocurrido a su
colega. Bruce y González habían trabajado juntos durante varios años y se
estimaban como hermanos. El segundo turno correspondía a otro soldado,
Alex y Kate Coid; el tercero a Matuwe, César Santos y su hija Nadia. El turno
del amanecer fue entregado a dos soldados y Karakawe. Para todos fue difícil
conciliar el sueño, porque a los gemidos del infortunado Joel González se
sumaba un extraño y persistente olor, que parecía impregnar el bosque.
Habían oído hablar de la fetidez que, según se aseguraba, era característica
de la Bestia. César Santos explicó que probablemente estaban acampando
cerca de una familia de iracas, una especie de comadreja de rostro muy dulce,
pero con un olor parecido al de los zorrillos. Esa interpretación no tranquilizó
a nadie.
—Estoy mareado y con náuseas —comentó Alex, pálido.
—Si el olor no te mata, te hará fuerte —dijo Kate, que era la única
impasible ante la hediondez.
—¡Es espantoso!
—Digamos que es diferente. Los sentidos son subjetivos, Alexander. Lo
que a ti te repugna, para otro puede ser atractivo. Tal vez la Bestia emite este
olor como un canto de amor, para llamar a su pareja —dijo sonriendo su
abuela.
—¡Puaj! Huele a cadáver de rata mezclado con orina de elefante, comida
podrida y...
—Es decir, huele como tus calcetines —lo cortó su abuela.
Persistía en los expedicionarios la sensación de ser observados por
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ISABEL ALLENDE
cientos de ojos desde la espesura. Se sentían expuestos, iluminados como
estaban por la tembleque claridad de la fogata y un par de lámparas de
petróleo. La primera parte de la noche transcurrió sin mayores sobresaltos,
hasta el turno de Alex, Kate y uno de los soldados. El chico pasó la primera
hora mirando la noche y el reflejo del agua, cuidando el sueño de los demás.
Pensaba en cuánto había cambiado en pocos días. Ahora podía pasar mucho
tiempo quieto y en silencio, entretenido con sus propias ideas, sin necesidad
de sus juegos de video, su bicicleta o la televisión, como antes. Descubrió que
podía trasladarse a ese lugar íntimo de quietud y silencio que debía alcanzar
cuando escalaba montañas. La primera lección de montañismo de su padre
había sido que mientras estuviera tenso, ansioso o apurado, la mitad de su
fuerza se dispersaba. Se requería calma para vencer a la montaña. Podía
aplicar esa lección cuando escalaba, pero hasta ese momento de poco le había
servido en otros aspectos de su vida. Se dio cuenta de que tenía muchas cosas
en las cuales meditar, pero la imagen más recurrente era siempre su madre.
Si ella moría... Siempre se detenía allí. Había decidido no ponerse en ese caso,
porque era como llamar a la desgracia. Se concentraba, en cambio, en
enviarle energía positiva; era su forma de ayudarla.
De súbito un ruido interrumpió sus pensamientos. Oyó con toda nitidez
unos pasos de gigante aplastando los arbustos cercanos. Sintió un espasmo en
el pecho, como si se ahogara. Por primera vez desde que perdiera los lentes
en el recinto de Mauro Carías, los echó de menos, porque su visión era mucho
peor de noche. Sosteniendo la pistola con ambas manos para dominar su
temblor, tal como había visto en las películas, esperó sin saber qué hacer.
Cuando percibió que la vegetación se movía muy cerca, como si hubiera un
contingente de enemigos agazapados, lanzó un largo grito estremecedor, que
sonó como sirena de naufragio y despertó a todo el mundo. En un instante su
abuela estaba a su lado empuñando su rifle. Los dos se encontraron frente a
frente con la cabezota de un animal que al principio no pudieron identificar.
Era un cerdo salvaje, un gran jabalí. No se movieron, paralizados por la
sorpresa, y eso los salvó, porque el animal, como Alex, tampoco veía bien en la
oscuridad. Por suerte la brisa corría en dirección contraria, así es que no pudo
olerlos. César Santos fue el primero en deslizarse con cautela de su hamaca y
evaluar la situación, a pesar de la pésima visibilidad.
—Nadie se mueva... —ordenó casi en un susurro, para no atraer al
jabalí.
Su carne es muy sabrosa y habría alcanzado para festejar durante varios
días, pero no había luz para disparar y nadie se atrevió a empuñar un machete
y arremeter contra tan peligroso animal. El cerdo se paseó tranquilo entre las
hamacas, olisqueó las provisiones que colgaban de cordeles para salvarlas de
ratas y hormigas y finalmente asomó la nariz en la carpa del profesor Ludovic
Leblanc, quien estuvo a punto de sufrir un infarto del susto. No quedó más
remedio que aguardar a que el pesado visitante se aburriera de recorrer el
campamento y se fuera, pasando tan cerca de Alex, que éste hubiera podido
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
estirar la mano y tocar su erizado pelaje. Después que se disipó la tensión y
pudieron bromear, el muchacho se sintió como un histérico por haber gritado
de esa manera, pero César Santos le aseguró que había hecho lo correcto. El
guía repitió sus instrucciones en caso de alerta: agacharse y gritar primero,
disparar después. No había terminado de decirlo cuando sonó un tiro: era
Ludovic Leblanc disparando al aire diez minutos después que había pasado el
peligro. Definitivamente el profesor era de gatillo ligero, como dijo Kate Coid.
En el tercer turno, cuando la noche estaba más fría y oscura,
correspondió la vigilancia a César Santos, Nadia y uno de los soldados. El guía
vaciló en despertar a su hija, quien dormía profundamente, abrazada a
Borobá, pero adivinó que ella no le perdonaría si dejaba de hacerlo. La niña se
despabiló el sueño con dos tragos de café negro bien azucarado y se abrigó lo
mejor que pudo con un par de camisetas, su chaleco y la chaqueta de su
padre. Alex había alcanzado a dormir sólo dos horas y estaba muy cansado,
pero cuando vislumbró en la tenue luz de la fogata que Nadia se aprontaba
para hacer su guardia, se levantó también, dispuesto a acompañarla.
—Yo estoy segura, no te preocupes. Tengo el talismán que me protege —
susurró ella para tranquilizarlo.
—Vuelve a tu hamaca —le ordenó César Santos—. Todos necesitamos
dormir, para eso se establecen los turnos.
Alex obedeció de mala gana, decidido a mantenerse despierto, pero a los
pocos minutos lo venció el sueño. No pudo calcular cuánto había dormido,
pero debió haber sido más de dos horas, porque cuando despertó,
sobresaltado por el ruido a su alrededor, el turno de Nadia había terminado
hacía rato. Apenas empezaba a aclarar, la bruma era lechosa y el frío intenso,
pero ya todos estaban en pie. Flotaba en el aire un olor tan denso, que podía
cortarse con cuchillo.
—¿Qué pasó? —preguntó rodando fuera de su hamaca, todavía aturdido
de sueño.
—¡Nadie salga del campamento por ningún motivo! ¡Echen más palos en
el fuego! —ordenó César Santos, quien se había atado un pañuelo en la cara y
se encontraba con un rifle en una mano y una linterna en otra, examinando la
temblorosa niebla gris que invadía el bosque al despuntar del alba. Kate,
Nadia y Alex se apresuraron a alimentar la fogata con más leña, y aumentó un
poco la claridad. Karakawe había dado la voz de alarma: uno de los caboclos
que vigilaba con él había desaparecido. César Santos disparó dos veces al
aire, llamándolo, pero como no hubo respuesta decidió ir con Timothy Bruce y
dos soldados a recorrer los alrededores, dejando a los demás armados de
pistolas en torno a la fogata. Todos debieron seguir el ejemplo del guía y
amordazarse con pañuelos para poder respirar.
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ISABEL ALLENDE
Pasaron unos minutos que se hicieron eternos, sin que nadie
pronunciara ni una palabra. A esa hora normalmente comenzaban a despertar
los monos en las copas de los árboles y sus gritos, que sonaban como ladridos
de perros, anunciaban el día, sin embargo esa madrugada reinaba un silencio
espeluznante. Los animales y hasta los pájaros habían escapado. De pronto
sonó un balazo, seguido por la voz de César Santos y luego las exclamaciones
de los otros hombres. Un minuto después llegó Timothy Bruce sin aliento:
habían encontrado al caboclo.
El hombre estaba tirado de bruces entre unos helechos. La cabeza, sin
embargo, estaba de frente, como si una mano poderosa la hubiera girado en
noventa grados hacia la espalda, partiendo los huesos del cuello. Tenía los
ojos abiertos y una expresión de absoluto terror deformaba su rostro. Al
volverlo vieron que el torso y el vientre habían sido destrozados con tajos
profundos. Había centenares de extraños insectos, garrapatas y pequeños
escarabajos sobre el cuerpo. La doctora Omayra Torres confirmó lo evidente:
estaba muerto. Timothy Bruce corrió a buscar su cámara para dejar
testimonio de lo ocurrido, mientras César Santos recogió algunos de los
insectos y los puso en una bolsita de plástico para llevárselos al padre
Valdomero en Santa María de la Lluvia, quien sabía de entomología y
coleccionaba especies de la región. En ese lugar la fetidez era mucho peor y
necesitaron un gran esfuerzo de voluntad para no salir escapando.
César Santos dio instrucciones a uno de los soldados para que regresara a
vigilar a Joel González, quien había quedado solo en el campamento, y a
Karakawe y otro soldado para que revisaran las cercanías. Matuwe, el guía
indio, observaba el cadáver profundamente alterado; se había vuelto gris,
como si estuviera en presencia de un fantasma. Nadia se abrazó a su padre y
ocultó la cara en su pecho para no ver el siniestro espectáculo.
—¡La Bestia! —exclamó Matuwe.
—Nada de Bestia, hombre, esto lo hicieron los indios —le refutó el
profesor Leblanc, pálido de la impresión, con un pañuelo impregnado en agua
de colonia en una mano tembleque y una pistola en la otra.
En ese instante Leblanc retrocedió, tropezó y cayó sentado en el barro.
Lanzó una maldición y quiso ponerse de pie, pero cada movimiento que hacia
resbalaba más y más, revolcándose en una materia oscura, blanda y con
grumos. Por el espantoso olor supieron que no era lodo, sino un charco
enorme de excremento: el célebre antropólogo quedó literalmente cubierto de
caca de pies a cabeza. César Santos y Timothy Bruce le pasaron una rama
para jalarlo y ayudarlo a salir, luego lo acompañaron al río a prudente
distancia para no tocarlo. Leblanc no tuvo más remedio que remojarse por un
buen rato, tiritando de humillación, de frío, de miedo y de ira. Karakawe, su
ayudante personal, se negó rotundamente a jabonarlo o a lavarle la ropa y, a
pesar de las trágicas circunstancias, los demás debieron contenerse para no
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
estallar en carcajadas de puros nervios. En la mente de todos había el mismo
pensamiento: el ser que produjo esa deposición debía ser del tamaño de un
elefante.
—Estoy casi segura que la criatura que hizo esto tiene una dieta mixta;
vegetales, frutas y algo de carne cruda —dijo la doctora, quien se había atado
un pañuelo en torno a la nariz y la boca, mientras observaba un poco de
aquella materia bajo su lupa.
Entretanto Kate Coid estaba a gatas examinando el suelo y la
vegetación, imitada por su nieto.
—Mira, abuela, hay ramas rotas y en algunas partes los arbustos están
aplastados, como por patas enormes. Encontré unos pelos negros y duros... —
señaló el muchacho.
—Puede haber sido el jabalí —dijo Kate.
—También hay muchos insectos, los mismos que hay sobre el cadáver.
No los había visto antes. Apenas aclaró el día César Santos y Karakawe
procedieron a colgar de un árbol, lo más alto que pudieron, el cuerpo del
infortunado soldado envuelto en una hamaca. El profesor, tan nervioso que
había desarrollado un tic en el ojo derecho y temblor en las rodillas, se
dispuso a tomar una decisión. Dijo que corrían grave riesgo de morir todos y
él, Ludovic Leblanc, como responsable del grupo, debía dar las órdenes. El
asesinato del primer soldado confirmaba su teoría de que los indios eran unos
asesinos naturales, solapados y traicioneros. La muerte del segundo, en tan
raras circunstancias, podía atribuirse también a los indios, pero admitió que
no se podía descartar a la Bestia. Lo mejor sería colocar sus trampas, a ver si
con suerte caía la criatura que buscaban antes que volviera a matar a alguien,
y enseguida regresar a Santa María de la Lluvia, donde podrían conseguir
helicópteros. Los demás concluyeron que algo había aprendido el hombrecito
con su revolcón en el charco de excremento.
—El capitán Ariosto no se atreverá a negar ayuda a Ludovic Leblanc —
dijo el profesor. A medida que se internaban en territorio desconocido y la
Bestia daba señales de vida, se había acentuado la tendencia del antropólogo
a referirse a si mismo en tercera persona. Varios miembros del grupo
estuvieron de acuerdo. Kate Coid, sin embargo, se manifestó decidida a seguir
adelante y exigió que Timothy Bruce se quedara con ella, puesto que de nada
serviría encontrar a la criatura si no tenían fotografías para probarlo. El
profesor sugirió que se separaran y los que así lo desearan volvieran a la
aldea en una de las lanchas. Los soldados y Matuwe, el guía indio, querían irse
lo antes posible, estaban aterrorizados. La doctora Omayra Torres, en cambio,
dijo que había llegado hasta allí con la intención de vacunar indios, que tal vez
no tendría otra oportunidad de hacerlo en un futuro próximo y no pensaba
echarse atrás al primer inconveniente.
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ISABEL ALLENDE
—Eres una mujer muy valiente, Omayra —comentó César Santos,
admirado—. Yo me quedo. Soy el guía, no puedo dejarlos aquí —agregó.
Alex y Nadia se dieron una mirada de complicidad: habían notado cómo
César Santos seguía con la vista a la doctora y no perdía oportunidad de estar
cerca de ella. Ambos habían adivinado, antes que lo dijera, que si ella se
quedaba él lo haría también.
—¿Y cómo regresaremos los demás sin usted? —quiso saber Leblanc,
bastante inquieto.
—Karakawe puede conducirlos —dijo César Santos.
—Me quedo —se negó éste, lacónico, como siempre.
—Yo también, no pienso dejar sola a mi abuela —dijo Alex.
—No te necesito y no quiero andar con mocosos, Alexander —gruñó su
abuela, pero todos pudieron ver el brillo de orgullo en sus ojos de ave de
rapiña ante la decisión de su nieto.
—Yo me voy a traer refuerzos —dijo Leblanc.
—¿No está usted a cargo de esta expedición, profesor? —preguntó Kate
Coid fríamente.
—Soy más útil allá que aquí... —farfulló el antropólogo.
—Haga lo que quiera, pero si usted se va, yo me encargaré de publicarlo
en el International Geographic y que todo el mundo sepa lo valiente que es el
profesor Leblanc —lo amenazó ella.
Finalmente acordaron que uno de los soldados y Matuwe conducirían a
Joel González de vuelta a Santa María de la Lluvia. El viaje sería más corto,
porque iban con la corriente. Los demás, incluyendo a Ludovic Leblanc, que
no se atrevió a desafiar a Kate Coid, se quedarían donde estaban hasta que
llegaran refuerzos. A media mañana todo estuvo listo, los expedicionarios se
despidieron y la lancha con el herido emprendió el regreso. Pasaron el resto
de ese día y buena parte del siguiente instalando una trampa para la Bestia
según las instrucciones del profesor Leblanc. Era de una sencillez infantil: un
gran hoyo en el suelo, cubierto por una red disimulada con hojas y ramas. Se
suponía que, al pisarla, el cuerpo caería al hueco, arrastrando la red. Al fondo
del pozo había una alarma de pilas, que sonaría de inmediato para alertar a la
expedición. El plan consistía en aproximarse, antes que la criatura lograra
desenredarse de la red y salir del hueco, y dispararle varias cápsulas de un
poderoso anestésico capaz de dormir a un rinoceronte.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Lo más arduo fue cavar un hoyo tan profundo como para contener a una
criatura de la altura de la Bestia. Todos se turnaron con la pala, menos Nadia
y Leblanc, la primera porque se oponía a la idea de hacer daño a un animal y
el segundo porque estaba con dolor de espalda. El terreno resultó muy
diferente de lo que el profesor creía cuando diseñó su trampa cómodamente
instalado en un escritorio en su casa, a miles de millas de distancia. Había una
costra delgada de humus, más abajo una dura maraña de raíces, luego arcilla
resbaladiza como jabón, y a medida que cavaban, el pozo iba llenándose de un
agua rojiza donde nadaban toda suerte de animalejos. Por último desistieron,
vencidos por los obstáculos. Alex sugirió utilizar las redes para colgarlas de
los árboles mediante un sistema de cuerdas, y de poner una carnada debajo;
al aproximarse la presa para apoderarse del cebo, sonaba la alarma y de
inmediato le caía la red encima. Todos, menos Leblanc, consideraron que en
teoría podía funcionar, pero estaban demasiado cansados para probarlo y
decidieron postergar el proyecto hasta la mañana siguiente.
—Espero que tu idea no sirva, Jaguar —dijo Nadia.
—La Bestia es peligrosa —replicó el muchacho.
—¿Qué harán con ella si la atrapan? ¿Matarla? ¿Cortarla en pedacitos
para estudiarla? ¿Meterla en una jaula por el resto de su vida?
—¿Qué solución tienes tú, Nadia?
—Hablar con ella y preguntarle qué quiere.
—¡Qué idea tan genial! Podríamos convidarla a tomar el té... —se burló
él.
—Todos los animales se comunican —aseguró Nadia.
—Eso dice mi hermana Nicole, pero ella tiene nueve años.
—Veo que a los nueve sabe más que tú a los quince —replicó Nadia.
Se encontraban en un lugar muy hermoso. La densa y enmarañada
vegetación de la orilla se despejaba hacia el interior, donde el bosque
alcanzaba una gran majestad. Los troncos de los árboles, altos y rectos, eran
pilares de una magnífica catedral verde. Orquídeas y otras flores aparecían
suspendidas de las ramas y brillantes helechos cubrían el suelo. Era tan
variada la fauna, que nunca había silencio, desde el amanecer hasta muy
entrada la noche se escuchaba el canto de los tucanes y loros; por la noche
empezaba la algarabía de sapos y monos aulladores. Sin embargo, aquel
jardín del Edén ocultaba muchos peligros: las distancias eran enormes, la
soledad absoluta y sin conocer el terreno era imposible ubicarse. Según
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ISABEL ALLENDE
Leblanc —y en eso César Santos estaba de acuerdo— la única manera de
moverse en esa región era con la ayuda de los indios. Debían atraerlos. La
doctora Omayra Torres era la más interesada en hacerlo, porque debía
cumplir su misión de vacunarlos y establecer un sistema de control de salud,
según explicó.
—No creo que los indios presenten voluntariamente los brazos para que
los pinches, Omayra. No han visto una aguja en sus vidas —sonrió César
Santos. Entre ambos había una corriente de simpatía y para entonces se
trataban con familiaridad.
—Les diremos que es una magia muy poderosa de los blancos —dijo ella,
guiñándole un ojo.
—Lo cual es totalmente cierto —aprobó César Santos.
Según el guía, había varias tribus en los alrededores que seguro habían
tenido algún contacto, aunque breve, con el mundo exterior. Desde su
avioneta había vislumbrado algunos shabonos, pero como no había dónde
aterrizar por esos lados, se había limitado a señalarlos en su mapa. Las chozas
comunitarias que había visto eran más bien pequeñas, lo cual significaba que
cada tribu se componía de muy pocas familias. Según aseguraba el profesor
Leblanc, quien se decía experto en la materia, el número mínimo de
habitantes por shabono era de alrededor de cincuenta personas —menos no
podrían defenderse de ataques enemigos— y rara vez sobrepasaba los
doscientos cincuenta. César Santos sospechaba también la existencia de
tribus aisladas, que no habían sido vistas aún, como esperaba la doctora
Torres, y la única forma de llegar hasta ellas sería por el aire. Deberían
ascender a la selva del altiplano, a la región encantada de las cataratas, donde
nunca pudieron llegar los forasteros antes de la invención de aviones y
helicópteros.
Con la idea de atraer a los indios, el guía amarró una cuerda entre dos
árboles y de ella colgó algunos regalos: collares de cuentas, trapos de colores,
espejos y chucherías de plástico. Reservó los machetes, cuchillos y utensilios
de acero para más tarde, cuando comenzaran las verdaderas negociaciones y
el trueque de regalos.
Esa tarde César Santos intentó comunicarse por radio con el capitán
Ariosto y con Mauro Carías en Santa María de la Lluvia, pero el aparato no
funcionaba. El profesor Leblanc se paseaba por el campamento, furioso ante
esa nueva contrariedad, mientras los demás se turnaban tratando en vano de
enviar o recibir un mensaje. Nadia se llevó a Alex aparte para contarle que la
noche anterior, antes que el soldado fuera asesinado durante el turno de
Karakawe, ella vio al indio manipulando la radio. Dijo que ella se acostó
cuando terminó su vigilancia, pero no se durmió de inmediato y desde su
hamaca pudo ver a Karakawe cerca del aparato.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—¿Lo viste bien, Nadia?
—No, porque estaba oscuro, pero los únicos que estaban en pie en ese
turno eran los dos soldados y él. Estoy casi segura de que no era ninguno de
los soldados —replicó ella—. Creo que Karakawe es la persona que mencionó
Mauro Carías. Tal vez parte del plan es que no podamos pedir socorro en caso
de necesidad.
—Debemos advertir a tu papá —determinó Alex.
César Santos no recibió la noticia con interés, se limitó a advertirles que
antes de acusar a alguien debían estar bien seguros. Había muchas razones
por las cuales un equipo de radio tan anticuado como ése podía fallar.
Además, ¿qué razón tendría Karakawe para descomponerlo? Tampoco a él le
convenía encontrarse incomunicado. Los tranquilizó diciendo que dentro de
tres o cuatro días vendrían refuerzos.
—No estamos perdidos, sólo aislados —concluyó.
—¿Y la Bestia, papá? —preguntó Nadia, inquieta.
—No sabemos si existe, hija. De los indios, en cambio, podemos estar
seguros. Tarde o temprano se aproximarán y esperemos que lo hagan en son
de paz. En todo caso estamos bien armados.
—El soldado que murió tenía un fusil, pero no le sirvió de nada —refutó
Alex.
—Se distrajo. De ahora en adelante tendremos que ser mucho más
cuidadosos. Desgraciadamente somos sólo seis adultos para montar guardia.
—Yo cuento como un adulto —aseguró Alex.
—Está bien, pero Nadia no. Ella sólo podrá acompañarme en mi turno —
decidió César Santos.
Ese día Nadia descubrió cerca del campamento un árbol de urucupo,
arrancó varios de sus frutos, que parecían almendras peludas, los abrió y
extrajo unas semillitas rojas del interior. Al apretarlas entre los dedos,
mezcladas con un poco de saliva, formó una pasta roja con la consistencia del
jabón, la misma que usaban los indios, junto con otras tinturas vegetales, para
decorarse el cuerpo. Nadia y Alex se pintaron rayas, círculos y puntos en la
cara, luego se ataron plumas y semillas en los brazos. Al verlos, Timothy
Bruce y Kate Coid insistieron en tomarles fotos y Omayra Torres en peinar el
cabello rizado de la chica y adornarlo con minúsculas orquídeas. César
Santos, en cambio, no los celebró: la visión de su hija decorada como una
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ISABEL ALLENDE
doncella indígena pareció llenarlo de tristeza.
Cuando disminuyó la luz, calcularon que en alguna parte el sol se
aprestaba para desaparecer en el horizonte, dando paso a la noche; bajo la
cúpula de los árboles rara vez aparecía, su resplandor era difuso, filtrado por
el encaje verde de la naturaleza. Sólo a veces, donde había caído un árbol, se
veía claramente el ojo azul del cielo. A esa hora las sombras de la vegetación
comenzaban a envolverlos como un cerco, en menos de una hora el bosque se
tornaría negro y pesado. Nadia pidió a Alex que tocara la flauta para
distraerlos y durante un rato la música, delicada y cristalina, invadió la selva.
Borobá, el monito, seguía la melodía, moviendo la cabeza al compás de las
notas. César Santos y la doctora Omayra Torres, en cuclillas junto a la fogata,
estaban asando unos pescados para la cena. Kate Coid, Timothy Bruce y uno
de los soldados se dedicaban a afirmar las carpas y proteger las provisiones
de los monos y las hormigas. Karakawe y el otro soldado, armados y alertas,
vigilaban. El profesor Leblanc dictaba las ideas que pasaban por su mente en
una grabadora de bolsillo, que siempre llevaba a mano para cuando se le
ocurría un pensamiento trascendental que la humanidad no debía perder, lo
cual ocurría con tal frecuencia que los muchachos, fastidiados, esperaban la
oportunidad de robarle las pilas. Como a los quince minutos del concierto de
flauta, la atención de Borobá cambió súbitamente de foco; el mono comenzó a
dar saltos, tironeando la ropa de su ama, inquieto. Al principio Nadia
pretendió ignorarlo, pero el animal no la dejó en paz hasta que ella se puso de
pie. Después de atisbar hacia la espesura, ella llamó a Alex con un gesto,
guiándolo lejos del círculo de luz de la fogata, sin llamar la atención de los
otros.
—Chisss —dijo, llevándose un dedo a los labios.
Todavía quedaba algo de claridad diurna, pero casi no se distinguían
colores, el mundo aparecía en tonos de gris y negro. Alex se había sentido
constantemente observado desde que saliera de Santa María de la Lluvia,
pero justo esa tarde la impresión de ser espiado había desaparecido. Lo
invadía una sensación de calma y seguridad que no había tenido en muchos
días. También se había esfumado el penetrante olor que acompañó el
asesinato del soldado la noche anterior. Los dos muchachos y Borobá se
internaron unos metros en la vegetación y allí aguardaron, con más curiosidad
que inquietud. Sin haberlo dicho, suponían que si había indios por los
alrededores y tuvieran intención de hacerles daño, ya lo habrían hecho,
porque los miembros de la expedición, bien iluminados por la hoguera del
campamento, estaban expuestos a sus flechas y dardos envenenados.
Esperaron quietos, sintiendo que se hundían en una algodonosa niebla,
como si al caer la noche se perdieran las dimensiones habituales de la
realidad. Entonces, poco a poco, Alex comenzó a ver a los seres que los
rodeaban, uno a uno. Estaban desnudos, pintados de rayas y manchas, con
plumas y tiras de cuero atadas en los brazos, silenciosos, ligeros, inmóviles. A
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
pesar de encontrarse a su lado, era difícil verlos; se mimetizaban tan
perfectamente con la naturaleza, que resultaban invisibles, como tenues
fantasmas. Cuando pudo distinguirlos, Alex calculó que había por lo menos
veinte de ellos, todos hombres y con sus primitivas armas en las manos.
—Aía —susurró Nadia muy quedamente.
Nadie contestó, pero un movimiento apenas perceptible entre las hojas
indicó que los indios se aproximaban. En la penumbra y sin anteojos, Alex no
estaba seguro de lo que veía, pero su corazón se disparó en loca carrera y
sintió que la sangre se le agolpaba en las sienes. Lo envolvió la misma
alucinante sensación de estar viviendo un sueño, que tuvo en presencia del
jaguar negro en el patio de Mauro Carías. Había una tensión similar, como si
los acontecimientos transcurrieran en una burbuja de vidrio que en cualquier
instante podía hacerse añicos. El peligro estaba en el aire, tal como lo había
estado con el jaguar, pero el chico no tuvo miedo. No se creyó amenazado por
aquellos seres transparentes que flotaban entre los árboles. La idea de sacar
su navaja o de llamar pidiendo socorro no se le ocurrió. En cambio pasó por su
mente, como un relámpago, una escena que había visto años antes en una
película: el encuentro de un niño con un extraterrestre. La situación que vivía
en ese momento era similar. Pensó, maravillado, que no cambiaría esa
experiencia por nada en el mundo.
—Aía —repitió Nadia.
—Aía —murmuró él también.
No hubo respuesta.
Los muchachos esperaron, sin soltarse las manos, quietos como
estatuas, y también Borobá se mantuvo inmóvil, expectante, como si supiera
que participaba en un instante precioso. Pasaron minutos interminables y la
noche se dejó caer con gran rapidez, arropándolos por completo. Finalmente
se dieron cuenta de que estaban solos; los indios se habían esfumado con la
misma ligereza con que habían surgido de la nada.
—¿Quiénes eran? —preguntó Alex cuando volvieron al campamento.
—Deben ser la «gente de la neblina», los invisibles, los habitantes más
remotos y misteriosos del Amazonas. Se sabe que existen, pero nadie en
verdad ha hablado con ellos.
—¿Qué quieren de nosotros? —preguntó Alex.
—Ver cómo somos, tal vez... —sugirió ella.
—Lo mismo quiero yo —dijo él.
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ISABEL ALLENDE
—No le digamos a nadie que los hemos visto, Jaguar.
—Es raro que no nos hayan atacado y que tampoco se acerquen atraídos
por los regalos que colgó tu papá —comentó el muchacho.
—¿Crees que fueron ellos los que mataron al soldado en la lancha? —
preguntó Nadia.
—No lo sé, pero si son los mismos ¿por qué no nos atacaron hoy? Esa
noche Alex hizo su guardia junto a su abuela sin temor, porque no percibió el
olor de la Bestia y no le preocupaban los indios. Después del extraño
encuentro con ellos, estaba convencido de que unas pistolas servirían de muy
poco en caso que quisieran atacarlos. ¿Cómo apuntar a esos seres casi
invisibles? Los indios se disolvían como sombras en la noche, eran mudos
fantasmas que podían caerles encima y asesinarlos en cuestión de un instante
sin que ellos alcanzaran a darse cuenta. En el fondo, sin embargo, él tenía la
certeza de que las intenciones de la gente de la neblina no eran ésas.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
10
RAPTADOS
El día siguiente transcurrió lento y fastidioso con tanta lluvia que no
alcanzaban a secar la ropa antes que cayera otro chapuzón. Esa misma noche
desaparecieron los dos soldados durante su turno y pronto vieron que
tampoco estaba la lancha. Los hombres, que desde la muerte de sus
compañeros estaban aterrorizados, huyeron por el río. Estuvieron a punto de
amotinarse cuando no les permitieron regresar a Santa María de la Lluvia con
la primera lancha; nadie les pagaba por arriesgar la vida, dijeron. César
Santos les respondió que justamente para eso les pagaban: ¿no eran soldados,
acaso? La decisión de huir podría costarles muy cara, pero prefirieron
enfrentar una corte marcial antes que morir en manos de los indios o de la
Bestia. Para el resto de los expedicionarios, esa lancha representaba la única
posibilidad de regresar a la civilización; sin ella y sin la radio se encontraban
definitivamente aislados.
—Los indios saben que estamos aquí. ¡No podemos quedarnos! —
exclamó el profesor Leblanc.
—¿Adónde pretende ir, profesor? Si nos movemos, cuando lleguen los
helicópteros no nos encontrarán. Desde el aire sólo se ve una masa verde,
jamás darían con nosotros —explicó César Santos.
—¿No podemos seguir el cauce del río y tratar de volver a Santa María
de la Lluvia por nuestros propios medios? —sugirió Kate Coid.
—Es imposible hacerlo a pie. Hay demasiados obstáculos y desvíos —
replicó el guía.
—¡Esto es culpa suya, Coid! Deberíamos haber regresado todos a Santa
María de la Lluvia, como yo propuse —alegó el profesor.
—Muy bien, es culpa mía. ¿Qué hará al respecto? —preguntó la
escritora.
—¡La denunciaré! ¡Voy a arruinar su carrera!
—Tal vez sea yo quien arruine la suya, profesor —replicó ella sin
inmutarse.
César Santos los interrumpió diciendo que, en vez de discutir, debían
unir las fuerzas y evaluar la situación: los indios desconfiaban y no habían
demostrado interés por los regalos, se limitaban a observarlos, pero no los
habían atacado.
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ISABEL ALLENDE
—¿Le parece poco lo que le hicieron a ese pobre soldado? —preguntó,
sarcástico, Leblanc.
—No creo que fueran los indios, no es ésa su manera de pelear. Si
tenemos suerte, ésta puede ser una tribu pacífica —replicó el guía.
—Pero si no tenemos suerte, nos comerán —gruñó el antropólogo.
—Sería perfecto, profesor. Así usted podría probar su teoría sobre la
ferocidad de los indios —dijo Kate.
—Bueno, basta de tonterías. Hay que tomar una decisión. Nos quedamos
o nos vamos... —los cortó el fotógrafo Timothy Bruce.
—Han pasado casi tres días desde que se fue la primera lancha. Como
iba con la corriente y Matuwe conoce el camino, ya deben estar en Santa
María de la Lluvia. Mañana, o a lo más dentro de dos días, llegarán los
helicópteros del capitán Ariosto. Volarán de día, así es que mantendremos una
hoguera siempre encendida, para que vean el humo. La situación es difícil,
como dije, pero no es grave, hay mucha gente que sabe dónde estamos,
vendrán a buscarnos —aseguró César Santos.
Nadia estaba tranquila, abrazada a su monito, como si no comprendiera
la magnitud de lo que les sucedía. Alex, en cambio, concluyó que nunca se
había encontrado en tanto peligro, ni siquiera cuando quedó colgando en El
Capitán, una roca escarpada que sólo los más expertos se atrevían a escalar.
Si no hubiera ido atado por una cuerda a la cintura de su padre, se habría
matado. César Santos había advertido a los expedicionarios contra diversos
insectos y animales de la selva, desde tarántulas hasta serpientes, pero olvidó
mencionar las hormigas. Alex había renunciado a usar sus botas, no sólo
porque estaban siempre húmedas y con mal olor, sino porque le apretaban;
suponía que con el agua se habían encogido. A pesar de que los primeros días
no se sacaba las chancletas que le dio César Santos, los pies se le llenaron de
costras y durezas.
—Éste no es lugar para pies delicados —fue el único comentario de su
abuela cuando le mostró las cortaduras sangrantes en los pies.
Su indiferencia se tornó en inquietud cuando a su nieto lo picó una
hormiga de fuego. El muchacho no pudo evitar un alarido: sintió que lo
quemaban con un cigarro en el tobillo. La hormiga le dejó una pequeña marca
blanca que a los pocos minutos se volvió roja e hinchada como una cereza. El
dolor ascendió en llamaradas por la pierna y no pudo dar ni un paso más. La
doctora Omayra Torres le advirtió que el veneno haría su efecto durante
varias horas y habría que soportarlo sin más alivio que compresas de agua
caliente.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Espero que no seas alérgico, porque en ese caso las consecuencias
serán más graves —observó la doctora.
Alex no lo era, pero de todos modos la picadura le arruinó buena parte
del día. Por la tarde, apenas pudo apoyar el pie y dar unos pasos, Nadia le
contó que mientras los demás estaban pendientes de sus quehaceres, ella
había visto a Karakawe rondando las cajas de las vacunas. Cuando el indio se
dio cuenta que ella lo había descubierto, la cogió por los brazos con tal
brutalidad que le dejó los dedos marcados en la piel y le advirtió que si decía
una palabra al respecto lo pagaría muy caro. Estaba segura que ese hombre
cumpliría sus amenazas, pero Alex consideró que no podían callarse, había
que advertir a la doctora. Nadia, quien estaba tan prendada de la doctora
como lo estaba su padre y empezaba a acariciar la fantasía de verla convertida
en su madrastra, deseaba contarle también el diálogo entre Mauro Carías y el
capitán Ariosto, que ellos habían escuchado en Santa María de la Lluvia.
Seguía convencida de que Karakawe era la persona designada para cumplir
los siniestros planes de Carías.
—No diremos nada de eso todavía —le exigió Alex.
Aguardaron el momento adecuado, cuando Karakawe se había alejado
para pescar en el río, y plantearon la situación a Omayra Torres. Ella los
escuchó con gran atención, dando muestras de inquietud por primera vez
desde que la conocían. Aun en los momentos más dramáticos de esa aventura,
la encantadora mujer no había perdido la calma; tenía los nervios bien
templados de un samurai. Esta vez tampoco se alteró, pero quiso conocer los
detalles. Al saber que Karakawe había abierto las cajas, pero no había violado
los sellos de los frascos, respiró aliviada.
—Esas vacunas son la única esperanza de vida para los indios. Debemos
cuidarlas como un tesoro —dijo.
—Alex y yo hemos estado vigilando a Karakawe; creemos que él
descompuso la radio, pero mi papá dice que sin pruebas no podemos acusarlo
—dijo Nadia.
—No preocupemos a tu papá con estas sospechas, Nadia, él ya tiene
bastantes problemas. Entre ustedes dos y yo podemos neutralizar a Karakawe.
No le quiten el ojo de encima, muchachos —les pidió Omayra Torres y ellos se
lo prometieron.
El día transcurrió sin novedades. César Santos siguió en su empeño de
hacer funcionar la radio transmisora, pero sin resultados. Timothy Bruce
poseía una radio que les había servido para escuchar noticias de Manaos
durante la primera parte del viaje, pero la onda no llegaba tan lejos. Se
aburrían, porque una vez que tuvieron unas aves y dos pescados para el día,
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ISABEL ALLENDE
no había más que hacer; era inútil cazar o pescar de más, porque la carne se
llenaba de hormigas o se descomponía en cuestión de horas. Por fin Alex pudo
comprender la mentalidad de los indios, que nada acumulaban. Se turnaron
para mantener humeando la hoguera, como señal en caso que anduvieran
buscándolos, aunque según César Santos todavía era demasiado pronto para
eso. Timothy Bruce sacó un gastado mazo de naipes y jugaron al póquer, al
blackjack y al gin rummy hasta que empezó a irse la luz. No volvieron a sentir
el penetrante olor de la Bestia. Nadia, Kate Coid y la doctora fueron al río a
lavarse y hacer sus necesidades; habían acordado que nadie debía
aventurarse solo fuera del campamento. Para las actividades más íntimas, las
tres mujeres iban juntas; para el resto todos se turnaban en parejas. César
Santos se las arreglaba para estar siempre con Omayra Torres, lo cual tenía a
Timothy Bruce bastante molesto, porque también el inglés se sentía cautivado
por la doctora. Durante el viaje la había fotografiado hasta que ella se negó a
seguir posando, a pesar de que Kate Coid le había advertido que guardara el
film para la Bestia y los indios. La escritora y Karakawe eran los únicos que no
parecían impresionados por la joven mujer. Kate masculló que ya estaba muy
vieja para fijarse en una cara bonita, comentario que a Alex le sonó como una
demostración de celos, indigna de alguien tan lista como su abuela. El
profesor Leblanc, quien no podía competir en prestancia con César Santos o
juventud con Timothy Bruce, procuraba impresionar a la mujer con el peso de
su celebridad y no perdía ocasión de leerle en voz alta párrafos de su libro,
donde narraba en detalle los peligros escalofriantes que había enfrentado
entre los indios. A ella le costaba imaginar al timorato Leblanc vestido sólo
con un taparrabos, combatiendo mano a mano con indios y fieras, cazando con
flechas y sobreviviendo sin ayuda en medio de toda suerte de catástrofes
naturales, como contaba. En todo caso, la rivalidad entre los hombres del
grupo por las atenciones de Omayra Torres había creado una cierta tensión,
que aumentaba a medida que pasaban las horas en angustiosa espera de los
helicópteros.
Alex se miró el tobillo: todavía le dolía y estaba algo hinchado, pero la
dura cereza roja donde lo picó la hormiga había disminuido; las compresas de
agua caliente habían dado buenos resultados. Para distraerse, cogió su flauta
y empezó a tocar el concierto preferido de su madre, una música dulce y
romántica de un compositor europeo muerto hacia más de un siglo, pero que
sonaba a tono con la selva circundante. Su abuelo Joseph Coid tenía razón: la
música es un lenguaje universal. A las primeras notas llegó Borobá dando
saltos y se sentó a sus pies con la seriedad de un crítico y a los pocos instantes
volvió Nadia con la doctora y Kate Coid. La chica esperó que los demás
estuvieran ocupados preparando el campamento para la noche y le hizo señas
a Alex que la siguiera disimuladamente.
—Están aquí otra vez, Jaguar —murmuró a su oído.
—¿Los indios...?
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Sí, la gente de la neblina. Creo que vienen por la música. No hagas
ruido y sígueme.
Se internaron algunos metros en la espesura y, tal como habían hecho
antes, aguardaron quietos. Por mucho que Alex aguzara la vista, no distinguía
a nadie entre los árboles: los indios se disolvían en su entorno. De pronto
sintió manos que lo tomaban con firmeza por los brazos y al volverse vio que
Nadia y él estaban rodeados. Los indios no se mantuvieron a cierta distancia,
como la vez anterior; ahora Alex podía percibir el olor dulzón de sus cuerpos.
Nuevamente notó que eran de baja estatura y delgados, pero ahora pudo
comprobar que también eran muy fuertes y había algo feroz en su actitud.
¿Tendría razón Leblanc cuando aseguraba que eran violentos y crueles?
—Aía —saludó tentativamente.
Una mano le tapó la boca y antes que alcanzara a darse cuenta de lo que
sucedía, se sintió alzado en vilo por los tobillos y las axilas. Empezó a
retorcerse y patalear, pero las manos no lo soltaron. Sintió que lo golpeaban
en la cabeza, no supo si con los puños o con una piedra, pero comprendió que
más valía dejarse llevar o acabarían aturdiéndolo o matándolo. Pensó en
Nadia y si acaso a ella también estarían arrastrándola a la fuerza. Le pareció
oír de lejos la voz de su abuela llamándolo, mientras los indios se lo llevaban,
internándose en la oscuridad como espíritus de la noche. Alexander Coid
sentía punzadas ardientes en el tobillo donde lo había picado la hormiga de
fuego, que ahora aprisionaba la mano de uno de los cuatro indios que lo
llevaban en vilo. Sus captores iban trotando y con cada paso el cuerpo del
muchacho se balanceaba brutalmente; el dolor en los hombros era como si lo
estuvieran descoyuntando. Le habían quitado la camiseta y se la habían
amarrado en la cabeza, cegándolo y ahogando su voz. Apenas podía respirar y
le latía el cráneo donde lo habían golpeado, pero le reconfortó no haber
perdido el conocimiento, eso significaba que los guerreros no le habían
pegado fuerte y no pretendían matarlo. Al menos no por el momento... Le
pareció que marchaban un trecho muy largo hasta que por fin se detuvieron y
lo dejaron caer como un saco de papas. El alivio en sus músculos y huesos fue
casi inmediato, aunque el tobillo le ardía terriblemente. No se atrevió a
quitarse la camiseta que le cubría la cabeza para no provocar a sus agresores,
pero como al rato de espera nada acontecía, optó por arrancársela de encima.
Nadie lo detuvo. Cuando se habituaron sus ojos a la leve claridad de la luna,
se vio en medio del bosque, tirado sobre el colchón de humus que cubría el
suelo. A su alrededor, en estrecho circulo, sintió la presencia de los indios,
aunque no podía verlos en tan poca luz y sin sus anteojos. Se acordó de su
navaja del ejército suizo y se llevó disimuladamente la mano a la cintura
buscándola, pero no pudo terminar el gesto: un puño firme lo sujetó por la
muñeca. Entonces oyó la voz de Nadia y sintió las manitas delgadas de Borobá
en su cabello. Lanzó una exclamación, porque el mono puso los dedos en un
chichón provocado por el golpe.
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ISABEL ALLENDE
—Quieto, Jaguar. Nos harán daño —dijo la muchacha.
—¿Qué pasó?
—Se asustaron, creyeron que ibas a gritar, por eso tuvieron que llevarte
a la fuerza. Sólo quieren que vayamos con ellos.
—¿Adónde? ¿Por qué? —farfulló el muchacho tratando de sentarse.
Sentía su cabeza retumbando como un tambor.
Nadia lo ayudó a incorporarse y le dio a beber agua de una calabaza. Ya
sus ojos se habían acostumbrado y vio que los indios lo observaban de cerca y
hacían comentarios en voz alta, sin temor alguno de ser oídos o alcanzados.
Alex supuso que el resto de la expedición estaría buscándolos, aunque nadie
se atrevería a aventurarse demasiado lejos en plena noche. Pensó que por una
vez su abuela estaría preocupada: ¿cómo explicaría a su hijo John que había
perdido al nieto en la selva? Por lo visto los indios habían tratado a Nadia con
más suavidad, porque la chica se movía entre ellos con confianza. Al
incorporarse sintió algo tibio que resbalaba por la sien derecha y goteaba
sobre su hombro. Le pasó el dedo y se lo llevó a los labios.
—Me partieron la cabeza —murmuró, asustado.
—Finge que no te duele, Jaguar, como hacen los verdaderos guerreros —
le advirtió Nadia.
El muchacho concluyó que debía hacer una demostración de valor: se
puso de pie procurando que no se notara el temblor de sus rodillas, se irguió
lo más derecho que pudo y se golpeó el pecho como había visto en las
películas de Tarzán, a tiempo que lanzaba un interminable rugido de King
Kong. Los indios retrocedieron un par de pasos y esgrimieron sus armas,
atónitos. Repitió los golpes de pecho y los gruñidos, seguro de haber
producido alarma en las filas enemigas, pero en vez de echar a correr
asustados, los guerreros empezaron a reírse. Nadia sonreía también y Borobá
daba saltos y mostraba los dientes, histérico de risa. Las risotadas
aumentaron de volumen, algunos indios caían sentados, otros se tiraban de
espaldas al suelo y levantaban las piernas de puro gozo, otros imitaban al
muchacho aullando como Tarzán. Las carcajadas duraron un buen rato, hasta
que Alex, sintiéndose absolutamente ridículo, se contagió también de risa. Por
fin se calmaron y, secándose las lágrimas, intercambiaron palmadas
amistosas.
Uno de los indios, que en la penumbra parecía más pequeño, más viejo y
se distinguía por una corona redonda de plumas, único adorno en su cuerpo
desnudo, inició un largo discurso. Nadia captó el sentido, porque conocía
varias lenguas de los indios y, aunque la gente de la neblina tenía su propio
idioma, muchas palabras eran similares. Estaba segura de que podría
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
comunicarse con ellos. De la diatriba del hombre con la corona de plumas
entendió que se refería a Rahakanariwa, el espíritu del pájaro caníbal
mencionado por Walimaí, a los nahab, como llamaban a los forasteros, y a un
poderoso chamán. Aunque no lo nombró, porque habría sido muy descortés de
su parte hacerlo, ella dedujo que se trataba de Walimaí. Valiéndose de las
palabras que conocía y de gestos, la chica indicó el hueso tallado que llevaba
colgado al cuello, regalo del brujo. El hombre que actuaba como jefe examinó
el talismán durante largos minutos, dando muestras de admiración y respeto,
luego siguió con su discurso, pero esta vez dirigiéndose a los guerreros,
quienes se aproximaron uno por uno para tocar el amuleto.
Después los indios se sentaron en círculo y continuaron las
conversaciones, mientras distribuían trozos de una masa cocida, como pan sin
levadura. Alex se dio cuenta que no había comido en muchas horas y estaba
muy hambriento; recibió su porción de cena sin fijarse en la mugre y sin
preguntar de qué estaba hecha; sus remilgos respecto a la comida habían
pasado a la historia. Enseguida los guerreros hicieron circular una vejiga de
animal con un jugo viscoso de olor acre y sabor a vinagre, mientras
salmodiaban un canto para desafiar a los fantasmas que causan pesadillas por
la noche. No le ofrecieron el brebaje a Nadia, pero tuvieron la amabilidad de
compartirlo con Alex, a quien no le tentó el olor y menos la idea de compartir
el mismo recipiente con los demás. Recordaba la historia contada por César
Santos de una tribu entera contagiada por la chupada del cigarrillo de un
periodista. Lo último que deseaba era pasar sus gérmenes a esos indios, cuyo
sistema de inmunidad no los resistiría, pero Nadia le advirtió que no aceptarlo
sería considerado un insulto. Le informó que era masato, una bebida
fermentada hecha con mandioca masticada y saliva, que sólo bebían los
hombres. Alex creyó que iba a vomitar con la explicación, pero no se atrevió a
rechazarla.
Con el golpe recibido en el cráneo y el masato, el muchacho se trasladó
sin esfuerzo al planeta de las arenas de oro y las seis lunas en el cielo
fosforescente, que había visto en el patio de Mauro Carías. Estaba tan
confundido e intoxicado que no habría podido dar ni un paso, pero por suerte
no tuvo que hacerlo, porque los guerreros también sentían la influencia del
licor y pronto yacían por el suelo roncando. Alex supuso que no continuarían
la marcha hasta que hubiera algo de luz y se consoló con la vaga esperanza de
que su abuela lo alcanzaría al amanecer. Ovillado en el suelo, sin acordarse de
los fantasmas de las pesadillas, las hormigas de fuego, las tarántulas o las
serpientes, se abandonó al sueño. Tampoco se alarmó cuando el tremendo
olor de la Bestia invadió el aire. Los únicos que estaban sobrios y despiertos
cuando apareció la Bestia eran Nadia y Borobá. El mono se inmovilizó por
completo, como convertido en piedra, y ella alcanzó a vislumbrar una
gigantesca figura en la luz de la luna antes que el olor la hiciera perder los
sentidos. Más tarde contaría a su amigo lo mismo que había dicho el padre
Valdomero: era una criatura de forma humana, erecta, de unos tres metros de
altura, con brazos poderosos terminados en garras curvas como cimitarras y
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ISABEL ALLENDE
una cabeza pequeña, desproporcionada para el tamaño del cuerpo. A Nadia le
pareció que se movía con gran lentitud, pero de haberlo querido la Bestia
habría podido destriparlos a todos. La fetidez que emanaba —o tal vez el
terror absoluto que producía en sus víctimas— paralizaba como una droga.
Antes de desmayarse ella quiso gritar o escapar, pero no pudo mover ni un
músculo; en un relámpago de conciencia vio el cuerpo del soldado abierto en
canal como una res y pudo imaginar el horror del hombre, su impotencia y su
espantosa muerte.
Alex despertó confundido tratando de recordar lo que había pasado, con
el cuerpo tembleque por el extraño licor de la noche anterior y la fetidez, que
todavía flotaba en el aire. Vio a Nadia con Borobá arropado en su regazo,
sentada con las piernas cruzadas y la mirada perdida en la nada. El muchacho
gateó hasta ella conteniendo a duras penas los sobresaltos de sus tripas.
—La vi, Jaguar —dijo Nadia con una voz remota, como si estuviera en
trance.
—¿Qué viste?
—La Bestia. Estuvo aquí. Es enorme, un gigante...
Alex se fue detrás de un helecho a vaciar el estómago, con lo cual se
sintió algo más aliviado, a pesar de que el hedor del aire le devolvía las
náuseas. A su regreso los guerreros estaban listos para emprender la marcha.
En la luz del amanecer pudo verlos bien por primera vez. Su temible aspecto
correspondía exactamente a las descripciones de Leblanc: estaban desnudos,
con el cuerpo pintado en colores rojo, negro y verde, brazaletes de plumas y el
cabello cortado redondo, con la parte superior del cráneo afeitada, como una
tonsura de sacerdote. Llevaban arcos y flechas atados a la espalda y una
pequeña calabaza cubierta con un trozo de piel que, según dijo Nadia,
contenía el mortal curare para flechas y dardos. Varios de ellos llevaban
gruesos palos y todos lucían cicatrices en la cabeza, que equivalían a
orgullosas condecoraciones de guerra: el valor y la fortaleza se medía por las
huellas de los garrotazos soportados.
Alex debió sacudir a Nadia para despabilaría, porque el espanto de
haber visto a la Bestia la noche anterior la había dejado atontada. La
muchacha logró explicar lo que había visto y los guerreros escucharon con
atención, pero no dieron muestras de sorpresa, tal como no hicieron
comentarios sobre el olor.
El grupo se puso en marcha de inmediato, trotando en fila a la zaga del
jefe, a quien Nadia decidió llamar Mokarita, pues no podía preguntarle su
nombre verdadero. A juzgar por el estado de su piel, sus dientes y sus pies
deformes, Mokarita era mucho más viejo de lo que Alex supuso cuando lo vio
en la penumbra, pero tenía la misma agilidad y resistencia de los otros
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
guerreros. Uno de los hombres jóvenes se distinguía entre los demás, era más
alto y fornido y, a diferencia de los otros, iba enteramente pintado de negro,
excepto una especie de antifaz rojo en torno a los ojos y la frente. Caminaba
siempre al lado del jefe, como si fuera su lugarteniente, y se refería a si mismo
como Tahama; Nadia y Alexander se enteraron después que ése era su título
honorífico por ser el mejor cazador de la tribu.
Aunque el paisaje parecía inmutable y no había puntos de referencia, los
indios sabían exactamente adónde se dirigían. Ni una sola vez se volvieron a
ver si los muchachos extranjeros los seguían: sabían que no les quedaba más
remedio que hacerlo, de otro modo se perderían. A veces a Alex y Nadia les
parecía estar solos, porque la gente de la neblina desaparecía en la
vegetación, pero esa impresión no duraba mucho; tal como se esfumaban, los
indios reaparecían en cualquier momento, como si estuvieran ejercitándose en
el arte de tornarse invisibles. Alex concluyó que ese talento para desaparecer
no se podía atribuir solamente a la pintura con que se camuflaban, era sobre
todo una actitud mental. ¿Cómo lo hacían? Calculó cuán útil podía ser en la
vida el truco de la invisibilidad y se propuso aprenderlo. En los días siguientes
comprendería que no se trataba de ilusionismo, sino de un talento que se
alcanzaba con mucha práctica y concentración, como tocar la flauta. El paso
rápido no cambió en varias horas; sólo se detenían de vez en cuando en los
arroyos para beber agua. Alex sentía hambre, pero estaba agradecido de que
al menos el tobillo donde lo había picado la hormiga ya no le dolía. César
Santos le había contado que los indios comen cuando pueden —no siempre
cada día— y su organismo está acostumbrado a almacenar energía; él, en
cambio, había tenido siempre el refrigerador de su casa atiborrado de
alimentos, al menos mientras su madre estuvo sana, y si alguna vez debía
saltarse una comida le daba fatiga. No pudo menos que sonreír ante el
trastorno completo de sus hábitos. Entre otras cosas, no se había cepillado los
dientes ni cambiado la ropa en varios días. Decidió ignorar el vacío en el
estómago, matar el hambre con indiferencia. En un par de ocasiones le dio
una mirada a su compás y descubrió que marchaban en dirección al noreste.
¿Vendría alguien a su rescate? ¿Cómo podría dejar señales en el camino? ¿Los
verían desde un helicóptero? No se sentía optimista, en verdad su situación
era desesperada. Le sorprendió que Nadia no diera señas de fatiga, su amiga
parecía completamente entregada a la aventura.
Cuatro o cinco horas más tarde —imposible medir el tiempo en ese lugar
— llegaron a un río claro y profundo. Siguieron por la orilla un par de millas y
de pronto ante los ojos maravillados de Alex surgió una montaña muy alta y
una magnífica catarata que caía con un clamor de guerra, formando abajo una
inmensa nube de espuma y agua pulverizada.
—Es el río que baja del cielo —dijo Tahama.
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ISABEL ALLENDE
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LA ALDEA INVISIBLE
Mokarita, el jefe de las plumas amarillas, autorizó al grupo para
descansar un rato antes de emprender el ascenso de la montaña. Tenía un
rostro de madera, con la piel cuarteada como corteza de árbol, sereno y
bondadoso.
—Yo no puedo subir —dijo Nadia al ver la roca negra, lisa y húmeda.
Era la primera vez que Alex la veía derrotada ante un obstáculo y
simpatizó con ella porque también él estaba asustado, aunque durante años
había trepado montañas y rocas con su padre. John Coid era uno de los
escaladores más experimentados y audaces de los Estados Unidos, había
participado en célebres expediciones a lugares casi inaccesibles, incluso había
sido llamado un par de veces para rescatar gente accidentada en los picos
más altos de Austria y Chile. Sabía que él no poseía la habilidad ni el valor de
su padre, mucho menos su experiencia; tampoco había visto una roca tan
escarpada como la que ahora tenía por delante. Escalar por los costados de la
catarata, sin cuerdas y sin ayuda, era prácticamente imposible.
Nadia se aproximó a Mokarita y trató de explicarle mediante señas y las
palabras que compartían que ella no era capaz de subir. El jefe pareció muy
enojado, daba gritos, blandía sus armas y gesticulaba. Los otros indios lo
imitaron, rodeando a Nadia amenazadores. Alex se colocó junto a su amiga y
procuró calmar a los guerreros con gestos, pero lo único que consiguió fue
que Tahama cogiera a Nadia por el cabello y empezara a darle tirones,
arrastrándola hacia la catarata, mientras Borobá daba manotazos y chillaba.
En un rapto de inspiración —o desesperación— el muchacho desprendió la
flauta de su cinturón y comenzó a tocar. Al instante los indios se detuvieron,
como hipnotizados; Tahama soltó a Nadia y todos rodearon a Alex.
Una vez que se hubieron apaciguado un poco los ánimos, Alex convenció
a Nadia que con una cuerda él podía ayudarla a subir. Le repitió lo que tantas
veces oyera decir a su padre: «antes de vencer la montaña hay que aprender a
usar el temor».
—Me espanta la altura, Jaguar, me da vértigo. Cada vez que subo a la avioneta
de mi padre me enfermo... —gimió Nadia.
—Mi papá dice que el temor es bueno, es el sistema de alarma del
cuerpo, nos avisa del peligro; pero a veces el peligro es inevitable y entonces
hay que dominar el miedo.
—¡No puedo!
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Nadia, escúchame —dijo Alex sujetándola por los brazos y obligándola
a mirarlo a los ojos—. Respira hondo, cálmate. Te enseñaré a usar el miedo.
Confía en ti misma y en mí. Te ayudaré a subir, lo haremos juntos, te lo
prometo.
Por toda respuesta Nadia se echó a llorar con la cabeza en el hombro de
Alex. El muchacho no supo qué hacer, jamás había estado tan cerca de una
chica. En sus fantasías había abrazado mil veces a Cecilia Burns, su amor de
toda la vida, pero en la práctica habría salido corriendo si ella lo hubiera
tocado. Cecilia Burns estaba tan lejos, que era como si no existiera: no podía
recordar su cara. Sus brazos rodearon a Nadia en un gesto automático. Sintió
que el corazón latía en su pecho como una estampida de búfalos, pero le
alcanzó la lucidez para darse cuenta de lo absurdo de su situación. Estaba en
el medio de la selva, rodeado de extraños guerreros pintarrajeados, con una
pobre chica aterrada en sus brazos y ¿en qué estaba pensando? ¡En el amor!
Logró reaccionar, separando a Nadia para enfrentarla con determinación.
—Deja de llorar y dile a estos señores que necesitamos una cuerda —le
ordenó, señalando a los indios—. Y acuérdate que tienes la protección del
talismán.
—Walimaí dijo que me protegería de hombres, animales y fantasmas,
pero no mencionó el peligro de caerme y partirme la nuca —explicó Nadia.
—Como dice mi abuela, de algo hay que morirse —la consoló su amigo
tratando de sonreír. Y agregó—: ¿No me dijiste que hay que ver con el
corazón? Esta es una buena oportunidad para hacerlo.
Nadia se las arregló para comunicar a los indios la petición del
muchacho. Cuando finalmente entendieron, varios de ellos se pusieron en
acción y muy pronto confeccionaron una cuerda con lianas trenzadas. Cuando
vieron que Alex ataba un extremo de la cuerda a la cintura de la chica y
enrollaba el resto en torno a su propio pecho, dieron muestras de gran
curiosidad. No podían imaginar por qué los forasteros hacían algo tan
absurdo: si uno resbalaba arrastraría al otro. El grupo se acercó a la catarata,
que caía libremente desde una altura de más de cincuenta metros y se
estrellaba abajo en una impresionante nube de agua, coronada por un
magnífico arco iris. Centenares de pájaros negros cruzaban la cascada en
todas direcciones. Los indios saludaron al río que bajaba del cielo esgrimiendo
sus armas y dando gritos: ya estaban muy cerca de su país. Al subir a las
tierras altas se sentían a salvo de cualquier peligro. Tres de ellos se alejaron
en el bosque por un rato y regresaron con unas bolas, que, al ser
inspeccionadas por los chicos, resultaron ser de una resma blanca, espesa y
muy pegajosa. Imitando a los otros, se frotaron las palmas de las manos y los
pies con esa pasta. En contacto con el suelo, el humus se pegaba en la resma,
creando una suela irregular. Los primeros pasos fueron dificultosos, pero
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ISABEL ALLENDE
apenas se metieron bajo la llovizna de la catarata, comprendieron su utilidad:
era como llevar botas y guantes de goma adhesiva.
Bordearon la laguna que se formaba abajo y pronto alcanzaron,
empapados, la cascada, una cortina sólida de agua, separada de la montaña
por varios metros. El rugido del agua era tal que resultaba imposible
comunicarse y tampoco podían hacerlo por señas, puesto que la visibilidad era
casi nula, el vapor de agua convertía el aire en espuma blanca. Tenían la
impresión de avanzar a tientas en medio de una nube. Por orden de Nadia,
Borobá se había pegado al cuerpo de Alex como un gran parche peludo y
caliente, mientras ella avanzaba detrás porque iba sujeta de una cuerda, de
otro modo habría retrocedido. Los guerreros conocían bien el terreno y
proseguían lento, pero sin vacilar, calculando dónde ponían cada pie. Los
muchachos los siguieron lo más cerca posible, porque bastaba separarse un
par de pasos para perderlos de vista por completo. Alex imaginó que el
nombre de esa tribu —gente de la neblina— provenía de la densa bruma que
se formaba al reventar el agua.
Esa y otras cataratas del Alto Orinoco habían derrotado siempre a los
forasteros, pero los indios las habían convertido en sus aliadas. Sabían
exactamente dónde pisar, había muescas naturales o talladas por ellos que
seguramente habían usado por cientos de años. Esos cortes en la montaña
formaban una escalera detrás de la cascada, que subía hasta el tope. Sin
conocer su existencia y su ubicación exacta, era imposible ascender por esas
paredes lisas, mojadas y resbalosas, con la atronadora presencia de la cascada
a la espalda. Un tropezón y la caída terminaba en muerte segura en medio del
fragor de la espuma.
Antes de verse aislados por el ruido, Alex alcanzó a instruir a Nadia de
no mirar hacia abajo, debía concentrarse en copiar sus movimientos,
aferrándose donde él lo hacia, tal como él imitaba a Tahama, quien iba
delante. También le explicó que la primera parte era más difícil por la niebla
producida al estrellarse el agua contra el suelo, pero a medida que subieran
seguramente sería menos resbaloso y podrían ver mejor. A Nadia eso no le dio
ánimo, porque su peor problema no era la visibilidad, sino el vértigo. Trató de
ignorar la altura y el rugido ensordecedor de la cascada, pensando que la
resina en las manos y los pies ayudaba a adherirse a la roca mojada. La
cuerda que la unía a Alex le daba algo de seguridad, aunque era fácil adivinar
que un paso en falso de cualquiera de ellos lanzaría a ambos al vacío. Procuró
seguir las instrucciones de Alex: concentrar la mente en el próximo
movimiento, en el lugar preciso donde debía colocar el pie o la mano, uno a la
vez, sin apuro y sin perder el ritmo. Apenas lograba estabilizarse, se movía
con cuidado buscando una hendidura o saliente superior, enseguida tanteaba
con un pie hasta dar con otra y así podía impulsar el cuerpo unos centímetros
más arriba. Las fisuras en la montaña eran suficientemente profundas para
apoyarse, el peligro mayor consistía en separar el cuerpo, debía moverse
pegada a la roca. En un chispazo pasó por su mente Borobá: si ella iba tan
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
aterrada, cómo estaría el infortunado mono colgando de Alex.
A medida que subían la visibilidad aumentaba, pero la distancia entre la
catarata y la montaña se reducía. Los niños sentían el agua cada vez más
cerca de sus espaldas. Justo cuando Alex y Nadia se preguntaban cómo harían
para continuar el ascenso a la parte superior de la catarata, las muescas en la
roca se desviaron hacia la derecha. El muchacho tanteó con los dedos y dio
con una superficie plana; entonces sintió que lo cogían por la muñeca y
tiraban hacia arriba. Se impulsó con todas sus fuerzas y aterrizó en una cueva
de la montaña, donde ya estaban reunidos los guerreros. Tirando de la cuerda
alzó a Nadia, que cayó de bruces encima de él, atontada por el esfuerzo y el
terror. El infortunado Borobá no se movió, estaba pegado como una lapa a su
espalda y congelado de terror. Frente a la boca de la cueva caía una cortina
compacta de agua, que los pájaros negros atravesaban dispuestos a defender
sus nidos de los invasores. Alex se admiró ante el increíble valor de los
primeros indios que, tal vez en la prehistoria, se aventuraron detrás de la
cascada, encontraron algunas hendiduras y tallaron otras, descubrieron la
cueva y abrieron el camino para sus descendientes.
La gruta, larga y estrecha, no permitía ponerse de pie, debían gatear o
arrastrarse. La claridad del sol se filtraba blanca y lechosa a través de la
cascada, pero apenas alumbraba la entrada, más adentro estaba oscuro. Alex,
sosteniendo a Nadia y Borobá contra su pecho, vio a Tahama llegar hasta su
lado, gesticulando y señalando la caída de agua. No podía oírle, pero entendió
que alguien se había resbalado o se había quedado atrás. Tahama le mostraba
la cuerda y por fin comprendió que éste pretendía usarla para bajar en busca
del ausente. El indio era más pesado que él y, por muy ágil que fuera, no tenía
experiencia en rescate de alta montaña. Tampoco él era un experto, pero al
menos había acompañado a su padre un par de veces en misiones arriesgadas,
sabía usar una cuerda y había leído mucho al respecto. Escalar era su pasión,
sólo comparable a su amor por la flauta. Hizo señas a los indios de que él iría
hasta donde dieran las lianas. Desató a Nadia e indicó a Tahama y a los otros
que lo bajaran por el precipicio.
El descenso, suspendido de una frágil cuerda en el abismo, con un mar
de agua rugiendo a su alrededor, a Alex le pareció peor que la subida. Veía
muy poco y ni siquiera sabia quién había resbalado ni dónde buscarlo. La
maniobra era de una temeridad prácticamente inútil, puesto que cualquiera
que hubiera pisado en falso durante el ascenso ya estaría hecho polvo abajo.
¿Qué haría su padre en esas circunstancias? John Coid pensaría primero en la
víctima, después en sí mismo. John Coid no se daría por vencido sin intentar
todos los recursos posibles. Mientras lo descendían hizo un esfuerzo por ver
más allá de sus narices y respirar, pero apenas podía abrir los ojos y sentía los
pulmones llenos de agua. Se balanceaba en el vacío, rogando para que la
cuerda de lianas no cediera.
De pronto uno de sus pies dio con algo blando y un instante más tarde
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palpaba con los dedos la forma de un hombre que colgaba aparentemente de
la nada. Con un sobresalto de angustia, comprendió que era el jefe Mokarita.
Lo reconoció por el sombrero de plumas amarillas, que aún permanecía firme
en su cabeza, a pesar de que el infeliz anciano estaba enganchado como una
res en una gruesa raíz que emergía de la montaña y, milagrosamente, había
detenido su caída. Alex no tenía dónde sostenerse y temía que si se apoyaba
en la raíz, ésta se partiría, precipitando a Mokarita al abismo. Calculó que sólo
tendría una oportunidad de agarrarlo y más valía hacerlo con precisión, si no
el hombre, empapado como estaba, se le resbalaría entre los dedos como un
pez.
Alexander se dio impulso, columpiándose casi a ciegas y se enroscó con
piernas y brazos a la figura postrada. En la cueva los guerreros sintieron el
tirón y el peso en la cuerda y comenzaron a halar con cuidado, muy lento,
para evitar que el roce rompiera las lianas y el bamboleo azotara a Alex y
Mokarita contra las rocas. El joven no supo cuánto demoró la operación, tal
vez sólo unos minutos, pero le parecieron horas. Por último se sintió cogido
por varias manos, que lo izaron a la cueva. Los indios debieron forcejear con
él para que soltara a Mokarita: lo tenía abrazado con la determinación de una
piraña. El jefe se acomodó las plumas y esbozó una débil sonrisa. Hilos de
sangre le brotaban por la nariz y la boca, pero por lo demás parecía intacto.
Los indios se manifestaban muy impresionados por el rescate y pasaban la
cuerda de mano en mano con admiración, pero a ninguno se le ocurrió atribuir
el salvamento del jefe al joven forastero, más bien felicitaban a Tahama por
haber tenido la idea. Agotado y adolorido, Alex echó de menos que alguien le
diera las gracias, pero hasta Nadia lo ignoró. Acurrucada con Borobá en un
rincón, ni cuenta se dio ella del heroísmo de su amigo, porque estaba todavía
tratando de recuperarse del ascenso a la montaña.
El resto del viaje fue más fácil, porque el túnel se abría a cierta distancia
del agua, en un sitio donde era posible subir con menos riesgo. Sirviéndose de
la cuerda, los indios izaron a Mokarita, porque le flaqueaban las piernas, y a
Nadia, porque le flaqueaba el ánimo, pero finalmente todos se encontraron en
la cima.
—¿No te dije que el talismán también servía para peligros de altura? —
se burló Alex.
—¡Cierto! —admitió Nadia, convencida. Ante ellos apareció el Ojo del Mundo,
como llamaba la gente de la neblina a su país. Era un paraíso de montañas y
cascadas espléndidas, un bosque infinito poblado de animales, pájaros y
mariposas, con un clima benigno y sin las nubes de mosquitos que
atormentaban en las tierras bajas. A lo lejos se alzaban extrañas formaciones
como altísimos cilindros de granito negro y tierra roja. Postrado en el suelo
sin poder moverse, Mokarita los señaló con reverencia: —Son tepuis, las
residencias de los dioses —dijo con un hilo de voz. Alex los reconoció al punto:
esas impresionantes mesetas eran idénticas a las torres magnificas que había
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
visto cuando enfrentó al jaguar negro en el patio de Mauro Carías.
—Son las montañas más antiguas y misteriosas de la tierra —dijo.
—¿Cómo lo sabes? ¿Las habías visto antes? —preguntó Nadia.
—Las vi en un sueño —contestó Alex.
El jefe indio no daba muestras de dolor, como correspondía a un
guerrero de su categoría, pero le quedaban muy pocas fuerzas, a ratos
cerraba los ojos y parecía desmayado. Alex no supo si tenía huesos rotos o
incontables magulladuras internas, pero era claro que no podía ponerse de
pie. Valiéndose de Nadia como intérprete, consiguió que los indios
improvisaran una parihuela con dos palos largos, unas cuantas lianas
atravesadas y un trozo de corteza de árbol encima. Los guerreros,
desconcertados ante la debilidad del anciano que había guiado a la tribu por
varias décadas, siguieron las instrucciones de Alex sin discutir. Dos de ellos
cogieron los extremos de la camilla y así continuaron la marcha durante una
media hora por la orilla del río, guiados por Tahama, hasta que Mokarita
indicó que se detuvieran para descansar un rato. El ascenso por las laderas de
la catarata había durado varias horas y para entonces todos estaban agotados
y hambrientos. Tahama y otros dos hombres se internaron en el bosque y
regresaron al poco rato con unos cuantos pájaros, una armadillo y un mono,
que habían cazado con sus flechas. El mono, todavía vivo, pero paralizado por
el curare, fue despachado de un piedrazo en la cabeza, ante el horror de
Borobá, quien corrió a refugiarse bajo la camiseta de Nadia. Hicieron fuego
frotando un par de piedras —algo que Alex había intentado inútilmente
cuando era boy scout— y asaron las presas ensartadas en palos. El cazador no
probaba la carne de su víctima, era mala educación y mala suerte, debía
esperar que otro cazador le ofreciera de la suya. Tahama había cazado todo
menos el armadillo, de modo que la cena demoró un buen rato, mientras
cumplían el riguroso protocolo de intercambio de comida. Cuando por fin tuvo
su porción en la mano, Alex la devoró sin fijarse en las plumas y los pelos que
aún había adheridos a la carne, y le pareció deliciosa.
Todavía faltaba un par de horas para la puesta del sol y en el altiplano,
donde la cúpula vegetal era menos densa, la luz del día duraba más que en el
valle. Después de largas consultas con Tahama y Mokarita, el grupo se puso
nuevamente en marcha. Tapirawa-teri, la aldea de la gente de la neblina
apareció de pronto en medio del bosque, como si tuviera la misma propiedad
de sus habitantes para hacerse visible o invisible a voluntad. Estaba protegida
por un grupo de castaños gigantes, los árboles más altos de la selva, algunos
de cuyos troncos median más de diez metros de circunferencia. Sus cúpulas
cubrían la aldea como inmensos paraguas. Tapirawa-teri era diferente al
típico shabono, lo cual confirmó la sospecha de Alex que la gente de la neblina
no era como los demás indios y seguramente tenía muy poco contacto con
otras tribus del Amazonas. La aldea no consistía en una sola choza circular
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ISABEL ALLENDE
con un patio al centro, donde vivía toda la tribu, sino de habitaciones
pequeñas, hechas con barro, piedras, palos y paja, cubiertas por ramas y
arbustos, de modo que se confundían perfectamente con la naturaleza. Se
podía estar a pocos metros de distancia sin tener idea que allí existía una
construcción humana. Alex comprendió que si era tan difícil distinguir el
villorrio cuando uno se encontraba en medio de él, sería imposible verlo desde
el aire, como sin duda se vería el gran techo circular y el patio despejado de
vegetación de un shabono. Esa debía ser la razón por la cual la gente de la
neblina había logrado mantenerse completamente aislada. Su esperanza de
ser rescatado por los helicópteros del Ejército o la avioneta de César Santos
se esfumó.
La aldea era tan irreal como los indios. Tal como las chozas eran
invisibles, también lo demás parecía difuso o transparente. Allí los objetos,
como las personas, perdían sus contornos precisos y existían en el plano de la
ilusión. Surgiendo del aire, como fantasmas, llegaron las mujeres y los niños a
recibir a los guerreros. Eran de baja estatura, de piel más clara que los indios
del valle, con ojos color ámbar; se movían con extraordinaria ligereza,
flotando, casi sin consistencia material. Por todo vestido llevaban dibujos
pintados en el cuerpo y algunas plumas o flores atadas en los brazos o
ensartadas en las orejas. Asustados por el aspecto de los dos forasteros, los
niños pequeños se echaron a llorar y las mujeres se mantuvieron distantes y
temerosas, a pesar de la presencia de sus hombres armados.
—Quítate la ropa, Jaguar —le indicó Nadia, mientras se desprendía de sus
pantalones cortos, su camiseta y hasta sus prendas interiores.
Alex la imitó sin pensar siquiera en lo que hacia. La idea de desnudarse
en público lo hubiera horrorizado hacia un par de semanas, pero en ese lugar
era natural. Andar vestido resultaba indecente cuando todos los demás
estaban desnudos. Tampoco le pareció extraño ver el cuerpo de su amiga,
aunque antes se habría sonrojado si cualquiera de sus hermanas se
presentaba sin ropa ante él. De inmediato las mujeres y los niños perdieron el
miedo y se fueron acercando poco a poco. Nunca habían visto personas de
aspecto tan singular, sobre todo el muchacho americano, tan blanco en
algunas partes. Alex sintió que examinaban con especial curiosidad la
diferencia de color entre lo que habitualmente cubría su traje de baño y el
resto del cuerpo, bronceado por el sol. Lo frotaban con los dedos para ver si
era pintura y se reían a carcajadas.
Los guerreros depositaron en el suelo la camilla de Mokarita, que al
punto fue rodeada por los habitantes de la aldea. Se comunicaban en susurros
y en un tono melódico, imitando los sonidos del bosque, la lluvia, el agua sobre
las piedras de los ríos, tal como hablaba Walimaí. Maravillado, Alex se dio
cuenta que podía comprender bastante bien, siempre que no hiciera un
esfuerzo, debía «oír con el corazón». Según Nadia, quien tenía una facilidad
asombrosa para las lenguas, las palabras no son tan importantes cuando se
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entienden las intenciones.
Iyomi, la esposa de Mokarita, aún más anciana que él, se aproximó. Los
demás le abrieron paso con respeto y ella se arrodilló junto a su marido, sin
una lágrima, murmurando palabras de consuelo en su oreja, mientras las
demás mujeres formaban un coro a su alrededor, serias y en silencio,
sosteniendo a la pareja con su cercanía, pero sin intervenir.
Muy pronto cayó la noche y el aire se tornó frío. Normalmente en un
shabono había siempre bajo el gran techo común un collar de fogatas
encendidas para cocinar y proveer calor, pero en Tapirawa—teri el fuego
estaba disimulado, como todo lo demás. Las pequeñas hogueras se encendían
sólo de noche y dentro de las chozas, sobre un altar de piedra, para no llamar
la atención de los posibles enemigos o los malos espíritus. El humo escapaba
por las ranuras del techo, dispersándose en el aire. Al principio Alex tuvo la
impresión de que las viviendas estaban distribuidas al azar entre los árboles,
pero pronto comprendió que estaban colocadas en forma vagamente circular,
como un shabono, y conectadas por túneles o techos de ramas, dando unidad
a la aldea. Sus habitantes podían trasladarse mediante esa red de senderos
ocultos, protegidos en caso de ataque y resguardados de la lluvia y el sol.
Los indios se agrupaban por familias, pero los muchachos adolescentes y
hombres solteros vivían separados en una habitación común, donde había
hamacas colgadas de palos y esterillas en el suelo. Allí instalaron a Alex,
mientras Nadia fue llevada a la morada de Mokarita. El jefe indio se había
casado en la pubertad con Iyomi, su compañera de toda la vida, pero tenía
además dos esposas jóvenes y un gran número de hijos y nietos. No llevaba la
cuenta de la descendencia, porque en realidad tampoco importaba quiénes
eran los padres: los niños se criaban todos juntos, protegidos y cuidados por
los miembros de la aldea.
Nadia averiguó que entre la gente de la neblina era común tener varias
esposas o varios maridos; nadie se quedaba solo. Si un hombre moría, sus
hijos y esposas eran de inmediato adoptados por otro que pudiera protegerlos
y proveer para ellos. Ese era el caso de Tahama, quien debía ser buen
cazador, porque tenía la responsabilidad de varias mujeres y una docena de
criaturas. A su vez una madre, cuyo esposo era un mal cazador, podía
conseguir otros maridos para que la ayudaran a alimentar a sus hijos. Los
padres solían prometer en matrimonio a las niñas cuando nacían, pero
ninguna muchacha era obligada a casarse o a permanecer junto a un hombre
contra su voluntad. El abuso contra mujeres y niños era tabú y quien lo
violaba perdía a su familia y quedaba condenado a dormir solo, porque
tampoco era aceptado en la choza de los solteros. El único castigo entre la
gente de la neblina era el aislamiento: nada temían tanto como ser excluidos
de la comunidad. Por lo demás, la idea de premio y castigo no existía entre
ellos; los niños aprendían imitando a los adultos, porque si no lo hacían
estaban destinados a perecer. Debían aprender a cazar, pescar, plantar y
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ISABEL ALLENDE
cosechar, respetar a la naturaleza y a los demás, ayudar, mantener su puesto
en la aldea. Cada uno aprendía con su propio ritmo y de acuerdo a su
capacidad.
A veces no nacían suficientes niñas en una generación, entonces los
hombres partían en largas excursiones en busca de esposas. Por su parte, las
muchachas de la aldea podían encontrar marido durante las raras ocasiones
en que visitaban otras regiones. También se mezclaban adoptando familias de
otras tribus, abandonadas después de una batalla, porque un grupo muy
pequeño no podía sobrevivir en la selva. De vez en cuando había que declarar
la guerra a otro shabono, así se hacían fuertes los guerreros y se
intercambiaban parejas. Era muy triste cuando los jóvenes se despedían para
ir a vivir en otra tribu, porque muy raramente volvían a ver a su familia. La
gente de la neblina guardaba celosamente el secreto de su aldea, para
defenderse de ser atacados y de las costumbres de los forasteros. Habían
vivido igual durante miles de años y no deseaban cambiar. En el interior de las
chozas había muy poco: hamacas, calabazas, hachas de piedra, cuchillos de
dientes o garras, varios animales domésticos, que pertenecían a la comunidad
y entraban y salían a gusto. En el dormitorio de los solteros se guardaban
arcos, flechas, cerbatanas y dardos. No había nada superfluo, tampoco objetos
de arte, sólo lo esencial para la estricta supervivencia y el resto lo proveía la
naturaleza. Alexander Coid no vio ni un solo objeto de metal que indicara
contacto con el mundo exterior y recordó cómo la gente de la neblina no había
tocado los regalos colgados por César Santos para atraerlos. En eso también
se diferenciaba de las otras tribus de la región, que sucumbían una a una a la
codicia por el acero y otros bienes de los forasteros.
Cuando bajó la temperatura, Alex se puso su ropa, pero igual tiritaba.
Por la noche vio que sus compañeros de vivienda dormían de a dos en las
hamacas o amontonados en el suelo para infundirse calor, pero él venía de
una cultura donde el contacto físico entre varones no se tolera; los hombres
sólo se tocan en arranques de violencia o en los deportes más rudos. Se acostó
solo en un rincón sintiéndose insignificante, menos que una pulga. Ese
pequeño grupo humano en una diminuta aldea de la selva era invisible en la
inmensidad del espacio sideral. Su tiempo de vida era menos que una fracción
de segundo en el infinito. O tal vez ni siquiera existían, tal vez los seres
humanos, los planetas y el resto de la Creación eran sueños, ilusiones. Sonrió
con humildad al recordar que pocos días antes él todavía se creía el centro del
universo. Tenía frío y hambre, supuso que ésa sería una noche muy larga,
pero en menos de cinco minutos estaba durmiendo como si lo hubieran
anestesiado.
Despertó acurrucado en el suelo sobre una esterilla de paja, apretado
entre dos fornidos guerreros, que roncaban y resoplaban en su oreja como
solía hacer su perro Poncho. Se desprendió con dificultad de los brazos de los
indios y se levantó discretamente, pero no llegó muy lejos, porque atravesada
en el umbral había una culebra gorda de más de dos metros de largo. Se
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
quedó petrificado, sin atreverse a dar un paso, a pesar de que el reptil no
daba muestras de vida: estaba muerto o dormido. Pronto los indios se
sacudieron el sueño y comenzaron sus actividades con la mayor calma,
pasando por encima de la culebra sin prestarle atención. Era una boa
constrictor domesticada, cuya misión consistía en eliminar ratas, murciélagos,
escorpiones y espantar a las serpientes venenosas. Entre la gente de la
neblina había muchas mascotas: monos que se criaban con los niños, perritos
que las mujeres amamantaban igual que a sus hijos, tucanes, loros, iguanas y
hasta un decrépito jaguar amarillo, inofensivo, con una pata coja. Las boas,
bien alimentadas y por lo general letárgicas, se prestaban para que los niños
jugaran con ellas. Alex pensó en lo feliz que estaría su hermana Nicole en
medio de aquella exótica fauna amaestrada. Buena parte del día se fue en
preparar la fiesta para celebrar el regreso de los guerreros y la visita de las
dos «almas blancas», como llamaron a Nadia y Alex. Todos participaron,
menos un hombre, que permaneció sentado en un extremo de la aldea,
separado de los demás. El indio cumplía el rito de purificación —unokaimú—
obligatorio cuando se ha matado a otro ser humano. Alex se enteró que
unokaimú consistía en ayuno total, silencio e inmovilidad durante varios días,
de esa manera el espíritu del muerto, que había escapado por las narices del
cadáver para pegarse en el esternón del asesino, iría poco a poco
desprendiéndose. Si el homicida consumía cualquier alimento, el fantasma de
su víctima engordaba y su peso acababa por aplastarlo. Frente al guerrero
inmóvil en unokaimú había una larga cerbatana de bambú decorada con
extraños símbolos, idénticos a los del dardo envenenado que atravesó el
corazón de uno de los soldados de la expedición durante el viaje por el río.
Algunos hombres partieron a cazar y pescar, guiados por Tahama,
mientras varias mujeres fueron a buscar maíz y plátanos a los pequeños
huertos disimulados en el bosque y otras se dedicaron a moler mandioca. Los
niños más pequeños juntaban hormigas y otros insectos para cocinarlos; los
mayores recolectaron nueces y frutas, otros subieron con increíble agilidad a
uno de los árboles para sacar miel de un panal; única fuente de azúcar en la
selva. Desde que podían tenerse en pie, los muchachos aprendían a trepar,
eran capaces de correr sobre las ramas más altas de un árbol sin perder el
equilibrio. De sólo verlos suspendidos a gran altura, como simios, Nadia sentía
vértigo.
Entregaron a Alex un canasto, le enseñaron a atárselo colgado de la
cabeza y le indicaron que siguiera a otros jóvenes de su edad. Caminaron un
buen rato bosque adentro, cruzaron el río sujetándose con pértigas y lianas, y
llegaron frente a unas esbeltas palmeras cuyos troncos estaban erizados de
afiladas espinas. Bajo las copas, a más de quince metros de altura, brillaban
racimos de un fruto amarillo parecido al durazno. Los jóvenes amarraron unos
palos para hacer dos firmes cruces, rodearon el tronco con una y pusieron la
otra más arriba. Uno de ellos trepó en la primera, empujó la otra hacia arriba,
se subió en ésa, estiró la mano para elevar la cruz de más abajo y así fue
ascendiendo con la agilidad de un trapecista hasta la cumbre. Alex había oído
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ISABEL ALLENDE
hablar de esa hazaña, pero hasta que no la vio no entendió cómo se podía
subir sin herirse con las espinas. Desde arriba el indio lanzó los frutos, que los
demás recogieron en los canastos. Más tarde las mujeres de la aldea los
molieron, mezclados con plátano, para hacer una sopa, muy apreciada entre la
gente de la neblina.
A pesar de que todos estaban atareados con los preparativos, había un
ambiente relajado y festivo. Nadie se apuraba y sobró tiempo para remojarse
alegremente durante horas en el río. Mientras chapoteaba con otros jóvenes,
Alexander Coid pensó que nunca el mundo le había parecido tan hermoso y
nunca volvería a ser tan libre. Después del largo baño las muchachas de
Tapirawa—teri prepararon pinturas vegetales de diferentes colores y
decoraron a todos los miembros de la tribu, incluso los bebés, con intrincados
dibujos. Entretanto los hombres de más edad molían y mezclaban hojas y
cortezas de diversos árboles para obtener yopo, el polvo mágico de las
ceremonias.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
12
RITO DE INICIACIÓN
La fiesta comenzó por la tarde y duró toda la noche. Los indios, pintados
de pies a cabeza, cantaron, bailaron y comieron hasta hartarse. Era una
descortesía que un invitado rechazara el ofrecimiento de comida o bebida, de
manera que Alex y Nadia, imitando a los demás, se llenaron la panza hasta
sufrir arcadas, lo cual se consideraba una muestra de muy buenos modales.
Los niños corrían con grandes mariposas y escarabajos fosforescentes atados
con largos cabellos. Las mujeres, adornadas con luciérnagas, orquídeas y
plumas en las orejas y palillos atravesados en los labios, comenzaron la fiesta
dividiéndose en dos bandos, que se enfrentaban cantando en una amistosa
competencia. Luego invitaron a los hombres a danzar inspiradas en los
movimientos de los animales cuando se emparejan en la estación de las
lluvias. Finalmente los hombres se lucieron solos, primero girando en una
rueda imitando monos, jaguares y caimanes, enseguida hicieron una
demostración de fuerza y destreza blandiendo sus armas y dando saltos
ornamentales. A Nadia y Alex les daba vueltas la cabeza, estaban mareados
por el espectáculo, el tam tam de los tambores, los cánticos, los gritos, los
ruidos de la selva a su alrededor. Mokarita había sido colocado en el centro de
la aldea, donde recibía los saludos ceremoniosos de todos. Aunque bebía
pequeños sorbos de masato, no pudo probar la comida. Otro anciano, con
reputación de curandero, se presentó ante él cubierto con una costra de barro
seco y una resma a la cual le habían pegado plumitas blancas, dándole el
aspecto de un extraño pájaro recién nacido. El curandero estuvo largo rato
dando saltos y alaridos para espantar a los demonios que habían entrado en el
cuerpo del jefe. Luego le chupó varias partes del vientre y el pecho, haciendo
la mímica de aspirar los malos humores y escupirlos lejos. Además frotó al
moribundo con una pasta de paranary, una planta empleada en el Amazonas
para curar heridas; sin embargo, las heridas de Mokarita no eran visibles y el
remedio no tuvo efecto alguno. Alex supuso que la caída había reventado
algún órgano interior del jefe, tal vez el hígado, pues a medida que pasaban
las horas el anciano iba poniéndose más y más débil, mientras un hilo de
sangre escapaba por la comisura de sus labios.
Al amanecer Mokarita llamó a su lado a Nadia y Alex y con las pocas
fuerzas que le quedaban les explicó que ellos eran los únicos forasteros que
habían pisado Tapirawa—teri desde la fundación de la aldea.
—Las almas de la gente de la neblina y de nuestros antepasados habitan
aquí. Los nahab hablan con mentiras y no conocen la justicia, pueden ensuciar
nuestras almas —dijo.
Habían sido invitados, agregó, por instrucciones del gran chamán, quien
les había advertido que Nadia estaba destinada a ayudarlos. No sabía qué
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ISABEL ALLENDE
papel jugaba Alex en los acontecimientos que vendrían, pero como compañero
de la niña también era bienvenido en Tapirawa—teri. Alexander y Nadia
entendieron que se refería a Walimaí y a su profecía sobre el Rahakanariwa.
—¿Qué forma adopta el Rahakanariwa? —preguntó Alex.
—Muchas formas. Es un pájaro chupasangre. No es humano, actúa como
un demente, nunca se sabe lo que hará, siempre está sediento de sangre, se
enoja y castiga —explicó Mokarita.
—¿Han visto unos grandes pájaros? —preguntó Alex.
—Hemos visto a los pájaros que hacen ruido y viento, pero ellos no nos
han visto a nosotros. Sabemos que no son el Rahakanariwa, aunque se
parecen mucho, ésos son los pájaros de los nahab. Vuelan sólo de día, nunca
de noche, por eso tenemos cuidado al encender fuego, para que el pájaro no
vea el humo. Por eso vivimos escondidos. Por eso somos el pueblo invisible —
replicó Mokarita.
—Los nahab vendrán tarde o temprano, es inevitable. ¿Qué hará la gente
de la neblina entonces?
—Mi tiempo en el Ojo del Mundo se está terminando. El jefe que venga
después de mí deberá decidir —replicó Mokarita débilmente. Mokarita murió
al amanecer. Un coro de lamentos sacudió a Tapirawa—teri durante horas:
nadie pocha recordar el tiempo anterior a ese jefe, que había guiado a la tribu
durante muchas décadas. La corona de plumas amarillas, símbolo de su
autoridad, fue colocada sobre un poste hasta que el sucesor fuera desaguado,
entretanto la gente de la neblina se despojó de sus adornos y se cubrió de
barro, carbón y ceniza, en signo de duelo. Reinaba gran inquietud, porque
creían que la muerte rara vez se presenta por razones naturales, en general la
causa es un enemigo que ha empleado magia para hacer daño. La forma de
apaciguar al espíritu del muerto es encontrar el enemigo y eliminarlo, de otro
modo el fantasma se queda en el mundo molestando a los vivos. Si el enemigo
era de otra tribu, eso podía conducir a una batalla, pero si era de la misma
aldea, se podía «matar» simbólicamente mediante una ceremonia apropiada.
Los guerreros, que habían pasado la noche bebiendo masato, estaban muy
excitados ante la idea de vencer al enemigo causante de la muerte de
Mokarita. Descubrirlo y derrotarlo era una cuestión de honor. Ninguno
aspiraba a reemplazarlo, porque entre ellos no existían las jerarquías, nadie
era más importante que los demás, el jefe sólo tenía más obligaciones.
Mokarita no era respetado por su posición de mando, sino porque era muy
anciano, eso significaba más experiencia y conocimiento. Los hombres,
embriagados y enardecidos, podían ponerse violentos de un momento a otro.
—Creo que ha llegado el momento de llamar a Walimaí —susurró Nadia
a Alex.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Se retiró a un extremo de la aldea, se quitó el amuleto del cuello y
comenzó a soplarlo. El agudo graznido de lechuza que emitía el hueso tallado
sonó extraño en ese lugar. Nadia imaginaba que bastaba con usar el talismán
para ver aparecer a Walimaí por arte de magia, pero por mucho que sopló, el
chamán no se presentó.
En las horas siguientes la tensión en la aldea fue aumentando. Uno de
los guerreros agredió a Tahama y éste le devolvió el gesto con un garrotazo en
la cabeza, que lo dejó tirado en el suelo y sangrando; debieron intervenir
varios hombres para separar y calmar a los exaltados. Finalmente decidieron
resolver el conflicto mediante el yopo, un polvo verde que, como el masato,
sólo usaban los varones. Se distribuyeron de a dos, cada pareja provista de
una larga caña hueca y tallada en la punta, a través de la cual se soplaban el
polvo unos a otros directamente en la nariz. El yopo se introducía hasta el
cerebro con la fuerza de un mazazo y el hombre caía hacia atrás gritando de
dolor, enseguida empezaba a vomitar, dar saltos, gruñir y ver visiones,
mientras una mucosidad verde le salía por las fosas nasales y la boca. No era
un espectáculo muy agradable, pero lo usaban para transportarse al mundo de
los espíritus. Unos hombres se convirtieron en demonios, otros asumieron el
alma de diversos animales, otros profetizaron el futuro, pero a ninguno se le
apareció el fantasma de Mokarita para designar su sucesor.
Alex y Nadia sospechaban que ese pandemónium iba a terminar con
violencia y prefirieron mantenerse apartados y mudos, con la esperanza de
que nadie se acordara de ellos. No tuvieron suerte, porque de pronto uno de
los guerreros tuvo la visión de que el enemigo de Mokarita, el causante de su
fallecimiento, era el muchacho forastero. En un instante los demás se juntaron
para castigar al supuesto asesino del jefe y, enarbolando garrotes, salieron
tras de Alex. Ese no era el momento de pensar en la flauta como medio para
calmar los ánimos; el chico echó a correr como una gacela. Sus únicas
ventajas eran la desesperación, que le daba alas, y el hecho de que sus
perseguidores no estaban en las mejores condiciones. Los indios intoxicados
tropezaban, se empujaban y en la confusión se daban palos unos a otros,
mientras las mujeres y los niños corrían a su alrededor animándolos. Alex
creyó que había llegado la hora de su muerte y la imagen de su madre pasó
como un relámpago por su mente, mientras corría y corría en el bosque.
El muchacho americano no podía competir en velocidad ni destreza con
esos guerreros indígenas, pero éstos estaban drogados y fueron cayendo por
el camino, uno a uno. Por fin pudo refugiarse bajo un árbol, acezando,
extenuado. Cuando creía que estaba a salvo, se sintió rodeado y antes que
pudiera echar a correr de nuevo, las mujeres de la tribu le cayeron encima. Se
reían, como si haberlo cazado fuera sólo una broma pesada, pero lo sujetaron
firmemente y, a pesar de sus manotazos y patadas, entre todas lo arrastraron
de vuelta a Tapirawa—teri, donde lo ataron a un árbol. Más de alguna
muchacha le hizo cosquillas y otras le metieron trozos de fruta en la boca,
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ISABEL ALLENDE
pero a pesar de esas atenciones, dejaron las ligaduras bien anudadas. Para
entonces el efecto del yopo comenzaba a ceder y poco a poco los hombres
iban abandonando sus visiones para regresar a la realidad agotados. Pasarían
varias horas antes que recuperaran la lucidez y las fuerzas.
Alex, adolorido por haber sido arrastrado por el suelo, y humillado por
las burlas de las mujeres, recordó las escalofriantes historias del profesor
Ludovic Leblanc. Si su teoría era acertada, se lo comerían. ¿Y qué pasaría con
Nadia? Se sentía responsable por ella. Pensó que en las películas y en las
novelas ése sería el momento en que llegan los helicópteros a rescatarlo y
miró el cielo sin esperanza, porque en la vida real los helicópteros nunca
llegan a tiempo. Entretanto Nadia se había acercado al árbol sin que nadie la
detuviera, porque ninguno de los guerreros podía imaginar que una muchacha
se atreviera a desafiarlos. Alex y Nadia se habían puesto su ropa al caer el frío
de la primera noche y como ya la gente de la neblina se había acostumbrado a
verlos vestidos, no sintieron la necesidad de quitársela. Alex llevaba el
cinturón donde colgaba su flauta, su brújula y su navaja, que Nadia usó para
soltarlo. En las películas también basta un movimiento para cortar una
cuerda, pero ella debió aserrar un buen rato las tiras de cuero que lo
sujetaban al poste, mientras él sudaba de impaciencia. Los niños y algunas
mujeres de la tribu se aproximaron a ver lo que hacía, asombrados de su
atrevimiento, pero ella actuó con tal seguridad, blandiendo la navaja ante las
narices de los curiosos, que nadie intervino y a los diez minutos Alex estaba
libre. Los dos amigos empezaron a retroceder disimuladamente, sin atreverse
a echar a correr para no atraer la atención de los guerreros. Ese era el
momento en que el arte de la invisibilidad les hubiera servido mucho. Los
jóvenes forasteros no alcanzaron a llegar muy lejos, porque Walimaí hizo su
entrada a la aldea. El anciano brujo apareció con su colección de bolsitas
colgadas del bastón, su corta lanza y el cilindro de cuarzo que sonaba como un
cascabel. Contenía piedrecillas recogidas en el sitio donde había caído un
rayo, era el símbolo de los curanderos y chamanes y representaba el poder del
Sol Padre. Venía acompañado por una muchacha joven, con el cabello como
un manto negro colgando hasta la cintura, las cejas depiladas, collares de
cuentas y unos palillos pulidos atravesados en las mejillas y la nariz. Era muy
bella y parecía alegre, aunque no decía ni una palabra, siempre estaba
sonriendo. Alex comprendió que era la esposa ángel del chamán y celebró que
ahora podía verla, eso significaba que algo se había abierto en su
entendimiento o en su intuición. Tal como le había enseñado Nadia: había que
«ver con el corazón». Ella le había contado que muchos años atrás, cuando
Walimaí era aún joven, se vio obligado a matar a la muchacha, hiriéndola con
su cuchillo envenenado, para librarla de la esclavitud. No fue un crimen, sino
un favor que él le hizo, pero de todos modos el alma de ella se le pegó en el
pecho. Walimaí huyó a lo más profundo de la selva, llevándose el alma de la
joven donde nadie pudiera encontrarla jamás. Allí cumplió con los ritos de
purificación obligatorios, el ayuno y la inmovilidad. Sin embargo, durante el
viaje él y la mujer se habían enamorado y, una vez terminado el rito del
unokaimú, el espíritu de ella no quiso despedirse y prefirió quedarse en este
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
mundo junto al hombre que amaba. Eso había sucedido hacía casi un siglo y
desde entonces acompañaba a Walimaí siempre, esperando el momento en
que él pudiera volar con ella convertido también en espíritu.
La presencia de Walimaí alivió la tensión en Tapirawa—teri y los mismos
guerreros que poco antes estaban dispuestos a masacrar a Alex ahora lo
trataban con amabilidad. La tribu respetaba y temía al gran chamán porque
poseía la habilidad sobrenatural de interpretar signos. Todos soñaban y tenían
visiones, pero sólo aquellos elegidos, como Walimaí, viajaban al mundo de los
espíritus superiores, donde aprendían el significado de las visiones y podían
guiar a los demás y cambiar el rumbo de los desastres naturales.
El anciano anunció que el muchacho tenía el alma del jaguar negro,
animal sagrado, y había venido de muy lejos a ayudar a la gente de la neblina.
Explicó que ésos eran tiempos muy extraños, tiempos en que la frontera entre
el mundo de aquí y el mundo de allá era difusa, tiempos en que el
Rahakanariwa podía devorarlos a todos. Les recordó la existencia de los
nahab, que la mayoría de ellos sólo conocía por los cuentos que contaban sus
hermanos de otras tribus de las tierras bajas. Los guerreros de Tapirawa—teri
habían espiado durante días a la expedición del International Geographic,
pero ninguno comprendía las acciones ni los hábitos de esos extraños
forasteros. Walimaí, quien en su siglo de vida había visto mucho, les contó lo
que sabía.
—Los nahab están como muertos, se les ha escapado el alma del pecho
—dijo—. Los nahab no saben nada de nada, no pueden clavar un pez con una
lanza, ni acertar con un dardo a un mono, ni trepar a un árbol. No andan
vestidos de aire y luz, como nosotros, sino que usan ropas hediondas. No se
bañan en el río, no conocen las reglas de la decencia o la cortesía, no
comparten su casa, su comida, sus hijos o sus mujeres. Tienen los huesos
blandos y basta un pequeño garrotazo para partirles el cráneo. Matan
animales y no se los comen, los dejan tirados para que se pudran. Por donde
pasan dejan un rastro de basura y veneno, incluso en el agua. Los nahab son
tan locos que pretenden llevarse las piedras del suelo, la arena de los ríos y
los árboles del bosque. Algunos quieren la tierra. Les decimos que la selva no
se puede cargar a la espalda como un tapir muerto, pero no escuchan. Nos
hablan de sus dioses y no quieren escuchar de los nuestros. Son insaciables,
como los caimanes. Esas cosas terribles he visto con mis propios ojos y he
escuchado con mis propias orejas y he tocado con mis propias manos.
—Jamás permitiremos que esos demonios lleguen hasta el Ojo del
Mundo, los mataremos con nuestros dardos y flechas cuando suban por la
catarata, como hemos hecho con todos los forasteros que lo han intentado
antes, desde los tiempos de los abuelos de nuestros abuelos —anunció
Tahama.
—Pero vendrán de todos modos. Los nahab tienen pájaros de viento,
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ISABEL ALLENDE
pueden volar por encima de las montañas. Vendrán porque quieren las piedras
y los árboles y la tierra —interrumpió Alex.
—Cierto —admitió Walimaí.
—Los nahab también pueden matar con enfermedades. Muchas tribus
han muerto así, pero la gente de la neblina puede salvarse —dijo Nadia.
—Esta niña color de miel sabe lo que dice, debemos oírla. El
Rahakanariwa suele adoptar la forma de enfermedades mortales —aseguró
Walimaí.
—¿Ella es más poderosa que el Rahakanariwa? —preguntó Tahama
incrédulo.
—Yo no, pero hay otra mujer que es muy poderosa. Ella tiene las
vacunas que pueden evitar las epidemias —dijo la chica.
Nadia y Alex pasaron la hora siguiente tratando de convencer a los
indios que no todos los nahab eran demonios nefastos, había algunos que eran
amigos, como la doctora Omayra Torres. A las limitaciones del lenguaje se
sumaban las diferencias culturales. ¿Cómo explicarles en qué consistía una
vacuna? Ellos mismos no lo entendían del todo, así es que optaron por decir
que era una magia muy fuerte.
—La única salvación es que venga esa mujer a vacunar a toda la gente
de la neblina —argumentó Nadia. «De ese modo, aunque vengan los nahab o
el Rahakanariwa sedientos de sangre, no podrán hacerles daño con
enfermedades.»
—Pueden amenazarnos de otras maneras. Entonces iremos a la guerra
—afirmó Tahama.
—La guerra contra los nahab es mala idea... —aventuró Nadia.
—El próximo jefe tendrá que decidir —concluyó Tahama. Walimaí se
encargó de dirigir los ritos funerarios de Mokarita de acuerdo a las más
antiguas tradiciones. A pesar del peligro de ser vistos desde el aire, los indios
encendieron una gran fogata para cremar el cuerpo y durante horas se
consumieron los restos del jefe, mientras los habitantes de la aldea
lamentaban su partida. Walimaí preparó una poción mágica, la poderosa
ayahuasca, para ayudar a los hombres de la tribu a ver el fondo de sus
corazones. Los jóvenes forasteros fueron invitados porque debían cumplir una
misión heroica más importante que sus vidas, para la cual no sólo necesitarían
la ayuda de los dioses, también debían conocer sus propias fuerzas. Ellos no
se atrevieron a negarse, aunque el sabor de aquella poción era asqueroso y
debieron hacer un gran esfuerzo por tragarla y retenerla en el estómago. No
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
sintieron los efectos hasta un buen rato más tarde, cuando de súbito el suelo
se deshizo bajo sus pies y el cielo se llenó de figuras geométricas.al haber
alcanzado la muerte, se sintieron impulsados a vertiginosa velocidad a través
de innumerables cámaras de luz y de pronto las puertas del reino de los dioses
totémicos se abrieron, conminándolos a entrar.
Alex sintió que se alargaban sus extremidades y un calor ardiente lo
invadía por dentro. Se miró las manos y vio que eran dos patas terminadas en
garras afiladas. Abrió la boca para llamar y un rugido temible brotó de su
vientre. Se vio transformado en un felino grande, negro y lustroso: el
magnífico jaguar macho que había visto en el patio de Mauro Carías. El
animal no estaba en él, ni él en el animal, sino que los dos se fundían en un
solo ser; ambos eran el muchacho y la fiera simultáneamente. Alex dio unos
pasos estirándose, probando sus músculos, y comprendió que poseía la
ligereza, la velocidad y la fuerza del jaguar. Corrió a grandes brincos de gato
por el bosque, poseído de una energía sobrenatural. De un salto trepó a la
rama de un árbol y desde allí observó el paisaje con sus ojos de oro, mientras
movía lentamente su cola negra en el aire. Se supo poderoso, temido,
solitario, invencible, el rey de la selva sudamericana. No había otro animal tan
fiero como él.
Nadia se elevó al cielo y por unos instantes perdió el miedo a la altura,
que la había agobiado siempre. Sus poderosas alas de águila hembra apenas
se movían; el aire frío la sostenía y bastaba el más leve movimiento para
cambiar el rumbo o la velocidad del viaje. Volaba a gran altura, tranquila,
indiferente, desprendida, observando sin curiosidad la tierra muy abajo.
Desde arriba veía la selva y las cumbres planas de los tepuis, muchos
cubiertos de nubes como si estuvieran coronados de espuma; veía también la
débil columna de humo de la hoguera donde ardían los restos del jefe
Mokarita. Suspendida en el viento, el águila era tan invencible como el jaguar
lo era en tierra: nada podía alcanzarla. La niña pájaro dio varias vueltas
olímpicas sobrevolando el Ojo del Mundo, examinando desde arriba las vidas
de los indios. Las plumas de su cabeza se erizaron como cientos de antenas,
captando el calor del sol, la vastedad de viento, la dramática emoción de la
altura. Supo que ella era la protectora de esos indios, la madre águila de la
gente de la neblina. Voló sobre la aldea de Tapirawa—teri y la sombra de sus
magníficas alas cubrieron como un manto los techos casi invisibles de las
pequeñas viviendas ocultas en el bosque. Finalmente el gran pájaro se dirigió
a la cima de un tepui, la montaña más alta, donde en su nido, expuesto a todos
los vientos, brillaban tres huevos de cristal.
A la mañana del día siguiente, cuando los muchachos regresaron del
mundo de los animales totémicos, cada uno contó su experiencia.
—¿qué significan esos tres huevos? —preguntó Alex.
—No sé, pero son muy importantes. Esos huevos no son míos, Jaguar,
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ISABEL ALLENDE
pero tengo que conseguirlos para salvar a la gente de la neblina.
—No entiendo. ¿Qué tienen que ver esos huevos con los indios?
—Creo que tienen todo que ver... —replicó Nadia, tan confundida como
él.
Cuando entibiaron las brasas de la pira funeraria, Iyomi, la esposa de
Mokarita, separó los huesos calcinados, los molió con una piedra hasta
convertirlos en polvo fino y los mezcló con agua y plátano para hacer una
sopa. La calabaza con ese líquido gris pasó de mano en mano y todos, hasta
los niños, bebieron un sorbo. Luego enterraron la calabaza y el nombre del
jefe fue olvidado, para que nadie volviera a pronunciarlo jamás. La memoria
del hombre, así como las partículas de su valor y su sabiduría que habían
quedado en las cenizas, pasaron a sus descendientes y amigos. De ese modo,
una parte suya permanecería siempre entre los vivos. A Nadia y Alex también
les dieron a beber la sopa de huesos, como una forma de bautizo: ahora
pertenecían a la tribu. Al llevársela a los labios, el muchacho recordó que
había leído sobre una enfermedad causada por «comer el cerebro de los
antepasados». Cerró los ojos y bebió con respeto.
Una vez concluida la ceremonia del funeral, Walimaí conminó a la tribu
a elegir el nuevo jefe. De acuerdo a la tradición, sólo los hombres podían
aspirar a esa posición, pero Walimaí explicó que esta vez se debía escoger con
extrema prudencia, porque vivían tiempos muy extraños y se requería un jefe
capaz de comprender los misterios de otros mundos, comunicarse con los
dioses y mantener a raya al Rahakanariwa. Dijo que eran tiempos de seis
lunas en el firmamento, tiempos en que los dioses se habían visto obligados a
abandonar su morada. A la mención de los dioses los indios se llevaron las
manos a la cabeza y comenzaron a balancearse hacia delante y hacia atrás,
salmodiando algo que a los oídos de Nadia y Alex sonaba como una oración.
—Todos en Tapirawa—teri, incluso los niños, deben participar en la
elección del nuevo jefe —instruyó Walimaí a la tribu.
El día entero estuvo la tribu proponiendo candidatos y negociando. Al
atardecer Nadia y Alex se durmieron, agotados, hambrientos y aburridos. El
muchacho americano había tratado en vano de explicar la forma de escoger
mediante votos, como en una democracia, pero los indios no sabían contar y el
concepto de una votación les resultó tan incomprensible como el de las
vacunas. Ellos elegían por «visiones».
Los jóvenes fueron despertados por Walimaí bien entrada la noche, con
la noticia de que la visión más fuerte había sido Iyomi, de modo que la viuda
de Mokarita era ahora el jefe en Tapirawa—teri. Era la primera vez desde que
podían recordar que una mujer ocupaba ese cargo. La primera orden que dio
la anciana Iyomi cuando se colocó el sombrero de plumas amarillas, que por
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
tantos años usara su marido, fue preparar comida. La orden fue acatada de
inmediato, porque la gente de la neblina llevaba dos días sin comer más que
un sorbo de sopa de huesos. Tahama y otros cazadores partieron con sus
armas a la selva y unas horas más tarde regresaron con un oso hormiguero y
un venado, que destazaron y asaron sobre las brasas. Entretanto las mujeres
habían hecho pan de mandioca y cocido de plátano. Cuando todos los
estómagos estuvieron saciados, Iyomi invitó a su pueblo a sentarse en un
círculo y promulgó su segundo edicto.
—Voy a nombrar otros jefes. Un jefe para la guerra y la caza: Tahama.
Un jefe para aplacar al Rahakanariwa: la niña color de miel llamada Águila.
Un jefe para negociar con los nahab y sus pájaros de ruido y viento: el
forastero llamado Jaguar. Un jefe para visitar a los dioses: Walimaí. Un jefe
para los jefes: Iyomi.
De ese modo la sabia mujer distribuyó el poder y organizó a la gente de
la neblina para enfrentar los tiempos terribles que se avecinaban. Y de ese
modo Nadia y Alex se vieron investidos de una responsabilidad para la cual
ninguno de los dos se sentía capacitado.
Iyomi dio su tercera orden allí mismo. Dijo que la niña Aguila debía
mantener su «alma blanca» para enfrentar al Rahakanariwa, única forma de
evitar que fuera devorada por el pájaro caníbal, pero que el joven forastero,
Jaguar, debía convertirse en hombre y recibir sus armas de guerrero. Todo
varón, antes de empuñar sus armas o pensar en casarse, debía morir como
niño y nacer como hombre. No había tiempo para la ceremonia tradicional,
que duraba tres días y normalmente incluía a todos los muchachos de la tribu
que habían alcanzado la pubertad. En el caso de Jaguar deberían improvisar
algo más breve, dijo Iyomi, porque el joven acompañaría a Águila en el viaje a
la montaña de los dioses. La gente de la neblina peligraba, sólo esos dos
forasteros podrían traer la salvación y estaban obligados a partir pronto.
A Walimaí y Tahama les tocó organizar el rito de iniciación de Alex, en el
cual sólo participaban los hombres adultos. Después el muchacho contó a
Nadia que si él hubiera sabido en qué consistía la ceremonia, tal vez la
experiencia hubiera sido menos terrorífica. Bajo la dirección de Iyomi, las
mujeres le afeitaron la coronilla con una piedra afilada, método bastante
doloroso, porque tenía un corte que aún no cicatrizaba, donde le habían dado
un golpe al raptarlo. Al pasar la piedra de afeitar se abrió la herida, pero le
aplicaron un poco de barro y al poco rato dejó de sangrar. Luego las mujeres
lo pintaron de negro de pies a cabeza con una pasta de cera y carbón.
Enseguida debió despedirse de su amiga y de Iyomi, porque las mujeres no
podían estar presentes durante la ceremonia y se fueron a pasar el día al
bosque con los niños. No regresarían a la aldea hasta la noche, cuando los
guerreros se lo hubieran llevado para la prueba parte de su iniciación.
Tahama y sus hombres desenterraron del lodo del río los instrumentos
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ISABEL ALLENDE
musicales sagrados, que sólo se usaban en las ceremonias viriles. Eran unos
gruesos tubos de metro y medio de largo, que al soplarse producían un sonido
ronco y pesado, como bufidos de toro. Las mujeres y los muchachos que aún
no habían sido iniciados no podían verlos, bajo pena de enfermarse y morir
por medios mágicos. Esos instrumentos representaban el poder masculino en
la tribu, el nexo entre los padres y los hijos varones. Sin esas trompetas, todo
el poder estaría en las mujeres, quienes poseían la facultad divina de tener
hijos o «hacer gente», como decían.
El rito comenzó en la mañana y habría de durar todo el día y toda la
noche. Le dieron de comer unas moras amargas y lo dejaron ovillado en el
suelo, en posición fetal; luego, dirigidos por Walimaí, pintados y decorados
con los atributos de los demonios, se distribuyeron a su alrededor en apretado
círculo, golpeando la tierra con los pies y fumando cigarros de hojas. Entre las
moras amargas, el susto y el humo, Alex pronto se sintió bastante enfermo.
Por largo rato los guerreros bailaron y salmodiaron cánticos en torno a
él, soplando las pesadas trompetas sagradas, cuyos extremos tocaban el suelo.
El sonido retumbaba dentro del cerebro confundido del muchacho. Durante
horas escuchó los cantos repitiendo la historia del Sol Padre, que estaba más
allá del sol cotidiano que alumbra el cielo, era un fuego invisible de donde
provenía la Creación; escuchó de la gota de sangre que se desprendió de la
Luna para dar origen al primer hombre; cantaron sobre el Río de Leche, que
contenía todas las semillas de la vida, pero también putrefacción y muerte;
ese río conducía al reino donde los chamanes, como Walimaí, se encontraban
con los espíritus y otros seres sobrenaturales para recibir sabiduría y poder de
curar. Dijeron que todo lo que existe es soñado por la Tierra Madre, que cada
estrella sueña a sus habitantes y todo lo que ocurre en el universo es una
ilusión, puros sueños dentro de otros sueños. En medio de su aturdimiento,
Alexander Coid sintió que esas palabras se referían a conceptos que él mismo
había presentido, entonces dejó de razonar y se abandonó a la extraña
experiencia de «pensar con el corazón». Pasaron las horas y el muchacho fue
perdiendo el sentido del tiempo, del espacio, de su propia realidad y
hundiéndose en un estado de terror y profunda fatiga. En algún momento
sintió que lo levantaban y lo obligaban a marchar, recién entonces se dio
cuenta que había caído la noche. Se dirigieron en procesión hacia el río,
tocando sus instrumentos y blandiendo sus armas, allí lo hundieron en el agua
varias veces, hasta que creyó morir ahogado. Lo frotaron con hojas abrasivas
para desprender la pintura negra y luego le pusieron pimienta sobre la piel
ardiente. En medio de un griterío ensordecedor lo golpearon con varillas en
las piernas, los brazos, el pecho y el vientre, pero sin ánimo de hacerle daño;
lo amenazaron con sus lanzas, tocándolo a veces con las puntas, pero sin
herirlo. Intentaban asustarlo por todos los medios posibles y lo lograron,
porque el muchacho americano no entendía lo que estaba sucediendo y temía
que en cualquier momento a sus atacantes se les fuera la mano y lo
asesinaran de verdad. Procuraba defenderse de los manotazos y empujones de
los guerreros de Tapirawa—teri, pero el instinto le indicó que no intentara
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
escapar, porque sería inútil, no había adónde ir en ese territorio desconocido
y hostil. Fue una decisión acertada, porque de haberlo hecho habría quedado
como un cobarde, el más imperdonable defecto de un guerrero.
Cuando Alex estaba a punto de perder el control y ponerse histérico,
recordó de pronto su animal totémico. No tuvo que hacer un esfuerzo
extraordinario para entrar en el cuerpo del jaguar negro, la transformación
ocurrió con rapidez y facilidad: el rugido que salió de su garganta fue el
mismo que había experimentado antes, los zarpazos de sus garras ya los
conocía, el salto sobre las cabezas de sus enemigos fue un acto natural. Los
indios celebraron la llegada del jaguar con una algarabía ensordecedora y
enseguida lo condujeron en solemne procesión hasta el árbol sagrado, donde
aguardaba Tahama con la prueba final.
Amanecía en la selva. Las hormigas de fuego estaban atrapadas en un
tubo o manga de paja trenzada, como las que se usaban para exprimir el ácido
prúsico de la mandioca, que Tahama sostenía mediante dos varillas, para
evitar el contacto con los insectos. Alex, agotado después de aquella larga y
aterradora noche, demoró un momento en entender lo que se esperaba de él.
Entonces aspiró una bocanada profunda, llenándose de aire frío los pulmones,
convocó en su ayuda el valor de su padre, escalador de montañas, y la
resistencia de su madre, que jamás se daba por vencida, y la fuerza de su
animal totémico y enseguida introdujo el brazo izquierdo hasta el codo en el
tubo.
Las hormigas de fuego se pasearon por su piel durante unos segundos
antes de picarlo. Cuando lo hicieron, sintió como si lo quemaran con ácido
hasta el hueso. El espantoso dolor lo aturdió por unos instantes, pero
mediante un esfuerzo brutal de la voluntad no retiró el brazo de la manga. Se
acordó de las palabras de Nadia cuando trataba de enseñarle a convivir con
los mosquitos: no te defiendas, ignóralos. Era imposible ignorar a las
hormigas de fuego, pero después de unos cuantos minutos de absoluta
desesperación, en los cuales estuvo a punto de echar a correr para lanzarse al
río, se dio cuenta de que era posible controlar el impulso de huida, atajar el
alarido en el pecho, abrirse al sufrimiento sin oponerle resistencia,
permitiendo que lo penetrara por completo hasta la última fibra de su ser y de
su conciencia. Y entonces el quemante dolor lo traspasó como una espada, le
salió por la espalda y, milagrosamente, pudo soportarlo. Alex nunca podría
explicar la impresión de poder que lo invadió durante ese suplicio. Se sintió
tan fuerte e invencible como lo había estado en la forma del jaguar negro, al
beber la poción mágica de Walimaí. Esa fue su recompensa por haber
sobrevivido a la prueba. Supo que en verdad su infancia había quedado atrás y
que a partir de esa noche podría valerse solo.
—Bienvenido entre los hombres —dijo Tahama, retirando la manga del
brazo de Alex.
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ISABEL ALLENDE
Los guerreros condujeron al joven semi-inconsciente de vuelta a la
aldea.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
13
LA MONTAÑA SAGRADA
Bañado en transpiración, adolorido y ardiendo de fiebre, Alexander
Coid, Jaguar, recorrió un largo pasillo verde, cruzó un umbral de aluminio y
vio a su madre. Lisa Coid estaba reclinada entre almohadas en un sillón,
cubierta por una sábana, en una pieza donde la luz era blanca, como claridad
de luna. Llevaba un gorro de lana azul sobre su cabeza calva y audífonos en
las orejas, estaba muy pálida y demacrada, con sombras oscuras en torno a los
ojos. Tenía una delgada sonda conectada a una vena bajo la clavícula, por
donde goteaba un líquido amarillo de una bolsa de plástico. Cada gota
penetraba como el fuego de las hormigas directo al corazón de su madre.
A miles de millas de distancia, en un hospital en Texas, Lisa Coid recibía
su quimioterapia. Procuraba no pensar en la droga que, como un veneno,
entraba en sus venas para combatir el veneno peor de su enfermedad. Para
distraerse se concentraba en cada nota del concierto de flauta que estaba
escuchando, el mismo que tantas veces le oyó ensayar a su hijo. En el mismo
momento en que Alex, delirante, soñaba con ella en plena selva, Lisa Coid vio
a su hijo con toda nitidez. Lo vio de pie en el umbral de la puerta de su pieza,
más alto y fornido, más maduro y más guapo de lo que recordaba. Lisa lo
había llamado tanto con el pensamiento, que no le extrañó verlo llegar. No se
preguntó cómo ni por qué venía, simplemente se abandonó a la felicidad de
tenerlo a su lado. Alexander... Alexander... murmuró. Estiró las manos y él
avanzó hasta tocarla, se arrodilló junto al sillón y puso la cabeza sobre sus
rodillas. Mientras Lisa Coid repetía el nombre de su hijo y le acariciaba la
nuca, oyó por los audífonos, entre las notas diáfanas de la flauta, la voz de él
pidiéndole que luchara, que no se rindiera ante la muerte, diciéndole una y
otra vez, te quiero mamá.
El encuentro de Alexander Coid con su madre puede haber durado un
instante o varias horas, ninguno de los dos lo supo con certeza. Cuando por fin
se despidieron, los dos regresaron al mundo material fortalecidos. Poco
después John Coid entró a la habitación de su mujer y se sorprendió al verla
sonriendo y con color en las mejillas.
—¿Cómo te sientes, Lisa? —preguntó, solícito.
—Contenta, John, porque vino Alex a verme —contestó ella.
—Lisa, qué dices... Alexander está en el Amazonas con mi madre, ¿no te
acuerdas? —murmuró su marido, aterrado ante el efecto que los
medicamentos podían tener en su esposa.
—Si lo recuerdo, pero eso no quita que estuvo aquí hace un momento.
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ISABEL ALLENDE
—No puede ser... —la rebatió su marido.
—Ha crecido, se ve más alto y fuerte, pero tiene el brazo izquierdo muy
hinchado... —le contó ella, cerrando los ojos para descansar.
En el centro del continente sudamericano, en el Ojo del Mundo,
Alexander Coid despertó de la fiebre. Tardó unos minutos en reconocer a la
muchacha dorada que se inclinaba a su lado para darle agua.
—Ya eres un hombre, Jaguar —dijo Nadia, sonriendo aliviada al verlo de
vuelta entre los vivos. Walimaí preparó una pasta de plantas medicinales y la
aplicó sobre el brazo de Alex, con la cual en pocas horas cedieron la fiebre y la
hinchazón. El chamán le explicó que, tal como en la selva hay venenos que
matan sin dejar huella, existen miles y miles de remedios naturales. El
muchacho le describió la enfermedad de su madre y le preguntó si conocía
alguna planta capaz de aliviarla.
—Hay una planta sagrada, que debe mezclarse con el agua de la salud —
replicó el chaman.
—¿Puedo conseguir esa agua y esa planta?
—Puede ser y puede no ser. Hay que pasar por muchos trabajos.
—¡Haré todo lo que sea necesario! —exclamó Alex.
Al día siguiente el joven estaba magullado y en cada picadura de
hormiga lucía una pepa roja, pero estaba en pie y con apetito. Cuando le contó
su experiencia a Nadia, ella le dijo que las niñas de la tribu no pasaban por
una ceremonia de iniciación, porque no la necesitaban; las mujeres saben
cuándo han dejado atrás la niñez porque su cuerpo sangra y así les avisa.
Ese era uno de aquellos días en que Tahama y sus compañeros no
habían tenido suerte con la caza y la tribu sólo dispuso de maíz y unos cuantos
peces. Alex decidió que si antes fue capaz de comer anaconda asada, bien
podía probar ese pescado, aunque estuviera lleno de escamas y espinas.
Sorprendido, descubrió que le gustaba mucho. ¡Y pensar que me he privado
de este plato delicioso por más de quince años!, exclamó al segundo bocado.
Nadia le indicó que comiera bastante, porque al día siguiente partían con
Walimaí en un viaje al mundo de los espíritus, donde tal vez no habría
alimento para el cuerpo.
—Dice Walimaí que iremos a la montaña sagrada, donde viven los dioses
—dijo Nadia.
—¿Qué haremos allí?
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Buscaremos los tres huevos de cristal que aparecieron en mi visión.
Walimaí cree que los huevos salvarán a la gente de la neblina.
El viaje comenzó al amanecer, apenas salió el primer rayo de luz en el
firmamento. Walimaí marchaba delante, acompañado por su bella esposa
ángel, quien a ratos iba de la mano del chamán y a ratos volaba como una
mariposa por encima de su cabeza, siempre silenciosa y sonriente. Alexander
Coid lucía orgulloso un arco y flechas, las nuevas armas entregadas por
Tahama al término del rito de iniciación. Nadia llevaba una calabaza con sopa
de plátano y unas tortas de mandioca, que Iyomi les había dado para el
camino. El brujo no necesitaba provisiones, porque a su edad se comía muy
poco, según dijo. No parecía humano: se alimentaba con sorbos de agua y
unas cuantas nueces que chupaba largamente con sus encías desdentadas,
dormía apenas y le sobraban fuerzas para seguir caminando cuando los
jóvenes se caían de cansancio.
Echaron a andar por las llanuras boscosas del altiplano en dirección al
más alto de los tepuis, una torre negra y brillante, como una escultura de
obsidiana. Alex consultó su brújula y vio que siempre se dirigían hacia el este.
No existía un sendero visible, pero Walimaí se internaba en la vegetación con
pasmosa seguridad, ubicándose entre los árboles, valles, colinas, ríos y
cascadas como si llevara un mapa en la mano.
A medida que avanzaban la naturaleza cambiaba. Walimaí señaló el
paisaje diciendo que ése era el reino de la Madre de las Aguas y en verdad
había una increíble profusión de cataratas y caídas de agua. Hasta allí todavía
no habían llegado aún los garimpeiros buscando oro y piedras preciosas, pero
todo era cuestión de tiempo. Los mineros actuaban en grupos de cuatro o
cinco y eran demasiado pobres para disponer de transporte aéreo, se movían
a pie por un terreno lleno de obstáculos o en canoa por los ríos. Sin embargo,
había hombres como Mauro Carías, que conocían las inmensas riquezas de la
zona y contaban con recursos modernos. Lo único que los atajaba de explotar
las minas con chorros de agua a presión capaces de pulverizar el bosque y
transformar el paisaje en un lodazal eran las nuevas leyes de protección del
medio ambiente y de los indígenas. Las primeras se violaban constantemente,
pero ya no era tan fácil hacer lo mismo con las segundas, porque los ojos del
mundo estaban puestos en esos indios del Amazonas, últimos sobrevivientes
de la Edad de Piedra. Ya no podían exterminarlos a bala y fuego, como habían
hecho hasta hacía muy pocos años, sin provocar una reacción internacional.
Alex calculó una vez más la importancia de las vacunas de la doctora
Omayra Torres y del reportaje para el International Geographic de su abuela,
que alertaría a otros países sobre la situación de los indios. ¿Qué significaban
los tres huevos de cristal que Nadia había visto en su sueño? ¿Por qué debían
emprender ese viaje con el chamán? Le parecía más útil tratar de reunirse con
la expedición, recuperar las vacunas y que su abuela publicara su articulo. Él
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ISABEL ALLENDE
había sido designado por Iyomi «jefe para negociar con los nahab y sus
pájaros de ruido y viento», pero en vez de cumplir su cometido, estaba
alejándose más y más de la civilización. No había lógica alguna en lo que
estaban haciendo, pensó con un suspiro. Ante él se alzaban los misteriosos y
solitarios tepuis como construcciones de otro planeta. Los tres viajeros
caminaron de sol a sol a buen paso, deteniéndose para refrescar los pies y
beber agua en los ríos. Alex intentó cazar un tucán que descansaba a pocos
metros sobre una rama, pero su flecha no dio en el blanco. Luego apuntó a un
mono que estaba tan cerca que podía ver su dentadura amarilla, y tampoco
logró cazarlo. El mono le devolvió el gesto con morisquetas, que le parecieron
francamente sarcásticas. Pensó cuán poco le servían sus flamantes armas de
guerrero; si sus compañeros dependían de él para alimentarse, morirían de
hambre. Walimaí señaló unas nueces, que resultaron sabrosas, y los frutos de
un árbol que el chico no logró alcanzar.
Los indios tenían los dedos de los pies muy separados, fuertes y
flexibles, podían subir con agilidad increíble por palos lisos. Esos pies, aunque
callosos como cuero de cocodrilo, eran también muy sensibles: los utilizaban
incluso para tejer canastos o cuerdas. En la aldea los niños comenzaban a
ejercitarse en trepar apenas podían ponerse de pie; en cambio Alexander, con
toda su experiencia en escalar montañas, no fue capaz de encaramarse al
árbol para sacar la fruta. Walimaí, Nadia y Borobá lloraban de risa con sus
fallidos esfuerzos y ninguno demostró ni un ápice de simpatía cuando aterrizó
sentado desde una buena altura, machucándose las asentaderas y el orgullo.
Se sentía pesado y torpe como un paquidermo.
Al atardecer, después de muchas horas de marcha, Walimaí indicó que
podían descansar. Se introdujo al río con el agua hasta las rodillas, inmóvil y
silencioso, hasta que los peces olvidaron su presencia y empezaron a rondarlo.
Cuando tuvo una presa al alcance de su arma, la ensartó con su corta lanza y
entregó a Nadia un hermoso pez plateado, todavía coleando.
—¿Cómo lo hace con tanta facilidad? —quiso saber Alex, humillado por
sus fracasos anteriores.
—Le pide permiso al pez, le explica que debe matarlo por necesidad;
después le da las gracias por ofrecer su vida para que nosotros vivamos —
aclaró la chica.
Alexander pensó que al principio del viaje se hubiera reído de la idea,
pero ahora escuchaba con atención lo que decía su amiga.
—El pez entiende porque antes se comió a otros; ahora es su turno de
ser comido. Así son las cosas —añadió ella.
El chamán preparó una pequeña fogata para asar la cena, que les
devolvió las fuerzas, pero él no probó sino agua. Los muchachos durmieron
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
acurrucados entre las fuertes raíces de un árbol para defenderse del frío, pues
no hubo tiempo de preparar hamacas con cortezas, como habían visto en la
aldea; estaban cansados y debían seguir viaje muy temprano. Cada vez que
uno se movía el otro se acomodaba para estar lo más pegados posible, así se
infundieron calor durante la noche. Entretanto el viejo Walimaí, en cuclillas e
inmóvil, pasó esas horas observando el firmamento, mientras a su lado velaba
su esposa como un hada transparente, vestida sólo con sus cabellos oscuros.
Cuando los jóvenes despertaron, el indio estaba exactamente en la misma
posición en que lo habían visto la noche anterior: invulnerable al frío y la
fatiga. Alex le preguntó cuánto había vivido, de dónde sacaba su energía y su
formidable salud. El anciano explicó que había visto nacer a muchos niños que
luego se convertían en abuelos, también había visto morir a esos abuelos y
nacer a sus nietos. ¿Cuántos años? Se encogió de hombros: no importaba o no
sabía. Dijo que era el mensajero de los dioses, solía ir al mundo de los
inmortales donde no existían las enfermedades que matan a los hombres. Alex
recordó la leyenda de El Dorado, que no sólo contenía fabulosas riquezas, sino
también la fuente de la eterna juventud.
—Mi madre está muy enferma... —murmuró Alex, conmovido por el
recuerdo. La experiencia de haberse trasladado mentalmente al hospital en
Texas para estar con ella había sido tan real, que no podía olvidar los detalles,
desde el olor a medicamento de la habitación hasta las delgadas piernas de
Lisa Coid bajo la sábana, donde él había apoyado la frente.
—Todos morimos —dijo el chamán.
—Sí, pero ella es joven.
—Unos se van jóvenes, otros ancianos. Yo he vivido demasiado, me
gustaría que mis huesos descansaran en la memoria de otros —dijo Walimaí.
Al mediodía siguiente llegaron a la base del más alto tepui del Ojo del
Mundo, un gigante cuya cima se perdía en una corona espesa de nubes
blancas. Walimaí explicó que la cumbre jamás se despejaba y nadie, ni
siquiera el poderoso Rahakanariwa había visitado ese lugar sin ser invitado
por los dioses. Agregó que desde hacía miles de años, desde el comienzo de la
vida, cuando los seres humanos fueron fabricados con el calor del Sol Padre,
la sangre de la Luna y el barro de la Tierra Madre, la gente de la neblina
conocía la existencia de la morada de los dioses en la montaña. En cada
generación había una persona, siempre un chamán que había pasado por
muchos trabajos de expiación, quien era designado para visitar el tepui y
servir de mensajero. Ese papel le había tocado a él, había estado allí muchas
veces, había vivido con los dioses y conocía sus costumbres. Estaba
preocupado, les contó, porque aún no había entrenado a su sucesor. Si él
moría, ¿quién sería el mensajero? En cada uno de sus viajes espirituales lo
había buscado, pero ninguna visión había venido en su ayuda. Cualquier
persona no podía ser entrenada, debía ser alguien nacido con alma de
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ISABEL ALLENDE
chamán, alguien que tuviera el poder de curar, dar consejo e interpretar los
sueños. Esa persona demostraba desde joven su talento; debía ser muy
disciplinado para vencer tentaciones y controlar su cuerpo: un buen chamán
carecía de deseos y necesidades. Esto es en breve lo que los jóvenes
comprendieron del largo discurso del brujo, quien hablaba en círculos,
repitiendo, como si recitara un interminable poema. Les quedó claro, sin
embargo, que nadie más que él estaba autorizado para cruzar el umbral del
mundo de los dioses, aunque en un par de ocasiones extraordinarias otros
indios entraron también. Ésta sería la primera vez que se admitían visitantes
forasteros desde el comienzo de los tiempos.
—¿Cómo es el recinto de los dioses? —preguntó Alex.
—Más grande que el más grande de los shabonos, brillante y amarillo
como el sol.
—¡El Dorado! ¿Será ésa la legendaria ciudad de oro que buscaron los
conquistadores? —preguntó ansioso el muchacho.
—Puede ser y puede no ser —contestó Walimaí, quien carecía de
referencias para saber lo que era una ciudad, reconocer el oro o imaginar a
los conquistadores.
—¿Cómo son los dioses? ¿Son como la criatura que nosotros llamamos la
Bestia?
—Pueden ser y pueden no ser.
—¿Por qué nos ha traído hasta aquí?
—Por las visiones. La gente de la neblina puede ser salvada por un
águila y un jaguar, por eso ustedes han sido invitados a la morada secreta de
los dioses.
—Seremos dignos de esa confianza. Nunca revelaremos la entrada... —
prometió Alex.
—No podrán. Si salen vivos, lo olvidarán —replicó simplemente el indio.
Si salgo vivo... Alexander nunca se había puesto en el caso de morir
joven. En el fondo consideraba la muerte como algo más bien desagradable
que les ocurría a los demás. A pesar de los peligros enfrentados en las últimas
semanas, no dudó que volvería a reunirse con su familia. Incluso preparaba
las palabras para contar sus aventuras, aunque tenía pocas esperanzas de ser
creído. ¿Cuál de sus amigos podría imaginar que él estaba entre seres de la
Edad de Piedra y que incluso podría encontrar El Dorado?
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Al pie del tepui, se dio cuenta de que la vida estaba llena de sorpresas.
Antes no creía en el destino, le parecía un concepto fatalista, creía que cada
uno es libre de hacer su vida como se le antoja y él estaba decidido a hacer
algo muy bueno de la suya, a triunfar y ser feliz. Ahora todo eso le parecía
absurdo. Ya no podía confiar sólo en la razón, había entrado al territorio
incierto de los sueños, la intuición y la magia. Existía el destino y a veces
había que lanzarse a la aventura y salir a flote improvisando de cualquier
manera, tal como hizo cuando su abuela lo empujó al agua a los cuatro años y
tuvo que aprender a nadar. No quedaba más remedio que zambullirse en los
misterios que lo rodeaban. Una vez más tuvo conciencia de los riesgos. Se
encontraba solo en medio de la región más remota del planeta, donde no
funcionaban las leyes conocidas. Debía admitirlo: su abuela le había hecho un
inmenso favor al arrancarlo de la seguridad de California y lanzarlo a ese
extraño mundo. No sólo Tahama y sus hormigas de fuego lo habían iniciado
como adulto, también lo había hecho la inefable Kate Coid.
Walimaí dejó a sus dos compañeros de viaje descansando junto a un
arroyo, con instrucciones de esperarlo, y partió solo. En esa zona del altiplano
la vegetación era menos densa y el sol del mediodía caía como plomo sobre
sus cabezas. Nadia y Alex se tiraron al agua, espantando a las anguilas
eléctricas y las tortugas que reposaban en el fondo, mientras Borobá cazaba
moscas y se rascaba las pulgas en la orilla. El muchacho se sentía
absolutamente cómodo con esa chica, se divertía con ella y le tenía confianza,
porque en ese ambiente era mucho más sabia que él. Le parecía raro sentir
tanta admiración por alguien de la edad de su hermana. A veces caía en la
tentación de compararla con Cecilia Burns, pero no había por dónde empezar
a hacerlo: eran totalmente distintas.
Cecilia Burns estaría tan perdida en la selva como Nadia Santos lo estaría en
una ciudad. Cecilia se había desarrollado temprano y a los quince años ya era
una joven mujer; él no era su único enamorado, todos los chicos de la escuela
tenían las mismas fantasías. Nadia, en cambio, todavía era larga y angosta
como un junco, sin formas femeninas, puro hueso y piel bronceada, un ser
andrógino con olor a bosque. A pesar de su aspecto infantil, inspiraba respeto:
poseía aplomo y dignidad. Tal vez porque carecía de hermanas o amigas de su
edad, actuaba como un adulto; era seria, silenciosa, concentrada, no tenía la
actitud chinchosa que a Alex tanto le molestaba de otras niñas. Detestaba
cuando las chicas cuchicheaban y se reían entre ellas, se sentía inseguro,
pensaba que se burlaban de él. «No hablamos siempre de ti, Alexander Coid,
hay otros temas más interesantes», le había dicho una vez Cecilia Burns
delante de toda la clase. Pensó que Nadia nunca lo humillaría de ese modo. El
viejo chamán regresó unas horas más tarde, fresco y sereno como siempre,
con dos palos untados en una resma similar a la que emplearon los indios para
subir por los costados de la cascada. Anunció que había hallado la entrada a la
montaña de los dioses y, después de ocultar el arco y las flechas, que no
podrían usar, los invitó a seguirlo.
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ISABEL ALLENDE
A los pies del tepui la vegetación consistía en inmensos helechos, que
crecían enmarañados como estopa. Debían avanzar con mucho cuidado y
lentitud, separando las hojas y abriéndose camino con dificultad. Una vez que
se internaron bajo esas gigantescas plantas, el cielo desapareció, se
hundieron en un universo vegetal, el tiempo se detuvo y la realidad perdió sus
formas conocidas. Entraron a un dédalo de hojas palpitantes, de rocío
perfumado de almizcle, de insectos fosforescentes y flores suculentas que
goteaban una miel azul y espesa. El aire se tornó pesado como aliento de
fiera, había un zumbido constante, las piedras ardían como brasas y la tierra
tenía color de sangre. Alexander se agarró con una mano del hombro de
Walimaí y con la otra sujetó a Nadia, consciente de que, si se separaban unos
centímetros, los helechos se los tragarían y no volverían a encontrarse más.
Borobá iba aferrado al cuerpo de su ama, silencioso y atento. Debían apartar
de sus ojos las delicadas telarañas bordadas de mosquitos y gotas de rocío que
se extendían como encaje entre las hojas. Apenas alcanzaban a verse los pies,
así es que dejaron de preguntarse qué era esa materia colorada, viscosa y
tibia donde se hundían hasta el tobillo.
El muchacho no imaginaba cómo el chamán reconocía el camino, tal vez
lo guiaba su esposa espíritu; a ratos estaba seguro de que daban vueltas en el
mismo sitio, sin avanzar ni un paso. No había puntos de referencia, sólo la
voraz vegetación envolviéndolos en su reluciente abrazo. Quiso consultar su
brújula, pero la aguja vibraba enloquecida, acentuando la impresión de que
andaban en círculos. De pronto Walimaí se detuvo, apartó un helecho que en
nada se diferenciaba de los otros y se encontraron ante una apertura en la
ladera del cerro, como una guarida de zorros.
El brujo entró gateando y ellos lo siguieron. Era un pasaje angosto de
unos tres o cuatro metros de largo, que se abría a una cueva espaciosa,
alumbrada apenas por un rayo de luz que provenía del exterior, donde
pudieron ponerse de pie. Walimaí procedió a frotar sus piedras para hacer
fuego con paciencia, mientras Alex pensaba que nunca más saldría de su casa
sin fósforos. Por fin la chispa de las piedras prendió una paja, que Walimaí usó
para encender la resma de una de las antorchas.
En la luz vacilante vieron elevarse una nube oscura y compacta de miles
y miles de murciélagos. Estaban en una caverna de roca, rodeados de agua
que chorreaba por las paredes y cubría el suelo como una laguna oscura.
Varios túneles naturales salían en diferentes direcciones, unos más amplios
que otros, formando un intrincado laberinto subterráneo. Sin vacilar, el indio
se dirigió a uno de los pasadizos, con los muchachos pisándole los talones.
Alex recordó la historia del hilo de Ariadna, que, según la mitología
griega, permitió a Teseo regresar de las profundidades del laberinto, después
de matar al feroz minotauro. El no contaba con un rollo de hilo para señalar el
camino y se preguntó cómo saldrían de allí en caso que fallara Walimaí. Como
la aguja de su brújula vibraba sin rumbo, dedujo que se hallaban en un campo
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
magnético. Quiso dejar marcas con su navaja en las paredes, pero la roca era
dura como granito y habría necesitado horas para tallar una muesca.
Avanzaban de un túnel a otro, siempre ascendiendo por el interior del tepui
con la improvisada antorcha como única defensa contra las tinieblas absolutas
que los rodeaban. En las entrañas de la tierra no reinaba un silencio de
tumba, como él hubiera imaginado, sino que oían aleteo de murciélagos,
chillidos de ratas, carreras de pequeños animales, goteo de agua y un sordo
golpe rítmico, el latido de un corazón, como si se encontraran dentro de un
organismo vivo, un enorme animal en reposo. Ninguno habló, pero a veces
Borobá lanzaba un grito asustado y entonces el eco del laberinto les devolvía
el sonido multiplicado. El muchacho se preguntó qué clase de criaturas
albergarían esas profundidades, tal vez serpientes o escorpiones venenosos,
pero decidió no pensar en ninguna de esas posibilidades y mantener la cabeza
fría, como parecía tenerla Nadia, quien marchaba tras Walimaí muda y
confiada. Poco a poco vislumbraron el fin del largo pasadizo. Vieron una tenue
claridad verde y al asomarse se encontraron en una gran caverna cuya
hermosura era casi imposible describir. Por alguna parte entraba suficiente
luz para alumbrar un vasto espacio, tan grande como una iglesia, donde se
alzaban maravillosas formaciones de roca y minerales, como esculturas. El
laberinto que habían dejado atrás era de piedra oscura, pero ahora estaban en
una sala circular, iluminada, bajo una bóveda de catedral, rodeados de
cristales y piedras preciosas. Alex sabía muy poco de minerales, pero pudo
reconocer ópalos, topacios, ágatas, trozos de cuarzo y alabastro, jade y
turmalina. Vio cristales como diamantes, otros lechosos, unos que parecían
iluminados por dentro, otros veteados de verde, morado y rojo, como si
estuvieran incrustados de esmeraldas, amatistas y rubíes. Estalactitas
transparentes pendían del techo como puñales de hielo, goteando agua
calcárea. Olía a humedad y, sorprendentemente, a flores. La mezcla era un
aroma rancio, intenso y penetrante, un poco nauseabundo, mezcla de perfume
y tumba. El aire era frío y crujiente, como suele serlo en invierno, después de
nevar.
De pronto vieron que algo se movía en el otro extremo de la gruta y un
instante después se desprendió de una roca de cristal azul algo que parecía un
extraño pájaro, algo así como un reptil alado. El animal estiró las alas,
disponiéndose a volar, y entonces Alex lo vio claramente: era similar a los
dibujos que había visto de los legendarios dragones, sólo que del tamaño de
un gran pelícano y muy bello. Los terribles dragones de las leyendas
europeas, que siempre guardaban un tesoro o una doncella prisionera, eran
definitivamente repelentes. El que tenía ante los ojos, sin embargo, era como
los dragones que había visto en las festividades del barrio chino en San
Francisco: pura alegría y vitalidad. De todos modos abrió su navaja del
Ejército suizo y se dispuso a defenderse, pero Walimaí lo tranquilizó con un
gesto.
La mujer espíritu del chamán, liviana como una libélula, cruzó volando
la gruta y fue a posarse entre las alas del animal, cabalgándolo. Borobá chilló
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ISABEL ALLENDE
aterrado y mostró los dientes, pero Nadia lo hizo callar, embobada ante el
dragón. Cuando logró reponerse lo suficiente empezó a llamar en el lenguaje
de las aves y de los reptiles con la esperanza de atraerlo, pero el fabuloso
animal examinó de lejos a los visitantes con sus pupilas coloradas e ignoró el
llamado de Nadia. Luego levantó el vuelo, elegante y ligero, para dar una
vuelta olímpica por la bóveda de la gruta, con la esposa de Walimaí en el
lomo, como si quisiera simplemente mostrar la belleza de sus líneas y de sus
escamas fosforescentes. Por último regresó a posarse sobre la roca de cristal
azul, dobló sus alas y aguardó con la actitud impasible de un gato.
El espíritu de la mujer volvió donde su marido y allí quedó flotando,
suspendida en el aire. Alex pensó cómo podría describir después lo que ahora
veían sus ojos; habría dado cualquier cosa por tener la cámara de su abuela
para dejar prueba de que ese lugar y esos seres existían de verdad, que él no
había naufragado en la tempestad de sus propias alucinaciones. Dejaron la
caverna encantada y el dragón alado con cierta lástima, sin saber si acaso
volverían a verlos. Alex todavía procuraba encontrar explicaciones racionales
para lo que sucedía, en cambio Nadia aceptaba lo maravilloso sin hacer
preguntas. El muchacho supuso que esos tepuis, tan aislados del resto del
planeta, eran los últimos enclaves de la era paleolítica, donde se habían
preservado intactas la flora y la fauna de miles y miles de años atrás.
Posiblemente se encontraban en una especie de isla de las Galápagos, donde
las especies más antiguas habían escapado de las mutaciones o de la
extinción. Ese dragón debía ser sólo un pájaro desconocido. En los cuentos
folklóricos y la mitología de lugares muy diversos aparecían esos seres. Los
había en la China, donde eran símbolo de buena suerte, tanto como en
Inglaterra, donde servían para probar el valor de los caballeros como San
Jorge. Posiblemente, concluyó, fueron animales que convivieron con los
primeros seres humanos del planeta, a quienes la superstición popular
recordaba como gigantescos reptiles que echaban fuego por las narices. El
dragón de la gruta no emanaba llamaradas, sino un perfume penetrante de
cortesana. Sin embargo no se le ocurría una explicación para la esposa de
Walimaí, esa hada de aspecto humano que los acompañaba en su extraño
viaje. Bueno, tal vez encontraría una después...
Siguieron a Walimaí por nuevos túneles, mientras la luz de la antorcha
iba haciéndose cada vez más débil. Pasaron por otras grutas, pero ninguna tan
espectacular como la primera, y vieron otras extrañas criaturas: aves de
plumaje rojo con cuatro alas, que gruñían como perros, y unos gatos blancos
de ojos ciegos, que estuvieron a punto de atacarlos, pero retrocedieron
cuando Nadia los calmó en la lengua de los felinos. Al pasar por una cueva
inundada debieron caminar con el agua al cuello, llevando a Borobá montado
sobre la cabeza de su ama, y vieron unos peces dorados con alas, que nadaban
entre sus piernas y de repente emprendían el vuelo, perdiéndose en la
oscuridad de los túneles.
En otra cueva, que exhalaba una densa niebla púrpura, como la de
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
ciertos crepúsculos, crecían inexplicables flores sobre la roca viva. Walimaí
rozó una de ellas con su lanza y de inmediato salieron de entre los pétalos
unos carnosos tentáculos, que se extendieron buscando a su presa. En un
recodo de uno de los pasadizos vieron, a la luz anaranjada y vacilante de la
antorcha, un nicho en la pared, donde había algo parecido a un niño
petrificado en resina, como esos insectos que quedan atrapados en un trozo
de ámbar. Alex imaginó que esa criatura había permanecido en su hermética
tumba desde los albores de la humanidad y seguiría intacta en el mismo lugar
dentro de miles y miles de años. ¿Cómo había llegado allí? ¿Cómo había
muerto? Finalmente el grupo alcanzó al último pasaje de aquel inmenso
laberinto. Asomaron a un espacio abierto, donde un chorro de luz blanca los
cegó por unos instantes. Entonces vieron que estaban en una especie de
balcón, un saliente de roca asomado en el interior de una montaña hueca,
como el cráter de un volcán. El laberinto que habían recorrido penetraba en
las profundidades del tepui, uniendo el exterior con el fabuloso mundo
encerrado en su interior. Comprendieron que habían ascendido muchos
metros por los túneles. Hacia arriba se extendían las laderas verticales del
cerro, cubiertas de vegetación, perdiéndose entre las nubes. No se veía el
cielo, sólo un techo espeso y blanco como algodón, por donde se filtraba la luz
del sol creando un extraño fenómeno óptico: seis lunas transparentes flotando
en un firmamento de leche. Eran las lunas que Alex había visto en sus
visiones. En el aire volaban pájaros nunca vistos, algunos traslúcidos y
livianos como medusas, otros pesados como negros cóndores, algunos como el
dragón que habían visto en la gruta.
Varios metros más abajo había un gran valle redondo, que desde la
altura donde se encontraban aparecía como un jardín verdeazul envuelto en
vapor. Cascadas, hilos de agua y riachuelos se deslizaban por las laderas
alimentando las lagunas del valle, tan simétricas y perfectas, que no parecían
naturales. Y en el centro, centelleante como una corona, se alzaba orgulloso El
Dorado. Nadia y Alex ahogaron una exclamación, cegados por el resplandor
increíble de la ciudad de oro, la morada de los dioses. Walimaí dio tiempo a
los muchachos de reponerse de la sorpresa y luego les señaló las escalinatas
talladas en la montaña, que descendían culebreando desde el saliente donde
se encontraban hasta el valle. A medida que bajaban se dieron cuenta de que
la flora era tan extraordinaria como la fauna que habían vislumbrado; las
plantas, flores y arbustos de las laderas eran únicos. Al descender aumentaba
el calor y la humedad, la vegetación se volvía más densa y exuberante, los
árboles más altos y frondosos, las flores más perfumadas, los frutos más
suculentos. La impresión, aunque de gran belleza, no resultaba apacible, sino
vagamente amenazante, como un misterioso paisaje de Venus. La naturaleza
latía, jadeaba, crecía ante sus ojos, acechaba. Vieron moscas amarillas y
transparentes como topacios, escarabajos azules provistos de cuernos,
grandes caracoles tan coloridos que de lejos parecían flores, exóticos lagartos
rayados, roedores con afilados colmillos curvos, ardillas sin pelo saltando
como gnomos desnudos entre las ramas.
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ISABEL ALLENDE
Al llegar al valle y acercarse a El Dorado, los viajeros comprendieron
que no era una ciudad y tampoco era de oro. Se trataba de una serie de
formaciones geométricas naturales, como los cristales que habían visto en las
grutas. El color dorado provenía de mica, un mineral sin valor, y pirita, bien
llamada «oro de tontos». Alex esbozó una sonrisa, pensando que si los
conquistadores y tantos otros aventureros hubieran logrado vencer los
increíbles obstáculos del camino para alcanzar El Dorado habrían salido más
pobres de lo que llegaron.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
14
LAS BESTIAS
Minutos después Alex y Nadia vieron a la Bestia. Estaba a media cuadra
de distancia, dirigiéndose hacia la ciudad. Parecía un gigantesco hombre
mono, de más de tres metros de altura, erguido sobre dos patas, con
poderosos brazos que colgaban hasta el suelo y una cabecita de rostro
melancólico, demasiado chica para el porte del cuerpo. Estaba cubierto de
pelo hirsuto como alambre y tenía tres largas garras afiladas como cuchillos
curvos en cada mano. Se movía con tan increíble lentitud, que era como si no
se moviera en absoluto. Nadia reconoció a la Bestia de inmediato, porque la
había visto antes. Paralizados de terror y sorpresa, permanecieron inmóviles
estudiando a la criatura. Les recordaba un animal conocido, pero no podían
ubicarlo en la memoria.
—Parece una pereza —dijo Nadia finalmente en un susurro.
Y entonces Alex se acordó que había visto en el zoológico de San
Francisco un animal parecido a un mono o un oso, que vivía en los árboles y se
movía con la misma lentitud de la Bestia, de allí provenía su nombre de pereza
o perezoso. Era un ser indefenso, porque le faltaba velocidad para atacar,
escapar o protegerse, pero tenía pocos predadores: su piel gruesa y su carne
agria no era plato apetecible ni para el más hambriento de los carnívoros.
—¿Y el olor? La Bestia que yo vi tenía un olor espantoso —dijo Nadia sin
levantar la voz.
—Ésta no es hedionda, al menos no podemos olerla desde aquí... —
comentó Alex—. Debe tener una glándula, como los zorrillos, y expele el olor a
voluntad, para defenderse o inmovilizar a su presa.
Los susurros de los muchachos llegaron a oídos de la Bestia, que se
volvió muy despacio para ver de qué se trataba. Alex y Nadia retrocedieron,
pero Walimaí se adelantó pausadamente, como si imitara la pasmosa apatía de
la criatura, seguido a un paso de distancia por su esposa espíritu. El chamán
era un hombre pequeño, llegaba a la altura de la cadera de la Bestia, que se
elevaba como una torre frente al anciano. Su esposa y él cayeron de rodillas al
suelo, postrados ante ese ser extraordinario, y entonces los chicos oyeron
claramente una voz profunda y cavernosa que pronunciaba unas palabras en
la lengua de la gente de la neblina.
—¡Habla como un ser humano! —murmuró Alex, convencido de que
soñaba.
—El padre Valdomero tenía razón, Jaguar.
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ISABEL ALLENDE
—Eso significa que posee inteligencia humana. ¿Crees que puedes
comunicarte con ella?
—Si Walimaí puede, yo también, pero no me atrevo a acercarme —
susurró Nadia.
Esperaron un buen rato, porque las palabras salían de la boca de la
criatura una a una, con la misma cachaza con que ésta se movía.
—Pregunta quiénes somos —tradujo Nadia.
—Eso lo entendí. Entiendo casi todo... —murmuró Alex adelantándose un
paso. Walimaí lo detuvo con un gesto.
El diálogo entre el chamán y la Bestia continuó con la misma angustiosa
parsimonia, sin que nadie se moviera, mientras la luz cambiaba en el cielo
blanco, tomándose color naranja. Los muchachos supusieron que afuera de
ese cráter el sol debía comenzar su descenso en el horizonte. Por fin Walimaí
se puso de pie y regresó donde ellos.
—Habrá un consejo de los dioses —anunció.
—¿Cómo? ¿Hay más de estas criaturas? ¿Cuántas hay? —preguntó Alex,
pero Walimaí no pudo aclarar sus dudas, porque no sabía confiar.
El brujo los guió bordeando el valle por el interior del tepui hasta una
pequeña caverna natural en la roca, donde se acomodaron lo mejor posible,
luego partió en busca de comida. Regresó con unas frutas muy aromáticas,
que ninguno de los chicos había visto antes, pero estaban tan hambrientos
que las devoraron sin hacer preguntas. La noche se dejó caer de súbito y se
vieron rodeados de la más profunda oscuridad; la ciudad de oro falso, que
antes resplandecía encandilándolos, desapareció en las sombras. Walimaí no
intentó encender su segunda antorcha, que seguramente guardaba para el
regreso por el laberinto, y no había luz por parte alguna. Alex dedujo que esas
criaturas, aunque humanas en su lenguaje y tal vez en ciertas conductas, eran
más primitivas que los hombres de las cavernas, pues aún no habían
descubierto el fuego. Comparados con las Bestias, los indios resultaban muy
sofisticados. ¿Por qué la gente de la neblina las consideraba dioses, si ellos
eran mucho más evolucionados? El calor y la humedad no habían disminuido,
porque emanaban de la montaña misma, como si en realidad estuvieran en el
cráter apagado de un volcán. La idea de hallarse sobre una delgada costra de
tierra y roca, mientras más abajo ardían las llamas del infierno, no era
tranquilizadora, pero Alex dedujo que si el volcán había estado inactivo por
miles de años, como probaba la lujuriosa vegetación de su interior, sería muy
mala suerte que explotara justo la noche en que él estaba de visita. Las horas
siguientes transcurrieron muy lentas. Los jóvenes apenas lograron dormir en
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
ese lugar desconocido. Recordaban muy bien el aspecto del soldado muerto.
La Bestia debió usar sus enormes garras para destriparlo de esa manera
horrenda. ¿Por qué el hombre no escapó o disparó su arma? La tremenda
lentitud de la criatura le habría dado tiempo sobrado. La explicación sólo
podía estar en la fetidez paralizante que emanaba. No había forma de
protegerse si las criaturas decidían usar sus glándulas odoríficas contra ellos.
No bastaba taparse la nariz, el hedor penetraba por cada poro del cuerpo,
apoderándose del cerebro y la voluntad; era un veneno tan mortal como el
curare.
—¿Son humanos o animales? —preguntó Alex, pero Walimaí tampoco
pudo contestar porque para él no había diferencia.
—¿De dónde vienen?
—Siempre han estado aquí, son dioses.
Alex imaginó que el interior del tepui era un archivo ecológico donde
sobrevivían especies desaparecidas en el resto de la tierra. Le dijo a Nadia
que seguro se trataba de antepasados de las perezas que ellos conocían.
—No parecen humanos, Águila. No hemos visto viviendas, herramientas
o armas, nada que sugiera una sociedad —añadió.
—Pero hablan como personas, Jaguar —dijo ella.
—Deben ser animales con el metabolismo muy lento, seguramente viven
cientos de años. Si tienen memoria, en esa larga vida pueden aprender
muchas cosas, incluso a hablar, ¿no crees? —aventuró Alex.
—Hablan la lengua de la gente de la neblina. ¿Quién la inventó? ¿Los
indios se la enseñaron a las Bestias? ¿O las Bestias se la enseñaron a los
indios?
—De cualquier forma, se me ocurre que los indios y las perezas han
tenido por siglos una relación simbiótica —dijo Alex.
—¿Qué? —preguntó ella, quien nunca había oído esa palabra.
—Es decir, se necesitan mutuamente para sobrevivir.
—¿Por qué?
—No lo sé, pero voy a averiguarlo. Una vez leí que los dioses necesitan a
la humanidad tanto como la humanidad necesita a sus dioses —dijo Alex.
—El consejo de las Bestias seguro será muy largo y muy fastidioso.
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ISABEL ALLENDE
Mejor tratamos de descansar un poco ahora, así estaremos frescos mañana —
sugirió Nadia, disponiéndose a dormir. Tuvo que desprender a Borobá de su
lado y obligarlo a echarse más lejos, porque no aguantaba su calor. El mono
era como una extensión de su ser; estaban ambos tan acostumbrados al
contacto de sus cuerpos, que una separación, por breve que fuera, la sentían
como una premonición de muerte. Con el amanecer despertó la vida en la
ciudad de oro y se iluminó el valle de los dioses en todos los tonos de rojo,
naranja y rosado. Las Bestias, sin embargo, demoraron muchas horas en
espabilar el sueño y surgir una a una de sus guaridas entre las formaciones de
roca y cristal. Alex y Nadia contaron once criaturas, tres machos y ocho
hembras, unas más altas que otras, pero todas adultas. No vieron ejemplares
jóvenes de aquella singular especie y se preguntaron cómo se reproducían.
Walimaí dijo que rara vez nacía uno de ellos, en los años de su vida nunca
había sucedido, y agregó que tampoco los había visto morir, aunque sabía de
una gruta en el laberinto donde yacían sus esqueletos. Alex concluyó que eso
calzaba con su teoría de que vivían por siglos, e imaginó que esos mamíferos
prehistóricos debían tener una o dos crías en sus vidas; por lo mismo, asistir
al nacimiento de una debía ser un acontecimiento muy raro. Al observar a las
criaturas de cerca, comprendió que dada su limitación para moverse, no
podían cazar y debían ser vegetarianas. Las tremendas garras no estaban
hechas para matar, sino para trepar. Así se explicó que pudieran bajar y subir
por el camino vertical que ellos habían escalado en la catarata. Las perezas
utilizaban las mismas muescas, salientes y grietas en la roca que servían a los
indios para escalar. ¿Cuántas de ellas habría afuera? ¿Una sola o varias?
¡Cómo le gustaría llevar de vuelta pruebas de lo que veía!
Muchas horas después comenzó el consejo. Las Bestias se reunieron en
semicírculo en el centro de la ciudad de oro, y Walimaí y los muchachos se
colocaron al frente. Se veían minúsculos entre aquellos gigantes. Tuvieron la
impresión de que los cuerpos de las criaturas vibraban y sus contornos eran
difusos, luego comprendieron que en su piel centenaria anidaban pueblos
enteros de insectos de diversas clases, algunos de los cuales volaban a su
alrededor como moscas de la fruta. El vapor del aire creaba la ilusión de que
una nube envolvía a las Bestias. Estaban a pocos metros de ellas, a suficiente
distancia para verlas en detalle, pero también para escapar en caso de
necesidad, aunque ambos sabían que, si cualquiera de esos once gigantes
decidía expeler su olor, no habría poder en el mundo capaz de salvarlos.
Walimaí actuaba con gran solemnidad y reverencia, pero no parecía asustado.
—Estos son Águila y Jaguar, forasteros amigos de la gente de la neblina.
Vienen a recibir instrucciones —dijo el anciano.
Un silencio eterno acogió esta introducción, como si las palabras
tardaran mucho en hacer impacto en los cerebros de esos seres. Luego
Walimaí recitó un largo poema dando las noticias de la tribu, desde los últimos
nacimientos hasta la muerte del jefe Mokarita, incluyendo las visiones en que
aparecía el Rahakanariwa, la visita a las tierras bajas, la llegada de los
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
forasteros y la elección de Iyomi como jefe de los jefes. Empezó un diálogo
lentísimo entre el brujo y las criaturas, que Nadia y Alex entendieron sin
dificultad, porque había tiempo para meditar y consultarse después de cada
palabra. Así se enteraron de que por siglos y siglos la gente de la neblina
conocía la ubicación de la ciudad de oro y había guardado celosamente el
secreto, protegiendo a los dioses del mundo exterior, mientras a su vez esos
seres extraordinarios cuidaban cada palabra de la historia de la tribu. Hubo
momentos de grandes cataclismos, en los cuales la burbuja ecológica del tepui
sufrió graves trastornos y la vegetación no alcanzó para satisfacer las
necesidades de las especies que habitaban en su interior. En esas épocas los
indios traían «sacrificios»: maíz, papas, mandioca, frutas, nueces. Colocaban
sus ofrecimientos en las cercanías del tepui, sin internarse a través del
laberinto secreto, y enviaban al mensajero a avisar a los dioses. Los
ofrecimientos incluían huevos, peces y animales cazados por los indios; con el
transcurso del tiempo cambió la dieta vegetariana de las Bestias.
Alexander Coid pensó que si esas antiguas criaturas de lenta
inteligencia tuvieran necesidad de lo divino, seguramente sus dioses serían los
indios invisibles de Tapirawa—teri, los únicos seres humanos que conocían.
Para ellas los indios eran mágicos: se movían deprisa, podían reproducirse con
facilidad, poseían armas y herramientas, eran dueños del fuego y del vasto
universo externo, eran todopoderosos. Pero las gigantescas perezas no habían
alcanzado aún la etapa de evolución en la cual se contempla la propia muerte
y no necesitaban dioses. Sus larguísimas vidas transcurrían en el plano
puramente material.
La memoria de las Bestias contenía toda la información que los
mensajeros de los hombres les habían entregado: eran archivos vivientes. Los
indios no conocían la escritura, pero su historia no se perdía, porque las
perezas nada olvidaban. Interrogándolas con paciencia y tiempo, se podría
obtener de ellas el pasado de la tribu desde la primera época, veinte mil años
atrás. Los chamanes como Walimaí las visitaban para mantenerlas al día
mediante los poemas épicos que recitaban con la historia pasada y reciente de
la tribu. Los mensajeros morían y eran reemplazados por otros, pero cada
palabra de esos poemas quedaba almacenada en los cerebros de las Bestias.
Sólo dos veces había penetrado la tribu al interior del tepui desde los
comienzos de la historia y en ambas ocasiones lo había hecho para huir de un
enemigo poderoso. La primera vez fue cuatrocientos años antes, cuando la
gente de la neblina debió ocultarse durante varias semanas de una partida de
soldados españoles, que lograron llegar hasta el Ojo del Mundo. Cuando los
guerreros vieron que los extranjeros mataban de lejos con unos palos de humo
y ruido, sin ningún esfuerzo, comprendieron que sus armas eran inútiles
contra las de ellos. Entonces desarmaron sus chozas, enterraron sus escasas
pertenencias, cubrieron los restos de la aldea con tierra y ramas, borraron sus
huellas y se retiraron con las mujeres y los niños al tepui sagrado. Allí fueron
amparados por los dioses hasta que los extranjeros murieron uno a uno. Los
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ISABEL ALLENDE
soldados buscaban El Dorado, estaban ciegos de codicia y acabaron
asesinándose unos a otros. Los que quedaron fueron exterminados por las
Bestias y los guerreros indígenas. Sólo uno salió vivo de allí y de alguna
manera logró volver a reunirse con sus compatriotas. Pasó el resto de su vida
loco, atado a un poste en un asilo de Navarra, perorando sobre gigantes
mitológicos y una ciudad de oro puro. La leyenda perduró en las páginas de
los cronistas del imperio español, alimentando la fantasía de aventureros
hasta el día de hoy. La segunda vez había sido tres años antes, cuando los
grandes pájaros de ruido y viento de los nahab aterrizaron en el Ojo del
Mundo. Nuevamente se ocultó la gente de la neblina hasta que los extranjeros
partieron, desilusionados, porque no encontraron las minas que buscaban. Sin
embargo, los indios, advertidos por las visiones de Walimaí, se preparaban
para su regreso. Esta vez no pasarían cuatrocientos años antes que los nahab
se aventuraran de nuevo al altiplano, porque ahora podían volar. Entonces las
Bestias decidieron salir a matarlos, sin sospechar que había millones y
millones de ellos. Acostumbrados al número reducido de su especie, creían
poder exterminar a los enemigos uno a uno.
Alex y Nadia escucharon a las Bestias contar su historia y fueron
sacando muchas conclusiones.
—Por eso no ha habido indios muertos, sólo forasteros —apuntó Alex,
maravillado.
—¿Y el padre Valdomero? —le recordó Nadia.
—El padre Valdomero vivió con los indios. Seguramente la Bestia
identificó el olor y por eso no lo atacó.
—¿Y yo? Tampoco me atacó aquella noche... —agregó ella.
—Ibamos con los indios. Si la Bestia nos hubiera visto cuando estábamos
con la expedición, habríamos muerto como el soldado.
—Si entiendo bien, las Bestias han salido a castigar a los forasteros —
concluyó Nadia.
—Exacto, pero han obtenido el resultado opuesto. Ya ves lo que ha
pasado: han atraído atención sobre los indios y sobre el Ojo del Mundo. Yo no
estaría aquí si mi abuela no hubiera sido contratada por una revista para
descubrir a la Bestia —dijo Alex.
Cayó la tarde y luego la noche sin que los participantes del consejo
alcanzaran algún acuerdo. Alex preguntó cuántos dioses habían salido de la
montaña y Walimaí dijo que dos, lo cual no era un dato fiable, igual podían ser
media docena. El chico logró explicar a las Bestias que la única esperanza de
salvación para ellas era permanecer dentro del tepui y para los indios era
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
establecer contacto con la civilización en forma controlada. El contacto era
inevitable, dijo, tarde o temprano los helicópteros aterrizarían de nuevo en el
Ojo del Mundo y esta vez los nahab vendrían a quedarse. Había unos nahab
que deseaban destruir a la gente de la neblina y apoderarse del Ojo del
Mundo. Fue muy difícil aclarar este punto, porque ni las Bestias ni Walimaí
comprendían cómo alguien podía apropiarse de la tierra. Alex dijo que había
otros nahab que deseaban salvar a los indios y que seguramente harían
cualquier cosa por preservar a los dioses también, porque eran los últimos de
su especie en el planeta. Recordó al chamán que él había sido nombrado por
Iyomi jefe para negociar con los nahab y pidió permiso y ayuda para cumplir
su misión.
—No creemos que los nahab sean más poderosos que los dioses —dijo
Walimaí.
—A veces lo son. Los dioses no podrán defenderse de ellos y la gente de
la neblina tampoco. Pero los nahab pueden detener a otros nahab —replicó
Alex.
—En mis visiones el Rahakanariwa anda sediento de sangre —dijo
Walimaí.
—Yo he sido nombrada jefe para aplacar al Rahakanariwa —dijo Nadia.
—No debe haber más guerra. Los dioses deben volver a la montaña.
Nadia y yo conseguiremos que la gente de la neblina y la morada de los dioses
sean respetados por los nahab —prometió Alex, procurando sonar
convincente.
En realidad no sospechaba cómo podría vencer a Mauro Carías, el
capitán Ariosto y tantos otros aventureros que codiciaban las riquezas de la
región. Ni siquiera conocía el plan de Mauro Carías ni el papel que les tocaría
jugar a los miembros de la expedición del International Geographic en el
exterminio de los indios. El empresario había dicho claramente que ellos
serían testigos, pero no lograba imaginar de qué lo serían.
Para sus adentros, el muchacho pensó que habría una conmoción
mundial cuando su abuela informara sobre la existencia de las Bestias y el
paraíso ecológico que contenía el tepui. Con suerte y manejando la prensa con
habilidad, Kate Coid podría obtener que el Ojo del Mundo fuera declarado
reserva natural y protegido por los gobiernos. Sin embargo, esa solución
podría llegar muy tarde. Si Mauro Carías salía con la suya, «en tres meses los
indios serían exterminados», como había dicho en su conversación con el
capitán Ariosto. La única esperanza era que la protección internacional
llegara antes. Aunque no podría evitarse la curiosidad de los científicos ni las
cámaras de televisión, al menos se podría detener la invasión de aventureros y
colonos dispuestos a domar la selva y exterminar a sus habitantes. También
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ISABEL ALLENDE
pasó por su mente la terrible premonición del empresario de Hollywood
convirtiendo el tepui en una especie de Disneyworld o Jurassic Park. Esperaba
que la presión creada por los reportajes de su abuela pudiera postergar o
evitar esa pesadilla. Las Bestias ocupaban diferentes salas en la fabulosa
ciudad. Eran seres solitarios, que no compartían su espacio. A pesar de su
enorme tamaño, comían poco, masticando durante horas, vegetales, frutas,
raíces y de vez en cuando un animal pequeño que caía muerto o herido a sus
pies. Nadia pudo comunicarse con ellas mejor que Walimaí. Un par de las
criaturas hembras demostraron cierto interés en ella y le permitieron
acercarse, porque lo que más deseaba la chica era tocarlas. Al poner la mano
sobre el duro pelaje, un centenar de insectos de diversas clases subió por su
brazo, cubriéndola entera. Se sacudió desesperada, pero no pudo
desprenderse de muchos de ellos, que quedaron adheridos a su ropa y su pelo.
Walimaí le señaló una de las lagunas de la ciudad y ella se zambulló en el
agua, que resultó ser tibia y gaseosa. Al hundirse sentía en la piel el cosquilleo
de las burbujas de aire. Invitó a Alex, y los dos se remojaron largo rato,
limpios al fin, después de tantos días arrastrándose por el suelo y sudando.
Entretanto Walimaí había aplastado en una calabaza la pulpa de una
fruta con grandes pepas negras, que enseguida mezcló con el jugo de unas
uvas azules y brillantes. El resultado fue una pasta morada con la consistencia
de la sopa de huesos que habían bebido durante el funeral de Mokarita, pero
con un sabor delicioso y un aroma persistente de miel y néctar de flores. El
chamán la ofreció a las Bestias, luego bebió él y les dio a los muchachos y a
Borobá. Aquel alimento concentrado les aplacó el hambre de inmediato y se
sintieron un poco mareados, como si hubieran bebido alcohol.
Esa noche fueron instalados en una de las cámaras de la ciudad de oro,
donde el calor era menos oprimente que en la cueva de la noche anterior.
Entre las formaciones minerales crecían orquídeas desconocidas afuera,
algunas tan fragantes que apenas se podía respirar en su proximidad. Por
largo rato cayó la lluvia, caliente y densa como una ducha, empapando todo,
corría como río entre las grietas de cristal, con un sonido persistente de
tambores. Cuando finalmente cesó, el aire refrescó de súbito y los rendidos
muchachos se abandonaron por fin al sueño en el duro suelo de El Dorado,
con la sensación de tener la barriga llena de flores perfumadas.
El brebaje preparado por Walimaí tuvo la virtud mágica de conducirlos
al reino de los mitos y del sueño colectivo, donde todos, dioses y humanos,
podían compartir las mismas visiones. Así se ahorraron muchas palabras,
muchas explicaciones. Soñaron que el Rahakanariwa estaba preso en una caja
de madera sellada, desesperado, tratando de librarse con su pico formidable y
sus terribles garras, mientras dioses y humanos, atados a los árboles,
aguardaban su suerte. Soñaron con los nahab matándose unos a otros, todos
con los rostros cubiertos por máscaras. Vieron al pájaro caníbal destruir la
caja y salir dispuesto a devorar todo a su paso, pero entonces un águila blanca
y un jaguar negro le salían al paso, desafiándolo en lucha mortal. No había
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
resolución en ese duelo, como rara vez la hay en los sueños. Alexander Coid
reconoció al Rahakanariwa, porque lo había visto antes en una pesadilla en
que aparecía como un buitre, rompía una ventana de su casa y se llevaba a su
madre en sus monstruosas garras.
Al despertar por la mañana no tuvieron que contar lo que habían visto,
porque todos estuvieron presentes en el mismo sueño, hasta el pequeño
Borobá. Cuando se reunió el consejo de los dioses para continuar con sus
deliberaciones, no fue necesario pasar horas repitiendo las mismas ideas,
como el día anterior. Sabían lo que debían hacer, cada uno conocía su papel
en los acontecimientos que vendrían.
—Jaguar y Águila combatirán con el Rahakanariwa. Si vencen, ¿cuál
será su recompensa? —logró formular una de las perezas, después de largas
vacilaciones.
—Los tres huevos del nido —dijo Nadia sin vacilar.
—Y el agua de la salud —agregó Alex, pensando en su madre.
Espantado, Walimaí indicó a los chicos que habían violado la elemental
norma de reciprocidad: no se puede recibir sin dar. Era la ley natural. Se
habían atrevido a solicitar algo de los dioses sin ofrecer algo a cambio... La
pregunta de la Bestia había sido meramente formal y lo correcto era
responder que no deseaban recompensa alguna, lo hacían como un acto de
reverencia hacia los dioses y compasión hacia los humanos. En efecto, las
Bestias parecían desconcertadas y molestas ante las peticiones de los
forasteros. Algunas se pusieron lentamente de pie, amenazantes, gruñendo y
levantando sus brazos, gruesos como ramas de roble. Walimaí se tiró de
bruces delante del consejo farfullando explicaciones y disculpas, pero no logró
aplacar los ánimos. Temiendo que alguna de las Bestias decidiera fulminarlos
con su fragancia corporal, Alex echó mano del único recurso de salvación que
se le ocurrió: la flauta de su abuelo.
—Tengo un ofrecimiento para los dioses —dijo, temblando.
Las dulces notas del instrumento irrumpieron tentativamente en el aire
caliente del tepui. Las Bestias, pilladas de sorpresa, tardaron unos minutos en
reaccionar y cuando lo hicieron ya Alex había agarrado vuelo y se abandonaba
al placer de crear música. Su flauta parecía haber adquirido los poderes
sobrenaturales de Walimaí. Las notas se multiplicaban en el extraño teatro de
la ciudad de oro, rebotaban transformadas en interminables arpegios, hacían
vibrar las orquídeas entre las altas formaciones de cristal. Nunca el muchacho
había tocado de esa manera, nunca se había sentido tan poderoso: podía
amansar a las fieras con la magia de su flauta. Sentía como si estuviera
conectado a un poderoso sintonizador, que acompañaba la melodía con toda
una orquesta de cuerdas, vientos y percusión. Las Bestias, inmóviles al
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ISABEL ALLENDE
principio, comenzaron a oscilar como grandes árboles movidos por el viento;
sus patas milenarias golpearon el suelo y el fértil hueco del tepui resonó como
una gran campana. Entonces Nadia, en un impulso, saltó al centro del
semicírculo del consejo, mientras Borobá, como si comprendiera que ése era
un instante crucial, se mantuvo quieto a los pies de Alex.
Nadia empezó a danzar con la energía de la tierra, que traspasaba sus
delgados huesos como una luz. No había visto jamás un ballet, pero había
almacenado los ritmos que escuchara muchas veces: la samba del Brasil, la
salsa y el joropo de Venezuela, la música americana que llegaba por la radio.
Había visto a negros, mulatos, caboclos y blancos bailar hasta caer
extenuados durante el carnaval en Manaos, a los indios danzar solemnes
durante sus ceremonias. Sin saber lo que hacía, por puro instinto, improvisó
su regalo para los dioses. Volaba. Su cuerpo se movía solo, en trance, sin
ninguna conciencia o premeditación de su parte. Oscilaba como las más
esbeltas palmeras, se elevaba como la espuma de las cataratas, giraba como
el viento. Nadia imitaba el vuelo de las guacamayas, la carrera de los
jaguares, la navegación de los delfines, el zumbido de los insectos, la
ondulación de las serpientes.
Por miles y miles de años había existido vida en el cilíndrico hueco del
tepui, pero hasta ese momento jamás se había oído música, ni siquiera el tam
tam de un tambor. Las dos veces que la gente de la neblina fue acogida bajo la
protección de la ciudad legendaria, lo hizo de manera de no irritar a los
dioses, en completo silencio, haciendo uso de su talento para tornarse
invisible. Las Bestias no sospechaban la habilidad humana para crear música,
tampoco habían visto un cuerpo moverse con la ligereza, pasión, velocidad y
gracia con que danzaba Nadia. En verdad, esos pesados seres nunca habían
recibido un ofrecimiento tan grandioso. Sus lentos cerebros recogieron cada
nota y cada movimiento y los guardaron para los siglos futuros. El regalo de
esos dos visitantes se quedaría con ellos, como parte de su leyenda.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
15
LOS HUEVOS DE CRISTAL
A cambio de la música y la danza que habían recibido, las Bestias
otorgaron a los chicos lo que solicitaban. Les indicaron que ella debía subir al
tope del tepui, a las cumbres más altas, donde estaba el nido con los tres
huevos prodigiosos de su visión. Por su parte él debía descender a las
profundidades de la tierra, donde se encontraba el agua de la salud.
—¿Podemos ir juntos, primero a la cima del tepui y luego al fondo del
cráter? —preguntó Alex, pensando que las tareas serían más fáciles si las
compartían.
Las perezas negaron lentamente con la cabeza y Walimaí explicó que
todo viaje al reino de los espíritus es solitario. Añadió que sólo disponían del
día siguiente para cumplir cada uno su misión, porque sin falta al anochecer él
debía volver al mundo exterior; ése era su acuerdo con los dioses. Si ellos no
estaban de regreso, quedarían atrapados en el tepui sagrado, porque jamás
encontrarían por sí mismos la salida del laberinto.
El resto del día los jóvenes lo gastaron recorriendo El Dorado y
contándose sus cortas vidas; ambos deseaban saber lo más posible del otro
antes de separarse. Para Nadia era difícil imaginar a su amigo en California
con su familia; nunca había visto una computadora, ni había ido a la escuela ni
sabía lo que es un invierno. Por su parte, el muchacho americano sentía
envidia por la existencia libre y silenciosa de la muchacha, en contacto
estrecho con la naturaleza. Nadia Santos poseía un sentido común y una
sabiduría que a él le parecían inalcanzables.
Nadia y Alexander se deleitaron ante las magníficas formaciones de
mica y otros minerales de la ciudad, ante la flora inverosímil que brotaba por
todas partes y los singulares animales e insectos que albergaba ese lugar. Se
dieron cuenta que los dragones como el de la caverna, que a veces cruzaban
el aire, eran mansos como loros amaestrados. Llamaron a uno, aterrizó con
gracia a sus pies, y pudieron tocarlo. Su piel era suave y fría, como la de un
pez; tenía la mirada de un halcón y el aliento perfumado a flores. Se bañaron
en las calientes lagunas y se hartaron de fruta, pero sólo de aquella autorizada
por Walimaí. Había frutas y hongos mortales, otros inducían visiones de
pesadilla o destruían la voluntad, otros borraban la memoria para siempre,
según les explicó el chamán. Durante sus paseos se topaban por aquí y por
allá con las Bestias, que pasaban la mayor parte de su existencia aletargadas.
Una vez que consumían las hojas y frutas necesarias para alimentarse,
pasaban el resto del día contemplando el tórrido paisaje circundante y el
tapón de nubes que cerraba la boca del tepui. «Creen que el cielo es blanco y
del tamaño de ese círculo», comentó Nadia y Alex respondió que también ellos
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ISABEL ALLENDE
tenían una visión parcial del cielo, que los astronautas sabían que no era azul,
sino infinitamente profundo y oscuro. Esa noche se acostaron tarde y
cansados; durmieron lado a lado, sin tocarse, porque hacía mucho calor, pero
compartiendo el mismo sueño, como habían aprendido a hacer con los frutos
mágicos de Walimaí. Al amanecer del día siguiente el viejo chamán entregó a
Alexander Coid una calabaza vacía y a Nadia Santos una calabaza con agua y
una cesta, que ella se amarró a la espalda. Les advirtió que una vez iniciado el
viaje, hacia las alturas tanto como hacia las profundidades, no habría vuelta
atrás. Deberían vencer los obstáculos o perecer en la empresa, porque
regresar con las manos vacías era imposible.
—¿Están seguros de que esto es lo que desean hacer? —preguntó el
chamán.
—Yo si —decidió Nadia.
No tenía idea para qué servían los huevos ni por qué debía ir a
buscarlos, pero no dudó de su visión. Debían ser muy valiosos o muy mágicos;
por ellos estaba dispuesta a vencer su miedo más enraizado: el vértigo de la
altura.
—Yo también —agregó Alex, pensando que iría hasta el mismo infierno
con tal de salvar a su madre.
—Puede ser que vuelvan y puede ser que no vuelvan —se despidió el
brujo, indiferente, porque para él la frontera entre la vida y la muerte era
apenas una línea de humo que la menor brisa podía borrar.
Nadia desprendió a Borobá de su cintura y le explicó que no podría
llevarlo donde ella iba. El mono se aferró a una pierna de Walimaí gimiendo y
amenazando con el puño, pero no intentó desobedecerle. Los dos amigos se
abrazaron estrechamente, atemorizados y conmovidos. Luego cada uno partió
en la dirección señalada por Walimaí. Nadia Santos subió por la misma
escalera tallada en la roca por donde había descendido con Walimaí y Alex
desde el laberinto hasta la base del tepui. El ascenso hasta ese balcón no fue
difícil, a pesar de que las gradas eran muy empinadas, carecían de un
pasamano para sujetarse y los peldaños eran angostos, irregulares y gastados.
Luchando contra el vértigo, echó una mirada rápida hacia abajo y vio el
extraordinario paisaje verdeazul del valle, envuelto en tenue bruma, con la
magnífica ciudad de oro al centro. Luego miró hacia arriba y sus ojos se
perdieron en las nubes. La boca del tepui parecía más angosta que su base.
¿Cómo subiría por las laderas inclinadas? Necesitaría patas de escarabajo.
¿Cuán alto era en realidad el tepui cuánto tapaban las nubes? ¿Dónde
exactamente estaba el nido? Decidió no pensar en los problemas sino en las
soluciones: enfrentaría los obstáculos uno a uno, a medida que se
presentaran. Si había podido subir por la cascada, bien podía hacer esto,
pensó, aunque ya no iba atada a Jaguar por una cuerda y estaba sola.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Al llegar al balcón comprendió que allí terminaba la escalera, de allí
para adelante debía subir colgando de lo que pudiera agarrar. Se acomodó el
canasto a la espalda, cerró los ojos y buscó calma en su interior. Jaguar le
había explicado que allí, en el centro de su ser, se concentran la energía vital
y el valor. Respiró con todo su ánimo para que el aire limpio le llenara el
pecho y recorriera los caminos de su cuerpo, hasta alcanzar las puntas de los
dedos de los pies y las manos. Repitió la misma respiración profunda tres
veces y, siempre con los ojos cerrados, visualizó el águila, su animal totémico.
Imaginó que sus brazos se extendían, se alargaban, se transformaban en alas
emplumadas, que sus piernas se convertían en patas terminadas en garras
como garfios, que en su cara crecía un pico feroz y sus ojos se separaban
hasta quedar a los lados de la cabeza. Sintió que su cabello, suave y crespo, se
convertía en plumas duras pegadas al cráneo, que ella podía erizar a voluntad,
plumas que contenían los conocimientos de las águilas: eran antenas para
captar lo que estaba en el aire, incluso lo invisible. Su cuerpo perdió la
flexibilidad y adquirió, en cambio, una ligereza tan absoluta, que podía
desprenderse de la tierra y flotar con las estrellas. Experimentó un poder
tremendo, toda la fuerza del águila en la sangre. Sintió que esa fuerza llegaba
hasta la última fibra de su cuerpo y su conciencia. Soy Águila, pronunció en
voz alta y enseguida abrió los ojos.
Nadia se aferró a una pequeña hendidura en la roca que había sobre su
cabeza y colocó el pie en otra que había a la altura de su cintura. Izó el cuerpo
y se detuvo hasta encontrar el equilibrio. Levantó la otra mano y buscó más
arriba, hasta que pudo pescarse de una raíz mientras con el pie contrario
tanteaba hasta dar con una grieta. Repitió el movimiento con la otra mano,
buscando un saliente y cuando lo halló se elevó un poco más. La vegetación
que crecía en las laderas la ayudaba, había raíces, arbustos y lianas. También
vio arañazos profundos en las piedras y en algunos troncos; pensó que eran
marcas de garras. Las Bestias debían haber subido también en busca de
alimento, o bien no conocían el mapa del laberinto y cada vez que entraban o
salían del tepui debían ascender hasta la cima y descender por el otro lado.
Calculó que eso debía demorar días, tal vez semanas, dada la portentosa
lentitud de esas gigantescas perezas.
Una parte de su mente, aún activa, comprendió que el hueco del tepui
no era un cono invertido, como había supuesto por el efecto óptico de mirarlo
desde abajo, sino que más bien se abría ligeramente. La boca del cráter era en
realidad más ancha que la base. No necesitaría patas de escarabajo, después
de todo, sólo concentración y coraje. Así escaló metro a metro, durante horas,
con admirable determinación y una destreza recién adquirida. Esa destreza
provenía del más recóndito y misterioso lugar, un lugar de calma dentro de su
corazón, donde se hallaban los atributos nobles de su animal totémico. Ella
era Águila, el pájaro de más alto vuelo, la reina del cielo, la que hace su nido
donde sólo los ángeles alcanzan. El águila/niña siguió ascendiendo paso a
paso. El aire caliente y húmedo del valle inferior se transformó en una brisa
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ISABEL ALLENDE
fresca, que la impulsó hacia arriba. Se detuvo a menudo, muy cansada,
luchando contra la tentación de mirar hacia abajo o calcular la distancia hacia
arriba, concentrada sólo en el próximo movimiento. Una sed terrible la
abrasaba; sentía la boca llena de arena, con un sabor amargo, pero no podía
soltarse para desprender de su espalda la calabaza de agua que le había dado
Walimaí. Beberé cuando llegue arriba, murmuraba, pensando en el agua fría y
limpia bañándola por dentro. Si al menos lloviera, pensó, pero ni una gota caía
de las nubes. Cuando creía que ya no podría dar un paso más, sentía el
talismán mágico de Walimaí colgado a su cuello y eso le daba valor. Era su
protección. La había ayudado a ascender las rocas negras y lisas de la
cascada, la había hecho amiga de los indios, la había amparado de las Bestias;
mientras lo tuviera estaba a salvo.
Mucho después su cabeza alcanzó las primeras nubes, densas como
merengue, y entonces una blancura de leche la envolvió. Siguió trepando a
tientas, aferrándose a las rocas y la vegetación, cada vez más escasa a medida
que subía. No tenía conciencia de que le sangraban las manos, las rodillas y
los pies, sólo pensaba en el mágico poder que la sostenía, hasta que de pronto
una de sus manos palpó una hendidura ancha. Pronto logró izar todo el cuerpo
y se encontró en la cima del tepui, siempre oculta por la acumulación de
nubes. Una potente exclamación de triunfo, un alarido ancestral y salvaje
como el tremendo grito de cien águilas al unísono, brotó del pecho de Nadia
Santos y fue a estrellarse contra las rocas de otras cimas, rebotando y
ampliándose, hasta perderse en el horizonte.
La chica esperó inmóvil en la altura hasta que su grito se perdió en las
últimas grietas de la gran meseta. Entonces se calmó el tambor de su corazón
y pudo respirar a fondo. Apenas se sintió firme sobre las rocas, echó mano de
la calabaza de agua y bebió todo el contenido. Nunca había deseado algo
tanto. El líquido fresco entró por su garganta, limpiando la arena y la
amargura de su boca, humedeciendo su lengua y sus labios resecos,
penetrando por todo su cuerpo como un bálsamo prodigioso, capaz de curar la
angustia y borrar el dolor. Comprendió que la felicidad consiste en alcanzar
aquello que hemos esperado por mucho tiempo.
La altura y el brutal esfuerzo de llegar hasta allí y de superar sus
terrores actuaron como una droga más poderosa que la de los indios en
Tapirawa—teri o la poción de los sueños colectivos de Walimaí. Volvió a sentir
que volaba, pero ya no tenía el cuerpo del águila, se había desprendido de
todo lo material, era puro espíritu. Estaba suspendida en un espacio glorioso.
El mundo había quedado muy lejos, abajo, en el plano de las ilusiones. Flotó
allí por un rato incalculable y de pronto vio un agujero en el cielo radiante. Sin
vacilar se lanzó como una flecha a través de esa apertura y entró en un
espacio vacío y oscuro, como el infinito firmamento en una noche sin luna. Ese
era el espacio absoluto de todo lo divino y de la muerte, el espacio donde el
espíritu mismo se disuelve. Ella era el vacío, sin deseos, ni recuerdos. No
había nada que temer. Allí permaneció fuera del tiempo. Pero en la cima del
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
tepui el cuerpo de Nadia poco a poco la llamaba, reclamándola. El oxígeno
devolvió a su mente el sentido de la realidad material, el agua le dio la energía
necesaria para moverse. Finalmente el espíritu de Nadia hizo el viaje inverso,
volvió a cruzar como una flecha la apertura en el vacío, llegó a la bóveda
gloriosa donde flotó unos instantes en la inmensa blancura, y de allí pasó a la
forma del águila. Debió resistir la tentación de volar para siempre sostenida
por el viento y, con un último esfuerzo, regresar a su cuerpo de niña. Se
encontró sentada en la cima del mundo y miró a su alrededor.
Estaba en el punto más alto de una meseta, rodeada del vasto silencio
de las nubes. Aunque no podía ver la altura o la extensión del sitio donde se
encontraba, calculó que el hoyo en el centro del tepui era pequeño, en
comparación con la inmensidad de la montaña que lo contenía. El terreno se
veía quebrado en hondas grietas, en parte rocoso y en otras cubierto de
vegetación tupida. Supuso que pasaría mucho tiempo antes que los pájaros de
acero de los nahab exploraran ese lugar, porque era absurdo tratar de
aterrizar allí, ni siquiera con un helicóptero, y para una persona moverse en la
rugosidad de esa superficie resultaba casi imposible. Se sintió desfallecer,
porque podría buscar el nido por el resto de sus días sin encontrarlo en esas
grietas, pero luego recordó que Walimaí le había indicado exactamente por
dónde subir. Descansó un momento y se puso en marcha, subiendo y bajando
de roca en roca, impulsada por una fuerza desconocida, una especie de
instintiva certeza.
No tuvo que ir lejos. A poca distancia, en una hendidura formada por
grandes rocas se encontraba el nido y en su centro vio los tres huevos de
cristal. Eran más pequeños y más brillantes que los de su visión, maravillosos.
Con mil precauciones, para no resbalar en una de las profundas fisuras, donde
se habría partido todos los huesos, Nadia Santos se arrastró hasta el nido. Sus
dedos se cerraron sobre la reluciente perfección del cristal, pero su brazo no
pudo moverlo. Extrañada, cogió otro huevo. No logró levantarlo y tampoco el
tercero. Era imposible que esos objetos, del tamaño de un huevo de tucán,
pesaran de esa manera. ¿Qué sucedía? Los examinó, empujándolos por todos
lados, hasta comprobar que no estaban pegados ni atornillados, al contrario,
parecían descansar casi flotando en el mullido colchón de palitos y plumas. La
muchacha se sentó sobre una de las rocas sin entender lo que ocurría y sin
poder creer que toda esa aventura y el esfuerzo de llegar hasta allí hubieran
sido inútiles. Tuvo fuerza sobrehumana para subir como una lagartija por las
paredes internas del tepui y ahora, cuando finalmente estaba en la cima, las
fuerzas le fallaban para mover ni un milímetro el tesoro que había ido a
buscar.
Nadia Santos vaciló, trastornada, sin imaginar la solución de ese
enigma, por largos minutos. De súbito se le ocurrió que esos huevos
pertenecían a alguien. Tal vez las Bestias los habían puesto allí, pero también
podían ser de alguna criatura fabulosa, un ave o un reptil, como los dragones.
En ese caso la madre podría aparecer en cualquier momento y, al encontrar
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ISABEL ALLENDE
una intrusa cerca de su nido, lanzarse al ataque con justificada furia. No debía
quedarse allí, decidió, pero tampoco pensaba renunciar a los huevos. Walimaí
había dicho que no podría regresar con las manos vacías... ¿Qué más le dijo el
chamán? Que debía volver antes de la noche. Y entonces recordó lo que ese
brujo sabio le había enseñado el día anterior: la ley de reciprocidad. Por cada
cosa que uno toma, se debe dar otra a cambio.
Se miró desconsolada. Nada tenía para dar. Sólo llevaba puestos una
camiseta, unos pantalones cortos y un canasto atado a la espalda. Al revisar
su cuerpo se dio cuenta por primera vez de arañazos, magulladuras y heridas
abiertas que le habían producido las rocas al ascender la montaña. Su sangre,
donde se concentraba la energía vital que le había permitido llegar hasta allí,
era tal vez su única posesión valiosa. Se aproximó, presentando su cuerpo
adolorido para que la sangre goteara sobre el nido. Unas manchitas rojas
salpicaron las suaves plumas. Al inclinarse sintió el talismán contra su pecho y
comprendió de inmediato que ése era el precio que debía pagar por los
huevos. Dudó por largos minutos. Entregarlo significaba renunciar a los
poderes mágicos de protección, que ella atribuía al hueso tallado, regalo del
chamán. Nunca tendría nada tan mágico como ese amuleto, era mucho más
importante para ella que los huevos, cuya utilidad no podía siquiera imaginar.
No, no podía desprenderse de eso, decidió.
Nadia cerró los ojos, agotada, mientras el sol que se filtraba por las
nubes iba cambiando de color. Por unos instantes regresó al sueño alucinante
de la ayahuasca, que tuvo en el funeral de Mokarita y volvió a ser el águila
volando por un cielo blanco, suspendida por el viento, ligera y poderosa. Vio
los huevos desde arriba, brillando en el nido, como en esa visión, y tuvo la
misma certeza de entonces: esos huevos contenían la salvación para la gente
de la neblina. Por último, abrió los ojos con un suspiro, se quitó el talismán del
cuello y lo colocó sobre el nido. Enseguida estiró la mano y tocó uno de los
huevos, que al punto cedió y pudo levantarlo sin esfuerzo. Los otros dos
fueron igualmente fáciles de tomar. Colocó los tres con cuidado en su canasto
y se dispuso a descender por donde había subido. Aún se filtraba luz de sol a
través de las nubes; calculó que el descenso debía ser más rápido y que
llegaría abajo antes del anochecer, como le había advertido Walimaí.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
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EL AGUA DE LA SALUD
Mientras Nadia Santos ascendía a la cima del tepui, Alexander Coid
bajaba por un pasaje angosto hacia el vientre de la tierra, un mundo cerrado,
caliente, oscuro y palpitante, como sus peores pesadillas. Si al menos tuviera
una linterna... Debía avanzar a tientas, gateando a veces y arrastrándose
otras, en completa oscuridad. Sus ojos no se acostumbraron, porque las
tinieblas eran absolutas. Extendía una mano palpando la roca para calcular la
dirección y el ancho del túnel, luego movía el cuerpo, culebreando hacia
adentro, centímetro a centímetro. A medida que avanzaba el túnel parecía
angostarse y pensó que no podría dar la vuelta para salir. El poco aire que
había era sofocante y fétido; era como estar enterrado en una tumba. Allí de
nada le servían los atributos del jaguar negro; necesitaba otro animal
totémico, algo así como un topo, una rata o un gusano. Se detuvo muchas
veces con intención de retroceder antes de que fuera demasiado tarde, pero
cada vez siguió adelante impulsado por el recuerdo de su madre. Con cada
minuto transcurrido aumentaba la opresión en su pecho y el terror se hacia
más y más insondable. Volvió a oír el sordo golpeteo de un corazón, que había
escuchado en el laberinto con Walimaí. Su mente, enloquecida, barajaba los
innumerables peligros que lo acechaban; el peor de todos era quedar
sepultado vivo en las entrañas de esa montaña. ¿Cuán largo era ese pasaje?
¿Llegaría hasta el final o caería vencido por el camino? ¿Le alcanzaría el
oxigeno o moriría asfixiado?
En un momento Alexander cayó tendido de bruces, agotado, gimiendo.
Tenía los músculos tensos, la sangre agolpada en las sienes, cada nervio de su
cuerpo adolorido; no podía razonar, sentía que su cabeza iba a explotar por
falta de aire. Nunca había tenido tanto miedo, ni siquiera durante la larga
noche de su iniciación entre los indios. Trató de recordar las emociones que lo
sacudían cuando quedó colgando de una cuerda en El Capitán, pero no era
comparable. Entonces estaba en el pico de una montaña, ahora estaba en su
interior. Allí estaba con su padre, aquí estaba absolutamente solo. Se
abandonó a la desesperación, temblando, extenuado. Por un tiempo eterno las
tinieblas penetraron en su mente y perdió el rumbo, llamando sin voz a la
muerte, derrotado. Y entonces, cuando su espíritu se alejaba en la oscuridad,
la voz de su padre se abrió camino por las brumas de su cerebro y le llegó,
primero como un susurro casi imperceptible, luego con más claridad. ¿Qué le
había dicho su padre muchas veces cuando le enseñaba a escalar rocas?
«Quieto, Alexander, busca el centro de ti mismo, donde está tu fuerza.
Respira. Al inhalar te cargas de energía, al exhalar te desprendes de la
tensión. No pienses, obedece tu instinto.» Era lo que él mismo le había
aconsejado a Nadia cuando subieron al Ojo del Mundo. ¿Cómo lo había
olvidado?
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ISABEL ALLENDE
Se concentró en respirar: inhalar energía, sin pensar en la falta de
oxigeno, exhalar su terror, relajarse, rechazar los pensamientos negativos que
lo paralizaban. Puedo hacerlo, puedo hacerlo..., repitió. Poco a poco regresó a
su cuerpo. Visualizó los dedos de sus pies y los fue relajando uno a uno, luego
las piernas, las rodillas, las caderas, la espalda, los brazos hasta las puntas de
los dedos, la nuca, la mandíbula, los párpados. Ya podía respirar mejor, dejó
de sollozar. Ubicó el centro de sí mismo, un lugar rojo y vibrante a la altura
del ombligo. Escuchó los latidos de su corazón. Sintió un cosquilleo en la piel,
luego un calor por las venas, finalmente la fuerza regresó a su cuerpo, sus
sentidos y su mente.
Alexander Coid lanzó una exclamación de alivio. El sonido tardó unos
instantes en rebotar contra algo y volver a sus oídos. Se dio cuenta que así
actuaba el sonar de los murciélagos, permitiéndoles desplazarse en la
oscuridad. Repitió la exclamación, esperó que volviera indicándole la distancia
y la dirección, así pudo «oír con el corazón», como le había dicho tantas veces
Nadia. Había descubierto la forma de avanzar en las tinieblas. El resto del
viaje por el túnel transcurrió en un estado de semiinconsciencia, en el cual su
cuerpo se movía solo, como si conociera el camino. De vez en cuando Alex se
conectaba brevemente con su pensamiento lógico y en un chispazo deducía
que ese aire cargado de gases desconocidos debía afectarle la mente. Más
tarde pensaría que vivió un sueño.
Cuando parecía que el angosto pasaje no terminaría nunca, el muchacho
oyó un rumor de agua, como un río, y una bocanada de aire caliente alcanzó
sus agotados pulmones. Eso renovó sus fuerzas. Se impulsó hacia delante y en
un recodo del subterráneo percibió que sus ojos alcanzaban a distinguir algo
en la negrura. Una claridad, muy tenue al principio, fue surgiendo poco a
poco. Siguió arrastrándose, esperanzado, y vio que la luz y el aire
aumentaban. Pronto se encontró en una cueva que debía estar conectada al
exterior de alguna manera, porque aparecía débilmente iluminada. Un extraño
olor le dio en las narices, persistente, un poco nauseabundo, como de vinagre
y flores podridas. La cueva tenía las mismas formaciones de relucientes
minerales que viera en el laberinto. Las facetas labradas de esas estructuras
actuaban como espejos, reflejando y multiplicando la escasa luz que penetraba
hasta allí. Se encontró a la orilla de una pequeña laguna, alimentada por un
riachuelo de aguas blancas, como leche magra. Viniendo de la tumba donde
había estado, esa laguna y ese río blancos le parecieron lo más hermoso que
había visto en su vida. ¿Sería ésa la fuente de la eterna juventud? El olor lo
mareaba, pensó que debía ser un gas que se desprendía de las profundidades,
tal vez un gas tóxico que le embotaba el cerebro.
Una voz susurrante y acariciadora llamó su atención. Sorprendido,
percibió algo en la otra orilla de la pequeña laguna, a pocos metros de
distancia, y cuando logró ajustar sus pupilas a la poca luz de la cueva,
distinguió una figura humana. No podía verla bien, pero la forma y la voz eran
de una muchacha. Imposible, dijo, las sirenas no existen, me estoy volviendo
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
loco, es el gas, el olor; pero la muchacha parecía real, su largo cabello se
movía, su piel irradiaba luz, sus gestos eran humanos, su voz seductora. Quiso
lanzarse al agua blanca para beber hasta saciarse y para lavarse la tierra que
lo cubría, así como la sangre de las magulladuras en sus codos y rodillas. La
tentación de acercarse a la bella criatura que lo llamaba y abandonarse al
placer era insoportable. Iba a hacerlo cuando notó que la aparición era igual a
Cecilia Burns, su mismo cabello castaño, sus mismos ojos azules, sus mismos
gestos lánguidos. Una parte aún consciente de su cerebro le advirtió que esa
sirena era una creación de su mente, tal como lo eran esas medusas de mar,
gelatinosas y transparentes, que flotaban en el aire pálido de la caverna.
Recordó lo que había oído de la mitología de los indios, las historias que había
contado Walimaí sobre los orígenes del universo, donde figuraba el Río de
Leche que contenía todas las semillas de la vida, pero también putrefacción y
muerte. No, ésa no era el agua milagrosa que devolvería la salud a su madre,
decidió; era una jugarreta de su mente para distraerlo de su misión. No había
tiempo para perder, cada minuto era precioso. Se tapó la nariz con la
camiseta, luchando contra la penetrante fragancia que lo aturdía. Vio que a lo
largo de la orilla donde estaba se extendía un angosto pasaje, que se perdía
siguiendo el curso del riachuelo, y por allí escapó. Alexander Coid siguió el
sendero, dejando atrás la laguna y la prodigiosa aparición de la muchacha. Le
sorprendió que la tenue claridad persistía, al menos ya no debía ir
arrastrándose y a tientas. El aroma fue haciéndose más tenue, hasta
desaparecer del todo. Avanzó lo más deprisa que pudo, agachado, procurando
no golpear la cabeza contra el techo y manteniendo el equilibrio en la
estrecha cornisa, pensando que si caía al río más abajo tal vez sería
arrastrado. Lamentó no disponer de tiempo para averiguar qué era ese liquido
blanco parecido a la leche y con olor a aliño para ensalada. El largo sendero
estaba cubierto de un moho resbaloso donde hervía un millar de criaturas
minúsculas, larvas, insectos, gusanos y grandes sapos azulados, con la piel tan
transparente que se podían ver los órganos internos palpitando. Sus largas
lenguas, como de serpiente, intentaban alcanzar sus piernas. Alex echaba de
menos sus botas, porque debía patearlos descalzo y sus cuerpos blandos y
fríos como gelatina le daban un asco incontrolable. Doscientos metros más
allá la capa de moho y los sapos desaparecieron y el sendero se volvió más
ancho. Aliviado, pudo echar una mirada a su alrededor y entonces notó por
primera vez que las paredes estaban salpicadas de hermosos colores. Al
examinarlas de cerca comprendió que eran piedras preciosas y vetas de ricos
metales. Abrió su navaja del Ejército suizo y escarbó en la roca, comprobando
que las piedras se desprendían con cierta facilidad. ¿Qué eran? Reconoció
algunos colores, como el verde intenso de las esmeraldas y el rojo puro de los
rubíes. Estaba rodeado de un fabuloso tesoro: ése era el verdadero El Dorado,
codiciado por aventureros durante siglos.
Bastaba tallar las paredes con su cuchillo para cosechar una fortuna. Si
llenaba la calabaza que le había dado Walimaí con esas piedras preciosas,
regresaría a California convertido en millonario, podría pagar los mejores
tratamientos para la enfermedad de su madre, comprar una casa nueva para
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ISABEL ALLENDE
sus padres, educar a sus hermanas. ¿Y para él? Se compraría un coche de
carrera para matar de envidia a sus amigos y dejar a Cecilia Burns con la boca
abierta. Esas joyas eran la solución de su vida: podría dedicarse a la música, a
escalar montañas o a lo que quisiera, sin tener que preocuparse de ganar un
sueldo... ¡No! ¿Qué estaba pensando? Esas piedras preciosas no eran sólo
suyas, debían servir para ayudar a los indios. Con esa increíble riqueza
obtendría poder para cumplir con la misión que le había asignado Iyomi:
negociar con los nahab. Se convertiría en el protector de la tribu y de sus
bosques y cascadas; con la pluma de su abuela y su dinero transformarían el
Ojo del Mundo en la reserva natural más extensa del mundo. En unas pocas
horas podría llenar la calabaza y cambiar el destino de la gente de la neblina y
de su propia familia.
El muchacho empezó a hurgar con la punta de su cuchillo en torno a una
piedra verde, haciendo saltar pedacitos de la roca. Minutos más tarde logró
soltarla y cuando la tuvo entre los dedos pudo verla bien. No tenía el brillo de
una esmeralda pulida, como las de los anillos, pero sin duda era del mismo
color. Iba a ponerla en la calabaza, cuando recordó el propósito de esa misión
al fondo de la tierra: llenar la calabaza con el agua de la salud. No. No serían
joyas las que comprarían la salud de su madre; se requería algo milagroso.
Con un suspiro guardó la piedra verde en el bolsillo del pantalón y siguió
adelante, preocupado porque había perdido minutos preciosos y no sabía
cuánto más debería andar hasta llegar a la fuente maravillosa.
De súbito el sendero terminó ante un cúmulo de piedras. Alex tanteó
seguro que debía haber una forma de seguir adelante, no podía ser que su
viaje terminara de esa manera tan abrupta. Si Walimaí lo había enviado a ese
infernal viaje a las profundidades de la montaña era porque la fuente existía,
todo era cuestión de encontrarla; pero podría ser que hubiera tomado el
camino equivocado, que en alguna bifurcación del túnel se hubiera desviado.
Tal vez debió cruzar la laguna de leche, porque la muchacha no era una
tentación para distraerlo, sino su guía para encontrar el agua de la salud...
Las dudas empezaron a retumbar como gritos a todo volumen en su cerebro.
Se llevó las manos a las sienes, procurando calmarse, repitió la respiración
profunda que había practicado en el túnel, y prestó oídos a la voz remota de
su padre, que lo guiaba. Debo situarme en el centro de mí mismo, donde hay
calma y fuerza, murmuró. Decidió no perder energía contemplando los
posibles errores cometidos, sino en el obstáculo que tenía por delante.
Durante el invierno del año anterior, su madre le había pedido que trasladara
una gran pila de leña del patio al fondo del garaje. Cuando él alegó que ni
Hércules podía hacerlo, su madre le mostró la forma: un palo a la vez. El joven
fue quitando piedras, primero los guijarros, luego las rocas medianas, que se
soltaban con facilidad, finalmente los peñascos grandes. Fue un trabajo lento
y pesado, pero al cabo de un tiempo había abierto un boquete. Una bocanada
de vapor caliente le dio en el rostro, como si hubiera abierto la puerta de un
horno, obligándolo a retroceder. Esperó, sin saber cuál era el paso siguiente,
mientras salía el chorro de aire. Nada sabía de minería, pero había leído que
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
en el interior de las minas suele haber escapes de gas y supuso que, si de eso
se trataba, estaba condenado. Se dio cuenta que a los pocos minutos el chorro
disminuía, como si hubiera estado a presión, y finalmente desaparecía.
Aguardó un rato y luego asomó la cabeza por el hueco.
Al otro lado había una caverna con un pozo profundo en el centro, de
donde surgían humaredas y una luz rojiza. Se oían pequeñas explosiones,
como si abajo hirviera algo espeso, que reventaba en burbujas. No tuvo que
acercarse para adivinar que debía ser lava ardiente, tal vez los últimos
residuos de actividad de un antiquísimo volcán. Estaba en el corazón del
cráter. Contempló la posibilidad de que los vapores fueran tóxicos, pero como
no olían mal decidió que podía adentrarse en la caverna. Pasó el resto del
cuerpo por la apertura y se encontró sobre un suelo de piedra caliente.
Aventuró un paso, luego otro más, decidido a explorar el recinto. El calor era
peor que una sauna y pronto estuvo completamente bañado en sudor, pero
había suficiente aire para respirar. Se quitó la camiseta y se la amarró en
torno a la boca y la nariz. Le lloraban los ojos. Comprendió que debía avanzar
con extrema prudencia para no resbalar al pozo.
La caverna era amplia y de forma irregular, alumbrada por la luz rojiza y
titilante del fuego que crepitaba abajo. Hacia su derecha se abría otra sala,
que exploró tentativamente, descubriendo que era más oscura, porque apenas
llegaba la luz que alumbraba la primera. En ella la temperatura resultaba más
soportable, tal vez por alguna fisura entraba aire fresco. El muchacho estaba
en el limite de su resistencia, empapado de sudor y sediento, convencido de
que las fuerzas no le alcanzarían para regresar por el largo camino que ya
había recorrido. ¿Dónde estaba la fuente que buscaba?
En ese momento sintió una fuerte brisa y de inmediato una vibración
espantosa que resonó en sus nervios, como si estuviera dentro de un gran
tambor metálico. Se tapó los oídos en forma instintiva, pero no era ruido, sino
una insoportable energía y no había forma de defenderse de ella. Se volvió
buscando la causa. Y entonces lo vio. Era un murciélago gigantesco, cuyas
alas extendidas debían medir unos cinco metros de punta a punta. Su cuerpo
de rata era dos veces más grande que su perro Poncho y en su cabezota se
abría un hocico provisto de largos colmillos de fiera. No era negro, sino
totalmente blanco, un murciélago albino.
Aterrado, Alex comprendió que ese animal, como las Bestias, era el
último sobreviviente de una edad muy antigua, cuando los primeros seres
humanos levantaron la frente del suelo para mirar asombrados a las estrellas,
miles y miles de años atrás. La ceguera del animal no era una ventaja para él,
porque esa vibración era su sistema de sonar: el vampiro sabía exactamente
cómo era y dónde se encontraba el intruso. La ventolera se repitió: eran las
alas agitándose, listas para el ataque. ¿Era ése el Rahakanariwa de los indios,
el terrible pájaro chupasangre?
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ISABEL ALLENDE
Su mente echó a volar. Sabía que sus posibilidades de escapar eran casi
nulas, porque no podía retroceder a la otra sala y echar a correr en ese
terreno traicionero sin riesgo de caer al pozo de lava. En forma instintiva se
llevó la mano a la navaja del Ejército suizo que tenía en la cintura, aunque
sabía que era un arma ridícula comparada con el tamaño de su enemigo. Sus
dedos tropezaron con la flauta colgada de su cinturón, y sin pensarlo dos
veces la desató y se la llevó a los labios. Alcanzó a murmurar el nombre de su
abuelo Joseph Coid, pidiéndole ayuda en ese instante de peligro mortal, y
luego comenzó a tocar.
Las primeras notas resonaron cristalinas, frescas, puras, en aquel
recinto maléfico. El enorme vampiro, extremadamente sensible a los sonidos,
recogió las alas y pareció encogerse de tamaño. Había vivido tal vez varios
siglos en la soledad y el silencio de ese mundo subterráneo, aquellos sonidos
tuvieron el efecto de una explosión en su cerebro, se sintió acribillado por
millones de punzantes dardos. Lanzó otro grito en su onda inaudible para
oídos humanos, aunque claramente dolorosa, pero la vibración se confundió
con la música y el vampiro, desconcertado, no pudo interpretarla en su sonar.
Mientras Alex tocaba su flauta, el gran murciélago blanco se movió
hacia atrás, retrocediendo poco a poco, hasta quedar inmóvil en un rincón,
como un oso blanco alado, los colmillos y las garras a la vista, pero paralizado.
Una vez más el muchacho se maravilló del poder de esa flauta, que lo había
acompañado en cada momento crucial de su aventura. Al moverse el animal,
vio un tenue hilo de agua que chorreaba por la pared de la caverna y entonces
supo que había llegado al fin de su camino: estaba frente a la fuente de la
eterna juventud. No era el abundante manantial en medio de un jardín, que
describía la leyenda. Eran apenas unas gotas humildes deslizándose por la
roca viva. Alexander Coid avanzó con cautela, un paso a la vez, sin dejar de
tocar la flauta, acercándose al monstruoso vampiro, procurando pensar con el
corazón y no con la cabeza. Era ésa una experiencia tan extraordinaria, que
no podía confiar sólo en la razón o la lógica, había llegado el momento de
utilizar el mismo recurso que le servía para escalar montañas y crear música:
la intuición. Trató de imaginar cómo sentía el animal y concluyó que debía
estar tan aterrado como él mismo lo estaba. Se encontraba por primera vez
ante un ser humano, nunca había escuchado sonidos como el de la flauta y el
ruido debía ser atronador en su sonar, por eso estaba como hipnotizado.
Recordó que debía recoger el agua en la calabaza y regresar antes del
anochecer. Resultaba imposible calcular cuántas horas había estado en el
mundo subterráneo, pero lo único que deseaba era salir de allí lo antes
posible.
Mientras producía una sola nota con la flauta, valiéndose de una mano,
extendió la otra hacia la fuente, casi rozando al vampiro, pero apenas cayeron
las primeras gotas adentro de la calabaza, el agua del chorrito disminuyó
hasta desaparecer del todo. La frustración de Alex fue tan enorme, que estuvo
a punto de arremeter a puñetazos contra la roca. Lo único que lo detuvo fue el
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
horrendo animal que se erguía como un centinela a su lado.
Y entonces, cuando iba a dar media vuelta, se acordó de las palabras de
Walimaí sobre la ley inevitable de la naturaleza: dar tanto como se recibe.
Pasó revista a sus escasos bienes: la brújula, la navaja del ejército suizo y su
flauta. Podía dejar los dos primeros, que de todos modos no le servirían de
mucho, pero no podía desprenderse de su flauta mágica, la herencia de su
famoso abuelo, su instrumento de poder. Sin ella estaba perdido. Depositó la
brújula y la navaja en el suelo y esperó. Nada. Ni una sola gota más cayó de la
roca.
Entonces comprendió que esa agua de la salud era el tesoro más valioso
de este mundo para él, lo único que podría salvar la vida de su madre. A
cambio debía entregar su más preciosa posesión. Colocó la flauta en el suelo
mientras las últimas notas reverberaban entre las paredes de la caverna. De
inmediato el débil chorrito de agua volvió a fluir. Esperó eternos minutos que
se llenara la calabaza, sin perder de vista al vampiro, que acechaba a su lado.
Estaba tan cerca, que podía oler su fetidez de tumba y contar sus dientes y
sentir una compasión infinita por la profunda soledad que lo envolvía, pero no
permitió que eso lo distrajera de su tarea. Una vez que la calabaza estuvo
rebosando, retrocedió con lentitud, para no provocar al monstruo. Salió de la
caverna, entró a la otra, donde se oía el gorgoriteo de la lava ardiendo en las
entrañas de la tierra, y luego se deslizó por el boquete. Pensó poner las
piedras de vuelta para taparlo, pero no disponía de tiempo y supuso que el
vampiro era demasiado grande para escapar por ese hueco y no lo seguiría.
Hizo el camino de vuelta más rápido, porque ya lo conocía. No tuvo la
tentación de recoger piedras preciosas y cuando pasó por la laguna de leche
donde aguardaba el espejismo de Cecilia Burns, se tapó la nariz para
defenderse del gas fragante que perturbaba el entendimiento y no se detuvo.
Lo más difícil fue volver a introducirse en el angosto túnel por donde había
entrado, sosteniendo la calabaza verticalmente para no vaciar el agua. Tenía
un tapón: un trozo de piel amarrado con una cuerda, pero no era hermético y
no deseaba perder ni una gota del maravilloso líquido de la salud. Esta vez el
pasadizo, aunque oprimente y tenebroso, no le resultó tan horrible, porque
sabía que al final alcanzaría la luz y el aire.
El colchón de nubes en la boca del tepui, que recibía los últimos rayos
del sol, había adquirido tonos rojizos, desde el óxido hasta el dorado. Las seis
lunas de luz comenzaban a desaparecer en el extraño firmamento del tepui,
cuando Nadia Santos y Alexander Coid regresaron. Walimaí esperaba en el
anfiteatro de la ciudad de oro, frente al consejo de las Bestias acompañado
por Borobá. Apenas el mono vio a su ama corrió, aliviado, a colgarse de su
cuello. Los jóvenes estaban extenuados, con el cuerpo cubierto de arañazos y
magulladuras, pero cada uno traía el tesoro que habían ido a buscar. El
anciano brujo no dio muestras de sorpresa, los recibió con la misma serenidad
con que cumplía cada acto de su existencia y les indicó que había llegado el
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ISABEL ALLENDE
momento de partir. No había tiempo para descansar, durante la noche
deberían cruzar el interior de la montaña y salir afuera, al Ojo del Mundo.
—Tuve que dejar mi talismán —contó Nadia, desalentada a su amigo.
—Y yo mi flauta —replicó él.
—Puedes conseguir otra. La música la haces tú, no la flauta —dijo Nadia.
—También los poderes del talismán están dentro de ti —la consoló él.
Walimaí observó los tres huevos cuidadosamente y olisqueó el agua de
la calabaza. Aprobó con gran seriedad. Luego desató una de las bolsitas de
piel que pendían de su bastón de curandero y se la entregó a Alex con
instrucciones de moler las hojas y mezclarlas con esa agua para curar a su
madre. El muchacho se colgó la bolsita al cuello, con lágrimas en los ojos.
Walimaí agitó el cilindro de cuarzo sobre la cabeza de Alex durante un buen
rato, lo sopló en el pecho, las sienes y la espalda, lo tocó en los brazos y las
piernas con su bastón.
—Si no fueras nahab, serías mi sucesor, naciste con alma de chamán.
Tienes el poder de sanar, úsalo bien —le dijo.
—¿Significa eso que puedo curar a mi madre con esta agua y estas
hojas?
—Puede ser y puede no ser...
Alex se daba cuenta de que sus ilusiones no tenían una base lógica,
debía confiar en los modernos tratamientos del hospital de Texas y no en una
calabaza con agua y unas hojas secas obtenidas de un anciano desnudo en el
medio del Amazonas, pero en ese viaje había aprendido a abrir su mente a los
misterios. Existían poderes sobrenaturales y otras dimensiones de la realidad,
como este tepui poblado de criaturas de épocas prehistóricas. Cierto, casi
todo podía explicarse racionalmente, incluso las Bestias, pero Alex prefirió no
hacerlo y se entregó simplemente a la esperanza de un milagro.
El consejo de los dioses había aceptado las advertencias de los niños
forasteros y del sabio Walimaí. No saldrían a matar a los nahab, era una tarea
inútil, puesto que eran tan numerosos como las hormigas y siempre vendrían
otros. Las Bestias permanecerían en su montaña sagrada, donde estaban
seguras, al menos por el momento. Nadia y Alex se despidieron con pesar de
las grandes perezas. En el mejor de los casos, si todo salía bien, la entrada
laberíntica al tepui no sería descubierta y tampoco descenderían los
helicópteros desde el aire. Con suerte pasaría otro siglo antes que la
curiosidad humana alcanzara el último refugio de los tiempos prehistóricos.
De no ser así, al menos esperaban que la comunidad científica defendiera a
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
esas extraordinarias criaturas antes que la codicia de los aventureros las
destruyera. En todo caso, no volverían a ver a las Bestias.
Ascendieron las gradas que conducían al laberinto cuando caía la noche,
alumbrado por la antorcha de resina de Walimaí. Recorrieron sin vacilar el
intrincado sistema de túneles, que el chamán conocía a la perfección. En
ningún momento dieron con un callejón sin salida, nunca debieron retroceder
o desandar el camino, porque el brujo llevaba el mapa grabado en la mente.
Alex renunció a la idea de memorizar las vueltas, porque aunque hubiera
podido recordarlas o incluso dibujarlas en un papel, de todos modos carecía
de puntos de referencia y sería imposible ubicarse.
Llegaron a la maravillosa caverna donde vieron al primer dragón y se
extasiaron una vez más ante los colores de las piedras preciosas, los cristales
y los metales que relucían en su interior. Era una verdadera cueva de Alí
Babá, con todos los fabulosos tesoros que la mente más ambiciosa podía
imaginar. Alex se acordó de la piedra verde que se había echado al bolsillo y la
sacó para compararla. En el resplandor pálido de la caverna la piedra ya no
era verde, sino amarillenta y entonces comprendió que el color de esas gemas
era producto de la luz y posiblemente tenían tan poco valor como la mica de
El Dorado. Había hecho bien al rechazar la tentación de llenar su calabaza con
ellas, en vez de hacerlo con el agua de la salud. Guardó la falsa esmeralda
como recuerdo: se la llevaría de regalo a su madre.
El dragón alado estaba en su rincón, tal como lo vieran la primera vez,
pero con otro más pequeño y de colores rojizos, tal vez su compañera. No se
movieron ante la presencia de los tres seres humanos, tampoco cuando la
esposa espíritu de Walimaí voló a saludarlos, revoloteando en torno a ellos
como un hada sin alas.
En esta ocasión, tal como le había ocurrido en su peregrinaje al fondo de
la tierra, a Alex le pareció que el regreso era más corto y fácil, porque conocía
el camino y no esperaba sorpresas. No las hubo y después de recorrer el
último pasaje se encontraron en la cueva a pocos metros de la salida. Allí
Walimaí les indicó que se sentaran, abrió una de sus misteriosas bolsitas y
sacó unas hojas que parecían de tabaco. Les explicó brevemente que debían
ser «limpiados» para borrar el recuerdo de lo que habían visto. Alex no quería
olvidar a las Bestias ni su viaje al fondo de la tierra, tampoco Nadia deseaba
renunciar a lo aprendido, pero Walimaí les aseguró que recordarían todo eso,
sólo borraría de sus mentes el camino, para que no pudieran volver a la
montaña sagrada.
El hechicero enrolló las hojas, pegándolas con saliva, las encendió como
un cigarro y procedió a fumarlo. Inhalaba y luego soplaba el humo con fuerza
en la boca de los chicos, primero de Alex y luego de Nadia. No era un
tratamiento agradable, el humo, fétido, caliente y picante, se iba derecho a la
frente y el efecto era como aspirar pimienta. Sintieron un pinchazo agudo en
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ISABEL ALLENDE
la cabeza, deseos incontrolables de estornudar y pronto estaban mareados.
Volvió a la mente de Alex su primera experiencia con tabaco, cuando su
abuela Kate se encerró con él a fumar en el coche hasta que lo dejó enfermo.
Esta vez los síntomas eran parecidos y además todo giraba a su alrededor.
Entonces Walimaí apagó la antorcha. La cueva no recibía el débil rayo
de luz que la alumbraba días antes, cuando entraron y la oscuridad era total.
Los jóvenes se tomaron de la mano, mientras Borobá gemía asustado, sin
soltarse de la cintura de su ama. Los dos jóvenes, sumergidos en las tinieblas,
percibieron monstruos acechando y oyeron espeluznantes alaridos, pero no
tuvieron miedo. Con la escasa lucidez que les quedaba, dedujeron que esas
visiones terroríficas eran efecto del humo inhalado y que, en todo caso,
mientras el brujo amigo estuviera con ellos, se encontraban a salvo... Se
acomodaron en el suelo abrazados y a los pocos minutos habían perdido la
conciencia.
No pudieron calcular cuánto rato estuvieron dormidos. Despertaron
poco a poco y pronto sintieron la voz de Walimaí nombrándolos y sus manos
tanteando para encontrarlos. La cueva ya no estaba totalmente oscura, una
suave penumbra permitía vislumbrar sus contornos. El chamán les señaló el
estrecho pasaje por donde debían salir al exterior y ellos, todavía algo
mareados, lo siguieron. Salieron al bosque de helechos. Ya había amanecido
en el Ojo del Mundo.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
17
EL PÁJARO CANÍBAL
Al día siguiente los viajeros emprendieron la marcha de vuelta a
Tapirawa—teri. Al aproximarse vieron el brillo de los helicópteros entre los
árboles y supieron que la civilización de los nahab había finalmente alcanzado
a la aldea. Walimaí decidió quedarse en el bosque; toda su vida se había
mantenido alejado de los forasteros y no era ése el momento de cambiar sus
hábitos. El chamán, como toda la gente de la neblina, poseía el talento de
volverse casi invisible y durante años había rondado a los nahab, acercándose
a sus campamentos y pueblos para observarlos, sin que nadie sospechara su
existencia. Sólo lo conocían Nadia Santos y el padre Valdomero, su amigo
desde los tiempos en que el sacerdote vivió con los indios. El brujo había
encontrado a la «niña color de miel» en varias de sus visiones y estaba
convencido de que era una enviada de los espíritus. La consideraba de su
familia, por eso le dio permiso para llamarlo por su nombre cuando estaban
solos, le contó los mitos y leyendas de los indios, le regaló su talismán y la
condujo a la ciudad sagrada de los dioses.
Alex tuvo un sobresalto de alegría al ver de lejos a los helicópteros: no
estaba perdido para siempre en el planeta de las Bestias, podría regresar al
mundo conocido. Supuso que los helicópteros habían recorrido el Ojo del
Mundo durante varios días buscándolos. Su abuela debió haber armado un lío
monumental cuando él desapareció, obligando al capitán Ariosto a peinar la
inmensa región desde el aire. Posiblemente vieron el humo de la pira
funeraria de Mokarita y así descubrieron la aldea.
Walimaí explicó a los muchachos que esperaría oculto entre los árboles
para ver qué pasaba en la aldea. Alex quiso darle un recuerdo, a cambio del
remedio milagroso para devolver la salud a su madre, y le entregó su navaja
del ejército suizo. El indio tomó ese objeto metálico pintado de rojo, sintió su
peso y su extraña forma, sin imaginar para qué servía. Alex abrió uno a uno
los cuchillos, las pinzas, las tijeras, el sacacorchos, el destornillador, hasta que
el objeto se transformó en un reluciente erizo. Le enseñó al chamán el uso de
cada parte y cómo abrirlas y cerrarlas.
Walimaí agradeció el obsequio, pero había vivido más de un siglo sin
conocer los metales y, francamente, se sentía un poco viejo para aprender los
trucos de los nahab; pero no quiso ser descortés y se colgó la navaja suiza al
cuello, junto a sus collares de dientes y sus otros amuletos. Luego recordó a
Nadia el grito de la lechuza, que les servia para llamarse, así estarían en
contacto. La muchacha le entregó la cesta con los tres huevos de cristal,
porque supuso que estarían más seguros en manos del anciano. No quería
aparecer con ellos ante los forasteros, pertenecían a la gente de la neblina. Se
despidieron y en menos de un segundo Walimaí se esfumó en la naturaleza,
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ISABEL ALLENDE
como una ilusión.
Nadia y Alex se acercaron cautelosamente al sitio donde habían
aterrizado los «pájaros de ruido y viento», como los llamaban los indios. Se
ocultaron entre los árboles, donde podían observar sin ser vistos, aunque
estaban demasiado lejos para oír con claridad. En medio de Tapirawa—teri
estaban los pájaros de ruido y viento, además había tres carpas, un gran toldo
y hasta una cocina a petróleo. Habían tendido un alambre del cual colgaban
regalos para atraer a los indios: cuchillos, ollas, hachas y otros artículos de
acero y aluminio, que refulgían al sol. Vieron varios soldados armados en
actitud de alerta, pero ni rastro de los indios. La gente de la neblina había
desaparecido, tal como hacia siempre ante el peligro. Esa estrategia había
servido mucho a la tribu, en cambio otros indios que se enfrentaron con los
nahab fueron exterminados o asimilados. Los que fueron incorporados a la
civilización estaban convertidos en mendigos, habían perdido su dignidad de
guerreros y sus tierras, vivían como ratones. Por eso el jefe Mokarita nunca
permitió que su pueblo se acercara a los nahab ni tomara sus regalos, sostenía
que, a cambio de un machete o un sombrero, la tribu olvidaba para siempre
sus orígenes, su lengua y sus dioses.
Los dos jóvenes se preguntaron qué pretendían esos soldados. Si eran
parte del plan para eliminar a los indios del Ojo del Mundo, era mejor no
acercarse. Recordaban cada palabra de la conversación que habían escuchado
en Santa María de la Lluvia entre el capitán Ariosto y Mauro Carías y
comprendieron que sus vidas estaban en peligro si osaban intervenir. Empezó
a llover, como ocurría dos o tres veces al día, unos chaparrones imprevistos,
breves y violentos, que empapaban todo por un rato y cesaban de pronto,
dejando el mundo fresco y limpio. Los dos amigos llevaban casi una hora
observando el campamento desde su refugio entre los árboles, cuando vieron
llegar a la aldea una partida de tres personas, que evidentemente habían
salido a explorar los alrededores y ahora volvían corriendo, mojados hasta los
huesos. A pesar de la distancia, las reconocieron al punto: eran Kate Coid,
César Santos y el fotógrafo Timothy Bruce. Nadia y Alex no pudieron evitar
una exclamación de alivio: eso significaba que el profesor Leblanc y la doctora
Omayra Torres también andaban cerca. Con la presencia de ellos en la aldea,
el capitán Ariosto y Mauro Carías no podrían recurrir a las balas para quitar a
los indios —o a ellos— del medio.
Los jóvenes dejaron su escondite y se aproximaron con cautela a
Tapariwa—teri, pero al poco de andar fueron vistos por los centinelas y de
inmediato se vieron rodeados. El grito de alegría de Kate Coid cuando vio a su
nieto fue sólo comparable al que dio César Santos al ver a su hija. Los dos
corrieron al encuentro de los chicos, que venían cubiertos de arañazos y
magulladuras, inmundos, con la ropa en harapos y extenuados. Además
Alexander se veía diferente con un corte de pelo de indio, que dejaba expuesta
la coronilla, donde tenía una larga cortadura cubierta por una costra seca.
Santos levantó a Nadia en sus fornidos brazos y la estrechó con tanta fuerza,
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
que estuvo a punto de romperle las costillas a Borobá, que también cayó en el
abrazo. Kate Coid, en cambio, logró controlar la oleada de afecto y alivio que
sentía; apenas tuvo a su nieto al alcance de la mano le plantó una bofetada en
la cara.
—Esto es por el susto que nos has hecho pasar, Alexander. La próxima
vez que desaparezcas de mi vista, te mato —dijo la abuela. Por toda respuesta
Alex la abrazó.
Llegaron de inmediato los demás: Mauro Carías, el capitán Ariosto, la
doctora Omayra Torres y el inefable profesor Leblanc, quien estaba picado de
abejas por todas partes. El indio Karakawe, huraño como siempre, no dio
muestras de sorpresa al ver a los muchachos.
—¿Cómo llegaron ustedes hasta aquí? El acceso a este sitio es imposible
sin un helicóptero —preguntó el capitán Ariosto.
Alex contó brevemente su aventura con la gente de la neblina, sin dar
detalles ni explicar por dónde habían subido. Tampoco mencionó su viaje con
Nadia al tepui sagrado. Supuso que no traicionaba un secreto, puesto que los
nahab ya sabían de la existencia de la tribu. Había señas evidentes de que la
aldea había sido desocupada por los indios apenas unas horas antes: la
mandioca estilaba en los canastos, las brasas aún estaban tibias en los
pequeños fogones, la carne de la última cacería se llenaba de moscas en la
choza de los solteros, algunas mascotas domésticas todavía rondaban. Los
soldados habían matado a machetazos a las apacibles boas y sus cuerpos
mutilados se pudrían al sol.
—¿Dónde están los indios? —preguntó Mauro Carías.
—Se han ido lejos —replicó Nadia.
—No creo que anden muy lejos con las mujeres, los niños y los abuelos.
No pueden desaparecer sin dejar rastro.
—Son invisibles.
—¡Hablemos en serio, niña! —exclamó él.
—Yo siempre hablo en serio.
—¿Vas a decirme que esa gente también vuela como las brujas?
—No vuelan, pero corren rápido —aclaró ella.
—¿Tú puedes hablar la lengua de esos indios, bonita?
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ISABEL ALLENDE
—Mi nombre es Nadia Santos.
—Bueno, Nadia Santos, ¿puedes hablar con ellos o no? —insistió Carías,
impaciente.
—Si.
La doctora Omayra Torres intervino para explicar la necesidad
imperiosa de vacunar a la tribu. La aldea había sido descubierta, era
Inevitable que dentro de un plazo muy breve hubiera contacto con los
forasteros.
—Como sabes, Nadia, sin quererlo podemos contagiarles enfermedades
mortales para ellos. Hay tribus completas que han perecido en cuestión de dos
o tres meses por culpa de un resfrío. Lo más grave es el sarampión. Tengo las
vacunas, puedo inmunizar a estos pobres indios. Así estarán protegidos.
¿Puedes ayudarme? —suplicó la bella mujer.
—Trataré —prometió la muchacha.
—¿Cómo puedes comunicarte con la tribu?
—No sé todavía, tengo que pensarlo. Alexander Coid trasladó el agua de
la salud a una botella con una tapa hermética y la puso cuidadosamente en su
bolso. Su abuela lo vio y quiso saber qué hacía.
—Es el agua para curar a mi mamá —dijo él—. Encontré la fuente de la
eterna juventud, la que otros buscaron durante siglos, Kate. Mi mamá se
pondrá bien.
Por primera vez desde que el muchacho podía recordar, su abuela tomó
la iniciativa de hacerle un cariño. Sintió sus brazos delgados y musculosos
envolviéndolo, su olor a tabaco de pipa, sus pelos gruesos cortados a
tijeretazos, su piel seca y áspera como cuero de zapato; oyó su voz ronca
nombrándolo y sospechó que tal vez su abuela lo quería un poco, después de
todo. Apenas Kate Coid se dio cuenta de lo que hacía, se separó con
brusquedad, empujándolo hacia la mesa, donde lo aguardaba Nadia. Los dos
chicos, hambrientos y fatigados, atacaron los frijoles, el arroz, el pan de
mandioca y unos pescados medio carbonizados y erizados de espinas. Alex
devoró con un apetito feroz, ante los ojos sorprendidos de Kate Coid, quien
sabía cuán fastidioso era su nieto para la comida.
Después de comer los amigos se bañaron largamente en el río. Se sabían
rodeados por los indios invisibles, que seguían desde la espesura cada
movimiento de los nahab. Mientras ellos chapoteaban en el agua, sentían sus
ojos encima igual que si los tocaran con las manos. Concluyeron que no se
acercaban por la presencia de los desconocidos y los helicópteros, que habían
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
vislumbrado en el cielo, pero jamás habían visto de cerca. Trataron de alejarse
un poco, pensando que si estaban solos la gente de la neblina se mostraría,
pero había mucho movimiento en la aldea y les fue imposible retirarse al
bosque sin llamar la atención. Por suerte los soldados no se atrevían a
apartarse ni un paso del campamento, porque las historias sobre la Bestia y la
forma en que destripó a uno de sus compañeros los tenían aterrorizados.
Nadie había explorado antes el Ojo del Mundo y habían oído de los espíritus y
demonios que rondaban esa región. Temían menos a los indios, porque
contaban con sus armas de fuego y ellos mismos tenían sangre indígena en las
venas.
Al anochecer todos menos los centinelas de turno se sentaron en grupos
en torno a una fogata a fumar y beber. El ambiente era lúgubre y alguien
solicitó un poco de música para levantar los ánimos. Alex debió admitir que
había perdido la célebre flauta de Joseph Coid, pero no podía decir dónde sin
mencionar su aventura en el interior del tepui. Su abuela le lanzó una mirada
asesina, pero nada dijo, adivinando que su nieto le ocultaba muchas cosas. Un
soldado sacó una armónica y tocó un par de melodías populares, pero sus
buenos propósitos cayeron en el vacío. El miedo se había apoderado de todos.
Kate Coid se llevó aparte a los chicos para contarles lo ocurrido en su
ausencia, desde que se los llevaron los indios. Cuando se dieron cuenta que se
habían evaporado, iniciaron al punto la búsqueda y, provistos de linternas,
salieron por el bosque llamándolos durante casi toda la noche. Leblanc
contribuyó a la angustia general con otro de sus atinados pronósticos: habían
sido arrastrados por los indios y en ese momento seguro se los estaban
comiendo asados al palo. El profesor aprovechó para ilustrarlos sobre la forma
en que los indios caribes cortaban pedazos de los prisioneros vivos para
devorarlos. Cierto, admitió, no estaban entre caribes, quienes habían sido
civilizados o exterminados hacía más de cien años, pero nunca se sabe cuán
lejos llegan las influencias culturales. César Santos había estado a punto de
arremeter a puñetazos contra el antropólogo.
Por la tarde del día siguiente apareció finalmente un helicóptero a
rescatarlos. El bote con el infortunado Joel González había llegado sin
novedad a Santa María de la Lluvia, donde las monjas del hospital se
encargaron de atenderlo. Matuwe, el guía indio, consiguió ayuda y él mismo
acompañó al helicóptero, donde viajaba el capitán Ariosto. Su sentido de
orientación era tan extraordinario, que sin haber volado nunca pudo ubicarse
en la interminable extensión verde de la selva y señalar con exactitud el sitio
donde aguardaba la expedición del International Geographic. Apenas
descendieron, Kate Coid obligó al militar a pedir por radio más refuerzos para
organizar la búsqueda sistemática de los chicos desaparecidos.
César Santos interrumpió a la escritora para agregar que ella había
amenazado al capitán Ariosto con la prensa, la embajada americana y hasta la
CIA si no cooperaba; así obtuvo el segundo helicóptero, donde llegaron más
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ISABEL ALLENDE
soldados y también Mauro Carías. No pensaba salir de allí sin su nieto, había
asegurado, aunque tuviera que recorrer todo el Amazonas a pie.
—¿Cierto que dijiste eso, Kate? —preguntó Alex, divertido.
—No por ti, Alexander. Por una cuestión de principio —gruñó ella.
Esa noche Nadia Santos, Kate Coid y Omayra Torres ocuparon una
tienda, Ludovic Leblanc y Timothy Bruce otra, Mauro Carías la suya, y el resto
de los hombres se acomodaron en hamacas entre los árboles. Pusieron
guardias en los cuatro costados del campamento y mantuvieron luces de
petróleo encendidas. Aunque nadie lo mencionó en voz alta, supusieron que
así mantendrían alejada a la Bestia. Las luces los convertían en blanco fácil
para los indios, pero hasta entonces nunca las tribus atacaban en la oscuridad,
porque temían a los demonios nocturnos que escapan de las pesadillas
humanas.
Nadia, quien tenía el sueño liviano, durmió unas horas y despertó
pasada la medianoche con los ronquidos de Kate Coid. Después de comprobar
que la doctora tampoco se movía, ordenó a Borobá que permaneciera en su
sitio y se deslizó silenciosa fuera de la tienda. Había observado con suma
atención a la gente de la neblina, decidida a imitar su facultad de pasar
inadvertida, así descubrió que no consistía sólo en camuflar el cuerpo, sino
también en una firme voluntad de volverse inmaterial y desaparecer. Requería
concentración para alcanzar el estado mental de invisibilidad, en el cual era
posible colocarse a un metro de otra persona sin ser visto. Sabía cuándo había
alcanzado ese estado porque sentía su cuerpo muy ligero, luego parecía
disolverse, borrarse del todo. Necesitaba mantener su propósito sin
distraerse, sin permitir que los nervios la traicionaran, único modo de
permanecer oculta ante los demás. Al salir de su carpa debió deslizarse a
corta distancia de los guardias que rondaban el campamento, pero lo hizo sin
ningún temor, protegida por ese extraordinario campo mental que había
creado a su alrededor.
Apenas se sintió segura en el bosque, vagamente iluminado por la luna,
imitó el canto de la lechuza dos veces y esperó. Un rato después percibió a su
lado la silenciosa presencia de Walimaí. Pidió al brujo que hablara con la
gente de la neblina para convencerla de acercarse al campamento y
vacunarse. No podrían ocultarse indefinidamente en las sombras de los
árboles, dijo, y si intentaban construir una nueva aldea, serían descubiertos
por los «pájaros de ruido y viento». Le prometió que ella mantendría a raya al
Rahakanariwa y que jaguar negociaría con los nahab. Le contó que su amigo
tenía una abuela poderosa, pero no trató de explicarle el valor de escribir y
publicar en la prensa, supuso que el chamán no entendería a qué se refería,
porque desconocía la escritura y nunca había visto una página impresa. Se
limitó a decir que esa abuela tenía mucha magia en el mundo de los nahab,
aunque su magia de poco servía en el Ojo del Mundo.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Por su parte, Alexander Coid se acostó en una hamaca al aire libre, un
poco separado de los demás. Tenía la esperanza de que durante la noche los
indios se comunicaran con él, pero cayó dormido como una piedra. Soñó con
el jaguar negro. El encuentro con su animal totémico fue tan claro y preciso,
que al día siguiente no estaba seguro de si lo había soñado o si sucedió en
realidad. En el sueño se levantaba de su hamaca y se alejaba cautelosamente
del campamento, sin ser visto por los centinelas. Al entrar al bosque, fuera del
alcance de la luz de la hoguera y las lámparas de petróleo, veía al felino negro
echado sobre la gruesa rama de un inmenso castaño, su cola moviéndose en el
aire, sus ojos brillando en la noche como deslumbrantes topacios, tal como
apareció en su visión, cuando bebió la poción mágica de Walimaí. Con sus
dientes y garras podía destripar a un caimán, con sus poderosos músculos
corría como el viento, con su fuerza y valor podía enfrentar a cualquier
enemigo. Era un animal magnífico, rey de las fieras, hijo del Sol Padre,
príncipe de la mitología de América. En el sueño el muchacho se detenía a
pocos pasos del jaguar y, tal como en su primer encuentro en el patio de
Mauro Carías, escuchaba la voz cavernosa saludándolo por su nombre:
Alexander... Alexander... La voz sonaba en su cerebro como un gigantesco
gong de bronce, repitiendo una y otra vez su nombre. ¿Qué significaba el
sueño? ¿Cuál era el mensaje que el jaguar negro deseaba transmitirle?
Despertó cuando ya todo el mundo en el campamento estaba en pie. El
vívido sueño de la noche anterior lo angustiaba, estaba seguro de que
contenía un mensaje, pero no podía descifrarlo. La única palabra que el jaguar
había dicho en sus apariciones era su nombre, Alexander. Nada más. Su
abuela se acercó con un tazón de café con leche condensada, algo que antes él
no hubiera probado, pero ahora le parecía un desayuno delicioso. En un
impulso, le contó su sueño.
—Defensor de hombres —dijo su abuela.
—¿Qué?
—Eso significa tu nombre. Alexander es un nombre griego y quiere decir
defensor.
—¿Por qué me pusieron ese nombre, Kate?
—Por mí. Tus padres querían ponerte Joseph, como tu abuelo, pero yo
insistí en llamarte Alexander, como Alejandro Magno, el gran guerrero de la
antigüedad. Tiramos una moneda al aire y yo gané. Por eso te llamas como te
llamas —explicó Kate.
—¿Cómo se te ocurrió que yo debía tener ese nombre?
—Hay muchas víctimas y causas nobles que defender en este mundo,
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ISABEL ALLENDE
Alexander. Un buen nombre de guerrero ayuda a pelear por la justicia.
—Te vas a llevar un chasco conmigo, Kate. No soy un héroe.
—Veremos —replicó ella, pasándole el tazón. La sensación de ser
observados por cientos de ojos tenía a todos nerviosos en el campamento. En
años recientes varios empleados del Gobierno, enviados para ayudar a los
indios, habían sido asesinados por las mismas tribus que pretendían proteger.
A veces el primer contacto era cordial, intercambiaban regalos y comida, pero
de súbito los indios empuñaban sus armas y atacaban por sorpresa. Los indios
eran impredecibles y violentos, dijo el capitán Ariosto, quien estaba
totalmente de acuerdo con las teorías de Leblanc, por lo mismo no se podía
bajar la guardia, debían permanecer siempre alertas. Nadia intervino para
decir que la gente de la neblina era diferente, pero nadie le hizo caso.
La doctora Omayra Torres explicó que durante los últimos diez años su
trabajo de médico había sido principalmente entre tribus pacificadas; nada
sabía de esos indios que Nadia llamaba gente de la neblina. En todo caso,
esperaba tener más suerte que en el pasado y alcanzar a vacunarlos antes que
se contagiaran. Admitió que en varias ocasiones anteriores sus vacunas
llegaron demasiado tarde. Los inyectaba y de todos modos se enfermaban a
los pocos días y morían por centenares.
Para entonces Ludovic Leblanc había perdido por completo la paciencia.
Su misión había sido inútil, tendría que volver con las manos vacías, sin
noticias de la famosa Bestia del Amazonas. ¿Qué les diría a los editores del
International Geographic? Que un soldado había muerto destrozado en
misteriosas circunstancias, que habían sido expuestos a un olor bastante
desagradable y él se había dado un involuntario revolcón en el excremento de
un animal desconocido. Francamente no eran pruebas muy convincentes de la
existencia de la Bestia. Tampoco tenía nada que agregar sobre los indios de la
región, porque ni siquiera los había vislumbrado. Había perdido su tiempo
miserablemente. No veía las horas de regresar a su universidad, donde lo
trataban como héroe y estaba a salvo de picaduras de abejas y otras
incomodidades. Su relación con el grupo dejaba mucho que desear y con
Karakawe era un desastre. El indio contratado como su asistente personal
dejó de abanicarlo con la hoja de banano apenas salieron de Santa María de la
Lluvia y, en vez de servirlo, se dedicó a hacerle la vida más difícil. Leblanc lo
acusó de poner un escorpión vivo en su bolso y un gusano muerto en su café,
también de haberlo llevado de mala fe al sitio donde lo picaron las abejas. Los
otros miembros de la expedición toleraban al profesor porque era muy
pintoresco y podían burlarse en sus narices sin que se diera por aludido.
Leblanc se tomaba tan en serio, que no podía imaginar que otros no lo
hicieran.
Mauro Carías envió partidas de soldados a explorar en varias
direcciones. Los hombres partieron de mala gana y regresaron muy pronto,
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
sin noticias de la tribu. También sobrevolaron la zona con helicópteros, a
pesar de que Kate Coid les hizo ver que el ruido espantaría a los indios. La
escritora aconsejó esperar con paciencia: tarde o temprano llegarían de vuelta
a su aldea. Como Leblanc, ella estaba más interesada en la Bestia que en los
indígenas, porque debía escribir su artículo.
—¿Sabes algo de la Bestia, que no me has dicho, Alexander? —preguntó
a su nieto.
—Puede ser y puede no ser... —replicó el muchacho, sin atreverse a
mirarla a la cara.
—¿Qué clase de respuesta es ésa?
A eso del mediodía el campamento se alertó: una figura había salido del
bosque y se acercaba tímidamente. Mauro Cañas le hizo señas amistosas
llamándola, después de ordenar a los soldados que retrocedieran, para no
asustarla. El fotógrafo Timothy Bruce le pasó su cámara a Kate Coid y él tomó
una filmadora: el primer contacto con una tribu era una ocasión única. Nadia
y Alex reconocieron al punto al visitante, era Iyomi, jefe de los jefes de
Tapirawa—teri. Venía sola, desnuda, increíblemente anciana, toda arrugada y
sin dientes, apoyada en un palo torcido que le servía de bastón y con el
sombrero redondo de plumas amarillas metido hasta las orejas. Paso a paso se
aproximó, ante el estupor de los nahab. Mauro Carías llamó a Karakawe y
Matuwe para preguntarles si conocían la tribu a la cual pertenecía esa mujer,
pero ninguno lo sabía. Nadia salió adelante.
—Yo puedo hablar con ella —dijo.
—Dile que no le haremos daño, somos amigos de su pueblo, que vengan
a vernos sin sus armas, porque tenemos muchos regalos para ella y los demás
—dijo Mauro Carías.
Nadia tradujo libremente, sin mencionar la parte sobre las armas, que
no le pareció muy buena idea, considerando la cantidad de armas de los
soldados.
—No queremos regalos de los nahab, queremos que se vayan del Ojo del
Mundo —replicó Iyomi con firmeza.
—Es inútil, no se irán —explicó Nadia a la anciana.
—Entonces mis guerreros los matarán.
—Vendrán más, muchos más, y morirán todos tus guerreros.
—Mis guerreros son fuertes, estos nahab no tienen arcos ni flechas, son
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ISABEL ALLENDE
pesados, torpes y de cabeza blanda, además se asustan como los niños.
—La guerra no es la solución, jefe de los jefes. Debemos negociar —
suplicó Nadia.
—¿Qué diablos dice esta vieja? —preguntó Carías impaciente porque
hacía un buen rato que la chica no traducía.
—Dice que su pueblo no ha comido en varios días y tiene mucha hambre
—inventó Nadia al vuelo.
—Dile que les daremos toda la comida que quieran.
—Tienen miedo de las armas —agregó ella, aunque en realidad los
indios no habían visto nunca una pistola o un fusil y no sospechaban su
mortífero poder.
Mauro Carías dio una orden a los hombres para que depusieran las
armas como signo de buena voluntad, pero Leblanc, espantado, intervino para
recordarles que los indios solían atacar a traición. En vista de eso, soltaron las
metralletas, pero mantuvieron las pistolas al cinto. Iyomi recibió una escudilla
de carne con maíz de manos de la doctora Omayra Torres y se alejó por donde
había llegado. El capitán Ariosto pretendió seguirla, pero en menos de un
minuto se había hecho humo en la vegetación. Aguardaron el resto del día
oteando la espesura sin ver a nadie, mientras soportaban las advertencias de
Leblanc, quien esperaba un contingente de caníbales dispuestos a caerles
encima. El profesor, armado hasta los dientes y rodeado de soldados, había
quedado tembloroso después de la visita de una bisabuela desnuda con un
sombrero de plumas amarillas. Las horas transcurrieron sin incidentes, salvo
por un momento de tensión que se produjo cuando la doctora Omayra Torres
sorprendió a Karakawe metiendo las manos en sus cajas de vacunas. No era la
primera vez que sucedía. Mauro Carías intervino para advertir al indio que si
volvía a verlo cerca de los medicamentos, el capitán Ariosto lo pondría preso
de inmediato.
Por la tarde, cuando ya sospechaban que la anciana no regresaría, se
materializó frente al campamento la tribu completa de la gente de la neblina.
Primero vieron a las mujeres y a los niños, impalpables, tenues y misteriosos.
Tardaron unos segundos en percibir a los hombres, que en realidad habían
llegado antes y se habían colocado en un semicírculo. Surgieron de la nada,
mudos y soberbios, encabezados por Tahama, pintados para la guerra con el
rojo del onoto, el negro del carbón, el blanco de la cal y el verde de las
plantas, decorados con plumas, dientes, garras y semillas, con todas sus
armas en las manos. Estaban en medio del campamento, pero se mimetizaban
tan bien con el entorno que era necesario ajustar los ojos para verlos con
nitidez. Eran livianos, etéreos, parecían apenas dibujados en el paisaje, pero
no había duda de que también eran fieros.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Por largos minutos los dos bandos se observaron mutuamente en
silencio, a un lado los indios transparentes y al otro los desconcertados
forasteros. Por fin Mauro Cañas despertó del trance y se puso en acción,
dando instrucciones a los soldados de que sirvieran comida y repartieran
regalos. Con pesar, Alex y Nadia vieron a las mujeres y los niños recibir las
chucherías con que pretendían atraerlos. Sabían que así, con esos inocentes
regalos, comenzaba el fin de las tribus. Tahama y sus guerreros se
mantuvieron de pie, alertas, sin soltar las armas. Lo más peligroso eran sus
gruesos garrotes, con los cuales podían arremeter en un segundo; en cambio
apuntar una flecha demoraba más, dando tiempo a los soldados de disparar.
—Explícales lo de las vacunas, bonita —le ordenó Mauro Cañas a la
chica.
—Nadia, me llamo Nadia Santos —repitió ella.
—Es por el bien de ellos, Nadia, para protegerlos —añadió la doctora
Omayra Torres—. Tendrán miedo de las agujas, pero en realidad duele menos
que una picada de mosquito. Tal vez los hombres quieran ser los primeros,
para dar el ejemplo a las mujeres y a los niños...
—¿Por qué no da el ejemplo usted? —preguntó Nadia a Mauro Carías.
La perfecta sonrisa, siempre presente en el rostro bronceado del
empresario, se borró ante el desafío de la chica y una expresión de absoluto
terror cruzó brevemente por sus ojos. Alex, quien observaba la escena, pensó
que era una reacción exagerada. Sabía de gente que teme las inyecciones,
pero la cara de Carías era como si hubiera visto a Drácula.
Nadia tradujo y después de largas discusiones, en las que el nombre del
Rahakanariwa surgió muchas veces, Iyomi aceptó pensarlo y consultar con la
tribu. En eso estaban en medio de las conversaciones sobre las vacunas,
cuando de pronto Iyomi murmuró una orden imperceptible para los forasteros
y de inmediato la gente de la neblina se esfumó tan deprisa como había
aparecido. Se retiraron al bosque como sombras, sin que se oyera ni un solo
paso, ni una sola palabra, ni un solo llanto de bebé. El resto de la noche los
soldados de Ariosto montaron guardia, esperando un ataque en cualquier
momento. Nadia desperto a medianoche al sentir que la doctora Omayra
Torres dejaba la tienda. Supuso que iría a hacer sus necesidades entre los
arbustos, pero tuvo una corazonada y decidió seguirla. Kate Coid roncaba con
el sueño profundo que la caracterizaba y no se enteró de los trajines de sus
compañeras. Silenciosa como un gato, haciendo uso del talento recién
aprendido para ser invisible, avanzó. Escondida tras unos helechos vio la
silueta de la doctora en la tenue luz de la luna. Un minuto más tarde se
aproximó una segunda figura y, ante la sorpresa de Nadia, tomó a la doctora
por la cintura y la besó.
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ISABEL ALLENDE
—Tengo miedo —dijo ella.
—No temas, mi amor. Todo saldrá bien. En un par de días habremos
terminado aquí y podremos regresar a la civilización. Ya sabes que te
necesito...
—¿En verdad me quieres?
—Claro que si. Te adoro, te haré muy feliz, tendrás todo lo que desees.
Nadia regresó furtiva a la tienda, se acostó en su esterilla y se hizo la
dormida.
El hombre que estaba con la doctora Omayra Torres era Mauro Carías.
Por la mañana la gente de la neblina regresó. Las mujeres traían cestas con
fruta y un gran tapir muerto para devolver los regalos recibidos el día
anterior. La actitud de los guerreros parecía más relajada y aunque no
soltaban sus garrotes, demostraron la misma curiosidad de las mujeres y los
niños. Miraban de lejos y sin acercarse a los extraordinarios pájaros de ruido y
viento, tocaban la ropa y las armas de los nahab, hurgaban en sus
pertenencias, se metían a las tiendas, posaban para las cámaras, se colgaban
los collares de plástico y probaban los machetes y cuchillos, maravillados.
La doctora Omayra Torres consideró que el clima era adecuado para
iniciar su trabajo. Pidió a Nadia que explicara una vez más a los indios la
imperiosa necesidad de protegerlos contra las epidemias, pero éstos no
estaban convencidos. La única razón por la cual el capitán Ariosto no los
obligó a punta de balas fue la presencia de Kate Coid y Timothy Bruce; no
podía recurrir a la fuerza bruta delante de la prensa, debía guardar las
apariencias. No tuvo más remedio que esperar con paciencia las eternas
discusiones entre Nadia Santos y la tribu. La incongruencia de matarlos a
tiros para impedir que murieran de sarampión no cruzó por la mente del
militar.
Nadia recordó a los indios que ella había sido nombrada por Iyomi jefe
para aplacar al Rahakanariwa, quien solía castigar a los humanos con
terribles epidemias, así es que debían obedecerle. Se ofreció para ser la
primera en someterse al pinchazo de la vacuna, pero eso resultó ofensivo para
Tahama y sus guerreros. Ellos serían los primeros, dijeron, finalmente. Con un
suspiro de satisfacción ella tradujo la decisión de la gente de la neblina.
La doctora Omayra Torres hizo colocar una mesa a la sombra y desplegó
sus jeringas y sus frascos, mientras Mauro Carías procuraba organizar a la
tribu en una fila, así se aseguraba que nadie quedara sin vacunarse.
Entretanto Nadia se llevó aparte a Alex para contarle lo que había
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
presenciado la noche anterior. Ninguno de los dos supo interpretar aquella
escena, pero se sintieron vagamente traicionados. ¿Cómo era posible que la
dulce Omayra Torres mantuviera una relación con Mauro Carías, el hombre
que llevaba su corazón en un maletín? Dedujeron que sin duda Mauro Carías
había seducido a la buena doctora, ¿no decían que tenía mucho éxito con las
mujeres? Nadia y Alex no veían el menor atractivo en ese hombre, pero
supusieron que sus modales y su dinero podían engañar a otros. La noticia
caería como una bomba entre los admiradores de la doctora: César Santos,
Timothy Bruce y hasta el profesor Ludovic Leblanc.
—Esto no me gusta nada —dijo Alex.
—¿Tú también estás celoso? —se burló Nadia.
—¡No! —exclamó él, indignado—. Pero siento algo aquí en el pecho, algo
como un tremendo peso.
—Es por la visión que compartimos en la ciudad de oro, ¿recuerdas?
Cuando bebimos la poción de los sueños colectivos de Walimaí todos soñamos
lo mismo, incluso las Bestias.
—Cierto. Ese sueño se parecía a uno que tuve antes de comenzar este
viaje: un buitre inmenso raptaba a mi madre y se la llevaba volando. Entonces
lo interpreté como la enfermedad que amenaza su vida, pensé que el buitre
representaba a la muerte. En el tepui soñamos que el Rahakanariwa rompía la
caja donde estaba prisionero y que los indios estaban atados a los árboles, ¿te
acuerdas?
—Sí y los nahab llevaban máscaras. ¿Qué significan las máscaras,
Jaguar?
—Secreto, mentira, traición.
—¿Por qué crees que Mauro Carías tiene tanto interés en vacunar a los
indios?
La pregunta quedó en el aire como una flecha detenida en pleno vuelo.
Los dos muchachos se miraron, horrorizados. En un instante de lucidez
comprendieron la terrible trampa en que habían caído todos: el Rahakanariwa
era la epidemia. La muerte que amenazaba a la tribu no era un pájaro
mitológico, sino algo mucho más concreto e inmediato. Corrieron al centro de
la aldea, donde la doctora Omayra Torres apuntaba la aguja de su jeringa al
brazo de Tahama. Sin pensarlo, Alex se lanzó como un bólido contra el
guerrero, tirándolo de espaldas al suelo. Tahama se puso de pie de un salto y
levantó el garrote para aplastar al muchacho como una cucaracha, pero un
alarido de Nadia detuvo el arma en el aire.
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ISABEL ALLENDE
—¡No! ¡No! ¡Ahí está el Rahakanariwa! —gritó la chica señalando los
frascos de las vacunas.
César Santos pensó que su hija se había vuelto loca y trató de sujetarla,
pero ella se desprendió de sus brazos y corrió a reunirse con Alex, chillando y
dando manotazos contra Mauro Carías, que le salió al paso. A toda prisa
procuraba explicar a los indios que se había equivocado, que las vacunas no
los salvarían, al contrario, los matarían, porque el Rahakanariwa estaba en la
jeringa.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
18
MANCHAS DE SANGRE
La doctora Omayra Torres no perdió la calma. Dijo que todo eso era una
fantasía de los niños, el calor los había trastornado, y ordenó al capitán
Ariosto que se los llevara. Enseguida se dispuso a continuar con su
interrumpida tarea, a pesar de que para entonces había cambiado por
completo el ánimo de la tribu. En ese momento, cuando el capitán Ariosto
estaba listo para imponer orden a tiros, mientras los soldados forcejeaban con
Nadia y Alex, se adelantó Karakawe, quien no había pronunciado más de
media docena de palabras en todo el viaje.
—¡Un momento! —exclamó.
Ante el desconcierto general, ese hombre que había dicho media docena
de palabras durante todo el viaje, anunció que era funcionario del
Departamento de Protección del Indígena y explicó detalladamente que su
misión consistía en averiguar por qué perecían en masa las tribus del
Amazonas, sobre todo aquellas que vivían cerca de los yacimientos de oro y
diamantes. Sospechaba desde hacia tiempo de Mauro Carías, el hombre que
más se había beneficiado explotando la región.
—¡Capitán Ariosto, requise las vacunas! —ordenó Karakawe—. Las haré
examinar en un laboratorio. Si tengo razón, esos frascos no contienen
vacunas, sino una dosis mortal del virus del sarampión. Por toda respuesta el
capitán Ariosto apuntó su arma y disparó al pecho de Karakawe. El
funcionario cayó muerto instantáneamente. Mauro Carías dio un empujón a la
doctora Omayra Torres, sacó su arma y, en el instante en que César Santos
corría a cubrir a la mujer con su cuerpo, vació su pistola en los frascos
alineados sobre la mesa, haciéndolos añicos. El líquido se desparramó en la
tierra.
Los acontecimientos se precipitaron con tal violencia, que después nadie
pudo narrarlos con precisión, cada uno tenía una versión diferente. La
filmadora de Timothy Bruce registró parte de los hechos y el resto quedó en la
cámara que sostenía Kate Coid.
Al ver los frascos destrozados, los indios creyeron que el Rahakanariwa
había escapado de su prisión y volvería a su forma de pájaro caníbal para
devorarlos. Antes que nadie pudiera impedirlo, Tahama lanzó un alarido
escalofriante y descargó un garrotazo formidable sobre la cabeza de Mauro
Carías, quien se desplomó como un saco en el suelo. El capitán Ariosto volvió
su arma contra Tahama, pero Alex se estrelló contra sus piernas y el mono de
Nadia, Borobá, le saltó a la cara. Las balas del capitán se perdieron en el aire,
dando tiempo a Tahama de retroceder, protegido por sus guerreros, que ya
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ISABEL ALLENDE
habían empuñado los arcos.
En los escasos segundos que tardaron los soldados en organizarse y
desenfundar sus pistolas, la tribu se dispersó. Las mujeres y los niños
escaparon como ardillas, desapareciendo en la vegetación, y los hombres
alcanzaron a lanzar varias flechas antes de huir también. Los soldados
disparaban a ciegas, mientras Alex todavía luchaba con Ariosto en el suelo,
ayudado por Nadia y Borobá. El capitán le dio un golpe en la mandíbula con la
culata de la pistola y lo dejó medio aturdido, luego se sacudió a Nadia y al
mono a bofetadas. Kate Coid corrió a socorrer a su nieto, arrastrándolo fuera
del centro del tiroteo. Con el griterío y la confusión, nadie oía las voces de
mando de Ariosto.
En pocos minutos la aldea estaba manchada de sangre: había tres
soldados heridos de flecha y varios indios muertos, además del cadáver de
Karakawe y el cuerpo inerte de Mauro Carías. Una mujer había caído
atravesada por las balas y el niño que llevaba en los brazos quedó tirado en el
suelo a un paso de ella. Ludovic Leblanc, quien desde la aparición de la tribu
se había mantenido a prudente distancia, parapetado detrás de un árbol, tuvo
una reacción inesperada. Hasta entonces se había comportado como un
manojo de nervios, pero al ver al niño expuesto a la violencia, sacó valor de
alguna parte, cruzó corriendo el campo de batalla y levantó en brazos a la
pobre criatura. Era un bebé de pocos meses, salpicado con la sangre de su
madre y chillando desesperado. Leblanc se quedó allí, en medio del caos,
sosteniéndolo apretadamente contra el pecho y temblando de furia y
desconcierto. Sus peores pesadillas se habían invertido: los salvajes no eran
los indios, sino ellos. Por último se acercó a Kate Coid, quien procuraba
enjuagar la boca ensangrentada de su nieto con un poco de agua, y le pasó la
criatura.
—Vamos, Coid, usted es mujer, sabrá qué hacer con esto —le dijo. La
escritora, sorprendida, recibió al niño sujetándolo con los brazos extendidos,
como si fuera un florero. Hacía tantos años que no tenía uno en las manos,
que no sabia qué hacer con él.
Para entonces Nadia había logrado ponerse de pie y observaba el campo
sembrado de cuerpos. Se acercó a los indios, tratando de reconocerlos, pero
su padre la obligó a retroceder, abrazándola, llamándola por su nombre,
murmurando palabras tranquilizadoras. Nadia alcanzó a ver que Iyomi y
Tahama no estaban entre los cadáveres y pensó que al menos la gente de la
neblina todavía contaba con dos de sus jefes, porque los otros dos, Águila y
Jaguar les habían fallado.
—¡Pónganse todos contra ese árbol! —ordenó el capitán Ariosto a los
expedicionarios. El militar estaba lívido, con el arma temblando en la mano.
Las cosas habían salido muy mal.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Kate Coid, Timothy Bruce, el profesor Leblanc y los dos chicos le
obedecieron. Alex tenía un diente roto, la boca llena de sangre y todavía
estaba atontado por el culatazo en la mandíbula. Nadia parecía en estado de
choque, con un grito atascado en el pecho y los ojos fijos en los indios muertos
y en los soldados que gemían tirados por el suelo. La doctora Omayra Torres,
ajena a todo lo que la rodeaba y bañada en lágrimas, sostenía sobre sus
piernas la cabeza de Mauro Carías. Besaba su rostro pidiéndole que no se
muriera, que no la dejara, mientras su ropa se empapaba de sangre.
—Nos íbamos a casar... —repetía como una letanía.
—La doctora es cómplice de Mauro Carías. Se refería a ella cuando dijo
que alguien de su confianza viajaría con la expedición, ¿te acuerdas? ¡Y
nosotros acusábamos a Karakawe! —susurró Alex a Nadia, pero ella estaba
sumida en el espanto, no podía oírle.
El muchacho comprendió que el plan del empresario de exterminar a los
indios con una epidemia de sarampión requería la colaboración de la doctora
Torres. Desde hacia varios años los indígenas morían en masa víctimas de esa
y otras enfermedades, a pesar de los esfuerzos de las autoridades por
protegerlos. Una vez que estallaba una epidemia no había nada que hacer,
porque los indios carecían de defensas; habían vivido aislados por miles de
años y su sistema inmunológico no resistía los virus de los blancos. Un resfrío
común podía matarlos en pocos días, con mayor razón otros males más serios.
Los médicos que estudiaban el problema no entendían por qué ninguna de las
medidas preventivas daba resultados. Nadie podía imaginar que Omayra
Torres, la persona comisionada para vacunar a los indios, era quien les
inyectaba la muerte, para que su amante pudiera apropiarse de sus tierras.
La mujer había eliminado a varias tribus sin levantar sospechas, tal
como pretendía hacerlo con la gente de la neblina. ¿Qué le había prometido
Carías para que ella cometiera un crimen de tal magnitud? Tal vez no lo había
hecho por dinero, sino sólo por amor a ese hombre. En cualquier caso, por
amor o por codicia, el resultado era el mismo: centenares de hombres,
mujeres y niños asesinados. Si no es por Nadia Santos, quien vio a Omayra
Torres y Mauro Carías besándose, los designios de esa pareja no habrían sido
descubiertos. Y gracias a la oportuna intervención de Karakawe —quien lo
pagó con su vida— el plan fracasó.
Ahora Alexander Coid entendía el papel que Mauro Carías le había asignado a
los miembros de la expedición del International Geographic. Un par de
semanas después de ser inoculados con el virus del sarampión se desataría la
epidemia en la tribu y el contagio se extendería a otras aldeas con gran
rapidez. Entonces el atolondrado profesor Ludovic Leblanc atestiguaría ante
la prensa mundial que él había estado presente cuando se hizo el primer
contacto con la gente de la neblina. No se podría acusar a nadie: se habían
tomado las precauciones necesarias para proteger a la aldea. El antropólogo,
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ISABEL ALLENDE
respaldado por el reportaje de Kate Coid y las fotografías de Timothy Bruce,
podría probar que todos los miembros de la tribu habían sido vacunados. Ante
los ojos del mundo la epidemia sería una desgracia inevitable, nadie
sospecharía otra cosa y de ese modo Mauro Carías se aseguraba que no
habría una investigación del Gobierno. Era un método de exterminio limpio y
eficaz, que no dejaba rastros de sangre, como las balas y las bombas, que
durante años se habían empleado contra los indígenas para «limpiar» el
territorio del Amazonas, dando paso a los mineros, traficantes, colonos y
aventureros. Al oír la denuncia de Karakawe, el capitán Ariosto había perdido
la cabeza y en un impulso lo mató para proteger a Carías y protegerse a sí
mismo. Actuaba con la seguridad que le otorgaba su uniforme. En esa región
remota y casi despoblada, donde no alcanzaba el largo brazo de la ley, nadie
cuestionaba su palabra. Eso le daba un poder peligroso. Era un hombre rudo y
sin escrúpulos, que había pasado años en puestos fronterizos, estaba
acostumbrado a la violencia. Como si su arma al cinto y su condición de oficial
no fueran suficientes, contaba con la protección de Mauro Carías. A su vez el
empresario gozaba de conexiones en las esferas más altas del Gobierno,
pertenecía a la clase dominante, tenía mucho dinero y prestigio, nadie le pedía
cuentas. La asociación entre Ariosto y Carías había sido beneficiosa para
ambos. El capitán calculaba que en menos de dos años podría colgar el
uniforme e irse a vivir a Miami, convertido en millonario; pero ahora Mauro
Carías yacía con la cabeza destrozada y ya no podría protegerlo. Eso
significaba el fin de su impunidad. Tendría que justificar ante el Gobierno el
asesinato de Karakawe y de esos indios, que yacían tirados en medio del
campamento.
Kate Coid, todavía con el bebé en los brazos, dedujo que su vida y la de
los demás expedicionarios, incluyendo los niños, corría grave peligro, porque
Ariosto debía evitar a toda costa que se divulgaran los acontecimientos de
Tapirawa—teri. Ya no era simplemente cuestión de rociar los cuerpos con
gasolina, encenderles fuego y darlos por desaparecidos. Al capitán le había
salido el tiro por la culata: la presencia de la expedición de International
Geographic había dejado de ser una ventaja para convertirse en un grave
problema. Debía deshacerse de los testigos, pero debía hacerlo con mucha
prudencia, no podía ejecutarlos a tiros sin meterse en un lío. Por desgracia
para los extranjeros, se encontraban muy lejos de la civilización, donde era
fácil para el capitán cubrir sus rastros.
Kate Coid estaba segura de que, en caso que el militar decidiera
asesinarlos, los soldados no moverían un dedo por evitarlo y tampoco se
atreverían a denunciar a su superior. La selva se tragaría la evidencia de los
crímenes. No podían quedarse cruzados de brazos esperando el tiro de gracia,
había que hacer algo. No tenía nada que perder, la situación no podía ser
peor. Ariosto era un desalmado y además estaba nervioso, podía hacerlos
correr la misma suerte de Karakawe. Kate carecía de un plan, pero pensó que
lo primero era crear distracción en las filas enemigas.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Capitán, creo que lo más urgente es enviar a esos hombres a un
hospital —sugirió, señalando a Carías y los soldados heridos.
—¡Cállese, vieja! —ladró de vuelta el militar.
A los pocos minutos, sin embargo, Ariosto dispuso que subieran a Mauro
Carías y los tres soldados a uno de los helicópteros. Le ordenó a Omayra
Torres que intentara arrancar las flechas a los heridos antes de embarcarlos,
pero la doctora lo ignoró por completo: sólo tenía ojos para su amante
moribundo. Kate Coid y César Santos se dieron a la tarea de improvisar
tapones con trapos para evitar que los infortunados soldados siguieran
desangrándose. Mientras los militares cumplían las maniobras de acomodar a
los heridos en el helicóptero e intentar en vano comunicarse por radio con
Santa María de la Lluvia, Kate explicó en voz baja al profesor Leblanc sus
temores sobre la situación en que se encontraban. El antropólogo también
había llegado a las mismas conclusiones que ella: corrían más peligro en
manos de Ariosto que de los indios o la Bestia.
—Si pudiéramos escapar a la selva... —susurró Kate.
Por una vez el hombre la sorprendió con una reacción razonable. Kate
estaba tan acostumbrada a las pataletas y exabruptos del profesor, que al
verlo sereno le cedió la autoridad en forma casi automática.
—Eso sería una locura —replicó Leblanc con firmeza—. La única manera
de salir de aquí es en helicóptero. La clave es Ariosto. Por suerte es ignorante
y vanidoso, eso actúa a nuestro favor. Debemos fingir que no sospechamos de
él y vencerlo con astucia.
—¿Cómo? —preguntó la escritora, incrédula.
—Manipulando. Está asustado, de modo que le ofreceremos la
oportunidad de salvar el pellejo y además salir de aquí convertido en héroe —
dijo Leblanc.
—¡Jamás! —exclamó Kate.
—No sea tonta, Coid. Eso es lo que le ofreceremos, pero no significa que
vayamos a cumplirlo. Una vez a salvo fuera de este país, Ludovic Leblanc será
el primero en denunciar las atrocidades que se cometen contra estos pobres
indios.
—Veo que su opinión sobre los indios ha variado un poco —masculló
Kate Coid.
El profesor no se dignó responder. Se irguió en toda su reducida
estatura, se acomodó la camisa salpicada de barro y sangre y se dirigió al
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ISABEL ALLENDE
capitán Ariosto.
—¿Cómo volveremos a Santa María de la Lluvia, mi estimado capitán?
No cabemos todos en el segundo helicóptero —dijo señalando a los soldados y
al grupo que aguardaba junto al árbol.
—¡No meta sus narices en esto! ¡Aquí las órdenes las doy yo! —bramó
Ariosto.
—¡Por supuesto! Es un alivio que usted esté a cargo de esto, capitán, de
otro modo estaríamos en una situación muy difícil —comentó Leblanc
suavemente. Ariosto, desconcertado, prestó oídos—. De no ser por su
heroísmo, habríamos perecido todos en manos de los indios —agregó el
profesor.
Ariosto, algo más tranquilo, contó a la gente, vio que Leblanc tenía
razón y decidió enviar a la mitad del contingente de soldados en el primer
viaje. Eso lo dejó con sólo cinco hombres y los expedicionarios, pero como
éstos no estaban armados no representaban peligro. La máquina emprendió el
vuelo, creando nubes de polvo rojizo al elevarse del suelo. Se alejó por encima
de la cúpula verde de la selva, perdiéndose en el cielo. Nadia Santos había
seguido los hechos abrazada a su padre y a Borobá. Estaba arrepentida de
haber dejado el talismán de Walimaí en el nido de los huevos de cristal,
porque sin la protección del amuleto se sentía perdida. De pronto empezó a
gritar como una lechuza. Desconcertado, César Santos creyó que su pobre hija
había soportado demasiadas emociones y le había dado un ataque de nervios.
La batalla que se había librado en la aldea fue muy violenta, los gemidos de
los soldados heridos y el reguero de sangre de Mauro Carías habían sido un
espectáculo escalofriante; todavía estaban los cuerpos de los indios tirados
donde cayeron, sin que nadie hiciera ademán de recogerlos. El guía concluyó
que Nadia estaba trastornada por la brutalidad de los acontecimientos
recientes, no había otra explicación para esos graznidos de la niña. En cambio
Alexander Coid debió disimular una sonrisa de orgullo al oír a su amiga: Nadia
recurría a la última tabla de salvación posible.
—¡Entrégueme los rollos de película! —exigió el capitán Ariosto a Timothy
Bruce.
Para el fotógrafo eso equivalía a entregar la vida. Era un fanático en lo
que se refería a sus negativos, no se había desprendido de uno jamás, los
tenía todos cuidadosamente clasificados en su estudio de Londres.
—Me parece excelente que tome precauciones para que no se pierdan
esos valiosos negativos, capitán Ariosto —intervino Leblanc—. Son la prueba
de lo que ha pasado aquí, de cómo ese indio atacó al señor Carías, de cómo
cayeron sus valientes soldados bajo las flechas, de cómo usted mismo se vio
obligado a disparar contra Karakawe.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—¡Ese hombre se inmiscuyó en lo que no debía! —exclamó el capitán.
—¡Por supuesto! Era un loco. Quiso impedir que la doctora Torres
cumpliera con su deber. ¡Sus acusaciones eran dementes! Lamento que los
frascos de las vacunas fueran destruidos en el fragor de la pelea. Ahora nunca
sabremos qué contenían y no se podrá probar que Karakawe mentía —dijo
astutamente Leblanc.
Ariosto hizo una mueca que en otras circunstancias podría haber sido
una sonrisa. Se puso el arma al cinto, postergó el asunto de los negativos y
por primera vez dejó de contestar a gritos. Tal vez esos extranjeros nada
sospechaban, eran mucho más imbéciles de lo que él creía, masculló para sus
adentros.
Kate Coid seguía el diálogo del antropólogo y el militar con la boca
abierta. Nunca imaginó que el mequetrefe de Leblanc fuera capaz de tanta
sangre fría.
—Cállate, Nadia, por favor —rogó César Santos cuando Nadia repitió el
grito de la lechuza por décima vez.
—Supongo que pasaremos la noche aquí. ¿Desea que preparemos algo
para la cena, capitán? —ofreció Leblanc, amable.
El militar los autorizó para hacer comida y circular por el campamento,
pero les ordenó que se mantuvieran dentro de un radio de treinta metros,
donde él pudiera verlos. Mandó a los soldados a recoger a los indios muertos y
ponerlos todos juntos en el mismo sitio; al día siguiente podrían enterrarlos o
quemarlos. Esas horas de la noche le darían tiempo para tomar una decisión
respecto a los extranjeros. Santos y su hija podían desaparecer sin que nadie
hiciera preguntas, pero con los otros había que tomar precauciones. Ludovic
Leblanc era una celebridad y la vieja y el chico eran americanos. En su
experiencia, cuando algo sucedía a un americano, siempre había una
investigación; esos gringos arrogantes se creían dueños del mundo. Aunque el
profesor Leblanc había sido el de la idea, fueron César Santos y Timothy
Bruce quienes prepararon la cena, porque el antropólogo era incapaz de
hervir un huevo. Kate Coid se disculpó explicando que sólo sabía hacer
albóndigas y allí no contaba con los ingredientes; además estaba muy ocupada
tratando de alimentar al bebé a cucharaditas con una solución de agua y leche
condensada. Entretanto Nadia se sentó a otear la espesura, repitiendo el grito
de la lechuza de vez en cuando. A una discreta orden suya, Borobá se soltó de
sus brazos y corrió a perderse en el bosque. Una media hora después el
capitán Ariosto se acordó de los rollos de película y obligó a Timothy Bruce a
entregárselos con el pretexto que Leblanc le había dado: en sus manos
estarían seguros. Fue inútil que el fotógrafo inglés alegara y hasta intentara
sobornarlo, el militar se mantuvo firme.
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ISABEL ALLENDE
Comieron por turnos, mientras los soldados vigilaban, y luego Ariosto
mandó a los expedicionarios a dormir en las tiendas, donde estarían algo más
protegidos en caso de ataque, como dijo, aunque la verdadera razón era que
así podía controlarlos mejor. Nadia y Kate Coid con el bebé ocuparon una de
las tiendas, Ludovic Leblanc, César Santos y Timothy Bruce la otra. El capitán
no olvidaba cómo Alex lo embistió y le había tomado un odio ciego. Por culpa
de esos chiquillos, especialmente del maldito muchacho americano, él estaba
metido en un tremendo lío, Mauro Carías tenía el cerebro hecho papilla, los
indios habían escapado y sus planes de vivir en Miami convertido en
millonario peligraban seriamente. Alexander representaba un riesgo para él,
debía ser castigado. Decidió separarlo de los demás y dio orden de atarlo a un
árbol en un extremo del campamento, lejos de las tiendas de los otros
miembros de su grupo y lejos de las lámparas de petróleo. Kate Coid reclamó
furiosa por el tratamiento que recibía su nieto, pero el capitán la hizo callar.
—Tal vez es mejor así, Kate. Jaguar es muy listo, seguro que se le
ocurrirá la forma de escapar —susurró Nadia.
—Ariosto piensa matarlo durante la noche, estoy segura —replicó la
escritora, temblando de rabia.
—Borobá fue a buscar ayuda —dijo Nadia.
—¿Crees que ese monito nos salvará? —resopló Kate.
—Borobá es muy inteligente.
—¡Niña, estás mal de la cabeza! —exclamó la abuela.
Pasaron varias horas sin que nadie durmiera en el campamento, salvo el
bebé, agotado de llorar. Kate Coid lo había acomodado sobre un atado de
ropa, preguntándose qué haría con esa infortunada criatura: lo último que
deseaba en su vida era hacerse cargo de un huérfano. La escritora se
mantenía vigilante, convencida de que en cualquier momento Ariosto podía
asesinar primero a su nieto y enseguida a los demás, o tal vez al revés,
primero a ellos y luego vengarse de Alex con alguna muerte lenta y horrible.
Ese hombre era muy peligroso. Timothy Bruce y César Santos también tenían
las orejas pegadas a la tela de su carpa, tratando de adivinar los movimientos
de los soldados afuera. El profesor Ludovic Leblanc, en cambio, salió de su
carpa con la disculpa de hacer sus necesidades y se quedó conversando con el
capitán Ariosto. El antropólogo, consciente de que cada hora transcurrida
aumentaba el riesgo para ellos, y que convenía tratar de distraer al capitán, lo
invitó a una partida de naipes y a compartir una botella de vodka, facilitada
por Kate Coid.
—No trate de embriagarme, profesor —le advirtió Ariosto, pero llenó su
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
vaso.
—¡Cómo se le ocurre, capitán! Un trago de vodka no le hace mella a un
hombre como usted. La noche es larga, bien podemos divertirnos un poco —
replicó Leblanc.
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ISABEL ALLENDE
19
PROTECCIÓN
Como ocurría a menudo en el altiplano, la temperatura descendió de
golpe al ponerse el sol. Los soldados, acostumbrados al calor de las tierras
bajas, tiritaban en sus ropas todavía empapadas por la lluvia de la tarde.
Ninguno dormía, por orden del capitán todos debían montar guardia en tomo
al campamento. Se mantenían alertas, con las armas aferradas a dos manos.
Ya no sólo temían a los demonios de la selva o la aparición de la Bestia, sino
también a los indios, que podían regresar en cualquier momento a vengar a
sus muertos. Ellos tenían la ventaja de las armas de fuego, pero los otros
conocían el terreno y poseían esa escalofriante facultad de surgir de la nada,
como ánimas en pena. Si no fuera por los cuerpos apilados junto a un árbol,
pensarían que no eran humanos y las balas no podían hacerles daño. Los
soldados esperaban ansiosos la mañana para salir volando de allí lo antes
posible; en la oscuridad el tiempo pasaba muy lento y los ruidos del bosque
circundante se volvían aterradores.
Kate Coid, sentada de piernas cruzadas junto al niño dormido en la
tienda de las mujeres, pensaba cómo ayudar a su nieto y cómo salir con vida
del Ojo del Mundo. A través de la tela de la carpa se filtraba algo de la
claridad de la hoguera y la escritora podía ver la silueta de Nadia envuelta en
el chaleco de su padre.
—Voy a salir ahora... —susurró la muchacha.
—¡No puedes salir! —la atajó la escritora.
—Nadie me verá, puedo hacerme invisible.
Kate Coid sujetó a la chica por los brazos, segura de que deliraba.
—Nadia, escúchame... No eres invisible. Nadie es invisible, ésas son
fantasías. No puedes salir de aquí.
—Sí puedo. No haga ruido, señora Coid. Cuide al niño hasta que yo
vuelva, luego lo entregaremos a su tribu —murmuró Nadia. Había tal certeza
y calma en su voz, que Kate no se atrevió a retenerla.
Nadia Santos se colocó primero en el estado mental de la invisibilidad,
como había aprendido de los indios, se redujo a la nada, a puro espíritu
transparente. Luego abrió silenciosamente el cierre de la carpa y se deslizó
afuera amparada por las sombras. Pasó —como una sigilosa comadreja a
pocos metros de la mesa donde el profesor Leblanc y el capitán Ariosto
jugaban a los naipes, pasó por delante de los guardias armados que rondaban
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
el campamento, pasó frente al árbol donde estaba Alex atado y ninguno la vio.
La muchacha se alejó del vacilante círculo de luz de las lámparas y de la
fogata y desapareció entre los árboles. Pronto el grito de una lechuza
interrumpió el croar de los sapos. Alex, como los soldados, tiritaba de frío.
Tenía las piernas dormidas y las manos hinchadas por las ligaduras apretadas
en las muñecas. Le dolía la mandíbula, podía sentir la piel tirante, debía tener
una tremenda magulladura. Con la lengua tocaba el diente partido y sentía la
encía tumefacta donde el culatazo del capitán había hecho impacto. Trataba
de no pensar en las muchas horas oscuras que se extendían por delante o en
la posibilidad de ser asesinado. ¿Por qué Ariosto lo había separado de los
demás? ¿Qué planeaba hacer con él? Quizo ser el jaguar negro, poseer la
fuerza, la fiereza, la agilidad del gran felino, convertirse en puro músculo y
garra y diente para enfrentar a Ariosto. Pensó en la botella del agua de la
salud que esperaba en su bolso y en que debía salir vivo del Ojo del Mundo
para llevársela a su madre. El recuerdo de su familia era borroso, como la
imagen difusa de una fotografía fuera de foco, donde la cara de su madre era
apenas una mancha pálida.
Empezaba a cabecear, vencido por el agotamiento, cuando de pronto
sintió unas manitas tocándolo. Se irguió sobresaltado. En la oscuridad pudo
identificar a Borobá husmeando en su cuello, abrazándolo, gimiendo despacito
en su oreja. Borobá, Borobá, murmuró el joven, tan conmovido que se le
llenaron los ojos de lágrimas. Era sólo un mono del tamaño de una ardilla,
pero su presencia despertó en él una oleada de esperanza. Se dejó acariciar
por el animal, profundamente reconfortado. Entonces se dio cuenta de que a
su lado había otra presencia, una presencia invisible y silenciosa, disimulada
en las sombras del árbol. Primero creyó que era Nadia, pero enseguida se dio
cuenta de que se trataba de Walimaí. El pequeño anciano estaba agachado a
su lado, podía percibir su olor a humo, pero por mucho que ajustaba la vista
no lo veía. El chamán le puso una de sus manos sobre el pecho, como si
buscara el latido de su corazón. El peso y el calor de esa mano amiga
transmitieron valor al muchacho, se sintió más tranquilo, dejó de temblar y
pudo pensar con claridad. La navaja, la navaja, murmuró. Oyó el clic del metal
al abrirse y pronto el filo del cortaplumas se deslizaba sobre sus ligaduras. No
se movió. Estaba oscuro y Walimaí no había usado nunca un cuchillo, podía
rebanarle las muñecas, pero al minuto el viejo había cortado las ataduras y lo
tomaba del brazo para guiarlo a la selva.
En el campamento el capitán Ariosto había dado por terminada la
partida de naipes y ya nada quedaba en la botella de vodka. A Ludovic Leblanc
no se le ocurría cómo distraerlo y aún quedaban muchas horas antes del
amanecer. El alcohol no había atontado al militar, como él esperaba, en
verdad tenía tripas de acero. Le sugirió que usaran la radio transmisora, a ver
si podían comunicarse con el cuartel de Santa María de la Lluvia. Durante un
buen rato manipularon el aparato, en medio de un ensordecedor ruido de
estática, pero fue imposible contactar con el operador. Ariosto estaba
preocupado; no le convenía ausentarse del cuartel, debía regresar lo antes
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ISABEL ALLENDE
posible, necesitaba controlar las versiones de los soldados sobre lo acontecido
en Tapirawa—teri. ¿Qué llegarían contando sus hombres? Debía mandar un
informe a sus superiores del Ejército y confrontar a la prensa antes que se
divulgaran los chismes. Omayra Torres se había ido murmurando sobre el
virus del sarampión. Si empezaba a hablar, estaba frito. ¡Qué mujer tan tonta!,
farfulló el capitán.
Ariosto ordenó al antropólogo que regresara a su tienda, dio una vuelta
por el campamento para cerciorarse de que sus hombres montaban guardia
como era debido, y luego se dirigió al árbol donde habían atado al muchacho
americano, dispuesto a divertirse un rato a costa de él. En ese instante el olor
lo golpeó como un garrotazo. El impacto lo tiró de espaldas al suelo. Quiso
llevarse la mano al cinto para sacar su arma, pero no pudo moverse. Sintió
una oleada de náusea, el corazón reventando en su pecho y luego nada. Se
hundió en la inconsciencia. No alcanzó a ver a la Bestia erguida a tres pasos
de distancia, rociándolo directamente con el mortífero hedor de sus glándulas.
La asfixiante fetidez de la Bestia invadió el resto del campamento, volteando
primero a los soldados y luego a quienes estaban resguardados por la tela de
las carpas. En menos de dos minutos no quedaba nadie en pie. Por un par de
horas reinó un aterradora quietud en Tapirawa—teri y en la selva cercana,
donde hasta los pájaros y los animales huyeron espantados por el hedor. Las
dos Bestias que habían atacado simultáneamente se retiraron con su lentitud
habitual, pero su olor persistió buena parte de la noche. Nadie en el
campamento supo lo sucedido durante esas horas, porque no recuperaron el
entendimiento hasta la mañana siguiente. Más tarde vieron las huellas y
pudieron llegar a algunas conclusiones. Alex, con Borobá montado en los
hombros y siguiendo a Walimaí, anduvo bajo en las sombras, sorteando la
vegetación, hasta que las vacilantes luces del campamento desaparecieron del
todo. El chamán avanzaba como si fuera día claro, siguiendo tal vez a su
esposa ángel, a quien Alex no podía ver. Culebrearon entre los árboles por un
buen rato y finalmente el viejo encontró el sitio donde había dejado a Nadia
esperándolo. Nadia Santos y el chamán se habían comunicado mediante los
gritos de lechuza durante buena parte de la tarde y la noche, hasta que ella
pudo salir del campamento para reunirse con él. Al verse, los jóvenes amigos
se abrazaron, mientras Borobá se colgaba de su ama dando chillidos de
felicidad.
Walimaí confirmó lo que ya sabían: la tribu vigilaba el campamento,
pero habían aprendido a temer la magia de los nahab y no se atrevían a
enfrentarlos. Los guerreros estaban tan cerca que habían oído el llanto del
bebé, tanto como oían el llamado de los muertos, que aún no habían recibido
un funeral digo. Los espíritus de los hombres y la mujer asesinados aún
permanecían pegados a los cuerpos, dijo Walimaí; no podían desprenderse sin
una ceremonia apropiada y sin ser vengados. Alex le explicó que la única
esperanza de los indígenas era atacar de noche, porque durante el día los
nahab utilizarían el pájaro de ruido y viento para recorrer el Ojo del Mundo
hasta encontrarlos.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—Si atacan ahora, algunos morirán, pero de otro modo la tribu entera
será exterminada —dijo Alex y agregó que él estaba dispuesto a conducirlos y
pelear junto a ellos, para eso había sido iniciado: él también era un guerrero.
—Jefe para la guerra: Tahama. Jefe para negociar con los nahab: tú —
replicó Walimaí.
—Es tarde para negociar. Ariosto es un asesino.
—Tú dijiste que unos nahab son malvados y otros nahab son amigos.
¿Dónde están los amigos? —insistió el brujo.
—Mi abuela y algunos hombres del campamento son amigos. El capitán
Ariosto y sus soldados son enemigos. No podemos negociar con ellos.
—Tu abuela y sus amigos deben negociar con los nahab enemigos.
—Los amigos no tienen armas.
—¿No tienen magia?
—En el Ojo del Mundo no tienen mucha magia. Pero hay otros amigos
con mucha magia lejos de aquí, en las ciudades, en otras partes del mundo —
argumentó Alexander Coid, desesperado por las limitaciones del lenguaje.
—Entonces debes ir donde esos amigos —concluyó el anciano.
—¿Cómo? ¡Estamos atrapados aquí!
Walimaí ya no contestó más preguntas. Se quedó en cuclillas mirando la
noche, acompañado por su esposa, quien había adoptado su forma más
transparente, de modo que ninguno de los dos chicos podía verla. Alex y Nadia
pasaron las horas sin dormir, muy juntos, tratando de infundirse calor
mutuamente, sin hablar, porque había muy poco que decir. Pensaban en la
suerte que aguardaba a Kate Coid, César Santos y los otros miembros de su
grupo; pensaban en la gente de la neblina, condenada; pensaban en las
perezas centenarias y la ciudad de oro; pensaban en el agua de la salud y los
huevos de cristal. ¿Qué sería de ellos dos, atrapados en la selva? Una
bocanada del terrible olor les llegó de pronto, atenuado por la distancia, pero
perfectamente reconocible. Se pusieron de pie de un salto, pero Walimaí no se
movió, como si lo hubiera estado esperando.
—¡Son las Bestias! —exclamó Nadia.
—Puede ser y puede no ser —comentó impasible el chamán. El resto de
la noche se hizo muy largo. Poco antes del amanecer el frío era intenso y los
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ISABEL ALLENDE
jóvenes, ovillados con Borobá, daban diente con diente, mientras el anciano
brujo, inmóvil, con la vista perdida en las sombras, esperaba. Con los primeros
signos del amanecer despertaron los monos y los pájaros, entonces Walimaí
dio la señal de partir. Lo siguieron entre los árboles durante un buen rato
hasta que, cuando ya la luz del sol atravesaba el follaje, llegaron frente al
campamento. La fogata y las luces estaban apagadas, no había signos de vida
y el olor impregnaba todavía el aire, como si cien zorrillos hubieran rociado el
sitio en el mismo instante. Tapándose la cara con las manos entraron al
perímetro de lo que hasta hacía poco fuera la apacible aldea de Tapirawa—
teri. Las tiendas, la mesa, la cocina, todo yacía desparramado por el suelo;
había restos de comida tirados por doquier, pero ningún mono o pájaro
escarbaba entre los escombros y la basura, porque no se atrevían a desafiar la
espantosa hediondez de las Bestias. Hasta Borobá se mantuvo lejos, gritando y
dando saltos a varios metros de distancia. Walimaí demostró la misma
indiferencia ante el hedor que había tenido la noche anterior ante el frío. Los
jóvenes no tuvieron más remedio que seguirlo.
No había nadie, ni rastro de los miembros de la expedición, ni de los
soldados, ni del capitán Ariosto, tampoco los cuerpos de los indios asesinados.
Las armas, el equipaje y hasta las cámaras de Timothy Bruce estaban allí;
también vieron una gran mancha de sangre que oscurecía la tierra cerca del
árbol donde Alex había sido atado. Después de una breve inspección, que
pareció dejarlo muy satisfecho, el viejo Walimaí inició la retirada. Los dos
muchachos partieron detrás sin hacer preguntas, tan mareados por el olor,
que apenas podían tenerse de pie. A medida que se alejaban y llenaban los
pulmones con el aire fresco de la mañana, iban recuperando el ánimo, pero les
latían las sienes y tenían náuseas. Borobá se les reunió a poco andar y el
pequeño grupo se internó selva adentro. Varios días antes, al ver los pájaros
de ruido y viento rondando por el cielo, los habitantes de Tapirawa—teri
habían escapado de su aldea, abandonando sus escasas posesiones y sus
animales domésticos, que entorpecían su capacidad para ocultarse. Se
movilizaron encubiertos por la vegetación hasta un lugar seguro y allí
armaron sus moradas provisorias en las copas de los árboles. Las partidas de
soldados enviadas por Ariosto pasaron muy cerca sin verlos, en cambio todos
los movimientos de los forasteros fueron observados por los guerreros de
Tahama, disimulados en la naturaleza.
Iyomi y Tahama discutieron largamente sobre los nahab y la
conveniencia de acercarse a ellos, como habían aconsejado Jaguar y Águila.
Iyomi opinaba que su pueblo no podía esconderse para siempre en los árboles,
como los monos: habían llegado los tiempos de visitar a los nahab y recibir sus
regalos y sus vacunas, era inevitable. Tahama consideraba que era mejor
morir peleando; pero Iyomi era el jefe de los jefes y finalmente su criterio
prevaleció. Ella decidió ser la primera en acercarse, por eso llegó sola al
campamento, adornada con el soberbio sombrero de plumas amarillas para
demostrar a los forasteros quién era la autoridad. La presencia entre los
forasteros de Jaguar y Águila, quienes habían regresado de la montaña
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
sagrada, la tranquilizó. Eran amigos y podían traducir, así esos pobres seres
vestidos de trapos hediondos no se sentirían tan perdidos ante ella. Los nahab
la recibieron bien, sin duda estaban impresionados por su porte majestuoso y
el número de sus arrugas, prueba de lo mucho que había vivido y de los
conocimientos adquiridos. A pesar de la comida que le ofrecieron, la anciana
se vio obligada a exigirles que se fueran del Ojo del Mundo, porque allí
estaban molestando; ésa era su última palabra, no estaba dispuesta a
negociar. Se retiró majestuosamente con su escudilla de carne con maíz,
segura de haber atemorizado a los nahab con el peso de su inmensa dignidad.
En vista del éxito de la visita de Iyomi, el resto de la tribu se armó de
valor y siguió su ejemplo. Así regresaron al sitio donde estaba su aldea, ahora
pisoteado por los forasteros, quienes evidentemente no conocían la regla más
elemental de prudencia y cortesía: no se debe visitar un shabono sin ser
invitado. Allí los indios vieron los grandes pájaros relucientes, las carpas y los
extraños nahab, de los cuales tan espantosas historias habían escuchado. Esos
extranjeros de modales vulgares merecían unos buenos garrotazos en la
cabeza, pero por orden de Iyomi los indios debieron armarse de paciencia con
ellos. Aceptaron su comida y sus regalos para no ofenderlos, luego se fueron a
cazar y cosechar miel y frutas, así podrían retribuir los regalos recibidos,
como era lo correcto.
Al día siguiente, cuando Iyomi estuvo segura de que Jaguar y Águila
todavía estaban allí, autorizó a la tribu para presentarse nuevamente ante los
nahab y para vacunarse. Ni ella ni nadie pudo explicar lo que sucedió
entonces. No supieron por qué los niños forasteros, que tanto habían insistido
en la necesidad de vacunarse, saltaron de pronto a impedirlo. Oyeron un ruido
desconocido, como de cortos truenos. Vieron que al romperse los frascos se
soltó el Rahakanariwa y en su forma invisible atacó a los indios, que cayeron
muertos sin ser tocados por flechas o garrotes. En la violencia de la batalla,
los demás escaparon como pudieron, desconcertados y confusos. Ya no sabían
quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos.
Por fin Walimaí llegó a darles algunas explicaciones. Dijo que los niños
Águila y Jaguar eran amigos y debían ser ayudados, pero todos los demás
podían ser enemigos. Dijo que el Rahakanariwa andaba suelto y podía tomar
cualquier forma: se requerían conjuros muy potentes para mandarlo de vuelta
al reino de los espíritus. Dijo que necesitaban recurrir a los dioses. Entonces
las dos gigantescas perezas, que aún no habían regresado al tepui sagrado y
deambulaban por el Ojo del Mundo, fueron llamadas y conducidas durante la
noche a la aldea en ruinas. Jamás se hubieran acercado a la morada de los
indios por su propia iniciativa, no lo habían hecho en miles y miles de años.
Fue necesario que Walimaí les hiciera entender que ésa ya no era la aldea de
la gente de la neblina, porque había sido profanada por la presencia de los
nahab y por los asesinatos cometidos en su suelo. Tapirawa—teri tendría que
ser reconstruida en otro lugar del Ojo del Mundo, lejos de allí, donde las
almas de los humanos y los espíritus de los antepasados se sintieran a gusto,
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ISABEL ALLENDE
donde la maldad no contaminara la tierra noble. Las Bestias se encargaron de
rociar el campamento de los nahab, anulando a amigos y enemigos por igual.
Los guerreros de Tahama debieron esperar muchas horas antes de que
el olor se esfumara lo suficiente para poder acercarse. Recogieron primero los
cuerpos de los indios y se los llevaron para prepararlos para un funeral
apropiado, después volvieron a buscar a los demás y se los llevaron a la
rastra, incluso el cadáver del capitán Ariosto, destrozado por las garras
formidables de uno de los dioses. Los nahab fueron despertando uno a uno. Se
encontraron en un claro de la selva, tirados por el suelo y tan atontados, que
no recordaban ni sus propios nombres. Mucho menos recordaban cómo
habían llegado hasta allí. Kate Coid fue la primera en reaccionar. No tenía
idea dónde se encontraba ni qué había sucedido con el campamento, el
helicóptero, el capitán y sobre todo con su nieto. Se acordó del bebé y lo
buscó por los alrededores, pero no pudo hallarlo. Sacudió a los demás, que
fueron despertándose de a poco. A todos les dolía horriblemente la cabeza y
las articulaciones, vomitaban, tosían y lloraban, se sentían como si hubieran
sido apaleados, pero ninguno presentaba huellas de violencia.
El último en abrir los ojos fue el profesor Leblanc, a quien la experiencia
había afectado tanto, que no pudo ponerse de pie. Kate Coid pensó que una
taza de café y un trago de vodka les vendría bien a todos, pero nada tenían
para echarse a la boca. El hedor de las Bestias les impregnaba todavía la ropa,
los cabellos y la piel; debieron arrastrarse hasta un arroyo cercano y
zambullirse largo rato en el agua. Los cinco soldados estaban perdidos sin sus
armas y su capitán, de modo que, cuando César Santos asumió el mando, le
obedecieron sin chistar. Timothy Bruce, bastante molesto por haber estado
tan cerca de la Bestia y no haberla fotografiado, quería regresar al
campamento a buscar sus cámaras, pero no sabía en qué dirección echar a
andar y nadie parecía dispuesto a acompañarlo. El flemático inglés, que había
acompañado a Kate Coid en guerras, cataclismos y muchas aventuras, rara
vez perdía su aire de tedio, pero los últimos acontecimientos habían logrado
ponerlo de mal humor. Kate Coid y César Santos sólo pensaban en su nieto y
su hija respectivamente. ¿Dónde estaban los niños?
El guía revisó el terreno con gran atención y encontró ramas quebradas,
plumas, semillas y otras señales de la gente de la neblina. Concluyó que los
indios los habían llevado hasta ese lugar, salvándoles así la vida, porque de
otro modo hubieran muerto asfixiados o destrozados por la Bestia. De ser así,
no podía explicar por qué los indios no habían aprovechado para matarlos,
vengando así a sus muertos. Si hubiera estado en condiciones de pensar, el
profesor Leblanc se habría visto obligado a revisar una vez más su teoría
sobre la ferocidad de esas tribus, pero el pobre antropólogo gemía de bruces
en el suelo, medio muerto de náusea y jaqueca.
Todos estaban seguros de que la gente de la neblina volvería y eso fue
exactamente lo que ocurrió; de pronto la tribu completa surgió de la espesura.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
Su increíble capacidad para moverse en absoluto silencio y materializarse en
cuestión de segundos sirvió para que rodearan a los forasteros antes que éstos
alcanzaran a darse cuenta. Los soldados responsables de la muerte de los
indios temblaban como criaturas. Tahama se acercó y les clavó la vista, pero
no los tocó; tal vez pensó que esos gusanos no merecían unos buenos
garrotazos de un guerrero tan noble como él.
Iyomi dio un paso al frente y lanzó un largo discurso en su lengua, que
nadie comprendió, luego cogió a Kate Coid por la camisa y empezó a gritar
algo a dos centímetros de su cara. A la escritora lo único que se le ocurrió fue
tomar a la anciana del sombrero de plumas amarillas por los hombros y
gritarle a su vez en inglés. Así estuvieron las dos abuelas un buen rato,
lanzándose improperios incomprensibles, hasta que Iyomi se cansó, dio media
vuelta y fue a sentarse bajo un árbol. Los demás indios se sentaron también,
hablando entre ellos, comiendo frutas, nueces y hongos que encontraban
entre las raíces y pasaban de mano en mano, mientras Tahama y varios de sus
guerreros permanecían vigilantes, pero sin agredir a nadie. Kate Coid
distinguió al bebé que ella había cuidado en brazos de una muchacha joven y
se alegró de que la criatura hubiera sobrevivido al fatal hedor de la Bestia y
estuviera de vuelta en el seno de los suyos.
A media tarde aparecieron Walimaí y los dos muchachos. Kate Coid y
César Santos corrieron a su encuentro, abrazándolos aliviados, porque temían
que no iban a verlos nunca más. Con la presencia de Nadia la comunicación se
hizo más fácil; ella pudo traducir y así se aclararon algunos puntos. Los
forasteros se enteraron de que los indios todavía no relacionaban la muerte de
sus compañeros con las armas de fuego de los soldados, porque jamás las
habían visto. Lo único que deseaban era reconstruir su aldea en otro sitio,
comer las cenizas de sus muertos y recuperar la paz que habían gozado
siempre. Querían devolver el Rahakanariwa a su lugar entre los demonios y
echar a los nahab del Ojo del Mundo.
El profesor Leblanc, algo más recuperado, pero todavía aturdido por el
malestar, tomó la palabra. Había perdido el sombrero australiano con
plumitas y estaba inmundo y fétido, como todos ellos, con la ropa impregnada
del olor de las Bestias. Nadia tradujo, acomodando las frases, para que los
indios no creyeran que todos los nahab eran tan arrogantes como ese
hombrecito.
—Pueden estar tranquilos. Prometo que me encargaré personalmente de
proteger a la gente de la neblina. El mundo escucha cuando Ludovic Leblanc
habla —aseguró el profesor.
Agregó que publicaría sus impresiones sobre lo que había visto, no sólo
en el artículo del International Geographic, también escribiría otro libro.
Gracias a él, aseguró, el Ojo del Mundo sería declarado reserva indígena y
protegido de cualquier forma de explotación. ¡Ya verían quién era Ludovic
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ISABEL ALLENDE
Leblanc! La gente de la neblina no entendió palabra de esta perorata, pero
Nadia resumió diciendo que ése era un nahab amigo. Kate Coid añadió que
ella y Timothy Bruce ayudarían a Leblanc en sus propósitos, con lo cual
también fueron incorporados a la categoría de los nahab amigos. Finalmente,
después de eternas negociaciones para ver quiénes eran amigos y quiénes
eran enemigos, los indígenas aceptaron conducirlos a todos al día siguiente de
vuelta al helicóptero. Para entonces esperaban que el hedor de las Bestias en
Tapirawa—teri se hubiera amortiguado.
Iyomi, siempre práctica, dio orden a los guerreros de ir a cazar,
mientras las mujeres preparaban fuego y unas hamacas para pasar la noche.
—Te repetiré la pregunta que ya te hice antes, Alexander, ¿qué sabes de
la Bestia? —dijo Kate Coid a su nieto.
—No es una, Kate, son varias. Parecen perezas gigantescas, animales
muy antiguos, tal vez de la Edad de Piedra, o anteriores.
—¿Las has visto?
—Si no las hubiera visto no podría describirías, ¿no te parece? Vi once
de ellas, pero creo que hay una o dos más rondando por estos lados. Parecen
ser de metabolismo muy lento, viven por muchos años, tal vez siglos.
Aprenden, tienen buena memoria y, no lo vas a creer, hablan —explicó Alex.
—¡Me estás tomando el pelo! —exclamó su abuela.
—Es cierto. No son muy elocuentes que digamos, pero hablan la misma
lengua de la gente de la neblina.
Alexander Coid procedió a informarle que a cambio de la protección de
los indios esos seres preservaban su historia.
—Una vez me dijiste que los indios no necesitaban la escritura porque
tienen buena memoria. Las perezas son la memoria viviente de la tribu —
añadió el muchacho.
—¿Dónde las viste, Alexander?
—No puedo decírtelo, es un secreto.
—Supongo que viven en el mismo sitio donde encontraste el agua de la
salud... —aventuró la abuela.
—Puede ser y puede no ser —replicó su nieto, irónico.
—Necesito ver esas Bestias y fotografiarlas, Alexander.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—¿Para qué? ¿Para un artículo en una revista? Eso sería el fin de esas
pobres criaturas, Kate, vendrían a cazarlas para encerrarlas en zoológicos o
estudiarlas en laboratorios.
—Algo tengo que escribir, para eso me contrataron...
—Escribe que la Bestia es una leyenda, pura superstición. Yo te aseguro
que nadie volverá a verlas en mucho, mucho tiempo. Se olvidarán de ellas.
Más interesante es escribir sobre la gente de la neblina, ese pueblo que ha
permanecido inmutable desde hace miles de años y puede desaparecer en
cualquier momento. Cuenta que iban a inyectarlos con el virus del sarampión,
como han hecho con otras tribus. Puedes hacerlos famosos y así salvarlos del
exterminio, Kate. Puedes convertirte en protectora de la gente de la neblina y
con un poco de astucia puedes conseguir que Leblanc sea tu aliado. Tu pluma
puede traer algo de justicia a estos lados, puedes denunciar a los malvados
como Carías y Ariosto, cuestionar el papel de los militares y llevar a Omayra
Torres ante los tribunales. Tienes que hacer algo, o pronto habrá otros
canallas cometiendo crímenes por estos lados con la misma impunidad de
siempre.
—Veo que has crecido mucho en estas semanas, Alexander —admitió
Kate Coid, admirada.
—¿Puedes llamarme Jaguar, abuela?
—¿Como la marca de automóviles?
—Si.
—Cada uno con su gusto. Puedo llamarte como quieras, siempre que tú
no me llames abuela —replicó ella.
—Está bien, Kate.
—Está bien, Jaguar.
Esa noche los nahab comieron con los indios una sobria cena de mono
asado. Desde la llegada de los pájaros de ruido y viento a Tapirawa—teri, la
tribu había perdido su huerto, sus plátanos y su mandioca, y como no podían
encender fuego, para no atraer a sus enemigos, llevaban varios días con
hambre. Mientras Kate Coid procuraba intercambiar información con Iyomi y
las otras mujeres, el profesor Leblanc, fascinado, interrogaba a Tahama sobre
sus costumbres y las artes de la guerra. Nadia, quien estaba encargada de
traducir, se dio cuenta de que Tahama tenía un malvado sentido del humor y
le estaba contando al profesor una serie de fantasías. Le dijo, entre otras
cosas, que él era el tercer marido de Iyomi y que nunca había tenido hijos, lo
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ISABEL ALLENDE
cual desbarató la teoría de Leblanc sobre la superioridad genética de los
«machos alfa». En un futuro cercano esos cuentos de Tahama serían la base
de otro libro del famoso profesor Ludovic Leblanc.
Al día siguiente la gente de la neblina, con Iyomi y Walimaí a la cabeza y
Tahama con sus guerreros en la retaguardia, condujeron a los nahab de
regreso a Tapirawa—teri. A cien metros de la aldea vieron el cuerpo del
capitán Ariosto, que los indios habían puesto entre dos gruesas ramas de un
árbol, para alimento de pájaros y animales, como hacían con aquellos seres
que no merecían una ceremonia funeraria. Estaba tan destrozado por las
garras de la Bestia, que los soldados no tuvieron estómago para descolgarlo y
llevarlo de vuelta a Santa María de la Lluvia. Decidieron regresar más
adelante a recoger sus huesos para sepultarlo cristianamente.
—La Bestia hizo justicia —murmuró Kate.
César Santos ordenó a Timothy Bruce y Alexander Coid que requisaran
todas las armas de los soldados, que estaban desparramadas por el
campamento, para evitar otro estallido de violencia en caso que alguien se
pusiera nervioso. No era probable que ocurriera, sin embargo, porque el
hedor de las Bestias, que aún los impregnaba, los tenía a todos descompuestos
y mansos. Santos hizo subir el equipaje al helicóptero, menos las carpas, que
fueron enterradas, porque calculó que sería imposible quitarles el mal olor.
Entre las carpas desarmadas Timothy Bruce recuperó sus cámaras y varios
rollos de película, aunque aquellos requisados por el capitán Ariosto estaban
inutilizados, pues el militar los había expuesto a la luz. Por su parte Alex
encontró su bolsa y adentro estaba, intacta, la botella con el agua de la salud.
Los expedicionarios se aprontaron para regresar a Santa María de la
Lluvia. No contaban con un piloto, porque ese helicóptero había llegado
conducido por el capitán Ariosto y el otro piloto había partido con el primero.
Santos nunca había manejado uno de esos aparatos, pero estaba seguro de
que, si era capaz de volar su ruinosa avioneta, bien podía hacerlo.
Había llegado el momento de despedirse de la gente de la neblina. Lo
hicieron intercambiando regalos, como era la costumbre entre los indios.
Unos se desprendieron de cinturones, machetes, cuchillos y utensilios de
cocina, los otros se quitaron plumas, semillas, orquídeas y collares de dientes.
Alex le dio su brújula a Tahama, quien se la colgó al cuello de adorno, y éste le
regaló al muchacho americano un atado de dardos envenenados con curare y
una cerbatana de tres metros de largo, que apenas pudieron transportar en el
reducido espacio del helicóptero. Iyomi volvió a coger por la camisa a Kate
Coid para gritarle un discurso a todo volumen y la escritora respondió con la
misma pasión en inglés. En el último instante, cuando los nahab se aprestaban
para subir al pájaro de ruido y viento, Walimaí entregó a Nadia una pequeña
cesta.
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
20
CAMINOS SEPARADOS
El viaje de regreso a Santa María de la Lluvia fue una pesadilla, porque
César Santos demoró más de una hora en dominar los controles y estabilizar
la máquina. Durante esa primera hora nadie creyó llegar con vida a la
civilización y hasta Kate Coid, quien tenía la sangre fría de un pez de mar
profundo, se despidió de su nieto con un firme apretón de mano.
—Adiós, Jaguar. Me temo que hasta aquí no más llegamos. Lamento que
tu vida fuera tan corta —le dijo.
Los soldados rezaban en voz alta y bebían licor para calmar los nervios,
mientras Timothy Bruce manifestaba su profundo desagrado levantando la
ceja izquierda, cosa que hacía cuando estaba a punto de explotar. Los únicos
verdaderamente en calma eran Nadia, quien había perdido el miedo de la
altura y confiaba en la mano firme de su padre, y el profesor Ludovic Leblanc,
tan mareado que no tuvo conciencia del peligro.
Horas más tarde, después de un aterrizaje tan movido como el
despegue, los miembros de la expedición pudieron instalarse por fin en el
mísero hotel de Santa María de la Lluvia. Al día siguiente irían de vuelta a
Manaos, donde tomarían el avión a sus países. Harían la travesía en barco por
el río Negro, como habían llegado, porque la avioneta de César Santos se
negó a elevarse del suelo, a pesar del motor nuevo. Joel González, el ayudante
de Timothy Bruce, que estaba bastante repuesto, iría con ellos. Las monjas
habían improvisado un corsé de yeso, que lo inmovilizaba desde el cuello
hasta las caderas, y pronosticaban que sus costillas sanarían sin
consecuencias, aunque posiblemente el desdichado nunca se curaría de sus
pesadillas. Soñaba cada noche que lo abrazaba una anaconda.
Las monjas aseguraron también que los tres soldados heridos se
recuperarían, porque por suerte para ellos las flechas no estaban
envenenadas, en cambio el futuro de Mauro Carías se vislumbraba pésimo. El
garrotazo de Tahama le había dañado el cerebro y en el mejor de los casos
quedaría inútil en una silla de ruedas para el resto de su vida, con la mente en
las nubes y alimentado por una sonda. Ya había sido conducido en su propia
avioneta a Caracas con Omayra Torres, quien no se separaba de él ni un
instante. La mujer no sabía que Ariosto había muerto y ya no podría
protegerla; tampoco sospechaba que apenas los extranjeros contaran lo
ocurrido con las falsas vacunas ella tendría que enfrentar a la justicia. Estaba
con los nervios destrozados, repetía una y otra vez que todo era culpa suya,
que Dios los había castigado a Mauro y a ella por lo del virus del sarampión.
Nadie comprendía sus extrañas declaraciones, pero el padre Valdomero, quien
fue a dar consuelo espiritual al moribundo, prestó atención y tomó nota de sus
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ISABEL ALLENDE
palabras. El sacerdote, como Karakawe, sospechaba desde hacia mucho
tiempo que Mauro Carías tenía un plan para explotar las tierras de los indios,
pero no había logrado descubrir en qué consistía. Las aparentes divagaciones
de la doctora le dieron la clave.
Mientras estuvo el capitán Ariosto al mando de la guarnición, el
empresario había hecho lo que le daba gana en ese territorio. El misionero
carecía de poder para desenmascarar a esos hombres, aunque durante años
había informado de sus sospechas a la Iglesia. Sus advertencias habían sido
ignoradas, porque faltaban pruebas y además lo consideraban medio loco;
Mauro Carías se había encargado de difundir el chisme de que el cura
deliraba desde que fuera raptado por los indios. El padre Valdomero incluso
había viajado al Vaticano para denunciar los abusos contra los indígenas, pero
sus superiores eclesiásticos le recordaron que su misión era llevar la palabra
de Cristo al Amazonas, no meterse en política. El hombre regresó derrotado,
preguntándose cómo pretendían que salvara las almas para el cielo, sin salvar
primero las vidas en la tierra. Por otra parte, no estaba seguro de la
conveniencia de cristianizar a los indios, quienes tenían su propia forma de
espiritualidad. Habían vivido miles de años en armonía con la naturaleza,
como Adán y Eva en el Paraíso. ¿Qué necesidad había de inculcarles la idea
del pecado?, pensaba el padre Valdomero.
Al enterarse de que el grupo del International Geographic estaba de
regreso en Santa María de la Lluvia y que el capitán Ariosto había muerto de
forma inexplicable, el misionero se presentó en el hotel. Las versiones de los
soldados sobre lo que había pasado en el altiplano eran contradictorias, unos
echaban la culpa a los indios, otros a la Bestia y no faltó uno que apuntó el
dedo contra los miembros de la expedición. En todo caso, sin Ariosto en el
cuadro, por fin había una pequeña oportunidad de hacer justicia. Pronto
habría otro militar a cargo de las tropas y no existía seguridad de que fuera
más honorable que Ariosto, también podía sucumbir al soborno y el crimen,
como ocurría a menudo en el Amazonas.
El padre Valdomero entregó la información que había acumulado al
profesor Ludovic Leblanc y a Kate Coid. La idea de que Mauro Carías repartía
epidemias con la complicidad de la doctora Omayra Torres y el amparo de un
oficial del Ejército era un crimen tan espantoso, que nadie lo creería sin
pruebas.
—La noticia de que están masacrando a los indios de esa manera
conmovería al mundo. Es una lástima que no podamos probarlo —dijo la
escritora.
—Creo que sí podemos —contestó César Santos, sacando del bolsillo de
su chaleco uno de los frascos de las supuestas vacunas.
Explicó que Karakawe logró sustraerlo del equipaje de la doctora poco
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LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
antes de ser asesinado por Ariosto.
—Alexander y Nadia lo sorprendieron hurgando entre las cajas de las
vacunas y, a pesar de que él los amenazó si lo delataban, los niños me lo
contaron. Creímos que Karakawe era enviado por Carías, nunca pensamos que
era agente del Gobierno —dijo Kate Coid.
—Yo sabía que Karakawe trabajaba para el Departamento de Protección
del Indígena y por eso le sugerí al profesor Leblanc que lo contratara como su
asistente personal. De esa forma podía acompañar a la expedición sin levantar
sospechas —explicó César Santos.
—De modo que usted me utilizó, Santos —apuntó el profesor.
—Usted quería que alguien lo abanicara con una hoja de banano y
Karakawe quería ir con la expedición. Nadie salió perdiendo, profesor —sonrió
el guía, y agregó que desde hacía muchos meses Karakawe investigaba a
Mauro Carías y tenía un grueso expediente con los turbios negocios de ese
hombre, en especial la forma en que explotaba las tierras de los indígenas.
Seguramente sospechaba de la relación entre Mauro Carías y la doctora
Omayra Torres, por eso decidió seguir la pista de la mujer. —Karakawe era mi
amigo, pero era un hombre hermético y no hablaba más que lo indispensable.
Nunca me contó que sospechaba de Omayra —dijo Santos—. Me imagino que
andaba buscando la clave para explicar las muertes masivas de indios, por eso
se apoderó de uno de los frascos de vacunas y me lo entregó para que lo
guardara en lugar seguro.
—Con esto podremos probar la forma siniestra en que se extendían las
epidemias —dijo Kate Coid, mirando la pequeña botella al trasluz.
—Yo también tengo algo para ti, Kate —sonrió Timothy Bruce,
mostrándole unos rollos de película en la palma de la mano.
—¿Qué es esto? —preguntó la escritora, intrigada.
—Son las imágenes de Ariosto asesinando a Karakawe de un tiro a
quemarropa, de Mauro Carías destruyendo los frascos y del baleo de los
indios. Gracias al profesor Leblanc, que distrajo al capitán por media hora,
tuve tiempo de cambiarlos antes que los destruyera. Le entregué los rollos de
la primera parte del viaje y salvé éstos —aclaró Timothy Bruce.
Kate Coid tuvo una reacción inesperada en ella: saltó al cuello de Santos
y de Bruce y les plantó a ambos un beso en la mejilla.
—¡Benditos sean, muchachos! —exclamó, feliz.
—Si esto contiene el virus, como creemos, Mauro Carías y esa mujer han
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ISABEL ALLENDE
llevado a cabo un genocidio y tendrán que pagar por ello... —murmuró el
padre Valdomero, sosteniendo el pequeño frasco con dos dedos y el brazo
estirado, como si temiera que el veneno le saltara a la cara.
Fue él quien sugirió crear una fundación destinada a proteger el Ojo del
Mundo y en especial a la gente de la neblina. Con la pluma elocuente de Kate
Coid y el prestigio internacional de Ludovic Leblanc, estaba seguro de
lograrlo, explicó entusiasmado. Faltaba financiamiento, era cierto, pero entre
todos verían cómo conseguir el dinero: recurrirían a las iglesias, los partidos
políticos, los organismos internacionales, los gobiernos, no dejarían puerta sin
golpear hasta conseguir los fondos necesarios. Había que salvar a las tribus,
decidió el misionero y los demás estuvieron de acuerdo con él.
—Usted será el presidente de la fundación, profesor —ofreció Kate Coid.
—¿Yo? —preguntó Leblanc genuinamente sorprendido y encantado.
—¿Quién podría hacerlo mejor que usted? Cuando Ludovic Leblanc
habla, el mundo escucha... —dijo Kate Coid, imitando el tono presuntuoso del
antropólogo, y todos se echaron a reír, menos Leblanc, por supuesto.
Alexander Coid y Nadia Santos estaban sentados en el embarcadero de Santa
María de la Lluvia, donde algunas semanas antes tuvieron su primera
conversación y comenzaron su amistad. Como en esa ocasión, había caído la
noche con su croar de sapos y su aullar de monos, pero esta vez no los
alumbraba la luna. El firmamento estaba oscuro y salpicado de estrellas.
Alexander nunca había visto un cielo así, no imaginaba que hubiera tantas y
tantas estrellas. Los chicos sentían que había transcurrido mucha vida desde
que se conocieron, ambos habían crecido y cambiado en esas pocas semanas.
Estuvieron callados mirando el cielo por un buen rato, pensando en que
debían separarse muy pronto, hasta que Nadia se acordó de la cestita que
llevaba para su amigo, la misma que le había dado Walimaí al despedirse. Alex
la tomó con reverencia y la abrió: adentro brillaban los tres huevos de la
montaña sagrada.
—Guárdalos, Jaguar. Son muy valiosos, son los diamantes más grandes
del mundo —le dijo Nadia en un susurro.
—¿Éstos son diamantes? —preguntó Alex espantado, sin atreverse a
tocarlos.
—Si. Pertenecen a la gente de la neblina. Según la visión que tuve, estos
huevos pueden salvar a esos indios y el bosque donde han vivido siempre.
—¿Por qué me los das?
—Porque tú fuiste nombrado jefe para negociar con los nahab. Los
diamantes te servirán para el trueque —explicó ella.
- 192 -
LA CIUDAD DE LAS BESTIAS
—¡Ay, Nadia! No soy más que un mocoso de quince años, no tengo
ningún poder en el mundo, no puedo negociar con nadie y menos hacerme
cargo de esta fortuna.
—Cuando llegues a tu país se los das a tu abuela. Seguro que ella sabrá
qué hacer con ellos. Tu abuela parece ser una señora muy poderosa, ella
puede ayudar a los indios —aseguró la chica.
—Parecen pedazos de vidrio. ¿Cómo sabes que son diamantes? —
preguntó él.
—Se los mostré a mi papá, él los reconoció a la primera mirada. Pero
nadie más debe saberlo hasta que estén en un lugar seguro, o se los robarán,
¿entiendes, Jaguar?
—Entiendo. ¿Los ha visto el profesor Leblanc?
—No, sólo tú, mi papá y yo. Si se entera el profesor saldrá corriendo a
contárselo a medio mundo —afirmó ella.
—Tu papá es un hombre muy honesto, cualquier otro se habría quedado
con los diamantes.
—¿Lo harías tú?
—¡No!
—Tampoco lo haría mi papá. No quiso tocarlos, dijo que traen mala
suerte, que la gente se mata por estas piedras —respondió Nadia.
—¿Y cómo voy a pasarlos por la aduana en los Estados Unidos? —
preguntó el muchacho tomando el peso de los magníficos huevos.
—En un bolsillo. Si alguien los ve, pensará: son artesanía del Amazonas
para turistas. Nadie sospecha que existen diamantes de este tamaño y menos
en poder de un chiquillo con media cabeza afeitada —se rió Nadia, pasándole
los dedos por la coronilla pelada.
Permanecieron largo rato en silencio mirando el agua a sus pies y la
vegetación en sombras que los rodeaba, tristes porque dentro de muy pocas
horas deberían decirse adiós. Pensaban que nunca más ocurriría nada tan
extraordinario en sus vidas como la aventura que habían compartido. ¿Qué
podía compararse a las Bestias, la ciudad de oro, el viaje al fondo de la tierra
de Alexander y el ascenso al nido de los huevos maravillosos de Nadia?
—A mi abuela le han encargado escribir otro reportaje para el
- 193 -
ISABEL ALLENDE
International Geographic. Tiene que ir al Reino del Dragón de Oro —comentó
Alex.
—Eso suena tan interesante como el Ojo del Mundo. ¿Dónde queda? —
preguntó ella.
—En las montañas del Himalaya. Me gustaría ir con ella, pero... El
muchacho comprendía que eso era casi imposible. Debía incorporarse a su
existencia normal. Había estado ausente por varias semanas, era hora de
volver a clases o perdería el año escolar. También quería ver a su familia y
abrazar a su perro Poncho. Sobre todo, necesitaba entregar el agua de la
salud y la planta de Walimaí a su madre; estaba seguro de que con eso,
sumado a la quimioterapia, se curaría. Sin embargo, dejar a Nadia le dolía
más que nada, deseaba que no amaneciera nunca, quedarse eternamente bajo
las estrellas en compañía de su amiga. Nadie en el mundo lo conocía tanto,
nadie estaba tan cerca de su corazón como esa niña color de miel a quien
había encontrado milagrosamente en el fin del mundo. ¿Qué sería de ella en el
futuro? Crecería sabia y salvaje en la selva, muy lejos de él.
—¿Volveré a verte? —suspiró Alex.
—¡Claro que sí! —dijo ella, abrazada a Borobá, con fingida alegría, para
que él no adivinara sus lágrimas.
—Nos escribiremos, ¿verdad?
—El correo por estos lados no es muy bueno que digamos...
—No importa, aunque las cartas se demoren, te voy a escribir Lo más
importante de este viaje para mi es habernos conocido. Nunca, nunca te
olvidaré, siempre serás mi mejor amiga —prometió Alexander Coid con la voz
quebrada.
—Y tú mi mejor amigo, mientras podamos vernos con el corazón —
replicó Nadia Santos.
—Hasta la vista, Águila...
—Hasta la vista, Jaguar...
- 194 -
EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
ISABEL ALLENDE
El Reino del
Dragón de Oro
-1-
ISABEL ALLENDE
A mi amiga Tabra Tunoa,
viajera incansable,
quien me llevó al Himalaya
y me habló del Dragón de Oro
-2-
EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
1
EL VALLE DE LOS YETIS
Tensing, el monje budista , y su discípulo, el príncipe Dil Bahadur,
habían escalado durante días las altas cumbres al norte del Himalaya, la
región de los hielos eternos, donde sólo unos pocos lamas han puesto los pies
a lo largo de la historia. Ninguno de los dos contaba las horas, porque el
tiempo no les interesaba. El calendario es un invento humano; el tiempo a
nivel espiritual no existe, le había enseñado el maestro a su alumno.
Para ellos lo importante era la travesía, que el joven realizaba por
primera vez. El monje recordaba haberla hecho en una vida anterior, pero
esos recuerdos eran algo confusos. Se guiaban por las indicaciones de un
pergamino y se orientaban por las estrellas, en un terreno donde incluso en
verano imperaban condiciones muy duras. La temperatura de varios grados
bajo cero era soportable sólo durante un par de meses al año, cuando no
azotaban fatídicas tormentas.
Aun bajo cielos despejados, el frío era intenso. Vestían túnicas de lana y
ásperos mantos de piel de yak. En los pies llevaban botas de cuero del mismo
animal, con el pelo hacia adentro y el exterior impermeabilizado con grasa.
Ponían cuidado en cada paso, porque un resbalón en el hielo significaba que
podían rodar centenares de metros a los profundos precipicios que, como
hachazos de Dios, cortaban los montes.
Contra el cielo de un azul intenso, destacaban las luminosas cimas
nevadas de los montes, por donde los viajeros avanzaban sin prisa, porque a
esa altura no tenían suficiente oxígeno. Descansaban con frecuencia, para que
los pulmones se acostumbraran. Les dolía el pecho, los oídos y la cabeza;
sufrían náuseas y fatiga, pero ninguno de los dos mencionaba esas debilidades
del cuerpo; se limitaban a controlar la respiración, para sacarle el máximo de
provecho a cada bocanada de aire.
Iban en busca de aquellas raras plantas que sólo se encuentran en el
gélido Valle de los Yetis, y que eran fundamentales para preparar lociones y
bálsamos medicinales. Si sobrevivían a los peligros del viaje, podían
considerarse iniciados, ya que su carácter se templaría como el acero. La
voluntad y el valor eran puestos a prueba muchas veces durante esa travesía.
El discípulo necesitaría ambas virtudes, voluntad y valor, para realizar la tarea
que le esperaba en la vida. Por eso su nombre era Dil Bahadur, que quiere
decir «corazón valiente» en la lengua del Reino Prohibido. El viaje al Valle de
los Yetis era una de las últimas etapas del duro entrenamiento que el príncipe
había recibido por doce años.
El joven no conocía la verdadera razón del viaje, que era más importante
-3-
ISABEL ALLENDE
que las plantas curativas o su iniciación como lama superior. Su maestro no
podía revelársela, tal como no podía hablarle de muchas otras cosas. Su papel
era guiar al príncipe en cada etapa de su largo aprendizaje, debía fortalecer
su cuerpo y su carácter, cultivar su mente y poner a prueba una y otra vez la
calidad de su espíritu. Dil Bahadur descubriría la razón del viaje al Valle de los
Yetis más tarde, cuando se encontrara ante la prodigiosa estatua del Dragón
de Oro.
Tensing y Dil Bahadur cargaban en las espaldas bultos con sus mantas,
el cereal y la manteca de yak indispensables para subsistir. Enrolladas a la
cintura llevaban cuerdas de pelo de yak, que les servían para escalar, y en la
mano un bastón largo y firme, como una pértiga, que empleaban para
apoyarse, para defenderse, en caso de ser atacados, y para montar una
improvisada tienda en la noche. También lo usaban para probar la
profundidad y la firmeza del terreno antes de pisar en aquellos sitios donde,
de acuerdo a su experiencia, la nieve fresca solía cubrir huecos profundos.
Con frecuencia enfrentaban grietas que, si no podían saltar, los obligaban a
hacer largos desvíos. A veces, para evitar horas de camino, colocaban la
pértiga de un lado al otro del precipicio y, una vez seguros de que se sostenía
con firmeza en ambos extremos, se atrevían a pisarla y brincar al otro lado,
nunca más de un paso, porque las posibilidades de rodar al vacío eran
muchas. Lo hacían sin pensar, con la mente en blanco, confiando en la
habilidad de sus cuerpos, el instinto y la buena suerte, porque, si se detenían
a calcular los movimientos, no podían hacerlo. Cuando la grieta era más ancha
que el largo del palo aseguraban una cuerda a una roca alta, luego uno de los
dos se ataba el otro extremo de la cuerda a la cintura, se daba impulso y
saltaba, oscilando como un péndulo, hasta alcanzar la otra orilla.
El joven discípulo, quien poseía gran resistencia y coraje ante el peligro,
siempre vacilaba en el momento de usar cualquiera de estos métodos.
Habían llegado a uno de esos despeñaderos y el lama estaba buscando
el sitio más adecuado para cruzar. El joven cerró brevemente los ojos,
elevando una plegaria.
–¿Temes morir, Dil Bahadur? –inquirió sonriendo Tensing.
–No, honorable maestro. El momento de mi muerte está escrito en mi
destino antes de mi nacimiento. Moriré cuando haya concluido mi trabajo en
esta reencarnación y mi espíritu esté listo para volar; pero temo partirme
todos los huesos y quedar vivo allá abajo –replicó el joven señalando el
impresionante precipicio que se abría ante sus pies.
–Posiblemente eso sería un inconveniente... –concedió el lama de buen
humor–. Si abres la mente y el corazón, esto te parecerá más fácil –agregó.
–¿Qué haría usted si me caigo al barranco?
-4-
EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Llegado el caso, tal vez tendría que pensarlo. Por el momento mis
pensamientos están distraídos en otras cosas.
–¿Puedo saber en qué, maestro?
–En la belleza del panorama –replicó, señalando la interminable cadena
de montañas, la blancura inmaculada de la nieve, el cielo resplandeciente.
–Es como el paisaje de la luna –observó el joven.
–Tal vez... ¿En qué parte de la luna has estado, Dil Bahadur? –preguntó
el lama, disimulando otra sonrisa.
–No he llegado tan lejos todavía, maestro, pero así me la imagino.
–En la luna el cielo es negro y no hay montañas como éstas. Tampoco
hay nieve, todo es roca y polvo color ceniza.
–Tal vez algún día yo pueda hacer un viaje astral a la luna, como mi
honorable maestro – concedió el discípulo.
–Tal vez...
Después que el lama aseguró la pértiga, ambos se quitaron las túnicas y
mantos, que les impedían moverse con plena soltura, y ataron sus
pertenencias en cuatro bultos. El lama tenía el aspecto de un atleta. Sus
espaldas y brazos eran puro músculo, su cuello tenía el ancho del muslo de un
hombre normal y sus piernas parecían troncos de árbol. Ese formidable
cuerpo de guerrero contrastaba de modo notable con su rostro sereno, sus
ojos dulces y su boca delicada, casi femenina, siempre sonriente. Tensing
tomó los bultos uno por uno, adquirió impulso girando el brazo como un aspa
de molino, y los lanzó al otro lado del barranco.
–El miedo no es real, Dil Bahadur, sólo está en tu mente, como todo lo
demás. Nuestros pensamientos forman lo que suponemos que es la realidad –
dijo.
–En este momento mi mente está creando un hoyo bastante pr ofundo,
maestro –murmuró el príncipe.
–Y mi mente está creando un puente muy seguro –replicó el lama.
Hizo una señal de despedida al joven, quien aguardaba sobre la nieve,
luego dio un paso sobre el vacío, colocando el pie derecho al centro del bastón
de madera y en una fracción de segundo se impulsó hacia delante, alcanzando
con el pie izquierdo la orilla del otro lado. Dil Bahadur lo imitó con menos
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ISABEL ALLENDE
gracia y velocidad, pero sin un solo gesto que traicionara su nerviosismo.
El maestro notó que su piel brillaba, húmeda de transpiración. Se
vistieron de prisa y echaron a andar.
–¿Falta mucho? –quiso saber Dil Bahadur.
–Tal vez.
–¿Sería una imprudencia pedirle que no me conteste siempre «tal vez»,
maestro?
–Tal vez lo sería –sonrió Tensing y luego de una pausa agregó que,
según las instrucciones del pergamino, debían continuar hacia el norte.
Todavía faltaba lo más arduo del camino.
–¿Ha visto a los yetis, maestro?
–Son como dragones, les sale fuego por las orejas y tienen cuatro pares
de brazos.
–¡Qué extraordinario! –exclamó el joven.
–¿Cuántas veces te he dicho que no creas todo lo que oyes? Busca tu
propia verdad –se rió el lama.
–Maestro, no estamos estudiando las enseñanzas de Buda, sino
simplemente conversando... – suspiró el discípulo, fastidiado.
–No he visto a los yetis en esta vida, pero los recuerdo de una vida
anterior. Tienen nuestro mismo origen y hace varios miles de años tenían una
civilización casi tan desarrollada como la humana, pero ahora son muy
primitivos y de inteligencia limitada.
–¿Qué les pasó?
–Son muy agresivos. Se mataron entre ellos y destruyeron todo lo que
tenían, incluso la tierra. Los sobrevivientes huyeron a las cumbres del
Himalaya y allí su raza comenzó a degenerar. Ahora son como animales –
explicó el lama.
–¿Son muchos?
–Todo es relativo. Nos parecerán muchos si nos atacan y pocos si son
amistosos. En todo caso, sus vidas son cortas, pero se reproducen con
facilidad, así es que supongo que habrá varios en el valle. Habitan en un lugar
inaccesible, donde nadie puede encontrarlos, pero a veces alguno sale en
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
busca de alimento y se pierde. Posiblemente ésa es la causa de las huellas que
se le atribuyen al abominable hombre de las nieves, como lo llaman –aventuró
el lama.
–Las pisadas son enormes. Deben ser gigantes. ¿Serán todavía muy
agresivos?
–Haces muchas preguntas para las que no tengo respuesta, Dil Bahadur
–replicó el maestro.
Tensing condujo a su discípulo por las cimas de los montes, saltando
precipicios, escalando laderas verticales, deslizándose por delgados senderos
cortados en las rocas. Existían antiguos puentes colgantes, pero estaban en
muy mal estado y había que usarlos con prudencia. Cuando soplaba viento o
caía granizo, buscaban refugio y esperaban. Una vez al día comían tsampa,
una mezcla de harina de cebada tostada, hierbas secas, grasa de yak y sal.
Agua había en abundancia debajo de las costras de hielo.
A veces el joven Dil Bahadur tenía la impresión de que caminaban en
círculos, porque el paisaje le parecía siempre igual, pero no manifestaba sus
dudas: sería una descortesía hacia su maestro.
Al caer la tarde buscaban donde refugiarse para pasar la noche. A veces
bastaba una grieta, donde podían acomodarse protegidos del viento; otras
noches encontraban una cueva, pero de vez en cuando no les quedaba más
remedio que dormir a la intemperie, resguardados apenas por las pieles de
yak. Una vez establecido su austero campamento, se sentaban cara al sol
poniente, con las piernas cruzadas, y salmodiaban el mantra esencial de Buda,
repitiendo una y otra vez Om mani padme hum, Salve a Ti, Preciosa Joya en el
Corazón del Loto. El eco repetía su cántico, multiplicándolo hasta el infinito
entre las altas cimas del Himalaya.
Durante la marcha juntaban palitos y hierba seca, que cargaban en sus
bolsas, para hacer fuego por la noche y preparar su comida. Después de la
cena meditaban durante una hora. En ese tiempo el frío solía ponerlos rígidos
como estatuas de hielo, pero ellos apenas lo sentían. Estaban acostumbrados a
la inmovilidad, que les aportaba calma y paz. En su práctica budista, el
maestro y el estudiante se sentaban en absoluta relajación, pero alertas. Se
desprendían de las distracciones y los valores del mundo, aunque no olvidaban
el sufrimiento, que existe en todas partes.
Luego de escalar montañas por varios días, subiendo a heladas alturas,
llegaron a Chenthan Dzong, el monasterio fortificado de los antiguos lamas
que inventaron la forma de lucha cuerpo a cuerpo llamada tao–shu. Un
terremoto en el siglo XIX destruyó el monasterio, que debió ser abandonado.
Era una construcción de piedra, ladrillo y madera, con más de cien
habitaciones, que parecía pegada al borde de un impresionante acantilado. El
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ISABEL ALLENDE
monasterio albergó por centenares de años a esos monjes, cuyas vidas
estaban dedicadas a la búsqueda espiritual y el perfeccionamiento de las artes
marciales.
En sus orígenes los monjes tao–shu eran médicos con extraordinarios
conocimientos de anatomía. En su práctica descubrieron los puntos
vulnerables del cuerpo, que al ser presionados insensibilizan o paralizan, y los
combinaron con las técnicas de lucha conocidas en Asia. Su objetivo era
perfeccionarse espiritualmente a través del dominio de su propia fuerza y de
sus emociones. Aunque eran invencibles en la lucha cuerpo a cuerpo, no
utilizaban el tao–shu para fines violentos, sino como ejercicio físico y mental;
tampoco lo enseñaban a cualquiera, sólo a ciertos hombres y mujeres
escogidos. Tensing había aprendido tao–shu de ellos y se lo había enseñado a
su discípulo Dil Bahadur.
El terremoto, la nieve, el hielo y el transcurso del tiempo habían
erosionado gran parte del edificio, pero aún quedaban dos alas en pie, aunque
en ruinas. Se llegaba al lugar escalando un acantilado tan difícil y remoto, que
nadie lo intentaba desde hacía casi medio siglo.
–Pronto llegarán al monasterio desde el aire –observó Tensing.
–¿Usted cree, maestro, que desde los aviones pueden descubrir el Valle
de los Yetis? –inquirió el príncipe.
–Posiblemente.
–¡Imagínese cuánto esfuerzo nos ahorraríamos! Podríamos volar hasta
allí en muy poco rato.
–Espero que no sea así. Si atraparan a los yetis, los convertirían en
animales de feria o en esclavos –dijo el lama.
Entraron a Chenthan Dzong para descansar y pasar la noche abrigados.
En las ruinas del monasterio aún quedaban raídos tapices con imágenes
religiosas, cacharros y armas que los monjes guerreros sobrevivientes del
terremoto no pudieron llevarse. Había varias representaciones de Buda en
diversas posiciones, incluso una enorme estatua del Iluminado tendido de lado
en el suelo. La pintura dorada se había saltado, pero el resto estaba intacto.
Hielo y nieve en polvo cubrían casi todo, dando al lugar un aspecto
particularmente hermoso, como si fuera un palacio de cristal. Detrás del
edificio una avalancha había creado la única superficie plana de los
alrededores, una especie de patio del tamaño de una cancha de baloncesto.
–¿Podría aterrizar un avión aquí, maestro? –preguntó Dil Bahadur, quien
no podía disimular su fascinación por los pocos aparatos modernos que
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
conocía.
–No sé de esas cosas, Dil Bahadur, nunca he visto aterrizar un avión,
pero me parece que esto es muy pequeño y además las montañas forman un
verdadero embudo cruzado de corrientes de aire.
En la cocina hallaron ollas y otros cacharros de hierro, velas, carbón,
palos para hacer fuego y algunos cereales preservados por el frío. Había
vasijas de aceite y un recipiente con miel, alimento que el príncipe no conocía.
Tensing le dio a probar y el joven sintió por primera vez un sabor dulce en el
paladar. La sorpresa y el placer casi lo tiran de espaldas.
Prepararon fuego para cocinar y encendieron velas delante de las
estatuas, como signo de respeto. Esa noche comerían mejor y dormirían bajo
techo: la ocasión merecía una breve ceremonia especial de agradecimiento.
Estaban meditando en silencio, cuando escucharon un largo rugido que
retumbó entre las ruinas del monasterio. Abrieron los ojos en el momento en
que entraba a la sala un gran tigre del Himalaya, una bestia de media
tonelada de peso y pelaje blanco, el animal más feroz del mundo.
El príncipe recibió telepáticamente la orden de su maestro y procuró
cumplirla, aunque su primera reacción instintiva fue recurrir al tao–shu y
saltar en su propia defensa. Si lograba poner una mano detrás de las orejas
del tigre, podría paralizarlo; sin embargo permaneció inmóvil, tratando de
respirar con calma, para que la fiera no sintiera olor a miedo.
El tigre se acercó a los monjes lentamente. A pesar del inminente
peligro en que se encontraban, el joven no pudo dejar de admirar la
extraordinaria belleza del animal. Su piel era color marfil claro con rayas
marrones y sus ojos azules como algunos de los glaciares del Himalaya. Era
un macho adulto, enorme y poderoso; un ejemplar perfecto.
Tensing y Dil Bahadur, sentados en la posición del loto, con las piernas
cruzadas y las manos sobre las rodillas, vieron avanzar al tigre. Ambos sabían
que, si estaba hambriento, existían muy pocas posibilidades de detenerlo. La
esperanza era que la bestia hubiera comido, aunque resultaba poco probable
que en aquellas soledades la caza fuera abundante. Tensing poseía
extraordinarios poderes psíquicos, porque era un tulku, la reencarnación de
un gran lama de la antigüedad. Concentró ese poder como un rayo para
penetrar en la mente de la fiera.
Sintieron el aliento del gran felino en el rostro, una bocanada de aire
caliente y fétido que escapaba de sus fauces. Otro rugido temible estremeció
el lugar. El tigre se acercó a pocos centímetros de los hombres y éstos
sintieron el pinchazo de sus duros bigotes. Durante varios segundos, que
parecieron eternos, los rondó, husmeándolos y tanteándolos con su enorme
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ISABEL ALLENDE
pata, pero sin agredirlos. El maestro y el discípulo permanecieron
absolutamente inmóviles, abiertos al afecto y la compasión. El tigre no
registró temor ni agresión en ellos, sino empatía, y una vez satisfecha su
curiosidad, se retiró con la misma solemne dignidad con que había llegado.
–Ya ves, Dil Bahadur, como a veces la calma sirve de algo... –fue el único
comentario del lama. El príncipe no pudo contestar porque se le había
petrificado la voz en el pecho.
No obstante aquella inesperada visita, decidieron quedarse a pasar la
noche en Chenthan Dzong, pero tomaron la precaución de dormir junto a una
fogata, manteniendo a mano un par de lanzas que encontraron entre las
armas abandonadas por los monjes tao–shu. El tigre no regresó, pero a la
mañana siguiente, cuando emprendieron nuevamente la marcha, vieron sus
huellas sobre la nieve refulgente y oyeron a lo lejos el eco de sus rugidos en
las cimas.
Pocos días más tarde, Tensing lanzó una exclamación de alegría y señaló
un estrecho cañón entre dos laderas verticales de la montaña. Eran dos
paredes negras de roca, pulidas por millones de años de erosión y hielo.
Entraron al cañón con grandes precauciones, porque pisaban rocas
sueltas y había hoyos profundos. Antes de poner el pie debían comprobar la
firmeza del terreno con sus pértigas.
Tensing lanzó una piedra en uno de los pozos y tan hondo era, que no la
oyeron caer al fondo. Arriba el cielo apenas se veía como una cinta azul entre
los brillantes muros de roca. Un coro de gemidos terroríficos les salió al
encuentro.
–Por suerte no creemos en fantasmas ni en demonios, ¿verdad? –
comentó el lama.
–¿Es acaso mi imaginación la que me hace oír esos alaridos? –preguntó
el joven con la piel erizada de espanto.
–Tal vez es el viento, que pasa por aquí, tal como el aire pasa por una
trompeta.
Habían recorrido un buen trecho cuando los asaltó una fetidez a huevo
podrido.
–Azufre –explicó el maestro.
–No puedo respirar –dijo Dil Bahadur con las manos en la nariz.
–Tal vez conviene imaginar que es fragancia de flores –sugirió Tensing.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–De todas las fragancias, la más dulce es la de la virtud –recitó el joven
sonriendo.
–Imagina, entonces, que ésta es la dulce fragancia de la virtud –replicó
el lama, riendo también.
El pasaje tenía más o menos un kilómetro de largo, pero demoraron dos
horas en atravesarlo. En algunas partes era tan angosto que debían avanzar
de lado entre las rocas, mareados por el aire enrarecido, pero no vacilaron,
porque el pergamino indicaba claramente que existía una salida.. Vieron
nichos cavados en las paredes, donde había calaveras y pilas de huesos muy
grandes, algunos de apariencia humana.
–Debe ser el cementerio de los yetis –comentó Dil Bahadur.
Un soplo de aire húmedo y caliente, como nunca habían experimentado,
anunció el final del cañón.
Tensing fue el primero en asomarse, seguido de cerca por su discípulo.
Cuando Dil Bahadur vio el paisaje que tenía delante, le pareció que era otro
planeta. Si no le pesara tanto la fatiga del cuerpo y no tuviera tan revuelto el
estómago por el olor del azufre, pensaría que había hecho un viaje astral.
–Ahí lo tienes: el Valle de los Yetis –anunció el lama.
Ante ellos se extendía una meseta volcánica. Parches de áspera
vegetación verdegrís, tupidos arbustos y grandes hongos de varias formas y
colores crecían por todas partes. Había arroyos y charcos de agua
burbujeante, extrañas formaciones rocosas y del suelo surgían altas columnas
de humo blanco. Una bruma delicada flotaba en el aire, borrando los
contornos en la lejanía y dando al valle un aspecto de ensueño. Los visitantes
se sintieron fuera de la realidad, como si hubieran entrado a otra dimensión.
Después de soportar durante ta ntos días el frío intenso de la travesía por las
montañas, ese vapor tibio era un verdadero regalo para los sentidos, a pesar
del olor nauseabundo que aún persistía, aunque menos intenso que en el
cañón.
–Antiguamente ciertos lamas, cuidadosamente seleccionados por su
resistencia física y fortaleza espiritual, hacían este viaje una vez cada veinte
años para recoger plantas medicinales, que no crecen en ninguna otra parte –
explicó Tensing.
Dijo que en 1950 Tíbet fue invadido por los chinos, quienes destruyeron
más de seis mil monasterios y clausuraron los restantes. La mayoría de los
lamas partieron a vivir en exilio en otros países, como India y Nepal, llevando
las enseñanzas de Buda por todas partes. En vez de terminar con el budismo,
como pretendían los invasores chinos, lograron exactamente lo contrario:
- 11 -
ISABEL ALLENDE
repartirlo por el mundo entero. Sin embargo, muchos de los conocimientos de
medicina, así como las prácticas psíquicas de los lamas, estaban
desapareciendo.
–Las plantas se secaban, se molían y se mezclaban con otros
ingredientes. Un gramo de esos polvos puede ser más precioso que todo el oro
del mundo, Dil Bahadur –dijo el maestro.
–No podremos llevar muchas plantas. Lástima que no trajimos un yak –
comentó el joven.
–Tal vez ningún yak cruzaría voluntariamente los precipicios haciendo
equilibrio sobre una pértiga, Dil Bahadur. Llevaremos lo que podamos.
Entraron al misterioso valle y a poco andar vieron formas que parecían
esqueletos. El lama informó a su discípulo que se trataba de huesos
petrificados de animales anteriores al diluvio universal. Se colocó a gatas y
comenzó a buscar en el suelo hasta encontrar una piedra oscura con manchas
rojas.
–Esto es excremento de dragón, Dil Bahadur. Tiene propiedades
mágicas.
–No debo creer todo lo que oigo, ¿verdad, maestro? –replicó el joven.
–No, pero tal vez en este caso puedas creerme –dijo el lama pasándole la
muestra.
El príncipe vaciló. La idea de tocar aquello no le seducía.
–Está petrificado –se rió Tensing–. Puede curar huesos quebrados en
pocos minutos. Una pizca de esto, molido y disuelto en alcohol de arroz puede
transportarte a cualquiera de las estrellas que hay en el firmamento.
El trocito que Tensing había descubierto tenía un pequeño orificio, por
donde el lama pasó una cuerda y se lo colgó al cuello a Dil Bahadur.
–Esto es como una coraza, tiene el poder de desviar ciertos metales.
Flechas, cuchillos y otras armas cortantes no podrán dañarte.
–Pero tal vez baste un diente infectado, un tropezón en el hielo o una
pedrada en la cabeza para matarme... –se rió el joven.
–Todos vamos a morir, es lo único seguro, Dil Bahadur.
El lama y el príncipe se instalaron cerca de una caliente fumarola,
dispuestos a pasar una noche cómoda por primera vez en varios días, ya que
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
la gruesa columna de vapor los mantenía abrigados. Habían hecho té con el
agua de una cercana fuente termal. El agua salía hirviendo y al aplacarse las
burbujas adquiría un pálido color lavanda. La fuente alimentaba un humeante
arroyo, en cuyas orillas crecían carnosas flores moradas.
El monje rara vez dormía. Se sentaba en la posición del loto con los ojos
entrecerrados, y así descansaba y reponía su energía. Tenía la facultad de
permanecer absolutamente inmóvil, controlando con la mente su respiración,
la presión sanguínea, las pulsaciones del corazón y la temperatura, de modo
que su cuerpo entraba en un estado de hibernación. Con la misma facilidad
con que entraba en reposo absoluto, ante una emergencia podía saltar a la
velocidad de un disparo, con todos sus poderosos músculos listos para la
defensa. Dil Bahadur había procurado imitarlo durante años, sin conseguirlo.
Rendido de fatiga, se durmió en cuanto puso la cabeza en el suelo.
El príncipe despertó en medio de un coro de aterradores gruñidos.
Apenas abrió los ojos y vio a quienes lo rodeaban, se irguió como un resorte,
aterrizando de pie, con las rodillas dobladas y los brazos extendidos en
posición de ataque. La voz tranquila del maestro lo paralizó en el instante en
que se aprontaba a golpear.
–Calma. Son los yetis. Envíales afecto y compasión, como al tigre –
murmuró el lama.
Estaban en medio de una horda de seres repelentes, de un metro y
medio de altura, cubiertos enteramente de pelambre blanco, enmarañado e
inmundo, con largos brazos y piernas cortas y arqueadas, terminadas en
enormes pies de mono. Dil Bahadur supuso que el origen de la leyenda eran
las huellas de esos pies grandes. Pero, entonces, ¿de qué eran los largos
huesos y las gigantescas calaveras que habían visto en el túnel?
El escaso tamaño de aquellos seres en nada disminuía su aspecto de
ferocidad. Los rostros chatos y peludos eran casi humanos, pero de expresión
bestial; los ojos eran pequeños y rojizos; las orejas puntudas de perro y los
dientes afilados y largos. Entre gruñido y gruñido asomaban las lenguas, que
se enroscaban en la punta, como las de un reptil, de un intenso color azul
morado. Tenían el pecho cubierto por unas corazas de cuero, manchadas de
sangre seca, atadas en los hombros y la cintura. Blandían amenazadores
garrotes y rocas filudas, pero, a pesar de sus armas y de que los superaban
ampliamente en número, se mantenían a una prudente distancia.
Empezaba a amanecer y la luz del alba daba a la escena, envuelta en
una bruma espesa, un tono de pesadilla.
Tensing se puso de pie con lentitud, para no provocar una reacción en
sus atacantes. Comparados con aquel gigante, los yetis parecían aún más
bajos y contrahechos. El aura del maestro no había cambiado, seguía siendo
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ISABEL ALLENDE
blanca y dorada, lo cual indicaba su perfecta serenidad, mientras que la de la
mayoría de aquellos seres no tenía brillo, era vacilante, de tonos terrosos, lo
que indicaba enfermedad y miedo.
El príncipe adivinó por qué no los habían atacado de inmediato:
parecían esperar a alguien. A los pocos minutos vio avanzar a una figura
mucho más alta que las demás, a pesar de que estaba encorvada por la edad.
Era de la misma especie de los yetis, pero medio cuerpo más alta. Si hubiera
podido enderezarse, tendría el tamaño de Tensing, pero a la mucha edad se
sumaba una joroba que le deformaba la espalda y la obligaba a caminar con el
torso paralelo al suelo. A diferencia de los otros yetis, que sólo iban vestidos
con sus largos pelos inmundos y las corazas, ella se adornaba con collares de
dientes y huesos, tenía una raída capa de piel de tigre y un retorcido bastón
de palo en la mano.
Aquella criatura no podía llamarse mujer, aunque era de sexo femenino;
tampoco era humana, aunque no era exactamente un animal. Su pelaje era
ralo y se había caído en varias partes, revelando una piel escamosa y rosada,
como la cola de una rata. Estaba revestida de una costra impenetrable de
grasa, sangre seca, barro y mugre, que emitía un olor insufrible. Las uñas
eran garras negras, y los pocos dientes de su boca estaban sueltos y bailaban
con cada uno de sus soplidos. Por la nariz le goteaba un moquillo verde. Sus
ojos legañosos brillaban en medio de los mechones de pelos erizados que
cubrían su rostro. A su paso los yetis se apartaron con respeto; era evidente
que ella mandaba, debía ser la reina o la hechicera de la tribu.
Sorprendido, Dil Bahadur vio que su maestro se ponía de rodillas frente
a la siniestra criatura, juntaba las manos ante la cara y recitaba el saludo
habitual del Reino Prohibido: «Tenga usted felicidad».
–Tampo kachi –dijo.
–Grr–ympr –rugió ella, salpicándolo de saliva.
De rodillas, Tensing quedaba a la altura de la encorvada anciana y así
podían mirarse a los ojos. Dil Bahadur imitó al lama, a pesar de que en esa
postura no podía defenderse de los yetis, que continuaban blandiendo sus
garrotes. De reojo calculó que había unos diez o doce a su alrededor y quién
sabe cuántos más en las cercanías.
La jefa de la tribu lanzó una serie de ruidos guturales y agudos, que
combinados parecían un lenguaje. Dil Bahadur tuvo la impresión de haberlo
escuchado antes, pero no sabía adónde. No comprendía ni una palabra, a
pesar de que los sonidos le eran familiares. De inmediato todos los yetis se
pusieron también de rodillas y procedieron a golpearse la frente en el suelo,
pero sin soltar sus armas, oscilando entre aquel saludo ceremonioso y el
impulso de masacrarlos con sus garrotes.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
La vieja yeti mantenía a los demás aplacados, mientras repetía el
gruñido que sonaba como Grr–ympr. Los visitantes supusieron que debía ser
su nombre.
Tensing escuchaba muy atento, mientras Dil Bahadur hacía un esfuerzo
por captar a nivel telepático lo que pensaban aquellas criaturas, pero sus
mentes eran una maraña de visiones incomprensibles. Prestó atención a lo
que intentaba comunicar la bruja, quien sin duda era más evolucionada que
los otros. Varias imágenes se formaron en su cerebro. Vio unos animalitos
peludos, como conejos blancos, agitarse en convulsiones y luego quedar
rígidos. Vio cadáveres y osamentas; vio varios yetis que empujaban a otro a
las fumarolas hirvientes; vio sangre, muerte, brutalidad y terror.
–Cuidado, maestro, son muy salvajes –balbuceó el joven.
–Posiblemente están más asustados que nosotros, Dil Bahadur –replicó
el lama.
Grr–ympr hizo un gesto a los demás yetis, que finalmente bajaron los
garrotes, mientras ella avanzaba llamando con gestos al príncipe y su
maestro. Ellos la siguieron, flanqueados por los yetis, entre las altas columnas
de vapor y las aguas termales hacia unos agujeros naturales que se abrían en
el suelo volcánico. Por el camino vieron otros yetis, todos sentados o tirados
por tierra, que no hicieron ademán de acercarse.
La lava ardiente de alguna erupción volcánica muy antigua se había
enfriado en la superficie en contacto con el hielo y la nieve, pero durante
mucho tiempo había seguido avanzando en estado liquido por debajo. Así se
formaron cavernas y túneles subterráneos, en los cuales los yetis hicieron sus
viviendas. En algunas partes la costra de lava se había roto y por los agujeros
entraba luz. Esas cuevas eran en su mayoría tan bajas y estrechas, que
Tensing no entraba, pero se mantenían a una temperatura agradable, porque
el recuerdo del calor de la lava permanecía en las paredes y las aguas
calientes de las fumarolas pasaban por el subsuelo. Así se defendían los yetis
del clima, de otro modo les sería imposible pasar el invierno.
No había objetos de ninguna clase en las cuevas, sólo pieles fétidas, con
pedazos de carne seca todavía adheridos. Con horror, Dil Bahadur comprendió
que algunas de las pieles eran de los mismos yetis, seguramente arrancadas
de los cadáveres. El resto era de chegnos, animales desconocidos en el resto
del mundo, que los yetis mantenían en corrales hechos con peñascos y nieve.
Los chegnos eran más pequeños que los yaks y tenían cuernos retorcidos,
como de carnero. Los yetis aprovechaban su carne, grasa, piel y también el
excremento seco, que usaban como combustible. Sin esos nobles animales,
que comían muy poco y resistían las temperaturas más bajas, los yetis no
podrían sobrevivir.
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ISABEL ALLENDE
–Nos quedaremos aquí unos días, Dil Bahadur. Trata de aprender el
lenguaje de los yetis –dijo el lama.
–¿Para qué, maestro? Nunca más tendremos ocasión de usarlo.
–Posiblemente yo no, pero tú tal vez sí –replicó Tensing.
Poco a poco se familiarizaron con los sonidos que emitían esas criaturas.
Con las palabras aprendidas y leyendo la mente de Grr–ympr, Tensing y Dil
Bahadur se enteraron de la tragedia que sufrían aquellos seres: nacían cada
vez menos niños y muy pocos sobrevivían. La suerte de los adultos no era
mucho mejor. Cada generación era más baja y débil que la anterior, sus vidas
se habían acortado drásticamente y sólo unos pocos individuos tenían fuerza
para realizar las tareas necesarias, como criar a los chegnos, recolectar
plantas y cazar para comer. Se trataba de un castigo de los dioses o de los
demonios que viven en las montañas, les aseguró Grrympr. Dijo que los yetis
trataron de aplacarlos con sacrificios, pero la muerte de varias víctimas, que
fueron despedazadas o lanzadas al agua hirviendo de las fumarolas, no había
terminado con el maleficio divino.
Grr–ympr había vivido mucho. Su autoridad provenía de su memoria y
experiencia, que nadie más poseía. La tribu le atribuía poderes sobrenaturales
y durante dos generaciones había esperado que ella se entendiera con los
dioses, pero su magia no había servido para anular el hechizo y salvar a su
pueblo de una próxima extinción. Grr–ympr manifestó que había invocado una
y otra vez a los dioses y ahora, por fin, éstos se presentaban: apenas vio a
Tensing y a Dil Bahadur, supo que eran ellos. Por eso los yetis no los habían
atacado.
Todo esto comunicó a los visitantes la mente de la atribulada anciana.
–Cuando estos seres sepan que no somos dioses, sino simples seres
humanos, no creo que estén muy contentos –observó el príncipe.
–Tal vez... Pero comparados con ellos, somos semidioses, a pesar de
nuestras infinitas debilidades –dijo sonriendo el lama.
Grr–ympr recordaba la época en que los yetis eran altos, pesados y
estaban protegidos por un pelaje tan espeso, que podían vivir a la intemperie
en la región más alta y fría del planeta. Los huesos que los visitantes habían
visto en el cañón eran de sus antepasados, los yetis gigantes. Allí los
preservaban con respeto, aunque ya nadie más que ella los recordaba. Grr–
ympr era una niña cuando su tribu descubrió el valle de las aguas calientes,
donde la temperatura era soportable y la existencia más fácil, porque crecía
vegetación y había algunos animales para cazar, como ratones y cabras,
además de los chegnos.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
También la bruja recordaba haber visto una vez antes en su vida a
dioses como Tensing y Dil Bahadur que llegaron al valle a buscar plantas. A
cambio de las plantas que se llevaron, les entregaron conocimientos valiosos,
que mejoraron las condiciones de vida de los yetis. Ellos les enseñaron a
domesticar a los chegnos y a cocinar la carne, aunque ya nadie tenía energía
para frotar piedras y hacer fuego. Devoraban crudo lo que pudieran cazar y si
el hambre era muy grande, como último recurso mataban chegnos o se
comían los cadáveres de otros yetis. Los lamas también les enseñaron a
distinguirse mediante un nombre propio. Grr-ympr quería decir «mujer sabia»
en la lengua de los yetis.
Hacía mucho que ningún dios aparecía en el valle, les informó
telepáticamente Grr–ympr. Tensing calculó que desde hacía por lo menos
medio siglo, cuando China invadió Tíbet, ninguna expedición había llegado en
busca de plantas medicinales. Los yetis no vivían mucho tiempo y ninguno,
salvo la vieja hechicera, había visto seres humanos, pero en la memoria
colectiva existía la leyenda de los sabios lamas.
Tensing se sentó en una cueva más grande que las otras, la única donde
pudo entrar a gatas, que sin duda servía de lugar de reunión, algo así como
una sala de consejo. Dil Bahadur y Grr–ympr se sentaron a su lado, y poco a
poco fueron llegando los yetis, algunos tan débiles, que apenas se arrastraban
por el suelo. Aquellos que los habían recibido blandiendo piedras y garrotes
eran los guerreros de ese patético grupo, y se quedaron afuera montando
guardia, sin soltar sus armas.
Los yetis desfilaron uno a uno, unos veinte en total, sin contar a la
docena de guerreros. Eran casi todos hembras y, a juzgar por el pelo y los
dientes, parecían jóvenes, pero estaban muy enfermas. Tensing examinó a
cada una con gran respeto, para no asustarlas. Las últimas cinco llevaban
consigo a sus bebés, los únicos que quedaban vivos. No tenían el aspecto
repugnante de los adultos, parecían desarticulados monitos de peluche
blanco. Estaban lacios, no sostenían la cabeza ni los miembros, mantenían los
ojos cerrados y apenas respiraban.
Conmovido, Dil Bahadur vio que esos seres de aspecto bestial amaban a
sus crías como cualquier madre. Las sostenían en sus brazos con ternura, las
olisqueaban y lamían, se las ponían al pecho para alimentarlas y gritaban de
angustia al comprobar que no reaccionaban.
–Es muy triste, maestro. Se están muriendo –observó el joven.
–La vida está llena de sufrimiento. Nuestra misión es aliviarlo, Dil
Bahadur –replicó Tensing.
Había tan mala luz en la cueva y era tan insoportable el olor, que el
lama indicó que debían salir al aire libre. Allí se reunió la tribu. Grr–ympr dio
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ISABEL ALLENDE
unos pasos de danza en torno a los bebés enfermos, haciendo sonar sus
collares de huesos y dientes y lanzando gritos espeluznantes. Los yetis la
acompañaron con un coro de gemidos.
Sin hacer caso a la barahúnda de lamentos que había a su alrededor,
Tensing se inclinó sobre los niños. Dil Bahadur vio cambiar la expresión de su
maestro, como solía ocurrir cuando activaba sus poderes de curación. El lama
levantó a uno de los bebés más pequeños, que cabía cómodamente en la
palma de su mano, y lo examinó con atención. Luego se aproximó a una de las
madres haciendo gestos amistosos, para calmarla, y estudió unas gotas de su
leche.
–¿Qué les pasa a los niños? –preguntó el príncipe.
–Posiblemente están muriendo de hambre –dijo Tensing.–¿Hambre? ¿Sus
madres no los alimentan?
Tensing le explicó que la leche de las yetis era un liquido amarillo y
transparente. Enseguida llamó a los guerreros, que no quisieron acercarse
hasta que Grrympr les gruñó una orden, y también a ellos los examinó el lama,
fijándose especialmente en las lenguas moradas. La única que no tenía ese
color en la lengua resultó ser la vieja Grr–ympr. Su boca era un hueco
maloliente y oscuro que no apetecía observar muy de cerca, pero Tensing no
era un hombre que retrocediera ante los obstáculos.
–Todos los yetis están desnutridos, menos Grr–ympr, que sólo presenta
síntomas de mucha edad. Le calculo como cien años –concluyó el lama.
–¿Qué ha cambiado en el valle para que les falte comida? –preguntó el
discípulo.
–Tal vez no falta alimento, sino que están enfermos y no asimilan lo que
comen. Los bebés dependen de la leche materna, que no sirve para nutrirlos,
es como agua, por eso mueren a las pocas semanas o meses. Los adultos
tienen más recursos, porque comen carne y plantas, pero algo los ha
debilitado.
–Por eso se han ido reduciendo de tamaño y mueren jóvenes –agregó Dil
Bahadur.
–Tal vez.
Dil Bahadur puso los ojos en blanco: a veces la vaguedad de su maestro
lo sacaba de quicio.
–Éste es un problema de las últimas dos generaciones, porque Grr–ympr
recuerda cuando los yetis eran altos como ella. A este paso posiblemente en
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
pocos años habrán desaparecido –dijo el joven.
–Tal vez –replicó por centésima vez el lama, quien estaba pensando en
otra cosa, y agregó que Grr–ympr también recordaba cuando se trasladaron a
este valle. Eso significaba que había algo dañino allí, algo que estaba
destruyendo a los yetis.
–¡Eso debe ser...! ¿Puede salvarlos, maestro? –Tal vez...
El monje cerró los ojos y oró durante unos minutos, pidiendo inspiración
para resolver el problema y humildad para comprender que el resultado no
estaba en sus manos. Haría lo mejor que pudiera, pero él no controlaba la vida
o la muerte.
Terminada su corta meditación, Tensing se lavó las manos, enseguida se
dirigió a uno de los corrales, escogió a una chegno hembra y la ordeñó. Llenó
su escudilla de leche tibia y espumosa y la llevó donde estaban los niños.
Empapó un trapo en la leche y lo puso en la boca de uno de ellos. Al principio
éste no reaccionó, pero a los pocos segundos el olor de la leche lo reanimó,
sus labios se abrieron y comenzó a succionar débilmente del trapo. Con
gestos, el lama indicó a las madres que lo imitaran.
El proceso de enseñar a los yetis a ordeñar los chegnos y alimentar a los
bebés gota a gota fue largo y tedioso. Los yetis tenían una capacidad mínima
de razonamiento, pero lograban aprender por repetición. El maestro y el
discípulo pasaron el día completo en eso, pero vieron los resultados esa misma
noche, cuando tres de los niños empezaron a llorar por primera vez. Al día
siguiente los cinco lloraban pidiendo leche y pronto abrieron los ojos y
pudieron moverse.
Dil Bahadur se sentía tan ufano como si la solución hubiera sido idea
suya, pero Tensing no descansaba. Debía encontrar una explicación. Estudió
cada cosa que los yetis se echaban a la boca, sin dar con la causa de la
enfermedad, hasta que él mismo y su discípulo empezaron a sufrir dolores de
vientre y vomitar bilis. Ellos sólo comían tsampa, su alimento habitual de
harina de cebada, manteca y agua caliente. No probaron la carne de chegno
que les ofrecieron los yetis, porque eran vegetarianos.
–¿Qué es lo único diferente que hemos comido, Dil Bahadur? –preguntó
el maestro, mientras preparaba un té digestivo para ambos.
–Nada, maestro –replicó el joven, pálido como un muerto.
–Algo debe ser –insistió Tensing.
–Sólo nos hemos alimentado de tsampa, nada más... –murmuró el joven.
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ISABEL ALLENDE
Tensing le pasó la escudilla con el té y Dil Bahadur, doblado de dolor, se
la llevó a la boca. No alcanzó a tragar el liquido. Lo escupió sobre la nieve.
–¡El agua, maestro! ¡Es el agua caliente!
Normalmente hervían agua o nieve para preparar su tsampa y el té,
pero en el valle habían utilizado el agua hirviendo de una de las fuentes
termales que brotaban del suelo.
–Eso es lo que está envenenando a los yetis, maestro –insistió el
príncipe.
Los habían visto utilizar el agua color lavanda de la fuente termal para
hacer una sopa de hongos, hierbas y flores moradas, la base de su
alimentación. Grr–ympr había perdido el apetito con los años y sólo comía
carne cruda cada dos o tres días y se echaba puñados de nieve a la boca para
calmar la sed. Esa misma agua termal, que debía contener minerales tóxicos,
habían empleado ellos para el té. En las horas siguientes la evitaron por
completo y el malestar que los atormentaba cesó. Para asegurarse de que
habían dado con la causa del problema, al otro día Dil Bahadur hizo té con el
agua sospechosa y lo bebió. Pronto estaba vomitando, pero feliz de haber
probado su teoría.
El lama y su discípulo informaron con gran paciencia a Grr–ympr de que
el agua caliente color lavanda estaba absolutamente prohibida, así como las
flores moradas que crecían en las orillas del arroyo. El agua termal servía
para bañarse, no para beberla ni para preparar comida, le dijo. No se dieron
el trabajo de explicarle que contenía minerales dañinos, porque la anciana yeti
no habría comprendido; bastaba con que los yetis acataran sus instrucciones.
Grr–ympr facilitó su tarea. Reunió a sus súbditos y les notificó la nueva ley:
quien bebe de esa agua, será lanzado a las fumarolas, ¿entendido? Todos
entendieron.
La tribu ayudó a Tensing y Dil Bahadur a recolectar las plantas
medicinales que necesitaban. Durante la semana que permanecieron en el
Valle de los Yetis, los visitantes comprobaron que los niños se recuperaban día
a día, y que los adultos se fortalecían a medida que desaparecía el color
morado de las lenguas.
Grr–ympr en persona los acompañó cuando llegó el momento de partir.
Los vio encaminarse hacia el cañón por donde habían llegado y después de
algunas vacilaciones, porque temía revelar el secreto de los yetis incluso a
esos dioses, les indicó que la siguieran en la dirección contraria. El lama y el
príncipe anduvieron detrás de ella durante más de una hora, por un sendero
angosto que pasaba entre las columnas de vapor y las lagunas de agua
hirviendo, hasta que dejaron atrás la primitiva aldea de los yetis.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
La hechicera los llevó hasta el final de la meseta, les señaló una
apertura en la montaña y les comunicó que por allí salían los yetis de vez en
cuando en busca de comida. Tensing logró comprender lo que ella les decía:
era un túnel natural para acortar camino. El misterioso valle quedaba mucho
más cerca de la civilización de lo que nadie suponía. El pergamino en poder de
Tensing indicaba la única ruta conocida por los lamas, que era mucho más
larga y llena de obstáculos, pero también existía ese paso secreto. Por su
ubicación, Tensing comprendió que el túnel bajaba directamente por el
interior de la montaña y salía antes de Chenthan Dzong, el monasterio en
ruinas. Eso les ahorraba dos tercios del camino.
Grr–ympr se despidió de ellos con la única muestra de afecto que
conocía: les lamió la cara y las manos hasta dejarlos empapados de saliva y
mocos.
Apenas la horrenda hechicera dio media vuelta, Dil Bahadur y Tensing
se revolcaron en la nieve para limpiarse. El maestro se reía, pero el discípulo
apenas podía controlar el asco.
–El único consuelo es que nunca más volveremos a ver a esta buena
señora –comentó el joven.
–Nunca es mucho tiempo, Dil Bahadur. Tal vez la vida nos depare una
sorpresa –replicó el lama, penetrando decididamente en el angosto túnel.
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ISABEL ALLENDE
2
TRES HUEVOS FABULOSOS
Entretanto, al otro lado del mundo, Alexander Cold llegaba a Nueva
York acompañado por su abuela, Kate. El muchacho americano había
adquirido un color de madera bajo el sol del Amazonas. Tenía un corte de pelo
hecho por los indios, con una peladura circular afeitada en medio de la
cabeza, donde lucía una cicatriz reciente. Llevaba su mochila inmunda a la
espalda y en las manos una botella con un líquido lechoso. Kate Cold, tan
tostada como él, iba vestida con sus habituales pantalones cortos de color
caqui y zapatones embarrados. Su pelo gris, cortado por ella misma sin
mirarse al espejo, le daba un aspecto de indio mohicano recién despertado.
Estaba cansada, pero sus ojos brillaban tras los lentes rotos, sujetos con cinta
adhesiva. El equipaje comprendía un tubo de casi tres metros de largo y otros
bultos de tamaño y forma poco usual.
–¿Tienen algo que declarar? –preguntó el oficial de inmigración,
lanzando una mirada de desaprobación al extraño peinado de Alex y la facha
de la abuela.
Eran las cinco de la madrugada y el hombre estaba tan cansado como
los pasajeros del avión que acababa de llegar de Brasil.
–Nada. Somos reporteros del International Geographic. Todo lo que
traemos es material de trabajo –replicó Kate Cold.
–¿Fruta, vegetales, alimentos?
–Sólo el agua de la salud para curar a mi madre... –dijo Alex, mostrando
la botella que había llevado en la mano durante todo el viaje.
–No le haga caso, oficial, este muchacho tiene mucha imaginación –
interrumpió Kate.
–¿Qué es eso? –preguntó el funcionario señalando el tubo.
–Una cerbatana.
–¿Qué?
–Es una especie de caña hueca que usan los indios del Amazonas para
disparar dardos envenenados con... –empezó a explicar Alexander, pero su
abuela lo hizo callar de una patada.
El hombre estaba distraído y no siguió preguntando, de modo que no
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
supo del carcaj con los dardos ni de la calabaza con el mortal curare, que
venía en otro de los bultos.
–¿Algo más?
Alexander Cold buscó en los bolsillos de su parka y extrajo tres bolas de
vidrio.
–¿Qué es eso?
–Creo que son diamantes –dijo el muchacho y al punto recibió otra
patada de su abuela.
–¡Diamantes! ¡Muy divertido! ¿Qué has estado fumando, muchacho? –
exclamó el oficial con una carcajada, estampando los pasaportes e
indicándoles que siguieran.
Al abrir la puerta del apartamento en Nueva York, una bocanada de aire
fétido golpeó a Kate y Alexander en la cara. La escritora se dio una palmada
en la frente. No era la primera vez que se iba de viaje y dejaba la basura en la
cocina. Entraron a tropezones, cubriéndose la nariz. Mientras Kate organizaba
el equipaje, su nieto abrió las ventanas y se hizo cargo de la basura, a la cual
ya le había crecido flora y fauna. Cuando por fin lograron meter el tubo con la
cerbatana en el minúsculo apartamento, Kate cayó despatarrada en el sofá
con un suspiro. Sentía que empezaban a pesarle los años.
Alexander extrajo las bolas de su parka y las colocó sobre la mesa. Ella
les dirigió una mirada indiferente. Parecían esos pisapapeles de vidrio que
compran los turistas.
–Son diamantes, Kate –le informó el muchacho.
–¡Claro! Y yo soy Marilyn Monroe... –contestó la vieja escritora.
–¿Quién?
–¡Bah! –gruñó ella, espantada ante el abismo generacional que la
separaba de su nieto.
–Debe ser alguien de tu época –sugirió Alexander.
–¡Ésta es mi época! Ésta es más época mía que tuya. Al menos yo no vivo
en la luna, como tú – refunfuñó la abuela.
–De verdad son diamantes, Kate –insistió él.
–Está bien, Alexander, son diamantes.
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ISABEL ALLENDE
–¿Podrías llamarme Jaguar? Es mi animal totémico. Los diamantes no
nos pertenecen, Kate, son de los indios, de la gente de la neblina. Le prometí a
Nadia que los emplearíamos para protegerlos.
–¡Ya, ya, ya! –masculló ella sin prestarle atención.
–Con esto podemos financiar la fundación que pensabas hacer con el
profesor Leblanc.
–Creo que con el golpe que te dieron en el cráneo se te soltaron los
tornillos del cerebro, hijo – replicó ella, colocando distraídamente los huevos
de cristal en el bolsillo de su chaqueta.
En las semanas siguientes la escritora tendría ocasión de revisar ese
juicio sobre su nieto.
Kate tuvo los huevos de cristal en su poder durante dos semanas, sin
acordarse de ellos para nada, hasta que al mover su chaqueta de una silla
cayó uno de ellos, aplastándole los dedos de un pie. Para entonces su nieto
Alexander estaba de vuelta en casa de sus padres en California. La escritora
anduvo varios días con el pie adolorido y las piedras en el bolsillo,
jugueteando con ellas distraídamente en la calle. Una mañana pasó a tomar
un café al local de la esquina y al irse dejó uno de los diamantes olvidado
sobre la mesa. El dueño, un italiano que la conocía desde hacía veinte años, la
alcanzó en la esquina.
–¡Kate! ¡Se te quedó tu bola de vidrio! –le gritó, lanzándosela por encima
de las cabezas de otros transeúntes.
Ella la cogió al vuelo y siguió andando con la idea de que ya era hora de
hacer algo respecto a esos huevos. Sin un plan definido, se dirigió a la calle de
los joyeros, donde se encontraba el negocio de un antiguo enamorado suyo,
Isaac Rosenblat. Cuarenta años antes habían estado a punto de casarse, pero
apareció Joseph Cold y sedujo a Kate tocándole un concierto de flauta. Kate
estaba segura de que la flauta era mágica. Al poco tiempo Joseph Cold se
convirtió en uno de los músicos más célebres del mundo. «Era la misma flauta
que el tonto de mi nieto dejó tirada en el Amazonas!», pensó Kate, furiosa. Le
había dado un buen tirón de orejas a Alexander por perder el magnífico
instrumento musical de su abuelo.
Isaac Rosenblat era un pilar de la comunidad hebrea, rico, respetado y
padre de seis hijos. Era una de esas personas ecuánimes, que cumplen con su
deber sin aspavientos y que tienen el alma en paz; pero cuando vio entrar a
Kate Cold a su tienda sintió que se hundía en una ciénaga de recuerdos. En un
instante volvió a ser el joven tímido que había amado a esa mujer con la
desesperación del primer amor. En ese tiempo ella era una joven de piel de
porcelana e indómita cabellera roja; ahora lucía más arrugas que un
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
pergamino y unos pelos grises cortados a tijeretazos y tiesos como las cerdas
de un escobillón.
–¡Kate! No has cambiado, muchacha, te reconocería en una multitud... –
murmuró, emocionado.
–No mientas, viejo sinvergüenza –replicó ella, sonriendo halagada, a
pesar suyo, y soltando su mochila, que se estrelló en el piso como un saco de
papas.
–Has venido a decirme que te equivocaste y a pedirme perdón por
haberme dejado plantado y con el corazón roto, ¿verdad? –se burló el joyero.
–Es cierto, me equivoqué, Isaac. No sirvo para casada. Mi matrimonio
con Joseph duró muy poco, pero al menos tuvimos un hijo, John. Ahora tengo
tres nietos.
–Supe que Joseph murió, en verdad lo lamento. Siempre le tuve celos y
no le perdoné que me quitara la novia, pero igual compraba todos sus discos.
Tengo la colección completa de sus conciertos. Era un genio... –dijo el joyero
ofreciendo asiento a Kate en un sofá de cuero oscuro y acomodándose a su
lado–. Así es que ahora estás viuda –agregó estudiándola con cariño.
–No te hagas ilusiones, no he venido a que me consueles. Tampoco he
venido a comprar joyas. No van bien con mi estilo –replicó Kate.
–Ya lo veo –anotó Isaac Rosenblat, mirando de reojo los pantalones
arrugados, las botas de combate y la bolsa de excursionista que había en el
suelo.
–Quiero mostrarte unos pedazos de vidrio –dijo ella, sacando los huevos
de su chaqueta.
Por la ventana entraba la luz de la mañana, que dio de lleno sobre los
objetos que la mujer sostenía en las palmas de las manos. Un resplandor
imposible cegó por un instante a Isaac Rosenblat, provocándole un sobresalto
en el corazón. Provenía de una familia de joyeros. Por las manos de su abuelo
habían pasado piedras preciosas de las tumbas de los faraones egipcios; de las
manos de su padre habían salido diademas para emperatrices; sus manos
habían desmontado los rubíes y las esmeraldas de los zares de Rusia,
asesinados durante la revolución bolchevique. Nadie sabía más de joyas que
él, y muy pocas piedras lograban emocionarlo, pero tenía ante sus ojos algo
tan prodigioso, que se sintió mareado. Sin decir palabra, tomó los huevos, los
llevó a su escritorio y los examinó con lupa bajo una lámpara. Cuando
comprobó que su primera impresión era cierta, dio un suspiro profundo, sacó
un pañuelo blanco de batista y se secó la frente.
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ISABEL ALLENDE
–¿Dónde robaste esto, muchacha? –preguntó con voz temblorosa.
–Vienen de un lugar remoto llamado la Ciudad de las Bestias.
–¿Me estás tomando el pelo? –preguntó el joyero.
–Te prometo que no. ¿Valen algo, Isaac?
–Algo valen, sí. Digamos que con ellos puedes comprar un país chico –
murmuró el joyero.
–¿Estás seguro?
–Son los diamantes más grandes y más perfectos que he visto. ¿Dónde
estaban? Es imposible que un tesoro como éste haya pasado inadvertido.
Conozco todas las piedras importantes que existen, pero nunca oí hablar de
éstas, Kate.
–Pide que nos traigan café y un trago de vodka, Isaac. Ahora ponte
cómodo, porque voy a contarte una historia interesante –replicó Kate Cold.
Así se enteró el buen hombre de una adolescente brasilera, quien subió
a una misteriosa montaña en el Alto Orinoco, guiada por un sueño y por un
brujo desnudo, donde encontró las piedras en un nido de águilas. Kate le
contó cómo la niña le había dado aquella fortuna a Alexander, su nieto,
encargándole la misión de usarla para ayudar a una cierta tribu de indios, la
gente de la neblina, que aún vivía en la Edad de la Piedra. Isaac Rosenblat
escuchó cortésmente, sin creer ni una palabra de aquel descabellado cuento.
Ni un tonto de remate podía tragarse semejantes fantasías, concluyó.
Seguramente su antigua novia estaba involucrada en algún negocio muy
turbio o había descubierto una mina fabulosa. Sabía que Kate nunca se lo
confesaría. Allá ella, estaba en su derecho, suspiró otra vez.
–Veo que no me crees, Isaac –masculló la estrafalaria escritora
echándose otro trago de vodka al gaznate para aplacar un acceso de tos.
–Supongo que estás de acuerdo conmigo en que ésta es una historia
poco común, Kate...
–Y eso que todavía no te he contado de las Bestias, unos gigantes
peludos y hediondos que...
–Está bien, Kate, creo que no necesito más detalles –la interrumpió el
joyero, extenuado.
–Debo convertir estos peñascos en capital para una fundación. Le
prometí a mi nieto que se usarían para proteger a la gente de la neblina, así se
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
llaman los indios invisibles, y...
–¿Invisibles?
–No son exactamente invisibles, Isaac, pero lo parecen. Es como un
truco de magia. Dice Nadia Santos que...
–¿Quién es Nadia Santos?
–La chica que encontró los diamantes, ya te lo dije. ¿Me ayudarás,
Isaac?
–Te ayudaré, siempre que sea legal, Kate.
Y así fue como el honrado Isaac Rosenblat se convirtió en guardián de
las tres piedras maravillosas; cómo se hizo cargo de convertirlas en dinero
contante y sonante; cómo invirtió el capital sabiamente; y cómo asesoró a Kate
Cold para crear la Fundación Diamante. Le aconsejó nombrar presidente al
antropólogo Ludovic Leblanc, pero mantener en sus propias manos el control
del dinero. De ese modo también reanudó la amistad con ella, dormida
durante cuarenta años.
–¿Sabes que yo también soy viudo, Kate? –le confesó esa misma noche,
cuando salieron a cenar juntos.
–Supongo que no pensarás declararte, Isaac. Hace mucho que no he
lavado los calcetines de un marido y no pienso hacerlo ahora –dijo riendo la
escritora.
Brindaron por los diamantes.
Unos meses más tarde Kate se encontraba ante su computadora, sin más
ropa sobre su enjuto cuerpo que una camiseta llena de agujeros que le llegaba
a medio muslo y dejaba a la vista sus rodillas nudosas, sus piernas cruzadas
de venas y cicatrices y sus firmes pies de caminante. Sobre su cabeza giraban,
con un zumbido de moscardones, las aspas de un ventilador, que no lograban
aliviar el calor sofocante de Nueva York en verano. Desde hacía algún tiempo
–dieciséis o diecisiete años– la escritora contemplaba la posibilidad de instalar
aire acondicionado en su apartamento, pero todavía no había encontrado el
momento para hacerlo. El sudor le empapaba el cabello y le chorreaba por la
espalda, mientras sus dedos azotaban con furia el teclado. Sabía que bastaba
rozar las teclas, pero ella era un animal de costumbres y por eso las
machacaba, como antes hacía en su anticuada máquina de escribir.
A un lado de la computadora tenía un jarro de té helado con vodka, una
mezcla explosiva de cuya invención se sentía muy orgullosa. Al otro lado
descansaba su pipa de marinero apagada. Se había resignado a fumar menos,
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ISABEL ALLENDE
porque la tos no la dejaba en paz, pero mantenía la pipa cargada por
compañía: el olor del tabaco negro reconfortaba su alma. «A los sesenta y
cinco años no son muchos los vicios que una bruja como yo puede permitirse»,
pensaba. No estaba dispuesta a renunciar a ninguno de sus vicios, pero si no
dejaba de fumar iban a estallarle los pulmones.
Kate llevaba seis meses dedicada a poner en pie la Fundación Diamante,
que había creado con el famoso antropólogo Ludovic Leblanc, a quien, dicho
sea de paso, consideraba su enemigo. Detestaba ese tipo de trabajo, pero, si
no lo hacía, su nieto Alexander jamás se lo perdonaría. «Soy una persona de
acción, una reportera de viajes y aventuras, no una burócrata», suspiraba
entre sorbo y sorbo de té con vodka.
Además de lidiar con el asunto de la fundación, había tenido que volar
dos veces a Caracas para declarar en el juicio contra Mauro Carías y la
doctora Omayra Torres, los responsables de la muerte de centenares de
indígenas infectados de viruela. Mauro Carías no asistió al juicio, estaba
convertido en vegetal en una clínica privada. Habría sido mejor que el
garrotazo que recibió de los indios lo hubiera despachado al otro mundo.
Las cosas se complicaban para Kate Cold, porque la revista International
Ge ographic le había encargado escribir un reportaje sobre el Reino del
Dragón de Oro. No le convenía seguir postergando el viaje, porque podían
dárselo a otro reportero, pero antes de partir debía curarse la tos. Ese
pequeño país estaba incrustado entre los picos del Himalaya, donde el clima
era muy traicionero; la temperatura podía variar treinta grados en pocas
horas. La idea de consultar a un médico no se le pasaba por la mente, por
supuesto. No lo había hecho jamás en su vida y no era cosa de comenzar
ahora; tenía la peor opinión de los profesionales que ganan por hora. Ella
cobraba por palabra. Le parecía obvio que a ningún médico le conviene que el
paciente sane, por eso prefería remedios caseros. Tenía su fe puesta en una
corteza de árbol traída del Amazonas, que dejaría sus pulmones como nuevos.
Un centenario chamán de nombre Walimai le había asegurado que la corteza
servía para curar las enfermedades de la nariz y la boca. Kate la pulverizaba
en la licuadora y la diluía en su té con vodka, para disimular el sabor amargo,
y lo bebía a lo largo del día con gran determinación. La medicina aún no había
dado resultados, le explicaba en ese mismo momento al profesor Ludovic
Leblanc a través del correo electrónico.
Nada hacía tan felices a Cold y Leblanc como odiarse mutuamente, y no
perdían ocasión de demostrarlo. No les faltaban pretextos, porque estaban
inevitablemente unidos por la Fundación Diamante, cuyo presidente era él,
mientras ella manejaba el dinero. El trabajo común para la fundación los
obligaba a comunicarse casi a diario y lo hacían por correo electrónico para
no tener que escuchar sus voces en el teléfono. Procuraban verse lo menos
posible.
- 28 -
EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
La Fundación Diamante había sido creada para proteger a las tribus del
Amazonas en general y a la gente de la neblina en particular, como había
exigido Alexander. El profesor Ludovic Leblanc estaba escribiendo un pesado
libraco académico sobre la tribu y su propio papel en esa aventura, aunque en
verdad los indios habían sido salvados milagrosamente del genocidio por
Alexander Cold y su amiga brasilera Nadia Santos, y no por Leblanc. Al
recordar esas semanas en la selva, Kate no podía evitar una sonrisa. Cuando
partieron de viaje al Amazonas, su nieto era un chiquillo mimado y cuando
volvieron, poco más tarde, estaba convertido en un hombre. Alexander –o
jaguar, como se le había puesto en la cabeza que debía llamarlo– se había
portado como un valiente, era justo reconocerlo. Estaba orgullosa de él. La
fundación existía gracias a Alex y Nadia; sin ellos el proyecto habría quedado
en puras palabras: ellos lo habían financiado.
Al comienzo el profesor pretendía que la organización se llamara
Fundación Ludovic Leblanc, porque estaba seguro de que su nombre atraería
a la prensa y a posibles benefactores; pero Kate no le permitió terminar la
frase.
–Tendrá que pasar sobre mi cadáver antes de poner el capital aportado
por mi propio nieto a nombre suyo, Leblanc –lo interrumpió.
El antropólogo debió resignarse, porque ella disponía de los tres
fabulosos diamantes del Amazonas. Como el joyero Rosenblat, tampoco
Ludovic Leblanc creía ni una palabra de la historia de aquellas extraordinarias
piedras. ¿Diamantes en un nido de águilas? ¡Cómo no! Sospechaba que el guía
César Santos, padre de Nadia, tenía acceso a una mina secreta en plena
jungla, de donde la chica había obtenido las piedras. Acariciaba la fantasía de
regresar al Amazonas y convencer al guía de compartir las riquezas con él.
Era un sueño disparatado, porque se estaba poniendo viejo, le dolían las
articulaciones y ya no tenía energía para viajar a lugares sin aire
acondicionado. Además estaba muy ocupado escribiendo su obra maestra.
Le parecía imposible concentrarse en su importante misión con su
reducido sueldo de profesor. Su oficina era un hoyo insalubre, en un edificio
decrépito, en un cuarto piso sin ascensor, una vergüenza. Si al menos Kate
Cold fuera algo más generosa con el presupuesto... «¡Qué mujer tan
desagradable!», pensaba el antropólogo. Era imposible tratar con ella. El
presidente de la Fundación Diamante debía trabajar con estilo. Necesitaba
una secretaria y una oficina decente; pero la avara de Kate no le soltaba ni un
centavo más del estrictamente necesario para las tribus. Justamente en ese
momento ambos discutían por correo electrónico a propósito de un automóvil,
que a él le parecía indispensable. Movilizarse en metro era una pérdida de su
precioso tiempo, que estaría mejor empleado al servicio de los indios y los
bosques, explicaba. En la pantalla de ella iban formándose las frases de
Leblanc: «No pido algo especial, Cold, no se trata de una limusina con chofer,
sino apenas un pequeño convertible...».
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ISABEL ALLENDE
Sonó el teléfono y la escritora lo ignoró, porque no deseaba perder el
hilo de los contundentes argumentos con que planeaba acribillar a Leblanc,
pero la campanilla siguió repicando hasta desquiciarla. Furiosa, cogió el
auricular de un manotazo, refunfuñando contra el atrevido que la interrumpía
en su trabajo intelectual.
–Hola, abuela –saludó alegremente la voz de su nieto mayor desde
California.
–¡Alexander! –exclamó encantada al oírlo, pero enseguida se controló, no
fuera su nieto a sospechar que lo echaba de menos–. ¿No te he dicho mil veces
que no me llames abuela?
–También quedamos en que tú me llamarías Jaguar –replicó el
muchacho, imperturbable.
–De jaguar no tienes ni un bigote, eres un pobre gato despelucado.
–Tú, en cambio, eres la madre de mi padre, así es que legalmente puedo
llamarte abuela. – ¿Recibiste mi regalo? –lo cortó ella. –¡Es maravilloso, Kate!
En realidad lo era. Alexander acababa de cumplir dieciséis años y el
correo le llevó una enorme caja proveniente de Nueva York con el presente de
su abuela. Kate Cold se había desprendido de una de sus más preciadas
posesiones: la piel de una pitón de varios metros de largo, la misma que se
había tragado su máquina fotográfica en Malaisia, varios años atrás. Ahora el
trofeo colgaba, como único adorno, en la pieza de Alexander. Meses antes el
chico había destrozado el mobiliario en un arrebato de angustia por la
enfermedad de su madre. Sólo quedaron un colchón medio destripado para
dormir y una linterna para leer en la noche.
–¿Cómo están tus hermanas?
–Andrea no entra a mi pieza, porque le tiene horror a la piel de la
culebra, pero Nicole me sirve como esclava para que la deje tocarla. Me ha
ofrecido todo lo que tiene a cambio de la pitón, pero jamás se la daré a nadie.
–Así lo espero. ¿Y cómo sigue tu madre?
–Mucho mejor, con decirte que ha vuelto a sus pinceles y sus pinturas.
¿Sabes? Walimai, el chamán, me dijo que tengo el poder de curar y que debo
usarlo bien. He pensado que no voy a ser músico, como había pensado, sino
médico. ¿Qué te parece? –preguntó Alex.
–Supongo que creerás que tú has curado a tu madre... –se rió la abuela.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Yo no la curé, sino el agua de la salud y las plantas medicinales que
traje del Amazonas...
–Y la quimioterapia y la radiación también –lo interrumpió ella.
–Nunca sabremos qué la curó, Kate. Otros pacientes que recibieron el
mismo tratamiento en el mismo hospital ya se han muerto, en cambio mi
mamá está en plena remisión. Esta enfermedad es muy traicionera y puede
volver en cualquier momento, pero creo que las plantas que me dio el chamán
Walimai y el agua maravillosa podrán mantenerla sana.
–Bastante trabajo te costó conseguirlas –comentó Kate.
–Casi dejé la vida...
–Eso no sería nada, dejaste la flauta de tu abuelo –lo cortó ella.
–Tu consideración por mi bienestar es conmovedora, Kate –se burló
Alexander.
–¡En fin! El asunto ya no tiene remedio. Supongo que debo preguntar
por tu familia...
–También es tuya y me parece que no tienes otra. Por si te interesa,
poco a poco estamos volviendo a la normalidad en la familia. A mi mamá le
está saliendo pelo crespo y canoso. Se veía más bonita pelada –la informó su
nieto.
–Me alegro de que Lisa esté sanando. Me cae bien, es buena pintora –
admitió Kate Cold. –Y buena madre...
Hubo una pausa de varios segundos en la línea hasta que Alexander
reunió el valor para plantear el motivo de su llamada. Explicó que tenía dinero
ahorrado, porque había trabajado durante el semestre haciendo clases de
música y sirviendo en una pizzería. Su propósito había sido reponer lo que
destrozó en su habitación, pero después cambió de idea.
–No tengo tiempo para oír tus planes financieros. Anda al grano, ¿qué es
lo que quieres? –lo conminó la abuela.
–Desde mañana estaré de vacaciones... –¿Y?
–Pensé que, si yo pago mi pasaje, tal vez pudieras llevarme contigo en tu
próximo viaje. ¿No me dijiste que irías al Himalaya?
Otro silencio glacial acogió la pregunta. Kate Cold estaba haciendo un
esfuerzo tremendo por controlar la satisfacción que la embargaba: todo
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ISABEL ALLENDE
estaba saliendo de acuerdo a sus planes. Si lo hubiera invitado, su nieto
habría puesto una serie de inconvenientes, tal como hizo cuando se trató de
viajar al Amazonas, pero de esa manera la iniciativa partía de él. Tan segura
estaba de que Alexander iría con ella, que le tenía preparada una sorpresa.
–¿Estás ahí, Kate? –preguntó Alexander tímidamente.
–Claro. ¿Dónde quieres que esté?
–¿Puedes pensarlo, al menos?
–¡Vaya! Yo creía que la juventud estaba dedicada a fumar pasto y
conseguir pareja a través de Internet... –comentó ella entre dientes.
–Eso es un poco más tarde, Kate, tengo dieciséis años y no me alcanza el
presupuesto ni siquiera para una cita virtual –se rió Alexander y agregó–: Creo
haberte probado que soy buen compañero de viaje. No te molestaré en nada y
puedo ayudarte. Ya no tienes edad para andar sola...
–Pero ¡qué dices, mocoso!
–Me refiero... bueno, puedo cargar tu equipaje, por ejemplo. También
puedo tomar fotos.
–¿Crees que el International Geographic publicaría tus fotos? Vendrán
Timothy Bruce y Joel González, los mismos fotógrafos que fueron con nosotros
al Amazonas.
–¿Se curó González?
–Sanaron las costillas rotas, pero todavía anda asustado. Timothy Bruce
lo cuida como una madre.
–Yo también te cuidaré a ti como una madre, Kate. En el Himalaya te
puede pisotear una manada de yaks. Además hay poco oxígeno, te puede dar
un ataque al corazón –suplicó el nieto.
–No pienso darle a Leblanc el gusto de morirme antes que él –masculló
ella entre dientes, y agregó–: Pero veo que algo sabes sobre esa región.
–No te imaginas cuánto he leído al respecto. ¿Puedo ir contigo? ¡Por
favor!
–Está bien, pero no voy a esperarte ni un solo minuto. Nos encontramos
en el aeropuerto John F Kennedy el próximo jueves, para embarcarnos a las
nueve de la noche rumbo a Londres y de allí a Nueva Delhi. ¿Has
comprendido?
- 32 -
EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–¡Allí estaré, te lo prometo!
–Trae ropa abrigada. Cuanto más alto subamos, más frío hará. Seguro
que tendrás ocasión de hacer montañismo, así es que puedes traer también tu
equipo de escalar.
–¡Gracias, gracias, abuela! –exclamó el muchacho, emocionado.
–¡Si vuelves a llamarme abuela, no te llevo a ninguna parte! –replicó
Kate, colgando el teléfono y echándose a reír con su risa de hiena.
- 33 -
ISABEL ALLENDE
3
EL COLECCIONISTA
A treinta cuadras del minúsculo apartamento de Kate Cold, en el piso
superior de un rascacielos en pleno corazón de Manhattan, el segundo
hombre más rico del mundo, quien había hecho su fortuna robando las ideas
de sus subalternos y socios en la industria de la computación, hablaba por
teléfono con alguien en Hong Kong. Las dos personas nunca se habían visto ni
se verían jamás.
El multimillonario se hacía llamar el Coleccionista y la persona en Hong
Kong era, simplemente, el Especialista. El primero no conocía la identidad del
segundo. Entre otras medidas de seguridad, ambos tenían un dispositivo en el
teléfono para deformar la voz y otro que impedía rastrear el número. Esa
conversación no quedaría registrada en parte alguna y nadie, ni siquiera el
FBI con los más sofisticados sistemas de espionaje del mundo, podría
averiguar en qué consistía la transacción secreta de aquellas dos personas.
El Especialista conseguía cualquier cosa por un precio. Podía asesinar al
presidente de Colombia, poner una bomba en un avión de Lufthansa, obtener
la corona real de Inglaterra, raptar al Papa, o sustituir el cuadro de la Mona
Lisa en el Museo del Louvre. No necesitaba promocionar sus servicios, porque
jamás le faltaba trabajo; por el contrario, a menudo sus clientes debían
esperar meses en una lista antes de que les llegara su turno. La forma de
operar del Especialista era siempre la misma: el cliente depositaba en una
cuenta cierta cifra de seis dígitos –no reembolsable– y aguardaba con
paciencia mientras sus datos eran rigurosamente verificados por la
organización criminal.
Al poco tiempo el cliente recibía la visita de un agente, por lo general
alguien de aspecto anodino, tal vez una joven estudiante en busca de
información para una tesis, o un sacerdote representando a una institución de
beneficencia. El agente lo entrevistaba para averiguar en qué consistía la
misión y luego desaparecía. En la primera cita no se mencionaba el precio,
porque se entendía que si el cliente necesitaba preguntar cuánto costaba el
servicio seguramente no podía pagarlo. Más tarde se cerraba el trato con una
llamada telefónica del Especialista en persona. Esa llamada podía provenir de
cualquier lugar del mundo.
El Coleccionista tenía cuarenta y dos años. Era un hombre de mediana
estatura y aspecto común, con gruesos lentes, los hombros caídos y una
calvicie precoz, lo cual le daba el aspecto de ser mucho mayor. Vestía con
desaliño, su escaso cabello aparecía siempre grasiento y tenía el mal hábito de
escarbarse la nariz con el dedo cuando estaba concentrado en sus
pensamientos, lo cual ocurría casi todo el tiempo. Había sido un niño solitario
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
y acomplejado, de mala salud, sin amigos y tan brillante, que se aburría en la
escuela. Sus compañeros lo detestaban, porque sacaba las mejores notas sin
esfuerzo, y sus maestros tampoco lo tragaban, porque era pedante y siempre
sabía más que ellos. Había comenzado su carrera a los quince años,
fabricando computadoras en el garaje de la casa de su padre. A los veintitrés
era millonario y, gracias a su inteligencia y a su absoluta falta de escrúpulos, a
los treinta tenía más dinero en sus cuentas personales que el presupuesto
completo de las Naciones Unidas.
De niño había coleccionado, como casi todo el mundo, estampillas y
monedas; en su juventud coleccionó automóviles de carreras, castillos
medievales, canchas de golf, bancos y reinas de belleza; ahora, en el comienzo
de la madurez, había iniciado una colección de «objetos raros». Los mantenía
ocultos en bóvedas blindadas, repartidas en cinco continentes, para que, en
caso de cataclismo, su preciosa colección no pereciera completa. Ese método
tenía el inconveniente de que él no podía pasear entre sus tesoros, gozando de
todos simultáneamente; debía desplazarse en su jet de un punto a otro para
verlos, pero en realidad no necesitaba hacerlo a menudo. Le bastaba saber
que existían, estaban a salvo y eran suyos. No lo motivaba un sentimiento de
amor artístico por aquel botín, sino simple y clara codicia.
Entre otras cosas de inestimable valor, el Coleccionista poseía el más
antiguo manuscrito de la humanidad, la verdadera máscara funeraria de
Tutankamón (la del museo es una copia), el cerebro de Einstein cortado en
pedacitos y flotando en un caldo de formol, los textos originales de Averroes
escritos de su puño y letra, una piel humana completamente cubierta de
tatuajes desde el cuello hasta los pies, piedras de la luna, una bomba nuclear,
la espada de Carlomagno, el diario secreto de Napoleón Bonaparte, varios
huesos de santa Cecilia y la fórmula de la Coca–Cola.
Ahora el multimillonario pretendía adquirir uno de los más raros tesoros
del mundo, cuya existencia muy pocos conocían y al cual una sola persona
viviente tenía acceso. Se trataba de un dragón de oro incrustado de piedras
preciosas que desde hacía mil ochocientos años sólo habían visto los monarcas
coronados de un pequeño reino independiente en las montañas y valles del
Himalaya. El dragón estaba envuelto en misterio y protegido por un maleficio
y por antiguas y complejas medidas de seguridad. Ningún libro ni guía
turística lo mencionaban, pero mucha gente había oído hablar de él y había
una descripción en el Museo Británico. También existía un dibujo en un
antiguo pergamino, descubierto por un general en un monasterio, cuando
China invadió Tíbet. Esa brutal ocupación militar forzó a más de un millón de
tibetanos a huir hacia Nepal e India, entre ellos el Dala¡ Lama, la más alta
figura espiritual del budismo.
Antes de 1950, el príncipe heredero del Reino del Dragón de Oro recibía
instrucción especial, desde los seis hasta los veinte años, en ese monasterio de
Tíbet. Allí se habían guardado durante siglos los pergaminos, donde estaban
- 35 -
ISABEL ALLENDE
descritas las propiedades de aquel objeto y su forma de uso, que el príncipe
debía estudiar. Según la leyenda, no se trataba sólo de una estatua, sino de un
prodigioso artefacto de adivinación, que sólo podía usar el rey coronado para
resolver los problemas de su reino. El dragón podía predecir desde las
variaciones en el clima, que determinaban la calidad de las cosechas, hasta las
intenciones bélicas de los países vecinos. Gracias a esa misteriosa
información, y a la sabiduría de sus gobernantes, ese diminuto reino había
logrado mantener una tranquila prosperidad y su feroz independencia.
Para el Coleccionista, el hecho de que la estatua fuera de oro resultaba
irrelevante, puesto que disponía de todo el oro que deseaba. Sólo le
interesaban las propiedades mágicas del dragón. Había pagado una fortuna al
general chino por el pergamino robado y luego lo había hecho traducir,
porque sabía que de nada le servía la estatua sin el manual de instrucciones.
Los ojillos de rata del multimillonario brillaban tras sus gruesos lentes al
pensar cómo podría controlar la economía mundial cuando tuviera ese objeto
en sus manos. Conocería las variaciones del mercado de valores antes que
éstas se produjeran, así podría adelantarse a sus competidores y multiplicar
sus miles de millones. Le molestaba muchísimo ser el segundo hombre más
rico del mundo.
El Coleccionista se enteró de que durante la invasión china, cuando el
monasterio fue destruido y algunos de sus monjes asesinados, el príncipe
heredero del Reino del Dragón de Oro logró escapar por los pasos de las
montañas, disfrazado de campesino, hasta llegar a Nepal, y de allí viajó,
siempre de incógnito, a su país.
Los lamas tibetanos no habían alcanzado a terminar la preparación del
joven, pero su padre, el rey, continuó personalmente con su educación. No
pudo darle, sin embargo, la óptima preparación en prácticas mentales y
espirituales que él mismo había recibido. Cuando los chinos atacaron el
monasterio, los monjes no le habían abierto todavía el ojo en la frente al
príncipe, que lo capacitaría para ver el aura de las personas y así determinar
su carácter y sus intenciones. Tampoco había sido bien entrenado en el arte
de la telepatía, que permitía leer el pensamiento. Nada de eso podía darle su
padre, pero, a la muerte de éste, el príncipe pudo ocupar el trono con
dignidad. Poseía un profundo conocimiento de las enseñanzas de Buda y con
el tiempo probó tener la mezcla adecuada de autoridad para gobernar, sentido
práctico para hacer justicia y espiritualidad para no dejarse corromper por el
poder.
El padre de Dii Bahadur acababa de cumplir veinte años cuando
ascendió al trono, y muchos pensaron que no sería capaz de gobernar como
otros monarcas de esa nación; sin embargo, desde el principio el nuevo rey
dio muestras de madurez y sabiduría. El Coleccionista se enteró de que el
monarca llevaba más de cuarenta años en el trono y su gobierno se había
caracterizado por lograr la paz y el bienestar.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
El soberano del Reino del Dragón de Oro no aceptaba influencias del
extranjero, sobre todo de Occidente, que consideraba una cultura materialista
y decadente, muy peligrosa para los valores que siempre habían imperado en
su país. La religión oficial del Estado era el budismo, y él estaba decidido a
mantener las cosas de ese modo. Cada año se realizaba una encuesta para
medir el índice de felicidad nacional; ésta no consistía en la falta de
problemas, ya que la mayor parte de éstos son inevitables, sino en la actitud
compasiva y espiritual de sus habitantes. El gobierno desalentaba el turismo y
sólo admitía un número muy reducido de visitantes calificados al año. Por esta
razón las empresas de turismo se referían a aquel país como el Reino
Prohibido.
La televisión, instalada recientemente, transmitía durante pocas horas
diarias y sólo aquellos programas que el rey consideraba inofensivos, como las
transmisiones deportivas, los documentales científicos y dibujos animados. El
traje nacional era obligatorio; la ropa occidental estaba prohibida en lugares
públicos. Derogar esa prohibición había sido una de las peticiones más
urgentes de los estudiantes de la universidad, que se morían por los vaqueros
americanos y las zapatillas deportivas, pero el rey era inflexible en ese punto,
como en muchos otros. Contaba con el apoyo incondicional del resto de la
población, que estaba orgullosa de sus tradiciones y no tenía interés en las
costumbres extranjeras.
El Coleccionista sabía muy poco del Reino del Dragón de Oro, cuyas
riquezas históricas o geográficas le importaban un bledo. No pensaba visitarlo
jamás. Tampoco era su problema apoderarse de la estatua mágica, para eso
pagaría una fortuna al Especialista. Si aquel objeto podía predecir el futuro,
como le habían asegurado, él podría cumplir su último sueño: convertirse en
el hombre más rico del mundo, el número uno.
La voz desfigurada de su interlocutor en Hong Kong le confirmó que la
operación estaba en marcha y podía esperar resultados dentro de tres o
cuatro semanas. Aunque el cliente no preguntó, el Especialista le informó del
costo de sus servicios, tan absurdamente alto, que el Coleccionista se puso de
pie de un salto.
–¿Y si usted falla? –quiso saber el segundo individuo más rico del mundo,
una vez que se calmó, observando atentamente su dedo índice, donde estaba
pegada la sustancia amarilla recién extraída de su nariz.
–Yo no fallo –fue la respuesta lacónica del Especialista.
Ni el Especialista ni su cliente imaginaban que en ese mismo momento
Dil Bahadur, hijo menor del monarca del Reino del Dragón de Oro y el
escogido para sucederlo en el trono, estaba con su maestro en su «casa» de la
montaña. Ésta era una gruta cuyo acceso estaba disimulado por un biombo
natural de rocas y arbustos, que se encontraba en una especie de terraza o
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ISABEL ALLENDE
balcón en la ladera de la montaña. Fue escogida por el monje porque era
prácticamente inaccesible por tres de sus lados y porque nadie que no
conociera el lugar podría descubrirla.
Tensing había vivido como ermitaño en esa cueva por varios años, en
silencio y soledad, hasta que la reina y el rey del Reino Prohibido le
entregaron a su hijo para que lo preparara. El niño estaría con él hasta los
veinte años. En ese tiempo debía convertirlo en un gobernante perfecto
mediante un entrenamiento tan riguroso, que muy pocos seres humanos lo
resistirían. Pero todo el entrenamiento del mundo no lograría los resultados
adecuados si Dil Bahadur no tuviera una inteligencia superior y un corazón
intachable. Tensing estaba contento, porque su discípulo había dado muestras
sobradas de poseer ambos atributos.
El príncipe había permanecido con el monje durante doce años,
durmiendo sobre piedras tapado con una piel de yak, alimentado con una
dieta estrictamente vegetariana, dedicado por completo a la práctica religiosa,
el estudio y el ejercicio físico. Era feliz. No cambiaría su vida por ninguna otra
y veía con pesar aproximarse la fecha en que debería incorporarse al mundo.
Sin embargo, recordaba muy bien su sentimiento de terror y soledad, cuando
a los seis años se encontró en una ermita en las montañas junto a un
desconocido de tamaño gigantesco, quien lo dejó llorar durante tres días sin
intervenir, hasta que no le quedaron más lágrimas para derramar. No volvió a
llorar más. A partir de ese día el gigante reemplazó a su madre, su padre y el
resto de su familia, se convirtió en su mejor amigo, su maestro, su instructor
de tao–shu, su guía espiritual. De él aprendió casi todo lo que sabía.
Tensing lo condujo paso a paso en el camino del budismo, le enseñó
historia y filosofía, le dio a conocer la naturaleza, los animales y el poder
curativo de las plantas, le desarrolló la intuición y la imaginación, le adiestró
para la guerra y al mismo tiempo le hizo ver el valor de la paz. Le inició en los
secretos de los lamas y lo ayudó a encontrar el equilibrio mental y físico que
necesitaría para gobernar. Uno de los ejercicios que el príncipe debía hacer
consistía en disparar su arco de pie, con huevos colocados bajo los talones, o
bien en cuclillas con huevos en la parte de atrás de las rodillas.
–No sólo se requiere buena puntería con la flecha, Dil Bahadur, también
necesitas fuerza, estabilidad y control de todos los músculos –le repetía con
paciencia el lama.
–Tal vez sería más productivo comernos los huevos, honorable maestro –
suspiraba el príncipe cuando aplastaba los huevos.
La práctica espiritual era aún más intensa. A los diez años el muchacho
entraba en trance y se elevaba a un plano superior de conciencia; a los once
podía comunicarse telepáticamente y mover objetos sin tocarlos; a los trece
hacía viajes astrales. Cuando cumplió catorce años el maestro le abrió un
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
orificio en la frente para que pudiera ver el aura. La operación consistió en
perforar el hueso, lo cual le dejó una cicatriz circular del tamaño de una
arveja.
–Toda materia orgánica irradia energía o aura, un halo de luz invisible
para el ojo humano, salvo en el caso de ciertas personas con poderes
psíquicos. Se pueden averiguar muchas cosas por el color y la forma del aura
–le explicó Tensing.
Durante tres veranos consecutivos, el lama viajó con el niño a ciudades
de India, Nepal y Bután, para que se entrenara leyendo el aura de la gente y
los animales que veía; pero nunca lo llevó a los hermosos valles y las terrazas
cortadas en las montañas de su propio país, el Reino Prohibido, adonde sólo
regresaría al término de su educación.
Dil Bahadur aprendió a usar el ojo en su frente con tal precisión, que a
los dieciocho años, edad que ahora tenía, podía distinguir las propiedades
medicinales de una planta, la ferocidad de un animal o el estado emocional de
una persona, por el aspecto del aura. Faltaban sólo dos años para que el joven
cumpliera los veinte y la labor de su maestro terminara. En ese momento Dil
Bahadur regresaría por primera vez al seno de su familia y luego iría a
estudiar a Europa, porque había muchos conocimientos indispensables en el
mundo moderno, que Tensing no podía darle y que necesitaría para gobernar
su nación. Tensing estaba dedicado por entero a preparar al príncipe para que
un día fuera un buen rey y para que pudiera descifrar los mensajes del Dragón
de Oro, sin sospechar que en Nueva York había un hombre codicioso que
planeaba robarlo. Los estudios eran tan intensos y complicados, que a veces el
alumno perdía la paciencia, pero Tensing, inflexible, lo obligaba a trabajar
hasta que la fatiga los vencía a ambos.
–No quiero ser rey, maestro –dijo Dil Bahadur aquel día.
–Tal vez mi alumno prefiere renunciar al trono con tal de no estudiar sus
lecciones –sonrió Tensing.
–Deseo una vida de meditación, maestro. ¿Cómo podré alcanzar la
iluminación entre las tentaciones del mundo?
–No todos pueden ser ermitaños como yo. Tu karma es ser rey. Deberás
alcanzar la iluminación por un camino mucho más difícil que la meditación.
Tendrás que hacerlo sirviendo a tu pueblo.
–No deseo separarme de usted, maestro –dijo el príncipe con la voz
quebrada.
El larva fingió no ver los ojos húmedos del joven.
- 39 -
ISABEL ALLENDE
–El deseo y el temor son ilusiones, Dil Bahadur, no son realidades. Debes
practicar el desprendimiento.
–¿Debo desprenderme también del afecto?
–El afecto es como la luz del mediodía y no necesita la presencia del otro
para manifestarse. La separación entre los seres también es ilusoria, puesto
que todo está unido en el universo. Nuestros espíritus siempre estarán juntos,
Dil Bahadur –explicó el lama, comprobando, con cierta sorpresa, que él mismo
no era impermeable a la emoción, porque se había contagiado de la tristeza de
su discípulo.
También él veía con pesar aproximarse el momento en que debería
conducir al príncipe de vuelta a su familia, al mundo y al trono del Reino del
Dragón de Oro, al cual estaba destinado.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
4
EL ÁGUILA Y EL JAGUAR
El avión en que viajaba Alexander Cold aterrizó en Nueva York a las
cinco cuarenta y cinco de la tarde. A esa hora aún no había disminuido el calor
de aquel día de junio. El muchacho recordaba con buen humor su primer viaje
solo a esa ciudad, cuando una chica de aspecto inofensivo le robó todas sus
posesiones apenas salió del aeropuerto. ¿Cómo se llamaba? Casi lo había
olvidado... ¡Morgana! Era un nombre de hechicera medieval. Le parecía que
habían transcurrido años desde entonces, aunque en verdad sólo habían
pasado seis meses. Se sentía como otra persona: había crecido, tenía más
seguridad en sí mismo y no había vuelto a sufrir ataques de rabia o
desesperación.
La crisis familiar había pasado: su madre parecía a salvo del cáncer,
aunque siempre existía el temor de que le volviera. Su padre había vuelto a
sonreír y sus hermanas, Andrea y Nicole, empezaban a madurar. Él ya casi no
peleaba con ellas; apenas lo indispensable para que no se le montaran en la
cabeza. Entre sus amistades había aumentado su prestigio de manera notable;
incluso la bella Cecilia Burns, quien siempre lo había tratado como a un piojo,
ahora le pedía que la ayudara con las tareas de matemáticas. Más que
ayudarla, debía hacérselas completas y después dejar que ella le copiara el
examen, pero la sonrisa radiante de la chica era una recompensa más que
suficiente para él. Cecilia Burns meneaba su refulgente melena y a él se le
ponían las orejas coloradas. Desde que Alexander regresó del Amazonas con
media cabeza pelada, una orgullosa cicatriz y un sartal de historias increíbles,
se había vuelto muy popular en la escuela; sin embargo, sentía que ya no
calzaba en su ambiente. Sus amigos no le divertían como antes. La aventura
había despertado su curiosidad; el pueblito donde se había criado era apenas
un punto casi invisible en el mapa del norte de California, donde se ahogaba;
quería escapar de esos confines y explorar la inmensidad del mundo.
Su profesor de geografía le sugirió que contara sus aventuras a la clase.
Alex se presentó a la escuela con su cerbatana, pero sin los dardos
envenenados con curare, porque no quería provocar un accidente, y sus fotos
nadando con un delfín en el Río Negro, sujetando un caimán con las manos
desnudas y devorando carne ensartada en una flecha. Cuando explicó que era
un trozo de anaconda, la serpiente acuática más grande que se conoce, el
estupor de sus compañeros aumentó hasta la incredulidad. Y eso que no les
contó lo más interesante: su viaje al territorio de la gente de la neblina, donde
encontró prodigiosas criaturas prehistóricas. Tampoco les dijo de Walimai, el
anciano brujo que lo ayudó a conseguir el agua de la salud para su madre,
porque iban a pensar que se había vuelto loco. Todo lo había anotado
cuidadosamente en su diario, porque pensaba escribir un libro. Tenía hasta el
título: su libro se llamaría La Ciudad de las Bestias.
- 41 -
ISABEL ALLENDE
Nunca mencionaba a Nadia Santos, o Águila, como él la llamaba. Su
familia sabía que había dejado una amiga en el Amazonas, pero sólo Lisa, su
madre, adivinaba la profundidad de esa relación. Águila era más importante
para él que todos sus amigos juntos, incluyendo a Cecilia Burns. No pensaba
exponer el recuerdo de Nadia a la curiosidad de un montón de chiquillos
ignorantes, que no creerían que la muchacha podía hablar con los animales y
había descubierto tres fabulosos diamantes, los más grandes y valiosos del
mundo. Menos podía mencionar que había aprendido el arte de la
invisibilidad. Él mismo comprobó cómo los indios desaparecían a voluntad,
mimetizados como camaleones con el color y la textura del bosque; era
imposible verlos a dos metros de distancia y a plena luz del mediodía. Muchas
veces intentó hacerlo, pero jamás le resultó; en cambio Nadia lo hacía con
tanta facilidad como si volverse invisible fuera la cosa más natural del mundo.
Jaguar escribía a Águila casi todos los días, a veces sólo uno o dos
párrafos, otras veces más. Acumulaba las páginas y las enviaba en un sobre
grande cada viernes. Las cartas demoraban más de un mes en llegar a Santa
María de la Lluvia, en la frontera entre Brasil y Venezuela, pero ambos amigos
se habían resignado a esas demoras. Ella vivía en un villorrio aislado y
primitivo, donde el único teléfono pertenecía a la gendarmería y del correo
electrónico nadie había oído hablar.
Nadia contestaba con notas breves, escritas trabajosamente, como si la
escritura fuera una tarea muy difícil para ella; pero bastaban unas pocas
frases sobre el papel para que Alexander la sintiera a su lado como una
presencia real. Cada una de esas cartas traía a California un soplo de la selva,
con su rumor de agua y su concierto de pájaros y monos. A veces a Jaguar le
parecía que podía percibir claramente el olor y la humedad del bosque, que si
estiraba la mano podría tocar a su amiga. En la primera carta ella le advirtió
que debía «leer con el corazón», tal como antes le había enseñado a «escuchar
con el corazón». Según ella, ésa era la manera de comunicarse con los
animales o de entender un idioma desconocido. Mediante un poco de práctica
Alexander Cold logró hacerlo; entonces descubrió que no necesitaba papel y
tinta para sentirse en contacto con ella. Si estaba solo y en silencio, le bastaba
pensar en Águila para oírla, pero de todos modos le gustaba escribirle. Era
como llevar un diario.
Cuando se abrió la portezuela del avión en Nueva York y los pasajeros
pudieron por fin estirar las piernas, después de seis horas de inmovilidad,
Alexander salió con su mochila en la mano, acalorado y tullido, pero muy
contento ante la idea de ver a su abuela. Había perdido el color tostado y le
había crecido el pelo, tapando la cicatriz de su cráneo. Recordó que en su
visita anterior Kate no lo recibió en el aeropuerto y él estaba angustiado
porque era la primera vez que viajaba solo. Soltó la risa al pensar en su propio
susto en aquella oportunidad. Esta vez su abuela había sido muy clara: debían
encontrarse en el aeropuerto.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Apenas desembocó del largo pasillo en la sala, vio a Kate Cold. No había
cambiado: los mismos pelos disparados, los mismos lentes rotos sujetos con
cinta adhesiva, el mismo chaleco de mil bolsillos, todos llenos de cosas, los
mismos pantalones bolsudos hasta las rodillas, que revelaban sus piernas
delgadas y musculosas, con la piel partida como corteza de árbol. Lo único
inesperado resultó ser su expresión, que habitualmente era de furia
concentrada y esta vez parecía alegre. Alexander la había visto sonreír muy
pocas veces, aunque solía reírse a carcajadas, siempre en los momentos
menos oportunos. Su risa era un ladrido estrepitoso. Ahora sonreía con algo
parecido a la ternura, aunque era del todo improbable que fuera capaz de tal
sentimiento.
–¡Hola, Kate! –la saludó, algo asustado ante la posibilidad de que a su
abuela se le estuviera ablandando el seso.
–Llegas media hora tarde –le espetó ella, tosiendo.
–Culpa mía –replicó él, tranquilizado por el tono: era su abuela de
siempre, la sonrisa había sido una ilusión óptica.
Alexander la tomó por un brazo con la mayor brusquedad posible y le
plantó un beso sonoro en la mejilla. Ella le dio un empujón, se limpió el beso
de un manotazo y enseguida lo invitó a tomar una bebida, porque disponían de
dos horas antes de embarcarse a Londres y de allí a Nueva Delhi. El
muchacho la siguió rumbo al salón especial de viajeros frecuentes. La
escritora, que viajaba mucho, se daba al menos el lujo de usar ese servicio.
Kate mostró su tarjeta y entraron. Entonces Alexander vio a tres metros de
distancia la sorpresa que su abuela le había preparado: Nadia Santos estaba
esperándolo.
El chico dio un grito, soltó la mochila y abrió los brazos en un gesto
impulsivo, pero de inmediato se contuvo, avergonzado. Nadia también había
enrojecido y vaciló por unos instantes, sin saber qué hacer ante esa persona
que de pronto le parecía un desconocido. No lo recordaba tan alto y además le
había cambiado la cara, tenía las facciones más angulosas. Por fin la alegría
pudo más que el desconcierto y corrió a estrecharse contra el pecho de su
amigo. Alexander comprobó que Nadia no había crecido en esos meses, seguía
siendo la misma niña etérea, toda color de miel, con un cintillo con plumas de
loro sujetando su pelo crespo.
Kate Cold fingía leer con exagerada atención una revista, esperando su
vodka en el bar, mientras los dos amigos, felices de haberse reunido después
de una separación demasiado larga y de emprender juntos otra aventura,
murmuraban sus nombres totémicos: Jaguar, Águila...
La idea de invitar a Nadia al viaje llevaba meses rondando a Kate. Se
mantenía en contacto con César Santos, el padre de la chica, porque él
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ISABEL ALLENDE
supervisaba los programas de la Fundación Diamante para preservar el
bosque nativo y las culturas indígenas del Amazonas. César Santos conocía la
región como nadie, era el hombre perfecto para esa tarea. Por él supo Kate
que la tribu de la gente de la neblina, cuyo jefe era la pintoresca anciana
Iyomi, daba pruebas de adaptarse a los cambios con gran rapidez. Iyomi había
mandado a cuatro jóvenes –dos varones y dos niñas– a estudiar a la ciudad de
Manaos. Deseaba que esos jóvenes aprendieran las costumbres de los nabab,
como llamaban a quienes no eran indios, para que sirvieran de intermediarios
entre las dos culturas.
Mientras el resto de la tribu permanecía en la jungla viviendo de la caza
y la pesca, los cuatro emisarios aterrizaron de golpe y porrazo en el siglo XXI.
En cuanto se acostumbraron a usar ropa y lograron adquirir un vocabulario
mínimo en portugués, se lanzaron valientemente a la conquista de «la magia
de los nabab», empezando por dos inventos formidables: los fósforos y el
autobús. En menos de seis meses habían descubierto la existencia de las
computadoras y al paso que iban, según César Santos, un día no muy lejano
podrían pelear mano a mano con los temibles abogados de las corporaciones
que explotaban el Amazonas. Tal como decía Iyomi: «Hay muchas clases de
guerreros».
Kate Cold llevaba un buen tiempo rogándole a César Santos que
mandara a su hija a visitarla. Argumentaba que, tal como Iyomi había enviado
a los jóvenes a estudiar a Manaos, él debía enviar a Nadia a Nueva York. La
chica estaba en edad de salir de Santa María de la Lluvia y ver algo de mundo.
Estaba muy bien eso de vivir en la naturaleza y conocer las costumbres de los
animales y los indios, pero también debía recibir una educación formal; un par
de meses de vacaciones en plena civilización le harían mucho bien, sostenía la
escritora. Secretamente, esperaba que esa separación temporal serviría para
tranquilizar a César Santos y tal vez en un futuro cercano el hombre se
decidiría a mandar a su hija a estudiar a Estados Unidos.
Por primera vez en su vida la mujer estaba dispuesta a hacerse cargo de
alguien; no lo había hecho ni siquiera con su propio hijo John, quien después
del divorcio se había quedado a vivir con su padre. Su trabajo de periodista,
sus viajes, sus hábitos de vieja maniática y su caótico apartamento no eran
ideales para recibir visitas, pero Nadia era un caso especial. Le parecía que a
los trece años esa niña era mucho más sabia que ella misma a los sesenta y
cinco. Estaba segura de que Nadia tenía un alma antigua.
Por supuesto Kate no le había dicho ni una palabra de sus planes a su
nieto Alexander, no fuera a pensar el chico que ella se estaba poniendo
sentimental. No había un ápice de sentimentalismo en este caso, razonaba
enfática la escritora; sus motivos eran puramente prácticos: necesitaba
alguien que organizara sus papeles y archivos y además sobraba una cama en
su apartamento. Si Nadia vivía con ella, pensaba hacerla trabajar como
esclava, nada de mimos. Claro que eso sería después, cuando se quedara en
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
su casa, y no ahora que finalmente el testarudo de César Santos había
accedido a mandársela por unas cuantas semanas.
Kate no imaginó que Nadia llegaría sin más ropa que la puesta. Por todo
equipaje traía un chaleco, dos bananas y una caja de cartón a la cual le había
perforado unos agujeros en la tapa. Adentro iba Borobá, el monito negro que
siempre la acompañaba, tan asustado como ella. El viaje había sido largo.
César Santos llevó a su hija hasta el avión, donde una azafata se haría cargo
de ella hasta Nueva York. Le había pegado parches adhesivos en los brazos
con los teléfonos y la dirección de la escritora, por si se perdía. Desprenderle
los parches después, no fue fácil.
Nadia sólo había volado en la decrépita avioneta de su padre y no le
gustaba hacerlo, porque temía la altura. El corazón le dio un salto cuando vio
el tamaño del avión comercial en Manaos y comprendió que estaría adentro
por muchas horas. Subió aterrada y a Borobá no le fue mucho mejor. El pobre
mono, acostumbrado al aire y la libertad, sobrevivió a duras penas el encierro
y el ruido de los motores. Cuando su ama levantó la tapa de la caja en el
aeropuerto de Nueva York, salió disparado como una flecha, chillando y dando
saltos sobre los hombros de la gente, sembrando el pánico entre los viajeros.
Nadia y Kate Cold tardaron media hora en darle caza y tranquilizarlo.
Durante los primeros días, la experiencia de vivir en un apartamento en
Nueva York fue difícil para Borobá y su ama, pero pronto aprendieron a
ubicarse en las calles e hicieron amigos en el barrio.
A donde fueran llamaban la atención. Un mono que se portaba como un
ser humano y una niña con plumas en el peinado eran un espectáculo en esa
ciudad. La gente les ofrecía dulces y los turistas les tomaban fotos.
–Nueva York es un conjunto de aldeas, Nadia. Cada barrio tiene sus
propias características. Una vez que conoces al iraní del almacén, al
vietnamita de la lavandería, al salvadoreño que reparte el correo, a mi amigo,
el italiano de la cafetería, y unas pocas personas más, te sentirás como en
Santa María de la Lluvia –le explicó Kate, y muy pronto la chica comprobó que
tenía razón.
La escritora atendió a Nadia como a una princesa, mientras repetía para
sus adentros que ya habría tiempo más adelante para apretarle las clavijas. La
paseó por todas partes, la llevó a tomar té al hotel Plaza, a andar en coche con
caballos en Central Park, a la cumbre de los rascacielos, a la Estatua de la
Libertad. Tuvo que enseñarle a tomar un ascensor, a subir en una escalera
mecánica y usar las puertas giratorias. También fueron al teatro y al cine,
experiencias que Nadia nunca había tenido; pero lo que más le impresionó fue
el hielo de una cancha de patinaje. Acostumbrada al trópico, no se cansaba de
admirar el frío y la blancura del hielo.
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ISABEL ALLENDE
–Pronto te aburrirás de ver hielo y nieve, porque pienso llevarte conmigo
al Himalaya –le dijo Kate Cold.
–¿Dónde queda eso?
–Al otro lado del mundo. Necesitarás buenos zapatos, ropa gruesa, un
chaquetón impermeable.
La escritora consideró que llevar a Nadia al Reino del Dragón de Oro era
una idea estupenda, así la muchacha vería más mundo. Le compró ropa
abrigada y zapatos adecuados, también una parka de bebé para Borobá y una
bolsa de viaje especial para mascotas. Era un maletín negro con una malla que
permitía que entrara el aire y ver hacia afuera. Estaba acolchado con una
suave piel de cordero y contaba con un dispositivo para el agua y la comida.
También adquirió pañales. No fue fácil ponérselos al mono, a pesar de las
largas explicaciones de Nadia en el idioma que compartía con el animal. Por
primera vez en su plácida existencia Borobá mordió a un ser humano. Kate
Cold anduvo con un vendaje en el brazo por una semana, pero el mono
aprendió a hacer sus necesidades en el pañal, lo cual resultaba indispensable
en un viaje largo como el que planeaban.
Kate no le había dicho a Nadia que Alexander se reuniría con ellos en el
aeropuerto. Quiso que fuera una sorpresa para los dos.
Al poco rato llegaron al salón de la aerolínea Timothy Bruce y Joel
González. Los fotógrafos no habían visto a la escritora ni a los chicos desde el
viaje al Amazonas. Los abrazaron efusivamente, mientras Borobá saltaba de la
cabeza de uno a la del otro, encantado de reencontrarse con sus antiguos
amigos.
Joel González se levantó la camiseta para mostrar con orgullo las huellas
del furioso abrazo de la anaconda de varios metros de largo, que estuvo a
punto de acabar con su vida en la selva. Le había partido varias costillas y
dejado para siempre el pecho hundido. Por su parte, Timothy Bruce se veía
casi buenmozo, a pesar de su larga cara de caballo, y al ser interrogado por la
implacable Kate confesó que se había arreglado la dentadura. En vez de los
grandes dientes amarillos y torcidos que antes le impedían cerrar la boca,
ahora lucía una sonrisa resplandeciente.
A las ocho de la noche se embarcaron los cinco rumbo a India. El vuelo
era eterno, pero a Alexander y Nadia se les hizo corto: tenían mucho que
contarse. Comprobaron aliviados que Borobá iba tranquilo, acurrucado sobre
la piel de cordero como un bebé. Mientras el resto de los pasajeros intentaba
dormir en los estrechos asientos, ellos se entretuvieron conversando y viendo
películas.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
A Timothy Bruce apenas le cabían sus largas extremidades en el
reducido espacio de su asiento y cada tanto se levantaba para hacer ejercicios
de yoga en el pasillo; así evitaba los calambres. Joel González iba más cómodo,
porque era bajo y delgado. Kate Cold tenía su propio sistema para los viajes
largos: tomaba dos pastillas para dormir con varios tragos de vodka. El efecto
era el de un garrotazo en el cráneo.
–Si hay un terrorista con una bomba en el avión, no me despierten –los
instruyó antes de taparse hasta la frente con una manta y enrollarse como un
camarón en su asiento.
Tres filas detrás de Nadia y Alexander viajaba un hombre con el cabello
largo y peinado con docenas de trenzas delgadas, que a su vez iban atadas
atrás con una tira de cuero. Al cuello llevaba un collar de cuentas y sobre el
pecho una bolsita de gamuza que colgaba de una tira negra. Vestía vaqueros
desteñidos, gastadas botas con tacones y un sombrero tejano, que usaba caído
sobre la frente y que, tal como comprobaron más tarde, no se quitó ni para
dormir. A los muchachos les pareció que ya no tenía edad para vestirse de esa
manera.
–Debe ser un músico pop –anotó Alexander.
Nadia no sabía qué era eso y Alexander decidió que resultaba muy difícil
explicárselo. Se prometió que a la primera oportunidad impartiría a su amiga
los conocimientos elementales de música popular que cualquier adolescente
que se respete debe tener.
Calcularon que el extraño hippie debía tener más de cuarenta años, a
juzgar por las arrugas en torno a los ojos y la boca, que marcaban su rostro
muy tostado. Lo que se veía de su cabello atado en la cola era de un color gris
acero. En todo caso, cualquiera que fuese su edad, el hombre parecía en muy
buena forma física. Lo habían visto primero en el aeropuerto de Nueva York,
cargando una bolsa de lona y un saco de dormir atado con un cinturón que se
colgaba al hombro. Luego lo vislumbraron dormitando con el sombrero puesto
en un asiento del aeropuerto de Londres, mientras esperaba su vuelo, y ahora
lo encontraban en el mismo avión rumbo a India. Lo saludaron de lejos.
Apenas el piloto quitó la señal de permanecer con el cinturón de
seguridad, el hombre dio unos pasos por el pasillo, estirando los músculos. Se
acercó a Nadia y Alexander y les sonrió. Por primera vez notaron que sus ojos
eran de un azul muy claro, inexpresivos, como los de una persona hipnotizada.
Su sonrisa movilizaba las arrugas de la cara, pero no pasaba de los labios. Los
ojos parecían muertos. El desconocido preguntó a Nadia qué llevaba en la
bolsa sobre sus rodillas y ella le mostró a Borobá. La sonrisa del hombre se
convirtió en carcajada al ver al mono con pañales.
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ISABEL ALLENDE
–Me dicen Tex Armadillo, por las botas, ¿saben? Son de cuero de
armadillo –se presentó.
–Nadia Santos, del Brasil –dijo la niña. –Alexander Cold, de California.
–Noté que ustedes llevan una guía turística del Reino Prohibido. Los vi
estudiándola en el aeropuerto.
–Para allá vamos –le informó Alexander.
–Muy pocos turistas visitan ese país. Entiendo que sólo admiten un
centenar de extranjeros al año –dijo Tex Armadillo. –Vamos con un grupo del
International Geographic. –¿Cierto? Parecen demasiado jóvenes para trabajar
en esa revista –comentó irónico.
–Cierto –replicó Alexander, decidido a no dar demasiadas explicaciones.
–Mis planes son los mismos, pero no sé si en India conseguiré una visa.
En el Reino del Dragón de Oro no tienen simpatía por los hippies como yo.
Creen que vamos nada más que por las drogas.
–¿Hay muchas drogas? –preguntó Alexander.
–La marijuana y el opio crecen salvajes por todas partes, es cosa de
llegar y cosecharlos. Muy conveniente.
–Debe ser un problema muy grave –comentó Alexander, extrañado de
que su abuela no se lo hubiera mencionado.
–No es ningún problema. Allí sólo se usan para fines medicinales. No
saben el tesoro que tienen. ¿Se imaginan el negocio que sería exportarlos? –
dijo Tex Armadillo.
–Me imagino –contestó Alexander. No le gustaba el giro de la
conversación y tampoco le gustaba ese hombre de ojos muertos.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
5
LAS COBRAS
Aterrizaron en Nueva Delhi por la mañana. Kate Cold y los fotógrafos,
habituados a viajar, se sentían bastante bien, pero Nadia y Alexander, que no
habían dormido ni una pestañada, parecían los sobrevivientes de un
terremoto. Ninguno de los dos estaba preparado para el espectáculo de esa
ciudad. El calor los golpeó como una bofetada. Apenas salieron a la calle los
rodeó una multitud de hombres, que se les fue encima ofreciéndose para
acarrear el equipaje, servirles de guía y venderles desde pedacitos de banana
cubiertos de moscas hasta estatuas de dioses del panteón hindú. Medio
centenar de niños procuraba acercarse con las mantos estiradas, pidiendo
unas monedas. Un leproso con media cara comida por la enfermedad y sin
dedos se apretaba contra Alexander, mendigando, hasta que un guardia del
aeropuerto lo amenazó con su bastón.
Una masa humana de piel oscura, delicadas facciones y enormes ojos
negros los envolvió por completo. Alexander, acostumbrado a la distancia
mínima aceptable –medio metro– que separa a las personas en su país, se
sintió atacado por el gentío. Apenas podía respirar. De pronto se dio cuenta de
que Nadia había desaparecido, tragada por la muchedumbre, y lo invadió el
pánico. Comenzó a llamarla frenéticamente, tratando de desprenderse de las
manos que le tironeaban la ropa, hasta que después de varios angustiosos
minutos logró vislumbrar a cierta distancia las plumas de colores que ella
llevaba atadas en su cola de caballo. Se abrió camino a codazos, la cogió de la
mano y la arrastró tras los pasos decididos de su abuela y los fotógrafos,
quienes habían estado varias veces en India y conocían la rutina.
Demoraron media hora en reunir el equipaje, contar los bultos,
defenderlos de la gente y coger dos taxis, que los llevaron al hotel, manejando
por la izquierda, a la inglesa, por calles abarrotadas. Toda clase de vehículos
circulaban en el mayor desorden, sin respeto por los escasos semáforos o las
órdenes de los policías: coches, destartalados autobuses pintados con figuras
religiosas, motocicletas con cuatro personas encima, carretas tiradas por
búfalos, rikshaws de tracción humana, bicicletas, carromatos cargados de
escolares y hasta un apacible elefante decorado para una ceremonia.
Debieron detenerse por cuarenta minutos en un tapón del tráfico porque
había una vaca muerta, rodeada de perros hambrientos y pajarracos negros
picoteando su carne descompuesta. Kate explicó que las vacas se
consideraban sagradas y nadie las echaba, por eso circulaban por el medio de
las calles. Existía, sin embargo, una policía especial que las correteaba hacia
las afueras de la ciudad y recogía los cadáveres.
La sudorosa y paciente muchedumbre contribuía al caos. Un santón con
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ISABEL ALLENDE
el pelo enmarañado y largo hasta los talones, completamente desnudo y
seguido por media docena de mujeres que le tiraban pétalos de flores, cruzó la
calle a paso de tortuga, sin que nadie le echara una sola mirada.
Evidentemente era un espectáculo normal.
Nadia Santos, criada en una aldea de veinte casas, en el silencio y la
soledad del bosque, oscilaba entre el espanto y la fascinación. Comparado con
esto Nueva York parecía un villorrio. No imaginaba que hubiera tanta gente
en el mundo. Entretanto Alexander se defendía de las manos que se
introducían al taxi ofreciendo mercadería o pidiendo limosna, sin poder cerrar
las ventanillas, porque se habrían muerto asfixiados.
Por fin llegaron al hotel. Al cruzar las puertas, vigiladas por guardias
armados, se encontraron en medio de un jardín paradisíaco, donde reinaba la
más absoluta paz. El ruido de la calle había desaparecido como por encanto,
sólo se oía el trinar de las aves y el canto de las numerosas fuentes de agua.
Por los prados paseaban pavos reales, arrastrando sus colas enjoyadas. Varios
mozos vestidos de brocado y terciopelo rebordado de oro, con altos turbantes
decorados con plumas de faisán, como ilustraciones de un cuento de hadas,
cogieron su equipaje y los acompañaron adentro.
El hotel era un palacio tallado en mármol blanco de manera tan
extraordinaria, que parecía un encaje. Los pisos estaban cubiertos por
gigantescas alfombras de seda; los muebles eran de finas maderas con
incrustaciones de plata, nácar y marfil; sobre las mesas había jarrones de
porcelana rebosantes de flores perfumadas. Por todas partes crecían
frondosas plantas tropicales en maceteros de cobre repujado y había jaulas de
complicada arquitectura, donde cantaban pájaros de plumaje multicolor. El
palacio había sido la residencia de un maharajá, quien perdió poder y fortuna
después de la independencia de India, y ahora lo alquilaba a una compañía
hotelera americana. El maharajá y su familia todavía ocupaban un ala del
edificio, separada de los huéspedes del hotel. Por las tardes solían bajar a
tomar el té con los turistas.
La habitación que compartían Alexander y los fotógrafos era recargada y
lujosa. En el baño había una piscina de azulejos y en la pared un fresco
representando una cacería de tigres: los cazadores, armados de escopetas,
iban montados en elefantes y rodeados por un séquito de sirvientes a pie,
provistos de lanzas y flechas. Estaban en el piso más alto, y por el balcón
podían apreciar los fabulosos jardines separados de la calle por un alto muro.
–Esas personas que ves acampando allí abajo son familias que nacen, viven y
mueren en la calle. Sus únicas posesiones son la ropa que llevan sobre el
cuerpo y unos tarros para cocinar. Son los intocables, los más pobres de los
pobres –explicó Timothy Bruce, señalando unos toldos de trapos en la acera,
al otro lado del muro.
El contraste entre la opulencia del hotel y la absoluta miseria de aquella
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
gente produjo en Alexander una reacción de furia y horror. Más tarde, cuando
quiso compartir sus sentimientos con Nadia, ella no entendió a qué se refería.
Ella poseía lo mínimo y el esplendor de aquel palacio le resultaba agobiante.
–Creo que estaría más cómoda afuera, con los intocables, que aquí
adentro con todas estas cosas, Jaguar. Estoy mareada. No hay un pedacito de
pared sin adornos, no hay dónde descansar la vista. Demasiado lujo. Me
ahogo. ¿Y por qué nos hacen reverencias estos príncipes? –preguntó,
señalando a los hombres vestidos de brocado y con turbantes emplumados.
–No son príncipes, Águila, son empleados del hotel –se rió su amigo.–
Diles que se vayan, no los necesitamos.–Es su trabajo. Si les digo que se
vayan, los ofendería. Ya te acostumbrarás.
Alexander volvió al balcón para observar a los intocables en la calle, que
sobrevivían en la mayor de las miserias, apenas cubiertos por trapos.
Angustiado ante el espectáculo, separó unos dólares de los pocos que tenía,
los cambió en rupias y salió a repartirlos entre ellos. Nadia se quedó en el
balcón, siguiéndolo con la vista. Desde su puesto podía ver los jardines, los
muros del hotel y al otro lado la masa de gente pobre. Vio a su amigo cruzar
las rejas custodiadas por los guardias, aventurarse solo entre la muchedumbre
y empezar a repartir sus monedas entre los niños más cercanos. En pocos
instantes se encontró rodeado por docenas de personas desesperadas. Había
prendido como pólvora la noticia de que un extranjero estaba regalando
dinero y de todas partes convergía más y más gente, como una incontenible
avalancha humana.
Al comprender que en cuestión de minutos Alexander sería aplastado,
Nadia corrió escaleras abajo llamando a voz en cuello. A sus gritos acudieron
pasajeros y empleados del hotel, que contribuyeron a la alarma y la confusión
general. Todos opinaban, mientras los segundos pasaban con rapidez. No
había tiempo que perder, pero nadie parecía capaz de tomar una decisión. De
pronto surgió Tex Armadillo y en un abrir y cerrar de ojos se hizo cargo de la
situación.
–¡Rápido! ¡Vengan conmigo! –ordenó a los guardias armados que
vigilaban las puertas del jardín.
Los condujo sin vacilar al centro de la revuelta que se había formado en
la calle, donde procedió a repartir puñetazos, mientras los guardias
intentaban abrirse paso a golpes de culata. Armadillo le arrebató el arma a
uno de ellos y disparó dos tiros al aire. De inmediato el movimiento de la
gente más cercana se detuvo en seco, pero los de atrás seguían empujando
para acercarse.
Tex Armadillo aprovechó el momento de desconcierto para alcanzar a
Alexander, quien ya estaba en el suelo y con la ropa hecha jirones. Lo cogió
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ISABEL ALLENDE
por las axilas y con la ayuda de los guardias logró arrastrarlo a lugar seguro
dentro del hotel, después de recuperar los lentes del muchacho, que por un
milagro estaban intactos en el suelo. Enseguida cerraron las rejas del palacio,
mientras afuera aumentaba el griterío.
–Eres más tonto de lo que pareces, Alexander. No puedes cambiar nada
con unos pocos dólares. India es India, hay que aceptarla tal cual es –fue el
comentario de Kate Cold cuando lo vio llegar bastante aporreado.
–¡Con ese criterio todavía estaríamos en la época de las cavernas! –
replicó él, secándose la sangre de la nariz.
–Estamos, niño, estamos –dijo ella, disimulando el orgullo que la actitud
de su nieto le provocaba.
En la terraza del hotel, sentada bajo un gran quitasol blanco con flecos
dorados, una mujer había observado la escena. Aparentaba unos cuarenta
años muy bien llevados, delgada, alta, atlética, vestida con pantalones y
camisa de algodón color caqui, sandalias y un bolso de cuero muy usado, que
había tirado al suelo, entre sus pies. Su melena negra y lisa, con un grueso
mechón blanco en la frente, enmarcaba su rostro de facciones clásicas: ojos
castaños, cejas arqueadas y gruesas, nariz recta y boca expresiva. A pesar de
la sencillez de su atuendo, tenía un aire aristocrático y elegante.
–Eres un joven valiente –dijo la desconocida a Alexander una hora más
tarde, cuando el grupo del International Geographic estaba reunido en la
terraza.
El muchacho sintió que se le encendían las orejas.
–Pero debes tener cuidado, no estás en tu país –agregó ella, en perfecto
inglés, aunque con un leve acento centroeuropeo, cuya exacta procedencia
era difícil de precisar.
En ese instante llegaron dos mozos trayendo grandes bandejas de plata
con té chai al estilo de India, preparado con leche, especias y mucha azúcar.
Kate Cold invitó a la viajera a compartirlo con ellos. También había invitado a
Tex Armadillo, agradecida por su pronta acción, que salvó la vida de su nieto,
pero el hombre se mantuvo aparte, después de manifestar que prefería una
cerveza y su periódico. A Alexander le extrañó que ese hippie, quien por todo
equipaje llevaba una andrajosa bolsa de lona y un saco de dormir, se
hospedara en el palacio del maharajá, pero supuso que el costo debía ser muy
bajo. India resultaba barato para quien tuviera dólares.
Pronto Kate Cold y su invitada estaban cambiando impresiones, y así
descubrieron que todos iban al Reino del Dragón de Oro. La desconocida se
presentó como Judit Kinski, arquitecta de jardines, y les contó que viajaba con
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
una invitación oficial del rey, a quien había tenido el honor de conocer
recientemente. Dijo que, al saber que el monarca estaba interesado en
cultivar tulipanes en su país, le había escrito ofreciéndole sus servicios.
Pensaba que, bajo ciertas condiciones, los bulbos de esas flores podrían
adaptarse al clima y al terreno del Reino Prohibido. De inmediato éste le había
pedido que se entrevistaran y ella había escogido hacerlo en Amsterdam, dada
la fama mundial de los tulipanes holandeses.
–Su Majestad sabe tanto de tulipanes como el más experto. En realidad
no me necesita para nada, habría podido llevar a cabo el proyecto él solo; pero
aparentemente le gustaron algunos diseños de jardines que le mostré y tuvo la
amabilidad de contratarme –explicó–. Hablamos mucho de sus planes de crear
nuevos parques y jardines para su pueblo, preservando las especies
autóctonas e incorporando otras. Es consciente de que esto debe hacerse con
mucho cuidado para no romper el equilibrio ecológico. En el Reino Prohibido
existen plantas, pájaros y algunos pequeños mamíferos que han desaparecido
en el resto del mundo. Ese país es un santuario de la naturaleza.
El grupo del International Geographic pensó que el monarca debió
haber quedado tan encantado con Judit Kinski como lo estaban ellos. La mujer
producía una impresión memorable: irradiaba una combinación de fuerza de
carácter y feminidad. Al observarla de cerca la armonía de su rostro y la
elegancia natural de sus gestos resultaban tan extraordinarias, que era difícil
quitarle los ojos de encima.
–El rey es un paladín de la ecología. Lástima que no haya más
gobernantes como él. Está suscrito al International Geographic. Por eso nos
facilitó las visas y aceptó que hiciéramos un reportaje –explicó a su vez Kate.
–Es un país muy interesante –dijo Judit Kinski.
–¿Usted lo ha visitado antes? –preguntó Timothy Bruce.
–No, pero he leído mucho sobre él. Para este viaje he tratado de
prepararme, no sólo en lo referente a mi trabajo, sino también sobre la gente,
las costumbres, las ceremonias... No quiero ofenderlos con mis rudos modales
occidentales –sonrió ella.
–Supongo que ha oído hablar del fabuloso Dragón de Oro... –sugirió
Timothy Bruce.
–Aseguran que nadie lo ha visto, excepto los reyes. Puede ser sólo una
leyenda –replicó ella.
El tema no volvió a mencionarse, pero Alexander notó el brillo de
entusiasmo en los ojos de su abuela y adivinó que ella haría lo posible por
acercarse a aquel tesoro. El desafío de ser la primera en probar su existencia
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ISABEL ALLENDE
era irresistible para la escritora.
Kate Cold y Judit Kinski se pusieron de acuerdo para intercambiar datos
y ayudarse, como correspondía a dos forasteras en una región desconocida.
En el otro extremo de la terraza, Tex Armadillo bebía su cerveza con el
periódico sobre las rodillas. Unos lentes oscuros con vidrios de espejo cubrían
sus ojos, pero Nadia Santos sentía su mirada examinando al grupo.
Sólo disponían de tres días para hacer turismo. Tenían la ventaja de que
mucha gente hablaba inglés, porque India fue colonia del Imperio británico
durante varios siglos. Sin embargo, en tan poco tiempo no alcanzarían ni a
rascar la superficie de Nueva Delhi, como dijo Kate, y mucho menos entender
esa compleja sociedad. Los contrastes eran para volver loco a cualquiera:
increíble miseria por un lado, belleza y opulencia por otro. Había millones de
analfabetos, pero las universidades producían los mejores técnicos y
científicos. Las aldeas no contaban con agua potable, mientras el país
fabricaba bombas nucleares. India tenía la mayor industria de cine del mundo,
y también el mayor número de santones cubiertos de ceniza que jamás se
cortaban el cabello o las uñas. Sólo los millares de dioses del hinduismo o el
sistema de castas, requerían años de estudio.
Alexander, acostumbrado a que en América cada uno hace con su vida
más o menos lo que quiere, se horrorizó con la idea de que las personas
estuvieran determinadas por la casta en que nacían. Nadia, en cambio,
escuchaba las explicaciones de Kate sin emitir juicios.
–Si hubieras nacido aquí, Águila, no podrías elegir a tu marido. Te
habrían casado a los diez años con un viejo de cincuenta. Tu padre arreglaría
tu matrimonio y tú no podrías ni siquiera opinar – le dijo Alexander.
–Seguro que mi papá escogería mejor que yo... –sonrió ella.
–¿Estás demente? ¡Yo jamás permitiría una cosa así! –exclamó el
muchacho.
–Si hubiéramos nacido en el Amazonas en la tribu de la gente de la
neblina, tendríamos que cazar nuestra comida con dardos envenenados. Si
hubiéramos nacido aquí, no nos parecería raro que los padres arreglaran el
matrimonio –argumentó Nadia.
–¿Cómo puedes defender este sistema de vida? ¡Mira la pobreza! ¿Te
gustaría vivir así?–No, Jaguar, pero tampoco me gustaría tener más de lo que
necesito –replicó ella.
Kate Cold los llevó a visitar palacios y templos; también los paseó por los
mercados, donde Alexander compró pulseras para su madre y sus hermanas,
mientras a Nadia le pintaban las manos con henna, como a las novias. El
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
dibujo era un verdadero encaje y permanecería en la piel dos o tres semanas.
Borobá iba, como siempre, en el hombro o la cadera de su ama, pero allí no
llamaba la atención, como ocurría en Nueva York, porque los monos eran más
comunes que los perros.
En una plaza había dos encantadores de serpientes, sentados en el suelo
con las piernas cruzadas, tocando sus flautas. Las cobras asomaban de sus
canastos y permanecían erguidas, ondulando, hipnotizadas por el sonido de
las flautas. Al ver aquello Borobá empezó a chillar, soltó a su ama y se trepó
deprisa a una palmera. Nadia se aproximó a los encantadores y empezó a
murmurar algo en el idioma de la selva. De pronto los reptiles se volvieron
hacia ella, silbando, mientras sus afiladas lenguas cortaban el aire. Cuatro
pupilas alargadas se fijaron como puñales en la muchacha.
Antes que nadie pudiera preverlo, las cobras se deslizaron fuera de sus
canastos y se arrastraron zigzagueando hacia Nadia. Una gritería estalló en la
plaza y se produjo una estampida de pánico entre la gente que presenciaba el
incidente. En pocos instantes no quedó nadie cerca, sólo Alexander y su
abuela, paralizados de sorpresa y terror. Los encantadores procuraban
inútilmente dominar a las serpientes con el sonido de las flautas, pero no
osaban acercarse. Nadia permaneció impasible, una expresión más bien
divertida en su rostro dorado. No se movió ni un milímetro, mientras las
cobras se le enrollaban en las piernas, subían por su cuerpo delgado,
alcanzaban su cuello y su cara, siempre silbando.
Bañada de sudor helado, Kate creyó que se iba a desmayar por primera
vez en su vida. Cayó sentada al suelo y allí se quedó, blanca y con los ojos
desorbitados, sin poder articular ni un sonido. Pasado el primer momento de
estupor, Alexander comprendió que no debía moverse. Conocía de sobra los
extraños poderes de su amiga; en el Amazonas la vio coger con la mano a una
surucucú, una de las serpientes más venenosas del mundo, y lanzarla lejos.
Supuso que si nadie daba un mal paso que pudiera alterar a las cobras, Águila
estaba a salvo.
La escena duró varios minutos, hasta que la muchacha dio una orden en
su lengua del bosque y los reptiles descendieron de su cuerpo y regresaron a
sus canastos. Los encantadores colocaron las tapas rápidamente, cogieron los
canastos y salieron corriendo, convencidos de que esa extranjera con plumas
en el peinado era un demonio.
Nadia llamó a Borobá y, una vez que lo tuvo de nuevo montado en el
hombro, continuó paseando por la plaza con la mayor calma. Alexander la
siguió sonriendo, sin un solo comentario, muy divertido al ver que su abuela
había perdido por completo su tradicional compostura ante el peligro.
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ISABEL ALLENDE
6
LA SECTA DEL ESCORPIÓN
El último día en Nueva Delhi, Kate Cold debió pasar horas en una
agencia de viaje tratando de conseguir pasajes en el único vuelo semanal al
Reino del Dragón de Oro. No es que hubiera muchos pasajeros, sino que el
avión era diminuto. Mientras hacía sus gestiones, autorizó a Nadia y
Alexander a ir solos al Fuerte Rojo, que quedaba cerca del hotel. Se trataba de
una gran fortaleza muy antigua, paseo obligado de los turistas.
–No se separen por ningún motivo y vuelvan al hotel antes que se ponga
el sol –les ordenó la escritora.
El fuerte había sido utilizado por las tropas inglesas en la época en que
India fue colonizada. El inmenso país se consideraba la joya más apreciada de
la corona británica, hasta que finalmente obtuvo su liberación en 1949. Desde
entonces el fuerte estaba desocupado. Los turistas visitaban sólo una parte de
la enorme construcción. Muy poca gente conocía sus entrañas, un verdadero
laberinto de corredores, salas secretas y subterráneos que se extendía bajo la
ciudad como los tentáculos de un pulpo.
Nadia y Alexander siguieron a un guía que daba explicaciones en inglés
a un grupo de turistas. El calor sofocante del mediodía no entraba a la
fortaleza; adentro se sentía fresco y los muros se veían manchados por la
pátina verde de la humedad acumulada durante siglos. El aire estaba
impregnado de un olor desagradable y el guía dijo que era la orina de los
miles y miles de ratas que vivían en los sótanos y salían de noche. Los turistas,
horrorizados, se tapaban la nariz y la boca y varios salieron escapando.
De pronto Nadia señaló a lo lejos a Tex Armadillo, quien estaba apoyado
contra una columna mirando en todas direcciones, como si esperara a alguien.
Su primer impulso fue ir a saludarlo, pero a Alexander le llamó la atención su
actitud y sujetó a su amiga por el brazo.
–Espera, Águila, vamos a ver en qué anda ese hombre. No confío para
nada en él –dijo.
–Acuérdate que te salvó la vida cuando casi te aplasta la multitud...
–Sí, pero hay algo que no me gusta en él. –¿Porqué?
–Parece disfrazado. No creo que sea realmente un hippie interesado en
conseguir drogas, como nos dijo en el avión. ¿Te has fijado en sus músculos?
Se mueve como uno de esos karatecas que salen en las películas. Un hippie
drogadicto no tendría ese aspecto –dijo Alexander.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Aguardaron disimulados en la masa de turistas, sin quitarle los ojos de
encima. De pronto vieron que a pocos pasos de Tex Armadillo surgía un
hombre alto, vestido con túnica y turbante negro azulado, casi del mismo tono
que su piel. En torno a la cintura llevaba una ancha faja también negra y un
cuchillo curvo con cacha de hueso. En su rostro, muy oscuro, de barba larga y
cejas tupidas, brillaban los ojos como tizones.
Los amigos notaron el gesto de reconocimiento con que el recién llegado
y el americano se saludaron; luego vieron cómo el primero desaparecía tras
un recodo de la pared, seguido por el segundo, y sin ponerse de acuerdo
decidieron averiguar de qué se trataba. Nadia susurró en la oreja de Borobá la
orden de mantenerse mudo y quieto. El monito se colgó a la espalda de su
ama como una mochila.
Deslizándose pegados a los muros y ocultándose tras las columnas,
avanzaron a pocos metros de distancia de Tex Armadillo. A veces se les perdía
de vista, porque la arquitectura del fuerte era complicada y resultaba evidente
que el hombre deseaba pasar inadvertido, pero siempre el instinto infalible de
Nadia volvía a encontrarlo. Se habían alejado mucho de los otros turistas, ya
no se oían voces ni se veía a nadie. Atravesaron salas, bajaron escaleras
angostas con los peldaños roídos por el desgaste del uso y del tiempo y
recorrieron eternos pasadizos, con la sensación de que andaban en círculos.
Al olor penetrante se sumó un murmullo creciente, como un coro de grillos.
–No debemos bajar más, Águila. Ese ruido son chillidos de ratas. Son
muy peligrosas –dijo Alexander.
–Si esos hombres pueden internarse en los sótanos, ¿por qué no
podemos hacerlo nosotros? – replicó ella.
Los dos amigos avanzaron por el subterráneo en silencio, porque se
dieron cuenta de que el eco repetía y amplificaba sus voces. Alexander temía
que después no pudieran encontrar el camino de regreso, pero no quiso
manifestar sus dudas en voz alta para no asustar a su amiga. Tampoco dijo
nada sobre la posibilidad de que hubiera nidos de serpientes, porque, después
de haberla visto con las cobras, su aprehensión parecía fuera de lugar.
Al principio la luz entraba por pequeños orificios en los techos y muros;
después debieron caminar largos trechos en la oscuridad, palpando las
paredes para guiarse. De vez en cuando había un débil bombillo encendido y
podían ver a las ratas escabulléndose a lo largo de las paredes. Los cables
eléctricos colgaban peligrosamente del techo. Notaron que el suelo estaba
húmedo y en algunas partes chorreaban hilos de agua fétida. Enseguida
tuvieron los pies empapados y Alexander trató de no pensar en lo que les
sucedería si se armaba un cortocircuito. Ser electrocutados le preocupaba
menos que las ratas, cada vez más agresivas, que los rodeaban.
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ISABEL ALLENDE
–No les hagas caso, Jaguar. No se atreven a acercarse, pero si huelen
que tenemos miedo atacarán –susurró Nadia.
Una vez más Tex Armadillo desapareció. Los dos chicos estaban en una
pequeña bóveda, donde antes se almacenaban municiones y víveres. Tres
aperturas daban a lo que parecían largos corredores oscuros. Alexander
preguntó por señas a Nadia cuál debían escoger; ella vaciló por primera vez,
confundida. No estaba segura. Cogió a Borobá, lo puso en el suelo y le dio un
leve empujón, invitándolo a decidir por ella. El mono volvió a treparse a toda
carrera en sus hombros: tenía horror de mojarse y de las ratas. Ella repitió la
orden, pero el animal no quiso desprenderse y se limitó a señalar con una
manito temblorosa la apertura de la derecha, la más angosta de las tres.
Los dos amigos siguieron la indicación de Borobá, agachados y a tientas,
porque allí no había bombillos eléctricos y la oscuridad era casi completa.
Alexander, quien era mucho más alto que Nadia, se golpeó la cabeza y soltó
una exclamación. Una nube de murciélagos los envolvió por unos minutos,
provocando un ataque de pánico en Borobá, que se sumergió bajo la camiseta
de su ama.
Entonces el muchacho se concentró, y llamó al jaguar negro. A los pocos
segundos podía adivinar su entorno, como si tuviera antenas. Había
practicado esto por meses, desde que supo en el Amazonas que ése era su
animal totémico, el rey de la selva sudamericana. Alexander tenía una leve
miopía y aun con sus lentes veía mal en la oscuridad, pero había aprendido a
confiar en el instinto del jaguar, que a veces lograba invocar. Siguió a Nadia
sin vacilar, «viendo con el corazón», como hacía cada vez más a menudo.
Súbitamente Alex se detuvo, sujetando a su amiga por el brazo: en ese
punto el pasadizo daba una brusca curva. Más adelante había un leve
resplandor y hasta ellos llegó claramente un murmullo de voces. Con grandes
precauciones, asomaron la cabeza y vieron que tres metros más adelante el
corredor se abría en otra bóveda, como aquella donde habían estado poco
antes.
Tex Armadillo, el hombre del ropaje negro y otros dos individuos
vestidos del mismo modo se encontraban de cuclillas en el suelo en torno a
una lámpara de aceite, que emitía una luz débil pero suficiente como para que
los muchachos pudieran verlos bien. Era imposible acercarse más, porque no
tenían dónde ocultarse; sabían que de ser sorprendidos lo pasarían muy mal.
Por la mente de Jaguar pasó fugazmente la certeza de que nadie sabía dónde
se encontraban. Podían perecer en esos sótanos sin que nadie encontrara sus
restos en varios días, tal vez semanas. Se sentía responsable por Nadia,
después de todo había sido idea suya seguir a Tex y ahora se hallaban en ese
atolladero.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Los hombres hablaban en inglés y la voz de Tex Armadillo era clara,
pero los otros tenían un acento prácticamente incomprensible. Era evidente,
sin embargo, que se trataba de una negociación. Vieron a Tex Armadillo
entregarle un fajo de billetes a quien tenía aspecto de ser el jefe del grupo.
Luego los oyeron discutir largamente sobre lo que parecía ser un plan de
acción que incluía armas de fuego, montañas, y tal vez un templo o un palacio,
no estaban seguros.
El jefe desdobló un mapa sobre el piso de tierra, lo estiró con la palma
de la mano y con la punta de su cuchillo indicó a Tex Armadillo una ruta. La
luz de la lámpara de aceite daba de lleno sobre el hombre. Desde la distancia
en que se encontraban, no podían ver bien el mapa, pero distinguieron con
nitidez una marca grabada a fuego sobre la mano morena y notaron que el
mismo dibujo se repetía en la cacha de hueso del cuchillo. Era un escorpión.
Alex calculó que habían visto suficiente y debían retroceder antes que
esos hombres dieran por terminado su encuentro. La única salida de la bóveda
era el corredor donde ellos se encontraban. Debían alejarse antes que los
conspiradores decidieran regresar, de otro modo serían sorprendidos.
Nuevamente Nadia consultó a Borobá, quien fue señalando el camino desde el
hombro de su ama sin vacilar. Aliviado, Alexander, recordó lo que su padre
solía aconsejarle cuando trepaban montañas juntos: «Enfrenta los obstáculos
a medida que se presenten, no pierdas energía temiendo lo que pueda haber
en el futuro». Sonrió pensando que no debía preocuparse tanto, ya que no
siempre era él quien estaba a cargo de la situación. Nadia era una persona
llena de recursos, como había demostrado en muchas ocasiones. No debía
olvidarlo.
Quince minutos más tarde habían llegado al nivel de la calle y pronto
percibieron las voces de los turistas. Apuraron el paso y se mezclaron con la
multitud. No volvieron a ver a Tex Armadillo.
–¿Sabes algo de escorpiones, Kate? –preguntó Alexander a su abuela,
cuando se reunieron con ella en el hotel.
–Algunos de los que hay en India son muy venenosos. Si te pican, puedes
morir. Espero que no sea el caso, porque eso podría atrasarnos el viaje, no
tengo tiempo para funerales –replicó ella fingiendo indiferencia.
–No me ha picado ninguno todavía.
–¿Por qué te interesa, entonces?
–Quiero saber si el escorpión significa algo. ¿Es un símbolo religioso, por
ejemplo?
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ISABEL ALLENDE
–La serpiente lo es, sobre todo la cobra. Según la leyenda, una cobra
gigantesca protegió a Buda durante su meditación. Pero no sé nada de los
escorpiones.
–¿Puedes averiguarlo?
–Tendría que comunicarme con el pesado de Ludovic Leblanc. ¿Estás
seguro de que quieres pedirme semejante sacrificio, hijo? –masculló la
escritora.
–Creo que puede ser muy importante, abuela, perdón, digo Kate...
Ella enchufó su pequeño ordenador y mandó un mensaje al profesor.
Dada la diferencia de hora era imposible hablarle por teléfono. No sabía
cuándo le llegaría la respuesta, pero esperaba que fuese pronto, porque no
sabía si después podrían comunicarse desde el Reino Prohibido. Obedeciendo
a una corazonada, envió otro mensaje a su amigo Isaac Rosenblat, para
preguntarle si sabía algo de un dragón de oro, que supuestamente existía en
el país adonde se dirigían. Ante su sorpresa, el joyero respondió de inmediato:
–¡Muchacha! ¡Qué alegría saber de ti! Por supuesto que sé de esa
estatua, todo joyero serio conoce la descripción, porque se trata de uno de los
objetos más raros y más preciosos del mundo. Nadie ha visto el famoso dragón
y no ha sido fotografiado, pero existen dibujos. Tiene unos sesenta
centímetros de largo y se supone que es de oro macizo, pero eso no es todo: el
trabajo de orfebrería es muy antiguo y muy bello. Además está incrustado de
piedras preciosas; sólo los dos perfectos rubíes estrella, absolutamente
simétricos que, según la leyenda, tiene en los ojos, cuestan una fortuna. ¿Por
qué me lo preguntas? ¿Supongo que no estarás planeando robar el dragón,
como hiciste con los diamantes del Amazonas?
Kate aseguró al joyero que eso era exactamente lo que pretendía y
decidió no repetirle que los diamantes habían sido encontrados por Nadia. Le
convenía que Isaac Rosenblat la creyera capaz de haberlos robado. Calculó
que así no decaería el interés de su antiguo enamorado por ella. Lanzó una
carcajada, pero enseguida la risa se convirtió en tos. Buscó en uno de sus
múltiples bolsillos y extrajo su cantimplora con el remedio del Amazonas.
La respuesta del profesor Ludovic Leblanc fue larga y confusa, como
todo lo suyo. Comenzaba con una laboriosa explicación de cómo él, entre sus
muchos méritos, había sido el primer antropólogo en descubrir el significado
del escorpión en la mitología sumeria, egipcia, hindú y, bla bla bla, veintitrés
párrafos más sobre sus conocimientos y su propia sabiduría. Pero salpicados
por aquí y por allá en los veintitrés párrafos, había varios datos muy
interesantes, que Kate Cold debió rescatar de esa maraña. La vieja escritora
dio un suspiro de fastidio, pensando cuán difícil resultaba soportar a ese
petulante. Tuvo que releer varias veces el mensaje para resumir lo
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
importante.
–Según Leblanc, existe una secta en el norte de India que adora al
escorpión. Sus miembros tienen un escorpión marcado con un hierro al rojo,
generalmente en el dorso de la mano derecha. Tienen la reputación de ser
sanguinarios, ignorantes y supersticiosos –informó a su nieto y a Nadia.
Agregó que la secta era odiada, porque durante la lucha por la
liberación de India hacía el trabajo sucio para las tropas británicas, torturando
y asesinando a sus propios compatriotas. Todavía los hombres del escorpión
solían ser empleados como mercenarios, porque eran feroces guerreros
famosos por su destreza en el uso de los puñales.
–Son bandidos y contrabandistas, pero también se ganan la vida
matando por un sueldo – explicó la escritora.
El muchacho procedió a contarle lo que habían visto en el Fuerte Rojo.
Si Kate tuvo la tentación de regañarlos por haber corrido semejante peligro,
se abstuvo. En el viaje al Amazonas había aprendido a confiar en ellos.
–No me cabe duda de que los hombres que ustedes vieron pertenecen a
esa secta. Dice Leblanc que sus miembros se visten con túnicas y turbantes de
algodón, teñidos con índigo, un producto vegetal. La tintura se pega a la piel y
con los años se hace indeleble, como un tatuaje, por eso se conocen como los
«guerreros azules». Son nómades, viven a lomos de sus caballos, no poseen
más que sus armas y desde niños son entrenados para la guerra –aclaró Kate.
–¿Las mujeres también tienen la piel azul? –preguntó Nadia.
–Es curioso que lo preguntes, niña. No hay mujeres en la secta.
–¿Cómo tienen hijos si no hay mujeres?
–No lo sé. Tal vez no tengan hijos.
–Si se entrenan para la guerra desde chiquitos, deben nacer niños en la
secta –insistió Nadia.
–Puede ser que se los roben o los compren. En este país hay mucha
miseria, muchos niños abandonados, también hay padres que no pueden
alimentar a sus hijos y los ve nden –dijo Kate Cold.
–Me pregunto qué negocios puede tener Tex Armadillo con la Secta del
Escorpión –murmuró Alexander.
–Nada bueno puede ser –dijo Nadia.
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ISABEL ALLENDE
–¿Crees que se trata de drogas? Acuérdate de lo que dijo en el avión,
que la marijuana y el opio crecen salvajes en el Reino Prohibido.
–Espero que ese hombre no vuelva a cruzarse en nuestro camino, pero,
si sucede, no quiero que se metan con él. ¿Me han entendido? –ordenó su
abuela con firmeza.
Los amigos asintieron, pero la escritora alcanzó a ver la mirada que
intercambiaron y adivinó que ninguna advertencia suya pondría atajo a la
curiosidad de Nadia y Alexander.
Una hora más tarde se reunió el grupo del International Geographic en
el aeropuerto, para tomar el avión a Tunkhala, la capital del Reino del Dragón
de Oro. Allí se encontraron con Judit Kinski, quien iba en el mismo vuelo. La
arquitecta de jardines llevaba un vestido de lino blanco y un abrigo largo del
mismo material, botas y el mismo bolso gastado que le habían visto antes. Su
equipaje se componía de dos maletas de una gruesa tela como de tapiz, de
buena factura, también muy gastadas.
Era evidente que había viajado mucho, pero el uso no daba a su
vestuario o a su equipaje un aspecto descuidado. Por contraste, los miembros
de la expedición del International Geographic, con su ropa desteñida y
arrugada, sus bultos y mochilas, parecían refugiados escapando de algún
cataclismo.
El avión era un modelo antiguo de hélice con capacidad para ocho
pasajeros y dos tripulantes. Los otros viajeros eran un hindú que tenía
negocios en el Reino Prohibido, y un joven médico graduado en una
universidad de Nueva Delhi que regresaba a su país. Los viajeros comentaron
que ese avioncito no parecía un medio muy seguro de desafiar las montañas
del Himalaya, pero el piloto replicó sonriendo que no había nada que temer:
en sus diez años de experiencia jamás habían tenido un accidente grave, a
pesar de que los vientos entre los precipicios solían ser muy fuertes.
–¿Qué precipicios? –preguntó Joel González, inquieto.
–Espero que puedan verlos, son un espectáculo magnífico. La mejor
época para volar es entre octubre y abril, cuando los cielos están despejados.
Si está nublado no se ve nada –dijo el piloto.
–Hoy está un poco nublado. ¿Cómo haremos para no estrellarnos contra
las montañas? – preguntó Kate Cold.
–Éstas son nubes bajas, pronto verá el cielo despejado, señora. Además
conozco el camino de memoria, puedo volar con los ojos cerrados.
–Espero que los lleve bien abiertos, joven –replicó ella secamente.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Creo que en una media hora dejaremos las nubes atrás –la tranquilizó
el piloto, y agregó que habían tenido suerte, porque los vuelos solían atrasarse
varios días, dependiendo del clima. Jaguar y Águila comprobaron satisfechos
que Tex Armadillo no iba a bordo.
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ISABEL ALLENDE
7
EN EL REINO PROHIBIDO
Ninguno de los viajeros que tomaban ese vuelo por primera vez estaba
preparado para lo que le tocó. Era peor que la montaña rusa de un parque de
atracciones. Se les tapaban los oídos y sentían un vacío en el estómago,
mientras el avión subía verticalmente como una flecha. De repente caían en
picada varios cientos de metros y entonces sentían que las tripas se les
pegaban al cerebro. Cuando parecía que por fin se habían estabilizado un
poco, el piloto se desviaba en un ángulo agudo, para evitar una cumbre del
Himalaya, y quedaban prácticamente colgados de cabeza; luego giraba en el
mismo ángulo hacia el otro lado.
Por las ventanillas podían ver a ambos costados las laderas de las
montañas y abajo, muy abajo, los increíbles precipicios, cuyo fondo apenas se
vislumbraba. Un solo movimiento en falso o una breve vacilación del piloto y
el avioncito se estrellaría contra las rocas o caería como una piedra. Soplaba
un viento caprichoso, que los impulsaba hacia delante a golpes, pero al pasar
una montaña podía volverse en contra, sujetándolos en el aire en aparente
inmovilidad.
El comerciante de India y el médico del Reino Prohibido iban pegados a
sus asientos, bastante intranquilos, aunque dijeron que habían pasado por esa
experiencia antes. Por su parte, los miembros de la expedición del
International Geographic se sujetaban el estómago a dos manos, procurando
controlar las náuseas y el miedo. Ninguno hizo el menor comentario, ni
siquiera Joel González, quien iba blanco como una sábana, murmurando
oraciones y acariciando la cruz de plata que siempre llevaba al cuello. Todos
notaron la calma de Judit Kinski, quien se las arreglaba para hojear un libro
de tulipanes sin marearse.
El vuelo duró varias horas, que parecieron tan largas como varios días,
al final de las cuales aterrizaron en picada en una breve cancha trazada en
medio de la vegetación. Desde el aire habían visto el maravilloso paisaje del
Reino Prohibido: entre la majestuosa cadena de montañas neva das había una
serie de angostos valles y terrazas en las laderas de los cerros donde crecía
una lujuriosa vegetación semitropical. Las aldeas se veían como blancas
casitas de muñecas, salpicadas por aquí y por allá en sitios casi inaccesibles.
La capital quedaba en un valle largo y angosto, encajonado entre montañas.
Parecía imposible maniobrar el avión allí, pero el piloto sabía muy bien lo que
hacía. Cuando por fin tocaron tierra, todos aplaudieron celebrando su
asombrosa pericia. Fuera acercaron enseguida una escalera y abrieron la
portezuela del avión. Con gran dificultad los viajeros se pusieron de pie y
avanzaron a trastabillones hacia la salida, con la sensación de que en
cualquier momento podían vomitar o desmayarse, menos la imperturbable
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Judit Kinski, que mantenía su compostura.
La primera en llegar a la puerta fue Kate Cold. Una bocanada de viento
le dio en la cara, reviviéndola. Con asombro vio que a los pies de la escalera
había una alfombra de un hermoso tejido, que unía el avión a la puerta de un
pequeño edificio de madera policromada con techos de pagoda. A ambos lados
de la alfombra aguardaban niños con cestas de flores. Plantados a lo largo del
trayecto había delgados postes, donde ondulaban largos estandartes de seda.
Varios músicos, vestidos en vibrantes colores y con grandes sombreros,
tocaban tambores e instrumentos metálicos.
Al pie de la escalera esperaban cuatro dignatarios ataviados con traje de
ceremonia: faldas de seda atadas a la cintura con apretadas fajas de color azul
oscuro, signo de su rango de ministros, chaquetas largas bordadas con corales
y turquesas, altos sombreros de piel terminados en punta con adornos
dorados y cintas. En las manos sostenían delicadas bufandas blancas.
–¡Vaya! ¡No esperaba este recibimiento! –exclamó la escritora, alisando
con los dedos sus mechas grises y su horrendo chaleco de mil bolsillos.
Descendió seguida por sus compañeros, sonriendo y saludando con la
mano, pero nadie les devolvió el saludo. Pasaron delante de los dignatarios y
los niños con las flores sin recibir ni una sola mirada, como si no existieran.
Detrás de ellos bajó Judit Kinski, tranquila, sonriente, perfectamente
bien presentada. Entonces los músicos iniciaron una algarabía ensordecedora
con sus instrumentos, los niños comenzaron a lanzar una lluvia de pétalos y
los dignatarios hicieron una profunda reverencia. Judit Kinski saludó con una
leve inclinación, luego estiró los brazos, donde fueron depositadas las
bufandas blancas de seda, llamadas katas.
Los reporteros del International Geographic vieron salir de la casita con
techo de pagoda una comitiva de varias personas ricamente ataviadas. Al
centro iba un hombre más alto que los demás, de unos sesenta años, pero de
porte juvenil, vestido con una sencilla falda larga, o sarong, rojo oscuro, que le
cubría la parte inferior del cuerpo, y una tela color amarillo azafrán sobre un
hombro. Llevaba la cabeza descubierta y afeitada. Iba descalzo y sus únicos
adornos eran una pulsera de oración, hecha con cuentas de ámbar, y un
medallón colgado al pecho. A pesar de su extrema sencillez, que contrastaba
con el lujo de los demás, no tuvieron ni la menor duda de que ese hombre era
el rey. Los extranjeros se apartaron para dejarlo pasar y automáticamente se
inclinaron profundamente, como hacían los demás; tal era la autoridad que el
monarca emanaba.
El rey saludó a Judit Kinski con un gesto de la cabeza, que ella devolvió
en silencio; enseguida intercambiaron bufandas con una serie de complicadas
reverencias. Ella realizó los pasos de la ceremonia de forma impecable; no
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ISABEL ALLENDE
bromeaba cuando había dicho a Kate Cold que había estudiado a fondo las
costumbres del país. Al finalizar la bienvenida el rey y ella sonrieron
abiertamente y se estrecharon la mano a la manera occidental.
–Bienvenida a nuestro humilde país –dijo el soberano en inglés con
acento británico.
El monarca y su invitada se retiraron, seguidos por la numerosa
comitiva, mientras Kate y su equipo se rascaban la cabeza, desconcertados
ante lo que habían presenciado. Judit Kinski debía haber causado una
impresión extraordinaria en el rey, quien no la recibía como a una paisajista
contratada para plantar tulipanes en su jardín, sino como a una embajadora
plenipotenciaria.
Estaban reuniendo su equipaje, que incluía los bultos con las cámaras y
trípodes de los fotógrafos, cuando se les acercó un hombre que se presentó
como Wandgi, su guía e intérprete. Vestía el traje típico, un sarong atado a la
cintura con una faja a rayas, una chaqueta corta sin mangas y suaves botas de
piel. A Kate le llamó la atención su sombrero italiano, como los que se usaban
en las películas de mafiosos.
Subieron el equipaje a un destartalado jeep, se acomodaron lo mejor
posible y partieron rumbo a la capital, que, según Wandgi, quedaba «allí no
más», pero que resultó ser un viaje de casi tres horas, porque lo que él
llamaba «la carretera» resultó ser un sendero angosto y lleno de curvas. El
guía hablaba un inglés anticuado y con un acento difícil de entender, como si
lo hubiera estudiado en los libros, sin haber tenido muchas ocasiones de
practicarlo.
Por el camino pasaban monjes y monjas de todas las edades, algunos de
sólo cinco o seis años, con sus escudillas para mendigar comida. También
circulaban campesinos a pie, cargados con bolsas, jóvenes en bicicleta y
carretas tiradas por búfalos. Eran de una raza muy hermosa, de mediana
estatura, con facciones aristocráticas y porte digno. Siempre sonreían, como
si estuvieran genuinamente contentos. Los únicos vehículos de motor que
vieron fueron una motocicleta antigua, con un paragüas a modo de
improvisado techo, y un pequeño bus pintado de mil colores y lleno hasta el
tope de pasajeros, animales y bultos. Para cruzarse, el jeep debió esperar a un
lado, porque no cabían los dos vehículos en el estrecho camino. Wandgi les
informó que Su Majestad contaba con varios automóviles modernos y
seguramente Judit Kinski estaría hacía rato en el hotel.
–El rey se viste de monje... –observó Alexander.
–Su Majestad es nuestro jefe espiritual. Los primeros años de su vida
transcurrieron en un monasterio en Tíbet. Es un hombre muy santo –explicó el
guía juntando sus manos ante la cara e inclinándose, en signo de respeto.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Pensé que los monjes eran célibes –dijo Kate Cold.
–Muchos lo son, pero el rey debe casarse para dar hijos a la corona. Su
Majestad es viudo. Su bienamada esposa murió hace diez años.
–¿Cuántos hijos tuvieron?
–Fueron bendecidos con cuatro hijos y cinco hijas. Uno de sus hijos será
rey. Aquí no es como en Inglaterra, donde el mayor hereda la corona. Entre
nosotros el príncipe de corazón más puro se convierte en nuestro rey a la
muerte de su padre –dijo Wandgi.
–¿Cómo saben quién es el de corazón más puro? –preguntó Nadia.
–El rey y la reina conocen bien a sus hijos y por lo general lo adivinan,
pero su decisión debe ser confirmada por el gran lama, quien estudia los
signos astrales y somete al niño escogido a varias pruebas para determinar si
es realmente la reencarnación de un monarca anterior.
Les explicó que las pruebas eran irrefutables. Por ejemplo, en una de
ellas el príncipe debía reconocer siete objetos que había usado el primer
gobernante del Reino del Dragón de Oro, mil ochocientos años antes. Los
objetos se colocaban en el suelo, mezclados con otros, y el niño escogía. Si
pasaba esa primera prueba, debía montar un caballo salvaje. Si era la
reencarnación de un rey, los animales reconocían su autoridad y se calmaban.
También el niño debía cruzar a nado las aguas torrentosas y heladas del río
sagrado. Los de corazón puro eran ayudados por la corriente, los demás se
hundían. El método de probar a los príncipes de este modo jamás había
fallado.
A lo largo de su historia, el Reino Prohibido siempre tuvo monarcas
justos y visionarios, dijo Wandgi, y agregó que nunca había sido invadido ni
colonizado, a pesar de que no contaba con un ejército capaz de enfrentar a
sus poderosos vecinos, India y China. En la actual generación el hijo menor,
que era sólo un niño cuando su madre murió, había sido designado para
suceder a su padre. Los lamas le habían dado el nombre que llevaba en
encarnaciones anteriores: Dil Bahadur, «corazón valiente». Desde entonces
nadie lo había visto; estaba recibiendo instrucción en un lugar secreto.
Kate Cold aprovechó para preguntar al guía sobre el misterioso Dragón
de Oro. Wandgi no parecía dispuesto a hablar del tema, pero el grupo del
International Geographic logró deducir algunos datos de sus evasivas
respuestas. Aparentemente la estatua podía predecir el futuro, pero sólo el
rey podía descifrar el lenguaje críptico de las profecías. La razón por la cual
éste debía ser de corazón puro era que el poder del Dragón de Oro sólo debía
emplearse para proteger a la nación, jamás para fines personales. En el
corazón del rey no podía haber codicia.
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ISABEL ALLENDE
Por el camino vieron casas de campesinos y muchos templos, que se
identificaban de inmediato por las banderas de oración flameando al viento,
similares a las que habían visto en el aeropuerto. El guía intercambiaba
saludos con la gente que veían; parecía que todos en ese lugar se conocían.
Se cruzaron con filas de muchachos vestidos con las túnicas color rojo
oscuro de los monjes, y el guía les explicó que la mayor parte de la educación
se impartía en monasterios, donde los alumnos vivían desde los cinco o seis
años. Algunos nunca dejaban el monasterio, porque preferían seguir los pasos
de sus maestros, los lamas. Las niñas iban a escuelas separadas. Había una
universidad, pero en general los profesionales se formaban en India y en
algunos casos en Inglaterra, cuando la familia podía pagarlo o el estudiante
merecía una beca del gobierno.
En un par de modestos almacenes asomaban antenas de televisión.
Wandgi les dijo que allí se juntaban los vecinos a las horas en que había
programas, pero como la electricidad se cortaba muy seguido, los horarios de
transmisión variaban. Agregó que la mayor parte del país estaba comunicado
por teléfono; para hablar bastaba acudir a la oficina de correo, si ésta existía
en el lugar, o a la escuela, donde siempre había uno disponible. Nadie tenía
teléfono en su casa, por supuesto, ya que no era necesario. Timothy Bruce y
Joel González intercambiaron una mirada de duda. ¿Podrían usar sus celulares
en el país del Dragón de Oro?
–El alcance de esos teléfonos está muy limitado por las montañas, por
eso son casi desconocidos aquí. Me han contado que en su país ya nadie habla
cara a cara, sólo por teléfono –dijo el guía.
–Y por correo electrónico –agregó Alexander.
–He oído de eso, pero no lo he visto –comentó Wandgi.
El paisaje era de ensueño, intocado por la tecnología moderna. La tierra
se cultivaba con la ayuda de búfalos, que tiraban de los arados con lentitud y
paciencia. En las laderas de los cerros, cortadas en terrazas, había centenares
de campos de arroz color verde esmeralda. Árboles y flores de especies
desconocidas crecían a la berma del camino y al fondo se levantaban las
cumbres nevadas del Himalaya.
Alexander hizo la observación de que la agricultura parecía muy
atrasada, pero su abuela le hizo ver que no todo se mide en términos de
productividad y aclaró que ése era el único país del mundo donde la ecología
era mucho más importante que los negocios. Wandgi se sintió complacido ante
esas palabras, pero nada agregó, para no humillarlos, puesto que los
visitantes venían de un país donde, según él había oído, lo más importante
eran los negocios.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Dos horas más tarde se había ocultado el sol tras las montañas y las
sombras de la tarde caían sobre los verdes campos de arroz. Por aquí y por
allá surgían las lucecitas vacilantes de lámparas de manteca en casas y
templos. Se oía débilmente el sonido gutural de las grandes trompetas de los
monjes llamando a la oración de la víspera.
Poco después vieron a lo lejos las primeras edificaciones de Tunkhala, la
capital, que parecía poco más que una aldea. La calle principal contaba con
algunos faroles y pudieron apreciar la limpieza y el orden que imperaba en
todas partes, así como las contradicciones: yaks avanzaban por la calle lado a
lado con motocicletas italianas, abuelas cargaban a sus nietos en la espalda y
policías vestidos de príncipes antiguos dirigían el tránsito. Muchas casas
tenían las puertas abiertas de par en par y Wandgi explicó que allí
prácticamente no había delincuencia; además, todo el mundo se conocía.
Cualquiera que entrara a la casa podía ser amigo o pariente. La policía tenía
poco trabajo, sólo cuidar las fronteras, mantener el orden en las festividades y
controlar a los estudiantes revoltosos.
El comercio estaba abierto todavía. Wandgi detuvo el jeep ante una
tienda, poco más grande que un armario, donde vendían pasta dentífrica,
dulces, rollos de film Kodak, tarjetas postales descoloridas por el sol y unas
pocas revistas y periódicos de Nepal, India y China. Notaron que vendían
envases de lata vacíos, botellas y bolsas de papel usadas. Cada cosa, hasta la
más insignificante, tenía valor, porque no había mucho. Nada se perdía, todo
se usaba o se reciclaba. Una bolsa plástica o un frasco de vidrio eran tesoros.
–Ésta es mi humilde tienda y al lado está mi pequeña casa, donde será
un inmenso honor recibirlos –anunció Wandgi sonrojándose, porque no
deseaba que los extranjeros lo creyeran presumido.
Salió a recibirlos una niña de unos quince años.
–Y ésta es mi hija Pema. Su nombre quiere decir «flor de loto» –agregó
el guía.
–La flor de loto es símbolo de pureza y hermosura –dijo Alexander,
sonrojándose como Wandgi, porque apenas lo dijo le pareció ridículo. Kate le
lanzó una mirada de soslayo, sorprendida. Él le guiñó un ojo y le susurró que
lo había leído en la biblioteca antes de emprender el viaje.
–¿Qué más averiguaste? –murmuró ella con disimulo.
–Pregúntame y verás, Kate, sé casi tanto como Judit Kinski –replicó
Alexander en el mismo tono.
Pema sonrió con irresistible encanto, juntó las manos ante la cara y se
inclinó, en el saludo tradicional. Era delgada y derecha como una caña de
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ISABEL ALLENDE
bambú; en la luz amarilla de los faroles su piel parecía marfil y sus grandes
ojos brillaban con una expresión traviesa. Su cabello negro era como un suave
manto, que caía suelto sobre los hombros y la espalda. También ella, como
todas las demás personas que vieron, vestía el traje típico. Había poca
diferencia entre la ropa de los hombres y la de las mujeres, todos llevaban una
falda o sarong y chaqueta o blusa.
Nadia y Pema se miraron con mutuo asombro. Por un lado la niña
llegada del corazón de Sudamérica, con plumas en el pelo y un mono negro
aferrado a su cuello; por otro, esa muchacha con la gracia de una bailarina,
nacida entre las cumbres de las montañas más altas de Asia. Ambas se
sintieron conectadas por una instantánea corriente de simpatía.
–Si ustedes lo desean, tal vez mañana Perna podría enseñar a la niña y a
la abuelita cómo usar un sarong –sugirió el guía, turbado.
Alexander dio un respingo al oír la palabra «abuelita», pero Kate Cold
no reaccionó. La escritora acababa de darse cuenta de que los pantalones
cortos que ella y Nadia usaban eran ofensivos en ese país.
–Se lo agradeceremos mucho... –replicó Kate inclinándose a su vez con
las manos ante la cara.
Por fin los extenuados viajeros llegaron al hotel, el único de la capital y
del país. Los pocos turistas que se aventuraban a ir a las aldeas del interior
dormían en las casas de los campesinos, donde siempre eran muy bien
recibidos. A nadie se le negaba hospitalidad. Arrastraron su equipaje a los dos
cuartos que ocuparían: uno, Kate y Nadia; el otro, los hombres. Comparadas
con el lujo increíble del palacio del maharajá en India, las habitaciones del
hotel parecían celdas de monjes. Cayeron sobre las camas sin lavarse ni
desvestirse, abrumados de cansancio, pero despertaron poco más tarde
entumecidos de frío. La temperatura había descendido bruscamente.
Echaron mano de sus linternas y descubrieron unas pesadas frazadas de
lana, apiladas ordenadamente en un rincón, con las cuales pudieron arroparse
y seguir durmiendo hasta el amanecer, cuando los despertó el lúgubre
lamento de las pesadas y largas trompetas con que los monjes llamaban a la
oración.
Wandgi y Pema los aguardaban con la excelente noticia de que el rey
estaba dispuesto a recibirlos al día siguiente. Mientras tomaban un suculento
desayuno de té, verduras y bolas de arroz, que debían comer con tres dedos
de la mano derecha, como exigían los buenos modales, el guía los puso al
corriente del protocolo de la visita al palacio.
De partida, habría que comprar ropa adecuada para Nadia y Kate. Los
hombres debían ir con chaqueta. El rey era una persona muy comprensiva y
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
seguramente entendería que se trataba de expedicionarios en ropa de trabajo,
pero de todos modos debían mostrar respeto. Les explicó cómo se
intercambiaban las katas, o chalinas ceremoniales, cómo debían permanecer
de rodillas en los sitios que les fueran asignados hasta que se les indicara que
podían sentarse y cómo no debían dirigirse al rey antes que éste lo hiciera. Si
les ofrecían comida o té debían rechazar tres veces, luego comer en silencio y
lentamente, para indicar que apreciaban el alimento. Era una descortesía
hablar mientras se comía. Borobá se quedaría con Perna. Wandgi no sabía
cuál era el protocolo en lo referente a monos.
Kate Cold logró conectar su PC a una de las dos líneas telefónicas del
hotel para enviar noticias a la revista International Geographic y comunicarse
con el profesor Leblanc. El hombre era un neurótico, pero no se podía negar
que también era una fuente inagotable de información. La vieja escritora le
preguntó qué sabía del entrenamiento de los reyes y de la leyenda del Dragón
de Oro. Pronto recibió una lección al respecto.
Pema condujo a Kate y a Nadia a una casa donde vendían sarongs y cada
una adquirió tres, porque llovía varias veces al día y había que darles tiempo
para secarse. Aprender a enrollar la tela en torno al cuerpo y asegurarla con
la faja no fue fácil para ninguna de las dos. Primero les quedaba tan apretada
que no podían dar ni un paso, después quedaba tan floja que al primer
movimiento se les caía. Nadia logró dominar la técnica al cabo de varios
ensayos, pero Kate parecía una momia envuelta en vendajes. No podía
sentarse y caminaba como un preso con grillos en los pies. Al verla, Alexander
y los dos fotógrafos estallaron en incontenibles carcajadas, mientras ella
tropezaba, mascullando entre dientes y tosiendo.
El palacio real era la construcción más grande de Tunkhala, con más de
mil habitaciones distribuidas en tres pisos visibles y otros dos bajo tierra.
Estaba colocada estratégicamente sobre una empinada colina, y a ella se
accedía por un camino de curvas, bordeado de banderas de oración sobre
flexibles postes de bambú. El edificio era del mismo elegante estilo del resto
de las casas, incluso las más modestas, pero tenía varios niveles de techos de
tejas, coronados por antiguas figuras de criaturas mitológicas de cerámica.
Los balcones, puertas y ventanas estaban pintados con dibujos de
extraordinarios colores.
Soldados vestidos de amarillo y rojo, con casacas de piel y cascos
emplumados, montaban guardia. Estaban armados con espadas, arcos y
flechas. Wandgi explicó que su función era puramente decorativa; los
verdaderos policías usaban armas modernas. Agregó que el arco era el arma
tradicional del Reino Prohibido y también el deporte favorito. En las
competencias anuales participaba hasta el rey.
Fueron recibidos por dos funcionarios, ataviados con los elaborados
trajes de la corte, y conducidos a través de varias salas, donde los únicos
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ISABEL ALLENDE
muebles eran mesas bajas, grandes baúles de madera policromada y pilas de
cojines redondos para sentarse. Había algunas estatuas religiosas con
ofrendas de velas, arroz y pétalos de flores. Las paredes lucían frescos,
algunos tan antiguos que los motivos casi habían desaparecido. Vieron
algunos monjes, provistos de pinceles, tarros de tinturas y delgadas láminas
de oro, repasando los frescos con paciencia infinita. Por todas partes colgaban
ricos tapices bordados de seda y satén.
Pasaron por largos corredores, con puertas a ambos lados, que daban a
oficinas, donde trabajaban docenas de funcionarios y monjes escribanos. No
habían adoptado aún los ordenadores; los datos de la administración pública
todavía se anotaban a mano en cuadernos. También había una habitación para
los oráculos. Allí acudía el pueblo a pedir consejo a ciertos lamas y monjas que
poseían el don de la adivinación y ayudaban en los momentos de duda. Para
los budistas del Reino Prohibido el camino de la salvación era siempre
individual y se basaba en la compasión hacia todo lo que existe. La teoría de
nada servía sin la práctica. Se podía corregir el rumbo y apresurar los
resultados con un buen guía, un mentor o un oráculo.
Llegaron a una gran sala sin adornos, al centro de la cual se levantaba
un enorme Buda de madera dorada, cuya frente alcanzaba el techo. Oyeron
una música como de mandolinas y luego se dieron cuenta de que eran varias
monjas cantando. La melodía subía y subía. Luego de súbito caía, cambiando
el ritmo. Ante la monumental imagen había una alfombra de oración, velas
encendidas, varillas de incienso y cestas con ofrendas. Imitando a los
dignatarios, los visitantes se inclinaron ante la estatua tres veces, tocando el
suelo con la frente.
El rey los recibió en un salón de arquitectura tan sencilla y delicada
como el resto del palacio, pero decorado con tapices de escenas religiosas y
máscaras ceremoniales en las paredes. Habían colocado cinco sillas, como
deferencia a los extranjeros, que no estaban acostumbrados a instalarse en el
suelo.
Detrás del rey colgaba un tapiz con un animal bordado, que sorprendió a
Nadia y Alex, porque se parecía notablemente a los hermosos dragones alados
que habían visto dentro del tepui donde estaba la Ciudad de las Bestias, en
pleno Amazonas. Aquéllos eran los últimos de una especie extinguida hacía
milenios. El tapiz real probaba que seguramente en alguna época esos
dragones también existieron en Asia.
El monarca llevaba la misma túnica del día anterior, más un extraño
tocado sobre la cabeza, como un casco de tela. En el pecho lucía el medallón
de su autoridad, un antiguo disco de oro incrustado de corales. Se encontraba
sentado en la posición del loto, sobre un estrado de medio metro de altura.
Junto al soberano había un hermoso leopardo, echado como un gato, que
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
al ver a los visitantes se irguió con las orejas alertas y clavó su mirada en
Alexander, mostrando los dientes. La mano de su amo sobre su lomo lo
tranquilizó, pero sus ojos alargados no se desprendieron del muchacho
americano.
Acompañaban al rey algunos dignatarios, vestidos espléndidamente, con
telas a rayas, chaquetas bordadas y sombreros adornados con grandes hojas
de oro, aunque varios llevaban zapatos occidentales y maletines de ejecutivo.
Había varios monjes con sus túnicas rojas. Tres muchachas y dos jóvenes,
altos y distinguidos, estaban de pie junto al rey; los visitantes supusieron que
eran sus hijos.
Tal como Wandgi los había instruido, no aceptaron las sillas, porque no
debían colocarse a la misma altura del mandatario; prefirieron las pequeñas
alfombras de lana, que estaban colocadas frente a la plataforma real.
Después de intercambiar las katas y saludos de rigor, los extranjeros
esperaron la señal del rey para acomodarse en el suelo, los hombres con las
piernas cruzadas y las mujeres sentadas de lado. Kate Cold, enredada en el
sarong, estuvo a punto de rodar por el piso. El rey y su corte disimularon a
duras penas una sonrisa.
Antes de comenzar las conversaciones se sirvió té, nueces y unos
extraños frutos espolvoreados con sal, que los visitantes comieron después de
rechazar tres veces. Había llegado el momento de los regalos. La escritora
hizo un gesto a Timothy Bruce y Joel González, quienes se arrastraron sobre
las rodillas para presentar al rey una caja con los doce primeros ejemplares
del International Geographic, publicados en 1888, y una página manuscrita de
Charles Darwin, que el director de la revista había conseguido
milagrosamente en un anticuario de Londres. El rey agradeció y a su vez les
ofreció un libro envuelto en un paño. Wandgi les había dicho que no debían
abrir el paquete; eso era una muestra de impaciencia, sólo aceptable en un
niño.
En ese momento un funcionario anunció la llegada de Judit Kinski. Los
miembros de la expedición del International Geographic comprendieron por
qué no la habían visto en el hotel esa mañana: la mujer era huésped en el
palacio real. Saludó con una inclinación de cabeza y tomó lugar en el suelo,
junto a los demás extranjeros. Llevaba un vestido sencillo, su mismo bolso de
cuero, del cual aparentemente jamás se separaba, y una ancha pulsera
africana de hueso tallado como único adorno.
En ese instante Tschewang, el leopardo real, que permanecía quieto,
pero atento, dio un salto y se plantó delante de Alexa nder, con el hocico
recogido en una mueca amenazadora, que dejaba a la vista cada uno de sus
afilados colmillos. Todos los presentes se quedaron inmóviles y dos guardias
hicieron ademán de intervenir, pero el rey los detuvo con un gesto y llamó a la
- 73 -
ISABEL ALLENDE
bestia. El leopardo se volvió hacia su amo, pero no le obedeció.
Sin darse cuenta de lo que hacía, Alexander se había quitado los lentes,
se había puesto a gatas y tenía la misma expresión del felino: con las manos
engarfiadas gruñía y mostraba los dientes.
Entonces Nadia, sin moverse de su lugar, comenzó a murmurar extraños
sonidos, que sonaban como un ronroneo de gato. Al punto el leopardo se
dirigió hacia ella, acercándole el hocico a la cara, oliéndola y batiendo la cola.
Luego, ante el asombro de todos, se echó delante de ella exponiendo la
barriga, que ella acarició sin asomo de temor y sin dejar de ronronear.
–¿Puede usted hablar con los animales? –preguntó con naturalidad el
rey.
Los extranjeros, desconcertados, dedujeron que seguramente en ese
reino hablar con los animales no era algo insólito.
–A veces –replicó la niña.
–¿Qué le pasa a mi fiel Tschewang? Por lo general es cortés y obediente
–sonrió el monarca, señalando al felino.
–Creo que se asustó al ver a un jaguar –replicó Nadia.
Nadie, salvo Alexander, entendió qué significaba esa afirmación. Kate
Cold se dio una involuntaria palmada en la frente: definitivamente estaban
haciendo un papelón, parecían un hatajo de locos sueltos. Pero el rey no se
inmutó ante la respuesta de la niña extranjera color de miel. Se limitó a mirar
con atención al muchacho americano, quien había vuelto a la normalidad y
estaba otra vez sentado con las piernas cruzadas. Sólo la transpiración en su
frente delataba el susto que había pasado.
Nadia Santos puso una de las bufandas de seda frente al leopardo, que
la tomó delicadamente entre sus fauces y la llevó a los pies del monarca.
Luego se instaló en su sitio habitual sobre la plataforma real.
–Y usted, niña, ¿también puede hablar con los pájaros? –preguntó el rey.
–A veces –repitió ella.
–Aquí suelen aparecer algunas aves interesantes –dijo él.
En verdad el Reino del Dragón de Oro era un santuario ecológico, donde
existían muchas especies exterminadas en el resto del mundo, pero presumir
se consideraba una muestra imperdonable de mala educación; ni el rey, que
era la máxima autoridad en materia de flora y fauna, lo hacía.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Más tarde, cuando el grupo del International Geographic abrió el regalo
real, comprobaron que era un libro de fotografías de pájaros. Wandgi les
explicó que el rey las había tomado él mismo; sin embargo, su nombre no
aparecía en el libro, porque eso habría sido una demostración de vanidad.
El resto de la entrevista transcurrió hablando del Reino del Dragón de
Oro. Los extranjeros notaron que todos hablaban con vaguedad. Las palabras
más frecuentes eran «tal vez» y «posiblemente», con lo cual se evitaban
opiniones fuertes y confrontación. Eso dejaba una salida honorable, en caso
que las partes no estuvieran de acuerdo.
Judit Kinski parecía saber mucho sobre la maravillosa naturaleza de la
región. Eso había conquistado al gobernante, así como al resto de la corte,
porque sus conocimientos eran muy poco usuales en los extranjeros.
–Es un honor recibir en nuestro país a los enviados de la revista
International Geographic –dijo el soberano.
–El honor es todo nuestro, Majestad. Sabemos que en este reino el
respeto a la naturaleza es único en el mundo –replicó Kate Cold.
–Si dañamos al mundo natural, debemos pagar las consecuencias. Sólo
un loco cometería semejante torpeza. Su guía, Wandgi, podrá llevarlos a
donde deseen ir. Tal vez podrán visitar los templos o los dzong, monasterios
fortificados, donde posiblemente los monjes puedan recibirlos como
huéspedes y darles la información que necesiten –ofreció el rey.
Todos notaron que no incluía a Judit Kinski y adivinaron que el
gobernante pensaba mostrarle él mismo las bellezas de su reino.
La entrevista había llegado a su fin y sólo restaba agradecer y
despedirse. Entonces Kate Cold cometió la primera imprudencia. Incapaz de
resistir su impulso, preguntó directamente por la leyenda del Dragón de Oro.
De inmediato un silencio glacial se sintió en la sala. Los dignatarios se
paralizaron y la sonrisa amable del rey desapareció. La pausa que siguió
pareció muy pesada, hasta que Judit Kinski se atrevió a intervenir.
–Perdone nuestra impertinencia, Majestad. No conocemos bien las
costumbres de aquí; espero que la pregunta de la señora Cold no haya sido
ofensiva... En realidad ella habló por todos nosotros. Siento la misma
curiosidad por esa leyenda que los periodistas del International Geographic –
dijo, fijando sus ojos castaños en las pupilas de él.
El rey devolvió la mirada con expresión muy seria, como si evaluara sus
intenciones, y por último sonrió. Se rompió de inmediato el hielo y todos
volvieron a respirar, aliviados.
- 75 -
ISABEL ALLENDE
–El dragón sagrado existe, no es sólo una leyenda; sin embargo, no
podrán verlo, lo lamento – dijo el rey, hablando con la firmeza que hasta
entonces había evitado.
–En alguna parte leí que la estatua se guarda en un monasterio
fortificado de Tíbet. Me pregunto qué sucedió con ella después de la invasión
china... –insistió Judit Kinski.
Kate pensó que nadie más habría osado continuar con el tema. Esa
mujer tenía mucha confianza en sí misma y en la atracción que ejercía sobre
el rey.
–El dragón sagrado representa el espíritu de nuestra nación. Nunca ha
salido de nuestro reino – aclaró él.
–Disculpe, Majestad, estaba mal informada. Es lógico que se guarde en
este palacio, junto a usted –dijo Judit Kinski.
–Tal vez –dijo él, poniéndose de pie para indicar que la entrevista había
concluido.
El grupo del International Geographic se despidió con profundas
reverencias y salió retrocediendo, menos Kate Cold, tan enredada en el
sarong, que no tuvo más remedio que subírselo hasta las rodillas y salir a
tropezones, dándole las espaldas a Su Majestad.
Tschewang, el leopardo real, siguió a Nadia hasta la puerta del palacio,
refregando el hocico contra su mano, pero sin perder de vista a Alexander.
–No lo mires, jaguar. Te tiene celos... –se rió la muchacha.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
8
SECUESTRADAS
El coleccionista despertó sobresaltado por el timbre del teléfono privado
que tenía sobre su mesa de noche. Eran las dos de la madrugada. Sólo tres
personas conocían ese número: su médico, el jefe de sus guardaespaldas y su
madre. Hacía meses que ese teléfono no sonaba. El Coleccionista no había
necesitado a su médico ni a su jefe de seguridad. En cuanto a su madre, en
ese momento andaba en la Antártica fotografiando pingüinos. La señora
pasaba sus últimos años embarcada en diversos cruceros de lujo, que la
llevaban de un lado a otro en un viaje inacabable. Al arribar a un puerto, la
recibía un empleado con el pasaje en la mano para emprender otro crucero.
Su hijo había descubierto que de esa manera ella vivía entretenida y él no
tenía que verla.
–¿Cómo averiguó este número? –preguntó indignado el segundo hombre
más rico del mundo, una vez que reconoció a su interlocutor, a pesar del
dispositivo que deformaba la voz.
–Averiguar secretos es parte de mi trabajo –replicó el Especialista.
–¿Qué noticias me tiene?
–Pronto tendrá en su poder lo que hemos convenido. –¿Para qué me
molesta entonces?
–Para decirle que de nada le servirá el Dragón de Oro si no sabe usarlo –
explicó el Especialista.
–Para eso tengo el pergamino traducido, el que le compré al general
chino –aclaró el Coleccionista. –¿Usted cree que algo tan importante y tan
secreto estaría expuesto en un solo pedazo de pergamino? La traducción está
en clave.
–¡Consiga la clave! Para eso lo he contratado.
–No. Usted me contrató para conseguir ese objeto, nada más. Esto no
está contemplado en el trato –aclaró fríamente la voz deformada en el
teléfono.
–El dragón no me interesa sin las instrucciones, ¿me ha entendido?
¡Consígalas o no verá sus millones de dólares! –gritó el cliente.
–Jamás reconsidero los términos de una negociación. Usted y yo hemos
convenido algo. Le presentaré la estatua dentro de dos semanas y cobraré lo
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ISABEL ALLENDE
convenido o usted sufrirá daños irreparables.
El cliente percibió la amenaza y se dio cuenta de que se jugaba la vida.
Por una vez el segundo hombre más rico del planeta se asustó.
–Tiene razón, un trato es un trato. Le pagaré aparte por la clave para
descifrar ese pergamino. ¿Cree que puede conseguirla en un plazo prudente?
Como sabe, esto es un asunto muy urgente. Estoy dispuesto a pagar lo
necesario, el dinero no es problema –dijo el Coleccionista en tono conciliador.
–En este caso no es una cuestión de precio.
–Todo el mundo tiene un precio.
–Se equivoca –replicó el Especialista.
–¿No me dijo usted que era capaz de conseguir cualquier cosa? –
preguntó, angustiado, el cliente.
–Uno de mis agentes se comunicará con usted próximamente –replicó la
voz y la comunicación se cortó.
El multimillonario no pudo volver a dormir. Pasó el resto de la noche
estudiando su inconmensurable fortuna en la oficina, que ocupaba la mayor
parte de su casa, donde tenía medio centenar de computadoras. Día y noche,
sus empleados se mantenían conectados a los más importantes mercados de
valores del mundo. Sin embargo, por mucho que el Coleccionista repasara las
cifras y gritara a sus subalternos, no lograba cambiar el hecho de que había
otro hombre más rico que él. Eso le destrozaba los nervios.
Después de recorrer la encantadora ciudad de Tunkhala, con sus casas
de techos de pagoda, sus stupas o cúpulas religiosas, sus templos, y sus
docenas de monasterios encaramados a los faldeos de los cerros, en medio de
una naturaleza exuberante de árboles y flores, Wandgi ofreció mostrarles la
universidad. El campus era un parque natural, con cascadas de agua y
millares de pájaros, donde se alzaban varios edificios. Los techos de pagoda,
las imágenes de Buda pintadas en los muros y las banderas de oración daban
a la universidad el aspecto de un conjunto de monasterios. Por los senderos
del parque vieron estudiantes conversando en grupos y les llamó la atención
su formalidad, tan diferente al aire relajado de los jóvenes en Occidente.
Fueron recibidos por el rector, quien solicitó a Kate Cold que se
dirigiera a los alumnos para hablarles de la revista International Geographic,
que muchos leían regularmente en la biblioteca.
–Tenemos muy pocas ocasiones de recibir ilustres visitantes en nuestra
humilde universidad – dijo, inclinándose ceremoniosamente ante ella.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Y así fue como la escritora, los fotógrafos, Alexander y Nadia se vieron
instalados en una sala frente a los ciento noventa estudiantes de la
universidad y sus profesores. Casi todos hablaban algo de inglés, porque era
la asignatura preferida de los jóvenes, pero Wandgi debió traducir en muchas
ocasiones. La primera media hora transcurrió con mucha compostura.
El público hacía preguntas ingenuas, con mucho respeto, saludando con
una reverencia antes de dirigirse a los extranjeros. Fastidiado, Alexander
levantó la mano.
–¿Podemos preguntar nosotros también? Hemos venido de muy lejos
para aprender sobre este país... –sugirió.
Hubo unos momentos de silencio, en los cuales los estudiantes se
miraban unos a otros confundidos, porque era la primera vez que un
conferenciante proponía algo así. Después de algunas dudas y cuchicheos
entre los profesores, el rector dio su consentimiento. En la siguiente hora y
media los visitantes averiguaron algunos datos interesantes sobre el Reino
Prohibido y los estudiantes, libres de la estirada formalidad a la cual estaban
habituados, se atrevieron a preguntar sobre el cine, la música, la ropa, los
carros y mil otros temas de América.
Hacia el final, Timothy Bruce sacó una cinta de rock'n'roll y Kate Cold la
puso en su grabadora. Su nieto, habitualmente tímido, tuvo un impulso
irresistible, salió adelante e hizo una demostración de baile moderno, que dejó
a todos con la boca abierta. Borobá, contagiado por esa danza frenética,
procedió a imitarlo a la perfección, en medio de las risotadas del público. Al
terminar la «conferencia», los estudiantes en masa los acompañaron hasta los
límites del campus, cantando y bailando igual que Alexander, mientras los
profesores se rascaban la cabeza, estupefactos.
–¿Cómo pudieron aprender la música americana después de oírla una
sola vez? –preguntó Kate Cold, admirada.
–Circula entre los estudiantes desde hace muchos años, abuelita. Dentro
de sus casas esos chicos usan vaqueros, como ustedes. Los traen de
contrabando de India –replicó Wandgi, riéndose.
Para entonces Kate Cold había aceptado, resignada, que el guía la
llamara «abuelita». Era un signo de respeto, la forma educada de dirigirse a
una persona mayor. Por su parte Nadia y Alex debían llamar «tío» a Wandgi y
«prima» a Perra.
–Tal vez los honorables visitantes, si no están muy cansados, desearían
probar la comida típica de Tunkhala... –sugirió Wandgi tímidamente.
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ISABEL ALLENDE
Los honorables visitantes estaban extenuados, pero no podían perder
esa oportunidad. Terminaron ese día de intensa actividad en casa del guía,
que, como muchas en la capital, era de dos pisos, de ladrillo blanco y maderas
pintadas con intrincados dibujos de flores y pájaros, del mismo estilo que los
de palacio. Fue imposible averiguar quiénes pertenecían a la familia directa
de Wandgi, porque entraban y salían docenas de personas y todas eran
presentadas como tíos, hermanos o primos. No existían los apellidos. Al nacer
un niño sus padres le ponían dos o tres nombres para distinguirlo de los
demás, pero cada persona podía cambiar sus nombres a voluntad varias veces
en la vida. Los únicos que usaban un apellido eran los miembros de la familia
real.
Perra, su madre y varias tías y primas sirvieron la comida. Todos se
sentaron en el suelo en torno a una mesa redonda, donde colocaron una
verdadera montaña de arroz rojo, cereal y varias combinaciones de vegetales,
sazonados con especias y pimiento picante. Enseguida fueron trayendo las
delicias preparadas especialmente para honrar a los extranjeros: hígado de
yak, pulmón de oveja, patas de cerdo, ojos de cabra y salchichas de sangre
sazonadas con tanta pimienta y páprika, que el solo olor de los platos les hizo
lagrimear y produjo un ataque de tos a Kate. Se comía con la mano, formando
bolitas con los alimentos, y lo cortés era ofrecer primero las bolitas a los
visitantes.
Al llevarse el primer bocado a la boca, Alexander y Nadia estuvieron a
punto de lanzar un grito: ninguno de los dos había probado nunca algo tan
picante. Les ardía la boca como si se la hubieran quemado con carbones
encendidos. Kate Cold les advirtió entre accesos de tos que no debían ofender
a sus anfitriones, pero los nativos del Reino Prohibido sabían que los
extranjeros no eran capaces de tragar su comida. Mientras a los dos
muchachos les corría el llanto por las mejillas, los demás se reían a gritos,
golpeando el suelo con pies y manos.
Perra, también muy divertida, les trajo té para enjuagarse la boca y un
plato con los mismos vegetales, pero preparados sin picante. Alexander y
Nadia intercambiaron una mirada de complicidad. En el Amazonas habían
comido desde serpiente asada hasta una sopa hecha con las cenizas de un
indio muerto. Sin decir palabra, decidieron simultáneamente que ése no era el
momento de retroceder. Agradecieron, inclinándose con las palmas juntas
frente a la cara, y luego cada uno preparó su bolita de fuego y se la puso
valientemente en la boca.
Al día siguiente se celebraba un festival religioso, que coincidía con la
luna llena y el cumpleaños del rey. El país entero se había preparado durante
semanas para el evento. Todo Tunkhala se volcó a la calle y de las montañas
bajaron campesinos de aldeas remotas, que debieron viajar a pie o a caballo
durante días. Después de las bendiciones de los lamas, salieron los músicos
con sus instrumentos y las cocineras, que colocaron grandes mesas con
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
comida, dulces y jarras con licor de arroz. En esa ocasión todo era gratis.
Las trompetas, tambores y gongs de los monasterios sonaron desde muy
temprano. Los fieles y los peregrinos llegados de lejos se aglomeraban en los
templos para hacer sus ofrendas, girar las ruedas de oración, y encender velas
de manteca de yak. El olor rancio de la grasa y el humo del incienso flotaba
por la ciudad.
Antes del viaje Alexander había recurrido a la biblioteca de su escuela
para informarse sobre el Reino Prohibido, sus costumbres y su religión. Le dio
una breve lección sobre budismo a Nadia, quien no había oído hablar jamás de
Buda.
–En lo que hoy es el sur de Nepal, nació quinientos sesenta y seis años
antes de Cristo un príncipe llamado Sidarta Gautama. Cuando nació, un
adivino pronosticó que el niño reinaría sobre toda la tierra, pero siempre que
fuera preservado del deterioro y la muerte. De otro modo, sería un gran
maestro espiritual. Su padre, que prefería lo primero, rodeó el palacio de altos
muros para que Sidarta tuviera una vida espléndida, dedicada al placer y la
belleza, sin confrontar jamás el sufrimiento. Hasta las hojas que caían de los
árboles eran rápidamente barridas, para que no las viera marchitarse. El
joven se casó y tuvo un hijo sin haber salido nunca de aquel paraíso. Tenía
veintinueve años cuando se asomó fuera del jardín y vio por primera vez
enfermedad, pobreza, dolor, crueldad. Se cortó el cabello, se despojó de sus
joyas y sus ropajes de rica seda y se fue en busca de la Verdad. Durante seis
años estudió con yoguis en India y sometió su cuerpo al ascetismo más
riguroso...
–¿Qué es eso? –preguntó Nadia.
–Llevaba una vida de privaciones. Dormía sobre espinas y comía
solamente unos pocos granos de arroz.
–Mala idea... –comentó Nadia.
–Eso mismo concluyó Sidarta. Después de pasar del placer absoluto en
su palacio al sacrificio más severo, comprendió que el Camino del Medio es el
más adecuado –dijo Alexander.
–¿Por qué le dicen el Iluminado? –quiso saber su amiga.
–Porque a los treinta y cinco años se sentó sin moverse bajo un árbol
durante seis días y seis noches a meditar. Una noche de luna, como la que se
celebra en este festival, su mente y su espíritu se abrieron y logró comprender
todos los principios y procesos de la vida. Es decir, se convirtió en Buda.
–En sánscrito «Buda» quiere decir «despierto» o «iluminado» –aclaró
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ISABEL ALLENDE
Kate Cold, quien escuchaba atentamente las explicaciones de su nieto–. Buda
no es un nombre, sino un título, y cualquiera puede convertirse en buda a
través de una vida noble y de práctica espiritual –agregó.
–La base del budismo es la compasión hacia todo lo que vive o existe.
Dijo que cada uno debe buscar la verdad o la iluminación dentro de sí mismo,
no en otros o en cosas externas. Por eso los monjes budistas no andan
predicando, como nuestros misioneros, sino que pasan la mayor parte de sus
vidas en serena meditación, buscando su propia verdad. Sólo poseen sus
túnicas, sus sandalias y sus escudillas para mendigar comida. No les interesan
los bienes materiales –dijo Alexander.
A Nadia, quien no poseía más que un pequeño bolso con la ropa
indispensable y tres plumas de loro para el peinado, esa parte del budismo le
pareció perfecta.
Por la mañana se llevaron a cabo los torneos de tiro al blanco, la
actividad más concurrida del festival de Tunkhala. Los mejores arqueros se
presentaron engalanados con sus vistosos ropajes, luciendo collares de flores
que las muchachas les ponían al cuello. Los arcos tenían casi dos metros de
largo y eran muy pesados.
A Alexander le ofrecieron uno, pero se vio en duro aprieto para
levantarlo y mucho menos pudo dar en el blanco. Estiró la cuerda con todas
sus fuerzas, pero en un descuido se le escapó la flecha entre los dedos y salió
disparada en dirección a un elegante dignatario que se encontraba a varios
metros del blanco. Horrorizado, Alexander lo vio caer de espaldas y supuso
que lo había asesinado, pero su víctima se puso de pie rápidamente, de lo más
divertido. La flecha se había clavado en medio de su sombrero. Nadie se
ofendió. Un coro de carcajadas celebró la torpeza del extranjero y el
dignatario se paseó el resto del día con la flecha en el sombrero, como un
trofeo.
La población del Reino Prohibido se presentó con sus mejores galas y la
mayoría llevaba máscaras o las caras pintadas de amarillo, blanco y rojo.
Sombreros, cuellos, orejas y brazos lucían adornos de plata, oro, corales
antiguos y turquesas.
Esta vez el rey llegó con un tocado espectacular en la cabeza: la corona
del Reino Prohibido. Era de seda bordada con incrustaciones de oro y
sembrada de piedras preciosas. Al centro, sobre la frente, tenía un gran rubí.
Sobre el pecho llevaba el medallón real. Con su eterna expresión de calma y
optimismo, el rey se paseaba sin escolta entre sus súbditos, que
evidentemente lo adoraban. Su séquito se componía sólo de su inseparable
Tschewang, el leopardo, y su invitada de honor, Judit Kinski, ataviada con el
traje típico del país, pero siempre con su bolso al hombro.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Por la tarde hubo representaciones teatrales de actores con máscaras,
acróbatas, juglares y malabaristas. Grupos de muchachas ofrecieron una
demostración de las danzas tradicionales, mientras los mejores atletas
compitieron en simulacros de lucha con espada y en un tipo de artes marciales
que los extranjeros jamás habían visto.
Daban saltos mortales y se movían con tan asombrosa rapidez, que
parecían volar por encima de las cabezas de su contrincante. Ninguno pudo
vencer a un joven delgado y guapo, que tenía la agilidad y fiereza de una
pantera. Wandgi informó a los extranjeros de que era uno de los hijos del rey,
pero no el elegido para ocupar algún día el trono. Tenía condiciones de
guerrero, siempre quería ganar, le gustaba el aplauso, era impaciente y
voluntarioso. Definitivamente, agregó el guía, no tenía pasta para convertirse
en un gobernante sabio.
Al ponerse el sol comenzaron a cantar los grillos, sumándose al ruido de
la fiesta. Se encendieron millares de antorchas y lámparas con pantallas de
papel.
En la entusiasta multitud había muchos enmascarados. Las máscaras
eran verdaderas obras de arte, todas diferentes, pintadas de oro y colores
brillantes. A Nadia le llamó la atención que bajo algunas máscaras asomaran
barbas negras, porque los hombres del Reino Prohibido se afeitaban
cuidadosamente. Jamás se veía uno con pelos en el rostro, se consideraba una
falta de higiene. Por un rato estudió a la multitud, hasta que se dio cuenta de
que los individuos barbudos no participaban en las festividades como los
demás. Iba a comunicarle sus observaciones a Alexander, cuando éste se le
acercó con una expresión preocupada.
–Fíjate en ese hombre que está allí, Águila –le dijo. –¿Dónde?
–Detrás del malabarista que lanza antorchas encendidas al aire. El que
tiene un gorro tibetano de piel. –¿Qué pasa con él? –preguntó Nadia. –
Acerquémonos con disimulo para verlo de cerca –dijo Alexander.
Cuando lograron hacerlo, vieron a través de la máscara dos pupilas
claras e inexpresivas: los ojos inolvidables de Tex Armadillo.
–¿Cómo llegó aquí? No vino en el avión con nosotros y el próximo vuelo
es dentro de cinco días –comentó Alexander poco después, cuando se alejaron
un poco.
–Creo que no está solo, Jaguar. Esos enmascarados barbudos pueden ser
de la Secta del Escorpión. He estado observándolos y me parece que están
tramando algo.
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ISABEL ALLENDE
–Si vemos algo sospechoso avisaremos a Kate. Por el momento no los
perdamos de vista –dijo Alexander.
De China había llegado para el festival una familia de expertos en fuegos
artificiales. Apenas el sol se ocultó tras los cerros, cayó bruscamente la noche
y descendió la temperatura, pero la fiesta continuó. Pronto el cielo se iluminó
y la muchedumbre en las calles celebró con gritos de asombro cada estallido
de las maravillosas luces de los chinos.
Había tanta gente que costaba moverse en el tumulto. Nadia,
acostumbrada al clima tropical de su aldea, Santa María de la Lluvia, tiritaba
de frío. Pema se ofreció para acompañarla al hotel a buscar ropa abrigada y
ambas partieron con Borobá, que se había puesto frenético con el ruido de los
fuegos, mientras Alexander vigilaba de lejos a Tex Armadillo.
Nadia agradeció que Kate Cold hubiera tenido la buena idea de
comprarle ropa de alta montaña. Le castañeteaban los dientes tanto como a
Borobá. Primero le colocó la parka de bebé al mono y luego se puso
pantalones, calcetines gruesos, botas y un chaquetón, mientras Pema la
observaba divertida. Ella estaba muy cómoda con su liviano sarong de seda.
–¡Vamos! ¡Estamos perdiendo lo mejor de la fiesta! –exclamó la joven.
Salieron corriendo a la calle. La luna y las cascadas de estrellas
multicolores de los chinos alumbraban la noche.
–¿Dónde están Pema y Nadia? –preguntó Alexander, calculando que
hacía más de una hora que no las veía.
–No las he visto –replicó Kate.–Fueron al hotel porque Nadia necesitaba
una chaqueta, pero ya deberían haber regresado.
–Mejor voy a buscarlas –decidió Alex.
–Ya vendrán, aquí no hay donde perderse –dijo su abuela.
Alexander no encontró a las chicas en el hotel. Dos horas más tarde
todos estaban preocupados, porque nadie las había visto en el tumulto del
festival desde hacía mucho rato. El guía, Wandgi, consiguió una bicicleta
prestada y fue hasta su casa, pensando que Pema podría haber llevado a
Nadia allí, pero poco después regresó descompuesto.
–¡Han desaparecido! –anunció a gritos.
–No puede haberles sucedido nada malo. ¡Usted dijo que éste era el país
más seguro del mundo! –exclamó Kate.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
A esa hora quedaba muy poca gente en la calle, sólo unos cuantos
estudiantes rezagados y unas mujeres que limpiaban la basura y los restos de
comida de las mesas. El aire olía a una mezcla de flores y pólvora.
–Pueden haberse ido con algunos estudiantes de la universidad... –
sugirió Timothy Bruce.
Wandgi les aseguró que eso era imposible, Pema jamás haría eso.
Ninguna muchacha respetable salía de noche sola y sin permiso de sus
padres, dijo. Decidieron acudir a la estación de policía, donde fueron
atendidos con cortesía por dos oficiales extenuados, que habían trabajado
desde el amanecer y no parecían dispuestos a salir a la caza de dos chicas,
que seguramente estaban con amigos o parientes. Kate Cold se les plantó al
frente blandiendo su pasaporte y su carnet de periodista, mientras reclamaba
con su peor vozarrón de mando, pero no logró sacudirlos.
–Estas personas recibieron una invitación especial de nuestro amado rey
–dijo Wandgi, y eso puso a los policías en acción de inmediato.
El resto de la noche se fue buscando a Pema y Nadia por todas partes.
Al amanecer estaba la fuerza policial completa –diecinueve funcionarios– en
estado de alerta, porque se había reportado la desaparición de otras cuatro
adolescentes en Tunkhala.
Alexander comunicó a su abuela sus sospechas de que había guerreros
azules mezclados en la muchedumbre y agregó que había visto a Tex
Armadillo disfrazado de pastor tibetano. Había intentado seguirlo, pero
seguramente éste se dio cuenta de que había sido reconocido y se perdió en el
gentío. Kate informó a la policía, quienes le advirtieron que no convenía
sembrar pánico sin pruebas.
Durante las primeras horas de la mañana se propagó la atroz noticia de
que varias niñas habían sido secuestradas. Casi todas las tiendas
permanecieron cerradas y las puertas de las casas abiertas, mientras los
habitantes de la apacible capital se volcaban a las calles a comentar el suceso.
Cuadrillas de voluntarios salieron a recorrer los alrededores, pero el trabajo
era desesperante, porque el terreno irregular y cubierto de impenetrable
vegetación dificultaba la búsqueda. Pronto comenzó a circular un rumor que
fue creciendo hasta convertirse en un río incontenible de pánico que arrolló a
la ciudad: ¡los escorpiones!, ¡los escorpiones!
Dos campesinos, que no habían asistido al festival, aseguraron haber
visto a varios jinetes pasar al galope rumbo a las montañas. Los cascos de los
corceles sacaban chispas de las piedras, las capas negras ondeaban al viento y
en la luz fantástica de los fuegos artificiales parecían demonios, dijeron los
aterrados campesinos. Poco después una familia que iba de vuelta a su aldea,
encontró en el sendero una gastada cantimplora de cuero, llena de licor, y la
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ISABEL ALLENDE
llevó a la policía. Tenía grabado un escorpión.
Wandgi estaba fuera de sí. En cuclillas, gemía con la cara entre las
manos, mientras su esposa se mantenía en silencio y sin lágrimas,
completamente anonadada.
–¿Se refieren a la Secta del Escorpión, la misma de India? –preguntó
Alexander Cold.
–¡Los guerreros azules! ¡Nunca más veré a mi Peina! –lloraba el guía.
Los expedicionarios del International Geographic fueron obteniendo los
detalles de a poco. Aquellos nómades sanguinarios circulaban por el norte de
India, donde solían atacar aldeas indefensas para raptar muchachas, que
convertían en sus esclavas. Para ellos las mujeres tenían menos valor que un
cuchillo, las trataban peor que a animales y las mantenían aterrorizadas,
escondidas en cuevas.
A las niñas que nacían las mataban de inmediato, pero dejaban a los
varones, a quienes separaban de sus madres y entrenaban para pelear desde
los tres años. Para inmunizarlos contra el veneno los hacían picar por
escorpiones, de modo que al llegar a la adolescencia podían soportar
mordeduras de reptiles e insectos que de otro modo les serían fatales.
En muy poco tiempo las esclavas morían de enfermedad, maltratos o
asesinadas, pero las pocas que llegaban a los veinte años eran consideradas
inservibles y las abandonaban, para ser reemplazadas por nuevas niñas
robadas. Así el ciclo se repetía. Por los caminos rurales de India solían verse
las figuras lamentables de esas mujeres locas, en harapos, pidiendo limosna.
Nadie se les acercaba por temor a la Secta del Escorpión.
–¿Y la policía no hace nada? –preguntó Alexander, horrorizado.
–Esto ocurre en regiones muy aisladas, en villorrios indefensos y
miserables. Nadie se atreve a enfrentar a los bandidos, les tienen terror,
creen que poseen poderes diabólicos, que pueden enviar una plaga de
escorpiones y acabar con toda una aldea. No hay peor destino para una niña
que caer en manos de los hombres azules. Llevará la vida de un animal por
unos cuantos años, verá exterminar a sus hijas, le quitarán a los hijos y, si no
muere, terminará convertida en mendiga –les explicó el guía, y agregó que la
Secta del Escorpión era una banda de ladrones y asesinos que conocían todos
los pasos del Himalaya, cruzaban las fronteras a su antojo y atacaban siempre
de noche. Eran sigilosos como sombras.
–¿Han entrado antes al Reino Prohibido? –preguntó Alexander, en cuya
mente empezaba a formarse una terrible sospecha.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Hasta ahora nunca lo habían hecho. Sólo actuaban en India y Nepal –
replicó el guía.
–¿Por qué vinieron tan lejos? Es muy raro que se atrevieran a llegar a
una ciudad como Tunkhala. Y es más raro todavía que decidieran hacerlo
justamente durante un festival, cuando estaba el pueblo en la calle y la policía
vigilando –anotó Alexander.
–Iremos de inmediato a hablar con el rey. Hay que movilizar todos los
recursos posibles – determinó Kate.
Su nieto estaba pensando en Tex Armadillo y los patibularios personajes
que había visto en los sótanos del Fuerte Rojo. ¿Qué papel desempeñaba ese
hombre en el asunto? ¿Qué significaba el mapa que estudiaban?
No sabía por dónde comenzar a buscar a Águila, pero estaba dispuesto a
recorrer el Himalaya de punta a cabo tras ella. Imaginaba la suerte que en
esos momentos corría su amiga. Cada minuto era precioso: debía encontrarla
antes que fuera demasiado tarde. Necesitaba más que nunca el instinto de
cazador del jaguar, pero estaba tan nervioso que no podía concentrarse lo
suficiente para invocarlo. El sudor le corría por la frente y la espalda,
empapándole la camisa.
Nadia y Pema no alcanzaron a ver a sus atacantes. Dos mantos oscuros
les cayeron encima, envolviéndolas; luego las ataron con cuerdas, como
paquetes, y las levantaron en vilo. Nadia gritó y trató de defenderse,
pataleando en el aire, pero un golpe seco en la cabeza la aturdió. Pema, en
cambio, se entregó a su suerte, adivinando que era inútil pelear en ese
momento, debía reservar su energía para más adelante. Los secuestradores
colocaron a las muchachas atravesadas sobre los caballos y montaron detrás,
sujetándolas con manos de hierro. Por montura sólo llevaban una manta
doblada y manejaban las cabalgaduras con la presión de las rodillas. Eran
jinetes formidables.
A los pocos minutos Nadia recuperó el conocimiento y en cuanto se le
despejó un poco la mente hizo un inventario de la situación. Se dio cuenta de
inmediato de que iba al galope a caballo, a pesar de que nunca había montado
uno. Sentía retumbar cada pisada del animal en el estómago y el pecho, le
costaba respirar bajo la manta y sentía en la espalda la presión de una mano
grande y fuerte, como una garra, que la sujetaba.
El olor del caballo sudoroso y de las ropas del hombre era penetrante,
pero fue justamente eso lo que le devolvió la claridad y le permitió pensar.
Acostumbrada a vivir en contacto con la naturaleza y los animales, tenía una
gran memoria olfativa. Su secuestrador no olía como la gente que había
conocido en el Reino Prohibido, que era limpia en extremo. El aroma natural
de las telas de seda, algodón y lana se mezclaba con el de las especias que
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ISABEL ALLENDE
usaban para cocinar y el aceite de almendras, que todo el mundo usaba para
darle brillo al cabello. Nadia podría reconocer a un habitante del Reino
Prohibido con los ojos cerrados. El hombre que la sujetaba era sucio, como si
su ropa no se lavara jamás, y la piel exudaba un olor amargo de ajo, carbón y
pólvora. Sin duda era un extranjero en esa tierra.
Nadia escuchó con atención y pudo calcular que, además de los dos
caballos en que iban Pema y ella, había por lo menos cuatro más, tal vez
cinco. Se dio cuenta de que iban siempre en ascenso.
Cuando cambió el paso del caballo, comprendió que ya no iban por un
sendero, sino a campo travieso. Podía oír los cascos contra las piedras y sentía
el esfuerzo del animal por trepar. A veces resbalaba, relinchando, y la voz del
jinete lo alentaba a seguir en un idioma desconocido.
La muchacha sentía los huesos molidos por el bamboleo, pero no podía
acomodarse, porque las cuerdas la inmovilizaban. La presión en el pecho era
tan fuerte, que temía que se le partieran las costillas. ¿Cómo podía dejar
alguna pista para que pudieran encontrarla? Estaba segura de que jaguar lo
intentaría, pero esas montañas eran un laberinto de alturas y precipicios. Si al
menos pudiera soltarse un zapato, pensaba, pero eso era imposible, porque
llevaba las botas amarradas.
Un buen rato más tarde, cuando las dos muchachas ya estaban
completamente machucadas y medio inconscientes, las cabalgaduras se
detuvieron. Nadia hizo un esfuerzo por recuperarse y prestó atención. Los
jinetes desmontaron y sintió que volvían a levantarla y la tiraban como una
bolsa al suelo. Cayó sobre piedras. Oyó gemir a Pema y enseguida unas manos
desataron la cuerda y le quitaron la manta. Respiró a todo pulmón y abrió los
ojos.
Lo primero que vio fue la bóveda oscura del cielo y la luna, luego dos
rostros negros y barbudos inclinados sobre ella. El aliento fétido a ajo, licor y
algo parecido al tabaco de los hombres la golpeó como un puñetazo. Sus ojos
malignos brillaban en las cuencas hundidas y reían burlones. Les faltaban
varios dientes y los pocos que tenían eran de un color casi negro. Nadia había
visto gente en India con los dientes así, y Kate Cold le explicó que masticaban
betel. A pesar de que estaba bastante oscuro, reconoció el aspecto de los
hombres que había visto en el Fuerte Rojo, los temibles guerreros del
Escorpión.
De un tirón sus captores la pusieron de pie, pero debieron sostenerla,
porque se le doblaban las rodillas. Nadia vio a Pema a pocos pasos de
distancia, encogida de dolor. Con gestos y empujones, los secuestradores les
indicaron a las muchachas que avanzaran. Uno se quedó con los caballos y los
otros subieron el cerro llevando a las prisioneras. Nadia había calculado bien:
los jinetes eran cinco.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Llevaban unos quince minutos de ascenso cuando apareció de súbito un
grupo de varios hombres, todos con la misma vestimenta, oscuros, barbudos y
armados de puñales. Nadia trató de sobreponerse al miedo y «escuchar con el
corazón», tratando de comprender su idioma, pero estaba demasiado
adolorida y maltrecha. Mientras los hombres discutían, cerró los ojos e
imaginó que era un águila, la reina de las alturas, el ave imperial, su animal
totémico. Por unos segundos tuvo la sensación de elevarse como un
espléndido pájaro y pudo ver a sus pies la cadena de montañas del Himalaya
y, muy lejos, el valle donde estaba la ciudad deTunkhala. Un empujón la
devolvió a la tierra.
Los guerreros azules encendieron unas improvisadas antorchas, hechas
con estopa amarrada a un palo y empapada engrasa. En la luz vacilante
condujeron alas muchachas por un angosto desfiladero natural en la roca.
Iban pegados a la montaña, pisando con infinito cuidado, porque a sus pies se
abría un precipicio profundo. Una ventisca helada cortaba la piel como navaja.
Había parches de nieve y hielo entre las piedras, a pesar de que era verano.
Nadia pensó que el invierno en esa región debía ser espantoso, si aun en
verano hacía frío. Pema iba vestida de seda y con sandalias. Quiso pasarle su
chaquetón, pero apenas hizo el ademán de quitárselo le dieron un bofetón y la
obligaron a seguir caminando. Su amiga iba al final de la fila y no podía verla
desde su posición, pero supuso que iría en peores condiciones que ella. Por
suerte no tuvieron que escalar mucho, pronto se encontraron ante unos
arbustos espinosos, que los hombres apartaron. Las antorchas iluminaron la
entrada de una caverna natural, muy bien disimulada en el terreno. Nadia se
sintió desfallecer: la esperanza de que Jaguar la encontrara era cada vez más
tenue.
La cueva era amplia y estaba compuesta de varias bóvedas o salas.
Vieron bultos, armas, arreos de caballos, mantas, sacos con arroz, lentejas,
verduras secas, nueces y largas trenzas de ajos. A juzgar por el aspecto del
campamento y la cantidad de alimentos, era evidente que sus asaltantes
habían estado allí varios días y pensaban quedarse otros tantos.
En un lugar prominente habían improvisado un espeluznante altar.
Sobre un cúmulo de piedras se levantaba una estatua de la temible diosa Kali,
rodeada de varias calaveras y huesos humanos, ratas, serpientes y otros
reptiles disecados, vasijas con un liquido oscuro, como sangre, y frascos con
escorpiones negros. Al entrar los guerreros se arrodillaron ante el altar,
metieron los dedos en las vasijas y luego se los llevaron a la boca. Nadia notó
que cada uno llevaba una colección de puñales de diferentes formas y
tamaños en la faja que les envolvía la cintura.
Las dos muchachas fueron empujadas al fondo de la caverna, donde las
recibió una mujerona en harapos, con un manto de piel de perro, que le daba
un aspecto de hiena. Tenía la piel teñida del mismo tono azulado de los
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ISABEL ALLENDE
guerreros, una horrenda cicatriz en la mejilla derecha, desde el ojo hasta el
mentón, como si hubiera recibido una cuchillada, y un escorpión grabado a
fuego en la frente. Llevaba un corto látigo en la mano.
Acurrucadas junto al fuego, cuatro niñas cautivas temblaban de frío y
terror. La carcelera dio un gruñido, y señaló a Pema y a Nadia que se
reunieran con las otras. La única que llevaba ropa de invierno era Nadia,
todas las demás vestían los sarongs de seda que habían usado para la
celebración del cumpleaños del rey. Nadia comprendió que habían sido
raptadas en las mismas circunstancias que ellas y eso le devolvió algo de
esperanza, porque sin duda la policía ya debía estar buscándolas por cielo y
tierra.
Un coro de gemidos recibió a Nadia y Pema, pero la mujer se aproximó
con el látigo en alto y las chicas prisioneras callaron, escondiendo la cabeza
entre los brazos. Las dos amigas procuraron colocarse juntas.
En un descuido de la guardiana, Nadia envolvió a Perra con su chaqueta
y le susurró al oído que no se desesperara, que ya encontrarían la forma de
salir de ese atolladero. Perra tiritaba, pero había logrado calmarse; sus
hermosos ojos negros, antes siempre sonrientes, ahora reflejaban coraje y
determinación. Nadia le apretó la mano y las dos se sintieron fortalecidas por
la presencia de la otra.
Uno de los hombres del Escorpión no le quitaba los ojos de encima a
Perra, impresionado por su gracia y dignidad. Se acercó al grupo de
aterrorizadas muchachas y se plantó delante de Perra con una mano en la
empuñadura de su puñal. Llevaba la misma sucia túnica oscura, el turbante
grasiento, la barba desaliñada, la piel del extraño tono negro azulado y los
dientes negros de betel de todos los demás, pero su actitud irradiaba
autoridad y los otros lo respetaban. Parecía ser el jefe.
Pema se puso de pie y sostuvo la cruel mirada del guerrero. Él estiró la
mano y cogió el largo cabello de la muchacha, que se deslizó como seda entre
sus dedos inmundos. Un tenue perfume de jazmín se desprendió del cabello.
El hombre pareció desconcertado, casi conmovido, como si jamás hubiera
tocado algo tan precioso. Perra hizo un brusco movimiento de la cabeza,
desprendiéndose. Si tenía miedo, no lo manifestó; por el contrario, su
expresión era tan desafiante, que la mujerona de la cicatriz, los otros bandidos
y hasta las niñas, permanecieron inmóviles, seguros de que el guerrero
golpearía a su insolente prisionera, pero, ante la sorpresa general, éste soltó
una seca risotada y dio un paso atrás. Lanzó un escupitajo al suelo, a los pies
de Pema, luego regresó junto a sus compinches, que estaban en cuclillas cerca
del fuego. Bebían sorbos de sus cantimploras, masticaban las rojas nueces de
betel, escupían y hablaban en torno a un mapa desplegado en el suelo.
Nadia supuso que era el mismo mapa o uno similar al que había
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
vislumbrado en el Fuerte Rojo. No comprendía lo que hablaban, porque los
brutales acontecimientos de las últimas horas la habían alterado de tal modo,
que no podía «escuchar con el corazón». Perra le dijo al oído que usaban un
dialecto del norte de India y que ella podía entender algunas palabras:
dragón, rutas, monasterio, americano, rey.
No pudieron seguir hablando, porque la mujer de la cicatriz, que las
había oído, se acercó blandiendo su látigo.
–¡Cállense! –rugió.
Las chicas empezaron a gemir de miedo, menos Perra y Nadia, que se
mantuvieron impasibles, pero bajaron la vista para no provocarla. Cuando la
carcelera se distrajo, Pema le contó al oído a Nadia que las mujeres
abandonadas por los hombres azules tenían siempre un escorpión grabado a
fuego en la frente y muchas eran mudas, porque les habían cortado la lengua.
Estremecidas de horror, ya no volvieron a hablar, pero se comunicaban con
miradas.
Las otras cuatro muchachas, que habían sido llevadas a la cueva poco
antes, estaban en tal estado de pánico, que Nadia supuso que sabían algo que
ella ignoraba, pero no se atrevió a preguntar. Se dio cuenta de que Perra
también sabía lo que les esperaba, pero era valiente y estaba dispuesta a
luchar por su vida. Pronto las otras chicas se contagiaron del valor de Perra y,
sin ponerse de acuerdo, se fueron acercando a ella, buscando protección. A
Nadia la invadió una mezcla de admiración por su amiga y de angustia por no
poder comunicarse con las demás chicas, que no hablaban una palabra de
inglés. Lamentó ser tan diferente a ellas.
Uno de los guerreros azules dio una orden y la mujer de la cicatriz
olvidó por un momento a las cautivas para obedecerle. Sirvió en unas
escudillas el contenido de una olla negra que colgaba sobre el fuego y las pasó
a los hombres. A otra orden del jefe, sirvió a regañadientes a las prisioneras.
Nadia recibió una cazuela de latón, donde humeaba una mazamorra
gris. Una oleada de ajo le dio en la nariz y apenas pudo contener el sobresalto
de su estómago. Debía alimentarse, decidió, porque necesitaría todas sus
fuerzas para escapar. Le hizo una seña a Pema y ambas se llevaron el plato a
la boca. Ninguna de las dos tenía intención de resignarse a su suerte.
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ISABEL ALLENDE
9
BOROBÁ
La luna se hundió tras las cumbres neva das y el fuego en la caverna se
convirtió en un montón de brasas y ceniza. La guardiana roncaba sentada, sin
soltar el látigo, con la boca abierta y un hilo de saliva chorreando por su
barbilla. Los hombres azules se habían tirado en el suelo y dormían también,
pero uno de ellos montaba guardia en la entrada de la cueva, con un rifle
anticuado en las manos. Una sola antorcha iluminaba vagamente el lugar,
proyectando sombras siniestras en los muros de roca.
Habían atado a las cautivas por los tobillos con tiras de cuero y les
habían dado cuatro mantas de lana gruesa. Apretadas unas con otras y apenas
cubiertas por las mantas, las desafortunadas muchachas procuraban
impartirse calor. Agotadas por el llanto, todas dormían, menos Pema y Nadia,
quienes aprovechaban el momento para hablar en susurros.
Pema le contó a su amiga lo que se sabía de la temible Secta del
Escorpión, de cómo se robaban niñas y cómo las maltrataban. Además de
cortarle la lengua a quienes hablaban más de la cuenta, les quemaban las
plantas de los pies si intentaban escapar.
–No pienso terminar en manos de esos hombres espantosos. Prefiero
matarme –concluyó Pema.
–No hables así, Pema. En todo caso es mejor morir tratando de escapar,
que morir sin luchar.
–¿Crees que se puede escapar de aquí? –replicó Pema señalando a los
guerreros dormidos y al guardia de la entrada.
–Encontraremos el momento de hacerlo –le aseguró Nadia sobándose los
tobillos, hinchados por las ligaduras.
Al poco rato a ellas también las venció el cansancio y comenzaron a
cabecear. Habían transcurrido varias horas y Nadia, quien jamás había tenido
un reloj, pero estaba acostumbrada a calcular el tiempo, supuso que debían
ser alrededor de las dos de la madrugada. De pronto su instinto le advirtió que
algo ocurría. Sintió en la piel que la energía en el aire cambiaba y se irguió,
alerta.
Una sombra fugaz pasó casi volando al fondo de la gruta. Los ojos de
Nadia no alcanzaron a distinguir de qué se trataba, pero vio con el corazón
que era su inseparable Borobá. Con inmenso alivio comprendió que su
pequeño amigo había seguido a los secuestradores. Los caballos pronto lo
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
dejaron atrás, pero el monito fue capaz de seguir el rastro de su ama y de
alguna manera se las arregló para descubrir la cueva. Nadia deseó con toda
su alma que Borobá no emitiera un chillido de alegría al verla y trató de
transmitirle un mensaje mental para tranquilizarlo.
Borobá había llegado a los brazos de Nadia recién nacido, cuando ella
tenía nueve años. Entonces era diminuto y ella debió alimentarlo con un
gotero. Nunca se separaban. El mono creció a su lado, y ambos lograron
complementarse de tal modo, que podían adivinar lo que cada uno sentía.
Compartían un idioma de gestos e intenciones, además del lenguaje animal,
que Nadia aprendió. El mono debió sentir la advertencia de su ama, porque no
se acercó a ella. Se quedó encogido en un rincón oscuro, inmóvil por largo
tiempo, observando el entorno, calculando los riesgos, esperando.
Cuando la muchacha estuvo segura de que nadie había advertido la
presencia de Borobá y los ronquidos de su carcelera no habían variado, emitió
un suave silbido. Entonces el animal se fue acercando de a poco, siempre
pegado al muro, protegido por las sombras, hasta que llegó donde ella y de un
salto se colgó de su cuello. Ya no llevaba la parka de bebé, se la había
arrancado a tirones. Sus manitos se aferraban al cabello crespo de Nadia y su
cara arrugada se frotaba contra su cuello, emocionado, pero mudo.
Nadia esperó que se calmara y le agradeció su fidelidad. Luego le dio
una orden al oído. Borobá obedeció al punto. Deslizándose por donde mismo
había llegado, se aproximó a uno de los hombres dormidos y con sus ágiles y
delicadas manos le quitó el puñal del cinto con pasmosa precisión y se lo llevó
a Nadia. Se sentó frente a ella, observando atentamente, mientras ella cortaba
las correas de sus tobillos. El puñal estaba afilado de tal modo, que no fue
difícil hacerlo.
Apenas estuvo libre, Nadia despertó a Peina.
–Éste es el momento de escapar –le sopló.
–¿Cómo piensas pasar delante del guardia?
–No sé, ya veremos. Un paso a la vez.
Pero Peina no le permitió que cortara sus ligaduras y con lágrimas en
los ojos le susurró que no podía irse.
–Yo no llegaría muy lejos, Nadia. Mira cómo estoy vestida, no puedo
correr como tú con estas sandalias. Si voy contigo nos atraparán a las dos. Tú
sola tienes mejores posibilidades de lograrlo.
–¿Estás loca? ¡No puedo irme sin ti! –susurró Nadia.
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ISABEL ALLENDE
–Tienes que intentarlo. Consigue ayuda. Yo no puedo dejar a las otras
muchachas, me quedaré con ellas hasta que tú vuelvas con refuerzos. Vete
ahora, antes que sea tarde –dijo Pema quitándose la chaqueta para
devolvérsela a Nadia.
Había tal determinación en ella, que Nadia renunció a la idea de hacerla
cambiar de opinión. Su amiga no abandonaría a las otras chicas. Tampoco era
posible llevarlas, porque no lograrían salir sin ser vistas; pero ella sola tal vez
podría hacerlo. Las dos se abrazaron brevemente y Nadia se puso de pie con
infinitas precauciones.
La mujer de la cicatriz se movió en el sueño, balbuceó algunas palabras
y por unos instantes pareció que todo estaba perdido, pero luego siguió,
roncando al mismo ritmo de antes. Nadia aguardó cinco minutos, hasta
convencerse de que los demás también dormían, y enseguida avanzó pegada
al muro, por el mismo camino que había tomado Borobá. Respiró hondo e
invocó sus poderes de invisibilidad.
Nadia y Alexander habían pasado un tiempo inolvidable junto a la tribu
de la gente de la neblina en el Amazonas, los seres humanos más remotos y
misteriosos del planeta. Aquellos indios, que vivían igual que en tiempos de la
Edad de la Piedra, en algunos aspectos eran muy evolucionados. Despreciaban
el progreso material y vivían en contacto con las fuerzas de la naturaleza, en
perfecta simbiosis con su medio ambiente. Eran parte de la compleja ecología
de la selva, como los árboles, los insectos, el humus. Por siglos habían
sobrevivido en el bosque sin contacto con el mundo exterior, defendidos por
sus creencias, sus tradiciones, su sentido de comunidad y el arte de parecer
invisibles. Cuando los acechaba algún peligro, simplemente desaparecían. Era
tan poderosa esta habilidad, que nadie creía realmente en la existencia de la
gente de la neblina; se rumoreaba de ellos en el tono de quien cuenta una
leyenda, lo cual también les había servido de protección contra la curiosidad y
la codicia de los forasteros.
Nadia se dio cuenta de que no se trataba de un truco de ilusionismo,
sino de un arte muy antiguo, que requería continua práctica. «Es como
aprender a tocar la flauta, se necesita mucho estudio», le dijo a Alexander,
pero él no creía realmente que pudiera aprenderse y no se empeñó en
practicar. Ella, en cambio, decidió que si los indios lo hacían, ella también
podía. Sabía que no se trataba solamente de mimetismo, agilidad, delicadeza,
silencio y conocimiento del entorno, sino sobre todo de una actitud mental.
Había que reducirse a la nada, visualizar el cuerpo volviéndose transparente
hasta convertirse en puro espíritu. Se debía mantener la concentración y la
calma interior para crear un formidable campo psíquico en torno a su
persona. Bastaba una distracción para que fallara. Sólo aquel estado superior
en el cual el espíritu y la mente trabajaban al unísono podía lograr la
invisibilidad.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
En los meses que transcurrieron entre la aventura en la Ciudad de las
Bestias, en pleno Amazonas, y el momento en que se encontró en aquella
caverna en el Himalaya, Nadia había practicado incansablemente. Tanto
progresó, que a veces su padre la llamaba a gritos cuando ella estaba de pie a
su lado. Cuando ella surgía de súbito, César Santos daba un salto. «¡No te he
dicho que no te aparezcas así! ¡Me vas a matar de un ataque al corazón!», se
quejaba.
Nadia sabía que en ese momento lo único que podría salvarla era aquel
arte aprendido de la gente de la neblina. Murmuró instrucciones a Borobá
para que esperara unos minutos antes de seguirla, puesto que no podría
hacerlo cargando al animal, y enseguida se volvió hacia dentro, hacia ese
espacio misterioso que todos tenemos cuando cerramos los ojos y expulsamos
los pensamientos de la mente. En pocos segundos entró en un estado similar
al trance. Sintió que se desprendía del cuerpo y que podía observarse desde
arriba, como si su consciencia se hubiera elevado un par de metros por
encima de su propia cabeza. Desde esa posición vio cómo sus piernas daban
un paso, luego otro y otro más, separándose de Pema y las otras chicas,
avanzando en cámara lenta, recorriendo el espacio en penumbra de la guarida
de los bandoleros.
Pasó a pocos centímetros de la horrible mujer del látigo, tigo, se deslizó
como una sombra imperceptible entre los cuerpos de los guerreros dormidos,
siguió casi flotando hacia la boca de la caverna, donde el guardia, extenuado,
hacía un esfuerzo por mantenerse despierto, con los ojos perdidos en la
noche, sin soltar su rifle. Ella no perdió ni por un segundo su concentración,
no permitió que el temor o la vacilación devolvieran su alma a la prisión del
cuerpo. Sin detenerse ni modificar el ritmo de sus pasos se aproximó al
hombre hasta casi tocar su espalda, tan cerca que percibió claramente su
calor y su olor a suciedad y ajo.
El guardia tuvo un leve estremecimiento y apretó el arma, como si a
nivel instintivo se hubiera dado cuenta de una presencia a su lado, pero de
inmediato su mente bloqueó esa sospecha. Sus manos se relajaron y sus ojos
volvieron a entrecerrarse, luchando contra el sueño y la fatiga.
Nadia franqueó la entrada de la caverna como un fantasma y siguió
caminando a ciegas en la oscuridad sin volver la vista atrás y sin apurarse. La
noche se tragó su delgada silueta.
En cuanto Nadia Santos retornó a su cuerpo y echó una mirada a su
alrededor, comprendió que si se veía incapaz de encontrar el camino de
regreso a Tunkhala en pleno día, mucho menos podría hacerlo en las tinieblas
de la noche. En torno se alzaban las montañas y como había hecho el viaje con
la cabeza cubierta por una manta, no tenía un solo punto de referencia que le
permitiera orientarse. Su única certeza era que siempre habían ido en
ascenso, lo cual significaba que debía proseguir cerro abajo, pero no sabía
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ISABEL ALLENDE
cómo hacerlo sin toparse con los hombres azules. Sabía que a cierta distancia
del desfiladero había quedado un guerrero a cargo de los caballos y no
sospechaba cuántos más habría diseminados en los cerros. Por la confianza
con que se movían los bandidos, sin temor aparente de ser atacados, debían
ser muchos. Era mejor buscar otra vía de escape.
–¿Qué hacemos ahora? –preguntó a Borobá cuando estuvieron
nuevamente reunidos, pero éste sólo conocía la ruta que había usado para
llegar hasta allí, la misma de los bandidos.
El animal, tan poco acostumbrado al frío como su ama, tiritaba tanto que
le sonaban los dientes. La muchacha se lo acomodó en el pecho, debajo de su
parka, confortada por la presencia de ese fiel amigo. Se subió el capuchón y lo
amarró firmemente en torno a su rostro, lamentando no tener los guantes que
Kate le había comprado. Sus manos estaban tan heladas que no sentía los
dedos. Se los metió a la boca, soplando para darles calor, y luego en los
bolsillos, pero era imposible escalar o equilibrarse en ese terreno abrupto sin
aferrarse a dos manos. Calculó que apenas saliera el sol y sus captores se
dieran cuenta de que había huido, saldrían rápidamente a buscarla, porque no
podían permitir que una de sus prisioneras llegara hasta el valle a dar la voz
de alarma. Sin duda estaban acostumbrados a moverse en las montañas; en
cambio ella no tenía idea de dónde estaba.
Los hombres azules supondrían que ella escaparía hacia abajo, donde
estaban las aldeas y valles del Reino Prohibido. Para engañarlos decidió subir
la montaña, aunque era consciente de que al hacerlo se alejaba de su objetivo
y de que no había tiempo que perder: la suerte de Pema y las otras muchachas
dependía de que ella encontrara socorro pronto. Esperaba llegar arriba al
amanecer y desde la cima ubicarse; debía hallar otra forma de alcanzar el
valle.
Trepar la ladera resultó mucho más lento y trabajoso de lo que
imaginaba, porque a las dificultades del terreno se sumaba la oscuridad,
apenas atenuada por la luna. Resbalaba y caía mil veces. Estaba dolorida por
el galope del día anterior atravesada sobre el caballo, el golpe recibido en la
cabeza y los machucones que tenía por todo el cuerpo, pero no se permitió
pensar en eso. Le costaba respirar y le zumbaban los oídos; comprendió que a
esa altura había menos oxígeno, tal como le había explicado Kate Cold.
Entre las rocas crecían pequeños arbustos que en invierno desaparecían
por completo, pero en esa época retoñaban bajo el sol de verano. De ellos se
aferraba Nadia para ascender. Cuando le fallaban las fuerzas, recordaba
cuando escaló a la cumbre del tepui en la Ciudad de las Bestias, hasta
encontrar el nido de águila donde estaban los tres maravillosos diamantes. «Si
pude hacer aquello, también puedo hacer esto, que es mucho más fácil», le
decía a Borobá, pero el monito, entumecido debajo de su chaqueta, no
asomaba ni la nariz.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Surgió el alba cuando aún faltaban unos doscientos metros para llegar al
tope de la montaña. Primero fue un resplandor difuso, que en pocos minutos
fue adquiriendo un tono anaranjado. Cuando los primeros rayos de sol
asomaron en el formidable macizo del Himalaya, el cielo se convirtió en una
sinfonía de color, las nubes se tiñeron de púrpura y los manchones de nieve
tomaron un resplandor rosado.
Nadia no se detuvo a contemplar la belleza del paisaje, sino que con un
esfuerzo descomunal continuó ascendiendo y poco, más tarde estaba de pie en
el punto más alto de aquella montaña, jadeando y bañada de sudor. Sentía el
corazón a punto de reventarle en el pecho. Había supuesto que desde allí
podría ver el valle de Tunkhala, pero ante sus ojos se alzaba el impenetrable
Himalaya, una montaña tras otra, extendiéndose hacia el infinito. Estaba
perdida. Al mirar hacia abajo, le pareció que se movían figuras en varias
direcciones: eran los hombres azules. Se sentó sobre un peñasco, abrumada,
luchando contra la desesperación y la fatiga. Debía descansar para recuperar
el aliento, pero no era posible quedarse allí: si no encontraba un escondite,
pronto sus perseguidores darían con ella.
Borobá se movió bajo la parka. Nadia abrió el cierre y su pequeño amigo
asomó la cabeza, con sus ojos inteligentes fijos en ella.
–No sé para dónde ir, Borobá. Todas las montañas parecen iguales y no
veo ningún sendero transitable –dijo Nadia.
El animal señaló la dirección por donde habían venido.
–No puedo volver por allí porque me capturarían los hombres azules.
Pero tú no llamarías la atención, Borobá, en este país hay monos por todas
partes. Tú puedes encontrar el camino de vuelta a Tunkhala. Anda a buscar a
Jaguar –le ordenó Nadia.
El mono negó con la cabeza, tapándose los ojos con las manos y
chillando, pero ella le explicó que si no se separaban no había ninguna
posibilidad de salvar a las otras muchachas o de salvarse ellos. La suerte de
Pema, las otras niñas y ella misma dependía de él. Debía encontrar ayuda o
todos perecerían.
–Yo me ocultaré por aquí cerca hasta estar bien segura de que no me
buscan, luego veré la manera de bajar al valle. Entretanto tú debes correr,
Borobá. Ya salió el sol, no hará tanto frío y podrás llegar a la ciudad antes que
se ponga el sol de nuevo –insistió Nadia Santos.
Por fin el animal se desprendió de ella y salió disparado como una flecha
cerro abajo.
Kate Cold despachó a los fotógrafos Timothy Bruce y Joel González al
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ISABEL ALLENDE
interior del país a fotografiar la flora y la fauna para la revista International
Geographic. Tendrían que hacer el trabajo solos, mientras ella se quedaba en
la capital. No recordaba haber estado tan angustiada en toda su vida, salvo
cuando Alexander y Nadia se perdieron en la selva del Amazonas. Le había
asegurado a César Santos que ese viaje al Reino Prohibido no presentaba
ningún peligro. ¿Cómo notificaría al padre que su hija había sido secuestrada?
Mucho menos podía decirle que Nadia estaba en manos de asesinos
profesionales que robaban niñas para convertirlas en sus esclavas.
Kate y Alexander se encontraban en ese momento en la sala de
audiencia del palacio, en presencia del rey, quien esta vez los recibió en
compañía de su comandante en jefe, su primer ministro y los dos lamas de
más alta jerarquía después de él. También Judit Kinski estaba en el salón.
–Los lamas han consultado a los astros y han dado instrucciones a los
monasterios de orar y hacer ofrendas por las muchachas desaparecidas. El
general Myar Kunglung está a cargo de la operación militar. Posiblemente ya
ha movilizado a la policía, ¿verdad? –preguntó el rey, cuyo rostro sereno no
reflejaba su tremenda preocupación.
–Tal vez, Su Majestad... Y también están en estado de alerta los soldados
y la guardia del palacio. Las fronteras están vigiladas –dijo el general en su
pésimo inglés, para que los extranjeros comprendieran.
–Tal vez el pueblo salga también a buscar a las niñas. Sé que nunca ha
ocurrido algo así en nuestro país. Posiblemente tendremos noticias pronto –
agregó el general.
–¿Posiblemente? ¡No me parece suficiente! –exclamó Kate Cold y al
punto se mordió los labios, porque comprendió que había cometido una
terrible descortesía.
–Tal vez la señora Cold está un poco alterada... –anotó Judit Kinski,
quien por lo visto ya había aprendido a hablar con vaguedad, como era lo
correcto en el Reino del Dragón de Oro.
–Tal vez –dijo Kate, inclinándose con las manos juntas ante la cara.
–¿Sería tal vez inadecuado preguntar cómo piensa el honorable general
organizar la búsqueda? –inquirió Judit Kinski.
Los próximos quince minutos se fueron en preguntas de los extranjeros
que recibían respuestas cada vez más vagas, hasta que fue evidente que no
había manera de presionar al rey o al general. La impaciencia hacía transpirar
a Kate y a Alexander. Por último el monarca se puso de pie y no hubo más
remedio que despedirse y salir retrocediendo.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Es una mañana hermosa, tal vez haya muchos pájaros en el jardín –
sugirió Judit Kinski. –Tal vez –asintió el rey, guiándola hacia fuera.
El rey y Judit Kinski dieron un paseo por el angosto sendero que se
deslizaba entre la vegetación del parque, donde todo parecía crecer de forma
salvaje, pero un ojo entrenado podía apreciar la calculada armonía del
conjunto. Era allí, en aquella gloriosa abundancia de flores y árboles, en el
concierto de centenares de aves, donde Judit Kinski había propuesto iniciar el
experimento con los tulipanes. .
El rey pensaba que él no merecía ser el jefe espiritual de su nación,
porque se sentía muy lejos de haber alcanzado el grado de preparación
necesaria. Toda una vida había practicado el desprendimiento de los asuntos
terrenales y las posesiones materiales. Sabía que nada en el mundo es
permanente, todo cambia, se descompone, muere y se renueva en otra forma;
por lo tanto aferrarse a las cosas de este mundo es inútil y causa sufrimiento.
El camino del budismo consistía en aceptar eso. A veces tenía la ilusión de
haberlo logrado, pero la visita de esa mujer extranjera le había devuelto sus
dudas. Se sentía atraído hacia ella y eso lo hacía vulnerable. Era un
sentimiento que no había experimentado antes, porque el amor que compartió
con su esposa había fluido como el agua de un arroyo tranquilo. ¿Cómo podía
proteger a su reino si no podía protegerse a sí mismo de la tentación del
amor? Nada malo había en desear el amor y la intimidad con otra persona,
cavilaba el rey, pero en su posición no podía permitírselo, porque los años que
le quedaban de vida debían estar dedicados por entero a su pueblo. Judit
Kinski interrumpió sus cavilaciones.
–¡Qué extraordinario pendiente es ése, Majestad! –comentó, señalando
la joya que él llevaba al pecho.
–Lo han usado los reyes de este país desde hace mil ochocientos años –
explicó él, quitándose el medallón y pasándoselo, para que lo examinara de
cerca.
–Es muy hermoso –dijo ella.
–El coral antiguo, como éste, es muy apreciado entre nosotros, porque
es escaso. También se encuentra en Tíbet. Su existencia indica que tal vez
millones de años atrás las aguas del mar llegaban hasta las cumbres del
Himalaya –explicó el rey.
–¿Qué dice la inscripción? –preguntó ella.
–Son palabras de Buda: «El cambio debe ser voluntario, no impuesto».
–¿Qué significa eso?
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ISABEL ALLENDE
–Todos podemos cambiar, pero nadie puede obligarnos a hacerlo. El
cambio suele ocurrir cuando enfrentamos una verdad incuestionable, algo que
nos obliga a revisar nuestras creencias –dijo él.
–Me parece extraño que hayan escogido esa frase para el medallón...
–Éste siempre ha sido un país muy tradicional. El deber de los
gobernantes es defender al pueblo de los cambios que no están basados en
algo verdadero –replicó el rey.
–El mundo está cambiando rápidamente. Entiendo que aquí los
estudiantes desean esos cambios –sugirió ella.
–A algunos jóvenes les fascinan el modo de vida y los productos
extranjeros, pero no todo lo moderno es bueno. La mayoría de mi pueblo no
desea adoptar las costumbres occidentales.
Habían llegado a un estanque y se detuvieron a contemplar la danza de
las carpas en el agua cristalina.
–Supongo que, a nivel personal, la inscripción del medallón significa que
todo ser humano puede cambiar. ¿Usted cree que una personalidad ya
formada puede modificarse, Majestad? Por ejemplo, ¿que un villano pueda
transformarse en héroe, o un criminal en santo? –preguntó Judit Kinski
devolviéndole la joya.
–Si la persona no cambia en esta vida, tal vez tendrá que volver para
hacerlo en otra reencarnación –sonrió el monarca.
–Cada uno tiene su karma. Tal vez el karma de una persona mala no
pueda cambiarse –sugirió ella.
–Tal vez el karma de esa persona sea encontrar una verdad que la
obligue a cambiar –replicó el rey, notando, intrigado, que los ojos castaños de
su huésped estaban húmedos.
Pasaron por una parte separada del jardín, donde la exuberancia de las
flores había desaparecido. Era un sencillo patio de arena y rocas, donde un
monje muy anciano trazaba un diseño con un rastrillo. El rey explicó a Judit
Kinski que había copiado la idea de ciertos jardines de los monasterios zen
que había visitado en Japón. Más allá atravesaron un puente de madera
tallada. El riachuelo producía un sonido musical al correr sobre las piedras.
Llegaron a una pequeña pagoda, en la que se efectuaba la ceremonia del té,
donde los esperaba otro monje, que los saludó con una inclinación. Mientras
ella se quitaba los zapatos, continuaron conversando.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–No deseo ser impertinente, Majestad, pero adivino que la desaparición
de esas muchachas debe ser un golpe muy duro para su nación... –dijo Judit.
–Tal vez... –replicó el soberano, y por primera vez ella vio que cambiaba
su expresión y un surco profundo le cruzaba el entrecejo.
–¿No hay algo que se pueda hacer? Algo más que la acción militar, me
refiero...
–¿Qué quiere decir, señorita Kinski?
–Por favor, Majestad, llámeme Judit.
–Judit es un bello nombre. Desgraciadamente a mí nadie me llama por
mi nombre. Me temo que es una exigencia del protocolo.
–En una ocasión tan grave como ésta, posiblemente el Dragón de Oro
sería de inmensa utilidad, si es que la leyenda de sus poderes mágicos es
cierta –sugirió ella.
–El Dragón de Oro se consulta sólo para los asuntos que conciernen al
bienestar y la seguridad de este reino, Judit.
–Disculpe mi atrevimiento, Majestad, pero tal vez éste sea uno de esos
asuntos. Si sus ciudadanos desaparecen, quiere decir que no cuentan con
bienestar ni seguridad... –insistió ella.
–Posiblemente tenga usted razón –admitió el rey, cabizbajo.
Entraron a la pagoda y se sentaron en el suelo frente al monje. Reinaba
una suave penumbra en la habitación circular de madera, apenas iluminada
por unas brasas donde hervía agua en un antiguo recipiente de hierro.
Permanecieron meditando en silencio, mientras el monje realizaba paso a
paso la larga y lenta ceremonia, que consistía simplemente en servir té verde
y amargo en dos pocillos de barro.
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ISABEL ALLENDE
10
EL ÁGUILA BLANCA
El especialista se comunicó con el Coleccionista a través de un agente,
como era su método usual. Esta vez el mensajero resultó ser un japonés, quien
solicitó una entrevista para discutir con el segundo hombre más rico del
mundo una estrategia de negocios en los mercados del oro en Asia.
Ese día el Coleccionista había comprado a un espía la clave de los
archivos ultrasecretos del Pentágono. Los archivos militares del gobierno
norteamericano podían servirle para sus intereses en armamento. Era
importante para los inversionistas como él que en el mundo hubiera conflicto;
la paz no le convenía. Había calculado qué porcentaje exacto de la humanidad
debía estar en pie de guerra para estimular el mercado de armas. Si la cifra
era inferior, él perdía dinero, y si era superior, la bolsa de valores se ponía
muy volátil y entonces el riesgo era demasiado grande. Afortunadamente para
él, resultaba fácil provocar guerras, aunque no era tan fácil terminarlas.
Cuando su asistente le informó que un desconocido solicitaba una
entrevista urgente, adivinó que debía ser un enviado del Especialista. Dos
palabras le dieron la clave: oro y Asia. Llevaba varios días esperándolo con
impaciencia y lo recibió de inmediato. El agente se dirigió al cliente en un
inglés correcto. La elegancia de su traje y sus impecables modales pasaron
totalmente inadvertidos para el Coleccionista, quien no se caracterizaba por
refinamientos de ninguna clase.
–El Especialista ha averiguado la identidad de las únicas dos personas
que conocen cabalmente el funcionamiento de la estatua que a usted le
interesa. El rey y el príncipe heredero, un joven a quien nadie ha visto desde
que tenía cinco o seis años –le notificó.
–¿Por qué?
–Está recibiendo su educación en un lugar secreto. Todos los monarcas
del Reino Prohibido pasan por eso en su infancia y juventud. Los padres
entregan el niño a un lama, quien lo prepara para gobernar. Entre otras cosas,
el príncipe debe aprender el código del Dragón de Oro.
–Entonces ese lama, o como se llame, también conoce el código.
–No. Es sólo un mentor, o guía. Nadie conoce el código completo, fuera
del monarca y su heredero. El código está dividido en cuatro partes y cada
una se encuentra en un monasterio diferente. El mentor conduce al príncipe
en un recorrido por esos monasterios, que dura doce años, durante los cuales
aprende el código completo –explicó el agente.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–¿Qué edad tiene ese príncipe?
–Alrededor de dieciocho años. Su educación está casi terminada, pero no
estamos seguros de que sepa descifrar el código todavía.
–¿Dónde está ese príncipe ahora? –se impacientó el Coleccionista.–
Creemos que en una ermita secreta en las cumbres del Himalaya.–Bueno,
¿qué espera? Tráigamelo.–Eso no será fácil. Ya le dije que su ubicación es
incierta y no es seguro que tenga toda la información que usted necesita.
–¡Averígüelo! ¡Para eso le pago, hombre! Y si no lo encuentra, soborne al
rey.
–¿Cómo?
–Los reyezuelos de esos países de pacotilla son todos corruptos.
Ofrézcale lo que quiera: dinero, mujeres, automóviles, lo que quiera –dijo el
multimillonario.
–Nada de lo que usted tiene puede tentar a ese rey. No le interesan las
cosas materiales – replicó el agente japonés, sin disimular el desprecio que
sentía por el cliente.
–¿Y el poder? ¿Bombas nucleares, por ejemplo?
–No, definitivamente.
–¡Entonces secuéstrelo, tortúrelo, haga lo que sea necesario para
arrancarle el secreto!
–En su caso la tortura no funcionaría. Moriría sin decirnos nada. Los
chinos han intentado esos métodos con los lamas en Tíbet y rara vez dan
resultados. Esa gente está entrenada para separar el cuerpo de la mente –dijo
el enviado del Especialista.
–¿Cómo hacen eso?
–Digamos que suben a un plano mental superior. El espíritu se
desprende de la materia física, ¿comprende?
–¿Espíritu? ¿Usted cree en eso? –se burló el Coleccionista.
–No importa lo que yo crea. El hecho es que lo hacen.
–¿Quiere decir que son como esos faquires de circo que no comen
durante meses y se acuestan en camas de clavos?
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ISABEL ALLENDE
–Estoy hablando de algo mucho más misterioso que eso. Ciertos lamas
pueden permanecer separados del cuerpo por el tiempo que deseen.
–Eso significa que no sienten dolor. Incluso pueden morir a voluntad.
Simplemente dejan de respirar. Es inútil torturar a una persona así –explicó el
agente.
–¿Y el suero de la verdad?
–Las drogas son ineficaces, puesto que la mente está en otro plano,
desconectada del cerebro.
–¿Pretende decirme que el rey de ese país es capaz de hacer eso? –rugió
el Coleccionista.
–No lo sabemos con certeza, pero si el entrenamiento que recibió en su
juventud fue completo y si ha practicado a lo largo de su vida, eso es
exactamente lo que pretendo decirle.
–¡Ese hombre tiene que tener alguna debilidad!
Coleccionista, paseándose como una fiera por la habitación.
–exclamó
el
–Tiene muy pocas, pero las buscaremos –concluyó el agente, colocando
sobre la mesa una tarjeta donde había escrita con tinta morada la cifra en
millones de dólares que costaría la operación.
Era increíblemente alta, pero el Coleccionista calculó que no se trataba
de un secuestro normal y que, en todo caso, podía pagarla. Cuando tuviera el
Dragón de Oro en sus manos y controlara el mercado de valores del mundo,
recuperaría su inversión multiplicada por mil.
–Está bien, pero no quiero problemas de ninguna clase, hay que actuar
con discreción y no provocar un incidente internacional. Es fundamental que
nadie me relacione con este asunto, mi reputación estaría arruinada. Ustedes
se encargan de hacer hablar al rey, aunque tenga que volar ese país en
pedazos, ¿me ha comprendido? No me interesan los detalles.
–Pronto tendrá noticias –dijo
desapareciendo silenciosamente.
el
visitante
poniéndose
de
pie
y
Al Coleccionista le pareció que el agente se había esfumado en el aire.
Le sacudió un escalofrío: era una lástima tener que hacer tratos con gente tan
peligrosa. Sin embargo, no podía quejarse: el Especialista era un profesional
de primera clase, sin cuya ayuda él no llegaría a ser el hombre más rico del
mundo, el número uno, el más rico de la historia de la humanidad, más que los
faraones egipcios o los emperadores romanos.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Brillaba el sol de la mañana en el Himalaya. El maestro Tensing había
concluido su meditación y sus oraciones. Se había lavado con la lentitud y la
precisión que caracterizaban todos sus gestos, en un delgado hilo de agua que
caía de las montañas, y ahora se preparaba para la única comida del día. Su
discípulo, el príncipe Dil Bahadur, había hervido el agua con té, sal y manteca
de yak. Una parte se dejaba en una calabaza, para ir bebiendo a lo largo del
día, y la otra se mezclaba con harina tostada de cebada para hacer tsampa.
Cada uno llevaba su porción en un saquito entre los pliegues de la túnica.
Dil Bahadur había hervido también unos pocos vegetales, que cultivaban
con mucho esfuerzo en el árido terreno de una terraza natural en la montaña,
bastante lejos de la ermita donde vivían. El príncipe debía caminar varias
horas para conseguir un manojo de hojas verdes o de hierbas para la comida.
–Veo que cojeas, Dil Bahadur –observó el maestro. –No, no...
El maestro le clavó la vista y el discípulo percibió una chispa divertida
en sus pupilas.
–Me caí –confesó, mostrando arañazos y machucones en una pierna.
–¿Cómo?
–Me distraje.
profundamente.
Lo
siento,
maestro
–dijo
el
joven,
inclinándose
–El entrenador de elefantes necesita cinco virtudes, Dil Bahadur: buena
salud, confianza, paciencia, sinceridad y sabiduría –dijo el lama sonriendo.
–Olvidé las cinco virtudes. En este momento me falla la salud porque
perdí la confianza al pisar. Perdí la confianza porque iba apurado, no tuve
paciencia. Al negarle a usted que cojeaba, falté a la sinceridad. En resumen,
estoy lejos de la sabiduría, maestro.
Los dos se echaron a reír alegremente. El lama se dirigió a una caja de
madera, sacó un pocillo de cerámica que contenía un ungüento verdoso y lo
frotó con delicadeza en la pierna del joven.
–Maestro, creo que usted ha alcanzado la Iluminación, pero se ha
quedado en esta tierra sólo para enseñarme –suspiró Dil Bahadur y por toda
respuesta el lama le dio un golpe amistoso en la cabeza con el pocillo.
Se prepararon para la breve ceremonia de gratitud, que siempre
realizaban antes de comer, luego se sentaron en la posición del loto en la cima
de la montaña, con sus escudillas de tsampa y té por delante. Entre bocado y
bocado, que mascaban lentamente, admiraban el paisaje en silencio, porque
no hablaban mientras comían. La vista se perdía en la magnífica cadena de
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ISABEL ALLENDE
cumbres nevadas que se extendía ante ellos. El cielo había tomado un intenso
color azul cobalto.
–Ésta será una noche fría –dijo el príncipe cuando hubo terminado de
comer.
–Ésta es una mañana muy hermosa –anotó el maestro.
–Ya lo sé: aquí y ahora. Debemos regocijarnos con la belleza de este
momento, en vez de pensar en la tormenta que vendrá... –recitó el alumno con
un leve tono irónico.
–Muy bien, Dil Bahadur.
–Tal vez no sea tanto lo que me falta por aprender –sonrió el joven.
–Casi nada, sólo un poco de modestia –replicó el lama.
En ese momento un ave apareció en el cielo, voló en grandes círculos
desplegando sus enormes alas y luego desapareció.
–¿Qué era ese pájaro? –preguntó el lama poniéndose de pie.
–Parecía un águila blanca –dijo el joven. –Nunca la he visto por aquí.
–Hace muchos años que usted observa la naturaleza. Posiblemente
conoce todas las aves y animales de la región.
–Sería una imperdonable arrogancia de mi parte pretender que conozco
todo lo que vive en estas montañas, pero en verdad nunca he visto un águila
blanca –replicó el lama.
–Debo atender mis lecciones, maestro –dijo el príncipe, recogiendo las
escudillas y retirándose a la ermita.
Sobre la cima de la montaña, en un círculo despejado, Tensing y Dil
Bahadur se ejercitaban en tao–shu, la combinación de diversas artes marciales
inventada por los monjes del remoto monasterio fortificado de Chenthan
Dzong. Los supervivientes del terremoto que destruyó el monasterio se
extendieron por Asia para enseñar su arte. Cada uno entrenaba sólo a una
persona, escogida por su capacidad física y su entereza moral. Así se
transmitían los conocimientos. El número total de guerreros expertos en tao–
shu no sobrepasaba nunca de doce en cada generación. Tensing era uno de
ellos y el alumno que había escogido para reemplazarlo era Dil Bahadur.
El terreno rocoso resultaba traicionero en esa época, porque amanecía
con escarcha y se ponía resbaloso. En otoño e invierno el ejercicio le parecía
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
más agradable a Dil Bahadur, porque la nieve blanda suavizaba las caídas.
Además le gustaba sentir el aire invernal. Soportar el frío era parte del rudo
aprendizaje al cual lo sometía su maestro, como andar casi siempre descalzo,
comer muy poco y permanecer horas y horas inmóvil en meditación. Ese
mediodía había sol y no corría viento para refrescarlo, le dolía la pierna
machucada y en cada voltereta mal hecha aterrizaba sobre piedras, pero no
pedía tregua. Su maestro jamás lo había oído quejarse.
El príncipe, de mediana estatura y delgado, contrastaba con el tamaño
de Tensing, quien provenía de la región oriental de Tíbet, donde la gente es
extraordinariamente alta. El lama medía más de dos metros de altura y había
pasado su existencia dedicado por igual a la práctica espiritual y al ejercicio
físico. Era un gigante con músculos de levantador de pesas.
–Perdóname si he sido demasiado brusco, Dil Bahadur. Posiblemente en
vidas anteriores fui un cruel guerrero –dijo Tensing, en tono de disculpa, la
quinta vez que derribó a su alumno.
–Posiblemente en vidas anteriores yo fui una frágil doncella –replicó Dil
Bahadur, aplastado en el suelo, jadeando.
–Tal vez sería conveniente que no trataras de dominar tu cuerpo con la
mente. Debes ser como el tigre del Himalaya, puro instinto y determinación...
–sugirió el lama.
–Tal vez nunca seré tan fuerte como mi honorable maestro –dijo el joven,
poniéndose de pie con alguna dificultad.
–La tormenta arranca del suelo al fornido roble, pero no al junco, porque
éste se dobla. No calcules mi fuerza, sino mis debilidades.
–Tal vez mi maestro no tiene debilidades –sonrió Dil Bahadur,
asumiendo la actitud de defensa.
–Mi fuerza es también mi debilidad, Dil Bahadur. Debes usarla contra
mí.
Segundos después ciento cincuenta kilos de músculo y huesos volaban
por el aire en dirección al príncipe. Esta vez, sin embargo, Dil Bahadur salió al
encuentro de la masa que se le venía encima con la gracia de un bailarín. En
el instante en que los dos cuerpos hicieron contacto, dio un leve giro a la
izquierda, esquivando el peso de Tensing, quien cayó al suelo, rodando
hábilmente sobre un hombro y un costado. De inmediato se puso de pie con un
salto formidable y volvió al ataque. Dil Bahadur lo estaba esperando. A pesar
de su corpulencia, el lama se elevó como un felino, trazando un arco en el
aire, pero no alcanzó a tocar al joven, porque cuando su pierna se disparó en
una feroz patada, éste ya no se encontraba allí para recibirla. En una fracción
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ISABEL ALLENDE
de segundo Dil Bahadur estaba detrás de su oponente y le dio un breve golpe
seco en la nuca. Era uno de los pases del tao–shu, que podía paralizar de
inmediato y hasta matar, pero la fuerza estaba calculada para tumbarlo sin
hacerle daño.
–Posiblemente Dil Bahadur fue una doncella guerrera en vidas pasadas –
dijo Tensing, poniéndose de pie, muy complacido, y saludando a su alumno
con una inclinación profunda.
–Tal vez mi honorable maestro olvidó las virtudes del junco –sonrió el
joven, saludando también.
En ese momento una sombra se proyectó en el suelo y ambos levantaron
la vista: sobre sus cabezas volaba en círculos el mismo pájaro blanco que
habían visto horas antes.
–¿Notas algo extraño en esa águila? –preguntó el lama.
–Tal vez me falla la vista, maestro, pero no le veo el aura.
–Yo tampoco...
–¿Qué significa eso? –inquirió el joven.
–Dime tú lo que significa, Dil Bahadur.
–Si no podemos verla, es porque tal vez no la tiene, maestro.
–Ésa es una conclusión muy sabia –se burló el lama. –¿Cómo puede ser
que no tenga aura? – Posiblemente sea una proyección mental –sugirió
Tensing.
–Tratemos de comunicarnos con ella –dijo Dil Bahadur.
Los dos cerraron los ojos y abrieron la mente y el corazón para recibir la
energía de la poderosa ave que giraba por encima de sus cabezas. Durante
varios minutos permanecieron así. Tan fuerte era la presencia del pájaro, que
sentían vibraciones en la piel.
–¿Le dice algo a usted, maestro?–Sólo siento su angustia y su confusión.
No puedo descifrar un mensaje. ¿Y tú?
–Tampoco.–No sé lo que esto significa, Dil Bahadur, pero hay una razón
por la cual el águila nos busca –concluyó Tensing, quien jamás había tenido
una experiencia así y parecía perturbado.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
11
EL JAGUAR TOTÉMICO
En la ciudad de Tunkhala reinaba gran confusión. Los policías
interrogaban a medio mundo, mientras destacamentos de soldados partían
hacia el interior del país en jeeps y otros a caballo, porque ningún vehículo
con ruedas podía aventurarse por los senderos verticales de las montañas.
Monjes con ofrendas de flores, arroz e incienso se aglomeraban ante las
estatuas religiosas. Sonaban las trompetas en los templos y por todas partes
ondeaban banderas de oración. La televisión transmitió el día entero por
primera vez desde que fue instalada, repitiendo mil veces la misma noticia y
mostrando fotografías de las muchachas desaparecidas. En los hogares de las
víctimas no cabía ni un alfiler: amigos, parientes y vecinos llegaban a
presentar sus condolencias llevando comida y oraciones escritas en papel, que
quemaban ante las imágenes religiosas.
Kate Cold logró comunicarse por teléfono con la embajada americana en
India, para solicitar ayuda, pero no confiaba en que ésta llegaría con la
prontitud necesaria, si es que llegaba. El funcionario que la atendió dijo que el
Reino Prohibido no estaba bajo su jurisdicción y que además Nadia Santos no
era ciudadana americana, sino brasilera. En vista de ello, la escritora decidió
convertirse en la sombra del general Myar Kunglung. Ese hombre contaba con
los únicos recursos militares que existían en el país y ella no estaba dispuesta
a permitir que se distrajera ni por un instante. Se arrancó de un tirón el
sarong que había usado en esos días, se puso su ropa habitual de exploradora
y se montó en el jeep del general, sin que nadie pudiera disuadirla.
–Usted y yo nos ponemos en campaña –le anunció al sorprendido
general, quien no entendió todas las palabras de la escritora, pero sí
comprendió perfectamente sus inte nciones.
–Tú te quedas en Tunkhala, Alexander, porque si Nadia puede hacerlo,
se comunicará contigo. Llama otra vez a la embajada en India –ordenó a su
nieto.
Quedarse cruzado de brazos esperando resultaba intolerable para Alex,
pero comprendió que su abuela tenía razón. Se fue al hotel, donde había
teléfono, y consiguió hablar con el embajador, quien fue un poco más amable
que el funcionario anterior, pero no pudo prometerle nada concreto. También
habló con la revista International Geographic en Washington. Mientras
aguardaba hizo una lista de todos los datos disponibles, aun los más
insignificantes, que pudieran conducirlo a una pista.
Al pensar en Águila le temblaban las manos. ¿Por qué la Secta del
Escorpión la había escogido justamente a ella? ¿Por qué se arriesgaban a
- 109 -
ISABEL ALLENDE
secuestrar a una extranjera, lo cual sin duda provocaría un incidente
internacional? ¿Qué significaba la presencia de Tex Armadillo en medio del
festival? ¿Por qué el americano iba disfrazado? ¿Eran guerreros azules los de
las máscaras barbudas, como creía Águila? Ésas y mil preguntas más se
agolpaban en su mente, aumentando su frustración.
Se le ocurrió que si encontraba a Tex Armadillo podría tomar la punta
de un hilo que lo conduciría hasta Nadia, pero no sabía por dónde comenzar.
Buscando alguna clave, revisó cuidadosamente cada palabra que había
intercambiado con ese hombre o que había logrado oír cuando lo siguió a los
sótanos del Fuerte Rojo, en India. Anotó en su lista sus conclusiones:
–Tex Armadillo y la Secta del Escorpión estaban relacionados.
–Tex Armadillo nada ganaba con el secuestro de las muchachas. Ésa no
era su misión.
–Podría tratarse de tráfico de drogas.
–El rapto de las chicas no calzaba con una operación de tráfico de
drogas porque llamaba demasiado la atención.
–Hasta ese momento los guerreros azules nunca habían secuestrado
muchachas en el Reino Prohibido. Debían tener una razón poderosa para
hacerlo.
–La razón podía ser justamente que deseaban llamar la atención y
distraer a la policía y a las fuerzas armadas.
–Si se trataba de eso, su objetivo era otro. ¿Cuál? ¿Por dónde atacarían?
Alexander concluyó que su lista aclaraba muy poco: estaba dando
vueltas en círculos.
A eso de las dos de la tarde recibió una llamada telefónica de su abuela
Kate, quien estaba en una aldea a dos horas de la capital. Los soldados del
general Myar Kunglung habían ocupado todos los villorrios y revisaban
templos, monasterios y casas en busca de los malhechores. No había nuevas
noticias, pero ya no cabía duda de que los temibles hombres azules se
encontraban en el país. Varios campesinos habían visto de lejos a los jinetes
vestidos de negro.
–¿Por qué buscan allí? ¡Por supuesto que no se ocultan en esos lugares!
–exclamó Alexander.
–Andamos tras cualquier pista, hijo. También hay soldados rastreando
los cerros –le explicó Kate.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
El joven recordó haber oído que la Secta del Escorpión conocía todos los
pasos del Himalaya. Lógicamente los hombres se esconderían en los más
inaccesibles.
El muchacho decidió que no podía quedarse en el hotel esperando. «Por
algo me llamo Alexander, que quiere decir defensor de hombres», murmuró,
seguro de que su nombre también incluía defender a las mujeres. Se puso su
parka y sus botas de alta montaña, las mismas que usaba para trepar por las
rocas con su padre en California; contó su dinero y partió a buscar un caballo.
Salía del hotel cuando vio a Borobá tirado en el suelo cerca de la puerta. Se
inclinó a recogerlo, con un grito atravesado en el pecho, porque pensó que
estaba muerto, pero apenas lo tocó el animal abrió los ojos. Acariciándolo y
murmurando su nombre, lo llevó en brazos a la cocina, donde consiguió fruta
para alimentarlo. Tenía espuma en la boca, los ojos rojos, el cuerpo cubierto
de arañazos, cortes sangrantes en las manos y las patas. Se veía extenuado,
pero apenas comió una banana y tomó agua, se reanimó un poco.
–¿Sabes dónde está Nadia? –le preguntó, mientras limpiaba sus heridas,
pero no pudo descifrar los chillidos ni los gestos del mono.
Alex lamentó no haber aprendido a comunicarse con Borobá. Tuvo
oportunidad de hacerlo cuando estuvo tres semanas en el Amazonas y Nadia
ofreció muchas veces enseñarle el idioma de los monos, que se compone de
muy pocos sonidos y, según ella, cualquiera puede aprender. A él, sin
embargo, no le pareció necesario, pensó que de todos modos Borobá y él
tenían muy poco que decirse y siempre estaba Nadia para traducir. ¡Y ahora
resultaba que el animal seguramente tenía la información más importante del
mundo para él!
Cambió la pila de su linterna y la puso en su mochila junto al resto de su
equipo de escalar. El equipo era pesado, pero bastaba una mirada a la cadena
de montañas que rodeaba a la ciudad para comprender que era necesario.
Preparó una merienda de fruta, pan y queso, luego pidió prestado un caballo
en el mismo hotel, donde tenían varios disponibles, ya que era el medio de
transporte más usado en el país. Había montado en los veranos, cuando iba
con su familia al rancho de sus abuelos maternos, pero allí el terreno era
plano. Supuso que el caballo tendría la experiencia que a él le faltaba en subir
cerros escarpados. Se acomodó a Borobá dentro de la chaqueta, dejando sólo
su cabeza y brazos afuera, y partió al galope en la dirección que éste le
señaló.
Cuando la luz comenzó a disminuir y la temperatura a descender, Nadia
comprendió que su situación era desesperada. Después de enviar a Borobá en
busca de socorro, se quedó vigilando desde arriba la abrupta ladera que se
extendía abajo. La desbordante vegetación que crecía en los valles y cerros
del Reino Prohibido era menos copiosa a medida que se subía y desaparecía
por completo en las cimas de las montañas. Eso le permitía ver, aunque no
- 111 -
ISABEL ALLENDE
con claridad, los movimientos de los hombres azules que salieron a buscarla
apenas comprobaron que ella había huido. Uno de ellos descendió hacia donde
habían dejado los caballos, seguramente a dar aviso al resto del grupo. Nadia
no tenía duda de que había varios más, a juzgar por la cantidad de provisiones
y arreos que había visto, aunque era imposible calcular su número.
Los demás guerreros recorrieron los alrededores de la cueva, donde
estaban las muchachas secuestradas a cargo de la mujer de la cicatriz. No
pasó mucho tiempo antes que se les ocurriera revisar la cima. Nadia se dio
cuenta de que no podía quedarse en aquel sitio, porque sus perseguidores no
tardarían en seguirle el rastro. Dio una mirada en redondo y no pudo evitar
una exclamación de angustia. Había muchos sitios donde ocultarse, pero
también era muy fácil perderse. Por fin escogió un barranco profundo, como
un tajo en la montaña, que había al oeste de donde se encontraba. Parecía
perfecto, podría esconderse en las irregularidades del terreno, aunque no
estaba segura de si después sería posible salir de allí.
Si los hombres azules no la encontraban, tampoco lo haría jaguar. Rogó
que no se le ocurriera venir solo, porque jamás podría enfrentar sin ayuda a
los guerreros del Escorpión. Conociendo el carácter independiente de su
amigo y cómo se impacientaba con la forma indecisa de hablar y conducirse
de los habitantes del Reino Prohibido temió que no pidiera ayuda.
Al ver que varios hombres subían, debió tomar una resolución. Vista
desde arriba, la grieta cortada en la montaña que había escogido para
ocultarse parecía mucho menos profunda de lo que era en realidad, como
pudo comprobar apenas empezó el descenso. No tenía experiencia en ese
terreno y temía la altura, pero recordó cuando debió trepar por las laderas
empinadas de una cascada en el Amazonas, siguiendo a los indios y eso le dio
valor. Claro que en esa ocasión iba con Alexander, en cambio ahora estaba
sola.
Había bajado apenas dos o tres metros, pegada como una mosca a la
pared vertical de roca, cuando cedió la raíz de la cual se sostenía, mientras
tanteaba con el pie buscando apoyo. Perdió el equilibrio, trató de agarrarse,
pero había manchones de hielo. Resbaló y rodó inevitablemente hacia las
profundidades. Por unos segundos el pánico la dominó, estaba segura de que
iba a morir; por eso fue una sorpresa increíble cuando aterrizó encima de
unos matorrales, que amortiguaron milagrosamente el golpe. Magullada y
llena de cortes y peladuras, quiso moverse, pero un dolor agudo le arrancó un
grito. Vio con horror que su brazo izquierdo colgaba en un ángulo anormal. Se
había dislocado el hombro.
En los primeros minutos no sintió nada, su cuerpo estaba insensible,
pero pronto el dolor fue tan intenso, que creyó que iba a desmayarse. Al
moverse el dolor era mucho peor. Hizo un esfuerzo mental por permanecer
alerta y evaluar su situación: no podía permitirse el lujo de perder la cabeza,
- 112 -
EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
decidió.
En cuanto pudo calmarse un poco, elevó los ojos y se vio rodeada de
rocas cortadas a pique, pero arriba estaba la paz infinita de un cielo azul tan
límpido, que parecía pintado. Llamó en su ayuda a su animal totémico, y
mediante un gran esfuerzo psíquico logró transformarse en la poderosa águila
y volar fuera del cañón donde estaba atrapada y por encima de las montañas.
El aire sostenía sus grandes alas y ella se desplazaba en silencio por las
alturas, observando desde arriba el paisaje de cumbres nevadas y, mucho más
abajo, el verde intenso de aquel hermoso país.
En las horas siguientes Nadia evocó al águila cuando se sentía vencida
por la desesperación. Y cada vez el gran pájaro trajo alivio a su espíritu.
Poco a poco logró moverse, sujetando el brazo inerte con la otra mano,
hasta que pudo colocarse debajo del matorral. Hizo bien, porque los guerreros
azules llegaron hasta la cima donde ella había estado antes y exploraron los
alrededores. Uno de ellos intentó bajar al barranco, pero era demasiado
escarpado y supuso que, si él no podía hacerlo, tampoco podía haberlo hecho
la fugitiva.
Desde su escondite Nadia oía a los bandidos llamarse unos a otros en un
idioma que no intentó comprender. Cuando por fin se fueron, reinó el silencio
más completo en las cumbres y ella pudo medir su inmensa soledad.
A pesar de su parka, Nadia estaba helada. El frío atenuaba el dolor del
hombro herido y la iba sumiendo en un sueño invencible. No había comido
desde la noche anterior, pero no sentía hambre, sólo una sed terrible. Rascaba
los charcos de hielo sucio que se formaban entre las piedras y los chupaba
ansiosa, pero al disolverse, le dejaban un gusto de barro en la boca. Se dio
cuenta de que la noche se venía encima y la temperatura descendería bajo
cero. Se le cerraban los ojos. Por un rato luchó contra la fatiga, pero después
decidió que durmiendo el tiempo se le haría más corto.
–Tal vez nunca veré otro amanecer –murmuró, abandonándose al sueño.
Tensing y Dil Bahadur se retiraron a su ermita en la montaña. Esas
horas se destinaban al estudio, pero ninguno hizo ademán de sacar los
pergaminos del baúl donde se guardaban, pues ambos tenían la mente en otra
cosa. Encendieron un pequeño brasero y calentaron su té. Antes de sumirse
en la meditación, salmodiaron Om mani padme hum por unos quince minutos
y luego oraron pidiendo claridad mental para entender el extraño signo que
habían visto en el cielo. Entraron en trance y sus espíritus abandonaron los
cuerpos para emprender viaje.
Faltaban alrededor de tres horas para que se pusiera el sol, cuando el
maestro y su discípulo abrieron los ojos. Por unos instantes permanecieron
- 113 -
ISABEL ALLENDE
inmóviles, dando tiempo al alma, que había estado lejos, de instalarse
nuevamente en la realidad de la ermita donde vivían. En su trance ambos
tuvieron visiones similares y ninguna explicación fue necesaria.
–Supongo, maestro, que iremos en ayuda de la persona que envió el
águila blanca –dijo el príncipe, seguro de que ésa era también la decisión de
Tensing, porque ése era el camino señalado por Buda: el camino de la
compasión.
–Tal vez –replicó el lama, por pura costumbre, porque su determinación
era tan firme como la de su discípulo.
–¿Cómo la encontraremos?
–Posiblemente el águila nos guíe.
Se vistieron con sus túnicas de lana, se echaron sobre los hombros una
piel de yak, calzaron sus botas de cuero, que usaban sólo en largas caminatas
y durante el crudo invierno, y echaron mano de sus largos bastones y un farol
de aceite. En la cintura acomodaron la bolsa con harina para tsampa y la
manteca, base de su alimento. Tensing llevaba en otra bolsa un frasco con
licor de arroz, la cajita de madera con sus agujas de acupuntura y una
selección de sus medicinas. Dil Bahadur se echó al hombro uno de sus arcos
más cortos y el carcaj con las flechas. Sin comentarios, los dos emprendieron
la marcha en la dirección en que habían visto alejarse al gran pájaro blanco.
Nadia Santos se abandonó a la muerte. Ya no la atormentaban el dolor,
el frío, el hambre o la sed. Flotaba en un estado de duermevela, soñando con
el águila. Por momentos despertaba, y entonces su mente tenía chispazos de
conciencia, sabía dónde y cómo se encontraba, entendía que quedaba poca
esperanza, pero cuando la envolvió la noche su espíritu ya estaba libre de todo
temor.
Las horas anteriores habían sido de gran angustia.
Una vez que los hombres azules se hubieron alejado y no volvió a oírlos,
trató de arrastrarse, pero rápidamente se dio cuenta de que sería imposible
subir por el escarpado precipicio sin ayuda y con un brazo inútil. No intentó
quitarse la parka para examinar su hombro, porque cada movimiento era un
suplicio, pero comprobó que tenía la mano muy hinchada. Por momentos el
dolor la aturdía, pero si le prestaba atención era mucho peor; trataba de
entretenerse pensando en otras cosas.
Tuvo varias crisis de desesperación durante el día. Lloró pensando en su
padre, a quien no volvería a ver; llamó con el pensamiento a Jaguar. ¿Dónde
estaba su amigo? ¿Lo habría encontrado Borobá? ¿Por qué no venía? En un
par de ocasiones gritó y gritó hasta que se le fue la voz, sin importarle que la
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
oyera la Secta del Escorpión, porque prefería enfrentarla antes que quedarse
allí sola, pero nadie acudió. Algo más tarde escuchó pasos y el corazón le dio
un vuelco de alegría, hasta que vio que se trataba de un par de cabras
salvajes. Las llamó en el idioma de las cabras, pero no logró que se acercaran.
Su vida había transcurrido en el clima caliente y húmedo del Amazonas. No
conocía el frío. En Tunkhala, donde la gente andaba vestida de algodón y
seda, ella no podía quitarse el chaleco. Nunca había visto nieve y no sabía lo
que era el hielo hasta que lo vio en una cancha artificial de patinaje en Nueva
York. Ahora estaba tiritando. En el hueco donde se encontraba prisionera
estaba protegida del viento y los matorrales amortiguaban un poco el frío,
pero de todos modos para ella era insoportable. Permaneció encogida durante
horas, hasta que su cuerpo entumecido se volvió insensible. Por fin, cuando el
cielo comenzó a oscurecerse, sintió con toda claridad la presencia de la
muerte. La reconoció porque la había divisado antes. En el Amazonas había
visto nacer y morir personas y animales, sabía que cada ser vivo cumple el
mismo ciclo. Todo se renueva en la naturaleza. Abrió los ojos, buscando las
estrellas, pero ya nada veía, estaba sumida en una oscuridad absoluta, porque
a la grieta no llegaba el fulgor tenue de la luna, que iluminaba vagamente las
cimas del Himalaya. Volvió a cerrar los ojos e imaginó que su padre estaba
con ella, sosteniéndola. Pasó por su mente la imagen de la esposa del brujo
Walimai, aquel espíritu translúcido que lo acompañaba siempre, y se preguntó
si sólo las almas de los indios podían ir y venir a voluntad del cielo a la tierra.
Supuso que ella también podría hacerlo y decidió que en ese caso le
gustaría volver en espíritu para consolar a su padre y a jaguar, pero cada
pensamiento le costaba un esfuerzo inmenso y sólo deseaba dormir.
Nadia soltó las amarras que la sujetaban al mundo y se fue suavemente,
sin ningún esfuerzo y sin dolor, con la misma gracia con que se elevaba
cuando se convertía en águila y sus alas poderosas la sostenían por encima de
las nubes y la llevaban cada vez más arriba, hacia la luna.
Borobá condujo a Alexander hasta el sitio donde había dejado a Nadia.
Completamente agotado por el esfuerzo de recorrer el camino tres veces sin
descanso, se perdió en varias ocasiones, pero siempre pudo regresar al
sendero correcto. Llegaron al desfiladero que conducía hacia la cueva de los
hombres azules a eso de las seis de la tarde. Para entonces éstos se habían
cansado de buscar a Nadia y habían vuelto a sus ocupaciones. El tipo
patibulario que parecía mandarlos decidió que no podían seguir perdiendo
tiempo con la chica que se les había escabullido de entre las garras, debían
continuar con el plan y reunirse con el resto del grupo, de acuerdo con las
instrucciones recibidas por el americano que los había contratado. Alex
comprobó que el terreno estaba pisoteado y había bosta de caballo por todas
partes; era evidente que allí habían estado los bandidos, aunque no vio a
ninguno por los alrededores. Comprendió que no podía continuar a caballo, le
parecía que los pasos del animal retumbaban como una campana de alarma,
que sería imposible que, si había algunos montando guardia, no lo oyeran.
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ISABEL ALLENDE
Desmontó y lo dejó ir, para no revelar su presencia en el lugar. Por otra parte,
estaba seguro de que no podría volver por ese camino y recuperarlo.
Empezó a trepar la montaña escondiéndose entre rocas y piedras,
siguiendo la manito tembleque de Borobá. Pasó arrastrándose a unos setenta
metros de la entrada de la cueva, donde vio tres hombres de guardia, armados
de rifles. Dedujo que los demás estarían adentro o se habrían ido a otra parte,
porque no vio a nadie más en la ladera del monte. Supuso que Nadia se
encontraba allí junto a Pema y las otras chicas desaparecidas, pero él solo y
desarmado no podía enfrentar a los guerreros del Escorpión. Vaciló, sin saber
qué hacer, hasta que las señas insistentes de Borobá le hicieron dudar de que
su amiga se encontrara allí.
El mono le tironeaba la manga y señalaba la punta de la montaña. Una
ojeada le bastó para calcular que necesitaría varias horas para alcanzar la
cima. Podría ir más rápido sin la mochila a la espalda, pero no quiso
desprenderse de su equipo de montañismo.
Vaciló entre regresar a Tunkhala a pedir ayuda, lo cual tomaría un buen
tiempo, o continuar en busca de Nadia. Lo primero podía salvar a las cautivas,
pero podría ser fatal para Nadia, si ésta se hallaba en apuros, como Borobá
parecía indicarle. Lo segundo podría ayudar a Nadia, pero podía ser peligroso
para las otras muchachas. Decidió que a los hombres azules no les convenía
dañar a las chicas. Si se habían dado el trabajo de secuestrarlas, era porque
las necesitaban.
Siguió escalando y llegó a la cima cuando ya era de noche, pero en el
cielo brillaba una luna inmensa, como un gran ojo de plata. Borobá miraba a
su alrededor confundido. Saltó fuera de la parka, donde estaba protegido, y se
puso a buscar frenéticamente, dando chillidos de angustia. Alexander se dio
cuenta de que el mono esperaba encontrar allí a su ama. Loco de esperanza,
comenzó a llamar a Nadia con cautela, porque temía que el eco arrastrara su
voz montaña abajo y, en aquel silencio absoluto, llegara claramente a oídos de
los bandidos. Pronto comprendió la inutilidad de continuar la búsqueda sin
más luz que la luna en ese terreno escarpado y concluyó que era mejor
esperar hasta el amanecer.
Se acomodó entre dos rocas, usando su mochila como almohada, y
compartió su merienda con Borobá. Luego se quedó quieto, con la esperanza
de que si «escuchaba con el corazón», Nadia podría decirle dónde estaba,
pero ninguna voz interior vino a iluminar su mente.
–Tengo que dormir un poco para recuperar fuerzas –murmuró,
extenuado, pero no logró cerrar los ojos.
Cerca de la medianoche, Tensing y Dil Bahadur encontraron a Nadia.
Habían seguido al águila blanca durante horas. La poderosa ave volaba
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
silenciosamente sobre sus cabezas a tan baja altura, que aun de noche la
sentían. Ninguno de los dos estaba seguro de que pudieran verla realmente,
pero su presencia era tan fuerte, que no necesitaban consultarse para saber lo
que debían hacer. Si se desviaban o detenían, el ave comenzaba a trazar
círculos, indicándoles el camino correcto. Así los condujo directamente al sitio
donde estaba Nadia y, una vez allí, desapareció.
Un escalofriante gruñido detuvo en seco al lama y su discípulo. Estaban
a pocos metros del precipicio por el que había rodado Nadia, pero no podían
avanzar, porque un animal que no habían visto jamás, un gran felino, negro
como la noche misma, les cerraba el paso. Estaba listo para saltar, con el lomo
erizado y las garras desplegadas. Sus fauces abiertas revelaban enormes
colmillos afilados y sus ardientes pupilas amarillas brillaban feroces en la
vacilante luz de la lámpara de aceite.
El primer impulso de Tensing y Dil Bahadur fue de defensa y ambos
debieron controlarse para no recurrir al arte del tao–shu, en el cual confiaban
más que en las flechas de Dil Bahadur. Con un gran esfuerzo de voluntad, se
quedaron inmóviles. Respirando calmadamente, para impedir que el pánico
los invadiera y que el animal percibiera el olor inconfundible del miedo, se
concentraron en enviar energía positiva, tal como habían hecho en otras
ocasiones con un tigre blanco y con los feroces yetis. Sabían que el peor
enemigo, así como la mayor ayuda, suelen ser los propios pensamientos.
Por un instante muy breve, que sin embargo pareció eterno, los hombres
y la bestia se enfrentaron, hasta que la voz serena de Tensing recitó en un
susurro el mantra esencial. Y entonces la luz de aceite vaciló como si fuera a
apagarse, y ante los ojos del lama y su discípulo, en lugar del felino apareció
un muchacho de aspecto muy raro. Nunca habían visto a nadie de ese color
tan pálido ni vestido de esa manera.
Por su parte Alexander había visto una tenue luz, que al comienzo
parecía una ilusión, pero poco a poco se hizo más real. Detrás de esa claridad
vio avanzar dos siluetas humanas. Creyó que eran los hombres de la Secta del
Escorpión y saltó, alerta, dispuesto a morir peleando. Sintió que el espíritu del
jaguar negro venía en su ayuda, abrió la boca y un rugido escalofriante
sacudió el aire quieto de la noche. Sólo cuando los dos desconocidos
estuvieron a un par de metros de distancia y pudo distinguir mejor sus
contornos, Alex se dio cuenta de que no eran los siniestros bandidos barbudos.
Se miraron con igual curiosidad: por un lado, dos monjes budistas
cubiertos con pieles de yak; por otro, un chico americano de pantalones
vaqueros y botas, con un mono colgado al cuello. Cuando lograron reaccionar,
los tres juntaron las manos y se inclinaron al unísono en el saludo tradicional
del Reino Prohibido.
–Tampo kachi, tenga usted felicidad –dijo Tensing.
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ISABEL ALLENDE
–Hi –replicó Alexander.
Borobá lanzó un chillido y se tapó los ojos con las manos, como hacía
cuando estaba asustado o confundido. La situación era tan extraña que los
tres sonrieron. Alexander buscó desesperado alguna palabra en el idioma de
ese país, pero no pudo recordar ninguna. Sin embargo, tuvo la sensación de
que su mente era como un libro abierto para esos hombres. Aunque no los oyó
decir ni una palabra, las imágenes que se formaban en su cerebro le revelaron
las intenciones de ellos y se dio cuenta de que estaban allí por la misma razón
que él. Tensing y Dil Bahadur se enteraron telepáticamente de que ese
extranjero buscaba a una muchacha perdida cuyo nombre era Águila.
Dedujeron naturalmente que era la misma persona que les había enviado el
ave blanca. No les pareció sorprendente que esa chica tuviera la capacidad de
transformarse en pájaro, como tampoco les sorprendió que el joven se hubiera
presentado ante sus ojos con el aspecto de un gran felino negro. Creían que
nada es imposible. En sus trances y viajes astrales ellos mismos habían
tomado la forma de diversos animales o seres de otros universos. También
leyeron en la mente de Alexander sus sospechas sobre los bandidos de la
Secta del Escorpión, de la cual Tensing había oído hablar en sus viajes por el
norte de India y Nepal. En ese instante un grito en el cielo interrumpió la
corriente de ideas que fluía entre los tres hombres. Levantaron los ojos y allí,
sobre sus cabezas, estaba de nuevo el gran pájaro. Lo vieron trazar un breve
círculo y luego descender en dirección a un oscuro precipicio que se abría
poco más adelante. –¡Águila! ¡Nadia! –exclamó Alexander, primero con loca
alegría y enseguida con terrible aprensión. La situación era desesperada,
porque bajar de noche al fondo de esa quebrada era casi imposible. Sin
embargo, debía intentarlo, porque el hecho de que Nadia no hubiera
contestado a los reiterados llamados de Alexander y los chillidos de Borobá
significaba que algo muy grave le ocurría. Sin duda estaba viva, puesto que la
proyección mental del águila así lo indicaba, pero podía estar mal herida. No
había tiempo que perder.
–Voy a descender –dijo Alexander en inglés.
Tensing y Dil Bahadur no necesitaron traducción para comprender su
decisión y se dispusieron a ayudarlo. El joven se felicitó por haber llevado su
equipo de montañismo y su linterna, también agradeció la experiencia
adquirida con su padre escalando montañas y haciendo rapel. Se colocó el
arnés, encajó un pico metálico entre las rocas, comprobó su firmeza, le
amarró la cuerda y, ante los ojos atónitos de Tensing y Dil Bahadur, quienes
no habían visto nada parecido, a pesar de haber vivido siempre entre las
cimas de esas montañas, descendió como una araña por el precipicio.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
12
LA MEDICINA DE LA MENTE
Lo Primero que percibió Nadia al volver en sí fue el olor rancio de la
pesada piel de yak que la envolvía. Entreabrió los ojos y nada pudo ver. Quiso
moverse, pero estaba inmovilizada; trató de hablar, pero no le salió la voz. De
súbito la asaltó un dolor insoportable en un hombro y en pocos segundos se
extendió al resto de su cuerpo. Se sumió de nuevo en la oscuridad, con la
sensación de que caía en un vacío infinito, donde se perdía por completo. En
ese estado flotaba tranquila, pero apenas tenía un asomo de conciencia sentía
el dolor traspasándola como flechas. Incluso desmayada, gemía.
Por fin empezó a despertar, pero su cerebro parecía envuelto en una
materia blancuzca y algodonosa, de la cual no podía desenredarse. Al abrir los
ojos vio el rostro de Jaguar inclinado sobre ella y supuso que se había muerto,
pero luego sintió su voz llamándola. Consiguió enfocar la vista y, al sentir la
quemante punzada en el hombro, se dio cuenta de que aún estaba viva.
–Águila, soy yo... –dijo Alexander, tan asustado y conmovido ante su
amiga, que apenas podía contener las lágrimas.
–¿Dónde estamos? –murmuró ella.
Un rostro color de bronce, de ojos almendrados y expresión serena,
surgió ante su vista.
–Tampo kachi, niña valiente –la saludó Tensing. Sostenía una escudilla
de madera en la mano y le indicaba que debía beber.
Nadia tragó con dificultad un líquido tibio y amargo, que le cayó como
una pedrada en el estómago vacío. Sintió náuseas, pero la mano del lama
presionó con firmeza su pecho y de inmediato desapareció el malestar. Bebió
un poco más y pronto Jaguar y Tensing se borraron, y cayó en un sueño
profundo y tranquilo.
Valiéndose de la cuerda y la linterna, Alexander había descendido al
barranco en pocos segundos, donde encontró a Nadia hecha un ovillo entre los
matorrales, helada e inmóvil, como muerta. El alivio que sintió al comprobar
que aún respiraba le arrancó un grito. Cuando intentó moverla vio el brazo
colgando y supuso que tendría algún hueso roto, pero no se detuvo a
averiguarlo. Lo primordial era sacarla de ese hoyo, pero calculó que no sería
fácil subirla desmayada.
Se quitó el arnés y se lo colocó a Nadia; enseguida usó su cinturón para
inmovilizarle el brazo contra el pecho.
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ISABEL ALLENDE
Dil Bahadur y Tensing izaron a la chica con mucho cuidado, para evitar
que se golpeara contra las piedras, y luego lanzaron la cuerda para que
Alexander pudiera trepar.
Tensing examinó a Nadia y determinó que antes que nada debían
hacerla entrar en calor. Del brazo se ocuparía después. Le dio un poco de licor
de arroz, pero estaba inconsciente y no tragaba. Entre los tres la frotaron de
arriba abajo durante largos minutos, hasta que consiguieron activar la
circulación y, tan pronto le volvieron un poco los colores, la envolvieron en
una de las pieles como un paquete, cubriendo incluso la cara.
Con sus largos bastones, la cuerda de Alexander y la otra piel de yak
improvisaron una angarilla y así transportaron a la muchacha hasta un
pequeño refugio cercano, una de las muchas grietas y cavernas naturales de
las montañas. El viaje de vuelta hasta la ermita de Tensing y Dil Bahadur era
demasiado complicado y largo cargando a Nadia, por eso el lama decidió que
allí estarían a salvo de los bandidos y podrían descansar por el resto de la
noche.
Dil Bahadur encontró unas raíces secas, con las cuales improvisó un
pequeño fuego que les dio algo de calor y luz. Le quitaron la parka a Nadia
con grandes precauciones y Alexander no pudo contener una exclamación de
susto cuando vio el brazo de su amiga colgando, hinchado hasta el doble del
tamaño normal, con el hueso del hombro fuera de su lugar. Tensing, en
cambio, no se inmutó.
El lama abrió su cajita de madera y procedió a colocar las agujas en
ciertos puntos de la cabeza de Nadia para suprimirle el dolor. Enseguida
extrajo medicinas vegetales de su bolsa y las molió entre dos piedras,
mientras Dil Bahadur derretía manteca en su escudilla. El lama mezcló la
grasa con los polvos, formando una pasta oscura y fragante. Sus manos
expertas colocaron el hueso de Nadia en su sitio y luego cubrieron el área con
la pasta, sin que la muchacha hiciera ni el menor movimiento, completamente
tranquilizada por las agujas. Tensing explicó telepáticamente y por señas a
Alexander que el dolor produce tensión y resistencia, lo cual bloquea la mente
y reduce la capacidad natural de curación. Además de anestesiar, la
acupuntura activaba el sistema inmunológico del cuerpo. Nadia no sufría,
aseguró.
Dil Bahadur desgarró un extremo de su túnica para obtener vendajes,
puso a hervir agua con un poco de ceniza de la fogata y en ese líquido remojó
las tiras de tela, que el lama utilizó para envolver el hombro herido. Enseguida
Tensing inmovilizó el brazo con una bufanda, retiró las agujas de acupuntura y
le indicó a Alexander que refrescara la frente de Nadia con escarcha y nieve,
que había en las grietas entre las rocas, para bajarle la fiebre.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
En las horas siguientes Tensing y Dil Bahadur se concentraron en curar
a Nadia con fuerza mental. Era la primera vez que el príncipe realizaba esa
proeza con un ser humano. Su maestro lo había entrenado durante años en
esa forma de sanar, pero sólo había practicado con animales heridos.
Alexander comprendió que sus nuevos amigos intentaban atraer energía
del universo y canalizarla para fortalecer a Nadia. Dil Bahadur le traspasó
mentalmente la noción de que su maestro era médico, además de un poderoso
tulku, que contaba con la inmensa sabiduría de encarnaciones anteriores.
Aunque no estaba seguro de haber comprendido bien los mensajes
telepáticos, Alexander tuvo el buen tino de no interrumpirlos ni hacer
preguntas. Permaneció junto a Nadia, refrescándola con nieve y dándole a
beber agua en los momentos en que despertaba. Mantuvo el fuego encendido
hasta que se terminaron las raíces que servían de combustible. Pronto las
primeras luces del alba rasgaron el manto de la noche, mientras los monjes,
sentados en la posición de loto, con los ojos cerrados y la mano derecha sobre
el cuerpo de su amiga, murmuraban mantras.
Tiempo después, cuando Alexander pudo analizar lo que experimentó
durante esa extraña noche, la única palabra que se le ocurrió para definir lo
que hicieron ese par de misteriosos hombres fue «magia». No tenía otra
explicación para la forma en que curaron a Nadia. Supuso que el polvo con el
cual habían formado la pasta era un poderoso remedio desconocido en el resto
del mundo, pero estaba seguro de que fue sobre todo la fuerza mental de
Tensing y Dil Bahadur lo que produjo el milagro.
Durante las horas en que el lama y el príncipe aplicaron sus poderes
psíquicos para sanar a Nadia, Alexander pensaba en su madre, allá lejos en
California. Imaginaba el cáncer como un terrorista escondido en su
organismo, listo para atacarla a placer en cualquier momento. Su familia
había celebrado la recuperación de Lisa Cold, pero todos sabían que el peligro
no había pasado. La combinación de quimioterapia con el agua de la salud,
obtenida en la Ciudad de las Bestias, y las hierbas del brujo Walimai había
ganado el primer asalto, pero la pelea no había terminado. Al ver cómo Nadia
se reponía a una velocidad pasmosa durante la noche, mientras los monjes
oraban en silencio, Alexander se propuso traer a su madre al Reino del
Dragón de Oro, o estudiar él mismo ese maravilloso método para curarla.
Al amanecer Nadia despertó sin fiebre, con buenos colores en la cara y
con un hambre voraz. Borobá, acurrucado a su lado, fue el primero en
saludarla. Tensing preparó tsampa y ella lo devoró como si fuera una delicia,
aunque en realidad era una mazamorra grisácea con gusto a avena ahumada.
También bebió con ansia la poción medicinal que le dio el lama.
Nadia les contó en inglés su aventura con los guerreros azules, el
secuestro de Pema y las otras muchachas, y la ubicación de la cueva. Se dio
cuenta de que el hombre y el joven que la habían salvado captaban las
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ISABEL ALLENDE
imágenes que se formaban en su mente. De vez en cuando Tensing la
interrumpía para aclarar algún detalle y, si ella «escuchaba con el corazón»,
podía entenderle. Quien más problemas tenía para la comunicación era
Alexander, a pesar de que los monjes también adivinaban sus pensamientos.
Estaba extenuado, se le cerraban los ojos de sueño y no comprendía cómo el
lama y el discípulo se mantenían tan alertas, después de haber pasado una
parte de la noche ocupados en el rescate de Nadia y el resto en oración.
–Hay que salvar a esas pobres muchachas antes de que les suceda una
desgracia irreparable – dijo Dil Bahadur, después de escuchar el relato de
Nadia.
Pero Tensing no manifestó la misma prisa del príncipe. Interrogó a la
joven para saber exactamente qué había oído en la cueva y ella le repitió las
pocas palabras que había entendido Perna. Tensing preguntó si estaba segura
de que habían mencionado al Dragón de Oro y al rey.
–¡Mi padre puede estar en peligro! –exclamó el príncipe.
–¿Tu padre? –preguntó Alexander, extrañado.
–El rey es mi padre –explicó Dil Bahadur.
–He estado pensando en todo esto y estoy seguro de que esos criminales
no llegaron hasta el Reino Prohibido sólo para robar unas cuantas chicas. Eso
podrían haberlo hecho más fácilmente en India... –sugirió Alexander.
–¿Quieres decir que vinieron por otra razón? –preguntó Nadia.
–Creo que raptaron a las muchachas como distracción, pero su
verdadero propósito tiene que ver con el rey y con el Dragón de Oro.
–¿Robar la estatua, por ejemplo? –insinuó Nadia.
–Entiendo que es muy valiosa. No me explico por qué mencionaron al
rey, pero no puede ser para nada bueno –concluyó Alex.
Tensing y Dil Bahadur, habitualmente impasibles, no pudieron evitar
una exclamación. Discutieron en su idioma por unos minutos y enseguida el
lama anunció que debían descansar por tres o cuatro horas antes de ponerse
en acción.
La ubicación del sol indicaba alrededor de las nueve de la mañana
cuando los amigos despertaron. Alexander echó una mirada a su alrededor y
sólo vio montañas y más montañas, como si estuvieran en el fin del mundo,
pero comprendió que no se encontraban lejos de la civilización, sino muy bien
escondidos. El lugar escogido por el lama y su discípulo estaba protegido por
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
grandes rocas y era difícil llegar a él a menos que se conociera su ubicación.
Era evidente que ellos lo habían usado antes, porque había restos de velas en
un rincón. Tensing explicó que para bajar al valle se debía dar un largo rodeo,
a pesar de que no estaban lejos, porque los aislaba un alto acantilado y los
guerreros azules bloqueaban el único sendero transitable que conducía a la
capital.
La temperatura de Nadia era normal, no sentía dolor y su brazo se había
deshinchado. De nuevo estaba muerta de hambre y comió todo lo que le
ofrecieron, incluso un bocado de un queso verde con un olor muy poco
apetecible que Tensing extrajo de su bolsa. El lama renovó la pasta que cubría
el hombro de la muchacha, se lo envolvió con los mismos trapos, puesto que
no disponía de otros, y enseguida la ayudó a dar unos pasos.
–¡Mira, Jaguar, estoy completamente bien! Podré conducirlos a la cueva
donde tienen a Peina y las otras chicas –exclamó Nadia, dando unos brincos
para probar lo que decía.
Pero Tensing le ordenó que volviera a tenderse sobre su improvisado
lecho, porque no estaba del todo sana todavía, necesitaba descanso; su cuerpo
era el templo de su espíritu y debía tratarlo con respeto y cuidado, dijo. Le dio
como tarea visualizar los huesos en su sitio, el hombro desinflamado y su piel
libre de los machucones y arañazos que había sufrido en los últimos días.
–Somos lo que pensamos. Todo lo que somos surge de nuestros
pensamientos. Nuestros pensamientos construyen el mundo –dijo el monje
telepáticamente.
Nadia captó a grandes rasgos la idea: con su mente podía curarse. Eso
es lo que habían hecho por ella Tensing y Dil Bahadur durante la noche.
–Peina y las otras chicas corren grave peligro. Pueden estar todavía en
la cueva de donde yo escapé, pero también puede ser que ya se las hayan
llevado... –explicó Nadia a Alexander.
–Dijiste que allí tenían un campamento con armas, arreos y provisiones.
No creo que sea fácil movilizar todo eso en pocas horas –anotó él.
–En todo caso, hay que apurarse, Jaguar.
Tensing le indicó que ella se quedaría reposando, mientras él y los dos
jóvenes irían al rescate de las cautivas. No estaban lejos y Borobá podría
guiarlos. Nadia trató de explicarle que se enfrentarían a los feroces hombres
de la Secta del Escorpión, pero le pareció que el lama no entendió bien,
porque por toda respuesta obtuvo una plácida sonrisa.
Tensing y Dil Bahadur no disponían de sus armas, excepto el arco y el
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ISABEL ALLENDE
carcaj con flechas del príncipe y los dos largos bastones de madera que
llevaban siempre; lo demás había quedado en su ermita. Como único escudo,
el príncipe llevaba colgado al pecho el mágico trozo de excremento petrificado
de dragón que habían encontrado en el Valle de los Yetis. Cuando competían
en serio, como hacían en ciertas ocasiones en los monasterios donde el
príncipe recibía instrucción, usaban una variedad de armas. Eran
competencias amistosas y rara vez alguien salía aporreado, porque los monjes
guerreros tenían experiencia y eran muy cuidadosos. El gentil Tensing se
colocaba una dura coraza de cuero acolchado que le cubría el pecho y la
espalda, además de protecciones metálicas en las piernas y en los antebrazos.
Su tamaño, de por sí enorme, se duplicaba, convirtiéndolo en un verdadero
gigante. Encima de esa mole humana, su cabeza se veía demasiado pequeña y
la dulzura de su expresión parecía completamente fuera de lugar. Sus armas
preferidas eran discos metálicos con puntas afiladas como navajas, que
lanzaba con increíble precisión y velocidad, y su pesada espada, que ningún
otro hombre podría levantar con ambos brazos y él blandía en el aire con una
sola y sin esfuerzo. Era capaz de desarmar a otro con un solo movimiento de
los brazos, partir en dos una coraza con la espada o lanzar los discos rozando
las mejillas de sus contrincantes sin herirlos.
Dil Bahadur no poseía la fuerza o la destreza de su maestro, pero era
ágil como un gato. No usaba coraza ni otras protecciones, porque entorpecían
sus movimientos y la velocidad era su mejor defensa. En una competencia
podía eludir cuchillos, flechas y lanzas, escamoteando el cuerpo como una
comadreja. Verlo en acción era un espectáculo prodigioso, parecía estar
danzando. Su arma predilecta era el arco, porque tenía una puntería
impecable: donde ponía el ojo, ponía la flecha. Su maestro le había enseñado
que el arco es parte de su cuerpo y la flecha una prolongación de su brazo;
debía disparar por instinto, apuntando con el tercer ojo. Tensing había
insistido en convertirlo en un arquero perfecto, porque sostenía que limpia el
corazón. Según él, sólo un corazón puro puede dominar completamente esa
arma. El príncipe, quien jamás fallaba un tiro, lo contradecía bromeando con
el argumento de que su brazo nada sabía de las impurezas de su corazón.
Como todos los expertos en tao–shu, usaban su poder físico como una
forma de ejercicio para templar el carácter y el alma, jamás para dañar a otro
ser viviente. El respeto por toda forma de vida, fundamento del budismo, era
el lema de ambos. Creían que cualquier criatura podría haber sido su madre
en una vida anterior; por eso debían tratarlas a todas con bondad. De
cualquier modo, como decía el lama, no importa lo que uno crea o no crea,
sino lo que uno hace. No podían cazar un pájaro para comerlo, y menos
podían matar a un hombre. Debían ver al enemigo como un maestro que les
daba la oportunidad de controlar sus pasiones y aprender algo sobre sí
mismos. La perspectiva de agredir nunca se les había presentado antes.
–¿Cómo puedo disparar contra otros hombres con el corazón puro,
maestro?
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Sólo está permitido si no hay alternativa y cuando se tiene la certeza de
que la causa es justa, Dil Bahadur.
–Me parece que en este caso existe esa certeza, maestro.
–Que todos los seres vivientes tengan buena fortuna, que ninguno
experimente sufrimiento – recitaron juntos el maestro y el discípulo, deseando
con toda su alma no verse en la obligación de usar ninguno de sus mortíferos
conocimientos marciales.
Por su parte Alexander era de temperamento conciliador. En sus
dieciséis años de existencia nunca se había visto obligado a pelear y en
realidad no sabía cómo hacerlo. Además, de nada disponía para defenderse o
atacar, excepto un cortaplumas que le había regalado su abuela, para
reemplazar otro que él le dio al brujo Walimai en el Amazonas. Era una buena
herramienta, pero como arma era ridícula.
Nadia dio un suspiro. No entendía de armas, pero conocía a los
miembros de la Secta del Escorpión, famosos por su brutalidad y por la pericia
con los puñales. Esos hombres se criaban en la violencia, vivían para el crimen
y la guerra, estaban entrenados para matar. ¿Qué podían hacer un par de
pacíficos monjes budistas y un joven turista americano contra semejante
banda de forajidos? Angustiada, les dijo adiós y los vio alejarse. Su amigo
Jaguar iba delante con Borobá sentado a caballo en su nuca, bien sujeto de las
orejas del joven; el príncipe lo seguía, y cerraba la marcha el colosal lama.
–Espero volver a verlos vivos –murmuró Nadia cuando se perdieron tras
las altas rocas que protegían la pequeña gruta.
Una vez que los tres hombres empezaron a descender hacia la cueva de
los guerreros azules, pudieron avanzar más rápido. Iban casi corriendo. A
pesar de que brillaba el sol, hacía frío. La atmósfera era tan clara, que la vista
alcanzaba hasta los valles y desde esas cimas el paisaje era de una belleza
sobrecogedora. Estaban rodeados por los altos picos nevados de las montañas
y hacia abajo se extendían montes cubiertos de gloriosa vegetación y verdes
plantaciones de arroz en terrazas cortadas en los cerros. Salpicados en la
lejanía se divisaban las blancas stupas de los monasterios, las pequeñas
aldeas con sus casas de barro, madera, piedra y paja, con sus techos en forma
de pagoda y sus calles torcidas, todo integrado a la naturaleza, como una
prolongación del terreno. Allí el tiempo se medía por las estaciones y el ritmo
de la vida era lento, inmutable.
Con binoculares habrían visto las banderas de oración flameando por
todas partes, las grandes imágenes de Buda pintadas en las rocas, las filas de
monjes trotando en dirección a los templos, los búfalos arrastrando los arados,
las mujeres camino del mercado con sus collares de turquesa y plata, los niños
jugando con pelotas de trapo. Era casi imposible imaginar que esa pequeña
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ISABEL ALLENDE
nación, tan apacible y hermosa, que se había preservado intacta por siglos,
ahora estuviera a merced de una banda de asesinos.
Alexander y Dil Bahadur apuraban el paso, pensando en las muchachas
a quienes debían salvar antes que las marcaran con un hierro al rojo en la
frente o algo peor.
No sabían qué peligros los aguardaban en la proeza de rescatarlas, pero
estaban seguros de que no serían pocos. A Tensing, en cambio, esas dudas no
lo atormentaban demasiado. Las cautivas eran sólo la primera parte de su
misión; la segunda le preocupaba mucho más: salvar al rey.
Entretanto en Tunkhala se había propagado la noticia de que el rey se
había esfumado. Lo esperaban en la televisión, porque iba a dirigirse al país,
pero no se presentó. Nadie sabía dónde se encontraba, a pesar de que el
general Myar Kunglung trató por todos los medios de mantener su
desaparición en secreto. Era la primera vez en la historia de la nación que
ocurría algo así. El hijo mayor, el mismo que había ganado los torneos de arco
y flecha durante el festival, ocupó temporalmente el lugar de su padre. Si el
rey no aparecía dentro de los próximos días, el general y los lamas superiores
debían ir a buscar a Dil Bahadur, para que cumpliera el destino para el cual
había sido entrenado durante más de doce años. Todos esperaban, sin
embargo, que eso no fuera necesario.
Corrían rumores de que el rey estaba en un monasterio en las montañas,
donde se había retirado a meditar; que había viajado a Europa con la mujer
extranjera, Judit Kinski; que estaba en Nepal con el Dala¡ Lama, y mil
suposiciones más. Pero nada de eso correspondía al carácter pragmático y
sereno del soberano. Tampoco era posible que viajara de incógnito y, de todos
modos, el avión semanal no salía hasta el viernes. El monarca jamás
abandonaría sus responsabilidades y mucho menos cuando el país se
encontraba en crisis por las chicas secuestradas. La conclusión del general, y
del resto de los habitantes del Reino Prohibido, era que algo muy grave debía
haberle ocurrido.
Myar Kunglung abandonó la búsqueda de las muchachas y volvió a la
capital. Kate Cold no se despegó de él, y así se enteró personalmente de
algunos detalles confidenciales. En la puerta del palacio encontró a Wandgi, el
guía, acurrucado junto a una columna de la entrada, esperando noticias de su
hija Pema. El hombre se abrazó a ella llorando. Parecía otra persona, como si
hubiera envejecido veinte años en ese par de días. Kate se desprendió
bruscamente, porque no le gustaban las demostraciones sentimentales, y a
modo de consuelo le ofreció un trago de té con vodka de su inseparable
cantimplora. Wandgi se lo echó a la boca por cortesía y luego debió escupir
lejos aquel brebaje asqueroso. Kate lo cogió de un brazo y lo obligó a seguir al
general, porque lo necesitaba para que tradujera. El inglés de Myar Kunglung
era como el de Tarzán.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Se enteraron que el rey había pasado la tarde y parte de la noche en la
sala del Gran Buda, al centro del palacio, acompañado solamente por
Tschewang, su leopardo. Sólo una vez interrumpió su meditación para dar
unos pasos por el jardín y beber una taza de té de jazmín que le había llevado
un monje. Éste informó al general que Su Majestad siempre oraba durante
varias horas antes de consultar al Dragón de Oro. A medianoche le llevó otra
taza de té. Para entonces la mayoría de las velas se habían apagado y en la
penumbra de la sala vio que el rey ya no se hallaba allí.
–¿No averiguó dónde se encontraba? –preguntó Kate, valiéndose de
Wandgi.
–Supuse que había ido a consultar al Dragón de Oro –replicó el monje.
–¿Y el leopardo?
–Estaba atado con una cadena en un rincón. Su Majestad no puede
llevarlo donde el Dragón de Oro. A veces lo deja en la sala del Buda y otras
veces se lo entrega a los guardias que cuidan la última Puerta.
–¿Dónde es eso? –quiso saber Kate, pero por toda respuesta recibió una
mirada escandalizada del monje y otra furiosa del general: era evidente que
esa información no estaba disponible, pero Kate no se daba por vencida
fácilmente.
El general explicó que muy pocos sabían la ubicación de la última
Puerta. Los guardias que la cuidaban eran conducidos hasta ella, con los ojos
vendados, por una de las viejas monjas que servían en el palacio y que
conocían el secreto. Esa puerta era el límite que conducía a la parte sagrada
del palacio, que nadie, salvo el monarca, podía cruzar. Pasado el umbral
comenzaban los obstáculos y trampas mortales que protegían el Recinto
Sagrado. Cualquiera que no supiera dónde debía poner los pies, moría de una
manera horrible.
–¿Podríamos hablar con Judit Kinski, la europea que está en el palacio
como huésped? –insistió la escritora.
Fueron a buscarla y se dieron cuenta de que la mujer también había
desaparecido. Su cama estaba deshecha, su ropa y efectos personales se
encontraban en la habitación, menos la bolsa de cuero que siempre llevaba al
hombro. Por la mente de Kate pasó fugazmente la idea de que el rey y la
experta en tulipanes se habían escapado a una cita amorosa, pero al punto la
descartó por absurda. Decidió que algo así no calzaba con el carácter de
ninguno de los dos y, además, ¿qué necesidad tenían de esconderse?
–Debemos buscar al rey –dijo Kate.
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ISABEL ALLENDE
–Posiblemente esa idea ya se nos había ocurrido, abuelita –replicó el
general Kunglung entre dientes.
El general dio orden de llamar a una monja para que los guiara al piso
inferior del palacio y tuvo que aguantar que Kate y Wandgi lo acompañaran,
porque la escritora se le prendió del brazo como una sabandija y no lo soltó.
Definitivamente, esa mujer era de una descortesía jamás vista, pensó el
militar.
Siguieron a la monja dos pisos bajo tierra, pasando por un centenar de
habitaciones comunicadas entre sí, y por fin llegaron a la sala donde se
encontraba la grandiosa última Puerta. No se dieron tiempo de admirarla,
porque vieron con horror a dos guardias, con el uniforme de la casa real,
tirados boca abajo en el suelo en sendos charcos de sangre. Uno estaba
muerto, pero el otro aún vivía y pudo advertirles con sus últimas fuerzas que
unos hombres azules, dirigidos por un blanco, habían penetrado en el Recinto
Sagrado y no sólo habían sobrevivido y vuelto a salir, sino que además habían
raptado al rey y habían robado el Dragón de Oro.
Myar Kunglung había pasado cuarenta años en las fuerzas armadas,
pero jamás había enfrentado una situación tan grave como aquélla. Sus
soldados se entretenían jugando a la guerra y desfilando, pero hasta ese
momento la violencia era desconocida en su país. No se había visto en la
necesidad de usar sus armas y ninguno de sus soldados conocía el verdadero
peligro. La idea de que el soberano había sido secuestrado en su propio
palacio le resultaba inconcebible. El sentimiento más fuerte del general en ese
momento, más que el espanto o la ira, fue la vergüenza: había fallado en su
deber, no había sido capaz de proteger a su amado rey.
Kate ya nada tenía que hacer en el palacio. Se despidió del
desconcertado general y partió a tranco largo en dirección al hotel, llevando a
Wandgi a la rastra. Debía hacer planes con su nieto.
–Posiblemente el muchacho americano alquiló un caballo, y tal vez se
fue. Me parece que no ha vuelto –la informó el dueño del hotel con grandes
sonrisas y reverencias.
–¿Cuándo fue eso? ¿Partió solo? –preguntó ella, inquieta.
–Posiblemente se fue ayer y tal vez llevaba un mono –dijo el hombre,
procurando ser lo más amable posible con esa extraña abuela.
–¡Borobá! –exclamó Kate, adivinando al punto que Alexander había ido
en busca de Nadia.
–¡Jamás debí traer a esos niños a este país! –agregó en medio de un
ataque de tos, cayendo sobre una silla, abrumada.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Sin decir palabra, el dueño del hotel le sirvió un vaso de vodka y se lo
puso en las manos.
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ISABEL ALLENDE
13
EL DRAGÓN DE ORO
Aquella Noche el rey había meditado ante el Gran Buda durante horas,
como siempre hacía antes de bajar al Recinto Sagrado. Su capacidad para
comprender la información que recibiría de la estatua dependía del estado de
su espíritu. Debía tener el corazón puro, limpio de deseos, temores,
expectativas, recuerdos e intenciones negativas, abierto como la flor del loto.
Oró con fervor, porque sabía que su mente y su corazón eran vulnerables.
Sentía que apenas sujetaba los hilos de su reino y los de su propia psique.
El rey había ascendido al trono muy joven, a raíz de la muerte
prematura de su padre, sin haber terminado su entrenamiento con los lamas.
Le faltaban conocimientos y no desarrolló como debía sus habilidades
paranormales. No podía ver el aura de las personas ni leer sus pensamientos,
no realizaba viajes astrales, no sabía sanar con el poder de su mente, aunque
había otras cosas que podía hacer, como dejar de respirar y morir a voluntad.
Había compensado las fallas de su preparación y sus carencias psíquicas
con un gran sentido común y una continua práctica espiritual. Era un hombre
bondadoso y sin ambición personal, dedicado por entero al bienestar de su
reino. Se rodeaba de colaboradores fieles, que lo ayudaban a tomar decisiones
justas, y mantenía una eficiente red de información para saber lo que ocurría
en su país y en el mundo. Reinaba con humildad, porque no se sentía
capacitado para el papel de rey. Esperaba retirarse a un monasterio cuando
su hijo Dil Bahadur ascendiera al trono, pero después de conocer a Judit
Kinski dudaba incluso de su vocación religiosa. Esa extranjera era la única
mujer que había logrado inquietarlo desde la muerte de su esposa. Se sentía
muy confundido y en sus oraciones pedía simplemente que se cumpliera su
destino, cualquiera que éste fuera, sin dañar a otros.
El monarca conocía el código para descifrar los mensajes del Dragón de
Oro, porque lo había aprendido en la juventud; pero le faltaba la intuición del
tercer ojo, que también era necesaria. Sólo podía interpretar una parte de lo
que la estatua transmitía. Cada vez que se presentaba ante ella, lamentaba
sus limitaciones. Su consuelo era que su hijo Dil Bahadur estaría mucho mejor
preparado que él para gobernar su nación.
–Éste es mi karma en esta reencarnación: ser rey sin merecerlo –solía
murmurar con tristeza.
Esa noche, después de varias horas de intensa meditación, sintió que su
mente estaba limpia y su corazón abierto. Se inclinó profundamente ante el
Gran Buda, tocando el suelo con la frente, pidió inspiración y se irguió. Le
dolían las rodillas y la espalda al cabo de tanto rato de inmovilidad. Ató al fiel
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Tschewang con una cadena a una argolla fija en la pared, bebió el último
sorbo de su té de jazmín, ya frío, tomó una vela y salió de la sala. Sus pies
descalzos se deslizaban sin ruido sobre el suelo de piedra pulida. Por el
camino se cruzó con algunos sirvientes que a esa hora limpiaban
silenciosamente el palacio.
Por orden del general Myar Kunglung, la mayoría de los guardias había
partido a reforzar los escasos soldados y policías del reino que buscaban a las
muchachas desaparecidas. El rey escasamente notó su ausencia, porque el
palacio era muy seguro. Los guardias cumplían una función decorativa
durante el día, pero por las noches sólo quedaba un puñado de ellos vigilando,
ya que en realidad no se necesitaban. Jamás la seguridad de la familia real
había sido amenazada.
Las mil habitaciones del palacio estaban comunicadas entre sí por un
verdadero enjambre de puertas. Algunas piezas contaban con cuatro salidas;
otras, en forma hexagonal, tenían seis. Era tan fácil perderse, que los
arquitectos del antiguo edificio tallaron señas en las puertas como guía en los
pisos superiores, pero en el de abajo, donde sólo tenían acceso algunos
monjes y monjas, los guardias escogidos y la familia real, esas señas no
existían. Como además no había ventanas, porque estaba diez metros bajo
tierra, no existían puntos de referencia.
Los cuartos del subterráneo, que recibían ventilación mediante un
ingenioso sistema de tuberías, se habían impregnado a lo largo de los siglos
de un olor peculiar a humedad, manteca de las lámparas y diversas clases de
incienso que los monjes encendían para alejar a las ratas y a los malos
espíritus. Algunas piezas se usaban para almacenar los pergaminos de la
administración pública, estatuas, muebles; otras eran depósitos de remedios,
víveres o anticuadas armas que ya nadie usaba, pero la mayoría estaban
vacías. Las paredes lucían pinturas de escenas religiosas, dragones, demonios,
largos textos en sánscrito, horribles descripciones de los castigos que sufren
las almas malvadas en el más allá. Los techos también estaban pintados, pero
el tizne de las lámparas los había vuelto negros.
A medida que se internaba en las entrañas de su palacio, el rey iba
encendiendo las lámparas con la llama de su vela. Pensaba que ya era tiempo
de instalar luz eléctrica en todo el edificio; por el momento sólo había en un
ala del piso superior, donde habitaba la familia real. Abría puertas y avanzaba
sin vacilar, porque conocía el camino de memoria.
Pronto llegó a una habitación rectangular más grande y alta que las
demás, alumbrada por una doble hilera de lámparas de oro, en cuyo extremo
se alzaba una grandiosa puerta de bronce y plata con incrustaciones de jade.
Dos jóvenes guardias, ataviados con el uniforme antiguo de los heraldos
reales, con penachos de plumas en los gorros de seda azul y lanzas adornadas
con cintas de colores, vigilaban a ambos lados de la puerta. Se notaba que
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ISABEL ALLENDE
estaban fatigados, porque llevaban varias horas de turno en la soledad y el
silencio sepulcrales de esa cámara. Al ver llegar a su rey cayeron de rodillas,
tocaron el suelo con la frente y así permanecieron hasta que él les dio su
bendición y les indicó que se pusieran de pie. Luego se volvieron de cara a la
pared, como exigía el protocolo, para no ver cómo el soberano abría la puerta.
El rey giró varios de los muchos jades que adornaban la puerta, empujó
y ésta giró pesadamente sobre sus goznes. Atravesó el umbral y la maciza
puerta volvió a cerrarse. A partir de ese momento se activaba
automáticamente el sistema de seguridad que protegía el Dragón de Oro
desde hacía mil ochocientos años.
Oculto entre los gigantescos helechos del parque que rodeaba el palacio,
Tex Armadillo seguía cada paso del rey en los sótanos del palacio, como si
fuera pegado a sus talones. Podía verlo perfectamente en una pequeña
pantalla, gracias a la tecnología moderna. El monarca no sospechaba que
llevaba una minúscula cámara de gran precisión sobre el pecho, mediante la
cual el americano lo vio salvar cada uno de los obstáculos y desarticular los
mecanismos de seguridad que protegían al Dragón de Oro. Simultáneamente
se grababan las coordenadas de su recorrido, como un mapa exacto, en un
Global Positioning System (GPS), lo cual permitiría seguirlo más tarde. Tex no
pudo evitar una sonrisa pensando en la genialidad del Especialista, quien nada
dejaba al azar. Ese aparato, mucho más sensible, preciso y de largo alcance
que los de uso corriente, acababa de ser desarrollado en Estados Unidos para
fines militares y no era asequible para el público. Pero el Especialista podía
obtener cualquier cosa, para eso contaba con los contactos y el dinero
necesario.
Agazapados entre las plantas y las esculturas del jardín se encontraban
los doce mejores guerreros azules de la secta, bajo el mando de Tex Armadillo.
Los demás llevaban a cabo el resto del plan en las montañas, donde
preparaban la huida con la estatua y donde tenían secuestradas a las
muchachas. También esa distracción era producto de la mente maquiavélica
del Especialista. Gracias a que la policía y los soldados estaban ocupados
buscándolas, ellos podían penetrar en el palacio sin encontrar resistencia.
A pesar de que se sentían muy seguros, los malhechores se movían con
cautela, porque las instrucciones del Especialista eran muy precisas: no
debían llamar la atención. Necesitaban varias horas de ventaja para poner a
salvo la estatua y obtener el código de boca del rey. Sabían el número exacto
de guardias que quedaban y dónde se ubicaban. Ya habían despachado a los
cuatro que cuidaban los jardines y esperaban que sus cadáveres no fueran
descubiertos hasta la mañana siguiente. Iban, como siempre, armados con un
arsenal de puñales, en los que confiaban más que en las armas de fuego. El
americano llevaba una pistola Magnum con silenciador, pero, si todo salía
como estaba planeado, no tendría que usarla.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Tex Armadillo no disfrutaba particularmente de la violencia, aunque en
su línea de trabajo resultaba inevitable. Consideraba que la violencia era para
matones y él se creía un «intelectual», un hombre de ideas. Secretamente
albergaba la ambición de reemplazar al Especialista o formar su propia
organización. No le gustaba la compañía de esos hombres azules; eran unos
mercenarios brutales y traicioneros, con quienes apenas podía comunicarse y
no estaba seguro de que, llegado el caso, pudiera controlarlos. Le había
asegurado al Especialista que sólo necesitaba un par de sus mejores hombres
para llevar a cabo la misión, pero por toda respuesta recibió la orden de
ceñirse al plan. Armadillo sabía que la menor indisciplina o desviación podría
costarle la vida. A la única persona que temía en este mundo era al
Especialista.
Sus instrucciones eran claras: debía vigilar cada movimiento del rey
mediante la cámara oculta, esperar que llegara a la sala del Dragón de Oro y
activara la estatua, para asegurarse de que funcionaba, luego penetraría en el
palacio y, usando el GPS, llegaría hasta la última Puerta. Debía llevar seis
hombres, dos para cargar el tesoro, dos para secuestrar al rey y dos para
protección. Tendría que penetrar al Recinto Sagrado evitando las trampas,
para lo cual contaba con el video en su pantalla.
La idea de secuestrar al jefe de una nación y robar su objeto más
precioso habría sido absurda en cualquier parte, menos en el Reino Prohibido,
donde el crimen era casi desconocido y por lo tanto no había defensas. Para
Tex Armadillo era casi un juego de niños atacar un país cuyos habitantes
todavía se alumbraban con velas y creían que el teléfono era un artefacto
mágico. El gesto despectivo se le borró de la cara cuando vio en su pantalla
las formas ingeniosas en que estaba defendido el Dragón de Oro. La misión no
era tan fácil como imaginaba. Las mentes que inventaron esas trampas
dieciocho siglos antes no eran en absoluto primitivas. Su ventaja consistía en
que la mente del Especialista era superior.
Cuando comprobó que el rey estaba en la última sala, indicó a seis de los
guerreros azules que guardaran la retirada, como estaba previsto, y él se
dirigió al palacio con los demás. Usaron una entrada de servicio del primer
piso y de inmediato se encontraron en una pieza con cuatro puertas.
Valiéndose del mapa en el GPS, el americano y sus secuaces pasaron con muy
pocas vacilaciones de una habitación a otra, hasta llegar al corazón del
edificio. En la sala de la última Puerta encontraron el primer obstáculo: dos
soldados montaban guardia. Al ver a los intrusos levantaron sus lanzas, pero
antes que alcanzaran a dar un paso, dos certeros puñales, lanzados desde
varios metros de distancia, se les clavaron en el pecho. Cayeron de bruces.
Siguiendo paso a paso lo que mostraba el video en su pantalla, Tex
Armadillo procedió a girar los mismos jades que había tocado antes el rey. La
puerta se abrió pesadamente y los bandidos la atravesaron, encontrándose en
una habitación redonda con nueve puertas angostas, todas idénticas. Las
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ISABEL ALLENDE
lámparas encendidas por el monarca ardían proyectando luces vacilantes en
las piedras preciosas que decoraban las puertas.
Allí el rey se había colocado sobre un ojo pintado en el suelo, había
abierto los brazos en cruz y enseguida había girado en un ángulo de cuarenta
y cinco grados, de modo que su brazo derecho apuntaba a la puerta que debía
abrir. Tex Armadillo lo imitó, seguido por los supersticiosos hombres del
Escorpión, que iban con un puñal entre los dientes y otros dos en las manos.
El americano suponía que la pantalla no registraba todos los riesgos que
enfrentarían; algunos serían puramente psicológicos o trucos de ilusionismo.
Había visto al rey pasar sin vacilar por ciertas habitaciones que parecían
vacías, pero eso no significaba que lo estuvieran. Debían seguirlo con mucha
cautela.
–No toquen nada –advirtió a sus hombres.
–Hemos oído que en este lugar hay demonios, brujos, monstruos... –
murmuró uno de ellos en su inglés chapuceado.
–Esas cosas no existen –replicó Armadillo.
–Y también dicen que un terrible maleficio acabará con quien ponga las
manos sobre el Dragón de Oro...
–¡Tonterías! Ésas son supersticiones, pura ignorancia.
El hombre se ofendió y, cuando tradujo el comentario del americano, los
demás estuvieron a punto de amotinarse.
–¡Yo creía que ustedes eran guerreros, pero veo que se asustan como
chiquillos! ¡Cobardes! – escupió Armadillo con infinito desprecio.
El primer bandido, indignado levantó su puñal, pero Armadillo ya tenía
la pistola en la mano y en sus pálidos ojos había un brillo asesino. Los
hombres azules estaban arrepentidos de haber aceptado esa aventura. La
banda se ganaba la vida con delitos más simples, éste era un terreno
desconocido. El trato era robar una estatua, a cambio de lo cual recibirían un
arsenal de armas de fuego modernas y un montón de dinero para comprar
caballos y todo lo demás que se les ocurriera; sin embargo, nadie les advirtió
que el palacio estaba embrujado. Ya era tarde para echarse atrás, no quedaba
más remedio que seguir al americano hasta el final.
Después de vencer uno a uno los obstáculos que protegían el tesoro, Tex
Armadillo y cuatro de sus hombres se encontraron en la sala del Dragón de
Oro. A pesar de que contaban con moderna tecnología, que les permitía ver lo
que hizo el rey para no caer en las trampas, habían perdido dos hombres, que
perecieron de una muerte atroz, uno al fondo de un pozo y el otro con un
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
veneno poderoso que le devoró la carne en pocos minutos.
Tal como el americano había imaginado, no enfrentaron sólo celadas
mortales, sino también ardides psicológicos. Para él fue como descender a un
infierno psicodélico, pero logró mantenerse calmado, repitiéndose que gran
parte de las espeluznantes imágenes que los asaltaron estaban sólo en su
mente. Era un profesional que ejercía un control total sobre su cuerpo y su
mente. Para los primitivos hombres de la Secta del Escorpión, en cambio, el
viaje hacia el dragón fue mucho peor, porque no sabían distinguir entre lo real
y lo imaginario. Estaban acostumbrados a enfrentar toda suerte de albures sin
retroceder, pero les daba terror cualquier cosa que resultara inexplicable. Ese
misterioso palacio los tenía con los nervios de punta.
Al entrar en la sala del Dragón de Oro no sabían qué encontrarían,
porque las imágenes en la pantalla no eran claras. Los cegó el brillo de las
paredes, recubiertas de oro, donde se reflejaban las luces de muchas
lámparas de aceite y de gruesas velas de cera de abeja. El olor de las
lámparas y del incienso y la mirra, que se quemaban en los perfumeros,
impregnaba el aire. Se detuvieron en el umbral ensordecidos por un sonido
ronco, gutural, imposible de describir, algo que en una primera impresión era
como si una ballena soplara dentro de una tubería metálica. Al minuto, sin
embargo, se distinguía cierta coherencia en el ruido y pronto resultaba
evidente que se trataba de una especie de lenguaje. El rey, sentado en la
posición del loto frente a la estatua, les daba la espalda y no los oyó entrar,
porque estaba completamente inmerso en esos sonidos y concentrado en su
tarea.
El monarca salmodiaba las líneas de un cántico, modulando extrañas
palabras, y enseguida por la boca de la estatua salía la respuesta, que
retumbaba en la habitación. Así se producía una reverberación tan intensa,
que se sentía en la piel, en el cerebro, en todos los nervios. El efecto era como
encontrarse en el interior de una gran campana.
Ante los ojos de Tex Armadillo y los guerreros azules estaba el Dragón
de Oro en todo su esplendor: cuerpo de león, patas con grandes garras, cola
enroscada de reptil, alas emplumadas, una cabeza de aspecto feroz, provista
de cuatro cachos, con ojos protuberantes y las fauces abiertas, revelando una
doble hilera de dientes filudos y una lengua bífida de serpiente. La estatua, de
oro puro, medía más de un metro de largo y otro tanto de alto. El trabajo de
orfebrería era delicado y perfecto: cada escama del cuerpo y la cola lucía una
piedra preciosa, las plumas de las alas terminaban en diamantes, la cola tenía
un intrincado dibujo de perlas y esmeraldas, los dientes eran de marfil y los
ojos dos rubíes estrella perfectos, cada uno del tamaño de un huevo de
paloma. El animal mitológico se hallaba sobre una piedra negra, al centro de
la cual asomaba un trozo de cuarzo amarillento.
Los bandidos quedaron paralizados de sorpresa durante unos instantes,
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tratando de sobreponerse al efecto de las luces, el aire enrarecido y ese ruido
atronador. Ninguno esperaba que la estatua fuera tan extraordinaria; hasta el
más ignorante del grupo se dio cuenta de que se hallaban frente a algo de
incalculable valor. Todos los ojos brillaban de codicia y cada uno de ellos
imaginó cómo cambiaría su vida con una sola de esas piedras preciosas.
Tex Armadillo también sucumbió a la mágica fascinación de la estatua, a
pesar de que no se consideraba un hombre particularmente ambicioso, se
dedicaba a ese trabajo porque le gustaba la aventura. Se enorgullecía de
llevar una vida simple, en plena libertad, sin ataduras sentimentales ni de
otras clases. Acariciaba la idea de retirarse en la vejez, cuando se cansara de
correr mundo, y pasar sus últimos años en su rancho en el oeste americano,
donde criaba caballos de carreras. En algunas de sus misiones había tenido
fortunas entre las manos, sin haber sentido nunca la tentación de apoderarse
de ellas; le bastaba su comisión, que siempre era muy alta, pero al ver la
estatua pensó traicionar al Especialista. Con ella en su poder, nada podría
detenerlo, sería inmensamente rico, podría cumplir todos sus sueños, incluso
tener su propia organización, mucho más fuerte incluso que la del
Especialista. Por unos instantes se abandonó al placer de esa idea, como quien
se regocija en una ensoñación, pero enseguida volvió a la realidad. «Ésta debe
ser la maldición de la estatua: provoca una codicia irresistible», pensó. Debió
realizar un gran esfuerzo para concentrarse en el resto del plan. Hizo una
silenciosa señal a sus hombres y éstos avanzaron hacia el rey con los puñales
en las manos.
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14
LA CUEVA DE LOS BANDIDOS
No fue difícil para Alexander y sus nuevos amigos llegar a las cercanías
de la cueva de los guerreros del Escorpión, porque Nadia les había señalado la
dirección general y Borobá se encargó de lo demás. El animal iba montado en
los hombros de Alexander, con la cola envuelta en torno a su cuello y sujeto a
dos manos de su pelo. No le gustaba subir montañas y menos aún bajarlas.
Cada tanto el muchacho le daba manotazos para sacudírselo, porque la cola lo
ahorcaba y las manitos ansiosas del mono le arrancaban mechones a puñados.
Una vez que estuvieron seguros de la ubicación de la cueva, se
acercaron con grandes precauciones, utilizando los arbustos e irregularidades
del terreno para cubrirse. No se veía actividad por los alrededores, no se oía
nada más que el viento entre los cerros y de vez en cuando el grito de un ave.
En aquel silencio sus pisadas y hasta su respiración parecían atronadoras.
Tensing seleccionó unas cuantas piedras y las puso en el pliegue que formaba
su túnica en la cintura; luego ordenó telepáticamente a Borobá que fuera a
espiar. Alexander respiró aliviado cuando por fin el mono lo soltó.
Borobá partió corriendo en dirección a la cueva y regresó diez minutos
más tarde. No podía informarles de lo que había visto, pero Tensing vio en su
mente las confusas imágenes de varias personas y así supo que la cueva no se
encontraba vacía, como temían. Aparentemente las cautivas todavía estaban
allí, vigiladas por unos cuantos guerreros azules, pero la mayoría había
partido. Aunque eso facilitaba la tarea inmediata, Tensing consideró que no
era buena noticia, porque significaba que los demás seguramente estaban en
Tunkhala. No le cabía duda de que, tal como había sugerido el joven
americano, el propósito de los criminales al atacar el Reino Prohibido no era
raptar media docena de chicas, sino robar el Dragón de Oro.
Se arrastraron hasta la proximidad de la cueva, donde había un hombre
en cuclillas, apoyado en un rifle. La luz le daba de frente y a esa distancia era
un blanco fácil para Dil Bahadur, pero para usar su arco debía ponerse de pie.
Tensing le hizo señas de mantenerse aplastado contra el suelo y sacó una de
las piedras que había juntado. Pidió perdón mentalmente por la agresión que
iba a cometer y luego lanzó el proyectil sin vacilar, con toda la fuerza de su
poderoso brazo. A Alexander le pareció que ni si quiera había apuntado, y por
esa razón su sorpresa fue enorme cuando el guardia cayó hacia delante sin un
solo gemido, noqueado por la piedra que le dio medio a medio entre los ojos.
El lama les indicó que lo siguieran.
Alexander cogió el arma del guardia, aunque jamás había usado nada
parecido y ni siquiera sabía si estaba cargada. El peso del fusil en las manos le
dio confianza y despertó en él una agresividad desconocida. Sintió por dentro
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ISABEL ALLENDE
una tremenda energía, en un segundo desaparecieron sus dudas y se dispuso
a pelear como una fiera.
Los tres entraron juntos a la cueva. Tensing y Dil Bahadur emitían gritos
escalofriantes y sin pensar lo que hacía, Alexander los imitó. Normalmente era
una persona más bien tímida y nunca había chillado de esa manera. Toda su
rabia, miedo y fuerza se concentraron en esos gritos que, junto a la descarga
de adrenalina que corría por sus venas, lo hizo sentirse invencible, como el
jaguar.
Dentro de la caverna había otros cuatro bandidos, la mujer de la cicatriz
y, al fondo, las cautivas, que estaban amarradas de los tobillos. Tomados por
sorpresa por aquel trío de atacantes que rugían como dementes, los guerreros
azules vacilaron apenas un instante y enseguida echaron mano de sus
puñales, pero bastó ese momento para que la primera flecha de Dil Bahadur
diera en el blanco, atravesando el brazo derecho de uno de ellos.
La flecha no detuvo al bandido. Con un alarido de dolor, lanzó el puñal
usando la mano izquierda y de inmediato sacó otro de la faja de su cintura. El
puñal cruzó la estancia con un silbido, directo al corazón del príncipe. Dil
Bahadur no lo esquivó. El arma pasó rozando su axila, sin herirlo, mientras él
levanta ba el brazo para disparar su segunda flecha y avanzaba con calma,
convencido de que iba protegido por el escudo mágico del excremento de
dragón.
Tensing, en cambio, esquivaba los puñales que volaban a su alrededor
con increíble pericia. Una vida entera entrenándose en el arte del tao–shu le
permitía adivinar la trayectoria y la velocidad del arma. No necesitaba pensar,
su cuerpo reaccionaba por instinto. Con un rápido salto en el aire y una
patada directo a la mandíbula, dejó a uno de los hombres fuera de combate y
con un golpe lateral del brazo desarmó a otro que apuntaba con un fusil, sin
darle tiempo de disparar. Enseguida se enfrentó a sus cuchillos.
Alexander no tuvo tiempo de apuntar. Apretó el gatillo y un tiro retumbó
en el aire, estrellándose contra las paredes de roca. Recibió un empujón de Dil
Bahadur, que lo hizo tambalear y lo salvó por un pelo de recibir uno de los
puñales. Cuando vio que los bandidos que quedaban en pie tomaban los
fusiles, cogió el suyo por el cañón, que estaba caliente, y corrió gritando a
todo pulmón. Sin saber lo que hacía descargó un golpe de culata en el hombro
del hombre más cercano, que no consiguió aturdirlo, pero lo dejó confundido y
eso dio tiempo a Tensing de ponerle las manos encima. La presión de sus
dedos en un punto clave del cuello lo paralizó completamente. Su víctima
sintió una descarga eléctrica desde la nuca hasta los talones, se le doblaron
las piernas y cayó como un muñeco de trapo, con los ojos desorbitados y un
grito atorado en la garganta, incapaz de mover ni los dedos.
En pocos minutos los cuatro hombres azules estaban por tierra. El
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
guardia se había recuperado un poco de la pedrada, pero no tuvo ocasión de
echar mano de los cuchillos. Alexander le puso el cañón de su arma en la sien
y le ordenó que se juntara con los demás. Lo dijo en inglés, pero el tono fue
tan claro que el hombre no dudó en obedecer. Mientras Alexander los vigilaba
con el arma que no sabía usar entre las manos, procurando aparecer lo más
decidido y cruel posible, Tensing procedió a atarlos con las cuerdas que había
en la cueva.
Dil Bahadur avanzó con su arco listo, hacia el fondo, donde estaban las
niñas. Lo separaban de ellas una distancia de más o menos diez metros y un
hoyo con carbones encendidos, donde había un par de ollas con comida. Un
grito lo detuvo en seco. La mujer de la cicatriz tenía su látigo en una mano y
una cesta destapada en la otra, que agitaba sobre las cabezas de las cinco
cautivas.
–¡Un paso más y suelto los escorpiones sobre ellas! –chilló la carcelera.
El príncipe no se atrevió a disparar. Desde la distancia en que se
encontraba podía eliminar a la mujer sin la menor dificultad, pero no podía
evitar que los mortales arácnidos cayeran sobre las muchachas. Los hombres
azules, y seguramente también esa mujer, eran inmunes a la ponzoña, pero los
demás corrían peligro de muerte.
Todos quedaron inmóviles. Alexander mantuvo la vista y el arma
apuntada sobre sus prisioneros, dos de los cuales todavía no habían sido
amarrados por Tensing y aguardaban la menor oportunidad para atacarlos. El
lama no se atrevió a intervenir. Desde el sitio donde se encontraba sólo podía
usar contra la mujer sus extraordinarios poderes parapsicológicos. Trató de
proyectar con la mente una imagen que la asustara, ya que había demasiada
confusión y distancia entre ambos como para intentar hipnotizarla. Distinguía
vagamente su aura y se dio cuenta de que era un ser primitivo, cruel y además
asustado, a quien seguramente deberían controlar a la fuerza.
La pausa duró unos breves segundos, pero fueron suficientes para
romper el equilibrio de las fuerzas. Un instante más y Alexander habría tenido
que disparar contra los hombres que se aprontaban para saltar sobre Tensing.
De pronto ocurrió algo totalmente inesperado. Una de las muchachas se lanzó
contra la mujer de la cicatriz y las dos rodaron, mientras la cesta salía
proyectada por el aire y se estrellaba en el piso. Un centenar de negros
escorpiones se desparramó al fondo de la caverna.
La chica que había intervenido era Pema. A pesar de su constitución
delgada, casi etérea, y de que estaba amarrada por los tobillos, hizo frente a
su carcelera con una decisión suicida, ignorando los golpes de látigo que ésta
daba a ciegas y el peligro inminente de los escorpiones. Perra la golpeaba con
los puños, la mordía y le tiraba del pelo, luchando cuerpo a cuerpo, en clara
desventaja, porque, además de ser mucho más fornida, la otra había soltado el
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ISABEL ALLENDE
látigo para empuñar el cuchillo de cocina que llevaba en la cintura. La acción
de Perra dio tiempo a Dil Bahadur de soltar el arco, tomar una lata de
queroseno, que los bandidos usaban para sus lámparas, regar el combustible
por el suelo y prenderle fuego con un tizón de la hoguera. Una cortina de
llamas y humo espeso se elevó de inmediato, chamuscándole las pestañas.
Desafiando el fuego, el príncipe llegó hasta Pema, quien estaba de
espaldas en el suelo, con la mujerona encima, sujetando a dos manos el brazo
que se acercaba más y más a su cara. La punta del cuchillo ya arañaba la
mejilla de Pema, cuando el príncipe cogió a la mujer por el cuello, la tiró hacia
atrás y con un golpe seco con el dorso de la mano en la sien la aturdió.
Pema se había levantado y estaba dándose palmadas desesperadas para
apagar las llamas que lamían su larga falda, pero la seda ardía como yesca. El
príncipe se la arrancó de un tirón y luego se volvió hacia las otras muchachas,
que gritaban de terror contra la pared. Utilizando el cuchillo de la mujer de la
cicatriz, Pema rompió sus ligaduras y ayudó a Dil Bahadur a librar a sus
compañeras y guiarlas al otro lado de la cortina de fuego, donde los
escorpiones se retorcían achicharrados, hacia la salida de la cueva, que iba
llenándose de humo.
Tensing, el príncipe y Alexander arrastraron a sus prisioneros al aire
libre y los dejaron amarrados firmemente de dos en dos, espalda contra
espalda. Borobá aprovechó que los bandidos estaban indefensos para burlarse
de ellos, lanzándoles puñados de tierra y mostrándoles la lengua, hasta que
Alexander lo llamó. El mono le saltó a los hombros, le enroscó la cola en el
cuello y se aferró a sus orejas con firmeza. El joven suspiró, resignado.
Dil Bahadur se apoderó de la ropa de uno de los bandidos y le entregó
su hábito de monje a Pema, que estaba medio desnuda. Le quedaba tan
enorme que tuvo que darle dos vueltas en torno a la cintura. Con gran
repugnancia el príncipe se colocó los trapos negros y hediondos del guerrero
del Escorpión. Aunque prefería mil veces quedar vestido sólo con su
taparrabos, se daba cuenta de que apenas se pusiera el sol y bajara la
temperatura, necesitaría abrigo. Estaba tan impresionado con el valor y la
serenidad de Pema, que el sacrificio de darle su túnica le pareció mínimo. No
podía despegar los ojos de ella. La joven agradeció su gesto con una sonrisa
tímida y se colocó el rústico hábito rojo oscuro, que caracteriza a los monjes
de su país, sin sospechar que estaba vestida con la ropa del príncipe heredero.
Tensing interrumpió las emotivas miradas entre Dil Bahadur y Pema para
interrogar a la joven sobre lo que había oído en la cueva. Ésta confirmó lo que
él ya sospechaba: el resto de la banda planeaba robar el Dragón de Oro y
secuestrar al rey.
–Entiendo lo primero, porque la estatua es muy valiosa, pero no lo
segundo. ¿Para qué quieren al rey? –preguntó el príncipe.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–No lo sé –replicó ella.
Tensing estudió brevemente el aura de sus prisioneros, así escogió el
más vulnerable y se le plantó al frente, fijándolo con su penetrante mirada. La
expresión siempre dulce de sus ojos cambió por completo: las pupilas se
achicaron como dos rayas y el hombre tuvo la sensación de estar ante una
víbora. El lama recitó con voz monótona unas palabras en sánscrito, que sólo
Dil Bahadur comprendió, y en menos de un minuto el asustado bandido estaba
en su poder, sumido en un sueño hipnótico.
El interrogatorio aclaró algunos aspectos del plan de la Secta del
Escorpión y confirmó que ya era tarde para impedir que la banda entrara al
palacio. El hombre no creía que le hubieran hecho daño al rey, porque las
instrucciones del americano eran de apresarlo con vida, puesto que debían
obligarlo a confesar algo. Nada más sabía el hombre. La información más
importante que obtuvieron fue que el soberano y la estatua serían llevados al
monasterio abandonado de Chenthan Dzong.
–¿Cómo piensan escapar desde allí? Ese lugar es inaccesible –preguntó
el príncipe, extrañado.
–Volando –dijo el bandido.
–Deben tener un helicóptero –sugirió Alexander, quien captaba a
grandes rasgos lo que decían, aunque no comprendía el idioma, porque las
imágenes se formaban en su mente telepáticamente.
Así había sido la mayor parte de la comunicación con el lama y el
príncipe, hasta que Peina pudo ayudar con los detalles.
–¿Es Tex Armadillo a quien se refieren? –preguntó Alexander.
No pudo averiguarlo, porque los bandidos sólo lo conocían por «el
americano» y Peina no lo había visto.
Tensing sacó al hombre del trance hipnótico y luego anunció que
dejarían allí a los bandidos, después de asegurarse de que no podrían soltar
sus amarras. No les haría mal pasar una o dos noches a la intemperie, hasta
que los encontraran los soldados del rey o, si tenían suerte, sus propios
compañeros. Juntando las manos ante la cara e inclinándose levemente, pidió
perdón a los maleantes por el tratamiento desconsiderado que les daba. Dil
Bahadur hizo otro tanto.
–Oraré para que ustedes sean rescatados antes que lleguen los osos
negros, los leopardos de nieve o los tigres –dijo Tensing seriamente.
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ISABEL ALLENDE
Alexander quedó bastante intrigado por esas muestras de cortesía. Si la
situación se diera al revés y ellos fueran los vencidos, esos hombres los
asesinarían sin hacerles tantas reverencias.
–Tal vez debemos ir al monasterio –propuso Dil Bahadur.
–¿Qué será de ellas? –preguntó Alexander señalando a Perra y las otras
muchachas.
–Posiblemente yo pueda conducirlas hasta el valle y avisar a las tropas
del rey para que vayan también al monasterio –ofreció Perra.
–No creo que sea posible usar la ruta de los bandidos, porque deben
haber otros vigilando en estas montañas. Tendrán que tomar un atajo –replicó
Tensing.
–Mi maestro no estará pensando en el acantilado... –murmuró el
príncipe.
–Tal vez no sea del todo una mala idea, Dil Bahadur –sonrió el lama.
–¿Acaso mi honorable maestro bromea? –sugirió el joven.
La respuesta del lama fue una amplia sonrisa, que iluminó su rostro, y
un gesto indicando a los jóvenes que lo siguieran. Echaron a andar por el
mismo lugar por el que habían llegado para reunirse con Nadia. Tensing iba
delante, ayudando a trepar a las muchachas, quienes lo seguían a duras
penas, porque iban calzadas con sandalias, vestidas con sarongs y no tenían
experiencia en terreno tan abrupto, pero ninguna se quejaba. Estaban muy
agradecidas de haber escapado de los hombres azules y ese gigantesco monje
les inspiraba una confianza absoluta.
Alexander, quien cerraba la fila detrás del príncipe y Perra, dio una
última mirada al patético grupo de bandidos que dejaba atrás. Le parecía
increíble haber participado en una pelea con aquellos asesinos profesionales;
esas cosas sólo se veían en las películas de acción. Acababa de sobrevivir a
algo casi tan violento como lo que vivió en el Amazonas, cuando indios y
soldados se enfrentaron en una batalla que dejó varios muertos, o cuando vio
un par de cuerpos destrozados por las garras de las Bestias. No pudo
disimular una sonrisa: definitivamente, hacer turismo con su abuela Kate no
era para enclenques.
Nadia vio llegar a sus amigos en fila india por el desfiladero que
conducía a su escondite y salió a recibirlos emocionada, pero se detuvo en
seco al ver a uno de los hombres azules en el grupo. Una segunda mirada le
reveló que era Dil Bahadur. Habían demorado menos de lo calculado, pero
esas pocas horas a Nadia se le habían hecho eternas. Durante ese tiempo
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
llamó a su animal totémico con la esperanza de que pudiera vigilarlos desde el
aire, pero el águila blanca no apareció y tuvo que resignarse a esperar con un
nudo en la garganta. Se dio cuenta de que no podía transformarse en el gran
pájaro a voluntad, sólo ocurría en momentos de mucho peligro o de
extraordinaria expansión mental. Era algo parecido al trance. El águila
representaba su espíritu, la esencia de su carácter. Cuando tuvo la primera
experiencia con ella en el Amazonas, se sorprendió de que fuera justamente
un ave, porque ella sufría de vértigo y la altura la paralizaba de miedo. Nunca
había soñado con volar, como los demás chicos que conocía. Si le hubieran
preguntado antes cuál podría ser su espíritu totémico, habría contestado que
seguramente el delfín, porque se identificaba con ese animal inteligente y
juguetón. El águila, que volaba con tanta gracia por encima de las cumbres
más altas, la había ayudado mucho a superar su fobia, aunque a veces todavía
sentía miedo de la altura. En ese mismo momento, la vista de los abruptos
acantilados que se abrían a sus pies la hacía temblar.
–Jaguar! –gritó, corriendo hacia su amigo, sin dar ni una mirada a los
demás integrantes del grupo.
El primer impulso de Alexander fue abrazarla, pero se contuvo a tiempo:
no quería que los otros pensaran que Nadia era su chica o algo por el estilo.
–¿Qué pasó? –preguntó ella.
–Nada interesante... –replicó él con un gesto de fingida indiferencia.
–¿Cómo liberaron a las niñas?
–Muy fácil: desarmamos a los bandidos, les dimos una golpiza,
quemamos los escorpiones, ahumamos la cueva, torturamos a uno para
obtener información y los dejamos amarrados sin agua y sin comida, para que
mueran de a poco.
Nadia se quedó plantada con la boca abierta, hasta que Pema la
estrechó en sus brazos. Las dos muchachas se contaron a toda prisa las
peripecias que habían sufrido desde que se separaron.
–¿Sabes algo de ese monje? –susurró Pema al oído de Nadia, señalando a
Dil Bahadur.
–Muy poco.
–¿Cómo se llama?
–Dil Bahadur.
–Eso quiere decir «corazón valiente», un nombre apropiado. Tal vez me
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ISABEL ALLENDE
case con él –dijo Pema.
–¡Pero si acabas de conocerlo! ¿Y ya te pidió que te casaras con él? –
murmuró Nadia riendo.
–No, en general los monjes no se casan. Pero posiblemente se lo pediré
yo, si se presenta la ocasión –replicó Pema con naturalidad.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
15
EL ACANTILADO
Tensing Decidió que debían comer algo y descansar antes de planear el
descenso de las muchachas al valle. Dil Bahadur comentó que la harina y la
manteca que tenían no alcanzaba para todos, pero ofreció sus escasas
provisiones a Pema y las niñas, que no habían comido en muchas horas.
Tensing le ordenó hacer un fuego para hervir agua para el té y derretir la
grasa de yak. Apenas eso estuvo listo, el monje metió las manos entre los
pliegues de su túnica, donde habitualmente llevaba su bolsa de mendigo, y
empezó a sacar, como un mago, puñados de cereal, ajos, vegetales secos y
otros alimentos para preparar la cena ante la sorpresa de los demás.
–Esto es como la multiplicación de los panes y los peces de Jesucristo,
que sale en el Nuevo Testamento –comentó Alexander maravillado.
–Mi maestro es muy santo. No es la primera vez que lo veo hacer
milagros –dijo el príncipe inclinándose con profundo respeto ante el lama.
–Tal vez tu maestro no es tan santo como rápido de manos, Dil Bahadur.
En la cueva de los bandidos sobraban provisiones, que no debían perderse –
replicó el lama inclinándose también.
–¡Mi maestro las robó! –exclamó el discípulo, incrédulo.
–Digamos que tal vez tu maestro las tomó prestadas... –dijo Tensing.
Los jóvenes intercambiaron una mirada de perplejidad y enseguida se
echaron a reír. Esa explosión de alegría fue como abrir una válvula por donde
escapó la tremenda ansiedad y el miedo en que habían vivido durante días. La
risa se fue contagiando y pronto estaban todos en el suelo sacudidos por
incontenibles carcajadas, mientras el lama revolvía la olla con tsampa y servía
amablemente el té sin alterar para nada la serenidad de su rostro.
Por fin los jóvenes se calmaron un poco, pero apenas el maestro les
sirvió la austera cena, se doblaron de risa de nuevo.
–Tal vez cuando recuperen la cordura, quieran escuchar mi plan... –
sugirió Tensing, sin perder la paciencia.
El plan les cortó la risa en seco. Lo que sugería el lama era nada menos
que bajar a las chicas por el acantilado. Se asomaron al borde y retrocedieron
sin aliento: eran más o menos ochenta metros de caída vertical.
–Maestro, nadie ha bajado por allí jamás –dijo Dil Bahadur.
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ISABEL ALLENDE
–Tal vez haya llegado el momento de que alguien sea el primero –replicó
Tensing.
Las muchachas se echaron a llorar, menos Pema, que desde el principio
había dado ejemplo de fortaleza a las demás, y Nadia, que decidió allí mismo
que prefería morir en manos de los bandidos o helada de frío en un glaciar de
las cumbres antes que bajar por ese precipicio. Tensing explicó que, si usaban
ese atajo, las muchachas podrían llegar a una aldea del valle y pedir socorro
antes que cayera la noche. De otro modo estaban atascados allí arriba, con
peligro de que el resto de la banda del Escorpión los encontrara. Debían
devolver las muchachas a sus hogares y dar aviso al general Myar Kunglung
para que rescatara al rey del monasterio fortificado antes que lo mataran. En
cuanto a él y Dil Bahadur, tomarían la delantera para llegar a Chenthan Dzong
lo antes posible.
Alexander no participó en la discusión, sino que se puso a estudiar el
asunto. ¿Qué haría su padre en esa situación? Ciertamente John Cold
encontraría la manera no sólo de bajar, sino también de subir. Su padre había
escalado montes más escarpados que ése y lo había hecho en medio del
invierno, a veces por puro deporte y otras para ayudara otros que se
accidentaban o quedaban atrapados. John Cold era un hombre prudente y
metódico, pero no retrocedía ante ningún peligro cuando se trataba de salvar
una vida.
–Con mi equipo de rapel creo que puedo bajar –dijo.
–¿Cuántos metros de altura tiene esto? –preguntó Nadia, sin mirar hacia
abajo.
–Muchos. Mis cuerdas no alcanzan, pero hay algunas salientes como
terrazas, podemos escalonar el descenso –explicó Alex.
–Tal vez sea posible –replicó Tensing, quien había ideado ese audaz plan
después de verlo rescatar a Nadia del hoyo donde había caído.
–Es muy arriesgado y con suerte puedo hacerlo; pero ¿cómo podrán
descender estas chicas, que no tienen experiencia de montañismo? –preguntó
Alexander.
–Posiblemente se nos ocurrirá la manera de bajarlas... –respondió el
lama y enseguida pidió silencio para orar, porque llevaba muchas horas sin
hacerlo.
Mientras Tensing meditaba sentado en una roca de cara al cielo infinito,
Alexander medía su cuerda, contaba sus picos, probaba el arnés, calculaba sus
posibilidades y discutía con el príncipe la mejor forma de efectuar esa
arriesgada maniobra.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–¡Si al menos tuviéramos un volantín! –suspiró Dil Bahadur.
Les contó a sus amigos extranjeros que en el Reino del Dragón de Oro
existía el antiguo arte de fabricar volantines de seda en forma de pájaro con
alas dobles. Algunos eran tan grandes y firmes, que podían sostener a un
hombre de pie entre las alas. Tensing era experto en ese deporte y se lo había
enseñado a su discípulo. El príncipe recordaba su primer vuelo, un par de
años atrás, cuando al visitar un monasterio cruzó de una montaña a otra,
utilizando las corrientes de aire, que le permitían dirigir su frágil vehículo,
mientras seis monjes sujetaban la larga cuerda del volantín.
–Muchos se deben haber matado así... –sugirió Nadia.
–No es tan difícil como parece –aseguró el príncipe. –Debe de ser como
los planeadores – comentó Alexander.
–Un avión con alas de seda... No creo que me gustara probarlo –dijo
Nadia, agradecida de que no hubiera volantines a mano.
Tensing rezaba para que no soplara viento, lo cual les impediría intentar
el descenso. También rezaba para que el muchacho americano tuviera la
experiencia y la determinación necesarias y para que a los demás no les
faltara el valor.
–Es difícil calcular la altura desde aquí, maestro Tensing, pero si mis
cuerdas alcanzan hasta esa delgada terraza que se ve allí abajo puedo hacerlo
–le aseguró Alexander.
–¿Y las niñas?
–Las bajaré una por una.
–Menos a mí –interrumpió Nadia con firmeza.
–Nadia y yo queremos ir con usted y Dil Bahadur al monasterio –dijo
Alexander.
–¿Quién conducirá a las muchachas hasta el valle? –inquirió el lama.
–Tal vez el honorable maestro me permita hacerlo... –dijo Pema.
–¿Cinco niñas solas? –interrumpió Dil Bahadur.
–¿Por qué no?
–La decisión es tuya, de nadie más, Pema –dijo Tensing, mientras
observaba, complacido, el aura dorada de la joven.
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ISABEL ALLENDE
–Posiblemente cualquiera de ustedes pueda hacerlo mejor que yo, pero,
si el maestro me autoriza y me apoya con sus oraciones, tal vez yo pueda
cumplir mi parte con honor –se ofreció la joven.
Dil Bahadur estaba pálido. Había decidido, con la certeza ciega del
primer amor, que Pema era la única mujer para él en este mundo. El hecho de
que no conociera otras y su experiencia fuera equivalente a cero, no entraba
en sus cálculos. Temía que ella se estrellara al fondo del acantilado o, en el
caso de llegar abajo sana y salva, se perdiera o enfrentara otros riesgos. En
esa región había tigres y no podía olvidar a la Secta del Escorpión.
–Es muy peligroso –dijo.
–Tal vez mi discípulo ha decidido acompañar a las jóvenes? –preguntó
Tensing.
–No, maestro, debo ayudarlo a usted a rescatar al rey –murmuró el
príncipe, bajando la vista, avergonzado.
El lama lo llevó aparte, donde los demás no pudieran oírlos.
–Debes confiar en ella. Tiene el corazón tan valiente como el tuyo, Dil
Bahadur. Si vuestro karma es que os juntéis, sucederá de todos modos. Si no
lo es, nada que hagas cambiará el curso de la vida.
–¡No he dicho que quiera juntarme con ella, maestro!
–Tal vez no es necesario que lo digas –sonrió Tensing.
Alexander decidió emplear las horas de luz que quedaban preparando el
camino para el día siguiente. Antes que nada debía asegurarse de que, con sus
dos cuerdas de cincuenta metros cada una, podría hacerlo. Pasó media hora
explicando a los demás los principios básicos del rapel, desde la colocación del
arnés, sobre el cual se descendía sentado, hasta los movimientos para aflojar y
tensar la cuerda. La segunda cuerda se empleaba como seguridad. Él no la
necesitaba, pero era indispensable para que las muchachas pudieran bajar.
–Ahora voy a descender hasta la terraza y allí mediré la altura hasta el
fondo del acantilado – anunció, una vez que había fijado su cuerda y se había
colocado el arnés.
Todos observaron con gran interés sus maniobras, menos Nadia, quien
no se atrevía a asomarse al abismo. A Tensing, quien había pasado la vida
escalando como una cabra por las montañas del Himalaya, la técnica de
Alexander le resultaba fascinante. Estudió con asombro la cuerda resistente y
liviana, los ganchos metálicos, las cinchas de seguridad, el ingenioso arnés.
Maravillado, lo vio hacer un gesto de despedida con la mano y lanzarse al
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
vacío sentado en el arnés. Con los pies se separaba de la pared vertical de
roca y con las manos iba soltando la cuerda, de modo que se deslizaba en
caídas de tres a cinco metros, sin esfuerzo aparente. En menos de cinco
minutos llegó a la pestaña del acantilado. Desde arriba se veía diminuto.
Estuvo allí una media hora, midiendo la altura hasta abajo con la segunda
cuerda, que llevaba enrollada a la cintura. Luego trepó con mucho más
esfuerzo del empleado al bajar, pero sin grandes dificultades. Arriba lo
recibieron con aplausos y gritos de alegría.
–Se puede hacer, maestro Tensing, la terraza es amplia y firme, cabemos
las cinco muchachas y yo. La cuerda alcanza hasta abajo y creo que puedo
enseñarles a usar el arnés. Pero hay un problema –dijo Alexander.
–¿Cuál?
–En la terraza necesitaré las dos cuerdas, porque ellas no pueden
hacerlo sin una cuerda de seguridad. Una se usa para colgar el arnés y la
segunda se fija en las rocas con un aparato especial, que ya dejé colocado, y
que me permite ayudar a bajar a las chicas de a poco. Es una indispensable
medida de seguridad, por si pierden el control de la primera cuerda o si por
cualquier razón falla el sistema. Como no tienen experiencia, es imposible que
lo hagan sin esa segunda cuerda.
–Entiendo, pero tenemos dos cuerdas. ¿Cuál es el problema?
–Las usaremos para llegar a la terraza. Luego ustedes las soltarán para
que yo las fije allí y descienda a las muchachas hasta el pie del acantilado.
¿Cómo voy a subir yo cuando las dos cuerdas estén en la terraza? No puedo
escalar la pared vertical sin ayuda. Un escalador experto demoraría muchas
horas, yo no me creo capaz de hacerlo. Es decir, necesitamos una tercera
cuerda –explicó Alexander.
–O bien un cordel que nos permita izar una de las cuerdas desde las
terraza hasta aquí –dijo Dil Bahadur.
–Exacto.
No disponían de cincuenta metros de cordel. La primera idea fue, por
supuesto, cortar tiras finas de la ropa que llevaban, pero comprendieron que
no podían quedar semidesnudos en ese clima, morirían de frío. Ninguna de las
niñas llevaba algo más que un delgado sarong de seda y una chaquetilla.
Tensing pensó en los rollos de cordel de pelo de yak que guardaban en su
ermita, muy lejos de allí, pero no había tiempo de ir a buscarlos.
Para entonces se había puesto el sol y el cielo empezaba a volverse color
índigo.
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ISABEL ALLENDE
–Es muy tarde. Tal vez ha llegado la hora de prepararnos para pasar la
noche más o menos confortables. Mañana veremos qué solución se nos ocurre
–dijo el lama.
–Ese cordel que necesitamos no tiene que ser muy firme, ¿verdad? –
preguntó Pema.
–No, pero debe ser largo. Lo usaremos sólo para izar una de las cuerdas
–replicó Alexander.
–Tal vez nosotras podamos hacerlo... –sugirió ella.
–¿Cómo? ¿Con qué?
–Todas tenemos el cabello largo. Podemos cortarlo y trenzarlo.
Una expresión de absoluto asombro se fijó en todos los rostros. Las
muchachas se llevaron las manos a la cabeza y acariciaron sus largas
melenas, que colgaban hasta la cintura. Nunca un par de tijeras tocaba la
cabellera de una mujer del Reino Prohibido, porque se consideraba el mayor
atributo de belleza y feminidad. Las solteras lo usaban suelto y se lo
perfumaban con almizcle y jazmín; las casadas lo untaban con aceite de
almendras y lo trenzaban, formando elaborados peinados que decoraban con
palillos de plata, turquesas, ámbar y corales. Sólo las monjas renunciaban a
sus cabelleras y pasaban sus vidas con la cabeza rapada.
–Tal vez podemos sacar unas veinte trenzas delgadas de cada una.
Multiplicado por cinco, son cien trenzas. Digamos que cada una mida
cincuenta centímetros, tenemos cincuenta metros de pelo. Posiblemente yo
puedo obtener unas veinticuatro de mi cabeza, así es que nos sobraría –
explicó Peina.
–Yo también tengo pelo –ofreció Nadia.
–Es muy corto, no creo que sirva –observó Peina.
Una de las muchachas se echó a llorar desconsoladamente. Cortarse el
cabello era un sacrificio demasiado grande, no podían pedirle eso, dijo. Peina
se sentó junto a ella y procedió a convencerla suavemente de que el cabello
era menos importante que las vidas de todos ellos y la seguridad del rey; de
todos modos volvería a crecerle.
–Y mientras me crece, ¿cómo voy a mostrarme en público? –sollozó la
chica.
–Con inmenso orgullo, porque habrás contribuido a salvar a nuestro país
de la Secta del Escorpión –replicó Perra.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Mientras el príncipe y Alexander buscaban raíces y bosta seca de
animales para encender una pequeña fogata que los mantuviera tibios durante
la noche, Tensing procedió a examinar a Nadia y ajustar sus vendas. Se
mostró muy satisfecho: el hombro estaba todavía algo machucado, pero sano,
y Nadia no sentía dolor.
Peina usó el cortaplumas suizo de Alexander para cortarse el cabello. Dil
Bahadur no pudo mirar, estaba perturbado; le parecía un acto demasiado
íntimo, casi doloroso. A medida que caían los sedosos cabellos y aparecía el
cuello largo y la nuca frágil de la joven, su belleza se transformaba y Perra
quedó parecida a un mozalbete.
–Ahora puedo mendigar como una monja –se rió, señalando la túnica del
príncipe, que llevaba puesta, y su cabeza, donde se levantaban algunos
mechones entre las peladuras.
Las demás muchachas tomaron el cortaplumas y procedieron a raparse
unas a otras. Luego se sentaron en círculo a trenzar una fina cuerda negra y
brillante, con olor a almizcle y jazmín.
Descansaron lo mejor que las circunstancias permitían en el estrecho
refugio de las rocas. En el Reino del Dragón de Oro no se usaba el contacto
físico entre personas de diferente sexo, excepto en el caso de los niños, pero
esa noche tuvieron que hacerlo, porque hacía mucho frío y no contaban con
más abrigo que la ropa sobre sus cuerpos y dos pieles de yak. Tensing y Dil
Bahadur habían vivido en las cumbres y resistían el clima mucho mejor que
los demás. También estaban acostumbrados a pasar privaciones, así es que
cedieron las pieles y las porciones mayores de alimento a las muchachas.
Alexander los imitó, aunque le sonaban las tripas de hambre, porque no quiso
ser menos que los otros dos hombres. También repartió en minúsculos trocitos
una barra de chocolate que encontró aplastada al fondo de su mochila.
Como disponían de muy poco combustible, debían mantener el fuego
muy bajo, pero esas débiles llamas les ofrecían cierta seguridad. Al menos
alejarían a los tigres y los leopardos de nieve que habitaban esos montes. En
una escudilla calentaron agua y prepararon té con manteca y sal, lo que los
ayudó a soportar los rigores de la noche.
Durmieron apelotonados como cachorros, dándose calor unos a otros,
protegidos del viento por la grieta donde se hallaban. Dil Bahadur no se
atrevió a colocarse cerca de Pema, como deseaba, porque temió la mirada
burlona de su maestro. Se dio cuenta de que había evitado informarla de que
el rey era su padre y que él no era un monje común y corriente. Le pareció
que no era el momento de hacerlo, pero por otra parte sentía que esa omisión
era tan grave como engañarla. Alexander, Nadia y Borobá se acomodaron en
estrecho abrazo y durmieron profundamente hasta que el primer rayo del alba
se insinuó en el horizonte.
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ISABEL ALLENDE
Tensing dirigió la primera oración de la mañana y recitaron en coro Om
mani padme hum varias veces. No adoraban una deidad, puesto que Buda era
sólo un ser humano que había alcanzado la «iluminación» o suprema
comprensión; enviaban sus oraciones como rayos de energía positiva al
espacio infinito y al espíritu que reina en todo lo que existe. A Alexander,
quien había crecido en una familia de agnósticos, donde no se practicaba
ninguna religión, le maravillaba que en el Reino Prohibido hasta los actos más
cotidianos estaban impregnados de un sentido divino. La religión en ese país
era una forma de vida; cada persona cuidaba al Buda que llevaba dentro. Se
sorprendió recitando el mantra sagrado con verdadero entusiasmo.
El lama bendijo los alimentos y los repartió, mientras Nadia circulaba
las dos escudillas con té caliente.
–Posiblemente éste será un hermoso día, soleado y sin viento –anunció
Tensing, escrutando el cielo.
–Tal vez si el honorable maestro lo ordenase, podríamos empezar lo
antes posible, porque el camino hasta el valle será largo –sugirió Pema.
–Creo que, con un poco de suerte, en menos de una hora ustedes
estarán abajo –dijo Alexander alistando su equipo.
Poco después comenzó el descenso. Alexander se colocó el equipo y bajó
como un insecto en pocos minutos hasta la terraza que asomaba en medio de
la pared vertical del abismo. Perna manifestó que deseaba ser la primera en
seguirlo. Dil Bahadur recogió la cuerda y le puso el arnés a Pema,
explicándole una vez más el mecanismo de los ganchos.
–Debes ir soltándote de a poco. Si hay un problema, no te asustes,
porque yo te sujetaré con la segunda cuerda hasta que recuperes el ritmo,
¿entendido? –dijo.
–Tal vez sería conveniente que no mirases hacia abajo. Te sostendremos
con nuestro pensamiento –añadió Tensing, retirándose un par de pasos para
concentrarse en enviar energía mental a Pema.
Dil Bahadur pasó por su cintura la cuerda, que estaba fija a una grieta
en la roca con un aparato metálico, y le hizo señas a Pema de que estaba listo.
Ella se aproximó al abismo y sonrió para disimular el pánico que la asaltaba.
–Espero que nos volvamos a ver –susurró Dil Bahadur, sin atreverse a
decir más por miedo a descubrir el secreto de amor que lo ahogaba desde que
la vio por vez primera.
–Así lo espero yo también. Elevaré mis oraciones y haré ofrendas para
que puedan salvar al rey... Cuídate –replicó ella, conmovida.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Pema cerró brevemente los ojos, encomendó su alma al cielo y se lanzó
al vacío. Cayó como una piedra durante varios metros, hasta que logró
controlar el gancho que tensaba la cuerda. Una vez que aprendió el
mecanismo y adquirió ritmo, pudo continuar el descenso cada vez con más
seguridad. Con las piernas se separaba de las rocas y se daba impulso. Su
túnica flotaba en el aire y desde arriba parecía un murciélago. Antes de lo que
esperaba, sintió la voz de Alexander indicándole que faltaba muy poco.
–¡Perfecto! –exclamó el muchacho cuando la recibió en los brazos.
–¿Eso es todo? Terminó justo cuando empezaba a gustarme –replicó ella.
La terraza era tan angosta y expuesta, que un ventarrón los habría
desequilibrado, pero, tal como había anunciado Tensing, el clima ayudaba.
Desde arriba izaron el arnés y se lo pusieron a otra de las muchachas. Estaba
aterrada y no tenía el carácter de Pema, pero el lama le clavó sus ojos
hipnóticos y logró tranquilizarla. Una a una descendieron las cuatro jóvenes
sin mayores problemas, porque cada vez que se atascaban o se soltaban Dil
Bahadur las sostenía con la cuerda de seguridad. Cuando todas estuvieron en
el delgado borde de la montaña resultaba difícil moverse, porque el peligro de
rodar al abismo era enorme. Alexander había previsto esa dificultad y el día
anterior había colocado varios ganchos para que pudieran sujetarse. Estaban
listos para iniciar la segunda parte del descenso.
Dil Bahadur soltó las dos cuerdas, que Alexander utilizó para repetir la
misma operación desde la terraza hasta el pie del precipicio. Esta vez Pema
no tenía quien la recibiera abajo, pero había adquirido confianza y se lanzó sin
vacilar. Poco después la siguieron sus compañeras.
Alexander les hizo una seña de adiós, deseando con todo su corazón que
esas cuatro muchachas de aspecto tan frágil, ataviadas de fiesta y con
sandalias doradas, guiadas por otra vestida de monja, pudieran encontrar el
camino hasta la primera aldea. Las vio alejarse cerro abajo hacia el valle hasta
que se convirtieron en puntos diminutos y luego desaparecieron. El Reino del
Dragón de Oro contaba con muy pocas rutas para vehículos y muchas de ellas
eran intransitables durante las lluvias intensas o las tormentas de nieve, pero
en esa época no había problema. Si las muchachas lograban llegar a un
camino, seguramente alguien las recogería.
Alexander hizo una seña y Dil Bahadur soltó la larga trenza de cabello
negro con una piedra atada en el extremo. Después de maniobrar un poco
desde arriba para dirigirla, cayó en la terraza, donde la recogió Alexander.
Enrolló una cuerda y se la colgó en la cintura, luego ató la segunda a la trenza
e indicó con señas que la izaran. Dil Bahadur tiró de la trenza
cuidadosamente, hasta que recibió el extremo de la cuerda en la cima del
acantilado, la ató a un gancho y Alexander inició el ascenso.
- 153 -
ISABEL ALLENDE
16
LOS GUERREROS YETIS
Una vez que se aseguraron de que Pema y las demás muchachas iban en
dirección al valle, el lama, el príncipe, Alexander, Nadia y Borobá
emprendieron la marcha montaña arriba. A medida que subían sentían más el
frío. En un par de ocasiones debieron utilizar los largos bastones de los
monjes para atravesar angostos precipicios. Esos improvisados puentes
resultaron más seguros y firmes de lo que parecían a primera vista.
Alexander, acostumbrado a balancearse a gran altura cuando hacía
montañismo con su padre, no tenía dificultad en dar un paso sobre los
bastones y saltar al otro lado, donde lo esperaba la mano firme de Tensing,
quien iba adelante, pero Nadia no se hubiera atrevido a hacerlo en plena
salud y mucho menos con un hombro dislocado. Dil Bahadur y Alexander
sujetaban una cuerda tensa, uno a cada lado de la grieta, mientras Tensing
realizaba la proeza con Nadia bajo el brazo, como un paquete. La idea era que
la cuerda podía darle algo de seguridad en caso de un resbalón, pero era tanta
su experiencia, que los jóvenes no sentían un tirón cuando pasaba: la mano
del monje rozaba apenas la cuerda. Tensing se balanceaba sobre los bastones
sólo un instante, como si flotara y, antes que Nadia sucumbiera al pánico, ya
estaba al otro lado.
–Tal vez estoy en un error, honorable maestro, pero me parece que ésta
no es la dirección de Chenthan Dzong –insinuó el príncipe unas horas más
tarde, cuando se sentaron brevemente a descansar y preparar té.
–Posiblemente por la ruta habitual demoraríamos varios días y los
bandidos nos llevan ventaja. No sería mala idea tomar un atajo... –replicó
Tensing.
–¡El túnel de los yetis! –exclamó Dil Bahadur.
–Creo que necesitaremos un poco de ayuda para enfrentar a la Secta del
Escorpión.
–¿Mi honorable maestro piensa pedírsela a los yetis?
–Tal vez...
–Con todo respeto, maestro, creo que los yetis tienen tanto cerebro
como este mono –replicó el príncipe.
–En ese caso estamos bien, porque Borobá tiene tanto cerebro como tú –
interrumpió Nadia, ofendida.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Alexander procuraba seguir la conversación y captar las imágenes que
se formaban telepáticamente en su mente, pero no sabía con certeza de qué
hablaban.
–¿He entendido bien? ¿Se refieren al yeti? ¿Al abominable hombre de las
nieves? –preguntó. Tensing asintió.
–El profesor Ludovic Leblanc lo buscó durante años en el Himalaya y
concluyó que no existe, que es sólo una leyenda –dijo Alexander.
–¿Quién es ese profesor? –quiso saber Dil Bahadur.
–Un enemigo de mi abuela Kate.
–Tal vez no buscó donde debiera... –insinuó Tensing.
La perspectiva de ver a un yeti les pareció a Nadia y Alexander tan
fascinante como su extraordinario encuentro con las Bestias en la prodigiosa
ciudad dorada del Amazonas. Esos prehistóricos animales habían sido
comparados con el abominable hombre de las nieves, por las huellas enormes
que dejaban y por su sigiloso comportamiento. De aquellas Bestias también se
decía que eran sólo una leyenda, pero ellos habían comprobado su existencia.
–A mi abuela le dará un infarto cuando sepa que vimos a un yeti y no le
tomamos fotografías – suspiró Alexander, pensando que había puesto de todo
en su mochila, menos una cámara.
Continuaron la marcha en silencio, porque cada palabra les cortaba la
respiración. Nadia y Alexander sufrían más con la falta de oxígeno, porque no
estaban acostumbrados a esa altura. Les dolía la cabeza, estaban mareados y
al atardecer ambos se encontraban en el límite de sus fuerzas. De pronto
Nadia empezó a sangrar por la nariz, se dobló en dos y vomitó. Tensing buscó
un lugar protegido y decidió que allí descansarían. Mientras Dil Bahadur
preparaba tsampa y hervía agua para hacer un té medicinal, el lama alivió el
malestar de altura de Nadia y Alexander con sus agujas de acupuntura.
–Creo que Pema y las otras muchachas están a salvo. Eso significa que
tal vez muy pronto el general Myar Kunglung sabrá que el rey está en el
monasterio... –dijo Tensing.
–¿Cómo lo sabe, honorable maestro? –preguntó Alexander.
–La mente de Pema ya no transmite tanta ansiedad. Su energía es
diferente.
–Había oído de la telepatía, maestro, pero nunca imaginé que funcionara
como un celular.
- 155 -
ISABEL ALLENDE
El lama sonrió amablemente. No sabía lo que era un celular.
Los jóvenes se acomodaron lo más abrigadamente posible entre las
piedras, mientras Tensing descansaba la mente y el cuerpo, pero vigilaba con
un sexto sentido, porque esas cumbres eran el territorio de los grandes tigres
blancos. La noche se les hizo muy larga y muy fría.
Los viajeros llegaron a la entrada del largo túnel natural que conducía al
secreto Valle de los Yetis. Para entonces Nadia y Alexander se sentían
exhaustos, su piel estaba quemada por la reverberación del sol en la nieve, y
tenían costras en los labios secos y partidos. El túnel era tan estrecho y el olor
a azufre tan intenso, que Nadia creyó que iban a morir sofocados, pero para
Alexander, que había penetrado a las entrañas de la tierra en la Ciudad de las
Bestias, resultó un paseo. Tensing, en cambio, que medía dos metros, apenas
podía pasar en algunas partes, pero como había recorrido ese camino antes
avanzaba confiado.
La sorpresa de Nadia y Alexander cuando por fin desembocaron en el
Valle de los Yetis fue enorme. No estaban preparados para encontrar
enclavado en las heladas cumbres del Himalaya un lugar bañado de vapor
caliente, donde crecía vegetación inexistente en el resto del mundo. En pocos
minutos les volvió al cuerpo el calor que no habían sentido en días y pudieron
quitarse las chaquetas. Borobá, que había viajado entumido debajo de la ropa
de Nadia, pegado a su cuerpo, asomó la cabeza y al sentir el aire tibio
recuperó su buen humor habitual: se hallaba en su ambiente.
Si no estaban preparados para las altas columnas de vapor, los charcos
de aguas sulfurosas y la niebla caliente del valle, las carnosas flores moradas
y los rebaños de chegnos, que vagaban devorando el duro pasto seco del valle,
menos lo estaban para los yetis que un poco más tarde les salieron al
encuentro.
Una horda de machos armados de garrotes los enfrentó gritando y
dando saltos de energúmeno. Dil Bahadur alistó su arco, porque comprendió
que, vestido como estaba con las ropas del bandido, los yetis no podían
reconocerlo. Instintivamente Nadia y Alexander, quienes nunca imaginaron
que los yetis tuvieran ese aspecto tan horrendo, se colocaron detrás de
Tensing. Éste, en cambio, avanzó confiado y, juntando las manos ante la cara,
se inclinó y los saludó con energía mental y con las pocas palabras que
conocía en su idioma.
Pasaron dos o tres eternos minutos antes que los primitivos cerebros de
los yetis recordaran la visita del lama, varios meses antes. No se mostraron
amables al reconocerlos, pero al menos dejaron de esgrimir los garrotes a
pocos centímetros de los cráneos de los viajeros.
–¿Dónde está Grr–ympr? –inquirió Tensing.
- 156 -
EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Sin dejar de gruñir y vigilarlos de cerca, los condujeron a la aldea.
Complacido, el lama comprobó que, a diferencia de antes, los guerreros
estaban llenos de energía y en la aldea había hembras y críos de aspecto sano.
Notó que ninguno tenía la lengua morada y que el pelo blancuzco, que los
cubría enteramente de la nuca a los pies, ya no era un impenetrable amasijo
de mugre. Algunas hembras no sólo estaban más o menos limpias, sino que
además parecía que se habían alisado el pelaje, lo cual lo intrigó sobremanera,
porque él nada sabía de coquetería femenina.
La aldea no había cambiado, seguía siendo un montón de cubiles y
cuevas subterráneas bajo la costra de lava petrificada que formaba la mayor
parte del terreno. Sobre esa costra había una delgada capa de tierra, que
gracias al calor y la humedad del valle, era más o menos fértil y proveía
alimento para los yetis y sus únicos animales domésticos, los chegnos. Lo
condujeron directamente a la presencia de Grr–ympr.
La hechicera había envejecido mucho. Cuando la conocieron ya estaba
bastante anciana, pero ahora parecía milenaria. Si los demás se veían más
sanos y limpios que antes, ella en cambio estaba convertida en un atado de
huesos torcidos cubiertos por un pellejo pringoso; por su horrendo rostro
chorreaban secreciones de la nariz, los ojos y las orejas. El olor a suciedad y
descomposición que despedía era tan repugnante, que ni siquiera Tensing,
con su largo entrenamiento médico, podía aguantarlo. Se comunicaron
telepáticamente y usando los pocos vocablos que compartían.
–Veo que tu pueblo está sano, honorable Grr–ympr.–El agua color
lavanda: prohibida. Al que la bebe: palos –replicó ella someramente.–El
remedio parece peor que la enfermedad –sonrió Tensing.–Enfermedad: no hay
–afirmó la anciana, impermeable a la ironía del monje.–Me alegro mucho.
¿Han nacido niños?
Ella indicó con los dedos que tenían dos y agregó en su idioma que
estaban sanos. Tensing entendió sin dificultad las imágenes que se formaban
en su mente.
–Tus compañeros ¿quiénes son? –gruñó ella.
–A éste lo conoces, es Dil Bahadur, el monje que descubrió el veneno en
el agua color lavanda de la fuente. Los otros también son amigos y vienen de
muy lejos, de otro mundo.
–¿Para qué?
–Venimos a solicitar, con todo respeto, tu ayuda, honorable Grr–ympr.
Necesitamos a tus guerreros para rescatar a un rey, que ha sido secuestrado
por unos bandidos. Somos sólo tres hombres y una niña, pero con tus
guerreros tal vez podamos vencerlos.
- 157 -
ISABEL ALLENDE
De esta perorata la vieja entendió menos de la mitad, pero adivinó que
el monje venía a cobrar el favor que le había hecho antes. Pretendía usar a sus
guerreros. Habría una batalla. No le gustó la idea, principalmente porque
llevaba décadas tratando de mantener bajo control la tremenda agresividad de
los yetis.
–Guerreros pelean: guerreros mueren. Aldea sin guerreros: aldea muere
también –resumió.
–Cierto, lo que te pido es un favor muy grande, honorable Grr–ympr.
Posiblemente habrá una lucha peligrosa. No puedo garantizar la seguridad de
tus guerreros.
–Grr–ympr, muriendo –masculló la anciana, golpeándose el pecho.
–Ya lo sé, Grr–ympr –dijo Tensing.
–Grr–ympr muerta: muchos problemas. Tú curar Grr–ympr: tú llevar
guerreros –ofreció ella.
–No puedo curarte de la vejez, honorable Grr–ympr. Tu tiempo en este
mundo se ha cumplido, tu cuerpo está cansado y tu espíritu desea irse. No hay
nada malo en eso –explicó el monje.
–Entonces, no guerreros –decidió ella.
–¿Por qué temes morir, honorable anciana? –Grr–ympr: necesaria. Grr–
ympr manda: yetis obedecen. Grr–ympr muerta: yetis pelean. Yetis matan,
yetis mueren: fin –concluyó ella.
–Entiendo, no puedes irte de este mundo porque temes que tu pueblo
sufra. ¿No hay quién pueda reemplazarte?
Ella negó tristemente. Tensing comprendió que la hechicera temía que a
su muerte los yetis, que ahora estaban sanos y enérgicos, volvieran a matarse
entre sí, como habían hecho antes, hasta desaparecer por completo de la faz
de la tierra. Aquellas criaturas semihumanas habían dependido de la fortaleza
y sabiduría de la hechicera por varias generaciones: ella era una madre
severa, justa y sabia. La obedecían ciegamente, porque la creían dotada de
poderes sobrenaturales; sin ella la tribu quedaría a la deriva. El lama cerró los
ojos y durante varios minutos los dos permanecieron con la mente en blanco.
Cuando volvió a abrirlos, Tensing anunció su plan en voz alta, para que
también Nadia y Alexander comprendieran.
–Si me prestas algunos guerreros, prometo que regresaré al Valle de los
Yetis y me quedaré aquí durante seis años. Con humildad, ofrezco
reemplazarte, honorable Grr–ympr, así puedes irte al mundo de los espíritus
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
en paz. Cuidaré de tu pueblo, le enseñaré a vivir lo mejor posible, a no
matarse unos a otros, a utilizar los recursos del valle. Entrenaré al yeti más
capaz para que al cabo de seis años sea el jefe o la jefa de la tribu. Esto es lo
que ofrezco...
Al oír aquello Dil Bahadur se puso de pie de un salto y enfrentó a su
maestro, pálido de horror, pero el lama lo detuvo con un gesto: no podía
perder la comunicación mental con la anciana. Grr– ympr necesitó varios
minutos para asimilar lo que decía el monje.
–Sí –aceptó con un hondo suspiro de alivio, porque al fin estaba libre
para morir.
Apenas tuvieron un momento de privacidad, Dil Bahadur, con los ojos
llenos de lágrimas, pidió una explicación a su amado maestro. ¿Cómo podía
haber ofrecido algo así a la hechicera? El Reino del Dragón de Oro lo
necesitaba mucho más que los yetis; él no había terminado su educación, el
maestro no podía abandonarlo de esa manera, clamó.
–Posiblemente serás rey antes de lo planeado, Dil Bahadur. Seis años
pasan rápido. En ese tiempo tal vez podré ayudar un poco a los yetis.
–¿Y yo? –exclamó el joven, incapaz de imaginar su vida sin su mentor.
–Tal vez eres más fuerte y estás mejor preparado de lo que crees...
Dentro de seis años pienso dejar el Valle de los Yetis para educar a tu hijo, el
futuro monarca del Reino del Dragón de Oro.
–¿Qué hijo, maestro? No tengo ninguno.
–El que tendrás con Perra –replicó Tensing tranquilamente, mientras el
príncipe se sonrojaba hasta las orejas.
Nadia y Alexander seguían la discusión con dificultad, pero captaron el
sentido y ninguno de los dos manifestó asombro ante la profecía de Tensing
respecto a Perra y Dil Bahadur o su plan de convertirse en mentor de los yetis.
Alexander pensó que un año antes habría calificado todo eso como demencia,
pero ahora sabía cuán misterioso es el mundo.
Valiéndose de la telepatía, las pocas palabras que él había aprendido en
el idioma del Reino Prohibido, las que Dil Bahadur había captado en inglés y
la increíble capacidad para las lenguas de Nadia, Alexander logró comunicar a
sus amigos que su abuela había hecho un reportaje para el International
Geographic sobre un tipo de puma que existía en Florida y que había estado a
punto de desaparecer. Estaba confinado a una región pequeña e inaccesible,
no se había mezclado y, al reproducirse siempre dentro de la misma familia,
se había debilitado y embrutecido. El seguro de vida de cualquier especie es la
- 159 -
ISABEL ALLENDE
diversidad. Explicó que si hubiera, por ejemplo, una sola clase de maíz, muy
pronto las pestes y las alteraciones del clima acabarían con ella, pero como
existen centenares de variedades, si una perece, otra crece. La diversidad
garantiza la sobrevivencia.
–¿Qué pasó con el puma? –preguntó Nadia.
–Llevaron a Florida a unos expertos que introdujeron en la zona otros
felinos similares al puma. Se mezclaron y en menos de diez años la raza se
había regenerado.
–¿Crees que eso ocurre también con los yetis? –preguntó Dil Bahadur.
–Sí. Han vivido demasiado tiempo aislados, son muy pocos, se mezclan
sólo entre ellos, por eso son tan débiles.
Tensing se quedó pensando en lo que había dicho el muchacho
extranjero. En todo caso, aunque los yetis salieran del misterioso valle, no
tendrían con quien mezclarse, porque seguramente no había otros de su
especie en el mundo y ningún ser humano estaría dispuesto a formar una
familia con ellos. Pero tarde o temprano deberían integrarse al mundo, era
inevitable. Habría que hacerlo con prudencia, porque el contacto con la gente
podría ser fatal para ellos. Sólo en el ambiente protegido del Reino del Dragón
de Oro eso era posible.
En las horas siguientes los amigos comieron y descansaron brevemente
para reponer sus agotados cuerpos. Al saber que había pelea por delante,
todos los yetis querían ir, pero Grr–ympr no lo permitió, porque no podía
quedar la aldea sin varones. Tensing les advirtió que podrían morir, porque
enfrentarían a unos malvados seres humanos llamados «hombres azules», que
eran muy fuertes y tenían puñales y armas de fuego. Los yetis no sabían lo
que eran esas cosas, y Tensing se lo explicó lo más exagerado que pudo,
describiendo el tipo de herida que producían, los chorros de sangre y otros
detalles para entusiasmar a los yetis. Eso renovó la frustración de los que
debían quedarse en el valle: ninguno quería perder la ocasión de divertirse
peleando contra los humanos. Desfilaron uno a uno delante del lama dando
saltos y gritos espeluznantes y mostrando sus dientes y su musculatura para
impresionarlo. Así Tensing pudo seleccionar a los diez que tenían el peor
carácter y el aura más roja.
El lama revisó personalmente las corazas de cuero de los yetis, que
podían mitigar el efecto de una puñalada, pero eran inefectivas contra una
bala. Esas diez criaturas, apenas un poco más inteligentes que un chimpancé,
no podrían vencer a los hombres del Escorpión, por feroces que fueran, pero
el lama calculaba el elemento de sorpresa. Los hombres azules eran
supersticiosos y si bien habían oído hablar del «abominable hombre de las
nieves» nunca habían visto uno.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Por orden de Grr–ympr, esa tarde habían matado un par de chegnos
para dar la bienvenida a los visitantes. Con gran repugnancia, porque no
concebían el sacrificio de ningún ser vivo, Dil Bahadur y Tensing recogieron
sangre de los animales y pintaron el pelaje hirsuto de los guerreros
seleccionados. Utilizando tiras de piel, los cachos y los huesos más largos,
fabricaron unos aterradores cascos ensangrentados, que los yetis se colocaron
con chillidos de gusto, mientras las hembras y los críos saltaban de
admiración. El maestro y su discípulo concluyeron complacidos que el aspecto
de los yetis era como para asustar al más bravo.
Los hombres pretendían que Nadia permaneciera en la aldea, pero fue
inútil convencerla y por fin debieron aceptar que fuera con ellos. Alexander no
quería exponerla a los peligros que los aguardaban.
–Es posible que ninguno salgamos con vida, Águila... –argumentó.
–En ese caso yo tendría que pasar el resto de mi existencia en este valle
sin más compañía que los yetis. No, gracias. Iré con ustedes, Jaguar –replicó
ella.
–Al menos aquí estarías relativamente a salvo. No sé lo que vamos a
encontrar en ese monasterio abandonado, pero seguro no será nada
agradable.
–No me trates como a una niña. Sé cuidarme sola, lo he hecho por trece
años, y creo que puedo ser útil.
–Está bien, pero harás exactamente lo que yo diga –decidió Alex.
–Ni lo sueñes. Haré lo que me parezca adecuado. Tú no eres un experto,
sabes tan poco de pelear como yo –replicó Nadia, y él debió admitir que no le
faltaba razón.
–Tal vez lo mejor sea partir de noche, así llegaremos al otro lado del
túnel al amanecer y aprovecharemos la mañana para llegar hasta Chenthan
Dzong –propuso Dil Bahadur y Tensing estuvo de acuerdo.
Después de llenarse las barrigas con una suculenta cena, los yetis se
echaron por tierra a roncar, sin quitarse los nuevos yelmos, que habían
adoptado como símbolo de valor. Nadia y Alexander estaban tan hambrientos,
que devoraron su porción de carne asada de chegno, a pesar de su sabor
amargo y de los pelos chamuscados que tenía adheridos. Tensing y Dil
Bahadur prepararon su tsampa y su té; luego se sentaron a meditar de cara a
la inmensidad del firmamento, cuyas estrellas no podían ver. Por la noche,
cuando descendía la temperatura en las montañas, el vapor de las fumarolas
se convertía en una neblina espesa que cubría el valle como un manto
algodonoso. Los yetis nunca habían visto las estrellas y para ellos la luna era
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ISABEL ALLENDE
una inexplicable aureola de luz azul que a veces aparecía entre la niebla.
- 162 -
EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
17
EL MONASTERIO FORTIFICADO
Tex Armadillo prefería el plan inicial para la retirada de Tunkhala con el
rey y el Dragón de Oro, que consistía en un helicóptero provisto de una
ametralladora que en el momento preciso descendería en los jardines del
palacio. Nadie habría podido detenerlos. La fuerza aérea de ese país se
componía de cuatro anticuados aviones, adquiridos en Alemania hacía más de
veinte años, y que sólo volaban para el Año Nuevo, lanzando pájaros de papel
sobre la capital, para deleite de los niños. Ponerlos en acción para darles caza
habría tomado varias horas y el helicóptero habría tenido tiempo sobrado de
llegar a terreno seguro. El Especialista, sin embargo, cambió el plan a última
hora, sin dar mayores explicaciones. Se limitó a decir que no convenía llamar
la atención, y mucho menos convenía ametrallar a los pacíficos habitantes del
Reino Prohibido, porque eso provocaría un escándalo internacional. Su
cliente, el Coleccionista, exigía discreción.
De modo que Armadillo tuvo que aceptar el segundo plan, en su opinión
mucho menos expedito y seguro que el primero. Apenas le echó el guante al
rey en el Recinto Sagrado, le cerró la boca con cinta adhesiva y le colocó una
inyección en el brazo que en cinco segundos lo dejó anestesiado. Las
instrucciones eran no hacerle daño; el monarca debía llegar al monasterio
vivo y sano, porque debían extraerle la información necesaria para descifrar
los mensajes de la estatua.
–Cuidado, el rey sabe artes marciales, puede defenderse. Pero les
advierto que si lo lastiman, lo pagarán muy caro –había dicho el Especialista.
Tex Armadillo empezaba a perder la paciencia con su jefe, pero no había
tiempo de rumiar su descontento.
Los cuatro bandidos estaban asustados e impacientes, pero eso no
impidió que robaran algunos candelabros y perfumeros de oro. Estaban listos
para arrancar el precioso metal de los muros con sus puñales, cuando el
americano les ladró sus órdenes.
Dos de ellos tomaron el cuerpo inerte del rey por los hombros y los
tobillos, mientras los demás retiraban la pesada estatua de oro del pedestal de
piedra negra, donde había permanecido durante dieciocho siglos. Todavía se
sentía en la sala la reverberación del cántico y los extraños sonidos del
dragón. Tex Armadillo no podía detenerse a examinarlo, pero supuso que era
como un instrumento musical. No creía que pudiera predecir el futuro, ésa era
una patraña para ignorantes, pero en realidad no le importaba: el valor
intrínseco de ese objeto era incalculable. ¿Cuánto ganaría el Especialista con
esa misión? Muchos millones de dólares, seguramente. ¿Y cuánto le tocaba a
- 163 -
ISABEL ALLENDE
él? Apenas una propina en comparación, pensaba.
Dos de los hombres azules pasaron unas cinchas de caballo bajo la
estatua y así la levantaron con esfuerzo. Entonces Armadillo comprendió por
qué el Especialista había exigido que llevara a seis bandidos. Ahora le hacían
falta los dos que habían perecido en las trampas del palacio.
El retorno no fue más fácil, a pesar de que ya conocían el camino y
pudieron evitar varios de los obstáculos, porque llevaban al rey y la estatua,
que entorpecían sus movimientos. Pronto se dio cuenta, sin embargo, de que
al hacer el camino inverso las trampas no se activaban. Eso lo tranquilizó,
pero no se apuró ni bajó la guardia, porque temía que ese palacio albergara
muchas sorpresas desagradables. Sin embargo, llegaron a la última Puerta sin
tropiezos. Al cruzar el umbral vieron en el suelo los cuerpos de los guardias
reales apuñalados, tal como los habían dejado. Ninguno se dio cuenta de que
uno de los jóvenes soldados aún respiraba.
Valiéndose del GPS, los forajidos recorrieron el laberinto de
habitaciones con varias puertas y asomaron por fin al jardín en sombras del
palacio, donde los aguardaba el resto de la banda. Tenían prisionera a Judit
Kinski. De acuerdo con las órdenes, a ella no debían dormirla con una
inyección, como al rey, y tampoco podían maltratarla. Los bandidos, que
nunca habían visto antes a la mujer, no entendían cuál era el propósito de
llevarla con ellos y Tex Armadillo no dio explicaciones.
Habían robado una camioneta del palacio, que aguardaba en la calle,
junto a las cabalgaduras de los bandidos. Tex Armadillo evitó mirar de frente a
Judit Kinski, quien se mantenía bastante tranquila, dadas las circunstancias, y
señaló a sus hombres que la echaran en el vehículo junto al rey y la estatua,
cubiertos por una lona. Se puso al volante, porque nadie más sabía manejar,
acompañado por el jefe de los guerreros azules y uno de los bandidos.
Mientras la camioneta se dirigía hacia el angosto camino de las montañas, los
demás se dispersaron. Se reunirían más tarde en un lugar del Bosque de los
Tigres, como había ordenado el Especialista, y desde allí emprenderían la
marcha hacia Chenthan Dzong.
Tal como estaba previsto, la camioneta debió detenerse a la salida de
Tunkhala, donde el general Myar Kunglung había apostado a una patrulla
para controlar el camino. Fue un juego de niños para Tex Armadillo y los
bandidos dejar fuera de combate a los tres hombres que montaban guardia y
colocarse sus uniformes. La camioneta estaba pintada con los emblemas de la
casa real, de modo que pudieron pasar el resto de los controles sin ser
molestados y llegar al Bosque de los Tigres.
El inmenso bosque había sido originalmente el coto de caza de los reyes,
pero desde hacía varios siglos nadie se dedicaba a ese cruel deporte. El
inmenso parque se había convertido en una reserva natural, donde
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
proliferaban las especies de plantas y animales más raras del Reino Prohibido.
En primavera iban allí las tigresas a tener sus crías. El clima único de ese
país, que según las estaciones oscilaba entre la humedad templada del trópico
y el frío invernal de las alturas montañosas, daba origen a una flora y una
fauna extraordinarias, un verdadero paraíso para los ecologistas. La belleza
del lugar, con sus árboles milenarios, sus arroyos cristalinos, sus orquídeas,
rododendros y aves multicolores, no tuvo el menor efecto en Tex Armadillo o
en los bandidos: lo único que les importaba era no atraer a los tigres y partir
de allí lo antes posible.
El americano desató a Judit Kinski.
–¡Qué hace! –exclamó el jefe de los bandidos, amenazante.–No puede
escapar, ¿adónde iría? –dijo el otro a modo de explicación.
En silencio, la mujer se frotó las muñecas y los tobillos, donde las
ligaduras habían dejado marcas rojas. Sus ojos estudiaban el lugar, seguían
cada movimiento de sus raptores y volvían siempre a Tex Armadillo, quien
persistía en apartar la vista, como si no resistiera la mirada de ella. Sin pedir
permiso, Judit se acercó al rey y con delicadeza, para no romperle los labios,
fue quitándole de a poco la cinta adhesiva que le amordazaba. Se inclinó sobre
él y puso el oído sobre su pecho.
–Pronto pasará el efecto de la inyección –comentó Armadillo.
–No le pongan más, puede fallarle el corazón –dijo ella en un tono que
no parecía súplica, sino una orden, clavando sus pupilas castañas en Tex
Armadillo.
–No será necesario. Además tendrá que montar a caballo, así es que más
le vale despercudirse –replicó él, dándole la espalda.
Al filtrarse en la espesura los primeros rayos de sol, la luz irrumpió
dorada, como espesa miel, despertando a los monos y los pájaros en un coro
alborotado. Del suelo se evaporaba el rocío de la noche, envolviendo el paisaje
en una bruma amarilla, que esfumaba los contornos de los gigantescos
árboles. Una pareja de osos panda se balanceaba de unas ramas sobre sus
cabezas. Amanecía cuando finalmente se reunió la banda del Escorpión.
Apenas hubo luz suficiente, Armadillo se dedicó a tomar fotografías de la
estatua con una máquina Polaroid, luego dio orden de envolverla en la misma
lona que habían usado en la camioneta y amarrarla con cuerdas.
Debían abandonar el vehículo y continuar montaña arriba a lomo de
caballo por senderos casi intransitables, que nadie usaba desde que el
terremoto cambió la topografía del lugar y Chenthan Dzong, así como otros
monasterios de la región, fue abandonado. Los guerreros azules, que pasaban
la vida sobre sus caballos y estaban acostumbrados a toda clase de terrenos,
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ISABEL ALLENDE
eran seguramente los únicos capaces de llegar hasta allá. Conocían las
montañas bien y sabían que, una vez obtenida su recompensa en dinero y
armas, podrían llegar al norte de India en tres o cuatro días. Por su parte Tex
Armadillo contaba con el helicóptero, que debía recogerlo en el monasterio
con el botín.
El rey había despertado, pero el efecto de la droga persistía; estaba
confundido y mareado, sin saber qué había sucedido. Judit Kinski lo ayudó a
sentarse y le explicó que habían sido raptados y que los bandidos habían
robado el Dragón de Oro. Sacó una pequeña cantimplora de su bolso, que
milagrosamente no se había perdido en la aventura, y le dio a beber un sorbo
de whisky El licor lo reanimó y pudo incorporarse.
–¡Qué significa esto! –exclamó el rey en un tono de autoridad que nadie
había escuchado jamás en él.
Al ver que estaban acomodando la estatua en una plataforma metálica
con ruedas, que sería tirada por los caballos, comprendió la magnitud de la
desgracia.
–Esto es un sacrilegio. El Dragón de Oro es el símbolo de nuestro país.
Existe una maldición muy antigua contra quien profane la estatua –les advirtió
el rey.
El jefe de los bandidos levantó el brazo para golpearlo, pero el
americano le apartó un empujón.
–Cállese y obedezca, si no quiere más problemas –ordenó al monarca.
–Suelten a la señorita Kinski, ella es una extranjera, no tiene nada que
ver en este asunto – replicó con firmeza el soberano.
–Ya me oyó, cállese o ella pagará las consecuencias, ¿entendido? –le
advirtió Armadillo.
Judit Kinski tomó al rey de un brazo y le susurró que por favor se
quedara tranquilo; nada podían hacer por el momento, más valía esperar que
se presentara la ocasión para actuar.
–Vamos, no perdamos más tiempo –ordenó el jefe de los bandidos.
–El rey no puede montar todavía –dijo Judit Kinski al verlo vacilar como
un ebrio.
–Montará con uno de mis hombres hasta que se reponga –decidió el
americano.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Armadillo condujo la camioneta hasta una hondonada, donde quedó
medio enterrada; luego la taparon con ramas y poco después emprendieron la
marcha en fila india hacia la montaña. El día estaba claro, pero las cumbres
del Himalaya se perdían entre manchones de nubes. Debían trepar
continuamente, pasando por una región de bosque semitropical donde crecían
bananos, rododendros, magnolias, hibiscus y muchas otras especies. En la
altura el paisaje cambiaba abruptamente, el bosque desaparecía y empezaban
los peligrosos desfiladeros de montaña, cortados a menudo por peñascos que
rodaban de las cimas o caídas de agua, que convertían el suelo en un
resbaloso lodazal. El ascenso era arriesgado, pero el americano confiaba en la
pericia de los hombres azules y la fuerza extraordinaria de sus corceles. Una
vez en las montañas, no podrían darles alcance, porque nadie sospechaba
dónde se encontraban y, en todo caso, llevaban mucha ventaja.
Tex Armadillo no sospechaba que mientras él llevaba a cabo el robo de
la estatua en el palacio, la cueva de los bandidos había sido desmantelada y
sus ocupantes estaban atados de dos en dos, padeciendo hambre y sed,
aterrados de que apareciera un tigre y los despachara para su cena. Los
prisioneros tuvieron suerte, porque antes que llegaran las fieras, tan
abundantes en esa región, apareció un destacamento de soldados reales.
Pema les había indicado la ubicación del campamento de la Secta del
Escorpión.
La joven había logrado llegar con sus compañeras hasta un camino
rural, donde finalmente las encontró, extenuadas, un campesino que llevaba
sus vegetales al mercado en una carreta tirada por caballos. Primero creyó
que eran monjas, por las cabezas rapadas, pero le llamó la atención que todas,
menos una, iban vestidas de fiesta. El hombre no tenía acceso al periódico ni a
la televisión, pero se había enterado por la radio, como todos los demás
habitantes del país, de que seis jóvenes habían sido secuestradas. Como no
había visto sus fotos, no pudo reconocerlas, pero le bastó una mirada para
darse cuenta de que esas niñas estaban en apuros. Perra se plantó de brazos
abiertos en la mitad del camino, obligándolo a detenerse, y le contó en pocas
palabras su situación.
–El rey está en peligro, debo conseguir ayuda de inmediato –dijo.
El campesino dio media vuelta y las llevó al trote al caserío de donde
procedía. Allí consiguieron un teléfono y mientras Pema procuraba
comunicarse con las autoridades, sus compañeras recibían los cuidados de las
mujeres de la aldea. Las muchachas, que habían dado muestras de mucho
valor durante esos días terribles, se quebraron al verse a salvo y lloraban,
pidiendo que las devolvieran a sus familias lo antes posible. Pero Pema no
pensaba en eso, sino en Dil Bahadur y el rey.
El general Myar Kunglung se puso al teléfono apenas le avisaron de lo
ocurrido y habló directamente con Pema. Ella repitió lo que sabía pero se
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ISABEL ALLENDE
abstuvo de mencionar el Dragón de Oro, primero porque no estaba segura de
que los bandidos lo hubieran robado, y segundo porque comprendió
instintivamente que, de ser así, no convenía que el pueblo lo supiera. La
estatua encarnaba el alma de la nación. No le correspondía a ella propagar
una noticia que podía ser falsa, decidió.
Myar Kunglung dio instrucciones al puesto de guardias más cercano
para que fueran a buscar a las niñas a la aldea y las condujeran a la capital. A
medio camino él mismo les salió al encuentro, llevando consigo a Wandgi y
Kate Cold. Al ver a su padre, Pema saltó del jeep donde viajaba y corrió a
abrazarlo. El pobre hombre sollozaba como un crío.
–¿Qué te hicieron? –preguntaba Wandgi examinando a su hija por todos
lados.
–Nada, papá, no me hicieron nada, te prometo; pero eso no importa
ahora, tenemos que rescatar al rey, que corre mortal peligro.
–Eso le corresponde al ejército, no a ti. ¡Tú volverás conmigo a casa!
–No puedo, papá. ¡Mi deber es ir a Chenthan Dzong!
–¿Por qué?
–Porque se lo prometí a Dil Bahadur –replicó ella sonrojándose.
Myar Kunglung traspasó a la joven con su mirada de zorro y algo debió
haber interpretado por el color arrebolado de sus mejillas y el temblor de sus
labios, porque se inclinó profundamente ante el guía, con las manos en la
cara.
–Tal vez el honorable Wandgi permita a su valiente hija acompañar a
este humilde general. Creo que será bien cuidada por mis soldados –pidió.
El guía comprendió que, a pesar de la reverencia y del tono, el general
no aceptaría un no por respuesta. Debió permitir que Pema partiera, rogando
al cielo que retornara sana y salva.
La buena nueva de que las jóvenes habían escapado de las garras de sus
raptores sacudió al país. En el Reino Prohibido las noticias circulaban de boca
en boca con tal rapidez, que cuando cuatro de las chicas aparecieron en
televisión contando sus peripecias, con las cabezas cubiertas por chales de
seda, ya todo el mundo lo sabía. La gente salió a la calle a celebrarlo, llevó
flores de magnolia a las familias de las niñas y se aglomeró en los templos
para hacer ofrendas de agradecimiento. Las ruedas y las banderas de oración
elevaban al aire la alegría incontenible de aquella nación.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
La única que no tuvo nada que celebrar fue Kate Cold, quien estaba al
borde de un colapso nervioso, porque Nadia y Alexander aún andaban
perdidos. A esa hora iba cabalgando hacia Chenthan Dzong junto a Pema y
Myar Kunglung, a la cabeza de un destacamento de soldados, por un camino
que serpenteaba hacia las alturas. Pema les había contado a ambos lo que
escuchó de boca de los bandidos sobre el Dragón de Oro. El general confirmó
sus sospechas.
–Uno de los guardias que cuidaban la última Puerta sobrevivió a la
puñalada y vio cómo se llevaban a nuestro amado rey y al dragón. Esto debe
permanecer en secreto, Pema. Hiciste bien en no mencionarlo por teléfono. La
estatua vale una fortuna, pero no me explico por qué se llevaron al rey... –dijo.
–El maestro Tensing, su discípulo y dos jóvenes extranjeros fueron ?l
monasterio. Nos llevan muchas horas de ventaja. Posiblemente llegarán antes
que nosotros –le informó Pema.
–Ésa puede ser una grave imprudencia, Pema. Si algo le sucede al
príncipe Dil Bahadur, ¿quién ocupará el trono...? –suspiró el general.
–¿Príncipe? ¿Qué príncipe? –interrumpió Pema.
–Dil Bahadur es el príncipe heredero, ¿no lo sabías, niña?
–Nadie me lo dijo. En todo caso, nada le pasará al príncipe –afirmó ella,
pero enseguida se dio cuenta de que había cometido una descortesía y se
corrigió–: Es decir, posiblemente el karma del honorable príncipe sea rescatar
a nuestro amado soberano y sobrevivir ileso...
–Tal vez... –asintió el general, preocupado.
–¿No puede enviar aviones al monasterio? –sugirió Kate, impaciente ante
esa guerra que se llevaba a cabo a lomo de caballo, como si hubieran
retrocedido varios siglos en el tiempo.
–No hay dónde aterrizar. Tal vez un helicóptero pueda hacerlo, pero se
requiere un piloto muy experto, porque tendría que descender en un embudo
de corrientes de aire –le notificó el general.
–Posiblemente el honorable general esté de acuerdo conmigo en que hay
que intentarlo... – rogó Pema, con los ojos brillantes de lágrimas.
–Hay sólo un piloto capaz de hacerlo y vive en Nepal. Es un héroe, el
mismo que subió hace unos años en helicóptero al Everest, para salvar a unos
escaladores.
–Recuerdo el caso, el hombre es muy famoso, lo entrevistamos para el
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ISABEL ALLENDE
International Geographic –comentó Kate.
–Tal vez logremos comunicarnos con él y traerlo en las próximas horas –
dijo el general.
Myar Kunglung no sospechaba que ese piloto había sido contratado con
mucha anterioridad por el Especialista y ese mismo día volaba desde Nepal
hacia las cumbres del Reino Prohibido.
La columna compuesta por Tensing, Dil Bahadur, Alexander, Nadia con
Borobá en el hombro y los diez guerreros yetis se aproximó al acantilado
donde se alzaban las antiguas ruinas de piedra de Chenthan Dzong. Los yetis,
muy excitados, gruñían, repartían empujones y se daban mordiscos amistosos
entre ellos, preparándose con gusto para el placer de una batalla. Hacía
muchos años que esperaban una ocasión de divertirse en serio como la que
ahora se les presentaba. Tensing debía detenerse de vez en cuando para
calmarlos.
–Maestro, creo que por fin me acuerdo dónde he escuchado antes el
idioma de los yetis: en los cuatro monasterios donde me enseñaron el código
del Dragón de Oro –susurró Dil Bahadur a Tensing.
–Tal vez mi discípulo recuerde también que en nuestra visita al Valle de
los Yetis le dije que había una razón importante por la cual estábamos allí –
replicó el lama en el mismo tono.
–¿Tiene que ver con la lengua de los yetis?
–Posiblemente... –sonrió Tensing.
El espectáculo era sobrecogedor. Se encontraban rodeados de
impresionante belleza: cumbres nevadas, enormes rocas, cascadas de agua,
precipicios cortados a pique en los montes, corredores de hielo. Al ver aquel
paisaje Alexander Cold comprendió por qué los habitantes del Reino Prohibido
creían que la cima más alta de su país, a siete mil metros de altura, era el
mundo de los dioses. El joven americano sintió que se llenaba por dentro de
luz y de aire limpio, que algo se abría en su mente, que minuto a minuto
cambiaba, maduraba, crecía. Pensó que sería muy triste dejar ese país y
regresar a la mal llamada civilización.
Tensing interrumpió sus cavilaciones para explicarle que los dzongs, o
monasterios fortificados, que sólo existían en Bután y en el Reino del Dragón
de Oro, eran una mezcla de convento de monjes y caserna de soldados. Se
alzaban en la confluencia de los ríos y en los valles, para proteger a los
pueblos de los alrededores. Se construían sin planos ni clavos, siempre de
acuerdo con el mismo diseño. El palacio real en Tunkhala fue originalmente
uno de estos dzongs, hasta que las necesidades del gobierno obligaron a
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
ampliarlo y modernizarlo, convirtiéndolo en un laberinto de mil habitaciones.
Chenthan Dzong era una excepción. Se levantaba sobre una terraza
natural tan escarpada, que era difícil imaginar cómo llevaron los materiales y
construyeron el edificio, que resistió tormentas invernales y avalanchas
durante siglos, hasta que fue destruido por el terremoto. Existía un angosto
sendero escalonado en la roca, pero se usaba muy poco, porque los monjes
tenían escaso contacto con el resto del mundo. Ese camino, prácticamente
tallado en la montaña, contaba con frágiles puentes de madera y cuerdas, que
colgaban sobre los precipicios. La ruta no se usaba desde el terremoto y los
puentes estaban en muy mal estado, con las maderas medio podridas y la
mitad de las cuerdas cortadas, pero Tensing y su grupo no podían detenerse a
considerar el peligro, puesto que no existía alternativa. Además, los yetis los
cruzaban con la mayor confianza, porque habían pasado por allí en sus breves
excursiones fuera de su valle en busca de alimento. Al ver los restos de un
hombre al fondo de una quebrada adivinaron que Tex Armadillo y sus
secuaces se les habían adelantado.
–El puente
señalándolo.
es
inseguro,
ese
hombre
se
cayó
–dijo
Alexander,
–Hay huellas de caballo. Aquí debieron desmontar y soltar a los
animales. Siguieron a pie, llevando el dragón en andas –observó Dil Bahadur.
–No imagino cómo los caballos llegaron hasta aquí. Deben ser como
cabras –dijo Alexander.
–Posiblemente son corceles tibetanos, entrenados para trepar,
resistentes y ágiles, y por lo tanto muy valiosos. Sus dueños deben tener muy
buenas razones para abandonarlos –aventuró Dil Bahadur.
–Hay que cruzar –los interrumpió Nadia.
–Si los bandidos lo hicieron arrastrando el peso del Dragón de Oro,
también podemos hacerlo nosotros –apuntó Dil Bahadur.
–Eso puede haber debilitado el puente aún más. Tal vez no sería mala
idea probarlo antes de subirnos encima –determinó Tensing.
El abismo no era muy ancho, pero tampoco era suficientemente angosto
como para usar las pértigas o bastones de madera de Tensing y el príncipe.
Nadia sugirió amarrar a Borobá con una cuerda y mandarlo a probar el
puente, pero el mono era muy liviano, de modo que no había garantía de que
si él pasaba, ta mbién los demás pudieran hacerlo. Dil Bahadur examinó el
terreno y vio que por fortuna al otro lado había una gruesa raíz. Alexander ató
un extremo de su cuerda a una flecha y el príncipe la disparó con su precisión
habitual, clavándola firmemente en la raíz. Alexander se ató la otra cuerda a
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ISABEL ALLENDE
la cintura y, sostenido por Tensing, se aventuró lentamente sobre el puente,
probando cada trozo de madera con cuidado antes de poner su peso encima.
Si el puente cedía, la primera cuerda podría sostenerlo brevemente. No
sabían si la flecha soportaría el peso, pero si no era así, la segunda cuerda
podría impedir que cayera al vacío. En ese caso, lo más importante era no
estrellarse como un insecto contra las paredes laterales de roca. Esperaba que
su experiencia como escalador lo ayudaría.
Paso a paso Alexander atravesó el puente. Iba por la mitad cuando dos
tablones se partieron y él resbaló. Un grito de Nadia resonó entre las
cumbres, devuelto por el eco. Durante un par de minutos eternos nadie se
movió, hasta que cesó el balanceo del puente y el joven pudo recuperar el
equilibrio. Con mucha lentitud extrajo la pierna que quedó colgando del hueco
entre los tablones rotos, luego se echó hacia atrás, sujeto de la primera
cuerda, hasta que logró ponerse nuevamente de pie. Estaba calculando si
continuar o retroceder, cuando oyeron un extraño ruido, como si la tierra
roncara. La primera sospecha fue que se trataba de un temblor, como tantos
que había en esas regiones, pero enseguida vieron que rodaban piedras y
nieve desde la cima de la montaña. El grito de Nadia había provocado un alud.
Impotentes, los amigos y los yetis vieron el mortal río de peñascos
precipitarse sobre Alexander y el delicado puente. No había nada que hacer,
era imposible retroceder o avanzar.
Tensing y Dil Bahadur se concentraron automáticamente en enviar
energía al muchacho. En otras circunstancias Tensing habría intentado la
máxima prueba de un tulku como él, reencarnación de un gran lama: alterar la
voluntad de la naturaleza. En momentos de verdadera necesidad, ciertos
tulkus podían detener el viento, desviar tormentas, evitar inundaciones en
tiempos de lluvia e impedir heladas, pero Tensing nunca había tenido que
hacerlo. No era algo que se pudiera practicar, como los viajes astrales. En
esta ocasión era tarde para tratar de cambiar el rumbo del alud y salvar al
muchacho americano. Tensing utilizó sus poderes mentales para traspasarle
la inmensa fuerza de su propio cuerpo.
Alexander sintió el rugido de la avalancha de piedras y percibió la nube
de nieve que se levantó, cegándolo. Supo que iba a morir y la descarga de
adrenalina fue como un tremendo golpe de electricidad, borrando todo
pensamiento de su mente y dejándolo a merced sólo del instinto. Una energía
sobrenatural lo embargó y en una milésima parte de tiempo, su cuerpo se
transformó en el jaguar negro del Amazonas. Con un rugido terrible y un
formidable salto llegó al otro lado del precipicio, aterrizando en sus cuatro
patas de felino, mientras a sus espaldas caían estrepitosamente las piedras.
Sus amigos no supieron que se había salvado milagrosamente, porque se
lo impidió la nieve y tierra pulverizadas por los peñascos. Ninguno vio al
muchacho hasta que se asentó el derrumbe, salvo Nadia. En el momento de la
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
muerte, cuando creyó que Alexander estaba perdido, ella tuvo la misma
reacción que él, la misma descarga de energía poderosa, la misma fantástica
transformación. Borobá quedó tirado en el suelo mientras ella se elevaba,
convertida en el águila blanca. Y desde la altura de su elegante vuelo, pudo
ver al jaguar negro aferrado con sus garras al terreno firme.
Apenas pasó el peligro inminente, Alexander recuperó su aspecto usual.
La única huella de su mágica experiencia fueron sus dedos ensangrentados y
la expresión de su rostro, con la boca fruncida y los dientes expuestos en una
mueca feroz. También sintió el fuerte olor del jaguar pegado a su piel, un olor
de fiera carnívora.
El derrumbe botó un pedazo del estrecho camino y destruyó la mayor
parte de las maderas del puente, pero las antiguas cuerdas y las de Alexander
quedaron intactas. El joven las fijó firmemente a un lado, mientras Tensing lo
hacía al otro y así pudieron atravesar. Los yetis tenían la agilidad de los
primates y estaban acostumbrados a esa clase de terreno, de modo que no
tuvieron dificultad en pasar colgando de una cuerda. Dil Bahadur pensó que si
antes se valía de una pértiga, bien podría usar ahora una cuerda floja, como lo
hizo con tanta gracia su maestro. Tensing no necesitó cargar a Nadia, sólo a
Borobá, ya que el águila seguía volando sobre sus cabezas. Alexander le
preguntó por qué Nadia no pudo convertirse en su animal totémico cuando se
partió el hombro y debió enviar una proyección mental para pedir socorro. El
lama le explicó que el dolor y el agotamiento la habían retenido en su forma
física.
Fue el gran pájaro blanco el que les advirtió que pocos metros más
adelante, a la vuelta de un recodo de la montaña, se alzaba Chenthan Dzong.
Los caballos atados afuera indicaban la presencia de los forajidos, pero no se
veía a nadie custodiando; era evidente que no esperaban visitas.
Tensing recibió el mensaje telepático del águila y reunió a los suyos para
determinar la mejor forma de actuar. Los yetis nada entendían de estrategia,
su manera de pelear era simplemente lanzarse de frente enarbolando sus
garrotes y gritando como demonios, lo cual también podía ser muy efectivo,
siempre que no fueran recibidos por una salva de balas. Primero debían
averiguar exactamente cuántos hombres había en el monasterio y cómo
estaban distribuidos, con qué armas contaban, dónde tenían al rey y al Dragón
de Oro.
De pronto apareció Nadia entre ellos con tal naturalidad, que fue como
si nunca hubiera estado volando en forma de ave. Ninguno hizo comentarios.
–Si mi honorable maestro lo permite, yo iré adelante –pidió Dil Bahadur.
–Tal vez ése no sea el mejor plan. Tú eres el futuro rey. Si algo le sucede
a tu padre, la nación sólo cuenta contigo –replicó el lama.
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ISABEL ALLENDE
–Si el honorable maestro lo permite, iré yo –dijo Alexander.
–Si el honorable maestro lo permite, creo que es mejor que vaya yo,
porque tengo el poder de la invisibilidad –interrumpió Nadia.
–¡De ninguna manera! –exclamó Alexander. –¿Por qué? ¿No confías en
mí, Jaguar? –Es muy peligroso.
–Es igualmente peligroso para mí que para ti. No hay diferencia.
–Tal vez la niña–águila tenga razón. Cada uno ofrece lo que tiene. En
este caso es muy conveniente ser invisible. Tú, Alexander, corazón de gato
negro, deberás pelear junto a Dil Bahadur. Los yetis irán conmigo. Me temo
que soy el único aquí que puede comunicarse con ellos y controlarlos. Apenas
se den cuenta de que están cerca de los enemigos, se volverán como locos –
replicó Tensing.
–Ahora es cuando necesitamos tecnología moderna. Un walkie–talkie no
nos vendría nada mal. ¿Cómo nos advertirá Águila que podemos avanzar? –
preguntó Alexander.
–Posiblemente del mismo modo en que estamos comunicándonos
ahora... –sugirió Tensing y Alex se echó a reír, porque acababa de darse
cuenta de que llevaban un buen rato intercambiando ideas sin palabras.
–Procura no asustarte, Nadia, porque eso confunde las ideas. No dudes
del método, porque eso también impide la recepción. Concéntrate en una sola
imagen a la vez –le aconsejó el príncipe.
–No te preocupes, la telepatía es como hablar con el corazón –lo
tranquilizó ella.
–Tal vez nuestra única ventaja sea la sorpresa –advirtió el lama.
–Si el honorable maestro me permite una sugerencia, creo que sería más
conveniente que cuando se dirija a los yetis sea más directo –dijo irónicamente
Alexander, imitando la forma educada de hablar en el Reino Prohibido.
–Tal vez el joven extranjero debería tener un poco más de confianza en
mi maestro – interrumpió Dil Bahadur mientras probaba la tensión de su arco
y contaba sus flechas.
–Buena suerte –se despidió Nadia, plantando un beso breve en la mejilla
de Alexander.
Se desprendió de Borobá, que corrió a montarse en la nuca de
Alexander, bien aferrado a sus orejas, como hacía en ausencia de su ama.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
En ese momento un ruido parecido al del alud anterior lo paralizó en su
sitio. Sólo los yetis comprendieron de inmediato que se trataba de algo
diferente, algo aterrador que nunca habían escuchado antes. Se tiraron al
suelo, escondiendo la cabeza entre los brazos, temblando, los garrotes
olvidados y toda su fiereza reemplazada por un gimoteo de cachorros
asustados.
–Parece que es un helicóptero –dijo Alexander, haciendo señas de que se
parapetaran entre las grietas y sombras de la montaña, para no ser vistos
desde el aire.
–,Qué es eso? –preguntó el príncipe.
–Algo parecido a un avión. Y un avión es como un volantín con motor –
contestó el americano, sin poder creer que en pleno siglo XXI hubiera gente
viviendo como en el Medioevo.
–Sé lo que es un avión, los veo pasar todas las semanas rumbo a
Tunkhala –dijo Dil Bahadur, sin molestarse por el tono de su nuevo amigo.
Al otro lado del edificio asomaba en el cielo un aparato metálico.
Tensing procuró tranquilizar a los yetis, pero en los cerebros de esos seres no
cabía la idea de una máquina voladora.
–Es un ave que obedece órdenes. No debemos temerla, nosotros somos
más feroces –les informó por último el lama, calculando que eso lo podrían
comprender.
–Esto significa que hay un lugar donde el aparato puede aterrizar. Ahora
me explico por qué se dieron el trabajo de llegar hasta aquí y cómo pretenden
escapar con la estatua fuera del país – concluyó Alexander.
–Ataquemos antes que huyan, si le parece bien a mi honorable maestro –
propuso el príncipe.
Tensing hizo una señal de que debían esperar. Pasó casi una hora,
mientras aterrizaba el aparato. No podían ver la maniobra desde donde se
encontraban, pero imaginaron que debía ser muy complicada, porque lo
intentó varias veces, volviendo a elevarse, dando vueltas y bajando de nuevo,
hasta que por fin se apagó el ruido del motor. En el silencio prístino de
aquellas cumbres oyeron voces humanas cercanas y supusieron que debían
ser los bandidos. Cuando también las voces callaron, Tensing decidió que
había llegado el momento de acercarse.
Nadia se concentró en volverse transparente como el aire y se encaminó
hacia el monasterio. Alexander quedó temblando por ella; tan fuertes eran los
golpes de tambor en su corazón, que temía que trescientos metros más
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ISABEL ALLENDE
adelante sus enemigos pudieran oírlos.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
18
LA BATALLA
En el monasterio de Chenthan Dzong se llevaba a cabo la última parte
del plan del Especialista. Cuando el helicóptero se posó en el pequeño plano
cubierto de nieve, formado en otros tiempos por una avalancha, fue recibido
con entusiasmo, porque se trataba de una verdadera proeza. Tex Armadillo
había marcado el lugar de aterrizaje con una cruz roja, trazada con un polvo
de fresa para hacer refrescos, tal como le había indicado su jefe. Desde el aire
la cruz se veía como una moneda de veinticinco centavos, pero al acercarse
era una señal perfectamente clara. Además del tamaño reducido de la cancha,
lo que obligaba a maniobrar con destreza para que la hélice no se estrellara
contra la montaña, el piloto debía navegar entre las corrientes de aire. En ese
lugar las cumbres formaban un embudo donde el viento circulaba como un
remolino.
El piloto era un héroe de la Fuerza Aérea de Nepal, un hombre de
probado valor e integridad, a quien habían ofrecido una pequeña fortuna por
recoger «un paquete» y dos personas en ese lugar. No sabía en qué consistía
la carga y no sentía particular curiosidad por averiguarlo, le bastaba saber
que no se trataba de drogas ni armas. El agente que lo había contactado se
había presentado como miembro de un equipo internacional de científicos,
que estudiaban muestras de rocas en la región. Las dos personas y el
«paquete» debían ser trasladados de Chenthan Dzong a un destino
desconocido en el norte de India, donde el piloto recibiría la otra mitad de su
pago.
El aspecto de los hombres que lo ayudaron a descender del helicóptero
no le gustó. No eran los científicos extranjeros que esperaba, sino unos
nómades con la piel azul y expresión patibularia, con media docena de puñales
de diferentes formas y tamaños en el cinturón. Detrás llegó un americano con
ojos celestes, fríos como un glaciar, quien le dio la bienvenida y lo invitó a
tomar una taza de café en el monasterio, mientras los otros echaban el
«paquete» al helicóptero. Era un pesado bulto de extraña forma envuelto en
lona y amarrado firmemente con cuerdas, que debieron izar entre varios
hombres. El piloto supuso que se trataba de las muestras de rocas.
El americano lo condujo a través de varias salas en completa ruina. Los
techos apenas se sostenían, la mayor parte de las paredes se había
derrumbado, el piso estaba levantado por efecto del terremoto y por raíces
que habían surgido en los años de abandono. Un pasto seco y duro surgía
entre las grietas. Por todas partes había excrementos de animales,
posiblemente tigres y cabras de alta montaña. El americano le explicó al piloto
que, en la prisa por escapar del desastre, los monjes guerreros que habitaban
el monasterio habían dejado atrás armas, utensilios y algunos objetos de arte.
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ISABEL ALLENDE
El viento y otros temblores de tierra habían tumbado las estatuas religiosas,
que yacían en pedazos por el suelo. Costaba avanzar entre los escombros y
cuando el piloto intentó desviarse, el americano lo cogió de un brazo y
amable, pero firme, lo llevó al sitio donde habían improvisado una cocinilla,
con café instantáneo, leche condensada y galletas.
El héroe de Nepal vio grupos de hombres con la piel teñida de un negro
azuloso, pero no vio a una muchacha delgada, toda color de miel, que pasó
muy cerca, deslizándose como un espíritu entre las ruinas del antiguo
monasterio. Se preguntó quiénes eran esos tipos de mala catadura, con
turbantes y túnicas, y qué relación tenían con los supuestos científicos que lo
habían contratado. No le gustaba el cariz que había tomado ese trabajo;
sospechaba que el asunto tal vez no era tan legal y limpio como se lo habían
planteado.
–Debemos partir pronto, porque después de las cuatro de la tarde
aumenta el viento –advirtió el piloto.
–No tardaremos mucho. Por favor no se mueva de aquí. El edificio está a
punto de caerse, esto es peligroso –replicó Tex Armadillo y lo dejó con una
taza en la mano, vigilado de cerca por los hombres de los puñales.
Al otro extremo del monasterio, pasando por innumerables salas
cubiertas de escombros, estaban el rey y Judit Kinski solos, sin ataduras ni
mordazas, porque, tal como dijo Tex Armadillo, escapar era imposible; el
aislamiento del monasterio no lo permitía y la Secta del Escorpión vigilaba.
Nadia fue contando a los bandidos a medida que avanzaba. Vio que los muros
externos de piedra estaban tan destrozados como las paredes internas; la
nieve se apilaba por los rincones y había huellas recientes de animales
salvajes, que tenían allí sus guaridas, y seguramente habían huido ante la
presencia humana. «Hablando con el corazón» transmitió a Tensing sus
observaciones. Cuando se asomó al lugar donde estaban el rey y Judit Kinski,
avisó al lama que estaban vivos; entonces éste consideró que había llegado el
momento de actuar.
Tex Armadillo le había dado al rey otra droga para bajar sus defensas y
anular su voluntad, pero, gracias al control sobre su cuerpo y su mente, el
monarca logró mantenerse en taimado silencio durante el interrogatorio.
Armadillo estaba furioso. No podía dar por concluida su misión sin averiguar
el código del Dragón de Oro, ése era el acuerdo con el cliente. Sabía que la
estatua «cantaba», pero de nada le servirían al Coleccionista esos sonidos sin
la fórmula para interpretarlos. En vista de los escasos resultados con la droga,
las amenazas y los golpes, el americano informó a su prisionero que torturaría
a Judit Kinski hasta que él revelara el secreto o hasta matarla si fuera
necesario, en cuyo caso su muerte pesaría en la conciencia y el karma del rey.
Sin embargo, cuando se aprestaba a hacerlo, llegó el helicóptero.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Lamento profundamente que por mi culpa usted se encuentre en esta
situación, Judit – murmuró el rey, debilitado por las drogas.
–No es su culpa –lo tranquilizó ella, pero a él le pareció que estaba
realmente asustada.
–No puedo permitir que le hagan daño, pero tampoco confío en estos
desalmados. Creo que aunque les entregue el código, igual nos matarán a
ambos.
–En verdad no temo la muerte, Majestad, sino a la tortura.
–Mi nombre es Dorji. Nadie me ha llamado por mi nombre desde que
murió mi esposa, hace muchos años –susurró él.
–Dorji... ¿qué quiere decir?
–Significa rayo o luz verdadera. El rayo simboliza la mente iluminada,
pero yo estoy muy lejos de haber alcanzado ese estado.
–Creo que usted merece ese nombre, Dorji. No he conocido a nadie
como usted. Carece por completo de vanidad, a pesar de que es el hombre
más poderoso de este país –dijo ella.
–Tal vez ésta sea mi única oportunidad de decirle, Judit, que antes de
estos desgraciados acontecimientos contemplaba la posibilidad de que usted
me acompañara en la misión de cuidar a mi pueblo...
–¿Qué significa eso exactamente?
–Pensaba pedirle que fuera la reina de este modesto país.
–En otras palabras, que me casara con usted...
–Comprendo que resulta absurdo hablar de eso ahora, cuando estamos a
punto de morir, pero ésa era mi intención. He meditado mucho sobre esto.
Siento que usted y yo estamos destinados a hacer algo juntos. No sé qué, pero
siento que es nuestro karma. No podremos hacerlo en esta vida, pero
posiblemente será en otra reencarnación –dijo el rey, sin atreverse a tocarla.
–¿Otra vida? ¿Cuándo?
–Cien años, mil años, no importa, de todos modos la vida del espíritu es
una sola. La vida del cuerpo, en cambio, transcurre como un sueño efímero, es
pura ilusión –respondió el rey.
Judit le dio la espalda y fijó la vista en la pared, de modo que el rey ya no
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ISABEL ALLENDE
podía ver su rostro.
El monarca supuso que estaba turbada, como también lo estaba él.
–Usted no me conoce, no sabe cómo soy –murmuró al fin la mujer.
–No puedo leer su aura ni su mente, como desearía, Judit, pero puedo
apreciar su clara inteligencia, su gran cultura, su respeto por la naturaleza...
–¡Pero no puede ver dentro de mí!
–Dentro de usted sólo puede haber belleza y lealtad –le aseguró el
monarca.
–La inscripción de su medallón sugiere que el cambio es posible. ¿Usted
realmente cree eso, Dorji? ¿Podemos transformarnos por completo? –preguntó
Judit, volviéndose para mirarlo a los ojos.
–Lo único cierto es que en este mundo todo cambia constantemente,
Judit. El cambio es inevitable, ya que todo es temporal. Sin embargo, a los
seres humanos nos cuesta mucho modificar nuestra esencia y evolucionar a un
estado superior de consciencia. Los budistas creemos que podemos cambiar
por nuestra propia voluntad, si estamos convencidos de una verdad, pero
nadie puede obligarnos a hacerlo. Eso es lo que ocurrió con Sidarta Gautama:
era un príncipe mimado, pero al ver la miseria del mundo se transformó en
Buda –replicó el rey.
–Yo creo que es muy difícil cambiar... ¿Por qué confía en mí?
–Tanto confío en usted, Judit, que estoy dispuesto a decirle cuál es el
código del Dragón de Oro. No puedo soportar la idea de que usted sufra y
mucho menos por mi culpa. No debo ser yo quien decida cuánto sufrimiento
puede soportar usted, ésa es su decisión. Por eso el secreto de los reyes de mi
país debe estar en sus manos. Entréguelo a estos malhechores a cambio de su
vida, pero por favor, hágalo después de mi muerte –pidió el soberano.
–¡No se atreverán a matarlo! –exclamó ella.
–Eso no ocurrirá, Judit. Yo mismo pondré fin a mi vida, porque no deseo
que mi muerte pese sobre la conciencia de otros. Mi tiempo aquí ha
terminado. No se preocupe, será sin violencia, sólo dejaré de respirar –le
explicó el rey.
–Escuche atentamente, Judit, le daré el código y usted debe memorizarlo
–dijo el rey–. Cuando la interroguen, explique que el Dragón de Oro emite
siete sonidos. Cada combinación de cuatro sonidos representa uno de los
ochocientos cuarenta ideogramas de un lenguaje perdido, el lenguaje de los
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
yetis.
–¿Se refiere a los abominables hombres de las nieves? ¿Realmente
existen esos seres? – preguntó ella, incrédula.
–Quedan muy pocos y han degenerado, ahora son como animales y se
comunican con muy pocas palabras; sin embargo, hace tres mil años tuvieron
un lenguaje y una cierta forma de civilización.
–¿Ese lenguaje está escrito en alguna parte?
–Se preserva en la memoria de cuatro lamas en cuatro diferentes
monasterios. Nadie, salvo mi hijo Dil Bahadur y yo, conoce el código completo.
Estaba escrito en un pergamino, pero lo robaron los chinos cuando invadieron
Tíbet.
–De modo que la persona que tenga el pergamino puede descifrar las
profecías... –dijo ella.
–El pergamino está escrito en sánscrito, pero si se moja con leche de yak
aparece en otro color un diccionario donde cada ideograma está traducido en
la combinación de los cuatro sonidos que lo representan. ¿Comprende, Judit?
–¡Perfectamente! –irrumpió Tex Armadillo, con una expresión de triunfo
y una pistola en la mano–. Todo el mundo tiene su talón de Aquiles, Majestad.
Ya ve cómo obtuvimos el código después de todo. Admito que me tenía un
poco preocupado, pensé que se llevaría el secreto a la tumba, pero mi jefa
resultó mucho más astuta que usted –agregó.
–¿Qué significa esto? –murmuró el monarca, confundido.
–¿Nunca sospechó de ella, hombre, por Dios? ¿Nunca se preguntó cómo
y por qué Judit Kinski entró en su vida justamente ahora? No me explico cómo
no averiguó el pasado de la paisajista experta en tulipanes antes de traerla a
su palacio. ¡Qué ingenuo es usted! Mírela. La mujer por la cual pensaba morir
es mi jefa, el Especialista. Ella es el cerebro detrás de toda esta operación –
anunció el americano.
–¿Es cierto lo que dice este hombre, Judit? –preguntó el rey, incrédulo.
–¿Cómo cree que robamos su Dragón de Oro? Ella descubrió cómo
entrar al Recinto Sagrado: colocó una cámara en su medallón. Y para hacerlo
tuvo que ganar su confianza –dijo Tex Armadillo.
–Usted se valió de mis sentimientos... –murmuró el monarca, pálido
como la ceniza, con los ojos fijos en Judit Kinski, quien no fue capaz de
sostener su mirada.
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ISABEL ALLENDE
–¡No me diga que hasta se enamoró de ella! ¡Qué cosa más ridícula! –
exclamó el americano, soltando una risotada seca.
–¡Basta, Armadillo! –le ordenó Judit.
–Ella estaba segura de que no podríamos arrancarle el secreto por la
fuerza, por eso se le ocurrió la amenaza de que la torturáramos a ella. Es tan
profesional, que pensaba cumplirla, nada más que para asustarlo a usted y
obligarlo a confesar –explicó Tex Armadillo.
–Está bien, Armadillo, esto ha concluido. No es necesario hacerle daño
al rey, ya podemos partir –le ordenó Judit Kinski.
–No tan rápido, jefa. Ahora me toca a mí. No pensará que voy a
entregarle la estatua, ¿verdad? ¿Por qué haría eso? Vale mucho más que su
peso en oro y pienso negociar directamente con el cliente.
–¿Se ha vuelto loco, Armadillo? –ladró la mujer, pero no pudo seguir,
porque él la interrumpió, poniéndole la pistola frente a la cara.
–Deme la grabadora o le vuelo los sesos, señora –la amenazó Armadillo.
Por un segundo las pupilas siempre alertas de Judit Kinski se dirigieron
a su bolso, que estaba en el suelo. Fue apenas un parpadeo, pero eso dio la
clave a Armadillo. El hombre se inclinó para recoger el bolso, sin dejar de
apuntarla, y vació el contenido en el suelo. Apareció una combinación de
artículos femeninos, una pistola, unas fotografías y algunos aparatos
electrónicos, que el rey nunca había visto. Varias cintas de grabación, en un
formato minúsculo, cayeron también. El americano las pateó lejos, porque no
eran ésas las que buscaba. Sólo le interesaba aquella que aún estaba en el
aparato.
–¿Dónde está la grabadora? –gritó furioso.
Mientras con una mano apretaba la pistola contra el pecho de Judit
Kinski, con la otra la cacheaba de arriba abajo. Por último le ordenó
desprenderse del cinturón y las botas, pero no encontró nada. De súbito se fijó
en el ancho brazalete de hueso tallado que adornaba su brazo.
–¡Quíteselo! –le ordenó en un tono que no admitía demoras.
A regañadientes la mujer se desprendió del adorno y se lo pasó. El
americano retrocedió varios pasos para examinarlo a la luz; enseguida dio un
grito de triunfo: allí se ocultaba una diminuta grabadora que habría hecho las
delicias del más sofisticado espía. En materia de tecnología, el Especialista iba
a la vanguardia.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Se arrepentirá de esto, Armadillo, se lo juro. Nadie juega conmigo –
masculló Judit, desfigurada de ira.
–¡Ni usted ni este viejo patético vivirán para vengarse! Me cansé de
obedecer órdenes. Usted ya pasó a la historia, jefa. Tengo la estatua, el código
y el helicóptero, no necesito nada más. El Coleccionista estará muy satisfecho
–replicó él.
Un instante antes que Tex Armadillo apretara el gatillo, el rey empujó
violentamente a Judit Kinski, protegiéndola con su cuerpo. La bala destinada a
ella le dio a él en medio del pecho. La segunda bala sacó chispas en el muro
de piedra, porque Nadia Santos había corrido como un bólido y se había
estrellado con todas sus fuerzas contra el americano, lanzándolo al suelo.
Armadillo se puso de pie de un salto, con la agilidad que le daban
muchos años de entrenamiento en artes marciales. Apartó a Nadia de un
puñetazo y dio un salto de felino, para caer junto a la pistola, que había
rodado a cierta distancia. Judit Kinski también corría hacia ella, pero el
hombre fue más rápido y se le adelantó.
Tensing irrumpió con los yetis en el otro extremo del monasterio, donde
aguardaba la mayoría de los hombres azules, mientras Alexander seguía a Dil
Bahadur en busca del rey, orientándose por las imágenes que Nadia había
enviado mentalmente. Aunque Dil Bahadur había estado allí antes, no
recordaba bien el plano del edificio y además le costaba ubicarse entre los
montones de escombros y otros obstáculos diseminados por todas partes. Iba
adelante con su arco preparado, mientras Alexander lo seguía, armado
precariamente con el bastón de madera que él le había prestado.
Los jóvenes trataron de evitar a los bandidos, pero de pronto se
encontraron frente a una pareja de ellos, que al verlos se paralizó de sorpresa
por un breve instante. Esa vacilación fue suficiente para dar tiempo al
príncipe de lanzar una flecha dirigida a la pierna de uno de sus contrincantes.
De acuerdo a sus principios, no podía tirar a matar, pero debía inmovilizarlo.
El hombre cayó al suelo con un grito visceral, pero el otro ya tenía en las
manos dos cuchillos, que salieron disparados contra Dil Bahadur.
La acción fue tan rápida, que Alexander no se dio cuenta de cómo
habían sucedido las cosas. Él jamás habría podido esquivar las dagas, pero el
príncipe se movió levemente, como si ejecutara un discreto paso de danza, y
las afiladas hojas de acero pasaron rozándolo, sin herirlo. Su enemigo no
alcanzó a empuñar otro cuchillo, porque una flecha se le clavó con prodigiosa
precisión en el pecho, a pocos centímetros del corazón, bajo la clavícula, sin
tocar ningún órgano vital.
Alexander aprovechó ese momento para descargar un bastonazo sobre
el primer bandido, quien desde el suelo y sangrando de la pierna, ya se
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ISABEL ALLENDE
preparaba para usar otros de sus numerosos puñales. Lo hizo sin pensar,
movido por la desesperación y la urgencia, pero en el instante en que el
grueso palo hizo contacto con el cráneo del otro, Alexander oyó el sonido de
una nuez al ser partida. Eso le hizo recuperar la razón y se dio cuenta de la
brutalidad de su acto. Una oleada de náusea lo invadió. Se cubrió de sudor
frío, se le llenó la boca de saliva y creyó que iba a vomitar, pero ya Dil
Bahadur iba corriendo adelante y tuvo que vencer su debilidad y seguirlo.
El príncipe no temía las armas de los bandidos, porque se creía
protegido por el mágico amuleto que le había dado Tensing y que llevaba
colgado al cuello: el excremento petrificado de dragón. Mucho más tarde,
cuando Alexander se lo contó a su abuela Kate, ésta comentó que eso no había
salvado a Dil Bahadur de los puñales, sino su entrenamiento en tao–shu, que
le permitió esquivarlos.
–No importa lo que fuera, lo cierto es que funciona –replicó su nieto.
Dil Bahadur y Alexander irrumpieron en la sala donde estaba el rey en el
mismo instante en que la mano de Tex Armadillo se cerraba sobre la pistola,
ganándole por una milésima de segundo a Judit Kinski. En lo que el americano
se demoró en colocar el dedo en el gatillo, el príncipe lanzó su tercera flecha,
atravesándole el antebrazo. Un terrible alarido escapó del pecho de Armadillo,
pero no soltó el arma. La pistola quedó entre sus dedos, aunque era de
suponer que le faltarían fuerzas para apuntar o disparar.
–¡No se mueva! –gritó Alexander, casi histérico, sin calcular cómo podía
evitarlo, puesto que su palo nada podía contra las balas del americano.
Lejos de obedecerle, Tex Armadillo tomó a Nadia con su brazo sano y la
levantó como una muñeca, protegiéndose con el cuerpo de ella. Borobá, que
había seguido a Dil Bahadur y Alexander, corrió a colgarse de la pierna de su
ama, chillando desesperado, pero una patada del americano lo lanzó lejos.
Aunque todavía estaba medio aturdida por el golpe, la chica intentó
débilmente defenderse, pero el brazo de hierro de Armadillo no le permitió
hacer ni el menor movimiento. El príncipe calculó sus posibilidades. Confiaba
ciegamente en su puntería, pero el riesgo de que el hombre disparara a Nadia
era muy alto. Impotente, vio a Tex Armadillo retroceder hacia la salida,
arrastrando a la muchacha inerte, en dirección a la pequeña cancha donde
aguardaba el helicóptero sobre una delgada capa de nieve.
Judit Kinski aprovechó la confusión para escapar corriendo en la
dirección contraria, perdiéndose entre los vericuetos del monasterio.
Mientras todo esto sucedía en un extremo del edificio, en el otro
también se desarrollaba una escena violenta. La mayoría de los hombres
azules se había concentrado en los alrededores de la improvisada cocina,
donde tomaban licor de sus cantimploras, masticaban betel y discutían en voz
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
baja la posibilidad de traicionar a Tex Armadillo. Ignoraban, por supuesto, que
Judit Kinski era realmente quien daba las órdenes; creían que era un rehén,
como el rey. El americano les había pagado lo acordado en dinero contante y
sonante, y sabían que en India les esperaban las armas y caballos que
completaban el trato, pero después de ver la estatua de oro cubierta de
piedras preciosas, consideraban que se les debía mucho más. No les gustaba
la idea de que el tesoro estuviera fuera de su alcance, instalado en el
helicóptero, aunque comprendían que era la única forma de sacarlo del país.
–Hay que raptar al piloto –propuso el jefe entre dientes, echando
miradas de reojo al héroe nepalés, quien bebía su taza de café con leche
condensada en un rincón.
–¿Quién irá con él? –preguntó uno de los bandidos.
–Yo iré –decidió el jefe.
–¿Y quién nos asegura que tú no te vas a quedar con el botín? –lo
emplazó otro de sus hombres.
El jefe, indignado, llevó la mano a uno de sus puñales, pero no pudo
completar el gesto, porque Tensing, seguido por los yetis, entró como un
tornado por el ala sur de Chenthan Dzong. El pequeño destacamento era
verdaderamente aterrador. Adelante iba el monje, armado con dos palos
unidos por una cadena, que halló entre las ruinas de lo que en su tiempo fuera
la sala de armas de los célebres monjes guerreros que habitaban el
monasterio fortificado. Por la forma en que enarbolaba los palos y movía su
cuerpo, cualquiera podía adivinar que era un experto en artes marciales.
Detrás iban los diez yetis, que normalmente eran de aspecto bastante temible
y que en esas circunstancias eran como monstruos escapados de la peor
pesadilla. Parecían haberse multiplicado al doble, provocando el alboroto de
una horda. Armados de garrotes y peñascos, con sus corazas de cuero y sus
horrendos sombreros de cuernos ensangrentados, nada tenían de humanos.
Gritaban y saltaban como orangutanes enloquecidos, felices de la oportunidad
que se les brindaba de repartir garrotazos y, por qué no, de recibirlos
también, ya que era parte de la diversión. Tensing les ordenó atacar,
resignado al hecho de que no podría controlarlos. Antes de irrumpir en el
monasterio elevó una breve oración pidiendo al cielo que no hubiera muertos
en el enfrentamiento, porque caerían sobre su conciencia. Los yetis no eran
responsables de sus actos; una vez que despertaba su agresividad, perdían el
poco uso de razón que tenían.
Los supersticiosos hombres azules creyeron que eran víctimas del
maleficio del Dragón de Oro y que un ejército de demonios acudía a vengarse
por el sacrilegio cometido. Podían enfrentar a los peores enemigos, pero la
idea de encontrarse ante fuerzas del infierno los aterrorizó. Echaron a correr
como gamos, seguidos de cerca por los yetis, ante el espanto del piloto, quien
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ISABEL ALLENDE
se había aplastado contra el muro para dejarlos pasar, todavía con la taza en
la mano, sin saber qué sucedía a su alrededor. Supuestamente había ido a
buscar a unos científicos, y en vez de ello se halló al centro de una horda de
bárbaros pintados de azul, de simios extraterrestres y un gigantesco monje
armado como en las películas chinas de kung–fu.
Pasada la estampida de bandidos y yetis, el lama y el piloto se
encontraron súbitamente solos.Namasté –saludó el piloto, cuando recuperó la
voz, porque no se le ocurrió nada más.–Tachu kachi –saludó en su lengua
Tensing, inclinándose brevemente, como si fuera una reunión social.
–¿Qué diablos pasa aquí? –preguntó el primero.
–Tal vez sea un poco difícil de explicar. Los que llevan cascos con
cuernos son mis amigos, los yetis. Los otros robaron el Dragón de Oro y
secuestraron al rey –le informó Tensing.
–¿Se refiere al legendario Dragón de Oro? ¡Entonces eso es lo que
pusieron en mi helicóptero! –gritó el héroe de Nepal y salió disparado rumbo a
la cancha de aterrizaje.
Tensing lo siguió. La situación le parecía ligeramente cómica, porque
aún no sabía que el rey estaba herido. Por un hueco del muro vio correr
montaña abajo a los aterrorizados miembros de la Secta del Escorpión,
perseguidos por los yetis. En vano procuró llamar a los segundos con fuerza
mental: los guerreros de Grr–ympr estaban divirtiéndose demasiado como
para hacerle el menor caso. Sus espeluznantes alaridos de batalla se habían
transformado en chillidos de anticipado placer, como si fueran niños jugando.
Tensing oró una vez más para que no dieran alcance a ninguno de los
bandidos: no deseaba seguir echándole manchas indelebles a su karma con
más actos de violencia.
El buen humor de Tensing cambió apenas salió del monasterio y vio la
escena que se desarrollaba ante sus ojos. Un extranjero, a quien identificó
como el americano al mando de los hombres azules, de acuerdo con lo que le
había dicho Nadia, estaba junto al helicóptero. Tenía un brazo atravesado de
lado a lado por una flecha, pero eso no le impedía blandir una pistola. Con el
otro brazo sostenía prácticamente en el aire a Nadia, apretada contra su
cuerpo, de modo que la muchacha le servía de escudo.
A unos treinta metros se encontraba Dil Bahadur con el arco tenso y la
flecha lista, acompañado por Alexander, quien a nada atinaba, paralizado en
su sitio.
–¡Suelte el arco! ¡Retírense o mato a la chica! –amenazó Tex Armadillo y
a ninguno le cupo duda de que lo haría.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
El príncipe soltó su arma y los dos jóvenes retrocedieron hacia las ruinas
del edificio, mientras Tex Armadillo se las arreglaba para subir al helicóptero
arrastrando a Nadia, a quien lanzó adentro con su fuerza brutal.
–¡Espere! ¡No podrá salir de aquí sin mí! –gritó en ese momento el
piloto, adelantándose, pero ya el otro había puesto el motor en marcha y la
hélice comenzaba a girar.
Para Tensing era la oportunidad de ejercitar sus supernaturales poderes
psíquicos. La prueba máxima de un tulku consistía en alterar la conducta de la
naturaleza. Debía concentrarse e invocar al viento para que impidiera al
americano huir con el tesoro sagrado de su nación. Sin embargo, si un
remolino de aire cogía al helicóptero en pleno vuelo, Nadia perecería también.
La mente del lama calculó rápidamente sus posibilidades y decidió que no
podía arriesgarse: una vida humana es más importante que todo el oro del
mundo.
Dil Bahadur volvió a tomar su arco, pero era inútil atacar esa máquina
metálica con flechas. Alexander comprendió que aquel desalmado se llevaba a
Nadia y comenzó a gritar el nombre de su amiga. La joven no podía oírle, pero
el rugido del motor y la ventolera de la hélice lograron despercudirla de su
aturdimiento. Había caído como un saco de arroz sobre el asiento, empujada
por su captor. En el momento en que el aparato comenzaba a elevarse, Nadia
aprovechó que Tex Armadillo estaba ocupado con los controles, que debía
manejar con una sola mano, mientras el brazo herido colgaba inerte, y se
deslizó hacia la puertezuela, la abrió y, sin mirar hacia abajo y sin pensarlo
dos veces, saltó al vacío.
Alexander corrió hacia ella, sin cuidarse del helicóptero, que se
balanceaba sobre su cabeza. Nadia había caído de más de dos metros de
altura, pero la nieve amortiguó el golpe, de otro modo se podría haber
matado.
–¡Águila! ¿Estás bien? –gritó Alexander, aterrado.
Ella lo vio acercarse y le hizo un gesto, más sorprendida de su proeza
que asustada. El rugido del helicóptero en el aire ahogó las voces.
Tensing se aproximó también, pero a Dil Bahadur le bastó saber que ella
estaba viva y se volvió corriendo a la sala donde había dejado a su padre
atravesado por la bala de Tex Armadillo. Cuando Tensing se inclinó sobre ella,
Nadia le gritó que el rey estaba herido de gravedad y le hizo señas de que
fuera donde él. El monje se precipitó al monasterio, siguiendo al príncipe,
mientras Alexander procuraba acomodar un poco a su amiga, colocándole su
chaqueta bajo la cabeza, en medio de la ventolera y el polvillo de nieve suelta
que había levantado el helicóptero. Nadia estaba bastante magullada por la
caída, pero el hombro que antes se le había dislocado se encontraba en su
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ISABEL ALLENDE
lugar.
–Parece que no me voy a morir tan joven –comentó Nadia, haciendo
acopio de valor para incorporarse. Tenía la boca y la nariz llenas de sangre del
puñetazo que le había propinado Armadillo.
–No te muevas hasta que vuelva Tensing –le ordenó Alexander, quien no
estaba para bromas.
Desde su posición, de espaldas en el suelo, Nadia vio al helicóptero
ascender como un gran insecto de plata contra el azul profundo del cielo. Pasó
rozando la pared de la montaña y subió bamboleándose por el embudo que
formaban en ese sitio las cimas del Himalaya. Durante largos minutos pareció
que se achicaba en el firmamento, alejándose más y más. Nadia empujó a
Alexander, quien insistía en retenerla acostada sobre la nieve, y se puso de pie
con gran esfuerzo. Se echó un puñado de nieve a la boca y enseguida lo
escupió, rosado de sangre. La cara comenzaba a hinchársele.
–¡Miren! –gritó de súbito el piloto, quien no había despegado los ojos del
aparato.
La máquina oscilaba en el aire, como una mosca detenida en pleno
vuelo. El héroe de Nepal sabía exactamente lo que estaba sucediendo: un
remolino de viento lo había envuelto y las aspas de la hélice vibraban
peligrosamente. Comenzó a gesticular desesperado, gritando instrucciones
que, por supuesto, Armadillo no podía oír. La única posibilidad de salir del
remolino era volar con él en espiral ascendente. Alexander pensó que debía
ser como el deporte de surfing: había que tomar la ola en el momento exacto y
aprovechar el impulso, de otro modo la fuerza del mar lo revolcaba a uno.
Tex Armadillo tenía muchas horas de vuelo, era un requisito
indispensable en su línea de trabajo, y había manejado toda clase de aviones,
avionetas, planeadores, helicópteros y hasta un globo dirigible; así cruzaba
fronteras sin ser visto con tráfico de armas, drogas y objetos robados. Se
consideraba un experto, pero nada lo había preparado para lo que ocurrió.
Justo cuando la máquina emergía del embudo y él lanzaba gritos de
entusiasmo, como cuando domaba potros en su lejano rancho del oeste
americano, sintió la tremenda vibración que sacudía la máquina. Comprendió
que no podía controlarla y ésta empezaba a dar vueltas más y más de prisa,
como si estuviera batiéndose en una licuadora. Al ruido atronador del motor y
la hélice se sumó el rugido del viento. Trató de razonar, poniendo a su servicio
sus nervios de acero y la experiencia acumulada, pero nada de lo que intentó
dio resultados. El helicóptero siguió girando enloquecido, atrapado por el
remolino. De pronto un sonido estrepitoso y un golpe violento advirtieron a
Armadillo que la hélice se había roto. Siguió en el aire varios minutos más,
sostenido por la fuerza del viento, hasta que de repente éste cambió de curso.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Por un instante hubo silencio y Tex Armadillo tuvo la fugaz esperanza de que
aún podía maniobrar, pero enseguida comenzó la caída vertical.
Más tarde Alexander se preguntó si el hombre se había dado cuenta de
lo que sucedía o si la muerte le alcanzó como un rayo, sin darle tiempo de
sentirla llegar. Desde donde se encontraba, el muchacho no vio dónde caía el
helicóptero, pero todos oyeron la violenta explosión, seguida por una negra y
espesa columna de humo que ascendió al cielo.
Tensing encontró al rey inerte en el suelo, con la cabeza sobre las
rodillas de su hijo Dil Bahadur, quien le acariciaba el cabello. El príncipe no
había visto a su padre desde que era un niño de seis años, cuando lo
arrancaron de su cama una noche para depositarlo en brazos de Tensing, pero
pudo reconocerlo, porque durante esos años había guardado su imagen en la
memoria.
–Padre, padre... –murmuraba, impotente ante ese hombre que se
desangraba ante sus ojos.
–Majestad, soy yo, Tensing –dijo el lama, inclinándose a su vez sobre el
soberano.
El rey levantó los ojos, velados por la agonía. Al enfocar la vista vio a un
joven apuesto que se parecía notablemente a su fallecida esposa. Le indicó
con un gesto que se acercara más.
–Escúchame, hijo, debo decirte algo... –murmuró. Tensing se hizo a un
lado, para darles un instante de privacidad.
–Anda de inmediato a la sala del Dragón de Oro en el palacio –ordenó
con dificultad el monarca.
–Padre, han robado la estatua –respondió el príncipe. –Anda de todos
modos.
–¿Cómo puedo hacerlo si no va usted conmigo?
Desde tiempos muy antiguos eran siempre los reyes quienes
acompañaban al heredero la primera vez, para enseñarle a evitar las trampas
mortales que protegían el Recinto Sagrado. Esa primera visita del padre y el
hijo al Dragón de Oro era un rito de iniciación y marcaba el fin de un reinado y
el comienzo de otro.
–Deberás hacerlo solo –le ordenó el rey y cerró los ojos.
Tensing se acercó a su discípulo y le puso una mano en el hombro.
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–Tal vez debas obedecer a tu padre, Dil Bahadur –dijo el lama.
En ese momento entraron a la sala Alexander, sosteniendo a Nadia por
un brazo, porque le flaqueaban las rodillas, y el piloto de Nepal, quien todavía
no se reponía de la pérdida de su helicóptero y del cúmulo de sorpresas
experimentadas en esa misión. Nadia y el piloto se quedaron a prudente
distancia, sin atreverse a interferir en el drama que sucedía ante sus ojos
entre el rey y su hijo, mientras Alexander se agachaba para examinar el
contenido del bolso de Judit Kinski, que aún estaba en el suelo.
–Debes ir al Recinto del Dragón de Oro, hijo –repitió el rey.
–¿Puede mi honorable maestro Tensing venir conmigo? Mi
entrenamiento es sólo teórico. No conozco el palacio ni las trampas. Detrás de
la última Puerta me espera la muerte –alegó el príncipe.
–Es inútil que vaya contigo, porque yo tampoco conozco el camino, Dil
Bahadur. Ahora mi lugar está junto al rey –replicó tristemente el lama.
–¿Podrá salvar a mi padre, honorable maestro? –suplicó Dil Bahadur.
–Haré todo lo posible.
Alexander se acercó al príncipe y le entregó un pequeño artefacto, cuyo
uso éste no podía imaginar.
–Esto puede ayudarte a encontrar el camino dentro del Recinto Sagrado.
Es un GPS –dijo.
–¿Un qué? –preguntó el príncipe, desconcertado.
–Digamos que es un mapa electrónico para ubicarse dentro del palacio.
Así puedes llegar hasta la sala del Dragón de Oro, como hicieron Tex
Armadillo y sus hombres para robar la estatua –le explicó su amigo.
–¿Cómo puede ser eso? –preguntó Dil Bahadur.
–Me imagino que alguien filmó el recorrido –sugirió Alexander.
–Eso es imposible, nadie excepto mi padre tiene acceso a esa parte del
palacio. Nadie más puede abrir la Última Puerta ni eludir las trampas.
–Armadillo lo hizo, tiene que haber usado este aparato. Judit Kinski y él
eran cómplices. Tal vez tu padre le mostró a ella el camino... –insistió
Alexander.
–¡El medallón! ¡Armadillo dijo algo sobre una cámara oculta en el
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
medallón del rey! –exclamó Nadia, quien había presenciado la escena entre el
Especialista y Tex Armadillo, antes que sus amigos irrumpieran en la sala.
Nadia se disculpó por lo que iba a hacer y, con el mayor cuidado,
procedió a cachear la figura postrada del monarca, hasta que dio con el
medallón real, que se había deslizado entre el cuello y la chaqueta del rey. Le
pidió al príncipe que lo ayudara a quitárselo y éste vaciló, porque ese gesto
tenía un profundo significado: el medallón representaba el poder real y en
ningún caso se atrevería a arrebatárselo a su padre. Pero la urgencia en la voz
de su amiga Nadia lo obligó a actuar.
Alexander llevó la joya hacia la luz y la examinó brevemente. Descubrió
de inmediato la cámara en miniatura disimulada entre los adornos de coral. Se
la mostró a Dil Bahadur y a los demás.
–Seguramente Judit Kinski la puso aquí. Este aparato del tamaño de una
arveja filmó la trayectoria del rey dentro del Recinto Sagrado. Así es como Tex
Armadillo y los guerreros azules pudieron seguirlo, todos sus pasos están
grabados en el GPS.
–¿Por qué esa mujer hizo eso? –preguntó el príncipe, horrorizado, ya que
en su mente no cabía el concepto de la traición o de la codicia.
–Supongo que por la estatua, que es muy valiosa –aventuró Alexander.
–¿Oyeron la explosión? El helicóptero se estrelló y la estatua fue
destruida –dijo el piloto.
–Tal vez sea mejor así... –suspiró el rey, sin abrir los ojos.
–Con la mayor humildad, me permito insinuar que los dos jóvenes
extranjeros acompañen al príncipe al palacio. Alexander–Jaguar y Nadia–
Águila son de corazón puro, como el príncipe Dil Bahadur, y posiblemente
puedan ayudarlo en su misión, Majestad. El joven Alexander sabe usar ese
aparato moderno y la niña Nadia sabe ver y escuchar con el corazón –sugirió
Tensing.
–Sólo el rey y su heredero pueden entrar allí,–murmuró el monarca.
–Con todo respeto, Majestad, me atrevo a contradecirlo. Tal vez haya
momentos en que se deba romper la tradición... –insistió el lama.
Un largo silencio siguió a las palabras de Tensing. Parecía que las
fuerzas del herido habían llegado a su límite, pero de pronto se oyó de nuevo
su voz.
–Bien, que vayan los tres –aceptó por fin el soberano.
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ISABEL ALLENDE
–Tal vez no sería del todo inútil, Majestad, que yo diera una mirada a su
herida –sugirió Tensing.
–¿Para qué, Tensing? Ya tenemos otro rey, mi tiempo ha concluido.
–Posiblemente no tendremos otro rey hasta que el príncipe pruebe que
puede serlo –replicó el lama, levantando al herido en sus poderosos brazos.
El héroe de Nepal encontró un saco de dormir que Tex Armadillo había
dejado en un rincón para improvisar una cama, donde Tensing colocó al rey.
El lama abrió la ensangrentada chaqueta del herido y procedió a lavar el
pecho para examinarlo. La bala lo había atravesado, dejando una perforación
brutal con salida por la espalda. Por el aspecto y ubicación de la herida y por
el color de la sangre, Tensing comprendió que los pulmones estaban
comprometidos; no había nada que él pudiera hacer; toda su capacidad de
sanar y sus poderes mentales de poco servían en un caso como ése. El
moribundo también lo sabía, pero necesitaba un poco más de tiempo para
tomar sus últimas medidas. El lama atajó la hemorragia, vendó firmemente el
torso y dio orden al piloto de traer agua hirviendo de la improvisada cocina
para hacer un té medicinal. Una hora más tarde el monarca había recuperado
el conocimiento y la lucidez, aunque estaba muy débil.
–Hijo, deberás ser mejor rey que yo –dijo a Dil Bahadur, indicándole que
se colgara el medallón real al cuello.
–Padre, eso es imposible.
–Escúchame, porque no hay mucho tiempo. Éstas son mis instrucciones.
Primero: cásate pronto con una mujer tan fuerte como tú. Ella debe ser la
madre de nuestro pueblo y tú el padre. Segundo: preserva la naturaleza y las
tradiciones de nuestro reino; desconfía de lo que viene de afuera. Tercero: no
castigues a Judit Kinski, la mujer europea. No deseo que pase el resto de su
vida en prisión. Ella ha cometido faltas muy graves, pero no nos corresponde a
nosotros limpiar su karma. Tendrá que volver en otra reencarnación para
aprender lo que no ha aprendido en ésta.
Recién entonces se acordaron de la mujer responsable de la tragedia
ocurrida. Supusieron que no podría llegar muy lejos, porque no conocía la
región, iba desarmada, sin provisiones, sin ropa abrigada y aparentemente
descalza, ya que Armadillo la había obligado a quitarse las botas. Pero
Alexander pensó que si había sido capaz de robar el dragón en esa forma tan
espectacular, también era capaz de escapar del mismo infierno.
–No me siento preparado para gobernar, padre –gimió el príncipe, con la
cabeza gacha.
–No tienes elección, hijo. Has sido bien entrenado, eres valiente y de
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
corazón puro. Pide consejo al Dragón de Oro.
–¡Ha sido destruido!
–Acércate, debo decirte un secreto.
Los demás dieron varios pasos atrás, para dejarlos solos, mientras Dil
Bahadur ponía el oído junto a los labios del rey. El príncipe escuchó
atentamente el secreto mejor guardado del reino, el secreto que desde hacía
dieciocho siglos sólo los monarcas coronados conocían.
–Tal vez sea hora de que te despidas, Dil Bahadur –sugirió Tensing.
–¿Puedo quedarme con mi padre hasta el final...?
–No, hijo, debes partir ahora mismo... –murmuró el soberano.
Dil Bahadur besó a su padre en la frente y retrocedió. Tensing estrechó
a su discípulo en un fuerte abrazo. Se despedían por mucho tiempo, tal vez
para siempre. El príncipe debía enfrentar su prueba de iniciación y podía ser
que no regresara vivo; por su parte el lama debía cumplir la promesa hecha a
Grr–ympr y partir a reemplazarla por seis años en el Valle de los Yetis. Por
primera vez en su vida Tensing se sintió derrotado por la emoción: amaba a
ese muchacho como a un hijo, más que a sí mismo; separarse de él le dolía
como una quemadura. El lama procuró tomar distancia y calmar la ansiedad
de su corazón. Observó el proceso de su propia mente, respiró hondo,
tomando nota de sus desbocados sentimientos y del hecho de que aún le
faltaba un largo camino para alcanzar el absoluto desprendimiento de los
asuntos terrenales, incluso de los afectos. Sabía que en el plano espiritual no
existe la separación. Recordó que él mismo le había enseñado al príncipe que
cada ser forma parte de una sola unidad, todo está conectado. Dil Bahadur y
él mismo estarían eternamente entrelazados, en esta y otras reencarnaciones.
¿Por qué, entonces, sentía esa angustia?
–¿Seré capaz de llegar hasta el Recinto Sagrado, honorable maestro? –
preguntó el joven, interrumpiendo sus pensamientos.
–Acuérdate que debes ser como el tigre del Himalaya: escucha la voz de
la intuición y del instinto. Confía en las virtudes de tu corazón –replicó el
monje.
El príncipe, Nadia y Alexander iniciaron el viaje de regreso a la capital.
Como ya conocían la ruta, iban preparados para los obstáculos. Usaron el
atajo por el Valle de los Yetis, de modo que no se cruzaron con el
destacamento de soldados del general Myar Kunglung, que en ese mismo
momento ascendía por el escarpado sendero de la montaña, acompañados por
Kate Cold y Pema.
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ISABEL ALLENDE
Los hombres azules, en cambio, no pudieron evitar a Kunglung. Habían
corrido monte abajo, a la mayor velocidad que el abrupto terreno permitía,
escapando de los horripilantes demonios que los perseguían. Los yetis no
lograron darles alcance, porque no se atrevieron a descender más allá de sus
límites habituales. Esas criaturas tenían grabada en la memoria genética su
ley fundamental: mantenerse aislados. Muy rara vez abandonaban su valle
secreto y, si lo hacían, era sólo para buscar alimento en las cumbres más
inaccesibles, lejos de los seres humanos. Eso salvó a la Secta del Escorpión,
porque el instinto de preservación de los yetis fue más fuerte que el deseo de
atrapar a sus enemigos; llegó un momento en que se detuvieron en seco. No lo
hicieron de buena gana, porque renunciar a una sabrosa pelea, tal vez la única
que se les presentaría en muchos años, resultó un sacrificio enorme. Se
quedaron por un largo rato aullando de frustración, se dieron unos cuantos
garrotazos entre ellos, para consolarse, y luego emprendieron cabizbajos el
regreso a sus parajes.
Los guerreros del Escorpión no supieron por qué los diablos de cascos
ensangrentados abandonaban la persecución, pero dieron gracias a la diosa
Kali de que así fuera. Estaban tan asustados, que la idea de regresar para
apoderarse de la estatua, como habían planeado, no se les pasó por la mente.
Siguieron bajando por el único sendero posible e inevitablemente se
encontraron frente a los soldados del Reino Prohibido.
–¡Son ellos, los hombres azules! –gritó Pema apenas los vislumbró de
lejos.
El general Myar Kunglung no tuvo dificultad en apresarlos, porque los
otros no tenían cómo escapar. Se entregaron sin oponer la menor resistencia.
Un oficial se encargó de conducirlos hacia la capital, vigilados por la mayoría
de los soldados, mientras Pema, Kate, el general y varios de sus mejores
hombres continuaban hacia Chenthan Dzong.
–¿Qué les harán a esos bandidos? –preguntó Kate al general.
–Tal vez su caso sea estudiado por los lamas, consultado por los jueces y
luego el rey decidirá su castigo. Al menos así se ha hecho en otros casos, pero
en realidad no tenemos mucha práctica en castigar criminales.
–En Estados Unidos seguramente pasarían el resto de sus vidas en
prisión.
–¿Y allí alcanzarían la sabiduría? –preguntó el general.
Fueron tales las carcajadas de Kate, que estuvo a punto de caerse del
caballo.
–Lo dudo, general –replicó secándose las lágrimas, cuando al fin
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
recuperó el equilibrio.
Myar Kunglung no supo qué le producía tanta hilaridad a la vieja
escritora. Concluyó que los extranjeros son personas algo raras, con modales
incomprensibles, y que más vale no perder energía tratando de analizarlos; es
suficiente con aceptarlos.
Para entonces empezaba a caer la noche y fue necesario detenerse y
armar un pequeño campamento, aprovechando una de las terrazas cortadas
en la montaña. Estaban impacientes por llegar al monasterio, pero
comprendían que escalar sin más luz que las linternas era una acción
descabellada.
Kate estaba extenuada. Al esfuerzo del viaje se sumaban la altura, a la
cual no estaba habituada, y la tos, que no la dejaba en paz. Sólo la sostenía su
voluntad de hierro y la esperanza de que arriba encontraría a Alexander y a
Nadia.
–Tal vez no debiera preocuparse, abuelita. Su nieto y Nadia están
seguros, porque con el príncipe y Tensing nada malo puede pasarles –la
tranquilizó Pema.
–Algo muy malo debe haber ocurrido allá arriba para que esos bandidos
huyeran de esa manera –replicó Kate.
–Esos hombres mencionaron algo sobre el maleficio del Dragón de Oro y
la persecución de unos diablos. ¿Usted cree que en estas montañas hay
demonios, abuelita? –preguntó la joven.
–No creo ninguna de esas tonterías, niña –replicó Kate, quien se había
resignado a ser llamada abuelita por todo el mundo en ese país.
La noche se hizo muy larga y nadie pudo dormir demasiado. Los
soldados prepararon un simple desayuno de té salado con manteca, arroz y
unos vegetales secos con aspecto y sabor de suela de zapatos; luego
continuaron la marcha. Kate no se quedaba atrás, a pesar de sus sesenta y
cinco años y sus pulmones debilitados por el humo del tabaco. El general
Myar Kunglung nada decía y no le dirigía la mirada, por temor de cruzarse
con los penetrantes ojos azules de ella, pero en su corazón de guerrero
empezaba a surgir una inevitable admiración. Al principio la detestaba y no
veía las horas de librarse de ella, pero con el correr de los días dejó de
considerarla una vieja imposible y le tomó respeto.
El resto del ascenso resultó sin sorpresas. Cuando por fin pudieron
asomarse al monasterio fortificado, creyeron que allí no había nadie. Un
silencio absoluto imperaba en las antiguas ruinas. Alertas, con las armas en la
mano, el general y los soldados avanzaron adelante, seguidos de cerca por las
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ISABEL ALLENDE
dos mujeres. Así recorrieron una a una las vastas salas, hasta que llegaron a la
última, en cuyo umbral fueron interceptados por un monje gigantesco provisto
de dos palos unidos por una cadena. Con un complicado paso de danza éste
enarboló su arma y, antes de que el grupo alcanzara a reaccionar, enrolló la
cadena en torno al cuello del general. Los soldados se inmovilizaron,
desconcertados, mientras su jefe pataleaba en el aire entre los brazos
monumentales del monje.
–¡Honorable maestro Tensing! –exclamó Pema, encantada al verlo.
–¿Pema? –preguntó él.
–¡Soy yo, honorable maestro! –dijo ella, y agregó, señalando al humillado
militar–: Tal vez sería prudente que soltase al honorable general Myar
Kunglung... Tensing lo depositó en el suelo con delicadeza, le quitó la cadena
del cuello y se inclinó respetuosamente ante él con las manos juntas a la
altura de su frente.
–Tampo kachi, honorable general –saludó.
–Tampo kachi. ¿Dónde está el rey? –replicó el general, procurando
disimular su indignación y acomodándose la chaqueta del uniforme.
Tensing les cedió el paso y el grupo entró a la vasta habitación. Medio
techo se había desmoronado hacía años y el resto se sostenía a duras penas,
había un gran hueco en uno de los muros exteriores, por donde entraba la luz
difusa del día. Una nube, atrapada en la cima de la montaña, creaba un
ambiente brumoso, en el cual todo aparecía desdibujado, como imágenes en
un sueño. Un tapiz en hilachas colgaba entre las ruinas y una elegante estatua
del Buda reclinado, milagrosamente intacta, estaba en el suelo, como
sorprendida en pleno descanso.
Sobre una improvisada mesa yacía el cuerpo del rey, rodeado de media
docena de velas de manteca encendidas. Una ráfaga de aire frío como cristal
hacía vacilar las llamas de las velas en la niebla dorada. El heroico piloto de
Nepal, que velaba junto al cadáver, no se movió con la irrupción de los
militares.
A Kate Cold le pareció que presenciaba la filmación de una película. La
escena era irreal: la sala en ruinas, envuelta en una neblina algodonosa; los
restos de estatuas centenarias y columnas partidas en el suelo; parches de
nieve y escarcha en las irregularidades del piso. Los personajes eran tan
teatrales como el escenario: el descomunal monje con cuerpo de guerrero
mongol y rostro de santo, sobre cuyo hombro se balanceaba el monito Borobá;
el severo general Myar Kunglung, varios soldados y el piloto, todos en
uniforme, como caídos allí por error; y finalmente el rey, quien aun en la
muerte se imponía con su presencia serena y digna.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–¿Dónde están Alexander y Nadia? –preguntó la abuela, vencida por la
fatiga.
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ISABEL ALLENDE
19
EL PRÍNCIPE
Alexander iba adelante siguiendo las instrucciones del video y el GPS,
porque el príncipe no entendió cómo funcionaban y no era el momento de
darle una lección. Alexander no era un experto en esos aparatos, y además
aquél era un modelo ultramoderno que sólo usaba el ejército americano, pero
estaba acostumbrado a usar tecnología y no le resultó difícil descubrir cómo
manejarlo.
Dil Bahadur había pasado doce años de su vida preparándose para el
momento de recorrer el laberinto de puertas del piso inferior del palacio,
cruzar la Última Puerta y vencer uno a uno los obstáculos sembrados en el
Recinto Sagrado. Había aprendido las instrucciones confiado en que, si le
fallaba la memoria, su padre estaría a su lado hasta que pudiera hacerlo solo.
Ahora debía enfrentar la prueba con los consejos de su maestro Tensing y la
presencia de sus nuevos amigos, Nadia y Alexander, como única ayuda. Al
principio miraba con desconfianza la pequeña pantalla que Alexander llevaba
en la mano, hasta que se dio cuenta de que los guiaba directo a la puerta
adecuada. Ni una vez tuvieron que retroceder y nunca abrieron una puerta
equivocada, así se encontraron ante la sala de las lámparas de oro. Esta vez
nadie cuidaba la última Puerta. El guardia herido por los hombres azules, así
como el cadáver de su compañero, habían sido retirados, sin que otros los
reemplazaran, y la sangre del suelo había sido lavada sin dejar rastro.
–¡Uau! –exclamaron Nadia y Alexander al unísono al ver la magnífica
puerta.
–Tenemos que girar los jades precisos; si nos equivocamos, el sistema se
atranca y no podremos entrar –advirtió el príncipe.
–Todo es cuestión de fijarnos bien en lo que hizo el rey. Está grabado en
el video –explicó Alexander.
Vieron la filmación dos veces, hasta estar completamente seguros, y
luego Dil Bahadur movió cuatro jades tallados en forma de flor de loto. Nada
ocurrió. Los tres jóvenes aguardaron sin respirar, contando los segundos. De
pronto las dos hojas de la puerta comenzaron lentamente a moverse.
Se encontraron en la habitación circular con nueve puertas idénticas y,
tal como hiciera Tex Armadillo días antes, Alexander se colocó sobre el ojo
pintado en el suelo, abrió los brazos y giró en un ángulo de cuarenta y cinco
grados. Su mano derecha apuntó a la puerta que debían abrir.
Oyeron un coro espeluznante de lamentos y les dio en las narices un olor
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
fétido a tumba y descomposición. Nada se veía, sólo una insondable negrura.
–Yo iré primero, porque se supone que mi animal totémico, el jaguar,
puede ver en la oscuridad –se ofreció Alexander, cruzando el umbral, seguido
por sus amigos.
–¿Ves algo? –le preguntó Nadia.
–Nada –confesó Alexander.
–En una ocasión como ésta convendría tener un animal totémico más
humilde que el jaguar. Como una cucaracha, por ejemplo –se rió Nadia,
nerviosa.
–Posiblemente no sería del todo una mala idea usar tu linterna... –sugirió
el príncipe.
Alexander se sintió como un tonto: había olvidado por completo que
llevaba la linterna y el cortaplumas en los bolsillos de la parka. Al encender la
linterna se hallaron en un corredor, que recorrieron vacilantes, hasta llegar a
la puerta que había al final. La abrieron con grandes precauciones. Allí la
fetidez era mucho más insoportable, pero había una débil claridad que
permitía ver. Estaban rodeados de esqueletos humanos que colgaban del
techo, meciéndose en el aire con un macabro tintinear de huesos, mientras a
sus pies hervía un asqueroso colchón vivo de serpientes. Alexander dio un
alarido y trató de retroceder, pero Dil Bahadur lo sujetó por un brazo.
–Son huesos muy antiguos, fueron puestos aquí hace siglos para
desanimar a los intrusos –dijo. –¿Y las culebras?
–Los hombres del Escorpión pasaron por aquí, Jaguar, eso quiere decir
que nosotros también podemos hacerlo –lo alentó Nadia.
–Peina dijo que esos tipos son inmunes al veneno de insectos y reptiles –
le recordó Alexander.
–Tal vez estas culebras no sean venenosas. Según me enseñó mi
honorable maestro Tensing, la forma de la cabeza de las víboras peligrosas es
más triangular. Sigamos –ordenó el príncipe.
–Estos reptiles no aparecen en el video –anotó Nadia.
–El rey llevaba la cámara en el medallón, de modo que sólo filmaba lo
que tenía al frente, no a los pies –explicó Alexander.
–Eso significa que debemos tener mucho cuidado con lo que hay más
abajo y más arriba del pecho del rey–concluyó ella.
- 199 -
ISABEL ALLENDE
A manotazos, el príncipe y sus amigos apartaron los esqueletos y,
pisando las víboras, avanzaron hasta la puerta siguiente, que daba acceso a
una habitación en penumbra y vacía.
–¡Espera! –lo detuvo Alexander–. Aquí tu padre movió algo que hay en el
umbral.
–Lo recuerdo, es una piña tallada en la madera –dijo Dil Bahadur
tanteando la pared.
Encontró la palanca que buscaba y la empujó. La piña se hundió y de
inmediato oyeron una terrible sonajera y vieron caer del techo un bosque de
lanzas, que levantó una nube de polvo. Aguardaron a que la última lanza se
clavara en el suelo.
–Ahora es cuando más falta nos hace Borobá. Él podría probar el
camino... En fin, yo pasaré antes, porque soy la más delgada y liviana –decidió
Nadia.
–Se me ocurre que posiblemente esta trampa no sea tan simple como
parece –les advirtió Dil Bahadur.
Deslizándose como una anguila, Nadia pasó entre las primeras barras
metálicas. Había recorrido un par de metros cuando rozó con el codo una de
ellas y de súbito se abrió un hueco bajo sus pies. Instintivamente se aferró a
las lanzas que tenía más cerca y quedó prácticamente colgando sobre el vacío.
Sus manos resbalaban por el metal mientras ella buscaba con los pies algún
punto de apoyo. Para entonces Alexander la había alcanzado, sin cuidarse de
dónde pisaba en la prisa por ayudarla. La cogió con un brazo por la cintura y
la atrajo, sosteniéndola apretadamente contra su cuerpo. La sala entera
pareció vacilar, como si hubiera un terremoto, y varias lanzas más cayeron del
techo, pero ninguna cerca de ellos. Durante varios minutos los dos amigos
permanecieron inmóviles, abrazados, esperando. Luego empezaron a
desprenderse con inmensa lentitud.
–No toques nada –susurró Nadia, temiendo que hasta el aire que
exhalaba provocara una tragedia.
Llegaron al otro lado y le hicieron señas a Dil Bahadur de que pasara,
aunque éste ya había iniciado el trayecto, porque no temía a las lanzas: estaba
protegido por su amuleto.
–Podríamos haber muerto clavados como insectos –comentó Alexander,
limpiándose los lentes, que estaban empañados.
–Pero eso no ocurrió, ¿verdad? –le recordó Nadia, a pesar de que estaba
tan asustada como su amigo.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Si aspiran profundo tres veces, dejan que el aire llegue hasta el vientre
y luego lo sueltan lentamente, tal vez se tranquilicen... –les aconsejó el
príncipe.
–No hay tiempo para hacer yoga. Sigamos –lo interrumpió Alexander.
El GPS indicó la puerta que debían abrir y, apenas lo hicieron, las lanzas
se levantaron simultáneamente y el cuarto volvió a verse vacío. Después
encontraron dos habitaciones, cada una con varias puertas, pero sin trampas.
Se relajaron un poco y empezaron a respirar con normalidad, pero no se
descuidaron.
De pronto se encontraron en un espacio completamente oscuro.
–En el video no se ve nada, la pantalla está negra –dijo Alexander.
–¿Qué habrá aquí? –inquirió Nadia.
El príncipe tomó la linterna y alumbró el piso, donde vieron un árbol
frondoso y lleno de frutas y pájaros, pintado con tal maestría que parecía
plantado en tierra firme, erguido al centro de la habitación. Era tan hermoso y
de aspecto tan inofensivo, que invitaba a acercarse y tocarlo.
–¡No den un solo paso! Es el Árbol de la Vida. He oído historias sobre los
peligros de pisarlo – exclamó Dil Bahadur, olvidando por una vez sus buenos
modales.
El príncipe tomó la pequeña escudilla en la cual preparaba su comida,
que siempre llevaba entre los pliegues de su túnica, y la tiró al suelo. El Árbol
de la Vida estaba pintado en una delgada seda tendida sobre un pozo
profundo. Un paso al frente los habría precipitado al vacío. No sabían que allí
había perecido uno de los secuaces de Tex Armadillo en ese mismo recorrido.
El bandido yacía al fondo de un pozo donde en ese mismo momento las ratas
terminaban de pelar sus huesos.
–¿Cómo podemos pasar? –preguntó Nadia.
–Tal vez sería mejor que esperen aquí –indicó el príncipe.
Con grandes precauciones, Dil Bahadur buscó con el pie hasta que
encontró una delgada pestaña a lo largo de la pared. No se veía porque estaba
pintada de negro y se fundía contra el color del piso. Con la espalda pegada
contra el muro fue avanzando. Movía la pierna derecha unos centímetros,
buscaba el equilibrio y luego movía la izquierda. Así llegó hasta el otro lado.
Alexander comprendió que para Nadia ésa sería una de las pruebas más
difíciles, por su temor a la altura.
- 201 -
ISABEL ALLENDE
–Ahora debes recurrir al espíritu del águila. Dame la mano, cierra los
ojos y pon toda tu atención en los pies –le dijo.
–¿Por qué no espero aquí, mejor? –sugirió ella.
–No. Vamos a pasar juntos –la conminó su amigo.
No sospechaban qué profundidad tenía el hueco y no pensaban
averiguarlo. El bandido de Tex Armadillo que cayó al pozo había resbalado sin
que nadie pudiera impedirlo. Por un instante pareció flotar en el aire,
sostenido por la copa del Árbol de la Vida, abierto de piernas y brazos,
envuelto en sus negras vestiduras, como un gran murciélago. La ilusión duró
una pestañada. Con un alarido de absoluto terror, el hombre cayó a la negra
boca del pozo. Sus compañeros oyeron el golpe del cuerpo al tocar fondo y
luego reinó un silencio escalofriante. Por suerte Nadia nada sabía de esto. Se
aferró a la mano de Alexander y paso a paso le siguió hasta el otro lado.
Al abrir otra de las puertas, los tres amigos se encontraron rodeados de
espejos. No sólo los había en las paredes, sino también en el techo y el suelo,
multiplicando sus imágenes hasta el infinito. Además la habitación estaba
inclinada, como un cubo sostenido en una de sus esquinas. No podían avanzar
de pie, debían hacerlo gateando, sujetándose unos a otros, completamente
desorientados. Las puertas no se veían, porque eran también de espejo. En
pocos segundos estaban con náuseas, sentían que les estallaba la cabeza y
perdían la razón.
–No miren hacia los lados, claven la vista en el que va adelante. Síganme
en fila, sin separarse. La dirección está indicada en mi pantalla –ordenó
Alexander.
–No sé cómo vamos a encontrar la salida –dijo Nadia, totalmente
confundida.
–Si abrimos la puerta equivocada, posiblemente se active un seguro y
quedemos atrapados aquí para siempre –les advirtió el príncipe con su
habitual calma.
–Para eso contamos con la tecnología más moderna –lo tranquilizó
Alexander, aunque él mismo apenas podía controlar sus nervios.
Las puertas eran todas iguales, pero mediante el GPS Alexander se dio
cuenta de la dirección que debían tomar. El rey se había detenido en varios
lugares antes de abrir la puerta correcta. Echó atrás el video para observar
los detalles y se fijó que el espejo reflejaba una imagen deformada del rey.
–Uno de los espejos es cóncavo. Ésa es la puerta –concluyó.
- 202 -
EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Cuando Dil Bahadur se vio gordo y paticorto en el espejo, empujó; éste
cedió y pudieron salir. Se encontraron en un angosto y largo corredor que se
enroscaba en sí mismo como una espiral. Se diferenciaba de los demás
recintos del palacio en que no había puertas visibles, pero no dudaron que
encontrarían una al final, porque así indicaba el video. No había dónde
perderse, era simplemente cuestión de avanzar. El aire estaba enrarecido y
flotaba un polvillo fino, que parecía dorado en la luz de las pequeñas lámparas
colgadas del techo. En el video vieron que el rey había pasado rápido y sin
vacilar, pero eso no significaba que fuera seguro, podía haber riesgos que el
video no registraba.
Entraron al corredor, observando el entorno, sin saber por dónde
vendría la amenaza, pero conscientes de que no podían descuidarse ni un
segundo. Habían dado varios pasos cuando comprendieron que pisaban algo
blando. Tenían la sensación de caminar sobre una lona estirada, que cedía con
el peso de los cuerpos.
Dil Bahadur se tapó la boca y la nariz con la túnica e hizo gestos
desesperados a sus amigos de seguir sin detenerse. Acababa de darse cuenta
de que en realidad avanzaban sobre un sistema de fuelles. Con cada paso salía
de unos agujeros en el suelo el polvo que habían notado al entrar. En pocos
segundos el aire estaba tan saturado que no se veía a treinta centímetros de
distancia. Las ganas de toser eran insoportables, pero se controlaron como
pudieron, porque al hacerlo aspiraban el polvo a bocanadas. La única solución
era tratar de llegar a la salida lo antes posible. Echaron a correr, procurando
no respirar, lo cual era imposible, dada la longitud del pasillo. Temieron que
fuera un veneno mortal, pero pensaron que, si el rey cruzaba ese corredor a
menudo, no podía tratarse de eso.
Nadia era buena nadadora, porque se había criado en el Amazonas,
donde la vida transcurre sobre el agua, y podía permanecer sumergida más de
un minuto. Eso le permitió sujetar la respiración mejor que sus amigos, pero
aun así tuvo que inhalar un par de veces. Calculó que Alexander y Dil Bahadur
tenían bastante más de ese extraño polvo en el organismo que ella. De cuatro
zancadas llegó al final del pasillo, abrió la única puerta que había y tiró a los
otros hacia el umbral.
Sin pensar en los riesgos que la habitación próxima podía contener, los
tres amigos se precipitaron fuera del corredor, cayendo unos encima de otros,
ahogados, respirando a todo pulmón y tratando de sacudirse el polvo adherido
a la ropa. En el video nada amenazante aparecía: el rey había pasado por ese
cuarto con la misma seguridad con que lo hizo por el corredor. Nadia, quien
se hallaba en mejores condiciones que los muchachos, les señaló que no se
movieran mientras ella revisaba el lugar.
La sala estaba bien iluminada y el aire parecía normal. Había varias
puertas, pero la pantalla indicaba claramente cuál debían usar. Se adelantó un
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ISABEL ALLENDE
par de pasos y se dio cuenta de que le costaba fijar la vista: millares de
puntos, líneas y figuras geométricas en brillantes colores bailaban ante sus
ojos. Estiró los brazos, tratando de mantener el equilibrio. Volvió atrás y
comprobó que Alexander y Dil Bahadur también se tambaleaban.
–Me siento muy mal –murmuró Alexander, dejándose caer sentado en el
piso.
–Jaguar, abre los ojos! –lo sacudió Nadia–. El efecto de ese polvo se
parece a la poción que nos dieron los indios en el Amazonas. ¿Te acuerdas que
vimos visiones?
–¿Un alucinógeno? ¿Crees que estamos drogados?
–¿Qué es un alucinógeno? –preguntó el príncipe, quien sólo se sostenía
de pie gracias al control que siempre ejercía sobre su cuerpo.
–Sí, eso creo. Seguramente cada uno de nosotros verá algo diferente. No
es real –explicó Nadia, sosteniendo a sus amigos para ayudarlos a seguir, sin
imaginar que en pocos segundos ella misma caería en el infierno de aquella
droga.
A pesar de la advertencia de Nadia, ninguno de los tres sospechaba el
terrible poder de aquel polvo dorado. El primer síntoma fue que se hundían en
un laberinto psicodélico de colores y figuras iridiscentes que se movían a
velocidad vertiginosa. Mediante un supremo esfuerzo lograron mantener los
ojos abiertos y avanzar trastabillando, preguntándose cómo lo hacía el rey
para sobreponerse a la droga. Sentían que se desprendían del mundo y de la
realidad, como si fueran a morir; no podían contener los gemidos de angustia.
Para entonces habían llegado a la sala siguiente, que resultó ser mucho más
amplia que las anteriores. Al ver lo que allí había, lanzaron una exclamación
de espanto, a pesar de que una parte de sus cerebros repetía que esas
imágenes eran fruto únicamente de la imaginación.
Se encontraron en el infierno, rodeados de monstruos y demonios que
los amenazaban como una jauría de fieras. Por todos lados vieron cuerpos
destrozados, tortura, sangre y muerte. Un horripilante coro de alaridos los
ensordecía; voces cavernosas llamaban sus nombres, como hambrientos
fantasmas.
Alexander vio claramente a su madre en las garras de una poderosa ave
de rapiña, negra y amenazante. Estiró las manos para tratar de rescatarla y en
ese instante el pájaro de la muerte devoró la cabeza de Lisa Cold. Un grito se
le escapó de lo más profundo del pecho.
Nadia se encontró de pie, en precario equilibrio, sobre una angosta viga
en el último piso de uno de los rascacielos que había visitado con Kate en
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Nueva York. A sus pies, centenares de metros más abajo, veía todo cubierto de
lava ardiente. El vértigo de la muerte se apoderó de su mente, anulando su
capacidad de razonar, mientras la viga se inclinaba más y más. Oyó el llamado
del abismo como una fatal tentación.
Por su parte, Dil Bahadur sintió que su espíritu se desprendía, cruzaba
el firmamento como un rayo y llegaba a las ruinas del monasterio fortificado
en el preciso instante en que su padre moría en los brazos de Tensing.
Enseguida vio a un ejército de seres sanguinarios que atacaba al desvalido
Reino del Dragón de Oro. Y lo único que había entre ambos era él mismo,
desnudo y vulnerable.
Las visiones eran distintas para cada uno y todas eran atroces;
representaban lo que más temían, sus peores recuerdos, pesadillas y
debilidades. Ése era un viaje personal a las cámaras prohibidas de sus propias
conciencias. Sin embargo, para ellos fue un viaje mucho menos arduo que
para Tex Armadillo y los guerreros del Escorpión, porque los tres jóvenes eran
almas buenas, no cargaban el peso de los crímenes abominables de los otros
individuos.
El primero en reaccionar fue el príncipe, quien tenía muchos años de
practicar control sobre su mente y su cuerpo. Se desprendió con brutal
esfuerzo de las figuras maléficas que lo atacaban y dio unos pasos en la
habitación.
–Todo lo que vemos es ilusión –dijo y, tomando a sus amigos de la mano,
los condujo a la fuerza hacia la salida.
Alexander no podía enfocar bien la vista para seguir las instrucciones de
la pantalla, pero le alcanzó la cordura para darse cuenta de que en el video no
se veía nada más que un cuarto vacío, prueba de que Dil Bahadur tenía razón
y esas escenas diabólicas eran sólo producto de su imaginación. Allí se
sentaron, apoyándose unos en otros, para descansar, por un rato, hasta que se
calmaron y lograron manejar las horrendas visiones del alucinógeno, aunque
éstas no desaparecieron. Dándose ánimo entre ellos, los tres jóvenes pudieron
ponerse de pie. El rey se había dirigido a la puerta precisa, aparentemente sin
sufrir nada de lo que ahora los afectaba a ellos; pensó que seguramente había
aprendido a no inhalar el polvo, o bien disponía de un antídoto contra la
droga. En todo caso, en el video el monarca parecía a salvo del suplicio
psicológico que sufrían ellos.
En la última habitación del laberinto que protegía al Dragón de Oro, la
más amplia de todas, los demonios y las escenas de horror desaparecieron
súbitamente y fueron reemplazados por un paisaje maravilloso. El malestar
producido por la droga había dado paso a una inexplicable euforia. Se sentían
livianos, poderosos, invencibles. En la luz cálida de centenares de lamparitas
de aceite vieron un jardín envuelto en una suave bruma rosada, que se
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ISABEL ALLENDE
desprendía del suelo y se elevaba hasta las copas de los árboles. Hasta sus
oídos llegaba un coro de voces angélicas, y notaron que había una fragancia
penetrante de flores silvestres y frutas tropicales. El techo había desaparecido
y en su lugar vieron un cielo a la hora de la puesta del sol, cruzado de pájaros
de vivos plumajes. Se restregaron los ojos, incrédulos.
–Esto tampoco es real. Seguro que estamos todavía drogados –murmuró
Nadia.
–¿Vemos todos lo mismo? Yo veo un parque –agregó Alexander.
–Yo también –dijo Nadia.
–Y yo. Si los tres vemos lo mismo, no se trata de visiones. Esto es una
trampa, tal vez la más peligrosa de todas. Sugiero que no toquemos nada y
pasemos rápidamente... –advirtió Dil Bahadur.
–¿De modo que no estamos soñando? Esto se parece al jardín del Edén –
comentó Alexander, todavía un poco ebrio por los polvos dorados de la sala
anterior.
–¿Qué jardín es ése? –preguntó Dil Bahadur.
–El Jardín del Edén aparece en la Biblia; allí colocó el Creador a la
primera pareja de seres humanos. Creo que casi todas las religiones tienen un
jardín similar. El Paraíso, un lugar de eterna belleza y felicidad –explicó su
amigo.
Alexander pensó que lo que presenciaban podían ser imágenes virtuales
o proyecciones de cine, pero enseguida comprendió la imposibilidad de que
fuera una tecnología tan moderna. El palacio había sido construido hacía
muchos siglos.
Entre las brumas, donde volaban delicadas mariposas, surgieron tres
figuras humanas, dos muchachas y un joven de radiante hermosura, con los
cabellos como hilos de seda que la brisa levantaba, vestidos de livianas sedas
bordadas, con grandes alas de plumas áureas. Se movían con extraordinaria
gracia, llamándolos con gestos, tendiéndoles los brazos. La tentación de
acercarse a aquellos seres translúcidos y abandonarse al placer de volar con
ellos llevados por esas alas poderosas era casi irresistible. Alexa nder dio un
paso adelante, hipnotizado por una de las doncellas, y Nadia le sonrió al joven
desconocido, pero Dil Bahadur tuvo suficiente presencia de ánimo para sujetar
a sus amigos por los brazos.
–No los toquen, son fatales. Éste es el jardín de las tentaciones –les
advirtió.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
Pero Nadia y Alexander, perdida la razón, se sacudían, tratando de
desprenderse de las manos del príncipe.
–No son reales, están pintadas en los muros o son estatuas. Ignórenlas –
repetía éste.
–Se mueven y nos llaman... –murmuró Alexander, embobado.
–Es un truco, una ilusión óptica. ¡Miren allí! –exclamó Dil Bahadur
obligándolos a dirigir la vista hacia un rincón del jardín.
Tirado boca abajo en el suelo sobre un macizo de flores pintadas, estaba
el cuerpo inerte de uno de los hombres azules. Dil Bahadur condujo a la fuerza
a sus amigos hasta él. Se inclinó y lo dio vuelta, entonces vieron la forma
horrible en que había perecido.
Los guerreros del Escorpión habían penetrado en ese fantástico jardín
como en un sueño, drogados por los polvos dorados, que les hacían creer todo
lo que veían. Eran hombres brutales, que pasaban la vida a caballo, dormían
sobre el duro suelo, estaban habituados a la crueldad, el sufrimiento y la
pobreza. Jamás habían visto nada hermoso o delicado, nada sabían de música,
de flores, de fragancias o de mariposas como las de ese jardín. Adoraban
serpientes, escorpiones y dioses sanguinarios del panteón hindú. Temían a los
demonios y al infierno, pero no habían oído hablar del Paraíso o de seres
angélicos como los de aquella última trampa del Recinto Sagrado. Lo más
cercano a la intimidad o al amor que conocían era la ruda camaradería entre
ellos. Tex Armadillo había tenido que amenazarlos con su pistola para impedir
que se detuvieran en aquel jardín embrujado, pero no logró evitar que uno de
ellos sucumbiera a la tentación.
El hombre estiró la mano y tocó el brazo extendido de una de las
hermosas doncellas aladas. Encontró la frialdad del mármol, pero la textura
no era lisa como el mármol, sino áspera como lija o vidrio molido. Retiró la
mano sorprendido y vio que su palma estaba arañada. Al instante la piel
empezó a resquebrajarse, abrirse, mientras la carne se disolvía como si fuera
quemada hasta los huesos. A sus gritos acudieron los demás, pero no había
nada que hacer: el mortal veneno ya había penetrado en la corriente
sanguínea y rápidamente avanzó por el brazo, como un ácido corrosivo. En
menos de un minuto el desdichado estaba muerto.
Ahora Alexander, Nadia y Dil Bahadur se hallaban frente al cadáver, que
en esos días se había secado como una momia por efecto del veneno. El
cuerpo se había reducido, era un esqueleto con un pellejo negro adherido a
los huesos, que desprendía un olor persistente a hongos y musgo.
–Como dije, tal vez sea mejor no tocar nada... –repitió el príncipe, pero
su advertencia ya no era necesaria, porque ante ese espectáculo Nadia y
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ISABEL ALLENDE
Alexander despertaron del trance.
Los tres jóvenes se encontraron por fin en la sala del Dragón de Oro.
Aunque nunca la había visto, Dil Bahadur la reconoció al punto por las
descripciones que le habían dado los monjes en los cuatro monasterios donde
aprendió el código. Allí estaban las paredes cubiertas de láminas de oro,
grabadas con escenas en bajorrelieve de la vida de Sidarta Gautama, los
candelabros de oro macizo con las velas de cera de abeja, las delicadas
lámparas de aceite con sus pantallas de filigrana de oro, los perfumeros de
oro donde se quemaban mirra e incienso. Oro, oro por todas partes. Aquel oro
que había despertado la codicia de Tex Armadillo y los hombres azules dejaba
completamente indiferentes a Dil Bahadur, Alexander y Nadia, para quienes
ese metal amarillo resultaba más bien feo.
–Tal vez no fuera mucho pedir que nos dijeras qué estamos haciendo
aquí –sugirió Alexander al príncipe, sin poder evitar la ironía en su tono.
–Tal vez ni yo mismo lo sepa –replicó Dil Bahadur.
–¿Por qué tu padre te pidió que vinieras aquí? –quiso saber Nadia.
–Posiblemente para consultar al Dragón de Oro.
–¡Pero si se lo robaron! Aquí no hay nada más que esa piedra negra con
un trocito de cuarzo, que debe ser la base donde antes estaba la estatua –dijo
Alexander.
–Ése es el Dragón de Oro –les informó el príncipe.
–¿Cuál?
–La base de piedra. Se llevaron una estatua muy bonita, pero en realidad
el oráculo sale de la piedra. Ése es el secreto de los reyes, que ni los monjes
de los monasterios saben. Ése es el secreto que me entregó mi padre y que
ustedes jamás podrán repetir.
–¿Cómo funciona?
–Primero tengo que salmodiar la pregunta en el idioma de los yetis,
entonces el cuarzo en la piedra comienza a vibrar y emite un sonido, que
luego debo interpretar.
–¿Me estás tomando el pelo? –preguntó Alexander. Dil Bahadur no
entendió qué quería decir.
No tenía la menor intención de coger a nadie por el pelo.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Veamos cómo se hace. ¿Qué piensas preguntarle?
–dijo Nadia, siempre práctica.
–Tal vez lo más importante es saber cuál es mi karma, para cumplir mi
destino sin desviarme – decidió Dil Bahadur.
–¿Hemos desafiado a la muerte para llegar aquí a consultar sobre tu karma? –
se burló Alexander.
–Eso te lo puedo decir yo: eres un buen príncipe y serás un buen rey –
agregó Nadia.
Dil Bahadur les pidió a sus amigos que se sentaran en silencio al fondo
de la sala y luego se aproximó a la plataforma donde antes se apoyaban las
patas de la magnífica estatua. Encendió los perfumeros de incienso y las velas,
luego se sentó con las piernas cruzadas por un tiempo que a los otros les
pareció muy largo. El príncipe meditó en silencio hasta calmar su ansiedad y
limpiar su mente de todo pensamiento, de deseos y temores, también de
curiosidad. Se abrió por dentro como la flor del loto, tal como le había
enseñado su maestro, para recibir la energía del universo.
Las primeras notas fueron casi un murmullo, pero rápidamente el
cántico del príncipe se convirtió en un rugido poderoso que brotaba de la
tierra misma, un sonido gutural que los otros dos jóvenes nunca habían
escuchado. Costaba imaginar que fuera un sonido humano, parecía provenir
de un gran tambor al centro de una enorme caverna. Las roncas notas
rodaban, ascendían, bajaban, adquirían ritmo, volumen y velocidad; luego se
calmaban para volver a comenzar, como el oleaje del mar. Cada nota se
estrellaba contra las láminas de oro de las paredes y volvía multiplicada.
Fascinados, Nadia y Alexander sentían la vibración dentro de sus propios
vientres, como si fueran ellos quienes la emitían. Pronto se dieron cuenta de
que al canto del príncipe se había sumado una segunda voz, muy diferente:
era la respuesta del pequeño trozo de cuarzo amarillento incrustado en la
piedra negra. Dil Bahadur se calló para escuchar el mensaje de la piedra, que
continuaba en el aire como el eco de grandes campanas de bronce repicando
al unísono. Su concentración era total, ni un músculo se movía en su cuerpo,
mientras su mente retenía las notas de cuatro en cuatro y simultáneamente
las traducía a los ideogramas del lenguaje perdido de los yetis, que durante
doce años había memorizado.
El cántico de Dil Bahadur se prolongó por más de una hora, que a Nadia
y Alexander les pareció apenas unos pocos minutos, porque esa extraordinaria
música los había transportado a un estado superior de la consciencia. Sabían
que durante dieciocho siglos esa sala había sido visitada solamente por los
reyes del Reino Prohibido y que nadie antes que ellos había presenciado un
oráculo. Mudos, con los ojos redondos de asombro, los dos jóvenes seguían el
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ISABEL ALLENDE
ondulante sonido de la piedra, sin comprender con exactitud lo que hacía Dil
Bahadur, pero seguros de que era algo prodigioso y con profundo sentido
espiritual.
Por fin reinó el silencio en el Recinto Sagrado. El trozo de cuarzo, que
durante el cántico parecía brillar con una luz interna, se tornó opaco, como al
principio. El príncipe, agotado, permaneció en la misma posición durante un
buen rato, sin que sus amigos se atrevieran a interrumpirlo.
–Mi padre ha muerto –dijo finalmente Dil Bahadur, poniéndose de pie.
–¿Eso dijo la piedra? –preguntó Alexander.
–Sí. Mi padre esperó a que yo llegara hasta aquí y luego pudo
abandonarse a la muerte.
–¿Cómo supo que habías llegado?
–Se lo comunicó mi maestro Tensing –dijo el joven príncipe, tristemente.
–¿Qué más dijo la piedra? –preguntó Nadia.
–Mi karma es ser el penúltimo monarca del Reino del Dragón de Oro.
Tendré un hijo, que será el último rey. Después de él el mundo y este reino
cambiarán y ya nada volverá a ser como antes. Para gobernar con justicia y
sabiduría contaré con la ayuda de mi padre, quien me guiará en sueños.
También tendré la ayuda de Perra, con quien voy a casarme, de Tensing y del
Dragón de Oro.
–Es decir, de esta piedra, porque la estatua se convirtió en ceniza –anotó
Alexander.
–Tal vez entendí mal, pero me parece que la recuperaremos –comentó el
príncipe, indicándoles con una seña que había llegado el momento de
regresar.
Timothy Bruce y Joel González, los fotógrafos del International
Geographic, habían cumplido al pie de la letra las órdenes de Kate Cold.
Pasaron ese tiempo recorriendo los sitios más inaccesibles del reino, guiados
por un sherpa de corta estatura, quien cargaba el pesado equipo y las carpas
en la espalda, sin perder su plácida sonrisa ni el ritmo regular de sus pasos.
Los extranjeros, en cambio, desfallecían con el esfuerzo de seguirlo y con la
altura, que los ahogaba. Los fotógrafos, que no se habían enterado de las
peripecias de sus compañeros, llegaron muy entusiasmados a contar sus
aventuras con raras orquídeas y ositos panda, pero Kate Cold no demostró el
menor interés. La escritora los apabulló con la noticia de que su nieto y Nadia
habían contribuido a derrotar a una organización criminal, rescatar a varias
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
niñas cautivas, apresar a una secta de bandidos patibularios y colocar al
príncipe Dil Bahadur en el trono, todo esto con la ayuda de una banda de yetis
y un misterioso monje con poderes mentales. Timothy Bruce y Joel González
cerraron la boca y no dijeron una palabra más hasta la hora de subir al avión
para regresar a su país.
–En todo caso, no vuelvo a viajar con Alexander y Nadia, porque atraen
el peligro, como la miel a las moscas. Ya estoy muy vieja para pasar tanto
susto –comentó la escritora, quien todavía no se había repuesto de los
sobresaltos pasados.
Alexander y Nadia intercambiaron una mirada de complicidad, porque
ambos habían decidido que de todos modos iban a acompañarla en su próximo
reportaje. No podían perder la oportunidad de vivir otra aventura con Kate
Cold.
Los chicos no le habían confiado a la abuela los detalles del Recinto
Sagrado, ni la forma en que operaba el prodigioso pedazo de cuarzo, porque
se habían comprometido a guardar el secreto. Se limitaron a decirle que en
aquel lugar Dil Bahadur, como todos los monarcas del Reino Prohibido,
contaba con los medios para predecir el futuro.
–En la antigua Grecia existía un templo en Delfos al que acudía la gente
a oír las profecías de una pitonisa que caía en trance –les contó Kate–. Sus
palabras eran siempre enigmáticas, pero los clientes les encontraban sentido.
Ahora se sabe que en ese lugar se desprendía un gas de la tierra,
seguramente éter. La sacerdotisa se mareaba con el gas y hablaba en clave, el
resto lo imaginaban sus ingenuos clientes.
–La situación no es comparable. Lo que vimos no se explica con un gas –
replicó su nieto.
La vieja escritora lanzó una risotada seca.
–Se han invertido los papeles, Kate: antes era yo el escéptico que nada
creía sin pruebas y tú la que me repetías que el mundo es un lugar muy
misterioso y que no todo tiene una explicación racional –sonrió Alexander.
La mujer no pudo contestar, porque la risa se le había convertido en un
ataque de tos y estaba a punto de ahogarse. Su nieto le dio unos golpes en la
espalda, con más energía de la necesaria, mientras Nadia iba a buscar un vaso
de agua.
–Es una lástima que Tensing haya partido al Valle de los Yetis, de otro
modo te habría curado la tos con sus agujas mágicas y sus oraciones. Me temo
que tendrás que dejar de fumar, abuela –dijo Alexander. –¡No me llames
abuela!
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ISABEL ALLENDE
La tarde antes de partir de vuelta a Estados Unidos, los miembros de la
expedición del International Geographic estaban reunidos en el palacio de mil
habitaciones con la familia real y el general Kunglung, después de asistir a los
funerales del rey. Éste había sido incinerado, como era la tradición, y sus
cenizas se habían repartido en cuatro antiguos recipientes de alabastro, que
los mejores soldados llevaron a lomo de caballo hacia los cuatro puntos
cardinales del reino, donde fueron lanzadas al viento. Ni su pueblo ni su
familia, que tanto lo amaban, lloraron su muerte, porque creían que el llanto
obliga al espíritu a quedarse en el mundo para consolar a los vivos. Lo
correcto era demostrar alegría, para que el espíritu se fuera contento a
cumplir otro ciclo en la rueda de la reencarnación, evolucionando en cada vida
hasta alcanzar finalmente la iluminación y el cielo, o Nirvana.
–Tal vez mi padre nos haga el honor de reencarnarse en nuestro primer
hijo –dijo el príncipe Dil Bahadur.
A Pema le tembló la taza de té en las manos, delatando su turbación. La
joven vestía enteramente de seda y brocado, con botas de piel y adornos de
oro en los brazos y las orejas, pero llevaba la cabeza descubierta, porque
estaba orgullosa de haber usado su hermosa cabellera en una causa que le
parecía justa. Su ejemplo sirvió para que las otras cuatro muchachas rapadas
no se acomplejaran. La larga trenza de cincuenta metros que hicieron con sus
cabelleras había sido colocada como ofrenda ante el Gran Buda del palacio,
donde la gente hacía peregrinaciones para verla. Tanto se había comentado el
asunto y tantas veces fueron mostradas en televisión, que se produjo una
reacción histérica y centenares de muchachas se afeitaron la cabeza por
imitación, hasta que Dil Bahadur en persona tuvo que aparecer en la pantalla
para insinuar que el reino no necesitaba esas pruebas de patriotismo tan
extremas. Alexander comentó que en Estados Unidos eso de llevar la cabeza
rapada estaba de moda, así como hacerse tatuajes y perforarse las narices, las
orejas y el ombligo para ponerse adornos metálicos, pero nadie le creyó.
Estaban todos sentados en un círculo sobre cojines en el suelo, bebiendo
chai, el aromático té dulce de India, y tratando de tragar una pésima torta de
chocolate que las monjas cocineras del palacio habían inventado para halagar
a los visitantes extranjeros. Tschewang, el leopardo real, se había echado
junto a Nadia con las orejas gachas. Desde la muerte del rey, su amo, el
hermoso felino andaba deprimido. Durante varios días no quiso comer, hasta
que Nadia logró convencerlo, en el idioma de los gatos, de que ahora tenía la
responsabilidad de cuidar a Dil Bahadur.
–Al despedirse de nosotros para ir a cumplir su misión en el Valle de los
Yetis, mi honorable maestro Tensing me entregó algo para ti –dijo Dil Bahadur
a Alexander.
–¿Para mí?–No exactamente para ti, sino para tu honorable madre –
replicó el nuevo rey, pasándole una cajita de madera.
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EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–¿Qué es esto?
–Excremento de dragón.
–¿Qué? –preguntaron Alexander, Nadia y Kate al unísono.
–Tiene la reputación de ser una medicina muy poderosa. Posiblemente si
la disuelves en un poco de licor de arroz y se la das a tomar, tu honorable
madre se mejore de su enfermedad –dijo Dil Bahadur.
–¡Cómo le voy a dar de comer esto a mi mamá! –exclamó el joven,
ofendido.
–Tal vez sería mejor no decirle lo que es. Está petrificado. No es lo
mismo que excremento fresco, me parece... En todo caso, Alexander, tiene
poderes mágicos. Un trocito de eso me salvó de los puñales de los hombres
azules –explicó Dil Bahadur, señalando la piedrecilla que colgaba de una tira
de cuero sobre su pecho.
Kate no pudo evitar que se le pusieran los ojos en blanco y una mueca
burlona bailara brevemente en sus labios, pero Alexander agradeció
conmovido el regalo de su amigo y lo guardó en el bolsillo de su camisa.
–El Dragón de Oro se fundió con la explosión del helicóptero; es una
pérdida grave, porque nuestro pueblo cree que la estatua defiende las
fronteras y mantiene la prosperidad de la nación –dijo el general Kunglung.
–Tal vez no sea la estatua, sino la sabiduría y prudencia de sus
gobernantes las que hayan mantenido a salvo al país –replicó Kate,
ofreciéndole con disimulo su torta de chocolate al leopardo, que la olisqueó
brevemente, arrugó el hocico en un gesto de repugnancia y enseguida volvió a
echarse junto a Nadia.
–¿Cómo podemos hacerle comprender al pueblo que puede confiar en el
joven rey Dil Bahadur, aunque no cuente con el dragón sagrado? –preguntó el
general.
–Con todo respeto, honorable general, posiblemente el pueblo te nga
otra estatua dentro de poco –dijo la escritora, quien por fin había aprendido a
hablar de acuerdo a las normas de cortesía en ese país.
–¿Tendría la honorable abuelita deseos de explicar a qué se refiere? –
interrumpió Dil Bahadur.
–Posiblemente un amigo mío pueda resolver el problema –dijo Kate y
procedió a explicar su plan.
- 213 -
ISABEL ALLENDE
Al cabo de varias horas de lucha con la primitiva compañía de teléfonos
del Reino Prohibido, la escritora había logrado comunicarse directamente con
Isaac Rosenblat en Nueva York, para preguntarle si podía fabricar un dragón
similar al anterior, basándose en cuatro fotografías Polaroid, unas imágenes
algo borrosas filmadas en video y una descripción detallada que habían dado
los bandidos del Escorpión, esperando congraciarse con las autoridades del
país.
–¿Me estás pidiendo que haga una estatua de oro? –preguntó a gritos
desde el otro lado del planeta el buen Isaac Rosenblat.
–Sí, más o menos del tamaño de un perro, Isaac. Además hay que
incrustarle varios centenares de piedras preciosas, incluyendo diamantes,
zafiros, esmeraldas y, por supuesto, un par de rubíes estrella idénticos para
los ojos.
–¿Quién va a pagar todo esto, muchacha, por Dios?
–Un cierto coleccionista que tiene su oficina muy cerca de la tuya, Isaac
–replicó Kate Cold, muerta de risa.
La escritora estaba muy orgullosa de su plan. Se había hecho enviar
desde Estados Unidos una grabadora especial, que no se vende en el
comercio, pero que obtuvo gracias a sus contactos con un agente de la CIA,
del cual se había hecho amiga durante un reportaje en Bosnia. Con ese
aparato pudo escuchar las minúsculas cintas que Judit Kinski escondía en su
bolso. Contenían la información necesaria para descubrir la identidad del
cliente llamado el Coleccionista. Con eso Kate pensaba presionarlo. Lo dejaría
en paz sólo a cambio de que repusiera la estatua perdida, era lo menos que
podía hacer para reparar el daño cometido. El Coleccionista había tomado
precauciones para que las llamadas telefónicas no fueran interceptadas, pero
no sospechaba que cada uno de los agentes enviados por el Especialista para
cerrar el trato grabó las negociaciones. Para Judit esas cintas grabadas eran
un seguro de vida, que podía usar si el asunto se ponía demasiado feo; por eso
las llevaba siempre consigo, hasta que en la lucha con Tex Armadillo perdió el
bolso. Kate Cold sabía que el segundo hombre más rico del mundo no
permitiría que la historia de sus tratos con una organización criminal, que
incluía el secuestro del monarca de una nación pacífica, apareciera en la
prensa y tendría que ceder a sus exigencias.
El plan expuesto por Kate sorprendió mucho a la corte del Reino
Prohibido.
–Posiblemente fuera conveniente que la honorable abuelita consultara
este asunto con los lamas. Su idea es muy bien intencionada, pero tal vez la
acción que pretende sea algo ilegal... – sugirió amablemente Dil Bahadur.
- 214 -
EL REINO DEL DRAGÓN DE ORO
–Tal vez no sea muy legal que digamos, pero el Coleccionista no merece
un trato mejor. Déjelo todo en mis manos, Majestad. En este caso se justifica
plenamente ensuciar mi karma con un pequeño chantaje. Y a propósito, si no
es una impertinencia, ¿puedo preguntar a Su Majestad qué trato recibirá Judit
Kinski? –preguntó Kate.
La mujer había sido encontrada, sin conocimiento y entumecida, por uno
de los destacamentos enviados en su búsqueda por el general Kunglung.
Había vagado por las montañas durante días, perdida y hambrienta, hasta que
se le congelaron los pies y ya no pudo seguir. El frío la adormeció y fue
quitándole rápidamente los deseos de vivir. Judit Kinski se abandonó a su
suerte con una especie de alivio secreto. Después de tantos riesgos y tanta
codicia, la tentación de la muerte resultaba dulce. En sus breves momentos de
lucidez no venían a su mente los triunfos de su pasado, sino el rostro sereno
de Dorji, el rey. ¿Qué razón había para esa tenaz presencia en su memoria? En
verdad nunca lo había amado. Fingió hacerlo porque necesitaba que él le
entregara el código del Dragón de Oro, nada más. Admitía, sin embargo, su
admiración por él. Aquel hombre bondadoso le produjo una profunda
impresión. Pensaba que en otras circunstancias, o si ella fuera una mujer
diferente, se habría enamorado inevitablemente de él; pero no era el caso, de
eso estaba segura. Por lo mismo le extrañaba que el espíritu del rey la
acompañara en ese lugar gélido donde esperaba su muerte. Los ojos apacibles
y atentos del soberano fueron lo último que vio antes de sumirse en la
oscuridad.
La patrulla de soldados la encontró justo a tiempo para salvarle la vida.
En ese momento estaba en un hospital, donde la mantenían sedada, después
de haberle amputado algunos dedos de los pies y las manos, que se habían
congelado.
–Antes de morir, mi padre me ordenó que no condenara a Judit Kinski a
prisión. Deseo ofrecer a esa señora la ocasión de mejorar su karma y
evolucionar espiritualmente. La enviaré a pasar el resto de su vida en un
monasterio budista en la frontera con Tíbet. El clima es algo rudo y está un
poco aislado, pero las monjas son muy santas. Me han dicho que se levantan
antes que salga el sol, pasan el día meditando y se alimentan apenas con unos
granos de arroz –dijo Dil Bahadur.
–¿Y usted cree que allí Judit alcanzará la sabiduría?
–preguntó Kate, irónica, dándole una mirada de complicidad al general
Myar Kunglung.
–Eso depende sólo de ella, honorable abuelita –respondió el príncipe.
–¿Puedo rogar a Su Majestad que por favor me llame Kate? Ése es mi
nombre –pidió la escritora.
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ISABEL ALLENDE
–Será un privilegio llamarla por su nombre. Tal vez la honorable abuelita
Kate, sus valientes fotógrafos y mis amigos Nadia y Alexander deseen
regresar a este humilde reino, donde Perna y yo siempre los estaremos
esperando... –dijo el joven rey.
–¡Claro que sí! –exclamó Alexander, pero un codazo de Nadia le recordó
sus modales y agregó– : Aunque posiblemente no merecemos la generosidad
de Su Majestad y su digna novia, tal vez tengamos el atrevimiento de aceptar
tan honrosa invitación.
Sin poder evitarlo, todos se echaron a reír, incluso las monjas que
servían ceremoniosamente el té y el pequeño Borobá, que daba saltos alegres,
lanzando pedazos de pastel de chocolate al aire.
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EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS
ISABEL ALLENDE
El Bosque de los Pigmeos
-1-
ISABEL ALLENDE
Siempre he mostrado mi compromiso con la defensa de los bosques. No en
vano fundé, junto con otras personalidades chilenas, el grupo
ecologista«Defensores del Bosque Chileno». En todas mis novelas, y en
especial en esta trilogía, se repite un componente ético y de respeto a la
naturaleza y a sus pobladores.
Apoyé una campaña en Estados Unidos para exigir que la madera chilenaque
se vende en ese país esté certificada según los requerimientos sociales y
ambientales de la etiqueta ecológica FSC, con el fin de evitar que las
plantaciones industriales de pinos sustituyan al bosque nativo de mi
país,formado aún por bosques vírgenes que albergan una gran biodiversidad y
riqueza cultural.
Quiero mostrar mi más sincero agradecimiento a la organización ecologista
Greenpeace y al grupo editorial Random House Mondadori por esta iniciativa
que nos beneficiará a todos.
ISABEL ALLENDE
La organización ecologista Greenpeace acredita que el papel utilizado en la
impresión de este libro cumple los requisitos ambientales y sociales
necesarios para ser considerado un libro «amigo de los bosques». El proyecto
«Libros Amigos de los Bosques» busca la complicidad de escritores y editores
con la conservación y uso sostenible de los bosques, en especial de los
Bosques Primarios, los últimos bosques vírgenes del planeta.
Esperamos que el camino abierto por el grupo editorial Random House
Mondadori sirva de ejemplo para las demás editoriales del país.
DOLORES ROMANO
Presidenta de Greenpeace España
El papel de este libro es 100% reciclado, es decir, procedede la recuperación y
reciclaje del papel ya utilizado. Laf abricación y utilización de papel reciclado
supone el ahorro de energía, agua y madera, y una menor emisión de
sustancias contaminantes a los ríos y a la atmósfera. De manera especial, la
utilización de papel reciclado evita latala de árboles. El grupo editorial
Random House Mondadori se compromete de esta forma con la conservación
y gestión sostenible de los bosques del planeta, y el sello Montena tiene
previsto que toda su producción utilice papel reciclado a partir del 2005.
TERESA PETIT
Editora
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EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS
Al hermano Fernando de la Fuente,
misionero en África, cuyo espíritu anima esta
historia
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ISABEL ALLENDE
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EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS
1
LA ADIVINA DEL MERCADO
A una orden del guía, Michael Mushaha, la caravana de elefantes se
detuvo. Empezaba el calor sofocante del mediodía, cuando las bestias de la
vasta reserva natural descansaban. La vida se detenía por unas horas, la
tierra africana se convertía en un infierno de lava ardiente y hasta las hienas y
los buitres buscaban sombra. Alexander Cold y Nadia Santos montaban un
elefante macho caprichoso de nombre Kobi. El animal le había tomado cariño
a Nadia, porque en esos días ella había hecho el esfuerzo de aprender los
fundamentos de la lengua de los elefantes y de comunicarse con él. Durante
los largos paseos le contaba de su país, Brasil, una tierra lejana donde no
había criaturas tan grandes como él, salvo unas antiguas bestias fabulosas
ocultas en el impenetrable corazón de las montañas de América. Kobi
apreciaba a Nadia tanto como detestaba a Alexander y no perdía ocasión de
demostrar ambos sentimientos.
Las cinco toneladas de músculo y grasa de Kobi se detuvieron en un
pequeño oasis, bajo unos árboles polvorientos, alimentados por un charco de
agua color té con leche. Alexander había cultivado un arte propio para tirarse
al suelo desde tres metros de altura sin machucarse demasiado, porque en los
cinco días de safari todavía no conseguía colaboración del animal. No se dio
cuenta de que Kobi se había colocado de tal manera, que al caer aterrizó en el
charco, hundiéndose hasta las rodillas. Borobá, el monito negro de Nadia, le
brincó encima. Al intentar desprenderse del mono, perdió el equilibrio y cayó
sentado. Soltó una maldición entre dientes, se sacudió a Borobá y se puso de
pie con dificultad, porque no veía nada, sus lentes chorreaban agua sucia.
Estaba buscando un trozo limpio de su camiseta para limpiarlos, cuando
recibió un trompazo en la espalda, que lo tiró de bruces. Kobi aguardó que se
levantara para dar media vuelta y colocar su monumental trasero en posición,
luego soltó una estruendosa ventosidad frente a la cara del muchacho. Un
coro de carcajadas de los otros miembros de la expedición celebró la broma.
Nadia no tenía prisa en descender, prefirió esperar a que Kobi la
ayudara a llegar a tierra firme con dignidad. Pisó la rodilla que él le ofreció, se
apoyó en su trompa y llegó al suelo con liviandad de bailarina. El elefante no
tenía esas consideraciones con nadie más, ni siquiera con Michael Mushaha,
por quien sentía respeto, pero no afecto. Era una bestia con principios claros.
Una cosa era pasear turistas sobre su lomo, un trabajo como cualquier otro,
por el cual era remunerado con excelente comida y baños de barro, y otra muy
diferente era hacer trucos de circo por un puñado de maní. Le gustaba el
maní, no podía negarlo, pero más placer le daba atormentar a personas como
Alexander. ¿Por qué le caía mal? No estaba seguro, era una cuestión de piel.
Le molestaba que estuviera siempre cerca de Nadia. Había trece animales en
la manada, pero él tenía que montar con la chica; era muy poco delicado de su
-5-
ISABEL ALLENDE
parte entrometerse de ese modo entre Nadia y él. ¿No se daba cuenta de que
ellos necesitaban privacidad para conversar? Un buen trompazo y algo de
viento fétido de vez en cuando era lo menos que ese tipo merecía. Kobi lanzó
un largo soplido cuando Nadia pisó tierra firme y le agradeció plantándole un
beso en la trompa. Esa muchacha tenía buenos modales, jamás lo humillaba
ofreciéndole maní.
—Ese elefante está enamorado de Nadia —se burló Kate Cold.
A Borobá no le gustó el cariz que había tomado la relación de Kobi con
su ama. Observaba, bastante preocupado. El interés de Nadia por aprender el
idioma de los paquidermos podía tener peligrosas consecuencias para él. ¿No
estaría pensando cambiar de mascota? Tal vez había llegado la hora de
fingirse enfermo para recuperar la completa atención de su ama, pero temía
que lo dejara en el campamento y perderse los estupendospaseos por la
reserva. Ésta era su única oportunidad de ver a los animales salvajes y, por
otra parte, no convenía apartar la vista de su rival. Se instaló en el hombro de
Nadia, dejando bien establecido su derecho, y desde allí amenazó al elefante
con un puño.
—Y este mono está celoso —agregó Kate.
La vieja escritora estaba acostumbrada a los cambios de humor de
Borobá, porque compartía el mismo techo con él desde hacía casi dos años.
Era como tener un hombrecito peludo en su apartamento. Así fue desde el
principio, porque Nadia sólo aceptó irse a Nueva York a estudiar y vivir con
ella si llevaba a Borobá. Nunca se separaban. Estaban tan apegados que
consiguieron un permiso especial para que pudiera ir a la escuela con ella.
Era el único mono en la historia del sistema educativo de la ciudad que
acudía a clases regularmente. A Kate no le extrañaría que supiera leer. Tenía
pesadillas en las que Borobá, sentado en el sofá con lentes y un vaso de
brandy en la mano, leía la sección económica del periódico.
Kate observó al extraño trío que formaban Alexander, Nadia y Borobá.
El mono, que sentía celos de cualquier criatura que se aproximara a su ama,
al principio aceptó a Alexander como un mal inevitable y con el tiempo le tomó
cariño. Tal vez se dio cuenta de que en ese caso no le convenía plantear a
Nadia el ultimátum de «o él o yo», como solía hacer. Quién sabe a cuál de los
dos ella hubiera escogido. Kate pensó que ambos jóvenes habían cambiado
mucho en ese año. Nadia cumpliría quince años y su nieto dieciocho, ya tenía
el porte físico y la seriedad de los adultos.
También Nadia y Alexander tenían conciencia de los cambios. Durante
las obligadas separaciones se comunicaban con una tenacidad demente por
correo electrónico. Se les iba la vida tecleando ante la computadora en un
diálogo inacabable, en el cual compartían desde los detalles más aburridos de
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EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS
sus rutinas, hasta los tormentos filosóficos propios de la adolescencia. Se
enviaban fotografías con frecuencia, pero eso no los preparó para la sorpresa
que se llevaron al verse cara a cara y comprobar cuánto habían crecido.
Alexander dio un estirón de potrillo y alcanzó la altura de su padre. Sus
facciones se habían definido y en los últimos meses debía afeitarse a diario.
Por su parte Nadia ya no era la criatura esmirriada con plumas de loro
ensartadas en una oreja que él conociera en el Amazonas unos años antes;
ahora podía adivinarse la mujer que sería dentro de poco.
La abuela y los dos jóvenes se encontraban en el corazón de África, en el
primer safari en elefante que existía para turistas. La idea nació de Michael
Mushaha, un naturalista africano graduado en Londres, a quien se le ocurrió
que ésa era la mejor forma de acercarse a la fauna salvaje. Los elefantes
africanos no se domesticaban fácilmente, como los de la India y otros lugares
del mundo, pero con paciencia y prudencia, Michael lo había logrado. En el
folleto publicitario lo explicaba en pocas frases: «Los elefantes son parte del
entorno y su presencia no aleja a otras bestias; no necesitan gasolina ni
camino, no contaminan el aire, no llaman la atención».
Cuando Kate Cold fue comisionada para escribir un artículo al respecto,
Alexander y Nadia estaban con ella en Tunkhala, la capital del Reino del
Dragón de Oro. Habían sido invitados por el rey Dil Bahadur y su esposa,
Pema, a conocer a su primer hijo y asistir a la inauguración de la nueva
estatua del dragón. La original, destruida en una explosión, fue reemplazada
por otra idéntica, que fabricó un joyero amigo de Kate.
Por primera vez el pueblo de aquel reino del Himalaya tenía ocasión de
ver el misterioso objeto de leyenda, al cual antes sólo tenía acceso el monarca
coronado. Dil Bahadur decidió exponer la estatua de oro y piedras preciosas
en una sala del palacio real, por donde desfiló la gente a admirarla y depositar
sus ofrendas de flores e incienso. Era un espectáculo magnífico. El dragón,
colocado sobre una base de madera policromada, brillaba en la luz de cien
lámparas. Cuatro soldados, vestidos con los antiguos uniformes de gala, con
sus sombreros de piel y penachos de plumas, montaban guardia con lanzas
decorativas. Dil Bahadur no permitió que se ofendiera al pueblo con un
despliegue de medidas de seguridad.
Acababa de terminar la ceremonia oficial para develar la estatua cuando
le avisaron a Kate Cold que había una llamada para ella de Estados Unidos. El
sistema telefónico del país era anticuado y las comunicaciones internacionales
resultaban un lío, pero después de mucho gritar y repetir, el editor de la
revista International Geographic consiguió que la escritora comprendiera la
naturaleza de su próximo trabajo. Debía partir para África de inmediato.
—Tendré que llevar a mi nieto y su amiga Nadia, que están aquí
conmigo —explicó ella.
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ISABEL ALLENDE
—¡La revista no paga sus gastos, Kate! —replicó el editor desde una
distancia sideral.
—¡Entonces no voy! —chilló ella de vuelta.
Y así fue como días más tarde llegó a África con los chicos y
reunió con los dos fotógrafos que siempre trabajaban con ella, el
Timothy Bruce y el latinoamericano Joel González. La escritora
prometido no volver a viajar con su nieto y con Nadia, que le habían
pasar bastante susto en dos viajesanteriores, pero pensó que un
turístico por África no presentaba peligro alguno.
allí se
inglés
había
hecho
paseo
Un empleado de Michael Mushaha recibió a los miembros de la
expedición cuando aterrizaron en la capital de Kenya. Les dio la bienvenida y
los llevó al hotel para que descansaran, porque el viaje había sido matador:
tomaron cuatro aviones, cruzaron tres continentes y volaron miles de millas.
Al día siguiente se levantaron temprano y partieron a dar una vuelta por la
ciudad, visitar un museo y el mercado, antes de embarcarse en la avioneta
que los conduciría al safari.
El mercado se encontraba en un barrio popular, en medio de una
vegetación lujuriosa. Las callejuelas sin pavimentar estaban atiborradas de
gente y vehículos: motocicletas con tres y cuatro personas encima, autobuses
destartalados, carretones tirados a mano. Los más variados productos de la
tierra, del mar y de la creatividad humana se ofrecían allí, desde cuernos de
rinoceronte y peces dorados del Nilo hasta contrabando de armas. Los
miembros del grupo se separaron, con el compromiso de juntarse al cabo de
una hora en una determinada esquina. Era más fácil decirlo que cumplirlo,
porque en el tumulto y el bochinche no había cómo ubicarse. Temiendo que
Nadia se perdiera o la atropellaran, Alexander la tomó de la mano y partieron
juntos.
El mercado presentaba una muestra de la variedad de razas y culturas
africanas: nómadas del desierto; esbeltos jinetes en sus caballos engalanados;
musulmanes con elaborados turbantes y medio rostro tapado; mujeres de ojos
ardientes con dibujos azules tatuados en la cara; pastores desnudos con los
cuerpos decorados con barro rojo y tiza blanca. Centenares de niños
correteaban descalzos entre jaurías de perros. Las mujeres eran un
espectáculo: unas lucían vistosos pañuelos almidonados en la cabeza, que de
lejos parecían las velas de un barco, otras iban con el cráneo afeitado y
collares de cuentas desde los hombros hasta la barbilla; unas se envolvían en
metros y metros de tela de brillantes colores, otras iban casi desnudas.
Llenaban el aire un incesante parloteo en varias lenguas, música, risas,
bocinazos, lamentos de animales que mataban allí mismo. La sangre
chorreaba de las mesas de los carniceros y desaparecía en el polvo del suelo,
mientras negros gallinazos volaban a poca altura, listos para atrapar las
vísceras.
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EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS
Alexander y Nadia paseaban maravillados por aquella fiesta de color,
deteniéndose para regatear el precio de una pulsera de vidrio, saborear un
pastel de maíz o tomar una foto con la cámara automática ordinaria que
habían comprado a última hora en el aeropuerto. De pronto se estrellaron de
narices contra un avestruz, que estaba atado por las patas aguardando su
suerte. El animal —mucho más alto, fuerte y bravo de lo imaginado— los
observó desde arriba con infinito desdén y sin previo aviso dobló el largo
cuello y dirigió un picotazo a Borobá, quien iba sobre la cabeza de Alexander,
aferrado firmemente a sus orejas. El mono alcanzó a esquivar el golpe mortal
y se puso a chillar como un demente. El avestruz, batiendo sus cortas alas,
arremetió contra ellos hasta donde alcanzaba la cuerda que lo retenía. Por
casualidad Joel González apareció en ese instante y pudo plasmar con su
cámara la expresión de espanto de Alexander y del mono, mientras Nadia los
defendía a manotazos del inesperado atacante.
—¡Esta foto aparecerá en la tapa de la revista! — exclamó Joel.
Huyendo del altanero avestruz, Nadia y Alexander doblaron una esquina
y se encontraron de súbito en el sector del mercado destinado a la brujería.
Había hechiceros de magia buena y de magia mala, adivinos, fetichistas,
curanderos, envenenadores, exorcistas, sacerdotes de vudú, que ofrecían sus
servicios a los clientes bajo unos toldos sujetos por cuatro palos, para
protegerse del sol. Provenían de centenares de tribus y practicaban diversos
cultos. Sin soltarse las manos, los amigos recorrieron las callecitas,
deteniéndose ante animalejos en frascos de alcohol y reptiles disecados;
amuletos contra el mal ojo y el mal de amor; hierbas, lociones y bálsamos
medicinales para curar las enfermedades del cuerpo y del alma; polvos de
soñar, de olvidar, de resucitar; animales vivos para sacrificios; collares de
protección contra la envidia y la codicia; tinta de sangre para escribir a los
muertos y, en fin, un arsenal inmenso de objetos fantásticos para paliar el
miedo de vivir.
Nadia había visto ceremonias de vudú en Brasil y estaba más o menos
familiarizada con sus símbolos, pero para Alexander esa zona del mercado era
un mundo fascinante. Se detuvieron ante un puesto diferente a los otros, un
techo cónico de paja, del cual colgaban unas cortinas de plástico. Alexander se
inclinó para ver qué había adentro y dos manos poderosas lo agarraron de la
ropa y lo halaron hacia el interior.
Una mujer enorme estaba sentada en el suelo bajo la techumbre. Era
una montaña de carne coronada por un gran pañuelo color turquesa en la
cabeza. Vestía de amarillo y azul, con el pecho cubierto de collares de cuentas
multicolores. Se presentó como mensajera entre el mundo de los espíritus y el
mundo material, adivina y sacerdotisa vudú. En el suelo había una tela pintada
con dibujos en blanco y negro; la rodeaban varias figuras de dioses o
demonios en madera, algunos mojados con sangre fresca de animales
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ISABEL ALLENDE
sacrificados, otros llenos de clavos, junto a los cuales se veían ofrendas de
frutas, cereales, flores y dinero. La mujer fumaba unas hojas negras
enrolladas como un cilindro, cuyo humo espeso hizo lagrimear a los jóvenes.
Alexander trató de soltarse de las manos que lo inmovilizaban, pero ella lo fijó
con sus ojos protuberantes, al tiempo que lanzaba un rugido profundo. El
muchacho reconoció la voz de su animal totémico, la que oía en trance y
emitía cuando adoptaba su forma.
—¡Es el jaguar negro! —exclamó Nadia a su lado.
La sacerdotisa obligó al chico americano a sentarse frente a ella, sacó
del escote una bolsa de cuero muy gastado y vació su contenido sobre la tela
pintada. Eran unas conchas blancas, pulidas por el uso. Empezó a mascullar
algo en su idioma, sin soltar el cigarro, que sujetaba con los dientes.
—Anglais? English? —preguntó Alexander.
—Vienes de otra parte, de lejos. ¿Qué quieres de Ma Bangesé? —replicó
ella, haciéndose entender en una mezcla de inglés y vocablos africanos.
Alexander se encogió de hombros y sonrió nervioso, mirando de reojo a
Nadia, a ver si ella entendía lo que estaba sucediendo. La muchacha sacó del
bolsillo un par de billetes y los colocó en una de las calabazas, donde estaban
las ofertas de dinero.
—Ma Bangesé puede leer tu corazón —dijo la mujerona, dirigiéndose a
Alexander.
—¿Qué hay en mi corazón?
—Buscas medicina para curar a una mujer —dijo ella.
—Mi madre ya no está enferma, su cáncer está en remisión... —murmuró
Alexander, asustado, sin comprendercómo una hechicera de un mercado en
África sabía sobre Lisa.
—De todos modos, tienes miedo por ella —dijo Ma Bangesé. Agitó las
conchas en una mano y las hizo rodar como dados—. No eres dueño de la vida
o de la muerte de esa mujer —agregó.
—¿Vivirá? —preguntó Alexander, ansioso.
—Si regresas, vivirá. Si no regresas, morirá de tristeza, pero no de
enfermedad.
—¡Por supuesto que volveré a mi casa! —exclamó el joven.
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EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS
—No es seguro. Hay mucho peligro, pero eres valiente. Deberás usar tu
valor, de otro modo morirás y esta niña morirá contigo —declamó la mujer
señalando a Nadia.
—¿Qué significa eso? —preguntó Alexander.
—Se puede hacer daño y se puede hacer el bien. No hay recompensa por
hacer el bien, sólo satisfacción en tu alma. A veces hay que pelear. Tú tendrás
que decidir.
—¿Qué debo hacer?
—Mama Bangesé sólo ve el corazón, no puede mostrar el camino.—Y
volviéndose hacia Nadia, quien se había sentado junto a Alexander, le puso un
dedo en la frente, entre los ojos—. Tú eres mágica y tienes visión de pájaro,
ves desde arriba, desde la distancia. Puedes ayudarlo — dijo.
Cerró los ojos y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás,
mientras el sudor le corría por la cara y el cuello. El calor era insoportable.
Hasta ellos llegaba el olor del mercado: fruta podrida, basura, sangre,
gasolina. Ma Bangesé emitió un sonido gutural, que surgió de su vientre, un
largo y ronco lamento que subió de tono hasta estremecer el suelo, como si
proviniera del fondo mismo de la tierra. Mareados y transpirando, Nadia y
Alexander temieron que les fallaran las fuerzas. El aire del minúsculo recinto,
lleno de humo, se hizo irrespirable. Cada vez más aturdidos, trataron de
escapar, pero no pudieron moverse. Los sacudió una vibración de tambores,
oyeron aullar perros, se les llenó la boca de saliva amarga y ante sus ojos
incrédulos la inmensa mujer se redujo a la nada, como un globo que se
desinfla, y en su lugar emergió un fabuloso pájaro de espléndido plumaje
amarillo y azul con una cresta color turquesa, un ave del paraíso que desplegó
el arco iris de sus alas y los envolvió, elevándose con ellos.
Los amigos fueron lanzados al espacio. Pudieron verse a sí mismos como
dos trazos de tinta negra perdidos en un caleidoscopio de colores brillantes y
formas ondulantes que cambiaban a una velocidad aterradora. Se convirtieron
en luces de bengala, sus cuerpos se deshicieron en chispas, perdieron la
noción de estar vivos, del tiempo y del miedo. Luego las chispas se juntaron en
un torbellino eléctrico y volvieron a verse como dos puntos minúsculos
volando entre los dibujos del fantástico caleidoscopio. Ahora eran dos
astronautas de la mano, flotando en el espacio sideral. No sentían sus
cuerpos, pero tenían una vaga conciencia del movimiento y de estar
conectados. Se aferraron a ese contacto, porque era la única manifestación de
su humanidad; con las manos unidas no estaban totalmente perdidos.
Verde, estaban inmersos en un verde absoluto. Comenzaron a descender
como flechas y cuando el choque parecía inevitable, el color se volvió difuso y
en vez de estrellarse flotaron como plumas hacia abajo, hundiéndose en una
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ISABEL ALLENDE
vegetación absurda, una flora algodonosa de otro planeta, caliente y húmeda.
Se convirtieron en medusas transparentes, diluidas en el vapor de aquel lugar.
En ese estado gelatinoso, sin huesos que les dieran forma, ni fuerzas para
defenderse, ni voz para llamar, confrontaron las violentas imágenes que se
presentaron en rápida sucesión ante ellos, visiones de muerte, sangre, guerra
y bosque arrasado. Una procesión de espectros en cadenas desfiló ante ellos,
arrastrando los pies entre carcasas de grandes animales. Vieron canastos
llenos de manos humanas, niños y mujeres en jaulas.
De pronto volvieron a ser ellos mismos, en sus cuerpos de siempre, y
entonces surgió ante ellos, con la espantosa nitidez de las peores pesadillas,
un amenazante ogro de tres cabezas, un gigante con piel de cocodrilo. Las
cabezas eran diferentes: una con cuatro cuernos y una hirsuta melena de león;
la segunda era calva, sin ojos y echaba fuego por las narices; la tercera era un
cráneo de leopardo con colmillos ensangrentados y ardientes pupilas de
demonio. Las tres tenían en común fauces abiertas y lenguas de iguana. Las
descomunales zarpas del monstruo se movieron pesadamente tratando de
alcanzarlos, sus ojos hipnóticos se clavaban en ellos, los tres hocicos
escupieron una densa saliva ponzoñosa. Una y otra vez los jóvenes eludían los
feroces manotazos, sin poder huir porque estaban presos en un lodazal de
pesadumbre. Esquivaron al monstruo por un tiempo infinito, hasta que de
súbito se encontraron con lanzas en las manos y, desesperados, empezaron a
defenderse a ciegas. Cuando vencían a una de las cabezas, las otras dos
arremetían y si lograban hacer retroceder a éstas, la primera volvía al ataque.
Las lanzas se quebraron en el combate. Entonces, en el instante final, cuando
iban a ser devorados, reaccionaron con un esfuerzo sobrehumano y se
convirtieron en sus animales totémicos, Alexander en elJaguar y Nadia en el
Águila; pero ante aquel enemigo formidable no servían la fiereza del primero o
las alas del segundo... Sus gritos se perdieron entre los bramidos del ogro.
—¡Nadia! ¡Alexander!
La voz de Kate Cold los trajo de vuelta al mundo conocido y se
encontraron sentados en la misma postura en que habían iniciado el viaje
alucinante, en el mercado africano, bajo el techo de paja, frente a la enorme
mujer vestida de amarillo y azul.
—Los oímos gritar. ¿Quién es esta mujer?, ¿qué pasó? —preguntó la
abuela.
—Nada, Kate, no pasó nada —logró articular Alexander, tambaleándose.
No supo explicar a su abuela lo que acababan de experimentar. La voz
profunda de Ma Bangesé pareció llegarles desde la dimensión de los sueños.
—¡Cuidado! —les advirtió la adivina.
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EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS
—¿Qué les pasó? —repitió Kate.
—Vimos un monstruo de tres cabezas. Era invencible... —murmuró
Nadia, todavía aturdida.
—No se separen. Juntos pueden salvarse, separados morirán —dijo Ma
Bangesé.
A la mañana siguiente el grupo del International Geographic viajó en
una avioneta hasta la vasta reserva natural, donde los aguardaba Michael
Mushaha y el safari en elefante. Alexander y Nadia todavía se hallaban bajo el
impacto de la experiencia del mercado. Alexander concluyó que el humo del
tabaco de la hechicera contenía una droga, pero eso no explicaba el hecho de
que ambos tuvieran exactamente las mismas visiones. Nadia no trató de
racionalizar el asunto, para ella ese horrible viaje era una fuente de
información, una forma de aprender, como se aprende en los sueños. Las
imágenes permanecieron nítidas en su memoria; estaba segura de que en
algún momento tendría que recurrir a ellas.
La avioneta era pilotada por su dueña, Angie Ninderera, una mujer
aventurera y animada por una contagiosa energía, quien aprovechó el vuelo
para dar un par de vueltas extra y mostrarles la majestuosa belleza del
paisaje. Una hora después aterrizaron en un descampado a un par de millas
del campamento de Mushaha.
Las modernas instalaciones del safari defraudaron a Kate, que esperaba
algo más rústico. Varios eficientes y amables empleados africanos, de
uniforme caqui y walkie-talkie, atendían a los turistas y se ocupaban de los
elefantes. Había varias carpas, tan amplias como suites de hotel, y un par de
construcciones livianas de madera, que contenían las áreas comunes y las
cocinas. Mosquiteros blancos colgaban sobre las camas, los muebles eran de
bambú y a modo de alfombra había pieles de cebra y antílope. Los baños
contaban con letrinas y unas ingeniosas duchas con agua tibia. Disponían de
un generador de electricidad, que funcionaba de siete a diez de la noche, el
resto del tiempo se arreglaban con velas y lámparas de petróleo. La comida, a
cargo de dos cocineros, resultó tan sabrosa que hasta Alexander, quien por
principio rechazaba cualquier plato cuyo nombre no supiera deletrear, la
devoraba. Total, el campamento era más elegante que la mayoría de los
lugares donde Kate había tenido que dormir en su profesión de viajera y
escritora. La abuela decidió que eso restaba puntos al safari; no dejaría de
criticarlo en su artículo.
Sonaba una campana a las 5.45 de la mañana, así aprovechaban las
horas más frescas del día, pero despertaban antes con el sonido inconfundible
de las bandadas de murciélagos, que regresaban a sus guaridas al anunciarse
el primer rayo de sol, después de haber volado la noche entera. A esa hora el
olor del café recién preparado ya impregnaba el aire. Los visitantes abrían sus
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ISABEL ALLENDE
tiendas y salían a estirar los miembros, mientras se elevaba el incomparable
sol de África, un grandioso círculo de fuego que llenaba el horizonte. En la luz
del alba el paisaje reverberaba, parecía que en cualquier momento la tierra,
envuelta en una bruma rojiza, se borraría hasta desaparecer, como un
espejismo.
Pronto el campamento hervía de actividad, los cocineros llamaban a la
mesa y Michael Mushaha dictaba sus primeras órdenes. Después del desayuno
los reunía para darles una breve conferencia sobre los animales, los pájaros y
la vegetación que verían durante el día. Timothy Bruce y Joel González
preparaban sus cámaras y los empleados traían a los elefantes. Los
acompañaba un bebé elefante de dos años, que trotaba alegre junto a su
madre, el único a quien de vez en cuando debían recordarle el camino, porque
se distraía soplando mariposas o bañándose en las pozas y ríos.
Desde la altura de los elefantes el panorama era soberbio. Los grandes
paquidermos se movían sin ruido, mimetizados con la naturaleza. Avanzaban
con pesada calma, pero cubrían sin esfuerzo muchas millas en poco tiempo.
Ninguno, salvo el bebé, había nacido en cautiverio; eran animales salvajes y
por lo tanto, impredecibles. Michael Mushaha les advirtió que debían atenerse
a las normas, de otro modo no les podía garantizar seguridad. La única del
grupo que solía violar el reglamento era Nadia Santos, quien desde el primer
día estableció una relación tan especial con los elefantes, que el director del
safari optó por hacer la vista gorda.
Los visitantes pasaban la mañana recorriendo la reserva. Se entendían
con gestos, sin hablar para no ser detectados por otros animales. Abría la
marcha Mushaha sobre el macho más viejo de la manada; detrás iban Kate y
los fotógrafos sobre hembras, una de ellas la madre del bebé; luego
Alexander, Nadia y Borobá sobre Kobi. Cerraban la fila un par de empleados
del safari montados en machos jóvenes, con las provisiones, los toldos para la
siesta y parte del equipo fotográfico. Llevaban también un poderoso
anestésico para disparar, en caso de verse frente a una fiera agresiva.
Los paquidermos solían detenerse a comer hojas de los mismos árboles
bajo los cuales momentos antes descansaba una familia de leones. Otras veces
pasaban tan cerca de los rinocerontes, que Alexander y Nadia podían verse
reflejados en el ojo redondo que los estudiaba con desconfianza desde abajo.
Las manadas de búfalos y de impalas no se inmutaban con la llegada del
grupo; tal vez olían a los seres humanos, pero la poderosa presencia de los
elefantes los desorientaba. Pudieron pasearse entre tímidas cebras,
fotografiar de cerca a una jauría de hienas disputándose la carroña de un
antílope y acariciar el cuello de una jirafa, mientras ella los observaba con
ojos de princesa y les lamía las manos.
—Dentro de unos años no habrá animales salvajeslibres en África, sólo
se podrán ver en parques y reservas —se lamentó Michael Mushaha.
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EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS
Se detenían a mediodía bajo la protección de los árboles, almorzaban el
contenido de unos canastos y descansaban en la sombra hasta las cuatro o
cinco de la tarde. A la hora de la siesta los animales salvajes se echaban a
descansar y la extensa planicie de la reserva se inmovilizaba bajo los rayos
ardientes. Michael Mushaha conocía el terreno, sabía calcular bien el tiempo y
la distancia; cuando el disco inmenso del sol comenzaba a descender ya
estaban cerca del campamento y podían ver el humo. A veces por las noches
salían de nuevo a ver a los animales que acudían al río a beber.
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ISABEL ALLENDE
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SAFARI EN ELEFANTE
Una banda de media docena de mandriles se las había arreglado para
demoler las instalaciones. Las carpas yacían por el suelo, había harina,
mandioca, arroz, frijoles y tarros de conserva tirados por todas partes, los
sacos de dormir despedazados colgaban de los árboles, sillas y mesas rotas se
amontonaban en el patio. El efecto era como si el campamento hubiera sido
barrido por un tifón. Los mandriles, encabezados por uno más agresivo que
los demás, se habían apoderado de las ollas y sartenes, y las usaban como
garrotes para aporrearse unos a otros y atacar a cualquiera que intentara
aproximarse.
—¡Qué les ha pasado! —exclamó Michael Mushaha.
—Me temo que están algo bebidos... —explicó uno de los empleados.
Los monos rondaban siempre el campamento, listos para apropiarse de
lo que pudieran echarse al hocico. Por las noches se metían en la basura y si
no se aseguraban bien las provisiones, las robaban. No eran simpáticos,
mostraban los colmillos y gruñían, pero tenían respeto por los humanos y se
mantenían a prudente distancia. Ese asalto era inusitado.
Ante la imposibilidad de dominarlos, Mushaha dio orden de dispararles
anestésico, pero dar en el blanco no fue fácil, porque corrían y saltaban como
endemoniados. Por fin, uno a uno, los mandriles recibieron el picotazo del
tranquilizante y fueron cayendo secos por tierra. Alexander y Timothy Bruce
ayudaron a levantarlos por los tobillos y las muñecas y llevarlos a doscientos
metros del campamento, donde roncarían sin ser molestados hasta que se les
pasara el efecto de la droga. Los cuerpos peludos y malolientes pesaban
mucho más de lo que cabía suponer por su tamaño. Alexander, Timothy y los
empleados que los tocaron debieron ducharse, lavar su ropa y espolvorearse
con insecticida para librarse de las pulgas.
Mientras el personal del safari procuraba poner algo de orden en aquel
revoltijo, Michael Mushaha averiguó lo que había sucedido. En un descuido de
los encargados, uno de los mandriles se introdujo en la tienda de Kate y
Nadia, donde la primera tenía su reserva de botellas de vodka. Los simios
podían oler el alcohol a la distancia, incluso con los envases cerrados. El
babuino se robó una botella, le quebró el gollete y compartió el contenido con
sus compinches. Al segundo trago se embriagaron y al tercero se lanzaron
contra el campamento como una horda de piratas.
—Necesito mi vodka para el dolor de huesos —se quejó Kate, calculando
que debía cuidar como oro las pocas botellas que tenía.
- 16 -
EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS
—¿No puede arreglarse con aspirina? —sugirió Mushaha.
—¡Las píldoras son veneno! Yo sólo uso productos naturales —exclamó
la escritora.
Una vez que dominaron a los mandriles y lograron organizar de nuevo el
campamento, alguien se fijó en que Timothy Bruce tenía la camisa
ensangrentada. Con su tradicional indiferencia, el inglés admitió que había
sido mordido.
—Parece que uno de esos muchachos no estaba completamente
dormido... —dijo, a modo de explicación.
—Déjeme ver —exigió Mushaha.
Bruce levantó la ceja izquierda. Era el único gesto de su impasible rostro
de caballo y lo usaba para expresar cualquiera de las tres emociones que era
capaz de sentir: sorpresa, duda y molestia. En este caso era la última,
detestaba cualquier clase de alboroto, pero Mushaha insistió y no tuvo más
alternativa que levantarse la manga. La mordida ya no sangraba, había
costras secas en los puntos donde los dientes habían perforado la piel, pero el
antebrazo estaba hinchado.
—Estos monos contagian enfermedades. Voy a inyectarle un antibiótico,
pero es mejor que lo vea un médico —anunció Mushaha.
La ceja izquierda de Bruce subió hasta la mitad de la frente:
definitivamente, había demasiado alboroto.
Michael Mushaha llamó por radio a Angie Ninderera y le explicó la
situación. La joven pilota replicó que no podía volar de noche, pero llegaría al
día siguiente temprano a buscar a Bruce y llevarlo a la capital, Nairobi. El
director del safari no pudo evitar una sonrisa: la mordida del mandril le
ofrecía una inesperada oportunidad de ver pronto a Angie, por quien sentía
una inconfesada debilidad.
Por la noche Bruce tiritaba de fiebre y Mushaha no estaba seguro de si
era a causa de la herida o de un súbito ataque de malaria, pero en cualquier
caso estaba preocupado, porque el bienestar de los turistas era su
responsabilidad.
Un grupo de nómadas masai, que solía atravesar la reserva, llegó al
campamento a media tarde arreando sus vacas de enormes cuernos. Eran muy
altos, delgados, hermosos y arrogantes; se adornaban con complicados
collares de cuentas en el cuello y la cabeza; se vestían con telas atadas en la
cintura e iban provistos de lanzas. Creían ser el pueblo escogido de Dios; la
tierra y lo que contenía les pertenecía por gracia divina. Eso les daba derecho
- 17 -
ISABEL ALLENDE
a apropiarse del ganado ajeno, una costumbre que caía muy mal entre otras
tribus. Como Mushaha no poseía ganado, no temía que le robaran. El acuerdo
con ellos era claro: les daba hospitalidad cuando pasaban por la reserva, pero
no podían tocar ni un pelo de los animales salvajes.
Como siempre, Mushaha les ofreció comida y les invitó a quedarse. A la
tribu no le gustaba la compañía de extranjeros, pero aceptó porque uno de sus
niños estaba enfermo. Esperaban a una curandera, que venía en camino. La
mujer era famosa en la región, recorría enormes distancias para sanar a sus
clientes con hierbas y con la fuerza de la fe. La tribu no podía comunicarse
con ella por medios modernos, pero de algún modo se enteró de que llegaría
esa noche, por eso se quedó en los dominios de Mushaha. Y tal como
suponían, al ponerse el sol oyeron el tintineo lejano de las campanillas y
amuletos de la curandera.
Una figura escuálida, descalza y miserable surgió en el polvo rojizo del
atardecer. Vestía sólo una falda corta de trapo y su equipaje consistía en unas
calabazas, bolsas con amuletos, medicinas y dos palos mágicos, coronados de
plumas. Llevaba el cabello, que nunca había sido cortado, en largos rollos
empastados de barro rojo. Parecía muy anciana, la piel le colgaba en pliegues
sobre los huesos, pero caminaba erguida y sus piernas y brazos eran fuertes.
La curación del paciente se llevó a cabo a pocos metros del campamento.
—La curandera dice que el espíritu de un antepasado ofendido ha
entrado en el niño. Debe identificarlo y mandarlo de vuelta al otro mundo,
donde pertenece — explicó Michael Mushaha.
Joel González se rió, la idea de que algo así sucediera en pleno siglo XXI
le pareció muy divertida.
—No se burle, hombre. En un ochenta por ciento de los casos el enfermo
mejora —le dijo Mushaha.
Agregó que en una ocasión vio a dos personas revolcándose por la
tierra, que mordían, echaban espuma por la boca, gruñían y ladraban. Según
decían sus familiares, habían sido poseídas por hienas. Esa misma curandera
las había sanado.
—Eso se llama histeria —alegó Joel.
—Llámelo como quiera, pero el hecho es que sanaron med

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