intervención de rafael ibáñez rojo ”la `edad de oro` de la clase

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intervención de rafael ibáñez rojo ”la `edad de oro` de la clase
INTERVENCIÓN DE RAFAEL IBÁÑEZ ROJO
”LA ‘EDAD DE ORO’ DE LA CLASE OBRERA:LA LUCHA POR EL
EJB-UGT
RECONOCIMIENTO DEL TRABAJO EN LOS SIGLOS XIX Y XX
MADRID, 11 de diciembre de 2000
Dada la necesaria brevedad, sencillamente quería sumarme a los agradecimientos de
Pablo López y dar las gracias a la Escuela Julián Besteiro por estar abiertos a iniciativas
que, en gran medida, eran desconocidas. Y también agradecer a Pablo Sánchez León
como Director del Curso el tiempo dedicado a prepararlo.
Como la semana pasada, también hemos hecho hoy una relativa división del trabajo de
forma que mi exposición va a ser más bien descriptiva frente al marco general que ha
presentado Pablo López. Por ello comienzo mi intervención ya en el momento de crisis de
ese orden del individualismo burgués que ha presentado Pablo López Calle, una crisis
que afecta a todas las dimensiones del orden social: es crisis del individualismo burgués
patrimonialista; es crisis del capitalismo de concurrencia; y es crisis del capitalismo de
producción, por oposición a lo que luego hemos conocido como capitalismo de consumo.
Para ser breve y aunque se podrían abordar muchas más cuestiones voy a centrarme
exclusivamente en lo que está en juego en esa crisis del orden social durante el periodo
de entre guerras en las sociedades europeas. Se trataría entonces de discutir en torno al
trabajo y al mundo del trabajo desde la premisa de que esa crisis del orden social llega a
un punto clave, a una determinada explosión con el estallido de la Primera Guerra
Mundial y la oleada de profundísimos conflictos sociales que recorren los principales
centros urbanos europeos. Mi intención es abordar ese período como un momento
profundamente abierto en las sociedades europeas, en cuanto a los futuros posibles que
estaban contenidos en él, en el sentido de hacer el esfuerzo de intentar olvidarnos de que
nosotros conocemos el final del proceso. Es evidente que un historiador tiene que tener
claro esto al abordar cualquier problema histórico, pero probablemente pocas cosas se
cuentan con tanta linealidad como la configuración de los Estados de Bienestar europeos,
presentados en cierta medida como resultado de un proceso acumulativo, donde van
surgiendo distintos elementos, que terminan cristalizando en la posguerra. Y –como ha
presentado Pablo López- probablemente esta reconstrucción de los Estados de Bienestar
se puede hacer así porque todos los elementos que luego estructuran al Estado de
Bienestar se puede decir que ya están presentes cuando llega la Primera Guerra Mundial
Ese periodo de auténtica experimentación de reformas sociales, que es el periodo de la
cuestión obrera del cambio de siglo, probablemente hace aparecer todo tipo de
mecanismos de concertación entre patronos y obreros, todo tipo de formas de
aseguramiento, que reúnen las posibles variantes que luego el Estado de Bienestar pueda
recoger. También ese es el periodo en el que se crean las propias categorías del parado y
del empleado, las de población activa e inactiva, y, en ese sentido, la concepción
moderna del mercado de trabajo con todo el aparato estadístico estatal que conlleva. Es
también un momento en que la discusión –que seguimos arrastrando- entre más o menos
intervención del Estado se plantea en los mismos términos en que nos los planteamos
ahora. Por poner un ejemplo, la obra del que luego será considerado padre fundador del
Estado de Bienestar en Gran Bretaña, Lord Beveridge, la escribe en 1909, y el programa
1
que se va a desarrollar después de la Segunda Guerra Mundial está contenido ya
entonces1.
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El hecho de que todos esos elementos estuvieran encima de la mesa –por decirlo de
alguna manera– no quiere decir en absoluto que las bases del Estado de Bienestar
estuvieran asentadas en las sociedades europeas, porque las prácticas de intervención,
que habían intentado llevarse a cabo, no habían sido capaces de integrar en lo más
mínimo a los obreros y a sus organizaciones. Los ejemplos de las instituciones –que ha
mencionado Pablo López Calle– como la Comisión de Reformas Sociales en España, ni
siquiera cuando luego se amplía con más miembros, integra apenas representación
obrera. Unos años después, en el Instituto de Reformas Sociales empieza una tímida
incorporación, por ejemplo con Largo Caballero. Y no es sólo el caso español, sino que se
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puede generalizar a toda Europa . Esa mínima integración es el resultado de que el
proyecto de reformas sociales partiera de lo que Engels sintetizaba muy bien, hablando
precisamente de una de las políticas pioneras de estas reformas, que era la política de
vi viendas, al decir que el proyecto de los reformistas burgueses y pequeño burgueses –
algunos de ellos autodenominados socialistas- es el proyecto de construir el mundo de la
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burguesía, pero sin el proletariado . Es decir, es el sueño de convertir a todos los
proletarios en burgueses, a través de la incorporación de sus prácticas cotidianas de vida,
de ese espacio del no trabajo del que hablaba López Calle, bajo las mismas prácticas de
la clase burguesa. Evidentemente, no hace falta ser marxista para darse cuenta de lo
utópico de semejante proyecto de reforma.
Por eso, lo primero que hay que tener claro es que al llegar la Primera Guerra Mundial, en
Europa la distancia en todas las dimensiones (cultural, práctica –en sus modos de vida–o
en sus propios espacios en la ciudad) de la clase obrera con respecto a las categorías a
través de las cuales los proyectos de reforma la pretendían integrar era todavía abismal.
Sin embargo, es un mal camino –al menos a mí me parece una discusión improductiva–
pensar que la causa de ese hueco, o de ese abismo estaba en una diferente concepción
del trabajo como tal. Sin embargo, se escribe y se ha escrito mucho –y quizá ahora más
que nunca– sobre la ética del trabajo como un invento burgués y sobre la invención de
esta ética y el supuesto proceso de pretender inculcar en la conciencia obrera la ética del
trabajo. Y de hecho, se habla de las propias limitaciones de los conflictos planteados
desde el movimiento obrero por el hecho de haber interiorizado esa ética burguesa del
trabajo. Es una discusión que no conduce a ningún sitio, y en la propia tradición obrera es
claro que el trabajo desde el principio ha condensado dos dimensiones irreconciliables. El
trabajo al menos desde Marx es la máxima autorealización del hombre, es el medio por el
que el hombre iba a encontrar su esencia a través del contacto con la naturaleza. Pero, a
la vez, el trabajo concreto en el orden capitalista es el espacio de la máxima alienación y
enajenación de la naturaleza humana. Estas contradicciones las arrastra la tradición
marxista y lo que probablemente mejor lo manifiesta serían los textos de Lenin después
de la Revolución. Lenin es el máximo apologeta de la introducción de la revolución
científica del trabajo y del taylorismo en las fábricas soviéticas, bajo la premisa de que ese
espacio de alienación parece ser la condición necesaria para la potencial emancipación. Y
Gramsci, también, cuando escribe sobre el fordismo lo hace bajo la misma contradicción:
1
Se trata de Unemployment: a problem of industry, Longmans, Green and Co, 1909.
Para un estudio magnífico de los casos de Gran Bretaña, Francia y los EE.UU. puede verse Topalov, C. (1994),
Naissance du chômeur 1880-1910, Paris, Albin Michel.
3
Engels, F. (1974), El problema de la vivienda y Las grandes ciudades, Barcelona, Gustavo Gili.
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el fordismo supone la máxima enajenación del obrero, pero a la vez es la condición de
posibilidad de su emancipación4.
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En mi opinión, la discusión hay que conducirla hacia lo que planteaba Pablo López Calle,
en el sentido de que lo que está en juego en el conflicto que estalla en la Primera Guerra
Mundial es la redefinición de las relaciones entre trabajo y vida. Y para tratar de e xplicarlo,
yo recordaba un episodio de la vida de Arturo Barea, que cuenta en La forja de un reb elde
al final del primer libro, que es precisamente cuando se decide a sindicarse en la UGT y
va a la Casa del Pueblo. Arturo Barea trabaja como meritorio en un Banco –es empleado,
no es obrero– y sólo hay un compañero que ya estaba sindicado que le acompaña a la
Casa del Pueblo. Nada más entrar allí, los obreros se les quedan mirando y dicen: “Han
venido turistas a vernos”. La reflexión que presenta Arturo Barea en el libro, que es lo que
tiene en la cabeza en ese momento cuando está pensando en sindicarse, la expresa así
en esos años, mediados de la década de 1920:
Yo sería socialista de buena gana, pero la cuestión es saber si soy un obrero o no.
Esto parece muy sencillo, pero no lo es. Indudablemente si cobro por trabajar, soy
un obrero, pero no soy un obrero más que en esto. Los mismos obreros nos llaman
señoritos y no quieren nada con nosotros. Claro que tampoco podíamos nosotros ir
a la calle con los obreros, ellos con su blusa y sus alpargatas y nosotros con
nuestro traje a medida, las botas brillantes y el sombrero.
Efectivamente, la cuestión –como tenía claro Arturo Barea consigo mismo– era la de
quién era el sujeto del trabajo, en el sentido de quién tenía derecho a luchar por la
apropiación de los medios y las herramientas del trabajo, y esto sólo podía hacerlo quien
formara parte y se reconociese dentro de la condición obrera. Y me parece útil para
entenderlo utilizar esta oposición entre el empleado y el obrero. El empleado no era
obrero no porque tuviera mejores condiciones de trabajo, de hecho las de Arturo Barea
como meritorio de un Banco eran pésimas, tampoco porque su trabajo fuera menos
mecánico y menos alienante que el del obrero, ni tampoco porque realizara un trabajo
intelectual, aunque en parte quizá, ni tampoco por lo que en términos marxistas se llama
realizar un trabajo improductivo o reproductivo frente al trabajo productivo como la
condición exclusiva de la clase obrera. El empleado no es obrero, sencillamente, por su
traje a medida, por sus botas brillantes y su sombrero, en el sentido de que el empleado
se haya integrado en el orden social no sólo en su espacio de trabajo, sino también en su
espacio de la vida privada. Es decir, que utiliza en su vida privada –o tiene, por decirlo de
alguna forma, como grupo de referencia– las propias prácticas cotidianas de la burguesía,
del acceso a la vivienda en propiedad, del núcleo familiar reducido estable, de la moral
burguesa. Y es alguien capaz de vi vir peor y de aceptar condiciones más miserables por
la necesidad de aparentar, de vivir en un barrio determinado, de llevar una determinada
ropa y frecuentar unos cafés determinados. Sin embargo, el obrero –como presentaba
Pablo López Calle- está incorporado al orden social como fuerza de trabajo, como pura
mercancía, está incorporado en el espacio de la fábrica de la forma más humillante que
podamos imaginar, mientras que en su vida privada no lo estaba, o se puede plantear que
en el ámbito colectivo no lo estaba en absoluto. Fuera de la fábrica, el obrero era un
monstruo, un hombre de instintos que había que domesticar, inculcarle los valores y
tutelarle, como reflejaban perfectamente las citas que ha leído hace un momento Pablo
López. Por eso, es esta «independencia» lo que está en juego en estos años cuando
Henry Ford es el pionero de las prácticas de incorporar equipos de psicólogos, de
4
Existe una recopilación de textos de V. I. Lenin en torno a este tema: Acerca del trabajo en el socialismo, Moscú,
Editorial de la Agencia de Prensa Nacional. Algunos textos de Gramsci sobre el fordismo se encuentran en la selección
de Manual Sacristán publicada en sucesivas ediciones por Siglo XXI.
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sociólogos en sus empresas para controlar a sus empleados en el espacio de fuera de la
fábrica. Y no es casual que ese conflicto sea tan grave, hasta el punto que en un periodo
de ocho meses necesite contratar a 4.000 obreros para mantener una plantilla estable de
12.000, y esto pagando el salario más alto –su famosa campaña de cinco dólares al díaque, probablemente, duplicaba el del resto de las fábricas.
Es en esa autonomía de la clase obrera en su vida privada donde hay que buscar la
radicalidad o la profundidad del conflicto que se plantea después de la Primera Guerra
Mundial, porque sólo desde esa premisa es posible pensar desde la clase obrera que
bastaba con el control del proceso de producción, con la apropiación de los medios. Y
bastaba con eso precisamente porque el mundo de la clase obrera era entonces un
mundo de necesidades limitadas. No en el sentido de que fueran sujetos de deseo
distintos de lo que podamos ser nosotros, sino que eran necesidades limitadas bajo la
forma de mercancías. Y eso es precisamente lo subversivo para el orden capitalista. Por
eso era posible el sueño revolucionario de detener la Historia, y el sueño que después de
todo tenía Lenin en la cabeza cuando quería implementar a toda costa la organización
científica del trabajo en sus fábricas. El sueño de que en tres horas podamos producir
todo lo que necesitamos, y el resto del día dedicarlo a pasarlo bien, y el sueño de
converger en este sentido con esa voz tan extraña en la tradición marxista que era la de
Paul Lafargue en el Derecho a la pereza, donde decía que después de la Revolución
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había que pensar en divertirse . Y la potencialidad de que ese sueño pudiera lograrse
está en esa autonomía de una satisfacción de las necesidades que no pasan por la forma
mercancía.
La discusión tampoco pienso que sea si la Revolución era o no posible, y si estuvo o no
cerca, aunque para mí es indudable que ya hubo una gran derrota con el estallido de la
Primera Guerra Mundial y con la fragmentación de la Primera Internacional en apoyo de
sus Estados, salvo la sección rusa, que es la única que se niega. Y tampoco creo que la
discusión sea si el trabajo debía o no ser el eje que estructura la sociedad, porque en la
propia crítica al individualismo burgués, todas las ideologías van a estar de acuerdo en
eso en el siglo XX: desde el fascismo hasta el intento de universalización de la condición
obrera de la Revolución bolchevique. Porque los sentidos que la estructuración de un
orden en torno al trabajo podía tener son infinitos. Yo situaría la discusión en que la
condición que el orden capitalista imponía a la clase obrera para integrarla –porque es
esto lo que está en juego– es que las necesidades sociales fueran satisfechas a través
del consumo en el mercado. No es casualidad que, con lo torpes que suelen ser los
economistas para las cuestiones sociológicas, fuera Keynes quien hizo esa distinción
entre las necesidades absolutas y las relativas, y podía captar toda la potencialidad de
expansión económica capitalista que suponía la mercantilización de las necesidades
relativas, porque tenía muy claro que las necesidades relativas son infinitas por definición
en una sociedad humana mínimamente compleja. Lo que está en juego entonces es el
salto a lo que luego hemos conocido como la producción industrial de necesidades, o
dicho como algún teórico marxista, a una sociedad urbana de consumo dirigido.
En realidad, el conflicto en Europa no queda resuelto en el periodo de entreguerras por
las políticas sociales que se intentan implementar. El efecto real que terminan teniendo en
los años veinte y treinta es la dualización. Son capaces de integrar a capas, en algunos
países más, en otros menos, de la clase obrera, pero en ningún caso tienen la capacidad
de integrar a la clase obrera como tal. Sin embargo, esa dualización sí es una derrota,
desde mi punto de vista, más grave que la del vínculo con la nación frente a la solidaridad
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Existe una edición relativamente reciente del libro de Paul Lafargue con un estudio introductorio de Manuel Pérez
Ledesma: Lafargue, P. (1998), El derecho a la pereza, Madrid, Fundamentos.
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internacional de la clase obrera que supuso la Primera Guerra Mundial, porque esa
dualización sí rompe lo que probablemente había sido la base de la expansión de los
conflictos sociales entre 1917 y 1923, que era la convergencia entre el obrero cualificado
y el obrero no cualificado. Es el momento en que los sindicatos de la mayor parte de
Europa eran todavía sindicatos de oficios y se convierten en sindicatos de masas, pero
bajo la convergencia. Probablemente, lo que abre el intento de implementar la norma de
consumo es quebrar y resquebrajar la posibilidad de esa convergencia, que había
aparecido al menos como potencial tras la Primera Guerra Mundial.
El resultado es esa polaridad ideológica que atraviesa a las sociedades europeas en
todas sus dimensiones con el auge, por un lado, de los fascismos, y por otro, por una
progresiva radicalización de los partidos socialdemócratas. En ese sentido, sólo la
Segunda Guerra Mundial crea las condiciones para un nuevo orden estable. Y no un
orden en el que los proletarios se convierten en burgueses, sino un orden en que la
tendencia es convertirlos a todos en empleados de la gran corporación capitalista. Hay
una victoria respecto al orden planteado por Pablo López Calle, porque la clase obrera
deja de ser fuerza de trabajo y deja de ser mercancía, o dicho de otra manera, la fuerza
de trabajo deja de ser una mercancía y se convierte en algo más. Como decía Robert
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Castel , la fundación de la sociedad salarial tal como la hemos conocido en la posguerra
es el momento en que el trabajo empieza a ser algo más que mera mercancía. Pero, el
precio es precisamente que a cambio de dejar de ser la fuerza de trabajo una mera
mercancía, se universaliza la mercancía como relación social en cada vez más espacios
de la vida.
Estamos muy acostumbrados ya –y termino- a escuchar las posibilidades que abre este
capitalismo de consumo tras la Segunda Guerra Mundial para nuestra vida individual, de
separar el espacio de la vida del espacio del trabajo. Los discursos sobre la pluralidad de
identidades, sobre el hecho de que podamos trabajar en un sitio, pero militar en algo que
no tiene nada que ver, y tener hobbies, etc., la posibilidad de que los espacios de
identidad sean algo completamente ajeno al trabajo. Pero, pese a que abren el nivel
individual, en mi opinión, es al precio de cerrar el nivel colectivo, en el sentido de que la
autonomía posible en el nivel colectivo –del que he hablado ya- del momento posterior a
la Primera Guerra mundial empieza a ser entonces imposible, porque los tiempos de
trabajo y de no trabajo en el nivel de organización de la sociedad están encadenados a
través del consumo de mercancías. Y esta es una de las condiciones que funda los
Estados de Bienestar europeos y, probablemente, se puede decir que cuando avanzan
los espacios sociales no mercantilizados, se están resquebrajando esas bases. Quizá eso
es lo que pasa a finales de los años 60, y quizá eso es lo que le hace entrar en una
determinada forma de crisis.
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Castel, R. (1997), Las metamorfosis de la cuestión social, Buenos Aires, Paidós.
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