Los desaparecidos de ayer y de hoy, según Luis Martín

Transcripción

Los desaparecidos de ayer y de hoy, según Luis Martín
NOTAS
JAIME CONCHA
«La majestad de la justicia, señores, se basa tanto en su
comprensión como en su austeridad. La administración de
justicia precisa de la inteligencia para emitir el fallo, y de la
conciencia como elemento moral. Precisa de ambas a fin de
no traicionar el espíritu de la justicia y para que le inspire
siempre la pasión de la verdad. ¡Y cuán magnífica y sagrada es la magistratura si en sus representantes, que están
por encima de todos los demás hombres, alienta la rectitud
y si la equidad y el derecho son su única ambición!».
[Discurso de agradecimiento a los jueces de la República Dominicana que le han manifestado su adhesión y
apoyo, pronunciado el 9 de enero de 1956 por el Gran
Benefactor, el Ilustrísimo don Rafael Leónidas Trujillo].
E
* Esta nota de lectura creció y se hizo
comentario debido a una amable invitación de Cristián Opazo para dar
una charla en el Centro de Estudios de
Literatura Chilena de la Universidad
Católica de Chile. Ni ponencia ni comunicación académica propiamente dicha,
tiene por principal finalidad difundir
una obra reciente que me parece particularmente valiosa.
n los últimos seis o siete años han aparecido varios libros importantes con temas de cultura o literatura chilena. Todos ellos
pertenecen a críticos de una nueva generación, cuya especialidad principal son los estudios literarios; todos ellos desbordan este
foco y esta perspectiva, desarrollando reflexiones de tipo antropológico, político, filosófico o de un orden afín. Todos comparten igualmente una fuerte sensibilidad histórica, que les da a menudo un sello
de gran actualidad.
Dentro del país, y en orden cronológico, se publicaron recientemente Novela y nación en el siglo XIX chileno (Santiago, Ediciones
Universidad Alberto Hurtado, 2009), de Ignacio Álvarez; y Literatura de inmigrantes árabes y judíos en Chile y en México
Revista Casa de las Américas No. 268 julio-septiembre/2012 pp. 93-105
Los desaparecidos de ayer
y de hoy, según Luis Martín-Cabrera*
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(Frankfurt am Main, Vervuert, 2011), de Rodrigo
Cánovas. La de Álvarez es una primera obra sólida
y convincente, que analiza una gama de representaciones sucesivas de la nación a través de escritores
del repertorio canónico (Emar, Rojas, Guzmán,
Droguett, Donoso y Edwards) y que termina demostrando, con fuerza probatoria, que «todas estas
novelas elevan implícita o explícitamente un modelo idealizado de nación y luego se encargan de
mostrar cómo o por qué ese modelo se distancia
de la experiencia concreta de lo nacional» (262263); la de Cánovas se suma a aportaciones previas
que ya se le conocían, una sobre «Nuevas generaciones. El abordaje de los huérfanos», de 1997,
otra sobre «La alegoría del prostíbulo» (abrevio los
títulos), ambas de notable interés antropológico
cultural. En la presente monografía trata de «romper el ghetto de lo nacional chileno» (14) en una
doble dirección: abriéndose a escritos de inmigrantes del Medio Oriente y trazando en el mapa
latinoamericano un eje vertical norte-sur. Para tal
fin se concentra en relatos de temática bastante inexplorada, casi todos desconocidos –por lo menos
para mí. La investigación de la parte mexicana la
llevó a cabo en ese lugar.
Elaborados en el exterior, y respondiendo hasta
cierto punto a direcciones de los estudios académicos que se desarrollan en los Estados Unidos, aparecen los siguientes trabajos: Leer la pobreza en
América Latina: literatura y velocidad (Santiago, Editorial Cuarto Propio, 2004), de Daniel Noemi
Voionmaa, que estudia con acuidad el persistente
nexo entre una cierta estetización de la pobreza y
buena parte de la producción cultural contemporánea en la América Latina, basándose en materiales
narrativos, poéticos, fílmicos y fotográficos procedentes de Chile, Argentina y Ecuador; y Radical
Justice. Spain and the Southern Cone beyond
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Market and State (Lewisburg, Bucknell University Press, 2011), de Luis Martín-Cabrera. Es sobre
este último libro que quisiera hablar.
Antes de entrar en lo vivo del asunto, es necesario anticipar que es difícil, si no imposible, dar cuenta
de las muchas contribuciones que propone este
volumen en dominios tan distintos como el de la
crítica literaria, la latinoamericanística en sentido
amplio, los estudios sobre la memoria, cuestiones
de biopolítica y los estudios culturales en general.
Con ciertas reservas y una pizca de ambigüedad, el
autor lo inscribe específicamente en el nuevo campo de los estudios transatlánticos (ver más adelante). Es un libro complejo, riquísimo por su contenido, compuesto en varios niveles de análisis, con
ángulos disciplinarios que se complementan, pero,
sobre todo, con distintos marcos intelectuales y
cambiantes parámetros teóricos. El esquema triangular que lo sostiene, si no absolutamente original,
es novedoso, ya que lo usual ha sido siempre la
relación unidireccional entre dos países (las influencias del credo de la hispanidad sobre la Junta pinochetista y del modelo español en la transición chilena, por ejemplo, o el paralelismo comparativo entre
los dos países del Cono Sur).1 Martín-Cabrera enriquece esta visión estableciendo conexiones de ida
y vuelta, tanto en los planos económico y sociocultural (la invasión neocolonial de capitales e inversiones de España en Chile, la diáspora sudamericana en la Península y el auge de los estudios
1 Como es público y notorio, en su Declaración de Principios de 1974, la Junta Militar chilena se definió como «cristiana e hispánica». Cristiana, ya sabemos cómo; en cuanto a hispánica, basta ver su impecable e implacable apertura
a las inversiones norteamericanas para comprobar tal filiación. Por otro lado, en las costas este y oeste de los
Estados Unidos (Wáshington, D. C., California, etcétera)
hubo innumerables discusiones y simposios acerca de
los procesos de transición mencionados.
transatlánticos) como en el orden político-jurídico
(la acusación del juez español Garzón contra el dictador chileno y su efecto sobre las elites políticas
españolas, especialmente la socialista o socialdemócrata). A todo esto habría que añadir el hecho,
en sí mismo insólito, de que el libro tiene un claro
y declarado fin práctico-político: mantener la memoria y producir justicia, esto es, luchar contra el
olvido y contra una creciente, avasallante impunidad. Este fin, a su vez, no puede separarse de actividades concretas que el autor lleva a cabo en el
sur de California, en la vena de la mejor tradición
sindicalista de antaño, organizando a trabajadores
y colegas dentro de la Universidad en torno a cuestiones laborales y educacionales o, fuera de ella, en
protestas ante candentes problemas que afectan a
los sectores más desprotegidos de la población.
Más cercano a los temas de Radical Justice, su
proyecto colectivo (con equipos de trabajo constituidos por estudiantes) «Archivo de la memoria
sobre la Guerra Civil Española», en el cual aún trabaja, pero del que ya han resultado varios documentales breves con entrevistas a sobrevivientes de la
guerra, le ha permitido recoger testimonios en Castilla, Cataluña y Andalucía de testigos del conflicto,
en su gran mayoría parientes de gente victimizada
por los vencedores. Me explico: el libro es impecablemente académico, correctamente investigado, con rigurosa documentación, meticulosamente descriptivo en cuanto a hechos e ideas, pero es
también «extracadémico» (72) en el sentido positivo que se adscribe a la tesis doctoral que lleva a
cabo la protagonista de una novela analizada. Académico y extracadémico, el libro lo es juntamente, y ello hace que esté escrito con ardor y pasión
inhabituales: con una clara y controlada energía ética. A la postre, en su sentido más primario, lo ético
no es sino una relación del sujeto con el otro, la de
un acto en función social que aporta un bien (utilidad, servicio, felicidad, etcétera) a un grupo o a la
comunidad y que supone por lo tanto una necesaria
mediación práctica. Dicho esto, lo que sigue constituye apenas un simple esquema estratigráfico del
volumen, que en gran medida inmoviliza y presenta
de modo abstracto razonamientos que allí se manifiestan con toda fluidez y dinamismo.
Justicia Radical muestra en la cubierta una fotografía impresionante. Fue tomada hacia el fin de
la Guerra Civil Española, en enero de 1939. Un
grupo de hombres, mujeres y niños han cruzado la
frontera y acaban de llegar a Perpignan. El grupo se
apiña bajo mantas de abrigo, al lado de una pobre
casa de piedra descascarada. Entre los hombres hay
padres, tal vez profesores, tal vez dirigentes cívicos
locales; las mujeres revelan honda preocupación en
sus rostros cansados; con terrible inocencia, unas
pocas niñas sonríen. Es un grupo en éxodo, un puñado de humanos que viaja y transita de lo peor a
lo pésimo. En Francia muchos de ellos irán probablemente a los campos de internamiento al sur de
Burdeos; algunos serán deportados a campos de
concentración alemanes, los de Dachau y Mathausen, como narrara Jorge Semprún en uno de sus
primeros relatos, Le grand voyage (Gallimard,
1963); otros pocos se incorporarán quizá al maquis en la Resistencia francesa.
La foto –mínimo simulacro visual de una tragedia inconmensurable– podría ser representativa del
primer estrato, el más básico en que se organiza
este libro: la serie o sucesión de los acontecimientos históricos. Desde la Guerra Civil hasta el encarcelamiento de Pinochet en Londres, en 1998, más
de medio siglo de dolorosa historia en el mundo
hispánico –peninsular y sudamericano a la vez–
motivan las páginas de análisis y reflexión que integran el volumen.
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Este nivel histórico es en sí mismo multidimensional. Por un lado, se bifurca en lo propiamente
historiográfico; por otro, admite en su interior el
cuesco duro de lo Real, que el autor resalta con
mayúscula, puntualizando su procedencia lacaniana. Martín-Cabrera no es historiador ni su libro es
de historiografía, aunque conoce muy bien –al dedillo, me da la impresión– la literatura y la mejor
bibliografía sobre la Guerra Civil; por otro lado, la
marca de lo Real adquiere el peso de una noción
clave en su monografía. Allí reside el trauma histórico, la herida de fondo de una experiencia que ha
sido bloqueada en la conciencia del sobreviviente,
en sus parientes coetáneos o sucesivos y en la memoria colectiva de la sociedad. Esta va a ser una
memoria con huecos, llena de vacíos, en el mejor
de los casos una memoria a medias o deformada
por el poder del Estado, de los medios de comunicación y por múltiples modos de comercialización.
Recuperar esa inmediatez perdida, convirtiéndola
en factor de conciencia personal, intersubjetiva, plural y social, es una de las tareas necesarias que se
imponen y cuya operación y obstáculos el libro intenta describir.
Un segundo nivel constitutivo es el del corpus,
esto es, el conjunto de materiales, muy disímiles entre
sí, que el autor ha escogido para dar cuenta de su
problemática concreta. La que se lleva la parte del
león es, sin duda (y con toda razón), la gran novela
de Manuel Vázquez Montalbán, Galíndez (1990),
su obra maestra, a mi ver, y una de las expresiones
mayores de la novelística española contemporánea.
El caso y causa célebre del profesor vasco Jesús
de Galíndez, luchador antifranquista, asesinado por
la dictadura de Trujillo en los años cincuenta, es
visto por el novelista contra un fondo contemporáneo, mediante la investigación universitaria que lleva a cabo una estudiante norteamericana, Muriel,
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para su tesis doctoral. Política antidictatorial, tiranía caribeña, intervención norteamericana (con la
inevitable sombra del FBI y de la CIA), transformismo socialista «filipino» (el de Felipe González),
etcétera, son apenas algunos de los factores que
inciden y dan vida a un texto narrativo excepcional.
Martín-Cabrera lo analiza con sagacidad y poder
de proyección, mostrando sobre todo la transferencia afectiva de la protagonista hacia su «héroe»
y los meandros de memoria y monumentalización
que entran en juego constantemente. La piedra conmemorativa en Amurrio, lugar ancestral de Galíndez, una calle en Santo Domingo, solo marcan un
cadáver desvanecido que no reside en ningún lugar
de la tierra. Es un estudio transatlántico en sentido
propio, brillantemente conducido por el autor de
Radical Justice. Por mi parte, después de leer este
comentario claro y profundo de la novela como «una
alegoría de la desaparición política» (189), pensé
en algunas conexiones plausibles, si no probables.
El nombre de la heroína tal vez derive de la gran
película de Alain Resnais, homónima, que tiene que
ver con el bloqueo de la memoria de la represión
en Argelia y con el tema del tiempo y del olvido en
general, tan recurrente este último en el director francés. Menos seguro tal vez sea un nexo intertextual
con La tesis de Nancy (1968), una simpática novelita de Ramón Sender, que sería el antecedente light,
regocijado y jocoso, de una interacción norteamericano-española existente en ambos textos. Voraz lector
como era, es difícil pensar que Vázquez Montalbán
desconociera esta obra del novelista aragonés. Más
decisivo tal vez, en el arco de la gran narrativa del
siglo XX, habría que puntualizar que este par biógrafo-biografiado es afín a la obsesión de Roquentin, el protagonista de La náusea (1938), que lleva
años escribiendo una biografía que nunca podrá
concluir. El mismo esfuerzo de comprensión en sen-
tido propio –la voluntad de abrirse al otro, más allá
de la distancia temporal que la muerte ha hecho
definitiva– da a la obra existencialista de Sartre y a
esta del marxista español una común significación
ética.
En los capítulos siguientes (II, III y IV) del libro,
los materiales escrutados son, respectivamente, tres
novelas detectivescas, tres documentales políticos
realizados por jóvenes directores de hoy y, en el
capítulo final, el filme político de Patricio Guzmán
sobre Pinochet en Londres, El caso Pinochet
(2001). Todos ellos suministran una visión múltiple
y cambiante de lo ocurrido en los últimos decenios.
El primer grupo de textos –pertenecientes al mismo
Vázquez Montalbán, a Ramón Díaz Eterovic (sobresaliente y abundante autor del género negro en
el país) y a Osvaldo Soriano, con la parte final de
su trilogía neoperonista: Una sombra ya pronto
serás, 1990– se ve a la luz de las nociones freudianas de duelo y melancolía, las que son relaboradas
y, por decirlo así, reformuladas eficazmente. Reivindicando en cierta medida la función de la melancolía, la ve en el detective melancólico como un síntoma de la impunidad que aún reina en la sociedad
en que investiga y de su rechazo a aceptar el fin de
un duelo que todavía no ha podido consumarse. El
relato de Vázquez Montalbán (Los mares del sur,
1986) narra una extraña liason entre un gran burgués catalán –una especie de empresario brechtiano, como el hacendado ricachón de Herr Puntila
y su criado Matti (1940/1948), la obra que el dramaturgo alemán concibió durante su exilio en Finlandia– y una militante del extrarradio al sur de Barcelona. Los negocios sucios de la burguesía catalana
en Argentina y en el Uruguay, países también del
Sur, son expuestos a partir de la investigación que
Carvalho, el detective creado en el corpus negro
del escritor, lleva a cabo del asesinato de Santos
Pedrell, el empresario mencionado. Por su parte, la
novela del chileno Díaz Eterovic, Nadie sabe más
que los muertos (2002), se centra en el episodio
real de la «Colonia Dignidad», una siniestra saga
criminal que se arrastró en el país desde tiempos de
la Democracia Cristiana hasta después de la dictadura, dando origen en su trama a un fascinante cóctel
de nazismo, criminales de guerra, represión y tortura, trabajo forzado y, claro, casi perfecta impunidad. (El delincuente Paul Schaeffer solo será
condenado y encarcelado en los últimos días de su
vida, según tengo entendido.) Represión política y
paradigma nazi (que tuvo su encarnación real en la
figura de Walter Rauff, criminal de guerra perseguido por los grupos judíos, oculto en el Paraguay y
luego en la Patagonia),2 se unen para conferir a este
relato un puesto singular dentro de la extensa obra
detectivesca del autor. En particular, la aguda y sostenida crítica al establishment judicial, a través de
la figura del juez Cavens, pone en evidencia el quiebre moral y la completa descomposición de aquel
tercer poder del Estado. En la novela de Díaz Eterovic hay una antología de ironía y causticidad, de
dicterios y diatribas contra la práctica de jueces y
funcionarios que Martín-Cabrera señala oportunamente y a los que saca el debido jugo crítico (ver
pp. 94-95, por ejemplo). Naturalmente, en esto
Chile no es una excepción, ya que la corrupción de
las instituciones judiciales parece ser un fenómeno
extendido e inherente no solo a las épocas de dictadura sino al funcionamiento normal de las «democracias» actuales. Basta ver las noticias y los
2 En enero de 1974 –esto es, muy pronto después del golpe
militar– el diario Le Monde informó que Walter Rauff estaría asesorando a la Junta en la organización de la tortura. Hasta donde me consta, la información no parece haber tenido sequitur.
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escándalos de actualidad para convencerse de esto.
Los «héroes», es decir, los jueces ejemplares en
esta área crucial de nuestra vida colectiva pueden
ser contados con los dedos de la mano. A Baltasar
Garzón, al fiscal Carlos Castresana y a uno que otro
en España; a la magnífica estatura de los jueces italianos Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, consolidada por el sacrificio final, solo podrían agregarse en Chile, tal vez, los jueces José Cánovas
Robles, Carlos Cerda y, desde luego, Juan Guzmán. No son muchos más los que pudieran agregarse a este grupo minúsculo, verdadera elite moral
de la nación. En contrapartida, la mayor parte de
esta fauna judiciaria merece el ardiente elogio que
les dedicó en su oportunidad el «nobilísimo» Benefactor Rafael Leónidas Trujillo,3 cuya afinidad con
Pinochet es mucho mayor de lo que nuestro temperamento antitropical está dispuesto a aceptar. A
la luz de este parangón, nuestro chilenísimo tirano
se nos revela simplemente como lo que fue: un huaso tropical con taparrabo londinense –claro, en otro
momento y en otro marco de la intervención imperialista. Ambas dictaduras, no hay que olvidarlo, fueron cristianísimas, una apoyada con celo pontificio
por Pío XII, la otra por el brío contrarrevolucionario
del gran Wojtyla.
En cuanto a los nuevos documentales políticos,
que ponen de relieve la trasmisión –o discontinuidad– de la memoria política en los países
respectivos, menciono solo el caso que me parece
más alucinante y que tiene que humillarnos a todos
los habitantes del país del sur. A comienzos de este
3 Véase el epígrafe de este trabajo; y ver también el libro,
notablemente documentado, del que es autor Mateo
Gallardo Silva: Íntima complacencia. Los juristas en
Chile y el golpe militar de 1973, Santiago de Chile,
Frasis Editores, 2003.
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siglo, los documentalistas Bettina Perut4 e Iván Osnovikoff visitan un colegio de la capital para averiguar
el grado de recuerdo histórico que pudieran tener
estudiantes nacidos después de 1973. Para su
asombro –y el nuestro– los colegiales confunden a
Pinochet con Allende e incluso los consideran
primos (148). Habría que decir: ¡Por favor, no me
ayude, primito! Como siempre, el grueso error
de los niños contiene verdades elementales del
porte de un buque, perfectamente comprensibles a
la luz de rasgos de la sociabilidad chilena. Primero: la sinécdoque familiar, que hace del pasado un
asunto doméstico. Los trapos sucios –sucios de
sangre, en este caso– hay que lavarlos a puerta cerrada. Segundo: no hay héroes ni traidores, los dos
son términos permutables de una misma ecuación.
Borgeanos sin saberlo, estos nuevos chilenos crean
una perfecta simetría entre el criminal y su víctima.
Por último: púdicos como sus padres les han enseñado a serlo por generaciones y generaciones, estos
ciudadanos del siglo XXI corren un tupido velo sobre el fratricidio nacional. Si lo hubo, se trata de un
cainismo indirecto, en segundo grado: cosa de primos... «Juego de manos», habría dicho Lihn. Lo
que importa en este caso (y que espero no sea la
norma en el país), lo que llama de veras la atención,
es que apenas transcurridos treinta años la desinformación histórica alcance este nivel. Sin duda, la
educación pinochetista y la pospinochetista han
cumplido su papel a carta cabal. Su competencia
4 El nombre de esta documentalista se consigna a veces
con dos «tes», a veces con una sola. El detalle del todo
irrelevante puede adquirir significación en un libro que,
como veremos, tiene al sicoanálisis como código interpretativo predominante. Me acuerdo de una larga disquisición de Althusser sobre su nombre «Louis» (que le
sonaba a «lui» y que, por lo tanto, lo separaba de sí
mismo, desidentificándolo) para tomar conciencia de que
estas cosas, al parecer, le suelen importar a la gente.
en este orden de cosas no puede ni debería ser
subestimada.
El foco del documental chileno, lo mismo que el
referente argentino, muestra a las claras las dificultades para el análisis del nexo intergeneracional. El
tema, que ha empezado a ser fuertemente estudiado desde diversos ángulos y disciplinas y que destaca más y más a partir de la reciente crisis económica (nuestra deuda para con descendientes que
heredarán un planeta deshecho hasta las heces,
déficits económicos siderales, obstáculos crecientes en el acceso a la educación, pérdida progresiva
de la memoria y del sentido histórico, etcétera),
adquiere aquí una terrible virulencia, llegando a límites de amnesia inconcebibles en tiempos anteriores.5 Si la historia empezó originariamente con
Hecateo,6 con la experiencia y el procedimiento fundamental de la «autopsia», en su sentido propio y
etimológico, ahora esa visión por sí mismo, la del
testigo presencial, sabemos a lo que ha llegado y en
5 Véanse los aportes de Axel Gosseries, sustanciales y
decisivos, que entre muchas otras cosas subrayan algo
importante: que aun para John Rawls, el teórico liberal
de la Justicia archicanonizado en estos tiempos, la Justicia intergeneracional somete a «toda teoría ética a pruebas serias, incluso insuperables» («La justice entre les
générations. Faut-il renoncer au maximin intergénérationnel?», en Revue de Métaphysique et Morale, eneromarzo de 2002, p. 62; remite a Theory of Justice, Oxford,
1971, p. 284). Antes de este trabajo, es útil leer la sección
3 de «L’éthique environnementale d’aujoud’hui», en
Revue Philosophique de Louvain, 96, agosto de 1998,
pp. 395-426, dedicada específicamente al mismo tema.
6 En varios de sus primeros Contributi, el gran historiador
de la antigüedad Arnaldo Momigliano recalca la importancia y el valor de la idea de «autopsia» en los fragmentos históricos de Hecateo recogidos por F. Jacobi, vinculándolos a la perspectiva racionalista que va a desarrollar
muy pronto Heródoto, el otro milesio, cofundador de la
historiografía griega y occidental.
qué se ha convertido. Ni las autopsias en sentido
necrológico son lo que se nombra y mucho menos
las «autopsias» en el sentido histórico e historiográfico postulado por Hecateo y por Heródoto.
El último capítulo, dedicado especialmente a analizar el documental político de Guzmán, describe
bien su estructura dual recorrida por un doble hilo
de comentaristas masculinos y de testigos que casi
siempre son mujeres, captando con perspicacia los
límites observables en la mirada del director. Las
preguntas que se proponen en las entrevistas despolitizan, sin quererlo, a las entrevistadas, a las que
se tiende a ver solo como víctimas en vez de agentes dotados de voluntad política real o posible.
Además, parece darse una distribución desigual de
la memoria, la que suele recaer preferentemente
entre las mujeres, generándose así una suerte de
feminización de la memoria histórica. Martín-Cabrera ve en toda su complejidad los detalles concretos de este doble proceso de despolitización y
feminización, mostrando en contrapartida hasta qué
punto los sujetos entrevistados se defienden y resisten a esas inflexiones (216 y ss., passim).
La imbricación de estos dos primeros estratos
señalados la plantea el autor al comienzo de la «Introducción» en un párrafo que recoge y sintetiza
bien el núcleo de su problemática. Vale la pena citarlo in extenso:
En su nivel más fundamental, Justicia Radical
se origina en una serie de conversaciones con
amigos argentinos y chilenos. A través de estas
conversaciones descubrí las impactantes semejanzas entre los sucesos que ocurrieron en España durante su Guerra Civil (1936-1939) y la
dictadura franquista (1939-1975) y la represión
masiva implementada por las dictaduras militares
en el Cono Sur en los años setenta y ochenta.
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Durante estos intercambios y en varias visitas a
Argentina y a Chile, se me hizo evidente que nuestra generación –aquellos de nosotros sin directa
experiencia de los horrores de esas dictaduras–
heredó este pasado en la forma de una serie de
silencios, rumores, verdades a medias y hasta
denegación respecto a los actos de violencia
cometidos por Estados terroristas a ambos lados del Atlántico. Quizás porque carecemos de
una experiencia directa de estos acontecimientos traumáticos, la cultura ha sido un componente central de nuestras discusiones. La literatura,
el cine y el arte han sido elementos cruciales para
lograr una comprensión diferente de este pasado traumático. Dentro de este contexto, me di
cuenta [de] que ciertas formas de cultura popular pueden proveer un rico marco alternativo
para confrontar los huecos de la memoria y los
silencios que con tanta frecuencia marcaban
nuestras conversaciones [3].
Como se ha visto, una porción significativa de
las categorías teóricas puestas en práctica en el libro pertenecen al registro del sicoanálisis. Lo reconoce explícitamente el autor en las páginas iniciales
de los «Agradecimientos»: «En Justicia Radical hay
una buena cantidad de teoría psicoanalítica...»,
mencionando a dos especialistas que lo han ayudado a rescatar «el verdadero significado de una práctica psicoanalítica socialmente consciente» (XI). A
la transferencia afectiva empleada en el caso de
Galíndez y a las nociones de duelo y melancolía
subrayadas en las obras detectivescas, se sumarán
los procesos de condensación y desplazamiento –el
par básico de la Traumdeutung– que el autor utiliza para mostrar las actitudes que se gestan en la
sociedad española cuando tiene lugar la acusación
de Garzón. Este billar histórico increíble –Franco
100
redivivo allá en la Isla, con cara de un embrutecido
«paciente inglés» (según la expresión acuñada por
el divertido humor chileno, que inventó inmediatamente la nueva revista The Clinic, la que sigue apareciendo regularmente en el país)– no podía dejar
de polarizar a las elites en el poder, derechistas y
socialistas, los primeros portándose no peor que
los segundos, afectando por su parte a los medios
de comunicación y a la sociedad civil en general.
El desplazamiento fue notorio.
Junto a este paradigma teórico que se muestra
dominante, Martín-Cabrera recurre también a ideas
de otros autores bienquistos en las academias de
acá. Lo hace con competencia y claridad, sin aumentar la ininteligibilidad que suele caracterizar a
sus propios exponentes. Toma de Derrida algo de
su «hantologie», contenida en los Espectros de
Marx (1994) y, a partir de Agamben y de su distinción aristotélica entre bios y zoé, concibe otra
noción clave para su estudio. La primera le sirve
(72 y ss.) para profundizar su análisis de la novela de
Vázquez Montalbán donde se escenifica justamente esa vuelta de los muertos sin sepultura; la segunda –correlativa y complementariamente– da cuenta
de la situación de los desaparecidos, cuyo no-lugar
más allá de la vida y de la muerte les niega estatuto
ontológico y los condena, por definición, a estar
fuera de la ley. A los desaparecidos españoles, argentinos y chilenos no solo se les ha robado la vida:
se los ha despojado también de su muerte, escribe
elocuentemente el autor. Es este fenómeno multitudinario de desaparecidos en el orbe hispánico, esta
población flotante de espectros que solo viven en
el corazón de los que aún persisten en buscarlos, el
que desajustará las reglas del juego jurídico institucional, la legalidad ritual y burocrática de cortes y
tribunales, en pos de una nueva Justicia que los reconozca en su condición de seres no sujetos a una
retribución convencional y que exigen y plantean, por
lo tanto, la necesidad de una «justicia radical». De
acuerdo con esta perspectiva que el autor expone
con extrema nitidez, estos miles de desaparecidos
cambian de raíz las leyes del juego, es decir, el juego
rutinario de las Leyes, cuestionando sus normas y
desequilibrando definitivamente las prácticas judiciales tales como han funcionado hasta la fecha.
En suma: estos tres niveles (a los cuales habría
que agregar una secuencia de momentos jurídicopolíticos, que el autor necesita para describir, entre
otras cosas, los procesos de democratización más
bien formales y aparentes, pues una de sus conquistas principales ha sido abrir de par en par las
puertas a la impunidad) configuran un libro de palpable densidad, que indaga heridas aún abiertas en
tres países del mundo hispánico, a través de obras
que son, las más de ellas, altamente significativas.
El nivel histórico con su efecto real; el nivel textual
(verbal y visual) que nos permite entrever el ingente
problema de la trasmisión intergeneracional del trauma y los correspondientes obstáculos para la emergencia de la memoria; y los instrumentos de análisis
a que el autor echa mano para crear una viva trama
de exploración y análisis: todo ello contribuye a dar
cuerpo a una obra que se impone al lector con singular poder de persuasión. Con no poca capacidad compositiva, el autor abre su volumen a fines
del siglo, con el juicio de Pinochet promovido por
Garzón; luego echa a andar el reloj hacia atrás, abarcando las historias de represión, de muerte y desapariciones que empezaron con la Guerra Civil y la
dictadura franquista, siguieron con el golpe militar
de 1973 en Chile y la consiguiente Junta instalada
en el poder, y los años de sistemáticas atrocidades en
Argentina durante el período que va de 1976 a
1983. Ciento catorce mil ejecutados en la Península, tres mil según la lista de la Comisión Rettig, treinta
mil muertos en Argentina: la suma es ingente; los
restos lo son aún más. El libro concluye con unos
párrafos extraídos del discurso final de Salvador
Allende desde La Moneda, en el que con impresionante responsabilidad de dirigente histórico llama al pueblo a no dejarse arrastrar al matadero.
Como todo buen expositor, Martín-Cabrera acuña su propia terminología y la usa con rigor y consistencia a lo largo de su escrito. Esto es natural y es
solo un requisito mínimo en libros de esta clase. Más
curioso e interesante, por lo menos en mis impresiones de lectura, es un rasgo del estilo intelectual del
autor que me permito comentar brevemente.
Desde el comienzo el lector observa que se sopesan ceñidamente los pros y los contras de un argumento. Esto se ve muy claro en el pasaje en que
el autor discute los orígenes de los estudios transatlánticos, ligados de algún modo y en cierta medida
a la expansión de los capitales españoles en América del Sur. Hay una verdadera «negociación» en
esta parte, en que la validez y la productividad de
este nuevo tipo de estudios coexisten con las fuerzas económicas de fondo que el autor no vacila en
calificar de neocoloniales.7 Esta oscilación o vaivén
argumentativo se da intermitentemente a lo largo del
7 Puedo equivocarme, pero no veo explicados satisfactoriamente ni los orígenes ni el estatuto epistemológico del
nuevo campo de estudios. ¿Pero es un nuevo campo de
estudios? ¿Cuáles serían sus conceptos heurísticos fundamentales? Naturalmente, no tenía por qué ser esta una
tarea más del libro, pese a la nota, bastante sustancial, de
la página 75 (n. 16), en la que el autor declara su posición
de incomodidad como practicante de ese tipo de estudios, lo cual no deja de abrir el apetito del lector. Hasta
donde sé, no existe un buen tratamiento de la genealogía de los estudios en cuestión. En lo personal, tomé
contacto por primera vez con una línea historiográfica
diferente, la que se proponía ver en bloque las revoluciones liberales y burguesas continentales e insulares
101
libro, hasta que, hacia el final, hace ver el núcleo
mental del que brota. En efecto, cuando el autor
empieza a mostrar magistralmente la tendencia de
los derechos humanos en la actualidad a sobrepasar los límites nacionales y convertirse en legalidad
transnacional, uno empieza a sospechar que hay una
excesiva homología entre este fenómeno y las fuerzas de globalización que se han descrito. La simetría y el paralelismo comienzan a suscitar dudas cuando, de pronto, casi físicamente, el autor da un giro
en redondo, descolocando sensiblemente al lector,
quien ve desconcertado que lo que ahora se presenta es la crítica antihumanista de los derechos
humanos bajo el signo (especialmente) de un Badiou (210 y ss.). ¿Qué ha pasado? Que, entre otras
cosas, el autor deshace casi paso a paso las huellas
de la argumentación anterior, discurriendo en sentido opuesto. La escena tiene el poder de una fuerte
espacialización del pensamiento que, a mí por lo
menos, me recordó un pasaje de los Tópicos en
que Aristóteles describe (o postula, no está claro)
pensar en una doble dirección.8 En ese punto Aristóteles está caracterizando un tipo de aproximación
dialéctica (dialéctica en el sentido aristotélico, la de
los razonamientos a base de proposiciones probables) como desarrollo discursivo de las aporías. Lo
que en Beta de Metafísica eran términos de una
de Europa y las de este hemisferio. En conexión explícita
con España y la América Latina, el tema empezó –si mal
no recuerdo– con artefactos que viajaban por el Océano
en época colonial y en la Edad Moderna temprana. ¿Cuándo se produce el salto a lo contemporáneo? Es aquí
donde Martín-Cabrera probablemente tenga razón al ligarlo a la situación financiera internacional más reciente.
8 Topiques, I, XI, 104 b; texto establecido y traducido
por Jacques Brunschwig, París, Les Belles Lettres, 1967,
p. 16.
102
alternativa que articula dos posibilidades contrarias
por simple yuxtaposición, se pone acá en movimiento
de un modo diaporético o diaporemático (no es un
insulto, lo siento, es la terminología aristotélica) para
generar una argumentación en sentidos opuestos.
Es lo que Cicerón, mucho más tarde, llamará con
gran elegancia in utramque partem dicere, esto
es, discurrir en ambas direcciones (De inventione,
II, 45). Esta espacialización muy nítida del discurso
da al estilo intelectual del autor un sello extremadamente raro en las monografías académicas que suelen circular. El sentido en cuanto significación conceptual y el sentido entendido como orientación
espacial se «sensibilizan» mutuamente, literalmente,
confiriendo al movimiento argumentativo una tensión peculiar. Alguna vez habría que interpretar este
rasgo.
Antes de concluir esta nota quisiera tocar un par
de puntos que considero relevantes. Son temas difíciles; de ahí que mi acercamiento sea tentativo y
del todo falible.
El primero se refiere a la conjunción, siempre
problemática en el orden de la teoría, de individuo
y sociedad, individuo y grupos, etcétera. Evidentemente, el privilegiar una óptica freudiano-lacaniana
refuerza a su vez el privilegio de la subjetividad, que
en cierta medida absorbe (a pesar de todas las diferencias teóricas que existen y que el autor controla coherentemente) una reflexión sobre la
memoria donde el polo individual resulta predominante –ya se trate de la tradición empirista en zonas
de memoria e identidad, o de una filosofía espiritualista en la línea de Bergson, con su énfasis antimaterial en la temporalidad íntima. Pasar de esa
memoria enclavada en el sujeto a una memoria intersubjetiva, plural y colectiva es cosa complicada,
a la cual se ha prestado atención y consideración
sostenida solo en los últimos años. El autor está más
conciente que nadie de todo esto y, en general, desarrolla las mediaciones materiales e institucionales
necesarias. Son sobre todo ejemplares sus referencias a la monumentalidad funeraria, para lo cual a
veces se ayuda de los trabajos de Lisa Yoneyama
en el ámbito japonés, acerca del holocausto de Hiroshima: Hiroshima Traces: Time, Space, and the
Dialectics of Memory (1999). Más aún –y es esta
un área donde el libro sobresale– estudia la función, la mecánica y los efectos de la «testificación»,
la pluralidad de testigos que hablan del acontecimiento; mediación hacia lo plural, si no hacia lo colectivo, como alternativa de una visión historiográfica
que insiste en ahogar y suprimir sus recuerdos. A
pesar de ello, el énfasis en categorías sicoanalíticas
rencierra la experiencia analizada en la inmediatez
de la herida y en la a veces complicada problemática del sujeto. Por ejemplo, el recurso a nociones
lacanianas como la metonimia y la metáfora me excede y, hasta donde puedo juzgar, me parece innecesario. Igualmente, no es el autor quien se
equivoca, sino los autores en los que se apoya, como
revela el pasaje que transcribo a continuación, donde
resulta sobremanera perceptible la superposición inmediata entre lo subjetivo y lo social: «Como (ellos)
explican, la ley se proyecta y está implementada
a través de una doble tríada: el triángulo edípico
(padre-madre-hijo) halla su pública expresión en
el triángulo compuesto por el Estado, la familia y el
individuo» (181).
De plano, no: esto no funciona así. Aun los paralelismos más sofisticados que se han tratado de
establecer entre ambos órdenes (pienso, por ejemplo, en la obra de Jean-Joseph Goux: Freud, Marx.
Economie et Symbolique [Seuil, 1973], donde
se postula una correlación término a término entre
las fases de desarrollo de la sexualidad freudiana
y los momentos del desarrollo de la mercancía
según el análisis de Marx) no resultan satisfactorios ni conllevan asentimiento.9
Uno de los aspectos más delicados del asunto
deriva del carácter prerreflexivo de la experiencia,
que dota a esta de una completa e insuperable inmediatez. En ello trabaja ahora, desde un ángulo
disciplinario diverso, Jeffrey A. Barash, filósofo especializado en Heidegger, quien trata de relaborar
la noción de Leiberfahrung, perteneciente a las
anotaciones del último Husserl, aplicándola a cuestiones de la memoria colectiva y, más concretamente, pública. La noción de Leiberfahrung, que a
veces se traduce en inglés como flesh experience
(experiencia en carne viva, diríamos, o algo similar), pudiera ayudar a resolver la crux de la cuestión, en una óptica dotada de mayor historicidad
(aunque siga tratándose de una historicidad ideal,
fenomenológica). Barash presentó ya hace algunos
años un número especial de la Revue de Métaphysique et Morale (el de enero-marzo de 1998), dedicado al tema, que contiene a la vez un trabajo
suyo: ambos me parecen decepcionantes (3-6 y
137-148). Por el contrario, el ensayo de Ricoeur,
«La marque du passé» (7-31), en la vena hermenéutica que lo caracteriza, intenta dar cuenta del
9 Curiosamente, en Lacan mismo su itinerario distingue y
no confunde en absoluto estos dominios. Antes de 1950
y de su giro estructural y lingüístico, es decir, en las dos
décadas iniciales de su actividad intelectual, pasa de
una valoración del medio humano o social en su Tesis
sobre la paranoia (1932) y de un posterior interés por el
marco familiar (1936) a una definitiva concentración en
el campo de la subjetividad («Estadio del espejo», 1949).
Esto es, no hay congruencia ni superposición de las
tres esferas, sino fases sucesivas en un camino de descubrimiento que va de la personalidad paranoica a la
constitución del sujeto. Ver el imprescindible librito de
Bertrand Ogilvie: Lacan. La formation du concept de
sujet (1932-1949), París, PUF, 1987.
103
pasado, confrontando su peculiar ontología y su
nexo con el presente. El problema es justamente
ese, la presencia del pasado entre los que vivieron
el horror o los que lo compartieron como experiencia personal (no como Leiberfahrung) o como testimonio indirecto. «Lo que pasa queda», solía repetir
un gran filósofo español. No hay duda. Y si, con
Edward H. Carr, aceptamos que lo que define a la
historia es un «diálogo sin fin entre el presente y el
pasado», entonces la presencia del pasado –vivo,
viviente, verificable– debe abrirse a la conciencia
de la comunidad independientemente de todas las
consecuencias que pueda implicar.
Un segundo aspecto –y con esto finalizo– es el
que atañe al título del libro y al concepto central de
«Justicia radical». ¿Qué hay que entender exactamente por esto? ¿Cuáles son el significado y la función de esta fórmula en el proyecto del libro?
Naturalmente, hay que despejar desde la partida dos posibles malentendidos. «Radical» no debe
entenderse en contexto norteamericano. No se opone a «liberal», como una lectura en el ámbito de la
política estadunidense pudiera hacer creer. La diferencia de grado o de naturaleza que se suelen asignar a estas dos actitudes y posiciones ideológicas
en la práctica y en la retórica de este país es ajena
al uso concreto del autor.
Por otra parte, tampoco habría que asociarlo con
una posible significación marxista –la del famoso
dictum del Marx juvenil según el cual «ser radical
consiste en tomar al hombre por la raíz». Esto, entre otras cosas, generaría una ostensible contradicción con el alcance que en el libro posee la idea de
«no-lugar». Radicación y no-lugar se oponen semánticamente y se excluyen desde un punto de vista funcional.
Ni procedente del vocabulario liberal ni relacionado con una etimología marxista, «radical» es
104
fundamentalmente otra cosa. Al iniciar su libro, Martín-Cabrera apunta que habría llegado a la noción
de «Justicia radical» en compañía de su condiscípulo y amigo Daniel Noemi; y de hecho así resulta
utilizada en el ensayo en colaboración que ambos
publicaron sobre Machuca, el filme de Andrés
Wood.10 Es obvio que a lo largo del libro el concepto está continuamente presente, pues el autor
trata con paciencia y esfuerzo de precisarlo, afinarlo y dar una versión definida de él. El asunto no es
fácil, sin embargo.
No cabe duda –y esto el autor lo destaca y lo
explicita a cabalidad– de que «Justicia radical» es
un concepto extrajurídico y, si no por su esencia,
requiere a veces un uso antijurídico. Es lo que de
inmediato pone de relieve el segundo epígrafe del
libro, tomado de Hebe de Bonafini, la dirigente reconocida de las Madres de Plaza de Mayo: «...nunca creímos en lo jurídico [...], los pueblos no pueden solucionar su lucha jurídicamente» (1). Más
adelante, este carácter ajeno a lo jurídico se acusa
más y más, de acuerdo a los casos que estudia el
autor. Es interesante, con todo, hacer notar que las
primeras veces que el término «radical» se pone en
juego es más bien del otro lado de la experiencia,
del lado de una «injusticia radical», precisamente la
que se expresa en la situación de los desaparecidos. De un modo muy singular (y recalco este hallazgo), Martín-Cabrera empieza hablando del
«abandono radical» (3) experimentado por los que
sufrieron la violencia del Estado en los países en
cuestión. Ahora bien, este abandono y esta injusticia fueron y siguen siendo reales; ¿es posible que a
10 Luis Martín-Cabrera y Daniel Noemi: «Class Conflict,
State of Exception and Radical Justice in Machuca by
Andrés Wood», en Journal of Latin American Cultural Studies, vol. 16, No. 1 (marzo de 2007), pp. 63-80.
ello responda una Justicia que no solo sea posible
(en el reino del deseo y de la voluntad), sino también real? Ay, there’s the rub... Cuando en la penúltima página de su absorbente libro el autor hace
el máximo esfuerzo por aprehender esta noción infinitamente elusiva que le ha sido vertebral para todo
su trabajo, formula lo siguiente: «nosotros situamos
nuestra noción de “Justicia radical” como un momento diferente de esta experiencia liminal que abre
una línea de fuga hacia un tiempo político diferente»
(227). «Si la injusticia radical fue el resultado de la
dictadura y se perpetúa después que ella ha terminado formalmente, la Justicia radical funciona desde y hacia un tiempo y lugar diferentes» (ibíd.; el
énfasis es de los autores, pues aquí Martín-Cabrera está citando su trabajo con Noemi).
Si no entiendo mal, la dimensión de futuro vendría a imponerse al pasado y a un presente hondamente problemáticos; y una «localización» propiamente tal sustituiría el reino del no-lugar. Es lo que
Martín-Cabrera llama, con particular fuerza deíctica, una justicia «yet-to-come» (4, 189 passim),
el reino y el tiempo «aún-por-venir». De ahí que el
autor cierre su libro, como ya adelantábamos, con
las palabras de Salvador Allende desde Radio Magallanes. El dictador del comienzo ha sido borrado del horizonte, antes de que comience a reinar;
quedan las palabras que, en medio del horror que
se inicia y ante el horror que se dilatará por años,
nos hablan de «otros hombres», de un «más temprano que tarde» y de que «se abrirán las grandes
alamedas». Todo está en futuro, en un tiempo indefinidamente abierto, menos ucrónico no obstante de
lo que parecen sugerir las líneas de Martín-Cabrera. Entonces sobreviene la gigantesca y dramática
contradicción. Mientras todo empieza a morir, Allen-
de saluda a sus compatriotas desde el límite de su
propia muerte: «¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!». Lo que era un eslogan de marchas y manifestaciones, adquiere ahora una significación auténticamente dialéctica. Sin escatología, esta
contradicción de fondo, esta paradoja que se alza
por última vez en el filo cismundano de la experiencia de un pueblo, habla de verdad. Es como si el
tiempo se hubiera borrado, o que el autor quisiera
coger el tiempo por la raíz. Retroceso muy similar
a lo que se lee en el gran libro La ciudad (1979),
de Gonzalo Millán, y que este mismo poeta dijo en
parte en el desenlace de otro documental de Guzmán, Salvador Allende (2004).11 Martín-Cabrera
me recalcó una vez que esta escena lo había impactado particularmente. Y, ¿por qué no ver aquí,
una vez más y ahora de un modo arquitectónico en
la composición del libro, otro de esos cambios de
sentido que saturan de significado la estructura y la
problemática del volumen? Sea de ello lo que fuere, se impone con fuerza el hecho de que las únicas
palabras de un político que merecen respeto y reverencia son aquellas que se pronuncian en este
borde de la vida y de la muerte. Tal vez tenga razón
el autor al ver allí una ucronía en vivo, manifiesta y
latente de lo «aún-por-venir».
Termino aquí. Espero que este libro ambicioso y
combativo, sólido y bien documentado, pueda ser
traducido pronto en nuestro país. Por mi parte, no
creo que estas líneas le hayan hecho justicia. Ni «radical» ni de otro tipo… c
11 Concretamente, lo que lee Millán es la sección 53 del
poema, que empieza «El río invierte el curso de su
corriente» y que, entre otros versos, contiene estos:
«Aparecen los desaparecidos / Los muertos salen de
sus tumbas».
105
CARLO FRABETTI
La lectura y la construcción
de la identidad*
La construcción de la identidad
Revista Casa de las Américas No. 268 julio-septiembre/2012 pp. 106-111
L
106
* Resumen de la ponencia presentada
en el foro La infancia bajo control
(Sevilla, junio de 2012).
a construcción de la propia identidad es una empresa que dura
toda la vida, pero que, huelga señalarlo, tiene especial importancia durante la infancia y la adolescencia: la misma que poseen los cimientos al construir una casa.
Durante la llamada «fase de impregnación», que según los sicólogos dura aproximadamente hasta los seis años de edad, el niño se
dedica fundamentalmente a absorber información sobre su entorno, y a partir de ese momento empieza a reflexionar de forma sistemática y a dotarse de una visión del mundo global y articulada; por
eso se suele considerar que alcanzamos el «uso de razón» hacia los
siete años de edad.
A lo largo de todo este proceso, y a medida que el niño se va
haciendo una idea de cómo funcionan las cosas, de las reglas que
rigen la sociedad en la que vive y de lo que los demás esperan de él,
va adquiriendo una serie de hábitos, habilidades y pautas de conducta que lo hacen tan identificable como su aspecto exterior, y del mismo modo que busca y reconoce su imagen física al mirarse en un
espejo, también busca reconocerse (y gustarse) en la imagen moral
que los demás le devuelven al relacionarse con él. Desde la más
tierna infancia, buscamos un equilibrio, un compromiso, entre nuestros deseos y los límites que la realidad nos impone, y eso nos lleva
a desarrollar una determinada estrategia adaptativa (desde el punto
de vista de la teoría de la complejidad, los seres
humanos somos sistemas adaptativos complejos),
es decir, a asumir un papel que nos permita integrarnos en el gran teatro del mundo.
A medida que el niño descubre que no siempre
puede satisfacer sus deseos de forma plena e inmediata, tiene que enfrentarse a una larga serie de renuncias y frustraciones (lo que Freud denominó «el
malestar en la cultura»), y desde muy temprana edad
intenta compensar esas frustraciones con la imaginación, que se manifiesta y se desarrolla en juegos,
sueños diurnos, fantasías de omnipotencia, etcétera. La imaginación infantil es omnívora y se nutre de
todo lo que hay a su alcance; pero su principal alimento son los relatos, y entre los numerosos relatos de todo tipo que llegan a sus oídos, los cuentos
infantiles desempeñan un papel fundamental.
Los cuentos infantiles cumplen al menos tres funciones: por una parte, ayudan a los niños a estructurar su mente (por eso quieren que se les cuenten
siempre de la misma manera: porque la repetición
les permite ejercitar y poner a prueba su capacidad de asimilación); por otra parte, los cuentos alivian sus angustias y temores al plantear situaciones
en las que seres tan indefensos como ellos mismos
se enfrentan a terribles peligros (gigantes, brujas,
lobos, etcétera) y logran superarlos (como dice
Chesterton, los cuentos nos enseñan dos cosas: que
hay ogros y que podemos vencerlos); y por último,
pero no menos importante, los cuentos alimentan
su todavía inexperta imaginación, les suministran
abundantes materiales para elaborar sus propias
fantasías y reflexiones (y no unos materiales cualesquiera, sino arquetipos, temas y situaciones decantados a lo largo de los siglos).
Normalmente, los niños conocen los primeros
cuentos por vía oral: también en esto, como en todo
lo demás, empiezan siendo plenamente dependien-
tes de los adultos; pero en algún momento descubren los libros «de verdad», pasan del cómic o el
álbum ilustrado leído con ayuda de los padres a esos
libros con pocas ilustraciones, o ninguna, en los que
todo lo dicen las letras, esas monótonas hileras de
diminutos signos negros que se repiten sin cesar, como
interminables procesiones de hormigas. Las primeras lecturas autónomas son el equivalente mental del
destete; depender plenamente de los padres es muy
cómodo, pero al alcanzar el «uso de razón» el niño
se da cuenta de que el precio de esa comodidad es
la total indefensión y la falta de autonomía, y de que
poder alimentarse por sí mismo, tanto física como
mentalmente, tiene muchas ventajas.
El liberespacio
Creo que, en general, quienes escribimos para los
niños no solo mantenemos una relación intensa y
fluida con nuestra propia infancia, sino que además
recordamos de una forma muy especial nuestras
primeras lecturas importantes y nuestro descubrimiento del mundo de los libros. A primera vista, y a
no ser que tengan numerosas ilustraciones y llamativas portadas, los libros parecen todos iguales; pero
cuando empezamos a leer con fluidez y tenemos la
suerte de que pongan en nuestras manos un buen
libro (o de toparnos con él por azar), la experiencia
se convierte en una auténtica revelación.
Un libro es como una geoda: por fuera parece
un objeto vulgar e insulso, pero al abrirlo descubrimos que está lleno de joyas deslumbrantes. Y además no es un tesoro aislado: dentro de cada libro
encontramos los mapas de otros tesoros: referencias más o menos directas a otros libros y a otros
autores, que nos incitan a seguir profundizando en
un tema o en una idea. Desde niño, soy un voraz
lector de prólogos, solapas y contracubiertas, y
107
siempre recomiendo a los jóvenes lectores que no
se salten esos textos que parecen prescindibles, pero
que a menudo contienen informaciones de gran utilidad para navegar por el «liberespacio».
Porque si el descubrimiento de los primeros libros
es una revelación, esa revelación se consuma y se
magnifica cuando el niño da el salto de lo particular a
lo general y descubre la literatura. No como asignatura escolar, no como mero catálogo de obras y autores, sino como un gigantesco organismo del que
cada libro es una célula, como un inmenso palacio
del que cada libro es una puerta. Y como las células
en los organismos vivos o las dependencias de un
palacio, los libros se conectan entre sí, llevan unos a
otros, forman una red invisible que cada lector recorre
y reorganiza a su manera, teje y desteje sin cesar.
Puesto que los relatos son el principal alimento
de la imaginación, al aprender a leer de forma fluida y comprensiva, al tener acceso a los libros por
sí mismo, el niño se desteta mentalmente; y al dar
un paso más, al comprender que el mundo de los
libros es un ámbito unitario y estructurado, al descubrir la literatura como un todo orgánico, al
convertirse en «libernauta», el niño puede buscar
su sustento mental por sí mismo, le gana una batalla
decisiva a la dependencia infantil.
Imaginación e identidad
La imaginación cumple, sobre todo, dos funciones
básicas: una especulativa y otra que podríamos denominar «soñadora» (o «poética», en el sentido más
amplio del término). Por una parte, utilizamos nuestra
imaginación para realizar extrapolaciones y experimentos mentales capaces de ayudarnos a resolver
o anticipar determinados problemas de la vida real
(el equivalente informático de estas fantasías especulativas serían las simulaciones por ordenador);
108
y, por otra parte, inventamos situaciones imaginarias tendentes a compensar las carencias y
frustraciones de la vida real. Como «efecto secundario» (en realidad es un objetivo primordial,
pero no suele ser deliberado), este doble trabajo
de la imaginación va construyendo poco a poco
nuestro yo interior, nuestra identidad personal.
La primera infancia es una etapa de absorción
masiva de los datos y las reglas del mundo exterior;
es una etapa de adoctrinamiento, en la que cada
cultura «programa» al niño de acuerdo con sus creencias y valores. Durante esta etapa inicial, la construcción de la identidad es un proceso inconciente e
inducido desde el exterior. Y es un proceso fundamentalmente adaptativo: el niño desea integrarse en
su mundo, en su medio social (sentirse aceptado,
en última instancia), tanto como la sociedad desea
integrarlo. Por eso es tan frecuente en el niño la
obsesión por la «normalidad», el miedo a ser «diferente», que se refleja en cuestiones como la indumentaria, el aspecto físico, los juegos... Y, sobre
todo, en la asunción de un «rol de género» supuestamente propio del sexo al que se pertenece.
Nuestra cultura patriarcal y represiva pone especial énfasis en la tajante división de los géneros
(destinada, sobre todo, a propiciar la supeditación de las mujeres a los hombres), y desde la
más tierna infancia se presiona sin cesar a los niños y niñas para que asuman, respectivamente, los
roles masculino y femenino convencionales.
En este sentido, el control social es estricto y
despiadado. Un niño que no se muestre lo suficientemente «viril», se expone a ser ridiculizado o incluso agredido por sus propios compañeros de juegos o de escuela, y lo mismo le ocurre a una niña
que no sea «femenina». Y aunque por suerte las
cosas empiezan a cambiar, la homofobia dista mucho de haber sido superada (al igual que ocurre
con el racismo y la xenofobia, variantes de una misma aversión patológica a lo diferente).
Corbatas y tacones
En los países occidentales u occidentalizados, la estricta división de roles se manifiesta de forma ostensible en la pervivencia, entre otras muchas cosas, de
dos elementos indumentarios claramente aberrantes:
la corbata y los zapatos de tacón. La corbata, ese
flácido y falocrático pendón multicolor, ese sedoso
nudo corredizo topológica y moralmente equivalente
a la soga de un ahorcado o al collar de castigo de un
perro, simboliza a la vez la supremacía –de género y
de clase– del hombre que la lleva y su sometimiento
al orden establecido: no en vano la corbata es obligatoria en la mayoría de los actos públicos y puestos
de trabajo de un cierto nivel.
Y los zapatos de tacón, a pesar de que los traumatólogos llevan años advirtiendo que son nocivos
para los pies y para la columna vertebral, siguen
siendo de uso común entre las mujeres, incluso entre las supuestamente «liberadas». ¿Y cuál es la finalidad de un calzado que entorpece los movimientos y perjudica la salud? Supuestamente, hacer más
atractiva a la mujer que lo lleva. Pero ¿quién puede
encontrar más atractiva a una mujer por llevar unos
zapatos que dificultan la locomoción, dañan las vértebras y provocan continuas molestias en los pies?
La respuesta es tan obvia como preocupante: solo
un machito enfermo susceptible de erotizarse con
la estética del sometimiento y el dolor.
En última instancia, el binomio corbata-tacón remite a la estética sadomasoquista. La típica «dominatrix» sado-maso, simultáneamente víctima y verdugo, suele llevar una ropa que la oprime, llena de
correas y herrajes, y agresivos zapatos puntiagudos
de finísimo tacón de aguja, cepo y arma a la vez
(amén de fetiche erótico). Y la corbata es a un tiempo el emblema de la superioridad masculina, el blasón del señor y el collar-lazo de su sometimiento.
El sadomasoquismo (con su exacerbación-inversión-confusión de la relación amo-esclavo) es una
expresión del profundo malestar que en hombres y
mujeres provoca la necesidad adaptativa de asumir
los grotescos roles sexuales impuestos por nuestra
sociedad. Y no es una perversión minoritaria y oculta, como algunos creen, sino un aspecto relevante
de nuestra desdichada cultura.
Pues bien, los niños y niñas de hoy tienen que
construir su identidad en ese mundo de corbatas y
tacones, de agresivos Bonds y sumisas Barbies,
y se ven fuertemente presionados para que asuman el rol que supuestamente corresponde a su
sexo. Y luego nos sorprendemos de que se muerdan las uñas o se hagan pis en la cama.
Lectura e imaginación
La lectura desarrolla la imaginación al menos de dos
maneras: por una parte, le suministra materiales
(personajes, situaciones, escenarios) que en su entorno son escasos o inexistentes; y, por otra, el propio acto de leer es la mejor forma de ejercitar facultades como la abstracción, la evocación y la especulación.
Estamos tan acostumbrados a leer que no nos
damos cuenta del doble prodigio que representa la
lectura: a partir de unos pequeños signos negros
repetidos una y otra vez sobre un papel, nuestra
mente reconstruye las palabras, y a partir de las
palabras reconstruye todo un universo evocado por
el escritor: de la lectura al lenguaje y del lenguaje al
mundo. Mientras ante los ojos del lector desfila una
monótona «procesión de hormigas», su mente se
llena de personajes, acciones, escenarios, ideas,
emociones... Y este ejercicio mental, por sí mismo,
109
desarrolla y agiliza la imaginación más que cualquier
otra actividad (a excepción de la escritura, su actividad recíproca y complementaria).
Pero el mundo de los libros no solo es el mejor
campo de entrenamiento, sino también el terreno
más fértil, el jardín más ameno, el huerto más feraz.
Si el mero hecho de leer es como hacer footing
con la mente, leer un buen libro es como pasear
por un vergel: no solo fortalece la imaginación, sino
que además le suministra el mejor de los alimentos
y la más esmerada educación estética.
Es cierto que hay libros de mera evasión, que se
limitan a repetir los tópicos más manidos; pero solo
los lectores menos exigentes se conforman con ellos
(e incluso estos se benefician de la lectura). El mundo
de los libros no solo atesora los conocimientos de la
humanidad, sino también sus inquietudes, sus dudas,
sus problemas, sus rebeldías. Los niños y niñas que se
sienten inseguros o diferentes, o simplemente insatisfechos con el mundo tal como es, pueden encontrar
en los libros, más que en ningún otro producto de
nuestra cultura, los referentes y las ideas que les permitirán relativizar e incluso impugnar el concepto de
«normalidad» que intentan imponerles.
Lectura e identidad
Y esto nos lleva de nuevo a la cuestión de la construcción de la identidad. A la pregunta, tácita o explícita, conciente o inconciente, que todos los niños
y niñas se hacen en algún momento –¿quién soy
yo?–, la sociedad responde, en primera instancia,
con una serie de tópicos inapelables; a un niño de
doce o trece años, por ejemplo, su entorno le dirá
de mil maneras que «ya es un hombrecito», que no
puede jugar a juegos demasiado infantiles o femeninos, que no puede llorar ni mostrarse blando, que
tienen que gustarle las chicas y el fútbol, etcétera; y
110
a una niña de la misma edad se le convencerá por
todos los medios de que tiene que ser delgada y
glamorosa, de que no puede jugar a juegos masculinos ni ser brusca en sus modales, de que tienen
que gustarle los chicos… Y si el niño o la niña no se
identifica plenamente con estos modelos, tendrá que
elegir entre el disimulo o el rechazo.
Pero los libros, los buenos libros (e incluso algunos no muy buenos), brindan innumerables alternativas a los tópicos y prejuicios dominantes. Muchos
niños y niñas encuentran en la lectura referentes e
ideas que les ayudan a construir su identidad sin someterse pasivamente a las imposiciones de su entorno, y muchos jóvenes lectores y lectoras que parecen refugiarse en los libros para huir de la realidad, lo
que hacen es buscar en ellos la fuerza necesaria para
afrontar esa realidad y luchar para cambiarla.
La imagen y la palabra
Se dice a menudo, y con razón, que la televisión,
los videojuegos y los ordenadores son enemigos
de la lectura; esas «pequeñas pantallas» –sin olvidar la pequeñísima pantalla del teléfono móvil–, con
sus seductoras imágenes y sonidos, hipnotizan a niños y adultos y los apartan de los libros.
Así es, de hecho, pero no porque los medios audiovisuales sean en sí mismos enemigos de la lectura. El
tiempo que dedicamos a ver una obra de teatro o a
visitar un museo no podemos dedicarlo a leer, y sin
embargo nadie dice que el teatro o la pintura sean
enemigos de los libros; al contrario, las distintas manifestaciones culturales se refuerzan y fomentan mutuamente, y es mucho más fácil que sea aficionada a
la lectura una persona que se interesa por las artes
plásticas y escénicas que quien las ignora.
Con la televisión y las demás «pequeñas pantallas» podría –debería– pasar lo mismo; lo que las
convierte en enemigas de la lectura –y de la vida–
no es su índole audiovisual, sino sus contenidos
banales, cuando no tóxicos. La televisión, los ordenadores, los videojuegos y los teléfonos móviles son, en sí mismos, instrumentos maravillosos y
llenos de posibilidades; pero en la mal llamada
«sociedad de consumo» (todas las sociedades se
articulan alrededor de la producción y el consumo),
que más bien habría que denominar «sociedad de
despilfarro», la industria de la incultura y los medios
de incomunicación nos bombardean incesantemente
con productos inútiles o nocivos y con estímulos
destinados a crear necesidades artificiales.
La televisión es nefasta porque es adictiva, y es
adictiva porque intoxica, como ocurre con todas
las adicciones. Los fumadores no fuman porque
necesiten tener algo en las manos, como algunos
sostienen estúpidamente, sino porque se vuelven
dependientes de las docenas de sustancias tóxicas
que contienen los cigarrillos.
A la conocida frase de McLuhan «el medio es
el mensaje» le sobra el segundo artículo: el medio
es mensaje, en el sentido de que no es un mero
vehículo pasivo e indiferente; pero no es «el» mensaje. El verdadero mensaje es el contenido, y solo
si el contenido es trivial se convierte el medio en
el mensaje único o principal. Si nos regalan una
caja vacía, el regalo es la caja; pero si contiene
algo de valor, la caja, aunque también forma parte
del regalo, se convierte en algo secundario. Cuando la «caja boba» está vacía de todo contenido
digno de ese nombre, como ocurre con demasiada frecuencia, entonces sí, McLuhan tiene toda la
razón y el medio es el mensaje.
Leer La vida es sueño en un libro, ver la obra por
televisión o verla representada por actores de carne
y hueso en un teatro son experiencias muy distintas;
pero las sobrecogedoras palabras de Segismundo
(«¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una
ilusión…») son las mismas en uno u otro caso. El
problema es que Calderón no tiene cabida en una
televisión que no quiere que reflexionemos sobre la
vida, sino que la desperdiciemos consumiendo baratijas. El problema es que la televisión, mediante
una publicidad omnipresente reforzada por todo tipo
de subproductos culturales, intenta convencernos de
que la felicidad consiste en consumir mucho y el éxito en ser más que los demás (en lugar de ser más
con los demás, que es la única forma de crecer).
En los países ricos, una persona puede recibir
hasta mil impactos publicitarios diarios, es decir, mil
invitaciones –una por minuto– a consumir cosas inútiles (puesto que las útiles las consumimos sin necesidad de que nadie nos convenza). Este bombardeo
incesante es especialmente nocivo para los niños y
los adolescentes, y es la principal causa de que les
resulte tan difícil sustraerse al frenesí mediático y lograr el sosiego necesario para la lectura.
Y precisamente por eso es necesario fomentarla, facilitarles a los niños el encuentro con los libros.
Porque la lectura es tal vez el único oasis al que
tienen acceso en este desierto de las ideas y los
valores por el que vagamos sin rumbo. La lectura
es, en el mundo capitalista, el único ámbito de libertad que el niño tiene a su alcance, el único espacio que no le impone el tiempo ajeno y acelerado
de los medios audiovisuales.
Y quienes queremos fomentar la lectura hemos
de ser concientes, ante todo, de que nuestros enemigos no son las nuevas tecnologías, sino quienes
las ponen al servicio del embrutecimiento, la competitividad y el consumo desaforado. El enemigo
de la palabra no es la imagen, sino la manipulación
de ambas cosas. El enemigo, en última instancia, es
un capitalismo salvaje que todo lo convierte en
mercancía para luego convertirlo en basura. c
111
NILS CASTRO
Retos y oportunidades
de las izquierdas latinoamericanas*
Revista Casa de las Américas No. 268 julio-septiembre/2012 pp. 112-116
E
112
* Texto leído durante la presentación del
libro Las izquierdas latinoamericanas en tiempos de crear (1ra. ed., Buenos Aires, Universidad Nacional de
General San Martín, Unsam, 2012), realizada en la Casa de la Patria Grande
Néstor Kirchner, en Buenos Aires, el
10 de mayo último.
n la actualidad hay gobiernos progresistas o de izquierda democrática en la mayoría de los países sudamericanos y en
dos países centroamericanos. Ellos son expresiones de una
diversidad que resulta de distintas realidades y procesos nacionales
pero, aunque representan diferentes modelos político-ideológicos
y programáticos, coinciden en algunos rasgos muy importantes.
Estos gobiernos son producto de los rechazos sociales y electorales a las calamidades socioeconómicas y morales provocadas por la
imposición del neoliberalismo. En unos países esos repudios llegaron
a ser tan masivos que hicieron colapsar el sistema político tradicional
y posibilitaron reformas constitucionales que buscaron «refundar» el
Estado (Bolivia, Ecuador y Venezuela). Esos gobiernos ahora tienen
mayor poder institucional y pueden tomar decisiones más radicales.
En otros lugares, llegaron adonde están a través de elecciones realizadas dentro del viejo sistema político. Por lo tanto, controlan menos
poder institucional y siguen políticas más moderadas.1
Lo que todos tienen en común es su origen antineoliberal y, por
consiguiente, su aspiración a recuperar mayor soberanía y autodeterminación, así como reconocer las responsabilidades sociales del
Estado. Es decir, mejorar la distribución de la riqueza, la justicia y la
1 Por ejemplo, no tienen mayoría parlamentaria, el poder judicial sigue en
manos de la derecha, tienen pocos medios para contrarrestar a la prensa
reaccionaria, etcétera.
equidad sociales, fortalecer la salud y la educación
públicas, combatir la discriminación y la corrupción,
ampliar los derechos ciudadanos, etcétera. Eso ahora facilita el diálogo y la concertación entre dichos
gobiernos, como lo refleja el fortalecimiento del Mercosur, la formación de la Unasur, la constitución del
Alba y, más recientemente, la creación de la Celac.
Estas iniciativas han podido avanzar porque en cada
uno de esos grupos regionales los gobiernos progresistas ejercen una influencia preponderante.
De ese modo, a nivel gubernamental ha progresado la formación de varios foros de diálogo, concertación y cooperación. Ello se ha logrado a través de un manejo pragmático y gradual de las
coincidencias e iniciativas de los gobiernos progresistas, abordando asuntos de interés general que
hacen factible involucrar asimismo a los gobiernos
más conservadores. Sin embargo, el progreso no
ha sido igualmente notable en nuestras agrupaciones regionales de partidos y movimientos políticos.
La cuestión está en que la elección de esos gobiernos progresistas no resultó de los atractivos de
ofrecer una propuesta de nuevo tipo. Surgió del
repudio colectivo al deterioro social y moral que
las imposiciones neoliberales le han causado a nuestros pueblos. Así pues, estos votaron contra lo que
existía, no a favor de un proyecto alternativo. Y esa
respuesta social rechazó tanto la situación existente
como los partidos, discursos o liderazgos que se
habían prestado a administrar y justificar aquellas
imposiciones y sus consecuencias.
Pero, además, en la mayor parte de los casos ello
sucedió en circunstancias de reflujo de la cultura política de la mayoría de los electores, a lo cual contribuyó un conjunto de factores ya conocidos: los efectos de la abrumadora ofensiva neoconservadora
desatada durante los regímenes de la señora Tatcher
y el señor Reagan, la claudicación de los liderazgos
socialdemócratas que abandonaron sus principios históricos para supeditarse al reinado neoliberal, así
como la extinción de las ilusiones guerrilleras, el desmoronamiento del llamado socialismo real y la irrupción temporal de una hegemonía unipolar, lo cual no
solo ocasionó secuelas políticas, socioeconómicas y
militares, sino también equívocos efectos sicológicos,
intelectuales y culturales.
Si comparamos las corrientes político-ideológicas más activas de la América Latina en los años
sesenta y setenta del siglo pasado con las que vinieron después, se constata que en las primeras el
denominado «factor subjetivo» del proceso revolucionario estaba mucho más desarrollado que el
«factor objetivo», aunque lo estuviera en la dirección equivocada. Había proyectos revolucionarios
que –acertados o no– eran capaces de movilizar
audaces vanguardias políticas, dispuestas a tomarse
el cielo por asalto a despecho de cualquier riesgo.
Para citar un ejemplo paradigmático, cuando el
Che Guevara se alzó en Bolivia, las estadísticas latinoamericanas de pobreza, explotación, hambre y
marginación eran dramáticas, pero menos graves
de lo que llegarían a ser en los años noventa. En
otras palabras, cuando arribamos a los finales del
siglo llegamos a tener mayores razones objetivas
para rebelarnos, pero ya no quedaban proyectos
revolucionarios que encaminaran la indignación social en ese sentido.2 Por el contrario, en esa década
este género de proyectos se había desvanecido sin
que otros los remplazaran.
Así, cuando el disgusto de una gran masa de ciudadanos rompió con los actores políticos tradicionales y buscó otras vías, las halló en rebeliones urbanas que defenestraron gobiernos sin haber concebido
2 Salvo los casos peculiares de Colombia y Perú, que tienen explicaciones históricas y socioculturales específicas de otros géneros.
113
y preparado otras opciones. Más tarde, encontraron inesperados liderazgos de nuevo tipo, o revaloraron algunas organizaciones que ya habían venido
constituyéndose, como el Frente Amplio uruguayo o
el PT brasileño. Por consiguiente, al volver a las urnas esa masa escogió un camino diferente, no el
camino revolucionario ni algún otro ya conocido. Eligió
una alternativa que creyó socialmente más comprometida para cambiar la situación sin volver a pasar
por anteriores sobresaltos, autoritarismos, lucha armada ni hiperinflaciones.
En consecuencia, esa masa electoral generalmente votó por actores asociados a las izquierdas, pero
no por sus anteriores programas rupturistas. Y estos
actores, a su vez, captaron ese voto proponiendo
programas de baja tensión, incluyentes y gradualistas, para solucionar los reclamos populares más inmediatos. En otras palabras, llegaron al gobierno con
la promesa de corregir injusticias y disparates, satisfacer reivindicaciones y humanizar el desarrollo, pero
sin haber esclarecido aún cuál podría ser la hoja de
ruta para seguir de este punto hacia los ideales por
los cuales las izquierdas pelearon antes. Es decir, sin
haber creado otro proyecto estratégico con el cual ir
más allá de rescatar principios éticos y resolver las
calamidades del tsunami neoliberal.
Con lo cual –de paso– se ha renovado un viejo
antagonista. Porque las derechas y sus mentores,
vencidos y temporalmente desconcertados, no perdieron su poderío económico, social y mediático,
que ahora les facilita refrescar el aprovechamiento
de sus ventajas en el esfuerzo por recuperar el poder político probando un nuevo discurso, imagen y
mitos, que nosotros debemos saber no solo desenmascarar, sino superar.
Así las cosas, las izquierdas latinoamericanas,
ahora insertas en un mundo que con la actual globalización y la crisis sistémica ya no volverá a ser el
114
mismo, están frente a un nuevo escenario. La hegemonía norteamericana ya es menos omnipotente,
hemos recuperado capacidad de autodeterminación
y maniobra, tenemos un variado repertorio de gobiernos progresistas pero, entre tanto, aún no hemos creado un nuevo proyecto de mayor alcance
histórico. Este es un reto que demanda un diálogo
incluyente y constante, que integre a la pluralidad
de nuestras organizaciones y corrientes de ideas en
nuestra región y con las izquierdas nacionales de
todo el planeta.
Ninguna actitud sectaria puede resolver esta situación. Intercambiar experiencias, ideas y cooperaciones entre todas las corrientes progresistas es
indispensable para fecundar nuestras capacidades creativas, para producir proyectos confiables
y factibles. Ya hay una intelectualidad latinoamericana que lo anima a través de diversas páginas de
prensa y medios electrónicos. Pero es indispensable sistematizar ese impulso en el interior de los
partidos y movimientos, con frecuencia más ocupados en resolver confrontaciones coyunturales que
en desarrollar una nueva cultura política y capacidad de previsión estratégica.
Hay fundamentadas razones para ser optimistas.
Desde que hace diez años fracasó el golpe de las
derechas para derrocar a Hugo Chávez, la América Latina ha probado distintas rutas y avanzado a
grandes zancadas. Recientemente, Jean Luc Mélenchon declaró que hace suyo el modelo organizativo del Frente Amplio uruguayo y la propuesta ecuatoriana de la Revolución Ciudadana, y tiene buenos
motivos para decirlo.3 De hecho, las iniciativas progresistas latinoamericanas están creando objetivos
3 «Tomé mis modelos en América Latina», entrevista concedida al periódico Página/12, Buenos Aires, 3 de abril
de 2012.
y soluciones válidos para nuestros hermanos de
otras regiones del mundo.
Aunque no hemos dilucidado los necesarios
proyectos de mayor plazo, seguimos avanzando.
Múltiples injusticias se han corregido, millones de
latinoamericanos han salido del hambre y la pobreza, han adquirido ciudadanía y recuperado dignidad, y a naciones enteras se les ha abierto un
nuevo horizonte de esperanzas confiables. ¿Dónde radica entonces el problema? Su naturaleza fue
identificada y explicada por uno de los mayores
exponentes del genio creativo socialista, Antonio
Gramsci, hace casi cien años.
No solo porque hoy gran parte de Sudamérica
pasa por una situación donde lo viejo está agónico
pero lo nuevo que deberá remplazarlo todavía estamos formándolo. Más aún, porque una de las tareas fundamentales que requerimos es volver a actualizar la cultura política socialista de las grandes
masas populares y con ellas encabezar los acontecimientos. Superar el rezago de los llamados «factores subjetivos», para trazarnos una ruta más ambiciosa, adelantarlos a la dramática situación objetiva
y construirle soluciones factibles y sustentables.
Es decir, la misión de producir contracultura y
edificar una nueva hegemonía cultural que vaya más
allá de las actuales circunstancias, una cultura política nueva que pueda prender en las masas y orientarnos por las rutas más apropiadas a cada perspectiva nacional. Eso desborda el papel de los gobiernos
progresistas. Los gobiernos administran instituciones en contextos en que no se puede hacer mucho
más de lo que cada situación les permite. Formular
un nuevo horizonte, las vías para construirlo y educar
a las organizaciones populares necesarias para desbrozar esos caminos, es tarea de los partidos y de
las colectividades internacionales de partidos. Si esto
se hace o deja de hacer, y cómo se hace, es a estas
organizaciones y liderazgos políticos a quienes les
cabe esa responsabilidad.
Pero no puede hacerse según la batuta de ninguna
instancia política transnacional, sino a partir de las
experiencias y perspectivas nacionales de nuestros
propios pueblos. Es decir, como expresiones y como
vocación de un pensamiento nacional que, en el caso
de los latinoamericanos, no es excluyente sino solidario. Porque entre nosotros ninguna causa material
o simbólicamente grande es un ideal ajeno. Panamá
recuperó el canal interoceánico porque esta fue una
causa latinoamericana, como la Argentina va a recuperar Malvinas porque este es un compromiso moral de todos los latinoamericanos.
Durante más de medio siglo nuestra América se
fecundó con la llegada de ideas revolucionarias que
venían de Europa, de Norteamérica y de otras latitudes, que nos ayudaron a entender mejor el mundo y nuestras posibilidades. Como las ideas emancipadoras aportadas por el liberalismo radical y el
socialismo, entre otras. Sin embargo, el caso no era
el de «aplicarlas» a nuestras condiciones criollas
sino el de informar y animar el pensamiento propio,
para que este despegara hasta conocer y transformar nuestras realidades sin constreñirnos a copiar
modelos foráneos, meritorios pero nacidos para
cuestionar realidades y expectativas diferentes de
las nuestras.
No faltaron quienes nos advirtieran del imperativo de crear nuestras propias aspiraciones e instrumentos. Esa es la materia del prodigioso ensayo
«Nuestra América» de José Martí. Esa fue la pasión que movió a José Carlos Mariátegui. Esa es,
por supuesto, una de las pretensiones del libro que
hoy presentamos en esta casa de la Patria Grande.
Sin embargo, no cabe concluir estas palabras sin
evocar a dos contemporáneos que supieron expresar esa idea en la obra de sus propias vidas.
115
Uno, quien de la experiencia ya vivida en anteriores tiempos del quehacer político hizo resurgir y renovar lo más innovador para abrirle el camino a tiempos nuevos, como lo fue, con su ejemplar compromiso
y práctica humana, Héctor Cámpora, que no fue solo
el tío de tantos jóvenes argentinos, sino también el
de los millares de latinoamericanos que aún tenemos
la memoria necesaria para avizorar el futuro y la aspiración de contribuir a moldearlo juntos.
Y el otro, el pensador y maestro de varias generaciones de latinoamericanos, Rodolfo Puiggrós,
quien conoció la Patria Grande como a la palma de
sus manos, en cuyas líneas supo no apenas leer el
porvenir, sino enseñar a leerlo. Si bien otros ya habían señalado que a esta América hay que interpretarla y orientarla con sus propios instrumentos intelectuales y objetivos –como Martí al advertir que
del mundo deben ser los vientos que vengan a mecer las ramas del árbol, pero que nuestras han de
ser sus raíces–, nadie lo hizo con mayor claridad
que Puiggrós al afirmar que
América Latina y la Argentina para salir del atolladero tienen que pensar y actuar en función de
América Latina, necesitan poseer, para ponerse
a la altura de la humanidad que nace, una ideolo-
116
gía revolucionaria propia, es decir viva y creadora, que se nutra de la ciencia y la experiencia
mundiales para superarlas, pero que sea el fruto
de los gérmenes específicamente latinoamericanos. // No seremos libres de verdad y no salvaremos de la pobreza y la ignorancia a millones
de latinoamericanos, mientras esa ideología revolucionaria nuestra no se adueñe de las masas
trabajadoras y las haga artífices de las grandes
transformaciones sociales. El colonialismo ideológico siempre acompaña al colonialismo económico y la liberación económica no es posible
sin la liberación ideológica. // La creación de esa
ideología que interprete las leyes de nuestro desarrollo histórico y las tendencias progresistas y
emancipadoras de las masas laboriosas es, a mi
entender, la tarea más apremiante y primordial
que tenemos por delante los argentinos y los latinoamericanos.4
Si en la vida hemos de asumir una misión que le
dé sentido a tenerla, esa es la nuestra. Y esta es la
hora de cumplirla. c
4 «Las izquierdas en el proceso político argentino», en La
Educación en nuestras manos, Buenos Aires, Edición
Especial (año VII), pp. 50-54.

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