Elogio de la independencia
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Elogio de la independencia
ELOGIO DE LA INDEPENDENCIA (LA METAGARANTIA DE LA JUSTICIA DEL SIGLO XXI) “¿Qué juez independiente tienen ustedes aquí? ¿Qué juez independiente permitirían ustedes aquí?” (Herbert Stern)1 I. El fenómeno problemático. El cuerpo social y la Justicia están en crisis2, lo que se manifiesta por el incremento de las denuncias de insatisfacción3 y reconoce diversos motivos, entre los que sobresale el atosigamiento de los tribunales4. Esto último es, a su vez, la consecuencia de otros epifenómenos conexos, como la atribución a los magistrados de un rol providencialista, el desplazamiento de responsabilidad y la falta de eficacia5. Los dos primeros han aumentado sensiblemente las expectativas sociales, depositadas en los jueces, las que terminan por poner en jaque las posibilidades de respuesta que son, obviamente, limitadas6. Jorge Malem Seña ha sintetizado el dilema en el que se encuentra la Justicia al señalar que “en el siglo XXI la tarea del juez se presenta sumamente compleja. Nadie duda de ello y existen varias razones que parecen explicar ese consenso. En primer lugar, constituciones que atribuyen derechos individuales a los ciudadanos y que hacen que el juez sea su garante. La constitución, además, contiene una serie de principios que hace que el juez deba realizar una tarea interpretativa y de aplicación del derecho diferente a si operara sólo con reglas. La existencia de una constitución obliga, por otra parte, a que todo el conjunto de disposiciones jurídicas sean evaluadas a partir de ella. En segundo lugar, existe una multiplicidad de sistemas jurídicos que operan coetáneamente y que dificulta la tarea de aplicar el derecho (…) Y, en tercer lugar, porque los ciudadanos necesitan del juez como la última autoridad para resolver problemas, aunque algunos no siempre deberían caer bajo su competencia, porque tienen un eminente carácter político”7. Las críticas al Poder Judicial pueden ser aglutinadas en tres grandes conjuntos, a saber, aquellas dirigidas al trámite procesal, las enderezadas a las Herbert Stern, Juez Especial del Tribunal de los EEUU para Berlín, en su sentencia dictada en el caso “United States v. Tiede”, Berlín, 1979. Rafael Bielsa, Transformación del derecho en justicia, ed. La Ley, p. 23, habla de un verdadero estado de quiebra del sistema judicial. 3 Augusto Mario Morello, Poder judicial y función de juzgar, LL, 1987-E, sección doctrina, p. 830; Rafael Bielsa, Transformación del derecho en justicia, ed. La Ley, p. 19. 4 Daniel Herrendorf, El poder de los jueces, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1994, p. 187. 5 Bielsa, op. cit., p. 19. 6 Augusto Mario Morello, Poder judicial y función de juzgar, LL, 1987-E, sección doctrina, p. 831. 7 Jorge Malem Seña, El error judicial y la formación de los jueces, p. 239, ed. GEDISA, Barcelona, 2008. 1 2 1 prácticas y, por último, las que tienen por objeto el sentido de las decisiones adoptadas. Entre los reproches formulados hacia el funcionamiento de la Justicia se cuentan el anquilosamiento de las formas empleadas y las dificultades inherentes al discurrir procesal. Estas deficiencias obedecen a factores ajenos a este Poder, pues las exigencias rituales establecidas en orden a la tramitación de los procesos dependen de lo decidido por el legislador, por lo que no puede adjudicársele todo el peso de esta queja a los jueces, ya que éstos tienen a su cargo conducir el proceso con arreglo a las directivas legales impuestas por otro poder del Estado. Digo ello sin extraviar el aspecto finalista superior –de naturaleza constitucional- que todo conflicto judicial reviste y conforme al cual debe resolverse. Así como es cierto que el rito es impuesto por la ley, no lo es menos que, aún en el ámbito de la observancia de la norma procesal, subsisten errores que son imputables a los operadores de la Justicia y que se suscitan en el marco de las prácticas judiciales8. Entre estos defectos se encuentran un cierto quietismo funcional, la sacramentalidad como vicio y un acendrado automatismo. Otros, en cambio, tienen relación directa con los resultados que se obtienen con su intervención y que resultan igualmente reprobados por las partes, dependiendo del sentido de la decisión final. Algunos la cuestionan por infundada, otros, por no ser una derivación razonada del derecho vigente, otros por no haber tenido en cuenta los hechos acreditados en la causa, e, incluso, otros, sólo por no acomodarse a los intereses y derechos que representan. A la luz de la complejidad de este panorama crítico, resulta imposible que una decisión judicial satisfaga a todos. En este marco conflictivo las partes de un proceso judicial, dotadas de alguna cuota de poder, de cualquier naturaleza que sea pero, esencialmente, política y económica, tientan imponer sus propios puntos de vista en la disputa, absteniéndose de la argumentación y acudiendo al ejercicio de su propia fortaleza institucional o extrainstitucional, pretendiendo interferir en el proceso decisional de los jueces que tienen a su cargo resolver el entuerto. Lo que ocurre en la práctica cotidiana de los tribunales es que los jueces se encuentran situados en un verdadero tembladeral institucional, pues así como por 8 Este aspecto resulta abarcado por lo que Armando Andruet (h), en El compromiso cívico y el Poder Judicial, LL, 2009-B, 940, denomina “derecho judicial”, constituido por el “conjunto heterogéneo de realizaciones judiciales, prácticas forenses y actos de gestión y/o conducción que los jueces realizan y que le están reservadas de manera específica a tales y en cuanto son cumplidas en inmediata relación con su actividad profesional”. 2 un lado se les reclama una actuación independiente, como soporte indispensable para el Estado de Derecho, por el otro, los factores de poder operan sistemáticamente en orden a limitar, retacear, minimizar y subordinar la labor jurisdiccional a favor de sus propios intereses. Esta actitud ambivalente no es, sin embargo, contradictoria, sino que se halla claramente enderezada a evitar precisamente aquello que se dice perseguir, a la sazón, la independencia de la Justicia como Poder del Estado que es, en pie de igualdad frente a los otros Poderes, identificados como políticos. Es que, como lo anticipara Felipe Fucito, “no sería una conclusión aventurada decir que en la Argentina la presencia de una Justicia efectiva, proba, recta y que alcanzara a todos los que tiene que alcanzar, no es bien vista. Cuando se lo pide públicamente, es para retacearle todos los recursos que le permitirían serlo. Luego, se dirá que la Justicia no funciona, se hablará de la dilación de los pleitos, de los procesados sin sentencia y de que hay una ‘virtual denegación de justicia’”9. La independencia reclamada no deja de presentar controversias pues, en muchas ocasiones, se les pide a los funcionarios una participación directa en los asuntos y que rechacen la delegación de funciones, pero no se modifican las condiciones de sobrecarga de trabajo. O se asumen cambios importantes en las estructuras procesales, pero luego no se hace nada para implementarlas. Esta contradicción está instalada en los propios programas de cooperación internacional que establecen como eje prioritario la independencia judicial, pero luego excluyen a los funcionarios de la verdadera gestión de esos programas, que quedan instalados en el nivel de las cúpulas, quienes así ven reforzado su poder. Lo mismo se podría decir de la dirigencia política, que proclama la necesaria fortaleza del sistema judicial pero rechaza las consecuencias de esa fortaleza; o de los académicos, que sostienen una visión crítica sobre el sistema judicial pero luego mantienen la enseñanza o las estructuras universitarias en la misma situación anterior, sin asumir la influencia de ese sector sobre el funcionamiento de todo el sistema judicial10. Las víctimas son los ciudadanos que no han contado con un sistema judicial eficiente que resuelva sus problemas más básicos11. Felipe Fucito, ¿Podrá cambiar la Justicia en la Argentina?, p. 28, ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2002. Acerca de la necesidad de la reforma de la modalidad de la enseñanza misma del Derecho, véase Felipe Fucito , op. cit., p. 124, bajo el título “Sobre la reforma del derecho y de sus operadores”. En idéntico sentido, se pronuncia Augusto Morello (2004:145), bajo los títulos “Cambios en los operadores de la Justicia” y “La responsabilidad del académico” (2004:77). 11 Alberto Binder, Justicia penal y Estado de derecho, ed. Ad-Hoc, segunda edición actualizada y ampliada, p. 339. 9 10 3 Así, la complejidad del problema se revela en dos planos, uno de orden explícito, en el que se exige que la Justicia sea independiente, y otro embozado, en el que se busca que no lo sea. Esta dicotomía obliga a analizar las raíces profundas –y verdaderas- del entuerto y a no conformarnos con su apariencia. II. Falsas soluciones a falsos problemas El interrogante nodal a responder estriba en la determinación de cuáles de estos problemas le son genuinamente adjudicables a la Justicia y, en razón de ello, sobre cuáles puede operar directamente este poder del Estado y así corregirlos. He allí el principal obstáculo que encuentro a cualquier intento de resolver satisfactoriamente la cuestión, pues tiene una etiología diversa y un alcance general. Predico esta generalidad en virtud de una doble consideración, a saber, por un lado, la circunstancia de que la Justicia es un poder del Estado, en paridad de condiciones para con los poderes políticos, pero que tiene a su cargo la función última de controlar su actividad con arreglo a las directivas y límites constitucionales, y, por otro lado, la incidencia que sus decisiones tienen sobre la vida cotidiana de un universo indeterminable de ciudadanos. Ambos extremos convencen de la necesidad de verificar un abordaje totalizante del problema que representan los reproches formulados al Poder Judicial como, a su vez, de la solución de fondo que cabe proporcionarle. Ello así pues proponer soluciones parciales no implica postular solución alguna, sobre todo cuando, como ocurre en el caso, la pluricausalidad del problema facilita la interesada dispersión de las respuestas y, por ende, la difuminación de las soluciones estructurales12. II.1. Fin de la hipocresía relativa a la asepsia de los jueces. Es hipócrita predicar la independencia del Poder Judicial, como carácter esencial de éste para, después, agraviarse de su ausencia sólo cuando los jueces se pronuncian en contra de las pretensiones de una de las partes. En verdad, lo que se interpreta por independencia del Poder Judicial no es otra cosa que independencia del adversario y coincidencia con las posiciones propias. En cuanto la decisión emitida sea contraria, la acusación de falta de independencia sobreviene de modo natural. Acerca de la necesidad de la reforma de la modalidad de la enseñanza misma del Derecho, véase Felipe Fucito, op. cit., p. 124, bajo el título Sobre la reforma del derecho y de sus operadores. En idéntico sentido, se pronuncia Augusto Morello, en Modernización y calidad de las instituciones, ed. LEP, La Plata, 2004, p. 145 y sgtes., bajo el título Cambios en los operadores de la Justicia y p. 77 y sgtes, bajo el título La responsabilidad del académico. 12 En rigor, esta afirmación proviene de mi visceral resistencia a los análisis teñidos de posmodernismo que, so pretexto de la necesidad de ponderaciones parciales, fragmentan el objeto de estudio hasta hacerlo desaparecer. 4 Es hora de que las postulaciones hipócritas e ingenuas queden superadas de una buena vez pues demasiado daño causan al orden republicano. Existe hipocresía cuando se agita la bandera del reclamo por la independencia por parte de los titulares del poder –de cualquier naturaleza que sea- cuando, en rigor, éstos no desean una Justicia independiente, habida cuenta que ella implicaría una merma sustancial de su propio poder. Decir ello no implica una resignación a la realidad sino, antes bien, el planteo del problema enderezado a buscar su solución. También debe prescindirse de la ingenuidad de creer que el Poder Judicial, con la sola dotación de independencia habrá de conseguir restablecer equilibrios, restañar perjuicios, prevenir o evitar daños, imponiendo límites efectivos a la actividad de los otros poderes del Estado o de factores de poder extrainstitucionales. II.2. El significado político del Poder Judicial. Es una afirmación huera aquella que predica dogmáticamente que la Justicia no tiene un significado político o que los Jueces deben ser asépticos a toda influencia exógena. Esta idea, inspirada en la ingenuidad o –lisa y llanamente- en la hipocresía, es la base de muchas de las respuestas equivocadas sobre lo que debe ser la independencia judicial. Se ha sostenido pacíficamente que el Poder Judicial no es un Poder político del Estado. Sin embargo, no puede negarse que los jueces tienen sobre sí, también, una responsabilidad política. En consecuencia, cabe inquirir si la Justicia no participa igualmente de un poder de naturaleza política, pues de otra manera no se explica cómo, careciendo de tal condición, sin embargo, se le pueda reclamar a los magistrados responsabilidades políticas. Establecen los “Estándares de desempeño de tribunales”13 una inescindible unidad entre independencia y responsabilidad, señalando que “la independencia judicial está destinada a proteger los derechos individuales contra el uso arbitrario del poder del Estado y asegurar la vigencia del Estado de Derecho, y ambas funciones definen la política judicial y legitiman sus reclamos de respeto”. La responsabilidad constituye un principio que informa todo el sistema jurídico-político por el cual los ciudadanos y gobernantes están obligados ética y 13 Definidos por el National Center for State Courts, con la colaboración de la Oficina de Asesoramiento Judicial del Departamento de Justicia de los EEUU. 5 jurídicamente a rendir cuentas de sus actos, particularmente cuando con sus actos se ha irrogado algún daño a los bienes e intereses que tutela el ordenamiento jurídico, sean éstos públicos o privados. En estos casos, la responsabilidad emerge cuando la actuación del sujeto obligado no ha sido acorde con las exigencias éticas, jurídicas o políticas que normativamente la rigen y se define como política cuando se examina, con vistas a decidir su continuidad, el modo en que ha sido ejercida una determinada función pública de carácter superior, con la finalidad de proteger principalmente la buena marcha del gobierno de una comunidad política y los bienes y valores que para ello se requiere. En razón de ello, la evaluación de la responsabilidad política se expresa a través de un juicio valorativo y decisorio sobre la idoneidad funcional actual de un determinado magistrado para continuar en el ejercicio de su cargo14. La responsabilidad política de los jueces se encuentra informada por una serie de características que la tornan específica: los jueces tienen responsabilidad política frente al Estado, de quien han recibido su nombramiento y en cuyo nombre ejercita la función jurisdiccional; su finalidad es asegurar el buen funcionamiento del sistema institucional; pertenece al ámbito del derecho público; es de carácter amplio y de apreciación discrecional; tiene carácter decisorio y definitivo; no está a cargo de órganos judiciales ordinarios, sino de otros especiales, en cuya integración está presente la representación política y tiene un carácter mixto, político y jurídico, y está regulada y subordinada al derecho, aunque de modo distinto al que es propio de las otras clases de responsabilidades judiciales. El derecho tiene una dimensión política que se traslada al pronunciamiento judicial y, por ende, a la función de esa misma índole que cumple la magistratura15. Así se revela la importancia que tiene la politicidad para el derecho y la obligación moral que los jueces tienen de atender a ella, denotando su inserción en la vida cotidiana de la sociedad. Esa misma politicidad del derecho se confunde con la propia conformación y adecuación al bien común, toda vez que funciona como un adecuado principio y, por ende, criterio de discernimiento 14 Alfonso Santiago (h), Régimen constitucional de la responsabilidad política, publicado en La responsabilidad judicial y sus dimensiones, AAVV, Alfonso Santiago (h) (Director), ed. Abaco, Buenos Aires, 2006, T. 1, p. 34 y siguientes. 15 Armando S. Andruet (h), La sentencia judicial. Diversas conceptualizaciones de ella, discurso de incorporación como Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. 6 frente a la desmesura del Ejecutivo y la correspondiente sanción por el Legislativo. El problema se vincula a la tensión existente en la determinación del límite en el control de las decisiones políticas por parte de los jueces. Señaló la Corte Suprema de Justicia de la Nación, al resolver el caso “Verbitsky”16, que, “… a diferencia de la evaluación de políticas, cuestión claramente no judiciable, corresponde sin duda alguna al Poder Judicial de la Nación garantizar la eficacia de los derechos, y evitar que éstos sean vulnerados, como objetivo fundamental y rector a la hora de administrar justicia y decidir las controversias” (considerando 27). Sin embargo, no puede soslayarse que “[a]mbas materias se superponen parcialmente cuando una política es lesiva de derechos, por lo cual siempre se argumenta en contra de la jurisdicción, alegando que en tales supuestos media una injerencia indebida del Poder Judicial en la política, cuando en realidad, lo único que hace el Poder Judicial, en su respectivo ámbito de competencia y con la prudencia debida en cada caso, es tutelar los derechos e invalidar esa política sólo en la medida en que los lesiona” (considerando 27). Precisa Rodolfo Vigo que desde el momento en que “el juez ejerce uno de los poderes del Estado, ello supone tensiones con los restantes poderes de la sociedad, pero su función impone que se cumpla con independencia para así asegurar el respeto de los derechos de cada uno y que se mantengan los otros poderes en sus espacios constitucionales. La sociedad está particularmente sensibilizada con la eventual falta de independencia, especialmente respecto del poder político; de lo que surge la necesidad de ser independiente y de aventar cualquier sospecha en contrario17. En rigor, como lo sostiene el máximo Tribunal de la Nación, “las políticas tienen un marco constitucional que no pueden exceder, que son las garantías que señala la Constitución y que amparan a todos los habitantes de la Nación; es verdad que los jueces limitan y valoran la política, pero sólo en la medida en que excede ese marco y como parte del deber específico del Poder Judicial. Desconocer esta premisa sería equivalente a neutralizar cualquier eficacia del control de constitucionalidad”18. CSJN, 3/5/2005. Rodolfo Vigo, La responsabilidad ética de los magistrados judiciales, publicado en La responsabilidad judicial y sus dimensiones, AAVV, dirigido por Alfonso Santiago (h), ed. Abaco, T. 2, p. 453, Buenos Aires, 2006. 18 CSJN, “Verbitsky”, considerando 27. 16 17 7 Otro argumento se suma en orden a corroborar la innegable connotación política que guarda la función judicial. Escribe Dworkin que “tenemos dos principios de integridad política: un principio legislativo, que pide que los legisladores traten de que todo el conjunto de leyes sea coherente desde el punto de vista moral, y un principio adjudicativo, que instruye que se considere el derecho lo más coherentemente posible desde esa perspectiva”. Por ello, afirma este autor que “el principio legislativo forma una parte tan importante de nuestra práctica política, que ninguna interpretación competente puede ignorarla”19, de lo que deriva el inevitable compromiso de la decisión jurisdiccional con el significado político que se cifra en la manda legislativa, con lo que la cuestión revela la imposibilidad material de escindir ambas materias. En consecuencia, cabe coincidir con Dworkin cuando asevera que “las decisiones judiciales son decisiones políticas, por lo menos en el sentido amplio que interesa a la doctrina de la responsabilidad política”20. II.3. La asepsia personal de los jueces. La sentencia trasluce siempre la personalidad de su emisor, por lo que existirán perfiles y rasgos que quedan como impronta en cada decisión que se dicte, elementos que, en palabras de Bourdieu, constituyen su “habitus”21. Estas características son consecuencia de construcciones subyacentes que se nutren en lo nuclear de la personalidad del magistrado, con lo que resulta evidente que cada juez compromete su integridad cuando resuelve un conflicto dado. Se ha sostenido que los jueces no deben dejar trascender en sus pronunciamientos una determinada orientación ideológica. Pero también es sabido que el principal objetivo de la magistratura es administrar justicia, con su implicancia de conocimientos técnicos, inspirados por contenidos ideológicos de los que el juez no puede desligarse22. Desde lo simbólico, el juez es el garante de la aplicación del derecho que hace a la convivencia en paz, bajo las premisas de Ronald Dworkin, El imperio de la justicia, ed. GEDISA, Barcelona, 2005, p. 132. Ronald Dworkin, Los derechos en serio, p. 155, ed. Planeta-Agostini, Colección Obras Maestras del Pensamiento Contemporáneo, Barcelona, 1993. Por su parte, y en coincidencia con esta apreciación, Armando Andruet (h), en El compromiso cívico y el Poder Judicial, LL, 2009-B, 940, señala que “si el Poder Judicial no sabe encontrarse como actor político en la institucionalidad de un estado de derecho es muy probable que resulte succionado, deglutido o triturado por alguno de los otros poderes”. 21 Pierre Bordieu, en El sentido social del gusto, p. 39, ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2010, señala que debe reconocerse que los individuos son también el producto de condiciones sociales, históricas, etc., “y que tienen disposiciones (maneras de ser permanentes, la mirada, categorías de percepción) y esquemas (estructuras de invención, modos de pensamiento, etc.) que están ligados a sus trayectorias (a su origen social, a sus trayectorias escolares, a los tipos de escuelas por los cuales han pasado)”. 22 Luis Fernando Niño, Juez, institución e ideología, en La administración de justicia en los albores del tercer milenio , compilada por Messuti y Sampedro Arrubla, Ed. Universidad, p. 219, dice: “si una ideología es un conjunto de ideas fundamentales que caracterizan el pensamiento de una persona, colectividad, época, movimiento cultural, religioso o político, no sólo reconozco que tengo una ideología, sino que desconfío de quien argumente carecer de ella, porque ha de ser un impostor o un mentecato”. 19 20 8 legalidad y legitimidad. El rol y la función de los magistrados se traducen como de participación dependiente, se manifiesta por sus sentencias, como partes del sistema, e intenta realizar la justicia en el caso concreto preservando los valores sociales y haciéndolos conjugar con sus valores individuales23. Señala Andruet (h) el rechazo que generan, “por ser una contradictio in adjectus, los ensayos que afirman la existencia de una sentencia químicamente pura, sin dichas penetraciones ideológicas”24. Más todavía, los aspectos ideológicos integran la propia personalidad de los magistrados como los de cualquier persona, no obstante la imposibilidad de señalar con precisión cuándo y cómo se han constituido, es posible indicar con certeza que existen y que aparecerán en toda actividad humana, mostrándose con mayor facilidad según la temática que le toque decidir al juez. En efecto, cuanto mayor sea la complejidad o la gravedad del conflicto a dirimir, mayores serán las posibilidades para que se exteriorice la impronta ideológica, en razón de que el sistema normativo se hace menos constringente para el juzgador y, al hallar éste mayor libertad, se siente menos condicionado para consagrar su propia orientación. Este proceso se torna todavía más evidente en la medida en que se produzca una mayor juridización de ámbitos otrora no comprendidos en la actividad jurisdiccional. Este sentido revelador se encuentra en los llamados “casos difíciles”, en los que no existe un criterio precedente que sirva de referencia para la decisión del magistrado, a tenor de lo cual la respuesta jurisdiccional puede originarse a partir de una ausencia jurídica que demanda una construcción definitoria por parte de aquel. Concluye Andruet (h) que no hay procedimiento alguno, conviniendo en una militancia judicial coherente, que pueda erradicar las influencias ideológicas provenientes de las cosmovisiones adquiridas por la propia especulación teórica, pues “constituyen la misma naturaleza del magistrado”. De igual manera, Perfecto Andrés Ibáñez dice que “la legitimación del juez es legal, pero la forma necesariamente imperfecta en que se produce su sujeción a la ley, tiñe de cierta inevitable ilegitimidad las decisiones judiciales (Ferrajoli), en la medida en que el emisor pone en ellas siempre algo que excede del marco normativo y que es de su propio bagaje. Y, por ello, muy directamente, de su exclusiva responsabilidad”. En consecuencia, no es exagerado decir “que en el Carlos Alberto Ghersi, “”El rol y la funciones del Poder Judicial”, publicada en “Revista de contratos y obligaciones”, Ed. Abeledo-Perrot, p. 798/799. Armando S. Andruet (h), La sentencia judicial. Diversas conceptualizaciones de ella, discurso de incorporación como Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. 23 24 9 ejercicio de la jurisdicción –como en el de otras funciones estatales sujetas a la ley- hay siempre un componente fisiológico (en la medida que pertenece a la naturaleza de las cosas) de poder personal”, por lo que “una última exigencia ética dirigida al juez de este modelo constitucional es que debe ser muy consciente de ese dato, para ponerse en condiciones de extremar el (auto)control de ese plus de potestad de decidir”, constituyendo “una garantía cultural, no reclamada por ninguna ley escrita, pero cuyo fundamento, a tenor de lo expuesto, está fuera de duda”25. II.4. Conclusión. No es posible predicar seriamente la asepsia política o personal –ideológica, en especial- de los jueces pues ello implica una pretensión de negar la personalidad misma del magistrado, dotado de una necesaria formación particular e inserto en un medio social que, de alguna manera, lo influye. III. La solución de base para el diseño de la Justicia del siglo XXI: la independencia. La única respuesta posible ante las deficiencias históricamente exhibidas por el Poder Judicial de cara al siglo XXI debe partir de privilegiar su independencia, en tanto su significado se extiende a todos los órdenes de su existencia y funcionamiento. No es otra la respuesta que se puede y debe ofrecer ante la debacle que, permanente se denuncia, vive la Justicia. La independencia judicial es una función ideal de imparcialidad en la tarea de juzgar, salvo los valores ético-sociales que presumiblemente representa la ley, comunes a todos y base de la igualdad de todos frente a ella. El calificativo “imparcial”, aplicado a la definición de un juez, o la nota de “imparcialidad”, aplicada a la definición de su tarea, equivale a exigir de él la nota de neutralidad. Neutralidad, a su vez, significa apartamiento de los intereses defendidos por quienes protagonizan el conflicto a decidir (in-partial) y ausencia de prejuicio o interés particular alguno frente al caso a decidir (objetividad)26. 25 Perfecto Andrés Ibáñez, Etica de la función de juzgar, Reelaboración del texto de la ponencia expuesta en el seminario sobre “Ética de las profesiones jurídicas”, organizado por la Universidad de Comillas. Madrid, febrero de 2001, publicado en Jueces para la Democracia. Información y debate nº 40/2001. 26 Julio Maier, Independencia judicial y derechos fundamentales, publicado en “Primeras Jornadas Internacionales de Derechos Fundamentales y Derecho Penal”, AAVV, por la Asociación de Magistrados y Funcionarios Judiciales de la Provincia de Córdoba, 2002, p. 173 y siguientes. Se consigna en los “estándares de desempeño de tribunales”, definidos por el Nacional Center for State Courts, con la colaboración de la Oficina de Asesoramiento Judicial del Departamento de Justicia de los EEUU, que “la igualdad y la imparcialidad demandan igual trato bajo el imperio de la ley”. Por su parte, indica Benjamín Cardozo, La naturaleza de la función judicial, publicada en Teoría General del Derecho, Colección Menor, dirigida por Carlos Cossio, ed. ARAYU, Buenos Aires, 1955, p. 89, que “uno de los intereses sociales más fundamentales es el de que el Derecho sea uniforme e imparcial. No debe haber nada en su acción [del juez] que sepa a prejuicio o favor, ni aún a capricho arbitrario o antojo”. 10 Juan Fernando Segovia, caracteriza la independencia como una de las notas típicas del Poder Judicial, “resultante del principio de especialización del Estado de derecho”, agregando que “solamente cobra validez la ‘independencia política’, que se expresa básicamente de dos modos: orgánico institucional, objetiva, relativa al órgano judicial como poder que se mantiene independiente (separado) frente a los otros poderes del gobierno; y orgánico funcional, subjetiva, personal, que evoca la independencia del juez en el caso concreto (…) Esta independencia (…) no es absoluta, pues el Estado de derecho, de modo general, reclama la sujeción del juez a la ley (dependencia orgánico-funcional), al tiempo que nuestro ordenamiento constitucional determina ciertos controles institucionales de los otros poderes sobre el P.J. (dependencia orgánico-institucional)”27. Rafael Bielsa, por su parte, la define como “la ausencia de sumisión a instrucciones diferentes de la ley, de cualquier tipo que fueren”28. Dice Carlos Ernst que por independencia de los jueces debe entenderse “la condición en que éstos se encuentran cuando pueden repeler o rechazar cualquier intromisión o presión externa de los otros poderes del Estado con relación a que las causas judiciales sean resueltas (o no resueltas) en un determinado sentido”29. En general, la presión o intromisión es encubierta, aunque existen ocasiones en que se plantea de modo desembozado, comprendiendo tanto a la que se ejerce desde otros poderes del Estado como a la que se ejerce desde grupos de presión, factores de poder económico, entre otros30. Pone de manifiesto Enrique Bacigalupo en El debido proceso penal, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2005, p. 93, que “la imparcialidad del tribunal (exclusión del iudex suspectus) constituye una garantía esencial del debido proceso, materializada sustancialmente en una distancia legalmente determinada entre los jueces y las partes”. 27 Op. cit., p. 145. 28 La independencia de los jueces y el funcionamiento de los tribunales, La Ley, 1992-D, 929. 29 Carlos Ernst, Independencia judicial y democracia, publicado en La función judicial. Etica y democracia, AAVV, Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez (compiladores), ed. GEDISA, Barcelona, 2003, p. 235. 30 Lejos de la formalidad de representación que significa el actuar de los partidos políticos, existen en la actualidad numerosas vertientes que posibilitan el protagonismo y la participación del ciudadano, desde diferentes planos de interés. Cuando su obrar se traduce en un activismo confrontativo, dotado de poder de intervención, se transforman en los denominados grupos de presión. Según Cavalcanti, en Revista de derecho público y ciencia política, citado por Linares Quintana en Tratado de la ciencia del derecho constitucional, ed. Alfa, T. VII, p. 687, se entiende por tales a “aquellos grupos organizados para la defensa de intereses propios, intereses de naturalezas diversas, y que actúan sobre los órganos responsables del Estado para obtener los beneficios que pretenden”. En la concepción de Carlos Fayt, JA, 3/8/59, en cambio, cabe distinguir entre grupos de intereses, de presión y de tensión social: “los grupos sociales se organizan y actúan persiguiendo finalidades económicas o extraeconómicas; configurando grupos de intereses cuando, para el logro de sus fines, se relacionan con el poder político, procurando influir en una decisión gubernativa. Su actividad como grupos de intereses se reduce a la pretensión, es decir, al requerimiento, exigencia o petición formulada públicamente a los órganos o agentes del Estado. Cuando la defensa de sus intereses excede el margen de la petición o pretensión, ya sea por considerar insuficiente el simple requerimiento público o por la naturaleza de los intereses defendidos, o por la negativa de los órganos o agentes a satisfacer el requerimiento contenido en la petición o pretensión, de acuerdo con sus finalidades, forma de organización y medios de acción y en correspondencia con su instalación dentro del cuadro social, el ordenamiento económico o la clase en el dominio efectivo del poder político, los grupos de intereses accionan como grupos de presión y grupos de tensión”. Van der Meersch, citado por Linares Quintana, op. cit., p. 691, define a los grupos de presión como “las agrupaciones, asociaciones, sociedades o sindicatos que defendiendo los intereses comunes de sus miembros, se esfuerzan por todos los medios a su alcance, directos o indirectos, de influir sobre la acción gubernativa y legislativa. Son las fuerzas organizadas, económicas, sociales, algunas veces, espirituales o morales, que al margen de la organización constitucional y administrativa ejercen sobre los rodajes de la máquina política, una presión poco menos que continuada, frenando o acelerando su marcha, luchando en favor o en contra de determinado programa, legislación, política”. 11 La independencia se inspira en la legalidad, toda vez que es la norma básica del Estado de derecho, en tanto éste reclama que los órganos que aplican la ley se distingan de aquellos que la dictan31. Ello hace que sólo dentro del marco del principio de legalidad pueda hablarse de un juez libre e independiente. IV. La independencia judicial: su naturaleza. Acerca de este punto surgen discrepancias acerca de considerarla como garantía, valor, principio, regla o como un carácter. En tanto valor, implica un contenido deseable en orden a conseguir un desempeño judicial que sea conteste con las expectativas sociales relativas a lo que debe entenderse por Justicia. Su calidad de regla conlleva su positivización dentro del ordenamiento jurídico y, en su mérito, su aplicación como directiva de conducta para los magistrados. En cambio, como carácter significa un elemento que la informa y la sujeta a apreciaciones externas destinadas a ponderar si, en el caso concreto, ella existe o no. Las cuestiones más arduas son aquellas que se vinculan con su conceptualización como principio y como garantía. Señala Lorenzetti que “principio” es una noción que encierra muchos usos, aunque remarca que “en la jurisprudencia el principio es concebido como una regla general y abstracta que se obtiene inductivamente extrayendo lo esencial de las normas particulares; o bien como una regla general preexistente”32. Se caracteriza por su simplicidad y por su jerarquía superior, con lo que constituye un armazón del ordenamiento jurídico privado. Lo relevante consiste en considerar al principio como “un enunciado normativo amplio que permite solucionar un problema y orienta un comportamiento, resuelto en un esquema abstracto a través de un procedimiento de reducción a una unidad la multiplicidad de hechos que ofrece la vida real”33. 31 Refiere Hamilton, en El Federalista, citado por Segovia, op. cit., 154, que “la judicatura es un cuerpo intermedio entre el pueblo y la legislatura; el juez no es parte en los procesos judiciales, debiendo mantenerse neutral. El Poder Judicial es un tercero cuando debe defender a los ciudadanos del poder, haciendo aplicación de la ley”. 32 Ricardo Luis Lorenzetti, Teoría de la decisión judicial, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006, p. 136, aclara que “para algunos son normas jurídicas, para otros reglas de pensamiento; para algunos son interiores al ordenamiento, mientras que para otros son anteriores o superiores al sistema legal”. Asimismo, queda establecida la dificultad que representa determinar su individualización, su cuantificación y cómo están ubicados jerárquicamente. 33 Ricardo Luis Lorenzetti, op. cit., p. 138. Desde el punto de vista de su naturaleza, parece haber consenso en que se trata de normas, aunque no enunciadas bajo la forma de ley o de costumbre, sino que son normas que tienen una estructura deóntica, ya que establecen juicios de deber ser. Siendo ello así, los principios constituyen mandatos para la realización de un valor en su nivel óptimo, gozando de distintos caracteres. Tienen un carácter normativo, contando con una estructura deontológica, de lo que surge que el principio expresa la orden de cumplir con un mandato en la mayor medida posible. Gozan también de un carácter inacabado pues, por definición, se oponen a algo terminado y, como tales, son normas susceptibles de ser completadas. Asimismo, cuentan con un carácter valorativo pues los principios reciben valores y, como tales, son aspiraciones cuyo grado de concreción varía según los sistemas jurídicos, los períodos históricos y su relación con las reglas. Poseen, además, un carácter excesivo, habida cuenta que expresa demasiado porque es una aspiración, expresando una excedencia de contenido deontológico, por lo que hay que medirlo, establecer su relación con otros principios y reglas para alcanzar un contenido determinado. Finalmente, constituyen un mandato de 12 Los principios garantizan que no se efectuarán intromisiones indebidas o injustificadas en el proceso judicial, ni se someterán a revisión las decisiones judiciales de los tribunales, significando, también que el principio de la independencia de la judicatura autoriza y obliga a la judicatura a garantizar que el procedimiento judicial se desarrolle conforme a derecho, así como el respeto de los derechos de las partes. Pero esa calidad de principio, en tanto contiene la posibilidad de gradación, también implica la imposibilidad de flexibilización, extremo que, tratándose de la independencia judicial, no puede ser admitido, so riesgo de autorizar concesiones inconciliables con el sistema republicano de gobierno34. Por ello es que la naturaleza que mejor parece adecuarse a lo que la independencia judicial significa es aquella que corresponde a una garantía. Ello es así porque se trata de una salvaguarda orientada en múltiples direcciones, a saber, otorgar confianza a las partes de que quien tendrá a su cargo dirimir su conflicto de derechos es impermeable a influencias ajenas a los argumentos esgrimidos en el proceso; al mismo juzgador, en orden a proporcionarle la tranquilidad necesaria para elaborar su decisión con prescindencia de presiones externas al debate y, además, a la sociedad, en cuanto le otorga la seguridad jurídico-institucional que emana de saber que los magistrados judiciales resuelven los conflictos que se someten a su conocimiento con transparencia, con optimización, con lo que se quiere decir que ordenan hacer algo pero sin definir totalmente la conducta, sino que establecen una dirección que debe cumplirse en la mayor medida posible y admiten ser cumplidos en diversos grados, llevando a establecer una relación con otros principios competitivos o contradictorios y a buscar el punto óptimo de realización. Los principios tienen una función eminentemente integrativa, pues constituye un instrumento técnico para llenar una laguna del ordenamiento jurídico; una tarea interpretativa, pues coadyuva a subsumir el caso en un enunciado amplio, motivando al intérprete a orientarse en la lectura correcta, adecuándola a los valores fundamentales; una labor finalística, toda vez que autoriza a orientar la interpretación hacia fines más amplios, inherentes a la política legislativa; una función delimitadora, habida cuenta que impone un límite al actuar de la competencia legislativa, judicial y negocial, incorporando lineamientos básicos que permiten establecer fronteras a las bruscas oscilaciones de las reglas y, por último, cumplen una función fundante, pues ofrecen un valor para justificar internamente el ordenamiento y proporcionar pautas para creaciones pretorianas. A su vez, Robert Alexy destaca que el mandato de optimización que representa el principio obedece a dos tipos de posibilidades, a saber, las fácticas y las jurídicas (Tres escritos sobre los derechos fundamentales y la teoría de los principios, ed. Universidad Externado de Colombia, Serie de Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho, nº 28, Bogotá, 2003, p. 95). En este sentido, el ámbito de las posibilidades jurídicas se determina por los principios que juegan en sentido contrario, por lo que, frente a ello, las reglas son normas que siempre pueden ser cumplidas o incumplidas. Si una regla tiene validez, entonces, está ordenado hacer exactamente lo que ella exige, por lo que, de esta suerte, las reglas contienen determinaciones en el marco de lo fáctica y jurídicamente posible, constituyendo mandatos definitivos. Atento a sus características, el principio no puede ser directamente aplicado por el juzgador, como regla jurídica, pues no expresa una idea objetiva, certera, que inspire un juicio silogístico. Su contenido se establece a través de un juicio de ponderación comparativa con otros principios. En aras de completarlo se torna imprescindible acudir a otros principios que obren en tal sentido así como a reglas, resultando claro que “son máximas derogables, dispuestas a ceder frente a precisas reglas contrarias”, lo que explica que los ordenamientos jurídicos los hayan concebido como fuentes subsidiarias, de segundo grado, que actúa luego del fracaso de otras (Ricardo Luis Lorenzetti, op. cit., p. 141, citando a Manuel Albaladejo y a Lasarte). Por otra parte, es perfectamente posible la colisión entre principios. En estos supuestos, el juzgador debe resolver el conflicto estableciendo una relación de precedencia entre dos o más principios relevantes, condicionada a las circunstancias del caso concreto. Por ello, predicar que un derecho fundamental dado tenga prioridad significa que debe aplicarse la consecuencia jurídica prevista por él, lo que implica que la satisfacción de las condiciones de prioridad lleva consigo la aplicación de las derivaciones jurídicas asociadas al principio que prevalece (Robert Alexy, op. cit., p. 99). 34 Armando S. Andruet (h), en Independencia judicial. Relación con la ética judicial y la capacitación de los jueces, en LL, Sup. Act., 12/9/2006, 1, advierte que “la independencia judicial es completa o no existe, por lo cual se puede adentrar en la afirmación que se trata de un elemento constitutivo formal de la propia realización de la función judicial, tanto como no puede haber juez dependiente, tampoco existe lugar para el juez que predique una independencia relativa, circunstancial o subjetiva”. 13 fundamentos suficientes y sin subordinación a otros factores que no sean los que admite la Constitución. El concepto de independencia sólo se concibe comparativamente, es decir, exige siempre la presencia de un sujeto susceptible de ser subordinado con la ruptura de aquel bien, así como de otro sujeto, circunstancia o motivo capaz de operar como elemento subordinante; también debe ser considerado con un campo, misión o valor propio del primero de tales sujetos que corra el riesgo de ser allanado por el segundo mediante una situación de dependencia; ello significa que el sujeto independiente no lo es con respecto a aquel espacio o finalidad o al bien al que queda supeditado. De allí que la independencia implica libertad para obrar frente al sujeto subordinante, pero ésta es más un concepto moral en tanto que aquella es, fundamentalmente, de naturaleza político-institucional. De todos modos, la libertad se concibe como opción de conducta que, sin perjuicio de la sanción consiguiente, puede darse también en una situación de dependencia. Se tiene entonces que así como no puede haber independencia sin libertad, puede haber libertad aun con dependencia del sujeto subordinante35. V. ¿Por qué una Justicia independiente? Su justificación. Como lo dice Linares Quintana36, la función de resolver los conflictos interindividuales es una de las más antiguas; pero uno de los acontecimientos más trascendentales en la evolución de las instituciones humanas es la diferenciación de juzgar de la de hacer la ley, lo que no ocurre hasta el Estado Moderno, como consecuencia de la afirmación del principio de la división de los poderes gubernativos, expuesto teóricamente por Montesquieu -quien afirmara que no hay libertad si el poder de juzgar no está separado del poder legislativo y del poder ejecutivo-, y llevado a la práctica por la Constitución de los Estados Unidos de América, que consagra la concepción de que la función judicial asume en el Estado constitucional la jerarquía de un verdadero poder público, en el mismo plano que los poderes políticos, con la misión trascendental de ejercer el control de constitucionalidad, a la vez que base del Estado federal. Adolfo Rivas, Reflexiones acerca de la independencia interna de los jueces, publicado en El papel de los Tribunales Superiores, AAVV, Roberto Omar Berizonce, Juan Carlos Hitters, Eduardo David Oteiza (Coordinadores), ed. Rubinzal-Culzoni, T. 1, p. 502, Santa Fe, 2006. 36 Op. cit., p. 405. 35 14 Por su parte, Frankfurter37 afirma con certeza que “la indispensabilidad del sistema judicial federal para el mantenimiento de nuestro esquema federal, puede ser considerado como un postulado político”. La materia en examen se sitúa en una zona fronteriza sumamente difusa que ha llevado a decir a Bianchi38 que tan peligroso para el Estado de Derecho es un Poder Judicial acorralado, temeroso o complaciente como el gobierno de los jueces que se arrogan funciones que no les competen”. Así vista, la independencia judicial constituye una expresión del principio de especialización, el que, a su vez, resulta emergente del principio de división de poderes. Ello implica que la independencia del Poder Judicial se debe a que el Estado moderno privilegia la especialización de las funciones estatales encomendándolas, prioritariamente, a órganos diferentes, en aras de la vigencia del principio de control recíproco, lo que exige que la Justicia, cuya función consiste, esencialmente, en ejercer esa supervisión, sea independiente. VI. ¿Para qué sirve la independencia? Su teleología. Se interroga Aída Kemelmajer de Carlucci “¿Por qué sólo se habla de la independencia del Poder Judicial? ¿Por qué no se habla de la independencia del Poder Legislativo ni del Poder Ejecutivo? D'Alessio responde que ello obedece a la gran diferencia de roles. "Los poderes ejecutivo y legislativo son reflejo de la opinión mayoritaria de la población; son los poderes que, gracias a que el sistema republicano es también democrático, reciben un mandato para hacer prevalecer las ideas y los intereses de la mayoría de los ciudadanos. Sin embargo, no es ninguna novedad que en la historia de la democracia la simple consideración de intereses y concepciones mayoritarias puede resultar gravemente lesiva hacia el sector restante de la población: la minoría. Por eso, la Constitución consagra un sistema de garantías; precisamente para ponerlo como valla hacia el ejercicio del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo, tanto en la creación de las leyes como en su ejecución y reglamentación. Son los jueces quienes están llamados a hacer efectivo el vallado de garantías que la constitución pone al ejercicio del poder mayoritario; en otros términos, el poder judicial es el necesario balance hacia el poder de la mayoría"39. “Distribution of judicial power between United States and States Courts”. Alberto B. Bianchi, “ontrol de constitucionalidad, Ed. Abaco, Buenos Aires, 1992, p. 382. 39 Etica de los jueces. Análisis pragmático, publicado por la Academia Nacional de Derecho. 37 38 15 Otro argumento que responde a ese interrogante la proporciona Adolfo Rivas al señalar que el concepto de independencia se potencia con relación al Poder Judicial, al que califica como “el más débil de los tres [poderes del Estado], dado que carece de base de legitimación popular directa, no tiene consagrada constitucionalmente su autarquía financiera, depende del auxilio del Poder Ejecutivo para materializar por la fuerza pública el cumplimiento de sus mandatos, y, entre nosotros, se ve realmente interferido por un Consejo de la Magistratura que ejerce facultades de administración, indeclinablemente propias de cada Poder, y, por fin, depende de otros poderes en lo referente al nombramiento de los magistrados que lo integran”40. Esto ha llevado a Sagüés a decir que no es posible permanecer ajeno a la circunstancia de que, si bien el equilibrio de los poderes parece ser un requisito ineludible de la independencia de cada uno de ellos, el Poder Judicial está habitualmente desequilibrado, en su perjuicio, con relación a los demás41. La independencia42 se exige particularmente al juez y tiene como finalidad garantizar que quienes deban resolver los conflictos sean objetivos, neutrales e imparciales, es decir, que sean terceros respecto a las partes y absolutamente ajenos a los intereses en juego. Para ello el constituyente ha atribuido la función judicial a un poder distinto y autónomo, en pie de igualdad con los otros departamentos del Estado. En síntesis, la independencia ha sido concebida para engrandecer al Poder Judicial43. Adolfo Rivas, op. cit., p. 503. Néstor Pedro Sagüés, El tercer poder. Notas sobre el perfil político del Poder Judicial, ed. LexisNexis, Buenos Aires, 2005, p. 10. 42 La independencia judicial está expresamente consagrada en los arts. 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; XXVI de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, entre otros instrumentos internacionales. Asimismo, la incorporan de modo específico los “Principios básicos relativos a la independencia de la judicatura”, Adoptados por el Séptimo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, Milán, 1985, y confirmados por la Asamblea General de las Naciones Unidas en sus resoluciones 40/32 de 29 de noviembre de 1985 y 40/146 de 13 de diciembre de 1985. 43 Indica Pérez Guilhou, El Poder Judicial: órgano político y estamental, en El Poder Judicial, AAVV, p. 71 y sgts., Ed. Depalma, Buenos Aires, 1989 que ya Locke advertía sobre la necesidad de la presencia de “... un juez reconocido e imparcial con autoridad para resolver todas las diferencias, de acuerdo con la ley establecida”. En su pensamiento la función judicial estaba conferida a magistrados dependientes de lo que se consideraba el auténtico poder supremo, esto es, el legislativo. Nutrido de tal perspectiva, Montesquieu elaboró el modelo político de división de poderes, con arreglo al cual los jueces debían ser personas salidas de la masa popular, periódica y alternativamente designadas de la manera que la ley disponga, las cuales formen un tribunal que dure el tiempo que exija la necesidad, obteniéndose así que el poder de juzgar -“tan terrible entre los hombres”- no sea una función exclusiva de una clase o de una profesión. Este autor caracterizaba la tarea del magistrado como la de un mero exteriorizador de la palabra de la ley, era sólo una presencia y una voz, visión que puede entenderse desde la profunda desconfianza que generaba en los revolucionarios el antiguo perfil del juez del régimen absolutista, inocultablemente identificado con los excesos monárquicos y con los intereses de la aristocracia. Sin embargo, a diferencia de su inspirador inglés, Montesquieu propugnaba la operatividad del poder de juzgar, en un marco de relativa independencia y con el definido objeto de defender la libertad, para lo cual debía estar claramente deslindado tanto del poder ejecutivo como del legislativo, exigiendo, en concordancia con el modelo socio político proyectado, que los jueces fueran de la misma condición del acusado, sus iguales. Según Vanossi (1996:122), “El aporte francés llevó a resaltar la independencia del Poder Judicial, la inamovilidad de los magistrados y la necesidad de preservarlo a la vez del poder popular y del ejecutivo, pero es mérito de los americanos el robustecimiento de la autoridad judicial como árbitro de la división del poder, tanto la división horizontal -por funciones- cuanto la vertical o territorial, el decir, el federalismo. Es en U.S.A. donde el poder moderador, sin mencionarlo como tal, terminará siendo arrebatado de las manos ejecutivas para reposar, finalmente, en la Corte Suprema y en los jueces inferiores... no era necesario crear otro poder ni inventar sucedáneos de una corona moderadora; bastó con conferir la plenitud jurisdiccional a los jueces, para que éstos -y más particularmente su cabeza visible: la Corte Suprema- ocuparan ese vacío de poder y se desempeñaran, entonces, no sólo como meros dispensadores de justicia distributiva, sino a la vez que ello, como poder político, entendiéndose por tal no necesariamente el 40 41 16 La significación política que el Poder Judicial tiene dentro de la estructura del Estado se traduce, dentro de la dinámica estatal, a través del rol moderador de los otros poderes que le cabe a los Magistrados. En este sentido, asevera Vanossi44 que “la presencia de una autoridad ajena a las posibilidades conflictuales resultantes de la tarea de hacer, ejecutar y aplicar la ley, es considerada suficiente garantía para mantener en su sitio a los órganos encargados de cumplir con esas funciones y que, por su naturaleza, están inclinados al desborde institucional. En algunos casos, las tensiones propias de un sistema así concebido -en que el poder debe contener o frenar al poderocasionan mayores desajustes que los previstos normalmente en el cauce constitucional y entonces, sólo un poder que está más allá de los roces de los otros poderes puede cumplir la función de árbitro o moderador”. Agrega que “la función morigerante que hoy cumple el Poder Judicial en los sistemas que admiten su jerarquía institucional como Poder de Estado es la última garantía en la que aún se confía después de observarse la atrofia de los demás resortes previstos en nuestro Estado de derecho (…) La Corte misma, sin estridencias, pero con la silenciosa fuerza persuasiva de sus fallos, se autocalificó desde un primer momento: Un tribunal, al que se fijan reglas de criterio y a que se hace responsable, no será nunca, no podrá ser, aunque quiera, un tribunal arbitrario. El Poder Judicial, por su naturaleza, no puede ser jamás el poder invasor, el poder peligroso, que comprometa la subsistencia de las leyes y la verdad de las garantías, que tiene por misión hacer efectivas y amparar (Fallos, 12-134, 154)’”45. No debe olvidarse que “En la doctrina y en la práctica norteamericana el verdadero poder moderador radica en la función de control constitucional que asumen los integrantes del Poder Judicial”46. La alta tarea de moderar las manifestaciones de los restantes departamentos del Estado implica equilibrar sus propias relaciones de poder, entre sí mismos y frente a la sociedad. El papel que, en tal sentido, le corresponde desempeñar a la Justicia adquiere allí, la trascendencia política que poder de establecer (pouvoir d’etablir), más bien el poder de impedir el avance de lo inconstitucionalmente establecido por los otros dos poderes políticos: me refiero, como es natural, al pouvoir d’empêcher”. Pero, como lo afirman Bielsa y Graña (1996:160): “las disposiciones escritas, con ser necesarias, no son suficientes para garantizar una independencia efectiva en el ejercicio de sus funciones prevalecientes por los integrantes de este poder del Estado.- La magistratura no puede depender sólo de separaciones delineadas en el papel, ni confiar en que esas barreras detengan los previsibles intentos del espíritu del poder.- Para evitarlo, es menester proporcionar a todos los órganos-individuo del Poder Judicial medios constitucionales –aunque también motivaciones personales– que sirvan para dicho propósito…”. 44 “Teoría Constitucional”, Ed. Depalma, T. II, p. 52/53. 45 Vanossi, op. cit., p. 58/59. 46 Vanossi, op. cit., p. 73. 17 le asigna la Constitución y que están obligados a reconocerle los restantes poderes estatales. VII. Clases de independencia. Peter Schuck define la independencia judicial como “la libertad de los jueces para adelantar sus propios procedimientos y acceder, de este modo, a ciertas decisiones particulares sin tener en cuenta los deseos o las presiones de otros actores estatales al igual que otros grupos sociales de poder (…) esta libertad debe ser tanto estructural como cultural –esto es, los jueces deben disfrutar tanto de mecanismos de protección formal que puedan ser invocados contra amenazas a la independencia, como de mecanismos de protección que emerjan de los valores informales y de las tradiciones que se encuentran inmersas en la sociedad”47. Admite distintas categorías. VII.1. Independencia interna. También llamada independencia intrapersonal, consiste en “el equilibrio individual de los jueces”48 y puede verse afectada por causas psicológicoespirituales de los propios magistrados o por motivos institucionales, por provenir de situaciones de acatamiento creadas por la propia legislación o por el criterio de los tribunales colocados en especial lugar de preeminencia en la organización judicial49. El remedio para preservarla “es poner en ejecución prácticas de reconocimiento profesional por las cuales sus propios prejuicios no sean los que terminen imponiendo un criterio resolutivo”50. VII.2. Independencia afirmativa. La conceptualización de la independencia judicial admite ser abordada como sujeción a la ley y como la ausencia de interferencias y de imposiciones externas al juzgador51. Desde el primer punto de vista, propuesto entre otros, por Kelsen, la independencia significa que los órganos no están ligados a la norma individual de ningún superior, sino a la norma general de la ley y el reglamento y que, a su vez, están facultados para establecer normas individuales. En cambio, la segunda concepción enfoca el problema enfatizando la falta de imposición directa o 47 El Poder Judicial en una Democracia, publicado en Los límites de la democracia, Seminario en Latinoamérica de Teoría Constitucional y Política 2004, AAVV, ed. Del Puerto, p. 328. 48 Armando S. Andruet (h), en Independencia judicial. Relación con la ética judicial y la capacitación de los jueces, en LL, Sup. Act., 12/9/2006, 1. 49 Adolfo Rivas, op. cit., p. 506. 50 Armando S. Andruet (h), en Independencia judicial. Relación con la ética judicial y la capacitación de los jueces, en LL, Sup. Act., 12/9/2006, 1. 51 Juan Fernando Segovia, La independencia del Poder Judicial, publicado en El Poder Judicial, AAVV, ed. Depalma, Buenos Aires, 1989, p. 151. 18 indirecta por parte de otras estructuras del gobierno sobre organismos judiciales, correspondiéndose con una ausencia de temor e, incluso, de preocupación, acerca de lo que el gobierno o la burocracia puedan hacer contra los jueces si no fallan en un determinado sentido. Ciertamente que ello revela la bifrontalidad de la cuestión de la independencia, pues hace referencia tanto al juez, en su calidad de órganopersona que debe dirimir un caso concreto, como a un significado institucional, vinculado al Poder Judicial en su totalidad, como institución política y órgano del Estado. En razón de ella, los jueces pueden repeler la consideración en sus decisiones de leyes o decretos que estimen contrarios a la Constitución. En estos casos, no se trata de una presión o intromisión extralegal, sino de una ley sancionada y promulgada por los mecanismos y procedimientos habituales que – sin embargo- los jueces extraen del sistema de reglas por considerarla inválida. Esta variante de la independencia no ha dejado de motivar críticas relativas a la amplitud o estrechez de la labor interpretativa de los jueces. VIII. Garantía de independencia: sus expresiones. Un primer aspecto de la independencia judicial es el sustantivo y se refiere a la independencia funcional o decisional. Supone la capacidad y posibilidad de tomar decisiones conforme a derecho, más allá de cualquier tipo de influencia política externa. La cuestión resulta tan controvertida que ha sido motivo del dictado de los Principios Básicos Relativos a la Independencia de la Judicatura52 que establecen que ésta será garantizada por el Estado y proclamada por la Constitución o la legislación del país. Todas las instituciones gubernamentales y de otra índole respetarán y acatarán la independencia de la judicatura. Determinan, además, que los jueces resolverán los asuntos que conozcan con imparcialidad, basándose en los hechos y en consonancia con el derecho, sin restricción alguna y sin influencias, alicientes, presiones, amenazas o intromisiones indebidas, sean directas o indirectas, de cualesquiera sectores o por cualquier motivo. Un segundo aspecto de la independencia es el referido a la independencia personal. Las garantías de independencia pasan en este aspecto por los sistemas de nominación, promoción, ascensos, calificación, remoción, condiciones y formas Adoptados por el Séptimo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, celebrado en Milán del 26 de agosto al 6 de septiembre de 1985, y confirmados por la Asamblea General en sus resoluciones 40/32 de 29 de noviembre de 1985 y 40/146 de 13 de diciembre de 1985. 52 19 de organización del trabajo, remuneración, incentivos, entrenamiento y formación profesional continua. La disponibilidad de recursos humanos y materiales, así como de infraestructura cumple un papel clave en la definición de las condiciones efectivas de la independencia personal de los magistrados, razón por la cual los Principios de Naciones Unidas sobre la materia establecen que cada Estado Miembro proporcionará recursos adecuados para que la judicatura pueda desempeñar debidamente sus funciones. Es por esta razón que se advierte que la independencia se satisface merced a otras garantías de segundo grado que la hacen posible, y que consisten en protecciones legales, entre las que Segovia53 enumera el monopolio judicial, la inamovilidad de los jueces, la existencia de un órgano supremo representativo, la profesionalidad y dedicación exclusiva y la intangibilidad de las remuneraciones. • El monopolio judicial: Implica que, siendo la justicia una función única y exclusiva del Estado, por aplicación del principio de especialización, la administración de justicia se atribuye en forma exclusiva y excluyente al Poder Judicial. Esta garantía admite dos sentidos, a saber, uno positivo, que consiste en que la regla es que solamente el Poder Judicial es el que administra justicia y otro, negativo, conforme el cual, la exclusividad reconocida al Poder Judicial excluye la administración de justicia por otros órganos. • Profesionalidad y dedicación exclusiva: Constituyen una consecuencia del principio de especialización orgánica de la Justicia en el Estado de derecho. Esta modalidad de dedicación se define negativamente al prohibirse a los jueces el ejercicio de otras actividades distintas a la magistratura, a excepción de la docencia. • La inamovilidad de los jueces: Desde un punto de vista orgánico-funcional, el juez es independiente si goza, fundamentalmente, de inamovilidad, esto es, si la titularidad de su cargo no depende de la libre voluntad de ningún otro órgano de poder. A ella se añade la libertad de criterio del magistrado, en la medida en que sus pronunciamientos sólo deben ser respetuosos de la Constitución y de la ley. 53 Op. cit., p. 156 y siguientes. 20 En el caso “Aguirre Roca”, señaló la Corte Interamericana de Derechos Humanos que “uno de los objetivos principales que tiene la separación de los poderes públicos, es la garantía de la independencia de los jueces y, para tales efectos, los diferentes sistemas políticos han ideado procedimientos estrictos, tanto para su nombramiento como para su destitución”54 y “considera necesario que se garantice la independencia de cualquier juez en un Estado de Derecho y, en especial, la del juez constitucional en razón de la naturaleza de los asuntos sometidos a su conocimiento”55. Se trata de una excepción al principio republicano de la periodicidad de los cargos públicos. A efectos de permanecer en el cargo, los jueces deben observar buena conducta y mantener las condiciones de idoneidad requeridas para el ejercicio eficaz de sus funciones56. Los principios básicos de Naciones Unidas relativos a la independencia de la judicatura determinan que la ley garantizará la permanencia en el cargo de los jueces por los períodos establecidos, su independencia y su seguridad, así como una remuneración, pensiones y condiciones de servicio y de jubilación adecuadas. Asimismo, se garantizará la inamovilidad de los jueces, tanto de los nombrados mediante decisión administrativa como de los elegidos, hasta que cumplan la edad para la jubilación forzosa o expire el período para el que hayan sido nombrados o elegidos, cuando existan normas al respecto. Sagüés ve en esta garantía el modo más efectivo de alcanzar el afianzamiento de la justicia que se propone en el Preámbulo constitucional. Desde este punto de vista, un régimen de designación vitalicia de magistrados judiciales garantiza con mucha mayor eficacia un buen servicio judiciario57. Su fundamento radica en que, como lo indica Segovia, “vana sería la independencia de cualquier poder cuyos miembros pudieran ser nombrados y removidos por otros poderes a su antojo”58. Con este alcance, la inamovilidad implica no subordinar la composición y el recto funcionamiento de los órganos judiciales a los cambios CIDH, “Aguirre Roca”, 31/1/2001, considerando 73, LL, 2001-C, 879. CIDH, “Aguirre Roca”, 31/1/2001, considerando 75, LL, 2001-C, 879. 56 Alfonso Santiago (h), op. cit., p. 51. 57 Néstor Pedro Sagüés, op. cit., p. 63, agrega, citando a Story, que “todos convendrán en que, en aquellos Estados, donde sus jueces conservan su empleo mientras cumplen bien su deber, la justicia se administra con prudencia, firmeza y moderación; la confianza pública ha descansado sobre el Poder Judicial en las circunstancias más críticas, con inmutable respeto”. Esto, sin embargo, no puede predicarse de igual manera respecto de Estados con nominaciones judiciales transitorias, ya que las presiones de los poderes y grupos de interés han mancillado, a menudo, esa recta administración judicial. 58 Segovia, op. cit., p. 158, recuerda que la Corte Suprema de los Estados Unidos, al resolver la causa “Ejecutor de Humphrey v. los EEUU”, en 1935, dijo que “es por completo evidente que el conserva su cargo solamente por el tiempo que quiera otro no es digno de confianza para conservar una actitud de independencia contra la voluntad de ese otro”. 54 55 21 gubernamentales de la República y a las luchas y presiones electorales59. Es que la inamovilidad de los magistrados es, también, garantía de la estabilidad política, que se exterioriza a través de la continuidad del orden jurídico fundamental que el Poder Judicial preserva como guardián último. • Selección y remoción de jueces. Sobre este punto, tiene decidido la Corte Interamericana de Derechos Humanos que “la independencia de cualquier juez supone que se cuente con un adecuado proceso de nombramiento, con una duración establecida en el cargo y con una garantía contra presiones externas”60. En orden a ello, adquiere relevancia la determinación de mecanismos destinados a establecer la responsabilidad política de los jueces, los que deben observar la exigencia de que la remoción sirva para afianzar la independencia y no para socavarla. Se produce un desvío institucional cuando se utiliza el juicio político para remover a magistrados por el simple hecho de considerarlos poco afines a las mayorías partidarias que predominan en un momento, con lo que se afecta gravemente la independencia judicial y, por ende, el buen funcionamiento de una democracia constitucional61. • La existencia de un órgano supremo representativo62: Es la natural derivación de la complejidad del Poder Judicial, reflejada en su dispersión funcional y geográfica. En su mérito, la magistratura requiere de un órgano máximo que la represente frente a los otros poderes del Estado y que, simultáneamente, sea la instancia judicial última de los procesos. • Intangibilidad de las remuneraciones. Complementa a la anterior e históricamente, fue interpretada como una suerte de privilegio a favor de los jueces pero que, en verdad, hace a la imposibilidad de los magistrados de desempeñar otras tareas lucrativas y que, a la vez, no signifique un elemento de presión sobre aquellos someterlos al albur de reducciones injustificadas e imprevistas que no impliquen el resultado de medidas generales. • Autarquía financiera: 59 Conforme a la doctrina y a la jurisprudencia predominante, la garantía de inamovilidad protege a los jueces no sólo contra remociones arbitrarias sino que, también, se extiende a todos los demás supuestos en que se afecte la estabilidad del funcionario judicial sin su aprobación o consentimiento. 60 CIDH, “Aguirre Roca”, 31/1/2001, considerando 75, LL, 2001-C, 879. 61 Alfonso Santiago (h), op. cit., p. 53. 62 Sobre este punto, ver Enrique Falcón, La función política y los tribunales superiores, y Mario Kaminker, Las Cortes Supremas, el precedente y la comunidad, publicados en El papel de los Tribunales Superiores, vol. I, AAVV, Berizonce, Hitters y Oteiza (coord.), p. 19 y sgtes. y 213 y sgtes., respectivamente, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006. 22 Conviene aclarar que la autarquía, no obstante las facultades financieras y económicas que comporta, no implica forzosamente autosuficiencia en tales ámbitos. En consecuencia, la así llamada “autarquía” no es más que “autarcía”, esto es, una autosuficiencia económica o automantenimiento, lo que se traduce en el reconocimiento al Poder Judicial de una serie de ingresos propios, generalmente derivados de las tasas judiciales, con las que, supuestamente, se habrían de satisfacer las erogaciones de la administración de Justicia. IX. Aspectos críticos. La independencia judicial también entra en conflicto con otros aspectos jurídico-constitucionales que no pueden ser desatendidos. IX.1.Independencia judicial e interpretación. La independencia judicial y la sujeción de los jueces a la ley crea el dilema republicano de optar entre la voluntad mayoritaria y la decisión judicial contraria cuando aquella pone en crisis directivas constitucionales. Este problema traduce la constante tensión entre lo que, prima facie, significa la exteriorización de la voluntad de las mayorías, expresada a través de sus representantes institucionales, a saber, los legisladores, y el pronunciamiento de los jueces, al resolver un caso particular, inspirado en el eventual conflicto motivado en la afectación del derecho de un particular o de un colectivo determinado por parte de aquella decisión mayoritaria adoptada y formalmente correcta. El nudo de este dilema se aloja en la discusión acerca de los límites que tienen los magistrados para pronunciarse en tales supuestos o, dicho en otras palabras, cuáles son las fronteras de la interpretación judicial o, también, se reduce a la pregunta relativa a si los jueces pueden crear derecho. Señala Ezquiaga Ganuzas63 que la materia se refiere a las posibilidades de creatividad que tienen los jueces. Desde este punto de vista, “podrá afirmarse que la creación no legislativa de una norma jurídica se produce cuando el contenido de esta es distinto al de cualquier otra norma del mismo sistema jurídico o al de sus consecuencias lógicas”. En consecuencia, en aquellos supuestos en los que media una laguna el problema que se le propone al juez resolver conlleva admitir 63 Francisco Javier Ezquiaga Ganuzas, en Función legislativa y función judicial: la sujeción del juez a la ley, publicado en La función judicial. Ética y democracia, AAVV, Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez (compiladores), p. 41 y siguientes, ed. GEDISA, Barcelona, 2003, efectúa una distinción respecto de lo que tradicionalmente se considera norma implícita, indicando que esta noción comprende las normas derivadas de las normas expresas; las normas inexpresas, es decir, las que no pueden ser reconocidas como el significado de una precisa disposición redactada por una autoridad normativa y, por último, las normas implícitas en sentido estricto, proporcionadas por diversos instrumentos para la solución de lagunas normativas. 23 que su decisión no signifique una sujeción a la ley, pues no existe disposición alguna a la cual atenerse64. Empero, no deja de reconocer este autor que las normas a las que el juzgador debe subordinar su decisión deben satisfacer la exigencia de gozar de aplicabilidad, exigencia que no cumplen las derogadas y las declaradas inconstitucionales65. Por lo demás, la función creadora reconocida en cabeza de los jueces no constituye una posición desaforada que implique una rebelión contra el ordenamiento jurídico, ni –menos aún- que los jueces cuenten con una autorización para decidir como mejor les plazca, con la sola limitación a lo que les dicte su conciencia. Pero, si se acepta que la decisión judicial es la expresión de una norma particularizada, que se circunscribe a regir la conducta de los agonistas del caso concreto, para lo cual debe remitirse el juzgador a un sistema de fuentes preexistente, cabe igualmente conceder que “la norma creada por el juez es parte de un todo, denominado ordenamiento jurídico, en el que claramente coexisten varias clases de normas”66. Conforme a la teoría de la interpretación, los jueces hacen mucho más que aplicar una mera lectura de la Constitución, incorporando al texto soluciones normativas que no estaban explícitamente contenidas en éste. En estos supuestos, los jueces se abocan a la tarea de desentrañar posibles respuestas a los dilemas interpretativos, encontrándolas en los intersticios de la Carta Magna. Este reproche también suele ser presentado como el argumento de la denominada “brecha interpretativa”, al señalarse que ahora se advierte que los jueces, a través de su inevitable tarea de interpretación, terminan silenciosamente tomando el lugar que debería ocupar la voluntad popular, reemplazando a los legisladores. Esta mirada crítica coincide con las posturas que ven en la interpretación judicial un ejercicio de potestades discrecionales, dispositivas. Si bien se podría concordar con ella en el carácter voluntario y no de conocimiento del acto interpretativo, no resulta su derivación concluir en que por esa razón, Ezquiaga Ganuzas, op. cit., p. 44, señala en este caso otra distinción relevante, a saber, aquella que media entre las llamadas “lagunas normativas”, que se producen cuando un determinado caso genérico de un determinado universo de casos no está correlacionado con solución maximal normativa alguna y las denominadas “lagunas textuales”, que implican que un determinado caso genérico no se encuentra incluido en el supuesto de hecho de ninguna norma formulada prima facie por ninguna disposición del sistema. 65 Ezquiaga Ganuzas, op. cit., p. 51, remarca que la solución que autorice que, al menos, este defecto normativo que impediría su aplicación judicial no se produzca pasa por la siguiente propuesta: “aunque la libertad del legislador suele destacarse como uno de los rasgos principales de su función, frente a la sujeción del juez a la ley, la realidad es que con el constitucionalismo moderno el órgano legislativo se encuentra, en primer lugar, vinculado a la Constitución, y, en segundo lugar, a las fuentes del derecho autorizadas por esta. Por todo ello, puede considerarse que lo característico de la función legislativa sería la obligación de utilizar las fuentes del derecho para la producción de disposiciones normativas, mientras que lo propio de la función judicial sería la obligación de utilizar esas disposiciones normativas para la producción de las normas jurídicas”. 66 Luis Guillermo Acero Gallego, La creación judicial del derecho, p. 113, ed. Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2000. 64 24 deba limitarse la potestad judicial de ejercer el control de constitucionalidad de las leyes. Ello es así pues en tal supuesto, debería prohibirse a los magistrados decidir en todo tipo de causas. Por otra parte, en la interpretación de todo texto legal se producen traducciones de la norma general al caso individual que revelan la necesidad de complementar las pautas generales con elementos no proporcionados por aquella y que son en realidad puestos por el intérprete. En tales condiciones, los resultados de la teoría interpretativa sugerirían considerar los actos jurisdiccionales por igual. Si, con sustento en este argumento se priva a los jueces sólo de su potestad de entender en causas relativas a los actos legislativos de los representantes pero se mantiene su potestad de juzgar a todos los ciudadanos, se consagraría una diferenciación discriminatoria. IX.2. Independencia judicial y democracia También se critica esta atribución del Poder Judicial con fundamento en consideraciones de política institucional. Su eje consiste en esgrimir argumentos de naturaleza política que están dirigidos a mostrar la inconsecuencia institucional de otorgar tal potestad a un poder no elegido popularmente, sino constituido por un grupo profesional y técnico, que opera en forma contramayoritaria. Esta tesis sostiene que un poder judicial con estas características podría convertirse en obstáculo para las políticas votadas por la mayoría de los ciudadanos, declarando inválidas las reformas legislativas que quisieran ponerse en marcha. Según Dworkin67, “los argumentos políticos justifican una decisión política demostrando que favorece o protege alguna meta colectiva de la comunidad en cuanto todo”, mientras que “los argumentos de principio justifican una decisión política demostrando que tal decisión respeta o asegura algún derecho, individual o del grupo”. La independencia judicial se ejerce también en contra de las mayorías, en cuyo mérito se ha dicho que la Justicia es un poder contramayoritario. Ello es así pues el juez no sólo es custodio de la ley, en cuanto expresión mayoritaria, sino que cuida los valores constitucionales, habida cuenta que existe la necesidad de poner límites a cualquier poder, incluyendo el que se funda en la soberanía 67 Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, p. 147, ed. Planeta-Agostini, Colección Obras Maestras del Pensamiento Contemporáneo, Barcelona, 1993. 25 popular68. De esta forma, el magistrado se vuelve guardián del pacto social, y en una democracia constitucional su rol consiste en defender los derechos de la persona, por encima de la voluntad de la mayoría, cuando ésta contraviene el programa contenido en la Carta Magna69. Sobre este punto en particular, deviene menester recordar que, como lo asevera Dworkin, “podríamos pensar que el gobierno por mayoría es la decisión más justa en política, pero sabemos que a veces la mayoría tomará decisiones injustas acerca de los derechos de los individuos”70. En orden a comprender esta dinámica, conviene tener presente que los jueces están con la ciudadanía en una relación dialéctica distinta a la que mantienen el legislador y el gobernante, pues no poseen otro medio de imposición que el derivado del reconocimiento de la autoridad argumentativa y ética de sus decisiones y el decoro de su actuación71. Conforme lo sostiene Martín Laclau, “se puede adjudicar la expresión ‘Estado de derecho’ a aquella organización jurídica en la cual los poderes públicos deben actuar dentro del ámbito fijado por las normas generales que regulan su comportamiento. El poder legítimo sólo será aquel que actúe conforme a pautas legales”72. En este punto es que se cumple con el ideal clásico de la preeminencia del gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres, quedando descartado el ejercicio arbitrario del poder73. Por otra Aída Kemelmajer de Carlucci, El poder judicial hacia el siglo XXI, publicado en Derechos y garantías en el siglo XXI, AAVV, Aída Kemelmajer de Carlucci y Roberto López Cabana (Directores), ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 19 y siguientes. 69 Vanossi (1996:122) recuerda que Bartolomé Mitre, en oportunidad de su mensaje legislativo del 1º de mayo de 1863, “pudo declarar enfáticamente que el gobierno ‘se había penetrado de la necesidad de completar nuestro sistema político e instaló la Corte Suprema de Justicia Federal, que tan grande y benéfica influencia está destinada a ejecutar en el desenvolvimiento de las instituciones, como un poder moderador’”. Por su parte, del análisis que del concepto de soberanía hace Giorgio Agamben en Estado de excepción, p. 24 y siguientes, ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007, se desprende la tangible posibilidad de que las mayorías adopten decisiones lesivas a los derechos de las minorías. El ejemplo proporcionado por este autor, relativo al ascenso constitucionalmente legitimado de Hitler al poder en Alemania para, luego, incurrir en la distorsión ostensible de sus objetivos, resulta históricamente contundente a la hora de probar la necesidad de la existencia de un Poder independiente que, aún en contra de los designios mayoritarios, provea a la protección de los derechos de las minorías. 70 Ronald Dworkin, El imperio de la justicia, ed. GEDISA, Barcelona, 2005, p. 133. Sobre este mismo punto, expresa Tom Campbell en La justicia. Los principales debates contemporáneos, p. 92, ed. GEDISA, Barcelona, 2002, que “la protección de las minorías contra las pretensiones morales de las mayorías ha sido considerada durante mucho tiempo como una prueba fundamental de toda teoría de la justicia, ya que es debido a consideraciones de justicia que buscamos razones sobre las cuales limitar los derechos políticos de las mayorías”, señalando que “la cuestión que surge es si este principio mayoritario implica que no hay límites a lo que una mayoría de personas en una comunidad política pueda decidir imponer a minorías disidentes”. 71 Recuerda Kemelmajer de Carlucci, op. cit., p. 21, que “en este sentido, explica Dworkin que mientras los organismos políticos deben ocuparse de lidiar con los objetivos colectivos (esto es, los objetivos orientados a satisfacer las necesidades generales de la sociedad), los jueces tienen que custodiar los derechos individuales para impedir que se lleven a cabo políticas públicas que no respeten la autonomía de cada individuo en particular”. 72 Martín Laclau, Reflexiones sobre la noción de Estado de derecho: su origen y su papel en la actual problemática jurídica, publicado en Anuario de Filosofía Jurídica y Social de la Asociación Argentina de Derecho Comparado, Sección Teoría General, nº 24, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, p. 34. 73 La admisión de la posibilidad de que el poder mayoritario incurra en violaciones a los derechos de las minorías, exigiendo la intervención moderadora de los jueces, no implica –en modo alguno- desconocer la importancia primordial que, por principio, tiene el sistema democrático de toma de decisiones, aún cuando éste deba someterse al control constitucional. Sobre ello, Nino señala en Democracia y verdad moral, publicado en Los escritos de Carlos Santiago Nino. Derecho, moral y política II, p. 191, ed. GEDISA, Buenos Aires, 2007, que “en la medida que la democracia incorpora esencialmente la discusión, tanto en el origen de las autoridades como en su ejercicio (cambiando sólo por razones de operatividad el consenso unánime por su análogo más cercano que es el consenso mayoritario), la democracia es un método apto de conocimiento ético, y sus conclusiones gozan de una presunción de validez moral. La democracia tiene un valor epistemológico del que carecen otros sistemas de decisión”. Asimismo, anota Marcelo Alegre en Igualitarismo, democracia y activismo judicial, publicado en Los derechos fundamentales, p. 102. SELA 2001 y Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2003, que “la regla de mayoría que goza de primacía normativa como modo de tomar decisiones es un método idealizado, 68 26 parte, su invocación también importa el reconocimiento de la existencia de derechos propios de los individuos contra los cuales los órganos del gobierno no pueden avanzar. El Estado de Derecho actúa como límite y como garantía. Lo primero, en cuanto fija una frontera mínima que no se puede rebasar sin asumir los riesgos señalados y lo segundo, en cuanto el respeto a las normas jurídicas es un postulado de cultura que aleja la arbitrariedad y distingue al Estado moderno del Estado absoluto, generando la convicción en el ciudadano de que vive en un ámbito de libertad74. Existe una dimensión formal y una material del Estado de Derecho, cruciales a la hora de considerar las condiciones bajo las cuales es posible una tarea de reforma del Poder Judicial y la función de juzgar. “Buen gobierno” es así el Estado de derecho en función gubernativa, basada en el reconocimiento de la premisa básica de que el derecho configura la forma más eminente de legitimación pública y racional. De allí la garantía que sólo el derecho puede proporcionar como instrumento de organización y limitación racional del poder a través de un equilibrio entre sus diversas funciones y, paralelamente, la afirmación del principio democrático precisamente en aquella función visualizada por la tradición como las más lejana a las condiciones de la regla de la mayoría75. La independencia del Poder Judicial debe ser afirmada en virtud de que en un Estado democrático los jueces deben hallar los motivos para resolver las causas sometidas a su conocimiento dentro del sistema de reglas. Se trata de una garantía de la voluntad popular que elige sus representantes y a través de ellos discute la formación de las leyes, en el convencimiento de que éstas sirvan como pauta para resolver las causas judiciales. En consecuencia, cuando las presiones resultan efectivas, los magistrados dirimen los conflictos por motivos ajenos al sistema de reglas preestablecido, aun cuando procuren disimular la situación con fundamentos aparentes. Señala Ernst que “si las autoridades electivas deciden presionar a la judicatura para obtener decisiones favorables a una cierta política instrumentada en el que todas las partes involucradas tienen igualdad de acceso a la información, son igualmente racionales y razonables, sus costos de participación son iguales, etc. Al pasar a la regla de mayoría como institución real, no idealizada, algo de peso normativo se pierde”. 74 Aída Kemelmajer de Carlucci, citando a Pablo Lucas Verdú en Emergencia y Seguridad Jurídica, publicado en Revista de Derecho Privado y Comunitario, T. 2002-I, p. 22. 75 Enrique Zuleta Puceiro, Poder judicial y función de juzgar en el nuevo contexto de la organización estatal, publicado en Anuario de Filosofía Jurídica y Social de la Asociación Argentina de Derecho Comparado, Sección Teoría General, nº 18, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998, p. 322. 27 en leyes y los jueces carecen a un tiempo del control de constitucionalidad y de las herramientas normativas que garantizan su independencia negativa, esa es una jurisdicción débil y en situación de indefensión ante las presiones”76. Desde luego que el juez no es ni puede convertirse en legislador. Ello es así pues es evidente que la competencia del poder legislativo consiste en obrar con arreglo a argumentos políticos y adoptar programas que vengan generados por tales argumentos, ámbito en el que no puede introducirse el juzgador77. Ahora bien, la solución asoma a través de la afirmación de que “en las democracias modernas, la actividad creadora de los jueces, que se desarrolla a partir de la interpretación, es una actividad controlada por principios positivos de naturaleza garantista que –en las sociedades actuales- se encuentran consagrados constitucionalmente, y que muestra que ha habido un tránsito del Estado de derecho al Estado constitucional, en el que tanto las leyes como los jueces se subordinan a tales principios constitucionales”78. En este orden de ideas, las denominadas garantías de la independencia judicial, esto es, la inamovilidad, la intangibilidad salarial y el método de ingreso a la carrera judicial, adquieren, según esta perspectiva, connotaciones negativas. Así, la inamovilidad pasa a ser considerada una condición no democrática; el modo de ingreso en la función y su carácter técnico, también, por no ser propios de un mandato representativo; la intangibilidad pasa a ser entendida como un privilegio. X. La independencia como respuesta genuina a las deficiencias del Poder Judicial. Si la independencia judicial es la solución a la mayoría –ya que no a la totalidad- de los problemas por los que atraviesa el Poder Judicial y por los que la sociedad reclama, se torna imprescindible precisar algunos extremos en orden a determinar exactamente su incidencia efectiva en aquello que es el objeto de la investigación y la propuesta. Carlos Ernst, op. cit., p. 242. Señala Dworkin, op. cit., p. 150, que “como los jueces, en su mayoría, no son electos, y como en la práctica no son responsables ante el electorado de la manera en que lo son los legisladores, el que los jueces legislen parece comprometer esa posición”. A ello debe agregarse que “la primera objeción, legislar debe ser misión de funcionarios electos y responsables, no parece admitir excepciones cuando pensamos en la legislación como política, es decir, como un compromiso entre objetivos y propósitos individuales en aras del bienestar de la comunidad como tal”. De allí que “el funcionamiento del sistema político de la democracia representativa es quizás apenas indiferente en este aspecto, pero es mejor que un sistema que permita que jueces no electivos, que no tienen contacto con el público ni están sometidos al control de grupos de presión, establezcan, a puertas cerradas, compromisos entre los intereses en juego”. 78 Gustavo Arocena, Ensayo sobre la función judicial, ed. Mediterránea, Córdoba, 2006, p. 90. 76 77 28 X.1. La reforma no puede ser sólo “judicial”79. Los problemas que enfrenta el Poder Judicial conllevan la idea de su reforma. Dice Zuleta Puceiro, citando a Alcubilla, que “el Poder Judicial está unido de modo umbilical a la magia envolvente de la palabra ‘Reforma’. Si de la crisis del Parlamento se viene hablando desde hace más de un siglo, el Poder Judicial aparece –desde el arranque mismo del Estado contemporáneo- débilmente configurado como Poder y deficientemente dotado como organización”80. A diferencia del resto de los poderes, la Justicia no es un campo apto para la experimentación, pues su funcionamiento cristaliza en decisiones de gran significación, incidiendo definitivamente sobre derechos subjetivos e intereses individuales, sectoriales y sociales. De allí que la propia naturaleza de la función judicial excluye por definición el tipo de procedimientos de reforma implementados en el campo de la Administración Pública, en razón del privilegio que merece el valor seguridad jurídica, imponiendo exigencias de realismo, gradualismo y eficacia. En este sentido, la reforma judicial se inserta en el contexto más amplio de las reformas estatales de segunda generación, abarcativas de las modificaciones que deben introducirse en todo el espectro institucional en orden a satisfacer las exigencias trazadas por las nuevas demandas normativas internacionales, constitucionales y sociales. Con ello, el eje del debate se centra en la calidad de las instituciones, superando la primera etapa de reformas instrumentales. Si bien es cierto que se registran avances, como en materia de defensa de derechos humanos o en el cuestionamiento de la corrupción, no lo es menos que el reproche social persiste en su importancia y severidad. Es que las reformas son parciales, lentas y, en todo caso, insuficientes ante la magnitud de las expectativas de la sociedad. Las reformas judiciales necesitan tiempo y sus resultados tardan en ser registrados en el plano de las percepciones públicas. Asimismo, el logro de resultados parciales suele redefinir el piso de expectativas, originando nuevos reclamos por parte de una sociedad cada vez más conciente de sus derechos, intereses y necesidades. Esta demanda no es respondida adecuadamente con soluciones de emergencia que no hacen más que referir a la coyuntura. Sobre los alcances integrales que debe tener una reforma en el Estado de derecho, ver Paul Kahn, El análisis cultural del derecho, p. 17 y sgtes., ed. GEDISA, Biblioteca Yale de Estudios Jurídicos, Barcelona, 2001. 80 Enrique Zuleta Puceiro, op. cit., p. 307, citando a Arnaldo Alcubilla. 79 29 Las reformas estatales de segunda generación requieren, además, consensos extensos y de largo plazo sobre temas en los que la unanimidad de criterios deviene impensable. El punto crítico consiste en que no se dispone de un modelo que oriente la reforma. Ello es así pues para la sociedad en general, el único modelo conocido es el que está en funcionamiento, percibiéndose la reforma como un salto al vacío sin evidencia persuasiva de que los cambios pretendidos operarán en la dirección deseada81. Esta circunstancia genera un fuerte sesgo hacia el status quo que sólo es posible contrarrestar cuando la insatisfacción con lo conocido llega a niveles críticos. Así, en lo que interesa al sistema judicial, no se dispone de una síntesis que capture las causas del mal funcionamiento, la estrategia y contenido de la reforma judicial. El problema generado por esta carencia es que dificulta la comunicación a la sociedad sobre lo que se quiere lograr, factor que resulta clave a la hora de lograr apoyos políticos y para sostener los cambios en el tiempo. La necesidad básica reside en la integración de los esfuerzos parciales dentro de un marco estratégico general, conocido, consensuado y participado por todos los sectores de la comunidad. Pero todo proceso de reformas debe apuntar, ante todo, a crear conciencia en la sociedad civil acerca de las necesidades y la agenda básica de la reforma, producir conocimiento, generar capacidad de evaluación de la información primaria, producir enfoques que contribuyan a la planificación y administración adecuada de los recursos. En la medida en que administrar justicia depende, en todos los niveles, de la calidad de los jueces y del personal de la Administración de Justicia, la independencia judicial se convierte en un imperativo esencial para cualquier esfuerzo de reforma. Otro gran interrogante a responder consiste en identificar cabalmente cuál es el perfil de sociedad que pretendemos conseguir. El modelo institucional republicano, establecido merced a un mecanismo democrático, es el que mejor se adecua no solo a la satisfacción de nuestras aspiraciones históricas sino también a la de nuestras necesidades actuales, en un contexto en el que se ha llegado a comprender la doble naturaleza individual y social del ser humano. Si, como estamos convencidos, toda esta descripción se compadece con el modelo consagrado en nuestra Carta Fundamental, los magistrados deberán enderezar su actividad hacia su robustecimiento con una connotación bifronte: por 81 Enrique Zuleta Puceiro, op. cit., p. 312, citando a Hausmann. 30 un lado, de preservación del programa político institucional creado por la Constitución, aún en contra de la voluntad de las mayorías, en la medida en que ello signifique a la vez, contribuir a la paz privilegiando el orden social justo y, por el otro, responder a los desafíos que se presentan con la pretensión de alterarlo por parte de los factores de poder, distinguiendo, con sutileza y precisión técnica no desprovistas de carnadura axiológica, aquellos que pueden coadyuvar a la evolución social de aquellos que tienden, mezquinamente, a entorpecerla. Los jueces son técnicos en derecho, pero, además, deben munirse de nuevos saberes para afrontar una demanda social que, por imperio de la crisis, se ha extendido hasta límites otrora impensables82, sin que ello signifique que los magistrados deben resolver todo o que todo es judicialmente solucionable pues ello resulta inexacto. De lo que se trata es de adecuar la tarea jurisdiccional, dotándola de la necesaria flexibilidad, conduciéndola hasta los límites mismos de su rendimiento constitucional, pues de otra manera, muchos reclamos quedarán insatisfechos, sin alcanzar la pretendida paz social. Sólo un Poder Judicial independiente, conformado por jueces 83 comprometidos con la defensa constitucional a ultranza , atentos a la constante referencia a sus contenidos y al cotejo de sus directivas, estará en condiciones de afrontar el permanente desafío de la crisis, resguardando la indemnidad del cuerpo social en base a la preservación de los valores y principios de la Carta Magna. Sólo así será posible garantizar, ante la realidad incontestable de las crisis omnipresentes, la permanencia del Estado de Justicia84. La construcción de un Poder Judicial genuinamente independiente sólo es el primer e imprescindible paso para que su actuación consiga, verdaderamente, alcanzar el estándar de Justicia requerido por la sociedad. X.2. Vías para el diseño de una Justicia independiente para el siglo XXI. La Justicia independiente sólo se exterioriza institucionalmente y se percibe socialmente como tal cuando decide con prescindencia de mandatos o presiones de cualquier factor de poder y con la única subordinación a la Constitución y a la ley dictada en su consecuencia. Pero, para ello se torna necesario acudir a tres mecanismos que propicien la vigencia de la garantía. 82 Con particular referencia a la formación de los abogados, señalan Alfredo Bullard y Ana C. MacLean en La enseñanza del derecho, publicado en El derecho como objeto e instrumento de transformación, p. 184, ed. SELA 2002 y ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2003, que la cuestión se deberá resolver a favor de la incorporación en la currícula de grado y posgrado de materias con sentido interdisciplinario. 83 Rafael Bielsa, Transformación del derecho en justicia, ed. La Ley, p. 4. 84 Augusto Mario Morello, El Estado de Justicia, ed. LEP, La Plata, 2003, p. 194. 31 X.2.1. El sistema de selección, designación y remoción de magistrados: la herramienta institucional. Es un remedio idóneo para lograr la independencia judicial pero no es el mejor ni el único para obtener ese objetivo. Prueba de ello es que las distintas formas de conformación del Consejo de la Magistratura han sido objeto de las mayores disputas inspiradas por las aspiraciones de cada sector, sean éstos los otros poderes del Estado o factores no institucionales de poder, de obtener cuotas más importantes de decisión en aquel. Para entender esta dificultad, cabe admitir, ab initio, que todos los titulares de alguna porción de poder, cualquiera sea su naturaleza, esto es, política, económica, mediática, corporativa, entre otras, persiguen ganar el mayor protagonismo posible dentro del sistema de selección. Resulta ingenuo y funcional a la distorsión del mecanismo de selección y remoción pretender que cada sector reconozca voluntariamente en los otros una capacidad de acceso en igualdad de condiciones o, por lo menos, en forma proporcional a su respectiva importancia. El poder tiende, por naturaleza, a desequilibrar el sistema en su propio beneficio y en desmedro del poder de los restantes partícipes de la decisión. Esta pretensión se fortalece aún más cuando de lo que se trata es de determinar quiénes serán los magistrados que tendrán a su cargo el juzgamiento de causas en los que aquellos estarán implicados de algún modo. La solución exige abdicar de las posiciones que pretenden enmascarar la verdadera aspiración de predominio para ingresar en un estadio que implique la comprensión de una doble circunstancia. La primera de ellas consiste en el reconocimiento de la imposibilidad material que uno o más de los factores de poder en pugna obtengan las mayorías necesarias para operar la selección y remoción de los jueces y la segunda, estriba en la inconveniencia de que ello ocurra en un régimen republicano. En referencia a la imposibilidad, la pretensión de prevalecer de manera absoluta sobre el resto de los intervinientes en la decisión del órgano seleccionador, no puede mantenerse indefinidamente. La dinámica social, política, económica y jurídica obliga a una continua mutación en los roles protagónicos, lo que propicia cambios continuos en la conformación del sistema que, naturalmente, atentan contra lo que debe ser la seguridad que deriva de su estabilidad. Con ello no se intenta alegar a favor de una pétrea inmovilidad que 32 coarte la evolución social sino, antes bien, admitir que, sin llegar a ser irracionalmente inmutable, sus modificaciones obedezcan a necesidades genuinas de la sociedad, rigurosamente ponderadas, y no a meros arrebatos del poder predominante de turno, motivado en el sólo afán de adueñarse de los mecanismos de selección, designación y remoción de jueces, a guisa de reaseguro de ese mismo poder. En lo que interesa a la inconveniencia, su prédica es consecuente con la necesidad de reconocer márgenes de participación a la mayor cantidad de sectores posible, sean éstos mayoritarios o minoritarios, pues de ello se trata el régimen republicano de gobierno. Sobran pruebas históricas de las consecuencias del desconocimiento de este extremo pero no es menos cierto que ello no sólo ha ocurrido en contextos políticos antidemocráticos, sino también que sus derivaciones han sido notoriamente lesivas a los derechos sociales e individuales de raíz constitucional aún en marcos de institucionalidad plena. X.2.2. La independencia para la gestión y autoadministración: la herramienta económica. La independencia económica es requerida por el Poder Judicial en orden a impedir que, por vía de restricciones de tal naturaleza, los restantes poderes del Estado apliquen limitaciones operativas a su funcionamiento que, en los hechos, se traducen en una pretensión de subordinación a los restantes factores de poder, para desviar el sentido de decisiones jurisdiccionales. Es que la independencia es más que autarquía. Cabe advertir que las expresiones “autarquía judicial”, “autarquía económica”, “autarquía financiera” del Poder Judicial no son unívocas85. Desde el punto de vista administrativo, la expresión “autarquía” refiere a ciertas entidades del Estado que cumplen fines públicos, gozan de personería jurídica y se autoadministran. Esto implica, entre otras cosas, la atribución de formular su propio presupuesto; la atribución de patrimonio y de recursos que se les afectan privativamente; la ejecución directa de su presupuesto y la capacidad para demandar y defenderse en justicia, sin perjuicio de su obligación de rendir cuentas y de ser controlada. Por ello, predicar la independencia significa la superación de la autarquía económica, pues ésta, en tanto conlleva la simple autoadministración, no satisface las exigencias inherentes a la estructura y organización del Poder 85 Néstor Pedro Sagüés, op. cit., p. 87. 33 Judicial, asignación óptima de recursos, efectividad de su aplicación y eficiencia en sus resultados. Ello, contrariamente a lo argumentado por quienes se oponen a este modo de expresión de la independencia judicial, no puede significar la creación de un Poder Judicial insular, ajeno a la situación social imperante sino, antes bien, el fortalecimiento de su poder limitador y de control frente al embate de quienes persigan extorsionar a sus miembros con una sujeción económica institucionalizada que castigue fallos adversos con quitas presupuestarias –sean éstas embozadas u ostensibles- o premie decisorios favorables con asignaciones arbitrarias. Otro elemento esencial para nutrir la independencia judicial, en pos de otorgarle la debida y necesaria capacidad de actuación es el reconocimiento de la facultad de determinar sus necesidades en orden al funcionamiento eficaz del Poder Judicial y autoadministrar sus propios recursos. Entiendo imprescindible efectuar una distinción entre la propuesta que se realiza y la realidad actualmente vigente, consistente en una proclamada autarquía cuya insuficiencia, enderezada a sostener la independencia judicial ya se ha sostenido. Conforme ello debe señalarse que la determinación de las necesidades específicas del Poder Judicial sólo puede ser fijada por sus organismos competentes, de naturaleza mixta jurisdiccional-administrativa. Ello es así pues coexisten dos instancias de individualización de necesidades. Siendo la tarea puntual de este poder del Estado la prestación del servicio de Justicia, son sus órganos integrantes, en sus distintas instancias y fueros, quienes se encuentran en mejores condiciones para indicar sus respectivos requerimientos en pos de obtener un funcionamiento adecuado a la demanda social a la que debe dar respuesta. Se trata de una etapa de ponderación técnica que sólo puede ser ejecutada por los distintos órganos jurisdiccionales, a través de sus titulares naturales, los jueces, con la información suministrada por los funcionarios que tienen a su cargo la jefatura de las respectivas oficinas, los actuarios. Su área de incumbencia alcanza a la individualización de los recursos humanos y materiales indispensables para realizar la tarea que les compete, incluyendo la calidad que, en cada caso, deben revestir aquellos. Así, si de lo que se trata es de satisfacer las necesidades de personal, corresponde señalar las funciones a cubrir, capacitación con la que deben contar los aspirantes, la especialización requerida, destrezas y fortalezas específicas 34 para la labor a ser asignada, experiencia que debe acreditarse, entre otros extremos a consignar. En cambio, si las necesidades a verificar son las concernientes a los recursos materiales, cabe indicar cuáles son, su naturaleza – de infraestructura o de bienes de uso- y la cantidad requerida. Todas estas exigencias deben contar con la correspondiente justificación, señalando los problemas funcionales ocasionados por su ausencia o deficiente asignación anterior, así como debe rendirse cuenta de su agotamiento previo y de su eficiente aprovechamiento. Considero apropiado, además, autorizar en este rubro, que sean los mismos operadores directos del sistema quienes se encuentren habilitados para fundamentar sus respectivas peticiones de recursos en base a su propia experiencia de gestión, así como en razón de que puedan proponer nuevos mecanismos de utilización de esos mismos recursos. El Poder Judicial, por su naturaleza, es uno de los menos dinámicos a la hora de modificar sus prácticas cotidianas. Por eso mismo, estamos habituados a constatar el anquilosamiento de la gestión y la atrofia congénita de toda aspiración renovadora bajo el doble pretexto de que “siempre se hizo así” o “nunca se hizo así”, invocaciones que no son más que las dos caras del mismo fenómeno inmovilizador. En su mérito, resulta de gran utilidad motivadora y eficientizadora, estimular que los miembros de cada órgano jurisdiccional puedan expresar sus vivencias funcionales, destacando las fortalezas y debilidades inherentes a la tarea que les toca cumplir y, en base a ello, proponer las posibles soluciones para el mejoramiento de la calidad de la prestación, no en carácter de cláusulas cerradas, sino bajo el formato de alternativas superadoras, susceptibles de ser evaluadas en otras instancias de decisión de política judicial para su adopción, modificación o, eventualmente, su rechazo, pero siempre desde una mirada que le permita al agente proponente saberse partícipe del destino y comprometido con la calidad del servicio del organismo en el que se desempeña. Cuestión distinta será la correspondiente a la ponderación económica de las necesidades expresadas, así como de los recursos indispensables para afrontar su satisfacción, materia que debe ser dejada en manos de las dependencias técnico-administrativas pertinentes para ello, insertas en el seno del Poder Judicial. Son estas, básicamente, las áreas de Superintendencia y de Contabilidad, auxiliadas por otros organismos asociados, como lo son los 35 Departamentos de Personal, de informática y, naturalmente, la Escuela de Capacitación Judicial. Le cabe al ámbito administrativo inherente al personal, indicar, a la luz de los requerimientos formulados por los distintos órganos jurisdiccionales, su expresión cuantitativa y su traducción en términos escalafonarios y presupuestarios; al área de provisión de servicios informáticos del Poder Judicial, registrar y publicar esos requerimientos de modo rápido, práctico y accesible a todos los interesados, y al área de Capacitación, efectuar su valoración cualitativa, sea que lo demandado implique formular y ejecutar proyectos de preparación del personal que ya reviste funciones en la Justicia como el abordaje de estrategias de determinación de los perfiles requeridos en los aspirantes a llenar las exigencias planteadas, y la evaluación y fortalecimiento de las prácticas de los ingresantes. Las necesidades inherentes a la infraestructura y de bienes de uso, habrán de ser relevadas permanente y periódicamente por el correspondiente sector de superintendencia, debiendo mantener actualizada la información en orden a que sean oportunamente incorporadas a las previsiones presupuestarias constitucionalmente establecidas. Además, deberá garantizarse que aquellos recursos con los que no cuente el Poder Judicial, por ser innovadores o extraordinarios, pero que resulten imprescindibles para su funcionamiento sean puestos a su inmediata disposición por los demás Poderes del Estado, sin mayores obstáculos. Sólo una vez cumplimentados estos pasos será posible concluir que la determinación de los requerimientos indispensables para que el Poder Judicial pueda funcionar adecuadamente, posibilitará acceder a una Justicia verdaderamente independiente. Es evidente que existe una gran diferencia entre gestionar y administrar recursos heterónomamente determinados y hacerlo respecto de aquellos que son genuinamente requeridos por la propia Justicia, en orden a observar el cumplimiento de exigencias objetivas concretas. El diseño de un presupuesto que le posibilite funcionar debidamente al Poder Judicial no puede provenir de meras improvisaciones, de cálculos meramente aventurados, de suposiciones, de la sola imaginación de sus proponentes, de repeticiones absurdas de previsiones económicas correspondientes a períodos precedentes y, menos aún, del capricho de quienes tienen a su cargo determinarlo normativamente. 36 Si el Poder Judicial ha de erigirse en el resguardo último de los derechos e intereses de los ciudadanos, constituyendo la garantía de su invulnerabilidad o de su reparación efectiva, aún frente a su avasallamiento por parte de los otros poderes del Estado, no es posible siquiera concebir que tal labor pueda realizarse a cabo eficazmente si su funcionamiento es recortado arbitrariamente, retaceado desembozada o solapadamente, subordinado a exigencias extrainstitucionales o condicionado de cualquier modo que sea a coyunturales designios políticos, precisamente por aquellos a quienes la Justicia está llamada a controlar y limitar. Por otra parte, nadie pretenda acudir al remanido argumento de que, so pretexto de independencia económica, el Poder Judicial asumirá tal fortaleza que, a su vez, se volverá incontrolable. Quien esto predique no haría más que exteriorizar su ignorancia del sistema de controles recíprocos que sabiamente impone la Carta Magna, habida cuenta que, al igual que todo Poder del Estado, el Judicial, no escapa al escrutinio técnico-administrativo que otros órganos ajenos a él, deben efectuar sobre la aplicación eficiente de los recursos que le son confiados, de la transparencia de su ejecución, así como de la corrección de la rendición de cuentas que cabe hacer al fin de cada período presupuestario. Lo curioso del caso es que, aquello que se le autoriza a realizar a cada Poder del Estado de naturaleza política, esto es, el Legislativo y el Ejecutivo, no parece aplicarse idénticamente al Poder Judicial, pues el diseño de su esquema de necesidades y la pretensión de recursos requeridos para satisfacerlo, no es puntualmente respetado por los otros Poderes que se creen en el derecho de observar, modificar y, llegado el caso, hasta de recortar inmotivada e inconsultamente las pretensiones presupuestarias de la Justicia, olvidándose que se trata de un Poder del Estado que se encuentra en pie de igualdad institucional respecto de aquellos y que, llegado el caso, debe contar con los medios suficientes e idóneos para someterlos al tamiz del control constitucional. Sólo cuando se satisfaga esta exigencia podrá predicarse la existencia de una verdadera independencia judicial, traducida en términos de eficiencia presupuestaria. X.2.3. La capacitación judicial: la herramienta científica. La capacitación de los magistrados es, “antes que dotar aditivamente de capacidades científicas, el cumplir satisfactoriamente con una verdadera 37 exigencia ética”, y coadyuva “a sostener criterios de justicia en las mismas resoluciones”86. Afirma Felipe Fucito87, que, sin pretender que la sola formación de los magistrados alcance para resolver los críticos problemas de la sociedad y el derecho, sí puede ayudarlo a ubicarse frente a ellos. Para ello, cabe recordar que “nuestra tradición –sin escuelas de jueces, salvo la práctica misma- lo hizo implícitamente a favor de un juez técnico especializado y ajustado a la ley, como si la ley fuera una unidad monolítica dentro de la cual el trabajo consiste exclusivamente en buscar la solución adecuada al caso”. En este sentido, “una escuela judicial (…) podría suministrar criterios científicos que le sirvieran de apoyo, no sólo para la integración de normas, sino para los casos en que la solución legal apareciera como inapropiada, o cuando las cuestiones de hecho superaran lo fácilmente accesible y comprensible. Las meras creencias podrían ser reemplazadas por criterios más sustentados, y ayudar a una mejor solución”. El problema con el que se encuentran los jueces a la hora de responder las actuales demandas sociales es la necesidad de desentrañar el camino a seguir para alumbrar las soluciones requeridas. Atento a la naturaleza dinámica de los nuevos conflictos que los tornan inasibles para el jurista con formación tradicional, no es discutible que se le hace necesario al magistrado adoptar igual ritmo de análisis, elaboración y trabajo, pues de otro modo, la respuesta sigue trunca. A su vez, el mayor protagonismo que la comunidad espera de los jueces -y la correlativa responsabilidad que les reclama- se nutren no sólo de la paralela expansión de la otras ramas del gobierno a partir de la consagración del Estado de Bienestar, y su posterior frustración con el advenimiento del Estado de signo Neoliberal, sino además en la cada vez mayor participación social, derivada de la directa ingerencia de diversos grupos en el diseño y en la toma de decisiones que interesan a la comunidad88. Este panorama demanda una actividad creciente por parte de los magistrados que deben munirse de las herramientas que les proporcionan los respectivos regímenes procesales y emplearlas con suficiente amplitud imaginativa que los sitúe en igualdad de condiciones frente al entuerto a resolver. Los jueces no son “convidados de piedra” al banquete del litigio89, sino Armando S. Andruet (h), en Independencia judicial. Relación con la ética judicial y la capacitación de los jueces, en LL, Sup. Act., 12/9/2006, 1. Op. cit., p. 137. 88 Roberto Berizonce, El activismo de los jueces, LL, 1990-E, Sección doctrina, p. 921. 89 Jorge Peyrano, El perfil deseable del juez civil del siglo XXI, Lexis Nexis, JA, 2001-IV, p. 869. 86 87 38 que debe entenderse que sólo un magistrado que asuma rigurosamente el rol de director y autoridad puede garantizar la satisfacción de los fines del proceso, toda vez que las formas a las que deben ajustarse los juicios han de ser expresadas en relación a un fin último al que éstos se enderezan, a saber, contribuir a la más efectiva realización del derecho90. Ello así por cuanto la normativa procesal, naturalmente indispensable y jurídicamente valiosa, no se reduce a una mera técnica de organización formal de los procesos sino que tiene como finalidad y objetivo ordenar adecuadamente el ejercicio de los derechos en aras de lograr la concreción del valor justicia en cada caso91. Es por tales razones que los jueces deben ser activistas92, fieles ejecutores del mandato constitucional ante todo, dotados no sólo de los medios legales sino también de los conocimientos e imaginación que le permitan avizorar, con prontitud y certidumbre, las soluciones a los conflictos que se le someten a su decisión. Ello así porque los agravios constitucionales se presentan cada vez más disimulados aunque sin dejar de ser por ello más graves en su potencia lesiva y requieren de jueces mejor capacitados para descubrirlos y remediarlos. XI. Epílogo. El siglo XXI asoma con nuevos desafíos sociales, jurídicos, políticos, económicos y científicos que repercuten necesariamente en el Poder Judicial y tornan exigible su adaptación a la dinámica de este tiempo para resolverlos. Es verdad que el primer paso a proponer suele consistir en la reforma, sin determinar qué se postula reformar, de qué manera, por qué o para qué reformar. El diseño de la Justicia de cara al futuro no puede inspirarse en meras improvisaciones, revelaciones iluminadas o reacciones espasmódicas frente a las demandas sociales emergentes. Sólo es posible avanzar en la materia deponiendo falsas creencias, hipocresías e ingenuidades generalizadas para comenzar a elaborar un proyecto de estructuración y funcionamiento de la Justicia que resulte racional. Para ello, también habrá que poner coto a las aspiraciones de los factores de poder para Roberto Berizonce, op. cit., p. 925, con cita de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Fallos, 306:738. CSJN, Fallos, 302:1611. 92 No dejo de tener en cuenta las críticas que se han formulado a esta posición, de las que da cuenta Marcelo Alegre, op. cit., p. 102: “la oposición a que los jueces adopten cursos de acción más agresivos en defensa de los derechos socioeconómicos no está fundada solamente en argumentos de principio, conectados con el supuesto daño a la democracia que el activismo judicial podría causar, o con la violación de la prioridad de la libertad sobre consideraciones de justicia económica. También ocupan un lugar importante en la argumentación desplegada por quienes impugnan el activismo judicial en esta área, convicciones acerca de los inconvenientes pragmáticos que conspiran contra la implementación de esta idea…”, a saber, “la del genuino desacuerdo sobre qué políticas son justas en el terreno económico. La segunda dificultad consiste en que la información que se necesita es mayor a la que se precisa para ejecutar los derechos clásicos”. 90 91 39 influir no sólo en la conformación, sino también en las decisiones del Poder Judicial, violentando su independencia. Es por esa razón que juzgo que la independencia judicial, reclamada hasta el hartazgo por los mismos que persiguen limitarla y proclamada vacuamente en normas y declaraciones variopintas, es la metagarantía que asegurará la institucionalidad de este Poder del Estado y fortalecerá su posición frente a los embates de los demás factores de poder que pretenden dominarlo. Los tres pilares de este diseño de una Justicia independiente deben ser el económico, el institucional y el científico, los que deben mantenerse consolidados y marchar juntos pues, de otro modo, el menor retaceo en cualquiera de ellos provocará el derrumbe del proyecto, habida cuenta que, como se sabe, una cadena sólo es tan fuerte como el más débil de sus eslabones. Así, lo económico le permitirá subsistir y funcionar; lo institucional, integrarse con los mejores y lo científico, robustecerse afianzado en la razón y en la argumentación, extremos con los que se quebrará la lógica injusta del poder fundado en el poder mismo. Sólo de esta manera, la Justicia será independiente y podrá llenar su cometido constitucional, entendiéndose que esta garantía, previa a cualquiera de las otras, es la única que podrá asegurar que los ciudadanos cuenten con la debida protección de sus derechos e intereses, aún frente a las pretensiones de los poderosos de turno. Ello exige rechazar las postulaciones que ofrecen ver en la independencia una prebenda, un privilegio o una insostenible diferenciación de quienes componen el Poder Judicial, sino un requerimiento indispensable en un Estado de Derecho para que todo sujeto cuente con un resguardo suficiente e idóneo para la preservación de sus aspiraciones legítimas. Por el contrario, de magistrados prudentes, serenos y ajenos a las presiones de los factores de presión –institucional y extrainstitucional- está constituido el Poder Judicial independiente que garantizará que la Justicia –aquí como valor- prevalezca y la inequidad interesada sea vencida. O, tal vez, parafraseando a uno de los hombres cuya labor y espíritu dejó una impronta indeleble en la historia y la identidad de nuestra Patria, deba proponer que “tengamos una Justicia independiente, que lo demás no importa nada” y vendrá por añadidura. LUIS ERNESTO KAMADA Septiembre de 2010. 40 Trabajo que mereciera Mención Especial del Concurso “Premio Centro de Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez Edición 2010”, denominado “La Justicia del Siglo XXI”, publicado en el número 4 de la Colección Premios y Homenajes del Centro de Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez del Poder Judicial de la Provincia de Córdoba, 2010. 41