Sentíamos una gran ternura por los hombres. Los mirábamos dar

Transcripción

Sentíamos una gran ternura por los hombres. Los mirábamos dar
LOS
HOMBRES
Sentíamos una gran ternura por los hombres. Los
mirábamos dar vueltas al patio durante el paseo. Les
enviábamos notas por encima de la alambrada, burlábamos la vigilancia para intercambiar unas palabras
con ellos. Los amábamos. Se lo decíamos con los ojos,
nunca con los labios. Les habría parecido extraño.
Habría sido como decirles que sabíamos lo frágil de
su existencia. Disimulábamos nuestros temores. No
les decíamos nada que pudiera revelárselos, pero acechábamos cada una de sus apariciones, en un pasillo o
a través de una ventana, para hacerles sentir siempre
presentes nuestro pensamiento y nuestra solicitud.
Las que tenían entre ellos a su marido sólo lo veían
a él, encontraban al instante su mirada entre el manojo de miradas que nos buscaban. Las que no tenían
marido amaban a todos los hombres sin conocerlos.
Ninguno de ellos era mi hermano o mi amante,
pero yo no amaba a los hombres. Nunca los miraba.
Rehuía sus rostros. Los que se dirigían a mí por segunda vez —furtivamente, cuando iban a buscar la
sopa a la cocina— se sorprendían de que no recono-
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ciera su voz ni su figura. Cara a cara me producían
una piedad y un pavor inmensos, piedad y pavor de
los que en realidad no participaba. Había en el fondo
de mí una indiferencia terrible, la indiferencia de un
corazón hecho cenizas. Me negaba a guardarles rencor. Guardaba rencor a todos los vivos. Todavía no
había encontrado dentro de mí una plegaria de perdón para los vivos.
Los hombres nos amaban también, pero con desdicha. Experimentaban, más punzante que ningún otro,
el sentimiento de estar mermados en su fuerza y en su
deber como hombres, porque no podían hacer nada
por las mujeres. Si nosotras sufríamos al verlos desgraciados, hambrientos, desamparados, ellos sufrían todavía más por no estar en condiciones de protegernos,
de defendernos, por no seguir asumiendo solos el destino. Sin embargo, las mujeres los habían descargado
de su responsabilidad desde el primer momento. Habían intentado aliviarlos de su preocupación de hombres hacia ellas. Querían convencerlos de que, por ser
mujeres, no corrían ningún riesgo. Aún creían que la
feminidad era una salvaguarda. Ellos sí debían temerse cualquier cosa, pero ellas podían estar tranquilas
con respecto a sí mismas. Sólo necesitarían paciencia
y valor, dos virtudes de las que se sentían muy seguras
porque son virtudes de todos los días. De modo que
consolaban a los hombres y no dejaban traslucir cansancio ni tristeza ni, sobre todo, inquietud. Serían
dignas de ellos, que conocían la amenaza que pesaba
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sobre su vida. Los hombres, por su parte, se esforzaban en comportarse con naturalidad. Se las ingeniaban para sernos útiles, buscaban tareas con las que
ayudarnos. ¡Pobres! En la miseria material en que se
encontraban, no había nada que pudieran pedirles las
mujeres. A ellas, en una miseria semejante, les quedaban aún los recursos que tienen siempre las mujeres.
Podían lavarles la ropa, arreglarles la camisa, ya andrajosa, que llevaban el día de su detención, cortar las
mantas para hacerles zapatillas. Se privaban de parte
de su pan para dársela a ellos. Los hombres deben
comer más. Cada domingo organizaban en el patio
una diversión a la que asistían los hombres, de pie
detrás de las alambradas de espino que separaban los
dos sectores. Toda la semana trabajaban las mujeres:
cosían, ensayaban para el domingo. Cuando la falta
de entusiasmo o el mal humor amenazaba con poner
en peligro la preparación de la fiesta, siempre había
alguna mujer que decía: «Tenemos que hacerlo, por
los hombres». Por los hombres cantaban y bailaban;
por los hombres aparentaban despreocupación y alegría. Era una interpretación desgarradora. Pero la animación que despertaba conseguía a veces arrastrar
incluso a mujeres que sabían de cierto cuán irrisorio
era todo.
Aquel domingo fue más triste que ningún otro. El
comandante del fuerte había prohibido la representación. Los hombres permanecían confinados en sus
dormitorios; las mujeres, en los suyos. Y no era sólo
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por eso por lo que de improviso nos sentíamos ociosas y ausentes. Cada una de nosotras tenía un presentimiento vago al que no se abandonaba en atención a
las demás, y que trataba de apartar escrutando la actitud de sus compañeras. Todas interpretaban tan bien
que no había ninguna engañada.
Estábamos inquietas. Las que intentaban escuchar a
través del tabique ruidos en la zona de los hombres,
muy atentas, con la oreja pegada a la pared como si la
auscultaran, decían en respuesta a nuestras preguntas:
«No, no se oye nada». No se oía nada y el malestar
crecía con el paso de las primeras horas de la tarde.
Era un domingo de septiembre, soleado como los
domingos de verano pero ya con la melancolía del
otoño; desde muy temprano por la mañana había en
todo —en el aire, en las hojas de los árboles que se
veían desde la ventana, en el soplo del viento contra la
hierba de las laderas, en el color del cielo sobre el
fuerte y también en el color de los ojos— la falta de
brillo que tienen esos días de los que después se dice
que fueron especiales.
—Y tú, Yvette, ¿ves algo por la ventana?
—No, nada.
De repente se oyen pasos en el corredor, muy próximos, ruido de llaves en nuestra puerta. Entra la jefe de
campo, acompañada de una centinela. Era una presa,
nunca iba sola.
—Josée, ¿qué pasa?
—Nada, nada. ¿A qué vienen esas caras? No pasa
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nada. Vengo a buscar la ropa de los hombres. Esté lista o no, hay que devolvérsela ahora mismo.
—¿Devolvérsela ahora mismo? ¿Por qué?
Todas se apresuraban ya a envolver camisas y calcetines, deshacían el paquete porque habían olvidado
un pañuelo, felices de abandonar la espera pasiva que
las había abrumado desde muy temprano, como si al
fin pudieran hacer algo y ese algo fuera útil.
—¿Se van los hombres?
—No lo sé. No sé nada. —Josée no estaba dispuesta a decir nada.
—¿Qué hora es? —preguntó alguien. Y todas recordaríamos después que en aquel preciso momento eran
las cuatro.
Josée salió con la ropa, la puerta se cerró y cada una
volvió a su cama. El dormitorio recuperó su atmósfera
agobiante de silencio y espera.
Cualquier intento de diversión o distracción chocaba con la inercia, con la angustia no expresada. ¿Y si
leyéramos algo? Nadie respondía.
—Oigo ruido. Están bajando por las escaleras.
—¿Qué pasa?
Desde el fondo del dormitorio se alzan cabezas; todas las preguntas convergen en la que escucha a través
del tabique.
—Los están bajando.
—¿A todos?
—No, a todos no. Han parado.
Varios meses de celda nos habían proporcionado a
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todas una sensibilidad añadida para interpretar ruidos
y roces, respiraciones y pasos.
Otra vez el silencio. Otra vez la espera.
Algunas intentaban convencerse de que no había
nada que esperar. ¿Por qué esperábamos? ¿Qué esperábamos? Pero no podían abandonar la sensación de espera y de angustia. Otro largo silencio.
Luego se oyen pasos en el corredor, nuestro corredor, pasos de botas esta vez, y todas las mujeres están
ya de pie entre las camas, preparadas, cuando aparece
el suboficial. Saca un papel de su bolsillo, lee unos
nombres y las nombradas van alineándose junto a la
puerta; en sus rasgos la inquietud deja paso a la resolución y la entereza. El alemán lee diecisiete nombres,
dobla su lista, sale con las diecisiete mujeres y vuelve
a cerrar con llave. El dormitorio les parece entonces a
las demás, que han permanecido de pie en su sitio,
vacío y sonoro, con la sonoridad peculiar que se establece en los lugares en los que va a pasar algo.
Yo no tenía marido al otro lado. Había sido en La
Santé donde habían leído mi nombre, cuatro meses
atrás. Había sido por la mañana.
Esperábamos. Esperábamos que regresaran nuestras
compañeras para poder dar nombre a nuestra angustia.
Oímos que vuelven. El suboficial las hace entrar y
se marcha, cerrando otra vez la puerta con llave; es
entonces cuando la entereza y la resolución desaparecen de los rostros de las recién llegadas. De repente
son caras desprovistas de toda expresión o conven-
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ción, con esa desnudez que da una iluminación súbita
o una verdad atroz.
Estábamos esperándolas. Nos sobrevino una especie
de relajación, algo cedió en nosotras al ver que habían
vuelto todas. Esperábamos un relato. Pero no: cada
una regresó a su cama. Cada una ocupó su sitio sin
decir palabra, con la mirada perdida. Y las demás, que
querían saber, se acercaron a preguntar a aquella de las
diecisiete con quien tenían más confianza. Yo me quedé en mi sitio. No me acerqué a Regina, a quien quería mucho, ni a Margot. Y ninguna de las que habían
sido llamadas la misma mañana que yo en La Santé se
movió. Nosotras sabíamos.
El dormitorio hierve ahora de cuchicheos. Se empiezan a conocer detalles. «Mi marido me ha entregado su alianza». «El comandante les ha anunciado que
se irán mañana por la mañana». «Pasarán la noche en
las casamatas [donde llevaban a quienes serían fusilados al día siguiente]». «Han hecho un fondo común
de cigarrillos». «Jean estaba tan pálido y tenía los ojos
tan hundidos, que me ha dado miedo».
Y oigo que alguien, en un corrillo junto a mi cama,
susurra: «René le ha dicho a Betty que iban a fusilarlos, pero que todos habían acordado no decir nada a
las mujeres, hacerlas creer que los deportaban. Claro
que a Betty sí podía contárselo, pero ella no debía repetirlo».
Entonces una de nosotras avanzó hasta el centro del
dormitorio y dijo en voz alta, dirigiéndose a todas:
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—Amigas, como todavía nos queda tiempo antes
de que apaguen la luz, deberíamos leer unos poemas.
Las más jóvenes se encargaron de colocar los bancos. Todo el mundo se sentó. Era como la primera comida después de un entierro, cuando alguien intenta
recuperar las frases familiares y consigue hablar a los
demás de bebida y comida. Pero cuando la que recitaba dijo: «Car il n’y a rien qui vous élève [Pues nada
hay que enseñe más]/ Comme d’avoir aimé un mort ou
une morte [Que haber amado a un muerto o a una
muerta]/ On est fortifié pour la vie [Quedas fortalecido para la vida]/ Et l’on n’a plus besoin de personne [Y
ya nunca necesitas a nadie]», todas supieron al escuchar estas palabras que, a pesar de la mentira de los
hombres y la hipocresía del comandante con la devolución de la ropa, todas supieron que acababan de
percibir la cercanía de la muerte y su certeza. Los
hombres que amábamos eran valientes y tiernos.
Y a mí me avergonzaba haber sido capaz de reprocharles una prórroga tan breve. Me avergonzaba no
haber querido amarlos. No había querido mirarlos,
mirar su cara, sus ojos, escuchar su voz, y ahora era
incapaz de distinguir a uno de otro. Lloraba de remordimiento. Y cuando hoy me hablan de Pierre, que
había abatido a tres alemanes, o de Raymond, el chico al que un disparo recibido en España había dejado
tullido, es todo el grupo indistinto y fraterno de los
hombres que amábamos el que aflora en mi memoria.
Lo llamaba mi árbol joven
Era hermoso como un pino
La primera vez que lo vi
Su piel era tan suave
la primera vez que lo abracé
y todas las demás veces
tan suave
que pensarlo hoy
es como dejar de sentir la boca
Lo llamaba mi árbol joven
liso y recto
cuando lo estrechaba contra mí
pensaba en el viento
en un abedul o un fresno
Cuando me estrechaba entre sus brazos
ya no pensaba yo en nada.
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Qué desnudo está
el que se va
ojos desnudos
carne desnuda
el que se va a la guerra
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Qué desnudo está
el que se va
corazón desnudo
cuerpo desnudo
el que se va a la muerte.
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En el umbral de la cárcel
la mañana de la separación
un veintiuno de marzo
Hace tiempo de abandonos
de brazos desenlazados
de labios secos
Hace tiempo de la estación
de los cielos lavados
de los junquillos en flor.
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Lo llamaba
mi enamorado del mes de mayo
de los días en que era niño
tan feliz
yo lo dejaba
cuando nadie nos veía
que fuera

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