El camino a la santidad 2

Transcripción

El camino a la santidad 2
© Martín Flores
18 de marzo de 2014
SERIE «SANTIDAD»
El camino a la santidad
Decirle SÍ a la Gracia
1. Introducción.
Hace algunos años atrás descubrimos que nuestra hija, Abigail, tiene asma.
Y luego de hacerse las pruebas y los análisis, los médicos nos dijeron que es un asma crónica y nos
dimos cuenta que lo que gatilla las crisis son cosas como el polvo y la humedad fría. Así que
durante el invierno pasado estuvimos muy vigilantes acerca de estas condiciones… y preocupados
también porque nuestra anterior casa era muy húmeda.
Los que alcanzaron a visitarnos allá pudieron darse cuenta que las paredes presentaban manchas
de moho, en esas paredes rosadas que tanto me gustaban (no es cierto).
Lo peor fue que a finales del invierno (entrando al mes de Septiembre) vimos que el problema de
humedad había empeorado. Habíamos librado una batalla contra el moho limpiando y raspando
las paredes, pero nos dimos cuenta que el hongo estaba profundamente arraigado. El problema
era más grande cuando nos dimos cuenta que la casa tenía muchas goteras y a pesar que pagamos
a alguien que las repare, eran simplemente demasiadas. Nos dimos cuenta que una situación así
no podía solucionarse con una simple limpieza, quizá ni siquiera una remodelación, en casos
graves de propagación de moho es necesario reedificar las paredes y los techos. He leído de
algunos casos tan drásticos, que algunas personas han tenido incluso que demoler sus casas para
volver a reconstruirlas.
El pecado es, en varios sentidos, como un moho contaminante. Contamina hasta la médula del
alma humana ¡Es un caso de contaminación tan seria que se requiere que el cuerpo pecaminoso
muera y vuelva a renacer! Pero como eso es imposible para nosotros tuvo que ser el Hijo de Dios
quien lleve en su propio cuerpo el pecado y los que están en Cristo, también han muerto en Él y
sus cuerpos de pecado, infestados de pecado, han sido destruidos y juntamente con Jesús han
resucitado en Él a una nueva creación (Romanos 6:6-11).
Y dentro de los planes de Dios este acto de limpieza tan radical comienza con esa remodelación
espiritual tan potente y continúa toda nuestra vida mediante un proceso que llamamos nuestra
santificación.
La semana pasada vimos que este proceso de búsqueda de santidad, el camino que transitamos
para nuestra santidad, exige algo mucho más radical que una simple reforma o remodelación.
Requiere una demolición, requiere que hagamos morir, mortifiquemos, o “nos despojemos” de “la
casa vieja”, de todos los actos y deseos de nuestra carne, de nuestra forma de vivir pasada y de
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cualquier cosa que pueda alimentar una conducta, pensamiento o emoción pecaminosa en
nosotros.
2. Sin embargo, eso es solo el principio.
Dios tiene planes perfectos para reconstruir nuestras vidas nuevas y santas, nuestra santificación
no es solamente despojarnos y destruir todo lo pecaminoso en nuestras vidas, sino que nos
vistamos de Jesús y reconstruyamos nuestras vidas sobre Él.
Si nos despojamos de lo malo pero no nos vestimos de lo bueno sería como demoler una casa
inservible y contaminada y pensar que la obra está terminada ahí, sin siquiera empezar la
reconstrucción ¡Se necesita reconstruir una nueva casa! Para ser santos no basta con despojarnos
de hábitos pecaminosos ¡Debemos vestirnos también de justicia!
Por ejemplo Colosenses 3 nos exhorta a “hacer morir” los apetitos, actitudes y acciones impías (la
inmoralidad sexual, avaricia, ira, calumnia, lenguaje obsceno, y la mentira, vv. 5-9). La casa vieja y
contaminada debe ser destruida. Pero en los siguientes versículos (12-17) nos muestra que Dios
quiere construir una nueva “revistiéndonos” de las cualidades que vemos en Cristo (Compasión,
bondad, humildad, amabilidad, paciencia, perdón, amor, paz y gratitud).
Queridos, ninguno de estos dos procesos: el de despojarnos del pecado, ni el de revestirnos del
corazón de Cristo, suceden por casualidad o por nuestra buena voluntad. Sólo surgen impulsados
por el poder del Espíritu Santo en aquellos que de verdad han puesto su confianza y esperanza en
Jesús. Por lo tanto, si somos cristianos de verdad, si tenemos fe en Cristo como el Hijo de Dios,
entonces debemos proponernos cultivar nuevos hábitos en nuestras vidas, esta no será una tarea
de la casualidad sino una determinación sólida y firme que nace de la fe.
Recuerda que transitar en este camino de santidad, buscando revestirnos de Cristo, es sólo posible
mediante el poder del Espíritu Santo y la gracia de Dios. Él ofrece diferentes maneras que nacen
de su gracia para ayudarnos en el proceso de vestirnos de santidad.
Esta mañana quiero subrayar 5 formas de la gracia que nos han sido dadas para ayudarnos a
vestirnos de la santidad de Jesús. Estas cosas no son un fin en sí mismas, sino medios por los
cuales podemos disfrutar de la gracia de Dios para transformar nuestras vidas.
Estas formas son:
I. La Palabra.
La Palabra de Dios es uno de los agentes de santificación más esenciales e importantes en la vida
de todo creyente. Uno no debería siquiera pensar que es un verdadero creyente si no tiene amor
por la Palabra de Dios y hábitos diarios de lectura y meditación en ella. Jesús oró:
“Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad.” (Juan 17:17).
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La palabra de Dios tiene poder para protegernos de pecar y purificarnos cuando caemos en
pecado. David comprendió le necesidad y el valor de las Escrituras en su búsqueda de la santidad:
“¿Cómo puede el joven limpiar su camino? ¡Obedeciendo tu palabra! Yo te he buscado de
todo corazón; ¡no dejes que me aparte de tus mandamientos! En mi corazón he atesorado
tus palabras, para no pecar contra ti.” (Salmo 119:9-11).
Cuando leemos la Biblia debemos orar y pedirle al Padre que use su Palabra para limpiarnos, para
purificar mi mente, para renovar mis pensamientos, mis deseos y mi voluntad, para conocerle a Él
y el resplandor de su santidad. Todas estas cosas las vemos sólo en las Escrituras.
La Palabra puede renovar nuestra mente, mira lo que el apóstol Pablo les dijo a los líderes de la
iglesia de Éfeso cuando se despidió de ellos:
“Ahora los encomiendo a Dios y a su palabra de bondad, la cual puede edificarlos y darles
la herencia prometida con todos los que han sido santificados.” (Hechos 20:32).
Leer, estudiar, memorizar, meditar, cantar las Escrituras son disciplinas que controlan el moho del
pecado en mi corazón, lo guardan y limpian de pecado y me ayuda a crecer en la gracia.
Queridos tomen nota: su progreso en la santidad será equivalente a su relación con la Palabra de
Dios.
II. La Confesión.
A pesar que quizá no se escucha mucho acerca de esto en muchas iglesias, la confesión humilde y
sincera de nuestro pecado a Dios y al prójimo llegan a ser un ingrediente esencial para nuestra
santificación.
No podemos pecar y seguir tranquilos sin que se atrofie nuestro crecimiento espiritual:
“El que encubre sus pecados no prospera; el que los confiesa y se aparta de ellos alcanza la
misericordia divina.” (Proverbios 28:13).
La confesión es un bálsamo de consuelo y de bendición. Alguien quien aprendió esta maravillosa
verdad fue el rey David. A raíz de su dolorosa experiencia personal, él aprendió a vivir bajo el peso
del pecado no confesado, una carga que afectó incluso su salud física y su bienestar emocional:
“Mientras callé, mis huesos envejecieron, pues todo el día me quejaba. De día y de noche
me hiciste padecer; mi lozanía se volvió aridez de verano.” (Salmo 32:3-4).
Sólo cuando estuvo dispuesto a exponer su vida y sacar a la luz su pecado y confesarlo David
experimentó el gozo y la libertad de ser perdonado y estar limpio otra vez.
“Te confesé mi pecado; no oculté mi maldad. Me dije: «Confesaré al Señor mi rebeldía», y
tú perdonaste la maldad de mi pecado.” (Salmo 32:5).
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Muchos cristianos están agobiados por la carga pesada de una consciencia culpable delante de
Dios y de su prójimo. Están agobiados por las consecuencias espirituales, mentales, físicas y
emocionales que viene por eso, todo porque no confiesan a diario su pecado a Dios.
La confesión bíblica es ante todo vertical, es decir: hacia Dios. A él ofenden nuestros pecados y a Él
debemos confesar. Sin embargo, también tiene una dimensión horizontal. Cuando nuestro pecado
afecta a otros, además de confesarlos a Dios, debemos también reconocer nuestras faltas y, si es
posible, restituir el daño que hemos causado.
Además, confesar nuestro pecado a otros creyentes demuestra una humildad que puede ser un
canal poderoso para recibir la gracia de Dios:
“Confiesen sus pecados unos a otros, y oren unos por otros, para que sean sanados. La
oración del justo es muy poderosa y efectiva.” (Santiago 5:16).
III. La Cena del Señor.
La Santa Cena es un sacramento, un medio de gracia. Sacramento quiere decir que es una de las
prácticas más sagradas que tiene la iglesia y es sagrada porque fue el mismo Señor Jesús quien
ordenó que la practiquemos y por lo que significa y hace en la vida del Creyente.
Su propósito es participar de Jesús, recordando y proclamando como congregación su muerte
hasta que Él venga (1 Corintios 11:26). En la Cena del Señor participamos de su cuerpo y de su
sangre por medio de la fe.
Las Escrituras nos advierten de participar del pan y la copa “de manera indigna” y quienes lo hacen
son “culpables de pecar contra el cuerpo y la sangre del Señor. Para evitar esta ofensa tan grande,
el apóstol nos advierte: “cada uno de ustedes debe examinarse a sí mismo antes de comer… y
beber” (v.28). Las consecuencias de no hacerlo pueden ser graves:
“Así que cualquiera que coma este pan o beba esta copa del Señor de manera indigna, será
culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, cada uno de ustedes debe
examinarse a sí mismo antes de comer el pan y de beber de la copa. Porque el que come y
bebe de manera indigna, y sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe para su propio
castigo. Por eso hay entre ustedes muchos enfermos y debilitados, y muchos han muerto. Si
nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; pero si somos juzgados por
el Señor, somos disciplinados por él, para que no seamos condenados con el mundo.” (1
Corintios 11:27-32).
El punto es que la Cena debería ser una oportunidad y un poderoso incentivo para hacer un
examen de conciencia y asegurarnos que nuestras conciencias están limpias delante de Dios y los
demás. Es el mejor momento para meditar y confesar y el mejor momento para recibir la limpieza
tan necesaria para nuestras vidas.
Y es toda mi intención que este año podamos tener más a menudo la bendición de participar de la
Cena del Señor.
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IV. El cuerpo de Cristo, la Iglesia.
Dios no nos ha dejado solos en nuestra lucha contra el pecado. En su gracia nos ha puesto en un
cuerpo de creyentes que estamos llamados a cuidarnos mutuamente, todos, no es tarea del líder
de la congregación comúnmente llamado “pastor” sino que es de toda la congregación cuidarnos
mutuamente. La familia de Cristo es un recurso vital que Dios ha puesto para nuestra santidad. Sin
embargo muchos cristianos no han comprendido esto aún.
Siguen proyectando sus esperanzas en un solo hombre tan pecador y necesitado como ellos, que
sólo por la gracia de Dios ha sido puesto delante de una comunidad con la tarea de liderar la
enseñanza y la proclamación del Evangelio. Muchos aún nunca han abierto la puerta de sus casas a
otra familia o persona de la comunidad, mientras los nuevos siguen sin conocer a la mitad de su
comunidad por años.
Hablamos de la Cena del Señor, el sacramento que nos incorpora a la familia de Cristo es el
Bautismo.
El bautismo nos recuerda que hemos muerto y sido sepultados juntamente con Cristo, y
juntamente con Él nos hemos levantado para ser su pueblo escogido, su iglesia. El cuerpo de Cristo
es un recurso vital que Dios ha dispuesto para ayudarnos en nuestra búsqueda de santidad.
Por eso es importante que todo creyente goce de una relación comprometida con una iglesia local
cristocéntrica. Hermanos, no existen los cristianos “llaneros solitarios” y si alguien quiere ser de
este tipo de cristiano está perdiéndose las bendiciones de participar del cuerpo de Cristo, pero
también corre el riesgo de caer ante todo tipo de ataques del enemigo.
El apóstol Pedro escribe a toda la congregación, a toda la iglesia, las siguientes palabras:
“…únanse todos en un mismo sentir; sean compasivos, misericordiosos y amigables;
ámense fraternalmente y no devuelvan mal por mal, ni maldición por maldición. Al
contrario, bendigan, pues ustedes fueron llamados para recibir bendición.” (1 Pedro 3:8-9).
Dios ha provisto en la comunidad el lugar apropiado para practicar el carácter de la santidad, el
carácter de Cristo, su amor y su forma de bendecir. La comunidad es también el lugar para afinar
nuestra santidad y la verdadera paz:
“Sean mutuamente tolerantes [Sopórtense unos a otros]. Si alguno tiene una queja contra
otro, perdónense e de la misma manera que Cristo los perdonó. Y sobre todo, revístanse de
amor, que es el vínculo perfecto. Que en el corazón de ustedes gobierne la paz de Cristo, a
la cual fueron llamados en un solo cuerpo. Y sean agradecidos.” (Colosenses 3:13-15).
V. El Sufrimiento.
Nadie quiere matricularse en la escuela del sufrimiento, nadie anda por ahí buscando maneras
nuevas cómo sufrir. Sin embargo, el sufrimiento puede ser un poderoso instrumento para crecer
en la santidad. De hecho, el camino a la santidad implica el sufrimiento. No hay atajos ni forma de
esquivarlo.
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Seamos sinceros, cuando nuestras vidas son como un camino de rosas sin espinas, tendemos a
descuidar el examen profundo de nuestros corazones, descuidamos el confesar nuestros pecados
y, sobre todo, tendemos a ser autocomplacientes. De una manera única, la aflicción nos despoja
de nuestro egoísmo. El salmista experimentó esta clase de efecto santificador del sufrimiento en
su vida:
“Antes de sufrir, yo andaba descarriado; pero ahora obedezco tu palabra.” (Salmo 119:67)
Muchas veces el sufrimiento en nuestras vidas puede ser la respuesta de nuestro amoroso Padre
celestial a nuestro pecado, a esto la Biblia llama disciplina:
“… «Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda;
porque el Señor disciplina al que ama, y azota a todo el que recibe como hijo.» Si ustedes
soportan la disciplina, Dios los trata como a hijos. ¿Acaso hay algún hijo a quien su padre
no discipline? Pero si a ustedes se les deja sin la disciplina que todo el mundo recibe,
entonces ya no son hijos legítimos, sino ilegítimos. Por otra parte, tuvimos padres
terrenales, los cuales nos disciplinaban, y los respetábamos. ¿Por qué no mejor obedecer al
Padre de los espíritus, y así vivir? La verdad es que nuestros padres terrenales nos
disciplinaban por poco tiempo, y como mejor les parecía, pero Dios lo hace para nuestro
beneficio y para que participemos de su santidad. Claro que ninguna disciplina nos pone
alegres al momento de recibirla, sino más bien tristes; pero después de ser ejercitados en
ella, nos produce un fruto apacible de justicia.” (Hebreos 12:5-11).
A veces el sufrimiento también por causa del bien, del bien de otros o por causa del Evangelio:
“Si nosotros sufrimos, es para que ustedes reciban consolación y salvación; si somos
consolados, es para que ustedes reciban consuelo y puedan soportar como nosotros
cuando pasen por los mismos sufrimientos.” (2 Corintios 1:6).
Y muchas más veces nuestro sufrimiento se debe al simple hecho de que vivimos en un mundo
caído, un mundo quebrado donde aún los hijos de Dios experimentan las consecuencias de toda
una creación que le ha dado la espalda a su Creador.
Lo que nosotros no debemos hacer es comprender que no importa la causa del sufrimiento, toda
aflicción es, para el cristiano, un don de gracia de la mano de nuestro Padre celestial que nos ama
y nos disciplina y purifica como el oro se purifica en el fuego, porque Dios quiere limpiarnos del
pecado y que nos santifiquemos.
“La verdad es que nuestros padres terrenales nos disciplinaban por poco tiempo, y como
mejor les parecía, pero Dios lo hace para nuestro beneficio y para que participemos de su
santidad.” (Hebreos 12:10).
Lo maravilloso de esto es que no estamos solos ni somos los primeros en sufrir, nuestro Dios no es
un Dios indolente que envía sufrimiento mientras Él se mantiene alejado del dolor. Jesús es
presentado como un ejemplo de sumisión y mansedumbre ante el sufrimiento. La Biblia le llama
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“Varón de dolores y experimentado en quebranto...” (Isaías 53:3) y que él “llevó él nuestras
enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido
de Dios y abatido.” Y que él “herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros
pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él” (v.4, 5). Todo eso lo hizo Jesús,
nuestro Señor, para que podamos ser libres del pecado.
Y miren la maravillosa promesa que la Biblia hace a todos los seguidores de Cristo:
Buenos administradores de la gracia de Dios
“Puesto que Cristo sufrió por nosotros en su cuerpo, también ustedes deben adoptar esa
misma actitud, porque quien sufre en su cuerpo pone fin al pecado” (1 Pedro 4:1).
¡Este es nuestro llamado también! Es parte de nuestro caminar en la santificación.
Conclusión.
Queridos hermanos, nuestro Dios es Santo, espero que estos sermones y los textos bíblicos que
hemos estado viendo nos animen y llenen de entusiasmo para buscar la santidad. La santidad es
hermosa, es deseable, debe animarnos y llenarnos de gozo y entusiasmo querer ser santos como
nuestro Señor es Santo.
“¡Tributen al Señor la honra que merece su nombre! ¡Traigan sus ofrendas, y vengan a su
presencia! ¡Adoren al Señor en la hermosura de la santidad! Abracemos estas cosas que nos
ayudan en nuestro camino a la santidad” (1 Crónicas 16:29).
“9 ¡Adoren al Señor en la hermosura de la santidad! ¡Tiemblen ante él todos en la tierra!” (Salmo
96:9).
Abracemos entonces todo aquello que nos ayuda en nuestro caminar a la santidad, leamos la
Biblia, amemos leerla, toma la decisión y hazlo, deja esa eterna lucha de “mañana la leeré”
¡Comienza hoy! Si aún no tienes un hábito de leer la Palabra de Dios, hazlo.
No menosprecies ninguna oportunidad para arrepentirte. Recuerda que tu santidad no significa
que ya eres perfecto, sino que vives para Dios. El arrepentimiento y la confesión de los pecados es
la marca distintiva de una persona que anhela la santidad en su vida, de alguien quien ha creído de
verdad en Cristo. No desaproveches ninguna oportunidad para confesar tus errores y pecados.
Congrégate, ven a la iglesia, participa en nuestras actividades, pero haz incluso más que eso, no
esperes a recibir sino también practica el dar, dar tu tiempo, dar tus recursos, dar tu amor a los
miembros de la comunidad de fe.
Por último:
“Tú, por tu parte, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo. Ninguno que milita
se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado. Y
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tampoco el que lucha como atleta es coronado, si no lucha legítimamente. El labrador,
para participar de los frutos, debe trabajar primero. Considera lo que digo, y el Señor te dé
entendimiento en todo.” (2 Timoteo 2:3-7).
Amén.
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