Texto seleccionado: págs. 62-70

Transcripción

Texto seleccionado: págs. 62-70
“Leer Ulises es ir recorriendo el doble dédalo, interior y exterior, de sus protagonistas por la ciudad de Dublín
y alrededores desde las ocho de la mañana del jueves 16 de junio de 1904 hasta las primeras horas del día
siguiente.
La ciudad, registrada hasta sus menores recovecos y sonidos, es otro personaje omnipresente –con el
lenguaje- de la novela.
El fino esteta-profesor de veintidós años Stephen Dedalus, salido del libro anterior de Joyce, de carácter
autobiográfico, Retrato del artista adolescente, preside la primera parte de la novela con sus tres capítulos. Lo
vemos al principio, a las ocho de la mañana, en una antigua fortificación desafectada de la costa al sur de
Dublín, una torre Martello, desayunar con su compañero de domicilio, el burlón e insensible estudiante de
medicina Buck Mulligan, y un invitado inglés llamado Haines. (Ese nombre en francés -Odios- le hubiera
caído bien al joven Dedalus, que había regresado de París un año antes, a raíz de la muerte de su madre, y
odia la sumisión a la Iglesia católica que ella representa, así como la opresión del Estado británico y la
estrechez del nacionalismo irlandés.) Es una mañana calurosa y los jóvenes acuden a una ensenada próxima,
donde se bañará Mulligan; pero Stephen (que odia además el agua: hace casi nueve meses que no se baña) se
despide, hasta el mediodía, con el secreto propósito de no volver a la torre.
A la hora y capítulo siguientes da clase de historia y literatura (o acertijos) a los niños de un colegio particular
protestante, en el cercano barrio de Dalkey, y luego recibe su sueldo así como las lecciones (tan reaccionarias
como erróneas) del gárrulo director, Mr. Deasy, basado, como tantos otros personajes de la novela, en un
modelo real.
De diez a once de la mañana Stephen va paseando solo repasando su pasado y sus teorías en soliloquio
proteico por la playa de Sandymount hacia Dublín. Después de mirar el mar ensimismado, y de mear, deja
fluir su vena poética en un poema garabateado rápidamente y, a falta de pañuelo, deja su moco de bardo sobre
una roca. (En el primer capítulo Stephen ya había empezado a ser desposeído, pues le dejó a Mulligan su
pañuelo, la llave de la torre y dos peniques.) Aparecen de pronto los tres palos o cruces de un velero de
importancia simbólica en varios episodios-estaciones de la novela.
Volvemos de nuevo a las ocho de la mañana, en el comienzo de la Segunda parte y capítulo cuarto, para
encontrar al polo opuesto de Stephen, el nada apolíneo corredor de anuncios judío, bautizado católico,
Leopold Bloom, de treinta y ocho años, que prepara el desayuno en la cocina de su casa, en el 7 de Eccles
Street, en el noroeste de Dublín. Después de salir a comprar un riñón de cerdo (que comerá quemado) y de
recoger el correo (una carta de su hija Milly de quince años, para él; una postal de Milly, para su mujer; y una
carta para su mujer del empresario Blazes Boylan, que le huele a cuerno quemado), Bloom le llevará la postal
y la carta, así como luego el té en bandeja, a su mujer en cama, la opulenta gibraltareña Marion Tweedy, su
nombre de soltera y de cantante, o Marion (Molly) Bloom, hija de un comandante irlandés y una judía
andaluza, a la que después de oír sus evasivas sobre la carta de Boylan (que le anuncia que la visitará por la
tarde, a las cuatro, para preparar el próximo concierto) y sus preguntas y comentarios sobre recientes lecturas
predilectas de evasión, la dejaremos en su cama gibraltareña, firme como un peñón, hasta el último capítulo.
También Bloom hizo sus lecturas matinales, de la badana desvaída de su sombrero, de un prospecto sionista,
de la carta de su hija y de un cuento de un periódico, en el retrete, que le servirá al final -Bloom es un lector y
crítico práctico- de papel higiénico. (Ulises no esconde lo humano de los personajes, que hacen sus
necesidades, y variadas evacuaciones, cuando se lo pide el cuerpo. Lo cual soliviantó a algunos escritores
ingleses como Virginia Woolf y E. M. Forster. Bloomsbury contra Bloom... Pero eso no impidió que Mrs.
Dalloway aprendiera su jornada particular en Ulises.)
Bloom abandona el hogar dignamente vestido denegro para acudir a un entierro a las once («pobre
Dignam>>) y además, durante los próximos once capítulos, a diversos lugares y citas en la ciudad: la estafeta
de Correos donde recoge una carta de amor con erratas de una tal Martha Clifford, dirigida a la lista de
correos a nombre de Henry Flower, seudónimo que traduce su apellido húngaro originario, Virag; una iglesia
en la que, a falta de música, asiste tan frescamente al espectáculo de la misa; una farmacia en la que compra
un jabón y encarga una loción para Molly; la fusión y efusión con el agua rememorada con delectación
morosa en una moresca casa de baños. El viaje en un coche de caballos de alquiler con Simon Dedalus (el
padre de Stephen; Bloom verá pasar a éste y tratará de no ver, ay, a Boylan) y otros dos compañeros de duelo,
algo displicentes, para asistir al entierro de Dignam, en el cementerio de Glasnevin, donde hace su aparición
el desconocido del impermeable macintosh. Las oficinas de un periódico, donde casi coincide con Stephen,
con toda clase de noticias, inventos y vientos. Un figón en el que no prueba bocado (los tragones o
lestrigones...) y otro en el que se contenta con un sándwich de queso de Gorgonzola y un vaso de borgoña
tinto. El despacho del director de la Biblioteca Nacional, donde atisba a Stephen, que se despacha a gusto
sobre Hamlet y Shakespeare, y oscila entre Escila y Caribdis, realismo e idealismo. Las calles donde se cruza
una abigarrada variedad de dublineses errantes, incluyendo al judío errante Bloom, que compra de segunda
mano la noveleta Dulzuras del pecado para Molly. El bar de un hotel con encantos de sirenas camareras que
coquetean con Boylan, tocata y fuga, mientras resuenan los cantos de Simon Dedalus con otros parroquianos,
y Bloom trata de no ser visto por el futuro amante de su mujer. Una taberna con antisemita cavernícola que
busca gresca. La playa por la que anduvo Stephen esa mañana, desde la que contempla al caer la tarde los
fuegos artificiales y se desfoga solitariamente contemplando las bragas azul cielo de una adolescente
delicuescente, que se derrite y se exhibe sólo para él, caballero maduro de la triste figura, que se agita
exteriormente y cogita, aún más turbado al fin, al descubrir que la pobre es cojita... Un hospital de
maternidad, adonde acude a visitar a una vieja amiga que está de parto (un parto génesis y partitura que
rehace paródicamente el desarrollo de la prosa inglesa desde el embrión anglosajón hasta las jergas modernas
del jazz y saxofón y predicadores yanquis) y se encuentra al fin con el joven Stephen Dedalus, de juerga con
unos amigos estudiantes, su hijo espiritual, más que putativo, al que prestará sus servicios de ángel de la
guarda en el capítulo siguiente. El barrio de los burdeles, Nighttown o Monto, tanto monta, donde se concitan
todas las tentaciones, desde las de san Antonio a las de Fausto, en esa medianoche de Walpurgis o de la no
bella mandona, la madama mandamás Bella Cohen, que es asimismo el delirio de un libro en pleno ludibrio,
prostíbulo de bulos y burlas, procesión de procesos y profanaciones, que los muertos aterren a los muertos,
tribunal de cuentos y recuentos macabros (entre otros, hacen su aparición Rudy, el hijo de Molly y Leopold,
muerto a los once días, once años atrás, y el fantasma de la madre de Stephen), aquelarre y ronda de Erinias
de Erín de donde sacará a su defendido y pobre diablo Stephen para introducirse con él en la parte tercera y
última, de tres capítulos, como la primera.
El refugio de cocheros, a la una de la madrugada, para que Stephen tome algo, un café al menos, y despejarlo
además con la conversación de un graduado en la universidad de la vida, que no logra estar siempre a la altura
intelectual de tal hijo prodigio. Que hace casi veinticuatro horas que no prueba bocado. A pesar del cansancio
y lo tardío de la hora, ya son las dos, lo invita a su casa. El hogar de Eccles Street, en el penúltimo capítulo,
donde penetra como un ladrón, tras escalar la verja, porque olvidó la llave, y hace entrar a Stephen y lo invita
a tomar una taza de cacao y a seguir el diálogo, con un sistema de preguntas y respuestas a modo de
cartesiano catecismo, que nos aclara puntos oscuros de la novela sin dejar a veces de inducirnos a error. Invita
también a Stephen a quedarse a dormir pero éste rechaza cortésmente la invitación, sale con él al jardín
trasero y ambos orinan a la luz de las estrellas. Despide a su nuevo amigo al comenzar el nuevo día. Y al final
del viaje, con el regreso al hogar, acaba llevándonos con él a la cama de su esposa adúltera. La cama
gibraltareña de Molly (¿O quizá de Dublín?), la cama del camaleónico monólogo de Molly Bloom en lenguaje
corriente y moliente, la cama tintineante de arandelas flojas en la que ella no sin ritintín cierra la novela con
broche de orinal, menstruando además y mostrando que Boylan fue un amante sin consecuencias, abriéndonos
sus secretos y pensamientos más íntimos, en la cama altar, si no de Gibraltar, en la que renueva sus bodas -de
sangre- con un rotundo sí quiero sí.
El monólogo interior de Molly nos la muestra desde sus entresijos más secretos (hasta entonces sólo la
habíamos visto a través de los otros) y de paso nos revela otras intimidades de Bloom, desde otro punto de
vista, el privilegiado de una esposa. Al final Bloom ha sido examinado desde todos los ángulos posibles,
favorables y desfavorables, de un modo tan exhaustivo como la ciudad en que se desenvuelve.
El libérrimo monólogo de Molly Bloom le recordaba a la escritora rusa Nina Berberova, por su <<comicidad
dolorosa>> los discursos de don Quijote. Su compatriota Nabokov, que no veía ningún elemento cómico en
los discursos del loco de la Mancha, tampoco es demasiado complaciente con la lozana judeoandaluza, una
«mujer bastante histérica», según él.
Por el monólogo interior de Molly nos enteramos de que Bloom, al acostarse, le ha pedido que le lleve el
desayuno a la cama. Y Nabokov concluye, como otros lectores, que a la mañana siguiente Bloom tendrá su
desayuno en cama.
Nada es seguro en Ulises, y aún menos lo que pueda suceder el día después. En realidad, el único después del
libro es su relectura.
Ulises muestra que las lecturas suelen ser parciales y provisionales, que el error o la deducción equivocada
acecha donde menos se espera, en lo que a veces se da por sabido, y no únicamente en los misterios de Dublín
de la novela: ¿quién era el hombre del macintosh? ¿Quién era Martha Clifford? ¿Quién le envió el anónimo a
Mr. Breen? ¿Qué dice realmente ese anónimo?
Verlo y leerlo todo es algo reservado al ojo de Dios, o del Gran Espía, y la lectura total es un espejismo,
siempre habrá alusiones que se nos escapen. Ulises o las alusiones perdidas.
Rumor y humor se confunden en Ulises y confunden a veces al lector. Erramos por Dublín, como sus
personajes, en el doble sentido de la palabra. A veces tomamos una cosa -o una palabra- por otra. En el
capítulo cuarto, al salir Bloom de la farmacia, con el periódico enrollado bajo el brazo, se encuentra a un
conocido que le pide el periódico un momento para ver las informaciones de las carreras de caballos. Bloom
se lo da diciéndole que de todos modos iba a tirarlo, <<throw it away>>, y ese vendedor de informaciones
sobre caballos cree que le da una pista para la apuesta de la carrera de la Copa de Oro que se celebra en Ascot
ese mismo día. Throwaway será el caballo ganador, como leeremos horas más tarde en el periódico, y un
motivo conductor de equívocos que hará perder a Boylan, el amante de Molly, su apuesta y los nervios.”
Julián Ríos (Vigo 1941) “Ulises y la tía Josephine” en “Quijote e hijos” 2008 págs 62-70
Palabras clave: literatura-dentro-de-literatura; interpretación y creatividad; experiencia, investigación
y transferencia.

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