Fernández Cid, Miguel (1997): El lado oscuro de la pintura

Transcripción

Fernández Cid, Miguel (1997): El lado oscuro de la pintura
El lado oscuro de la pintura
Miguel Fernández Cid
Frente a tanto pintor de intenciones, que anhela aproximarse al tono y la temperatura del momento, existe otro perfil,
el del pintor de imágenes, caracterizado por sus búsquedas y por hallazgos más o menos reiterados que certifican el
mantenimiento de la tensión en el decir. Artistas que todavía creen en la pintura, por más que escuchen voces en
contra, de esas que periódicamente profetizan su inaplazable final. Artistas para los cuales el arte es espacio de
debate y riesgo, escenario en el que repasar la realidad vivida y la imaginada, lo cotidiano.
Durante años, Luis Fega estuvo adscrito a ese hipotético segundo grupo. Con una facilidad notable para convocar
imágenes, con una sorprendente amplitud de recursos, trazó un recorrido que señala al menos media docena de
momentos de especial intensidad. Demasiados para pensar en casualidades. Al repasar ahora sus últimos quince,
veinte años en la pintura, su ritmo -aparentemente brusco, discontinuo si nos atenemos a los motivos- adquiere
una explicación: ha pasado de perseguir imágenes a habitar el espacio más difícil, el del conflicto, aquél en el que
asoman y se investigan las dudas, en el que la pintura se mira hada dentro. El espacio del riesgo, de la
independencia. El espacio reservado a quienes defienden un mirar propio.
Se explica así la insistencia con la que reitera un pensamiento: la pintura le pide un ritmo que sólo alcanza
tras horas de trabajo en el taller. Un taller, en principio, de dimensiones reducidas, lo que hacía más literal su
encierro. No existe un ápice de metáfora si decimos que el pintor se aislaba en el estudio como en una cueva, se
alejaba de lo exterior y empezaba una abierta disputa, contra el soporte blanco primero, contra la materia después,
en cierta medida contra la pintura, un medio válido para alcanzarla. Porque, aunque nunca habló de deconstruir ni
se movió tranquilo en términos parecidos (pese a conocer su significado con más precisión que muchos colegas, no
en vano estudió filosofía en vez de bellas artes), Luis Fega ha recurrido con frecuencia a deshacer lo previamente
hecho, incluso a negar imágenes que rechazaba por su supuesta facilidad, porque no le ofrecían dificultades,
problemas nuevos. Existen, por tanto, detalles dignos de tener en cuenta, como son el juego con una especie de
magma previo, desde el cual partir para definir formas. Fega pide la tensión del ejercicio, como quien calienta
motores y se revoluciona voluntariamente. Por eso, cuando en algún momento introduce en su trabajo fórmulas
aparentemente frías, lo vive como un choque, casi como una disciplina, sintiendo los resultados mucho más planos
de lo que son en realidad. No estamos, lógicamente, ante un pintor que se mueva a gusto por estrategias
reductivas, aunque sí ante alguien capaz de provocarse asomándose a territorios que, generalmente, ve desde sus
límites. El pago suele ser recuperar el gesto, hacerlo más vivo, reivindicar lo que llamamos voz en la pintura.
Resulta habitual referirse a la vehemencia al hablar de una obra como la suya. Vehementes son no pocos de sus
resultados, desde los paisajes de amplio gesto y abundante materia de la primera mitad de los años ochenta, hasta
los posteriores retratos y homenajes en los que sitúa al personaje en un inquietante primer plano. El trazo de la serie
de los Buscadores de setas tampoco era ajeno a ese espíritu; como las arquitecturas antiguas, especialmente los
detalles de tímpanos y ornamentación románica o prerrománica, que en aquellos años eran frecuentes las
referencias no tanto al paisaje y la arquitectura asturiana cuanto al recuerdo que de ellas guarda el pintor. Resulta
difícil imaginarle tomando apuntes del natural, persiguiendo detener un momento, un detalle. Desde el principio se
siente a gusto dándole protagonismo a una memoria siempre apasionada, capaz de reordenar escalas e
intensidades. Recordando ahora aquellas imágenes resulta inevitable situarlas en un contexto internacional: no tanto
los paisajes, que sospecho se seguirán manteniendo especialmente como proyecto y prueba de la intensidad de la
entrega, como los cuadros presentados, por ejemplo, en el VI Salón de ¡os 16, más hechos y sólidos. Se podían
trazar relaciones con la búsqueda de rasgos locales en los lenguajes de los pintores transvanguardistas o de los
nuevos expresionistas alemanes. Una lectura que se intentó con otros pintores españoles, algunos próximos a su
entorno, pero no con Fega, probablemente porque no exponía en la media docena de galerías españolas cuya
actividad tenía incidencia real fuera de nuestras fronteras y, además, le faltaba presencia en esas muestras
colectivas que terminan convirtiéndose en referencias donde rescatar artistas más solitarios. Ha pasado más de una
década desde entonces y la situación se ha extremado: Luis Fega es de los pocos pintores cuyas individuales duplican
su presencia en colectivas, que además, en general, carecen de la importancia que su obra reclama. Un detalle
responsable, en parte, de otros silencios.
Pero hablábamos de vehemencia, un concepto hoy especialmente mal entendido. Para nuestro pintor, la
vehemencia tiene que ver con la seguridad y la tensión con que acude a diario y permanece en el estudio. Se trata
de una actitud afirmativa, una agitación cercana al éxtasis, un pulso tenso. A él se refería el pintor cuando, con
motivo de la realización de una serie de exposiciones individuales en Gijón, Langreo y Avilés, en 1985, recordaba su
necesidad de encerrarse en el taller hasta dar con los resultados apetecidos. No le servía otro sistema de entrada que
la práctica, pintar durante horas era la única fórmula que conocía para entrar realmente en la pintura. Llegó incluso a
proponer que en compañía de cierto cansancio físico podía resolver problemas que en frío se le antojaban
irresolubles.
Quien le conozca mínimamente, sabrá dar su justo sentido a esa peculiar interpretación del cansancio.
Porque no se trata tanto de fatiga corporal como de despojamiento, de eliminación de lo superfluo, en alguien
que defiende una actitud muy visceral a la hora de enfrentarse a la pintura. Alguien que no duda en defender
posiciones cercanas al más puro primitivismo, aunque no pueda desprenderse de la habilidad adquirida en el
oficio. Buena prueba es el orgullo con el que defiende su autodidactismo, o la energía con la que aclara su
postura: «Mis cuadros resultan de un proceso de destrucción de lo anteriormente construido. Lo que hago en
primer lugar sobre el lienzo, suele ser demasiado figurativo, demasiado realista, poco expresivo. Entonces
comienzo a desfigurar lo ya hecho, tapo partes, corrijo gestos o movimientos, añado algo y, al final, resulta un
cuadro totalmente distinto del inicial, mucho más expresivo. En esta fase de destrucción-construcción trabajo de
una forma agresiva hacia el cuadro». Se trata, por tanto, de forjar una primera imagen con la que aproximarse a la
idea; trabajarla y deshacerla hasta dar con la pintura. La limpieza de la afirmación no ofrece dudas: el ejercicio es
doble y sus efectos deben encuadrarse en la trayectoria de las pinturas de acción. Afirmativas, subjetivas,
distorsionantes. De vuelco expresivo. Hace una década de sus palabras y el procedimiento sigue siendo análogo.
Tal vez ahora no marque tanto las fases, tal vez su proceder sea más rápido en el gesto, aunque le guste repasarlo
con la vista, la mirada.
Desde ese impulso firme, de escasas concesiones efectistas, es desde donde trabaja. Desde donde plantea una pintura que nace del exceso, antes que de la contención. Del impulso, de la acción, antes que de las pausas. Sin fingir
estancias intermedias, manteniendo una relación agresiva con el soporte, incluso con el hecho mismo de pintar. Una
relación que cuida en extremo, como lo prueban sus dudas en el estudio, producidas en muchas ocasiones por temor
a lo que juzga hallazgos fáciles. En este sentido, su desconfianza es notoria, aunque conviene matizarla: no se
opone a los efectos azarosos, y viendo la evolución de sus trabajos podría decirse lo contrario; contra lo que se
rebela es contra el efecto fácil y blando. Admite -reclama- antes la tensión, la grieta, la herida, que el perfil exacto,
la obra intachable. La sombra antes que la luz. Una de las líneas de unión de su trabajo es esa actitud casi
belicista, enérgica contra lo que suele llamar arte apacible y sereno. Hasta el punto de molestarle los finales
definidos, que corrige y destruye con verdadero empeño.
Pintor de temperamento, sus obras informan de otra cosa. Hubo un momento, sin embargo, en el que, en el
paso de las arquitecturas hacia paisajes más o menos frondosos, aquel radicalismo parecía verse afectado desde la
propia pintura. No duró mucho esa aparente calma, bien es cierto que tras densa materia, tal vez por el rápido
agotamiento impuesto. Que otra de sus características consiste en interrogar continuamente a su pintura, de
forma que, quien entra por vez primera, advierte una diversidad que, al final, resulta evolutiva. La une el común
deseo de desprendimiento, el temor a fijar posturas estables, la desconfianza hacia lo fácil, la ausencia de pereza,
muy en la idea de los bodegones barrocos, pero partícipes de la herencia informalista. Cuadros oscuros, a los que
la luz atraviesa con notoria incidencia, dejando ver la lejana alusión a un motivo, el bulbo de una patata en la serie
Ofrenda (1988). Pocos elementos, pero reafirmados. Como en casi toda su obra, la materia tiene una importancia
central en cuadros que reafirman la idea de densidad y tensión que los rige. Después de un detenimiento paisajista
bastante entusiasta, llega la eliminación de los detalles superfluos, el intento de trabajar con menos elementos, otra
constante en su obra. Las alusiones a las montañas indican una nueva relación con el paisaje. De prioridades más
plásticas, menos organizativas. No se trata tanto de representarlo como de nombrarlo, aludiendo, con ello, a una
estructura que sirve a la imagen.
La salida de los paisajes, que se intuye voluntariamente agresiva, le lleva hacia composiciones duras.
Otro cambio notable, estrechamente relacionado con el anterior, es la introducción de referentes menos primarios
de lo que el pintor pudiera desear. Porque si en distintas ocasiones se ha mostrado partidario de la energía primera,
de la acción directa, sobre soporte y motivo, una serie de elementos novedosos transmiten nociones más reflexivas,
menos inmediatas. Es, por ejemplo, la introducción de la escalera, junto a la montaña, en lo que ha de verse como
una idea de su acceso (Montaña escalera, 1987). O la disposición de varias telas juntas, estableciendo sutiles
ejercicios de equilibrios (de nuevo la montaña, en dos vistas complementarias: Montaña blanca, montaña negra,
1988). Lo que sí pervive, y parece que por mucho tiempo, es la prioridad dada a la acción, porque incluso estas
reflexiones no dejan de tener una correlación muy directa con la actividad del taller. En eso, no deja de ser fiel a su
escaso entusiasmo, varias veces proclamado, ante las teorías que ante ceden a las imágenes. Sigue siendo un pintor
que se encuadra en la línea de los intuitivos, y en el que no debe extrañar encontrar cuadros aparentemente poco
trabajados. No ha variado su sistema: lo que ocurre es que cada vez ve con mayor certeza los resultados.
La obra posterior no desecha ni los formatos alargados ni las imágenes resueltas en sesión única, en alguien que en
pocas ocasiones se había permitido salir de los soportes equilibrados y rectangulares. No era frecuente que mostrase
esos cuadros a los que solemos calificar de rápidos por su gestación aunque, atendiendo a la solidez de la imagen,
parecen haber dispuesto del tiempo necesario. En ellos, el carácter un tanto emblemático, dominando desde el
fondo una tonalidad (roja, verde) o imponiéndose el gesto definido desde el primer plano, sirve de llamada de
atención: Urna roja, Urna verde, Exvoto negro. La aparición de estos cuadros debe ser vista como prueba de una
apertura mayor. Sin necesidad de renunciar a ninguno de sus presupuestos iniciales (energía en el impulso, prioridad
al ejercido plástico, tendencia a ocuparse de cuestiones que rozan esos límites dudosos donde es fácil pasar de una
opción válida a una distorsión extrema), lo que plantea es un ejercicio en el que pequeñas correcciones (algunas tan
significativas como la materia, cuya entrada es cada vez más precisa), conviven con una mayor diversidad en los
tratamientos. Respetando en cada caso el que sugiere el propio cuadro. Y, eso sí, sin descuidar el énfasis afirmativo
defendido desde el principio.
Pocos pintores ponen tanto empeño en deshacer sus imágenes, en cuestionar sus proyectos, en someterlos
a una última ampliación o a una revisión global de presupuestos. Lo suyo es intensificar la disputa, perseguirla más
allá de donde se percibe su imagen, llevarla a ese estadio donde pasar de tenerla a haberla tenido es sólo cuestión de
prolongar un gesto, una pincelada. En ese empeño no duda en analizar con ojos inquisitivos, casi con desconfianza, la
obra recién terminada. En ocasiones, más que pintar, parece empeñado en juzgar lo que pinta, en preguntarse por su
verdadero sentido. En sacarle punta. Un detalle que extrema a medida que se afianza su compromiso con la pintura
como debate.
Luis Fega nunca se mostró proclive a los estados tranquilos. Lo suyo es más el gesto, la emoción, el golpe
brusco, de alguien que sabe lo que implica estar en la pintura. Antes la negación que el pintar afirmativo. Antes
deshacer una imagen que dibujarla precisa. Ocurre, sin embargo, que le sale siempre el pintor de recursos, le sale el
oficio. Un oficio tan atento a resolver dificultades como a proponerlas, a perseguir sus presas por la senda más
oscura. Le ocurrió a mediados de los ochenta, cuando abandonó los paisajes de gesto amplio y referencias norteñas,
alegando que le salían excesivamente fáciles. Su contrapunto eran entonces grandes retratos, rostros en primer plano
que se fueron transformando en homenajes: a pintores, a la pintura. Su extraña desconfianza ante lo estable
terminó cerrando ambos proyectos. Series posteriores como la de los Buscadores de setas (1984) o las Arquitecturas
antiguas (1985) no eran sino otra manera de situarse en el centro de un debate denso, en el que de una pintura de
exceso se fue quedando un gusto cada vez más sutil por la materia y una atención prioritaria por los signos. No tardó
en comprobar el cambio, tras el breve intermedio de paisajes llenos y frondosos que terminaron en ruinas, más por
acercar el motivo al proceso que por buscar nuevas iconografías.
Lo que realmente buscaba era un paisaje y una manera de resolver la materia, de hacerla vibrar, de otorgarle
una vitalidad que no necesitase de la redundancia. Ese espacio pretendía dotarlo de un tiempo rápido, el de
ejecución, y otro casi detenido, el de evocación. Series como Ofrenda (1988), donde la luz atraviesa una superficie
matérica; o la posterior, en la que superpone la estructura de una sencilla planta prerrománica a un plano suave en el
que la materia se dosifica, son el precedente de un nuevo despojamiento. Con el tiempo ha ido valorando la calidad
inasible de la pintura, se ha decidido por la evocación de lo lejano, tal vez de lo mágico, y ha prescindido para ello de
lo que podrían parecer detalles accidentales. Dejó de tener sentido nombrar, aunque fuese de forma harto distante, el
prerrománico asturiano y las montañas del Norte (referencias, con todo, que van y vuelven), y se hace necesario
traducirlo a un lenguaje más intenso y abstracto, el de la pintura. En esa elección resulta determinante el camino
abierto por Ofrenda, su lectura desde esa mezcla de intensidad y ascetismo que vemos en cierta pintura barroca. Las
formas se fueron diluyendo, transformándose en conceptos de difícil equilibrio, dado su tono abierto.
Desde entonces, no ha dejado de incidir en ese espacio de tensión, de sutil fragilidad al que le llevan las evocaciones de
argumentos casi místicos. Si primero restó al motivo la prioridad de antaño, rebajó su presencia e incrementó su
misterio, recurriendo a las plantas prerrománicas consiguió introducir un elemento de orden, geométrico y cerrado,
que obliga a ver la materia más del lado ágil que desde el exceso. Tampoco debe ser azaroso que, en paralelo a este
cambio, se haya producido otro, que le lleva a quitar el antiguo grosor de la materia y dotar, sin embargo, al cuadro de
un espesor casi objetual, mediante gruesos bastidores. La imagen, de esta forma, adquiere una doble mutación,
gracias a la cual los cuadros ganan en estabilidad y ligereza, sin necesitar de apoyos e insistencias abusivas. El sistema
no podía quedarse en esa imagen; es más, en el momento de definirla, el pintor empezó a verla insuficiente, fácil,
reiterativa. Dispuso entonces un nuevo cambio: se olvidó de las plantas arquitectónicas y recuperó, para la pintura,
uno de sus debates más tradicionales, el de la creación de un espacio doble de apariencias, el cuadro e/entro del
cuadro.
Las imágenes se convierten, de esta manera, en diálogos constructivos entre dos formas rectangulares, la
exterior o global y aquella otra interior en la que agolpa las simulaciones. Porque, aunque parezca una superposición
sobre un fondo barrido, no es tal, sino un recorte sobre la misma superficie. En su interior, un dibujo suelto, donde
llegamos a ver referencias de los bulbos, las montañas y escaleras, elementos que le sirven para simular una ascensión
nunca rígida. La lectura con tintes mágicos se produce cuando, manteniendo el mismo esquema, introduce, en frisos
fotográficos, fragmentos de lápidas. Al tratarse de letras romanas, recuperadas una vez roto su significado y en un
entorno voluntariamente desdibujado, une la idea de orden a un impulso de tintes más románticos, conformando un
lenguaje ambiguo, donde lo apasionado vence a la razón. Un ejercicio que no hace sino repetir el esquema general
de los cuadros, sobre todo si nos atenemos a la manera de resolver las superficies del fondo, a modo de planchas de
hierro oxidadas, y contraponerlas a lo que -siguiendo con ese juego de apariencias- vendrían a ser dibujos sobre
débiles láminas, casi transparentes. Incluso el tratamiento de las superficies a un tiempo se apoya y contrapone: más
emotivo, emocional, en la aguada del dibujo; más ajeno y distante, más accidental, en la supuesta plancha del
soporte.
Las referencias a lo místico, a lo mágico, a lo religioso son frecuentes, pero no explícitas o directas, en la
pintura de Luis Fega. No parecen azarosas elecciones iconográficas como las indicadas (frisos y plantas de iglesias;
fragmentos de lápidas; el triángulo como representación de una montaña lejana, a la que se asciende): todo hace
indicar que estamos ante una recurrencia pagana a elementos culturalmente intensos. La diferencia radica en el
protagonismo dado a lo fragmentario, a la mezcolanza, a convertir estos elementos en parte del agitamiento en el
que se resuelve y define la pintura. Y, pese a todo, no sería descabellado interpretar esta obra enlazando las continuas
apariciones de motivos de alta simbología religiosa. Para el pintor, la tentación es el misterio, la temperatura, algo a lo
que difícilmente se muestra ajeno.
No es exagerado ver los cuadros posteriores como guiños sutiles entre un residuo orgánico (mínimo, ligero, lineal,
ascendente) y su armazón más sólido e industrial, con el óxido marcando una dirección descendente. Lo etéreo y
ascensional frente a lo lleno y pesado; la luz frente a lo oscuro; lo ligero frente a lo estable. Que los formatos sean
preferentemente verticales puede ser visto como incidencia en esa condición de la pintura como llama mantenida pero
agitada.
También como una cuestión práctica, que trata del problema de la escala, resuelto aquí desde claves igualmente
encendidas.
En el arranque de los años 90, su obra tiene apariencia más fría pero tonos encendidos. Es un momento de
dudas llevadas al extremo, resueltas -expuestas, con inquietante crudeza- sobre el lienzo: el cuadro tiene sentido
objetual pero lenguaje absolutamente pictórico. Toman protagonismo ascendente los dibujos, que adquieren, en su
resolución plástica, cierta condición de independencia, por más que sigan siendo básicos en la aparición de recursos y
soluciones. Imágenes del taller, rápidas y de una notoria eficacia plástica, el pintor suele mostrarlos como un continuo,
una línea sin final, un ritmo incesante. Además, los dibujos le permiten probar soluciones y, especialmente,
materiales, con los que se muestra más prudente a la hora de llevarlos al cuadro. Dibujar sobre soportes transparentes
o construir los dibujos al modo de un co//age son soluciones que no tarda en aplicar a la pintura.
En su última individual madrileña, mostró algunos cuadros memorables: intensos, resueltos desde el gesto, con un
punto dramático que se apoya en el encuentro entre la idea de fragmento y la gran escala, entre zonas densas y
otras en las que la pintura tiende a licuarse, adelgaza. Cuadros resueltos desde una temperatura propia, sin
necesidad de mirar hacia los de la moda: cuadros con un punto de inestabilidad controlada en su composición. No es
otro el pulso que uno imagina idóneo para la obra de quien reivindica la tela como «espado en donde se libra la
batalla entre lo que somos y lo que queremos ser». Lo escribe en un libro con título de urgencia, Aquí y ahora,
generoso en confesiones claras y sinceras, desnudas, en épocas de simulacros y estrategias comedidas: «Lo
impredecible, lo que surge sin mediación intelectual, eso que conecta con el lado oscuro y que llega sin ser invitado,
es a menudo lo más interesante en una obra». Se entiende que en sus cuadros asomen la voz poética y un tono entre
épico y desgarrado. Repasando el conjunto, declara el pintor su atracción y deuda hacia el informalismo español, una
confesión que hoy pocos harían pública. Fega la hace, con la misma limpieza con la que se enfrenta a cada trabajo: al
descubierto.
El pintor resolutivo reaparece en los dibujos de estos años, que no son sino pinturas de pequeño formato. Parte de
superposiciones entre un fondo pictórico, denso, y una película de poliéster con un gesto violento. Se integran bien,
porque desaparece la inicial dureza, ganando brillantez, resolución. La imagen final es deudora del encuentro entre
el pulso cálido, gestual, del que nacen las partes, y el ánimo frío, mental, de la unión. Un ejercicio en el que
reaparece el Fega fluido, para el que la pintura tiene pocos secretos. Capaz de transmitir voz propia, sensación de
sinceridad pictórica, de eso tan olvidado llamado autenticidad.
Tampoco faltan devociones, cada vez mejor asimiladas, incluso marginadas por un conjunto del que emerge
personalidad. Guston o Tapies están, pero integrados en un discurso propio. A quien haya seguido el trabajo de Fega
desde el arranque de los 80, le llamará la atención el modo como recupera propuestas anteriores, revisadas desde
una mayor claridad conceptual. Como ejemplo, la presencia, en los fondos, de algún fragmento de fotografías de
estelas, a las que hace perder su anterior protagonismo, dotándolas de un carácter casi anónimo. Novedosa es la
fuerza con la que presiona una tentación tridimensional, eficaz como presencia larvada, como tensión, pero sin
romper el predominio de valores puramente pictóricos. Porque no es otro el pulso desde el que pinta Fega: atrapado
en el interior de la pintura. Devorado y firme, sólido y líquido al tiempo. Tenso.
La tensión resulta incontestable, ante la obra que expone en el Palacio Revillagigedo pero también
repasando el conjunto de su producción a lo largo de quince, veinte años en los que su presencia ha sido constante
pese a no haber tenido la incidencia que su calidad reclama. Aludimos antes a su escasa participación en colectivas de
interés, pero también habría que recordar que estamos ante un pintor poco amigo de aceptar otras voces como
propias, un pintor al que le gusta ver pintura ajena y detenerse, pero cuya respuesta ante lo que se plantea como
modelos de futuro suele ser la abierta discrepancia. Uno no sabe si por recalcitrante disidencia o por activo ánimo
crítico, dos cualidades bastante ajenas a los modos dominantes de estos años, no para Luis Fega. No en vano escogió
las preguntas antes que las respuestas, los problemas antes que la confianza, el riesgo antes que la complacencia, el
viaje antes que la meta. Y son ya veinte años en los que le hemos visto habitar el lado oscuro de la pintura. Sin duda
porque piensa, como decía otro intuitivo, Céline, que "lo más importante pasa siempre en la sombra".

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