5 - Eleo

Transcripción

5 - Eleo
Habló el rey y dijo muuu
Un ángel de la guarda borracho de
remate
N
o se sabe si fue por culpa de la seducción de
Dios del botellón de vino de consagrar que siempre
estaba al alcance de su mano o porque el ángel de la
guarda del sacristán lo soliviantó, pero lo cierto es
que el ángel de la guarda del cura Saturnino acabó
convertido en un borracho de remate.
Lo hizo con el arte debido, eso sí. Acaso porque había
visto a la lechera del pueblo cuando le agregaba agua
a la leche, pero deteniéndose justo antes de que
cogiera sabor y color de agua chirle y sin otro
nombre, para que conservara más bien, intensificados
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como en las diluciones homeopáticas, el color y sabor
de la vaca que todo ternero reconoce a la legua; de
modo que el sacerdote, a pesar del gaznate erudito
para diferenciar el vino puro del almuerzo o con el
chorrito de agua ritual de la consagración del vino
aguado a la mala, no advirtió nada. Y acostumbrado
como estaba al inmerecido amor de Dios, tampoco
sintió la falta de su ángel de la guarda.
Lo que sintió una noche en su dormitorio fue un
repentino mal aire que le puso en la mente a la
Rosaura, la cocinera, en pijama translúcido y ojos de
coqueta perdida, una cosa que le erizó los pelos de la
nuca.
Para quitarse semejante zozobra del corazón,
atribuyó el incidente a una repentina entrada del
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viento de agosto por la ventana mal cerrada debido a
un descuido de la misma Rosaura al arreglar su
cuarto. Y, temeroso de que su vejez inepta fuera a
pescar un resfrío en plenas fiestas, se calzó las
chancletas octogenarias y fue a revisar la ventana;
pero no, estaba cerrada a machote. Rascándose la
nuca, el cura Saturnino volvió a acostarse con la idea
de que sería consecuencia de una indigestión o de
haber rezado sin fe y se prometió tomar desde
mañana el libro de las horas como Dios manda. Rezó
un padrenuestro de emergencia y se durmió.
Como si no fueran bastantes los achaques de la vejez,
a partir de entonces, el olor de condimentos, la
gordura lujuriosa y el cacareo constante de la Rosaura
fueron su tormento y el cura Saturnino empezó a
padecerlos como otra prostatitis.
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Era algo raro, sin embargo, puesto que, desde hacía
diez años o más, cuando él había llegado al pueblo y
estaba en la edad del caramelo como solía bromear,
ni siquiera se mosqueó frente a ella. La Rosaura era
desde entonces solo la mujer solícita que, a cambio
de una puchuela de las limosnas, un cuartito estrecho
al lado del comedor y la comida, barría la casa
parroquial, preparaba los alimentos, lavaba y
planchaba la ropa, los ornamentos religiosos, sacaba
brillo a la patena, ponía las flores, arreaba las
gallinas que se metían en la sacristía e iba a buscarle
aspirinas para el dolor de cabeza, cortezas de
chaquino para la próstata y condurango para la
artritis. Es decir, era simplemente la Rosaura.
Incansable, olorosa a cebolla inofensiva, jovial, salvo
cuando alguna injusticia atroz la sacaba de casillas.
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Tenía no menos de sesenta años, el cabello cano, las
caderas desaforadas y un cacareo de política
imparable. En suma, una hermana en Jesucristo
servicial hasta el agotamiento y nada más. Como
quien dice una ángela cotidiana, pero sin sexo ni otro
atractivo que no fuera su vocación de servidumbre.
Por suerte, ni el olor de condimentos, ni la gordura ni
su cacareo torturaban al cura Saturnino en forma
conjunta, sino por separado. Eran las cinco y media
de la mañana y estaba con los ojos cerrados de la
pura concentración con el libro de las horas en las
manos para empezar el día protegido por Dios,
cuando le llegaba una brisa de comino, cebolla,
orégano y ajo; pero no como olores culinarios
independientes de los alimentos cuyo sabor
enriquecían, sino como aromas femeninos con cuerpo
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y todo y, lo peor, a pelo, igual que si la Rosaura
hubiera estado en adobo toda la noche y él fuera a
desayunársela viva y verdadera.
Cerraba los ojos con más fuerza, invocaba a la Virgen
del Carmen, patrona de los desamparados, y se
aguantaba las ganas de abrirlos hasta que no podía
más y los abría persuadido de que la Rosaura había
enloquecido de repente y entrado en el oratorio
hirviendo de malas intenciones, luego de atravesar las
paredes; pero no, era solo su imaginación retorcida.
Estaba confesando las colas interminables de
pecadoras y pecadores, porque siquiera por las fiestas
de agosto se confesaba todo el pueblo, cuando se
quedaba dormido; de pronto se despertaba con el
presentimiento atroz de que la penitente a quien
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tenía que absolver no había estado fuera del
confesionario, arrodillada junto a la ventanilla con el
filtro de malla de al lado, sino dentro, en pelotas y a
caballo sobre sus muslos de pajarraco viejo y que no
era otra que la perversa de la Rosaura.
Eran las tres de la mañana y estaba en pleno sueño,
rodeado por el silencio del planeta y sus criaturas
cuando oía un cacareo de amor de la Rosaura en su
misma cama y no solo eso, sino que él, muy sí señor,
en vez de maldecirla y echarla a las tinieblas y el
crujir de dientes, le estiraba el ala y le hacía
arrumacos de gallo enamorado. Se despertaba
sudando hielo.
*** Fin del extracto
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El detective Gilipollas
N
o, se dijo el teniente, con coraje, ebrio,
agotado, mientras entraba en su despacho aturdido
por el calor cruel de las dos de la tarde, sin una sola
pista válida y la botella de anisado en el bolsillo del
saco. Por más borracho que esté, no puedo culpar al
cura, al sacristán ni al monaguillo.
Era verdad que el muerto era un hombre que iba a
todas las misas y se confesaba y comulgaba; pero de
allí a acusar de su muerte a esos tres inútiles era
imposible.
Rosendo Aguilera, antes de irse a España y después de
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volver al cabo de diez años con sus noches, siempre
había sido un soltero sin familia ni enemigos en el
pueblo. Y como persona, una plata de hombre, como
decía la gente sin excepción. Y eso, claro, complicaba
el asunto, porque otra cosa habría sido si fuera un
borracho pendenciero, buscándole pendencia a uno y
otro como el perdido de Anacleto Peña. O un
prestamista como Eudoro Carpio, a quien sus
prestatarios odiaban a muerte. O un mujeriego como
Bonifacio Rojas.
También complicaba las cosas el que no hubiera
habido muertos en la parroquia desde el tiempo de la
viruela negra que mató tanta gente, aunque en ese
caso las sospechas recayeron en Dios, dueño y señor
de todas las pestes desde los tiempos de Moisés y las
plagas de Egipto. El pueblo era un sitio pacífico,
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donde no pasaba nada, salvo las patochadas de sus
siete tontos, más bien inofensivas. Y con respecto al
tema de la investigación criminal, importaba mucho
el contacto, si fuera posible diario, con los casos. Era
algo así como la guitarra: si uno la dejaba olvidada un
mes o dos, se olvidaba prácticamente de tocarla. Lo
mismo es con una mujer: si la has abandonado un
tiempito, en especial si ha sido por otra, no es que
uno no sepa cómo ni cuándo ni por dónde es la cosa;
pero si la tocas, te muerde. Y es igual.
Complicaba más aún el esclarecimiento del caso de
Rosendo Aguilera, el que hubiera amanecido muerto,
pero sin una sola herida en el cuerpo. Como un tonto.
Puesto que si hubiera sido a causa de un golpe macizo
en la crisma, tendría una buena pista en el herrero,
que además de fabricar magníficas barretas era un
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cascarrabias redomado y perdía el control por
quítame estas pajas. O en el tonto de su ayudante. O
si hubiera muerto de un tiro habría tenido toda la
razón para sospechar del gaznápiro de Eudoro Carpio,
el único que tenía armas de fuego en el pueblo, o de
alguno de los locos de sus hijos; aparte, por supuesto,
de los viejos inocuos como Jose Carrión que
guardaban como reliquia una que otra escopeta del
año de la zorra. O si hubiera amanecido hinchado y
cárdeno, tendría buenos motivos para pensar en la
picadura de una serpiente. O en algún medicamento
mal administrado por la Agripina Macas, la boticaria.
Pero no, Rosendo estaba intacto como una virgen de
Dios, de modo que cuando el martes a las siete de la
mañana los niños de la escuela le fueron con el
cuento al teniente de que había un muerto tirado en
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la trascalle de la Domitila Páez, él corrió, lo vio y
creyó que estaba durmiendo la borrachera del
domingo, aunque Rosendo no le entraba casi nada al
alcohol.
Después de observar sus cuarenta años intactos, su
tamaño normal, su pantalón azul, su camisa a rayas
sin problemas, su cara de hombre cotidiano, su
palidez mañanera, sus ojos cerrados, su cabello
despeinado, sus labios carnosos de seductor impune,
se puso en cuclillas y le dijo Rosendo, ya son las
siete, despierta hombre. No demoran en pasar por
aquí los burros de Melchor Tandazo y te pisan. O,
peor aún, los puercos de la Chocha Samaniego y te
comen lo que sabemos. Y Rosendo, como si no fuera
con él. El teniente agarró uno de los brazos para
ayudarlo a levantarse y entonces supo que había en
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verdad estirado la pata como decían los niños; no
tanto porque no oliera a alcohol ni porque no le
contestaba a sus voces como por la rigidez
cadavérica, que agregaba al peso del brazo el del
difunto completo.
—Ah, carajo, dijo el teniente y se puso de pie.
Arreó a los niños a la escuela y fue a tocar la puerta
de Domitila Páez para pedirle algo para cubrirlo, al
tiempo que le rogaba servirle de testigo en el
levantamiento del cadáver.
Como Rosendo Aguilera era un hombre solo desde
antes de su viaje a Madrid y después de que volviera
con su bolsa de pesetas y palabras españolas que ya
andaban por el pueblo, después de que se regó la
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anoticia de su muerte, nadie fue a dolerse de él con
lágrimas y alharacas de hermanas, de hijas o de
madres, sino con las lágrimas y cuchicheos con que se
dolían de cualquier finado sin dueño.
Con la ayuda de los más comedidos, el teniente lo
llevó a la tenencia política. Una sala grande que daba
a la plaza con piso de tablas resecas, al fondo de la
cual estaba el escritorio de la autoridad a la sombra
de un mapa del país y una bandera nacional. La
amueblaban seis sillas de madera y un canapé. El
comedido de Abelardo Paz prestó una mesa larga,
Zenaida Piedra, una sábana limpia para poner debajo
del difunto y otra para cubrirlo. Después de hacer
salir a los curiosos, con la ayuda de Secundino
Ocampo, el peluquero, el teniente puso a pelo al
finado y lo sometió a una hora larga de observaciones
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de científico con una lupa de catorce aumentos. Y no
sacó nada en claro. Rosendo Aguilera era un muerto
tan sano, que si no estuviera muerto, pasaría por un
vivo estupefacto. Los dos hombres lo vistieron de
nuevo y lo acomodaron en la mesa prestada.
*** Fin del extracto
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