El viaje de El viaje de Gaia
Transcripción
El viaje de El viaje de Gaia
La historia parte de la Teoría de Gaia —diosa griega de la Tierra— que sostiene que todos los organismos vivos y su entorno inorgánico sobre la superficie del planeta forman un complejo sistema que se autoregula para hacer posible la vida. Este libro está dedicado a todos los chicos y chicas de Santa Fe que tomarán en sus manos el trabajo de construir un futuro creativo y luminoso. Espacio Santafesino Ediciones El viaje de Gaia narra las aventuras de una nena de diez años que nació en una Santa Fe del futuro, donde el equilibrio entre los humanos y la naturaleza se ha arruinado sin remedio. Su abuelo Nicolás inventa una nave que puede viajar al pasado y ella la utilizará en una importante misión: avisar a las personas más importantes del mundo que deben buscar formas alternativas de producir energía amigable con la Tierra. En su aventura recorrerá la provincia de norte a sur y conocerá nuevos amigos que la ayudarán a cumplir con su cometido. El viaje de Gaia El viaje de Gaia El viaje de Gaia Rodríguez Jáuregui, Pablo El viaje de Gaia / Pablo Rodríguez Jáuregui ; adaptado por Cristina Martín ; ilustrado por Melisa Lovera ; Gonzalo Rimoldi ; Pablo Rodríguez Jáuregui. 1a ed. - Santa Fe : Espacio Santafesino Ediciones, 2014. 64 p. : il. ; 21x26 cm. ISBN 978-987-45658-0-8 1. Narrativa Infantil Argentina. I. Martín, Cristina, adapt. II. Lovera, Melisa, ilus. III. Rimoldi, Gonzalo, ilus. IV. Rodríguez Jáuregui, Pablo, ilus. V. Título CDD A863.928 2 Fecha de catalogación: 22/10/2014 © Ministerio de Innovación y Cultura de Santa Fe Secretaría de Estado de Energía Edición general: Secretaría de Producciones, Industrias y Servicios Culturales Asesores de contenido: René Galiano, Lucía Petrocelli, Miguel Milanés, Roque Stagnitta, Adriana Tripelli, María Goñi y Jorge Minguet Libro original: Pablo Rodríguez Jáuregui Versión literaria: Cristina Martín Ilustraciones: Melisa Lovera, Gonzalo Rimoldi y Pablo Rodríguez Jáuregui Diseño: Alonso Edición del texto: Nora Avaro Corrección: Carina Zanelli ISBN 978-987-45658-0-8 Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Esta tirada de 7.000 ejemplares se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2014 en . Impreso en Argentina 1 El viaje de Gaia 2 3 Antonio Juan Bonfatti Gobernador Jorge Antonio Henn Vicegobernador María de los Ángeles González Ministra de Innovación y Cultura Jorge Álvarez Secretario de Estado de Energía Pedro Pablo Cantini Secretario de Producciones, Industrias y Servicios Culturales Damián Bleger Subsecretario de Energías Renovables Esta edición es parte de un proyecto conjunto de la Secretaría de Estado de Energía y el Ministerio de Innovación y Cultura de la Provincia de Santa Fe, que incluye una película de dibujos animados sobre el mismo tema: la imperiosa necesidad de cuidar los recursos energéticos del planeta. Para evitar su extinción, desde una Santa Fe futura, la protagonista de esta historia viaja al pasado para introducir modos de obtener y consumir energía más amigables con la naturaleza. A través de este libro, Gaia comienza a recorrer las escuelas de la provincia con el deseo de alentar a las niñas y niños santafesinos a seguirla, para construir juntos un presente mejor. 4 5 Gaia La vieja usina donde vive el abuelo Nicolás está muy cerquita de la laguna. Tiene tres chimeneas altas y negras de las que hace muchos años no sale humo pero desde donde puede verse un panorama completo de la ciudad: el puente colgante, la estación de trenes, la Casa de la Cultura, el Club de Regatas, las casitas de Alto Verde. —Cuando era chico —recuerda el abuelo Nicolás mientras se ceba unos mates— todavía podía bañarme en el agua de la laguna y también pescar, mirar el cielo azul. Pero eso era antes, cuando el sol no estaba tapado totalmente por la contaminación como ahora, cuando aún había pasto, árboles, pájaros, flores… Pero no hay por qué afligirse, hoy por fin estoy seguro de que mis nietos van a vivir en el mundo que siempre soñé. La primera nieta de Nicolás se llamó Gaia, en honor a la diosa griega. Dicen que por eso es fuerte como la Tierra, luminosa como el cielo y profunda como el mar. 6 —Cuando crezcas habrá autos voladores —le prometió el abuelo Nicolás a Gaia cuando nació. Habrá construcciones aéreas y livianas, las ciudades serán todas de cristal con torres altísimas y pistas de aterrizaje en los balcones. Gaia hoy tiene diez años. Es una chica de ojos negros y asombrados, algunas pecas en la nariz y en los cachetes, de cabello lacio y muy largo, atado con una colita. Le gusta mucho andar en bici, pero más le gustan los libros de figuras que le muestran un mundo antiguo pero lleno de sol. Por eso pintó en su remera verde un girasol amarillo y brillante. Una flor que sabe moverse sola, según le contó el abuelo Nicolás. Gaia vive con él en la vieja usina abandonada. Ella es observadora y silenciosa, y tiene la ilusión de encontrarse por fin con el mundo luminoso que le prometió su abuelo. Pero lo que ve es tan diferente… La nafta se agotó. También el carbón y el gas. Las usinas ya no producen electricidad. En las ciudades ya casi nada funciona. Las calles están repletas de cachivaches eléctricos: televisores, licuadoras, computadoras, juguetes a pila, heladeras y otras chucherías. Tampoco hay árboles porque el sol se asoma muy pocas veces. 7 —Ufff, ¿cuánto falta para que llegue el mundo que el abu me prometió? —pregunta Gaia todo el tiempo a quien encuentra a su paso. Pero nadie le contesta. Las plantas no crecen, las frutas y verduras son sólo para pocos. Es que sin sol no hay oxígeno puro, ni color, no se respira bien, no hay flores que perfumen las calles, ni las plazas, ni los patios. La gente va y viene en patines y en bicis con caras largas y paliduchas. De noche usan velas como cuando no había luz eléctrica y comen un alimento sintético, parecido al de los perros. 8 La atmósfera está llena de gases tóxicos y, por el efecto invernadero, hace tanto calor que los pajaritos andan confundidos, en vez de piar y volar, caminan lentamente por las veredas. La laguna Setúbal parece dulce de leche y nadie se anima a bañarse en sus aguas. El experimento de Nicolás —Siempre me tocan los mandados a mí… me da una bronca… —se quejó Gaia. Bueno, pero este mandado me regusta. —Nena, tenés que buscar diez monedas de cobre, diez clavos de cinc, cables de distintos colores 9 y una aceituna —así dijo el abuelo. Y acordate de usar los guantes gruesos y la máscara protectora porque todo está contaminado y maloliente. Gaia miró a su abuelo, tranquila. Ella sabe que su nombre la va a llevar por buen camino para encontrar semejantes tonterías. Partió confiada y, a poco de andar, tuvo una sorpresa que le puso más grandes y redondos sus ojos negros. En medio de un montón de basura vio un libro viejo de hojas amarillas. Lo desenterró con mucho cuidado y lo leyó todo entero en un ratito. ¡Qué bueno! Un montón de figuras de animales y plantas desfilaron ante su mirada. 10 11 Los chicos de la usina no se asombraron, no era la primera vez que la veían ir y venir con libros y cosas raras. Pero a ella eso no le importa nada, lo que se dice nada. La vieja usina termoeléctrica es un edificio gigante. Nicolás vive ahí desde muy chico y trabajó ahí cuando era joven, pero ahora que está abandonada la usa para hacer sus experimentos. ¿Será por eso que le dicen el loco de la usina? Bueno, la verdad es que tiene pinta de eso. Es alto, flaco y de pelos revueltos. Además, enojadizo y gruñón. Se viste como los científicos de las películas de terror, con un delantal larguísimo, guantes y antiparras de soldar. Sabe hacer muchas cosas de mecánica, herrería, carpintería y hasta de botánica. Cuida mucho a su nieta Gaia y se preocupa por su futuro. ¡Eso es lo que más hace por su nieta! 12 —Vamos nena, vamos que hoy es el gran día. Hace mucho que lo estoy esperando, ¿me conseguiste todo lo que te pedí? —Eh, bueno, bueno, qué tanto apuro… Sí, está todo en la mochila. ¿Sabés, abu, que también encontré este libro lleno de figuritas y plantas? Son más viejas estas plantas… El libro dice que son del siglo dieciocho. —Mirá nena —dijo el abuelo y se enredó en un manojo de cables que sacó de su mochila— el día 13 que naciste yo prometí hacer todo lo que estuviera a mi alcance para dejarte un futuro mejor, sabés… y todo sigue peor. Eso es lo malo. Entonces agarró un pizarrón lleno de fórmulas y dibujos, se paró firme como un maestro de escuela y le explicó: —Desde su aparición en el planeta Tierra, el hombre necesita dominar y consumir a otras especies y los recursos naturales para crecer y desarrollarse. Como todos los seres vivos el hombre necesita consumir energía bajo distintas formas. Esas energías nunca desaparecen, sólo cambian de forma. La principal y única fuente de energía para la Tierra es el Sol. Se acomodó un poco las antiparras que, cosa rara, también usaba de lentes y continuó: —El sistema formado por todos los seres vivos del planeta tenía la capacidad de renovarse y mantener su equilibrio. Pero el hombre empezó a consumir el petróleo, el gas y el carbón que a la Tierra le llevó millones de años fabricar, y a crear desechos que contaminan y rompen ese equilibrio. 14 —¿Y yo qué tengo que ver con esta historia, abuelo? —los ojos se le entrecerraron y se empezó a volver chiquita, chiquita. —¡Cómo no vas a tener que ver, nena! ¿Vos te acordás que te llamás Gaia? Gaia es la madre Tierra, nuestro hogar. El único lugar donde podemos vivir. Y la madre Tierra, vos y los demás chicos se merecen un futuro mejor. —Uhh bueno, siempre con tu perorata, como decís vos. ¿Y yo qué culpa tengo, decime, eh? —Es que no me dejás terminar la historia —gritoneó Nicolás, mientras acomodó de nuevo sus antiparras—, mirá bien esta foto, acá estás vos cuando eras muy pequeña y esta plantita que ves es un limonero que planté el mismo día que naciste, hace exactamente diez años. Tuve que trabajar muchísimo todos estos años para que este limonero creciera y diera los limones que necesito para este experimento. Ante el susto de Gaia, que cada vez se volvía más chiquita, el abuelo bajó un poco la voz gritona, pero muy firme le dijo: —Quiero que sepas, nena, que sos la parte más importante. Vos me vas a ayudar a cambiar el futuro. La Tierra tiene que volver a ser el paraíso donde yo viví. 15 —Ay, abuelo, otra vez con las historias de cuando eras chico… Yo me pregunto: ¿todos los abuelos serán así? Y bue… a mí me tocó éste... —Estos chicos no entienden ni jota, no sé qué será de ellos… —pensó Nicolás y, armándose de paciencia, la tomó del brazo y la llevó hasta el salón principal de la usina, donde los esperaba un gran artefacto tapado con una tela, entre pedazos de autos desarmados. —No podemos perder más tiempo, nena, tu misión empieza ya mismo, ¿entendiste?, ¡ya mismo! El abuelo descorrió la tela con gran cuidado, cual artista cuando descubre su máxima obra de arte y entonces… ¡apareció el gran invento! Mientras abría y cerraba sus ojos negros llenos de luces brillantes, Gaia preguntó con una mezcla de asombro y desilusión: —¿Y este catafalco qué es, abu? —Te presento a Mulita. Pero también le podés decir tatú, armadillo, cusuco, como quieras. Cuando yo era chico había muchos por acá. Yo tuve uno de mascota que lo llamé Charango. Corrían muy rápido, hacían pozos en la tierra y cuando se sentían en peligro se cerraban como una bola. Pero ahora ya se extinguieron. 16 17 Lo que veía la pobre Gaia era un animal con una especie de armadura. Pero, en realidad, se trataba de un antiguo colectivo al que el abuelo había cortado en pedazos y vuelto a armar. Tenía cuatro grandes patas con uñas, una cola muy larga, un lomo curvo dividido en fajas y una pequeña cabeza con dos faroles de ojos. Había que estar preparada para entender esa locura… Bueno, por suerte el nombre que su mamá le puso al nacer le vino muy bien. La gran misión Gaia y el abuelo subieron por la puerta de los pasajeros. Dentro del vehículo, en una maceta medio descascarada, estaba el famoso limonero. —Pasame las diez monedas de cobre, los diez clavos y los cables. —¿Y la aceituna? Mirá que es lo que más trabajo me dio conseguir. —Sí, claro, dámela ya mismo. Nicolás agarró la aceituna, la miró detenidamente, la tiró para arriba y la atrapó con la boca —ñan ñan ñan, me encantan las aceitunas. Gaia ni se asombró, siempre esperaba rarezas del abuelo; al contrario, sabía que era mejor así. Señal de que estaba sano y vivo. Eso, revivo. 18 Después agarró los limones, les hizo pequeñas incisiones, insertando hasta la mitad las monedas en un extremo y los clavos en el otro y unió con los cables las monedas y los clavos de los diez limones del árbol. —Ya está —dijo el abuelo y señaló un gran reloj con una agujita oscilante que marcaba la carga de energía. Lista nuestra batería de limones. —¿Cambiar el futuro con una limonada? —en ese mismo momento Gaia tuvo la certeza de que su abuelo estaba completamente loco. A Nicolás se le cayeron las antiparras de un manotazo. ¡Quién creía su nieta, con apenas diez años, que era él! Pero trató de armarse de paciencia y le explicó: —La moneda de cobre y el cinc son el cátodo y el ánodo. Y el ácido cítrico del limón hace de puente a la transmisión de electrolitos que libera el clavo de cinc. ¿Y vos sabés lo que produce esto, eh? Electricidad, mi querida nieta, sí, eso mismo: electricidad para mover esta fabulosa nave. Es un experimento que me enseñaron en la escuela primaria. Preparate, nena, que hoy mismo vas a cumplir la gran misión. 19 ¿Queeeeé? —exclamó Gaia, pero sabiendo, a su vez, que ya era una aliada en la locura del abuelo. Nicolás, todo orondo y como alzando un trofeo, levantó un sobre amarillento. —Adentro de este sobre está la carta que vos misma entregarás. —¿A quién abu? No me asustes, porfi… —Mejor preguntame cuándo… —gritó el abuelo con los pájaros bastante volados a esa hora. Escuchame bien. Necesitás estar atenta a lo que te voy a decir. Mulita está diseñada para viajar en el tiempo. Cuando aprietes este botón verde, ella empezará a girar en sentido contrario a la rotación de la Tierra. Cuando cuentes cincuenta vueltas justas, ni una más, ni una menos, vas a apretar este botón rojo para parar. Gaia ni respiraba, sólo miraba al abuelo con ojos de fuego. —Necesito que vuelvas cincuenta años atrás en el tiempo —continuó Nicolás— y les avises a las personas más importantes del mundo que si no paran de quemar petróleo, carbón y gas, van a 20 21 dejar nuestra pobre Tierra hecha un desastre, ya sin arreglo, eso mismo, sin arreglo, nena. Y cuando llegues al pasado, debes dirigirte a esta misma usina. Allí me encontrarás, joven, fuerte, valiente y dispuesto a ayudarte en tu misión. En medio de la bruma habitual, un rayo de sol atravesó la conversación del abuelo y su nieta. Viaje en Mulita El abuelo colocó en la espalda de Gaia una mochila con provisiones, un poco de comida sintética, una botellita de agua y una bufanda. También el nuevo libro de figuritas que Gaia había rescatado de la basura y le dijo: —Acordate que tenés sólo diez horas para cumplir la misión. En ese tiempo, el ácido de los limones terminará por disolver el cinc de los clavos y la batería dejará de funcionar. Si las personas más importantes del mundo leen esta carta y reaccionan, tu vida y la de los demás chicos cambiarán. Ahora ponete el cinturón de seguridad y no te distraigas. Cuidate mucho, nena, que te voy a estar esperando. Esta misión la cumplirás muy bien. Yo sé que sos generosa y valiente como tu nombre. Si lo sabré… El abuelo le dio un besito en la frente, se bajó de la nave y se subió a una bicicleta sostenida por un armazón con muchos cables. Empezó a pedalear y dijo con voz de mando: —Cuando la aguja llegue al máximo, apretá el botón verde y abrochate el cinturón de seguridad y no andes papando moscas, por favor. —¡Uia! —pensó Gaia— mirá si funciona de verdad… por fin podremos conocer el sol, los girasoles, todas las flores que desaparecieron antes de que yo naciera y jugaremos al “te quiero mucho poquito nada”, deshojando margaritas como me contó una vez mi mamá. Sentada al volante del colectivo-mulita Gaia miraba muerta de risa al abuelo que pedaleaba sudando la gota gorda para cargar la batería de limones. 23 22 Y al grito de ¡ahora, ya!, Gaia apretó el botón verde y Mulita empezó a moverse. Primero se paró sobre sus patas, se rascó una oreja, se sacudió como un perro recién salido del agua y empezó a girar como un trompo, hasta alcanzar gran velocidad y meterse adentro de la tierra. Una vuelta, dos, tres, cuatro, cinco, quince, veinte, treinta y cinco, cuarenta y siete…Uf, ella quería contarlas… imposible. Pero, claro, Mulita tenía lo suyo, en un camino medio fangoso se empacó y quedó allí parada como si no le importara seguir. Entonces Gaia apretó el botón rojo y con un gran esfuerzo —cranc cranc cranc— Mulita trepó de nuevo a la superficie. Desde ahí ella miró por la ventanilla, pero no vio nada parecido a la usina del abuelo. Todo era un desierto árido. En el suelo se veían grietas humeantes y a lo lejos le pareció ver un dinosaurio como los de los libros, se acercó lo más que pudo porque era gigantesco y metía un poco de miedo el bicho… muy parecido a Mulita, ¡pero gigante! Sí, se trataba de un gliptodonte. Ah, qué raro era todo, mamita, qué miedito… —¿Será que conté mal las vueltas? —pensó Gaia, preocupada. Y volvió a contar para atrás…cincuenta, cuarenta y nueve, treinta y cuatro, veintidós, ocho, y apretó el botón verde. Lo que vio por el parabrisas tampoco se parecía a la usina del abuelo. Un señor parecido al Juan de Garay de los libros de la escuela encabezaba una ceremonia frente a un tronco. Revoleó su espada con una mano y con la otra clavó una banderita de la corona española. Con tanta mala suerte que la pinchó a Mulita. La pobre se volvió loquita y se puso a saltar renga de una pata, tac tac tac, hasta que por fin se calmó. —¡Uia! Esta vez me quedé corta —y volvió a apretar el botón verde. Mulita giró y giró hasta que su motor hizo un ruido raro y se detuvo aterrizando sobre sus cuatro patas. El reloj que indicaba la carga de la batería marcaba cero. —¿Y ahora? Claro, con tantas idas y vueltas, la batería se quedó sin pilas. Otra vez con su santa paciencia fue hasta la puerta de atrás del cole, tocó el timbre y se bajó. 24 Ah, qué bueno, ahora sí estaba en una canchita de fútbol frente a la usina de Nicolás. La presencia del sol era muy imponente, por eso se puso las antiparras de soldar, que se humedecieron un poquito ante la emoción de Gaia. El aire estaba limpio y fresquito. Un perfume de flores silvestres inundaba la calle bordeada de eucaliptus altísimos, mientras los pájaros piaban con un trino sonoro y feliz. Gaia sintió una alegría que le puso grande el corazón. Y así, a corazón abierto, se tiró panza arriba en el pastito y se quedó mirando el cielo y los pajaritos que todo el tiempo planeaban y hacían piruetas sólo para ella. 25 26 Un encuentro esperado Al ver tantas alas volando por los aires, a Gaia le dieron ganas de buscar los nombres en el libro que guardaba en su mochila: gorrión, calandria, zorzal, golondrina parda, cardenal, benteveo, hornerito. Para Santa Fe era el día más común del mundo, pero para Gaia era una fiesta de color y brillo. Sentada en el suelo, una chica de rulos negros le cantaba una canción de cuna a una muñeca de trapo de patas largas. Los autos iban y venían a toda velocidad por la calle, que separaba la canchita de fútbol de la usina. 27 La usina tenía un cartel iluminado con letras que se prendían y apagaban como luciérnagas. —El abuelo tenía razón cuando decía que en su época la Tierra era un paraíso. Acá hay energía por todos lados. Yo, de este paraíso, no me voy más. Ah, no, no, tengo que entregar la carta, si no, quién lo aguanta a mi abuelo.... Un sonido de corneta la sacó de sus pensamientos. El churrero ambulante, con gorro y delantal blanco, se bajó de su bici-carro con visera y le ofreció un churro relleno con dulce de leche. Cuando lo probó se acordó del abuelo y le dedicó una sonrisita dulce y crocante. —Eh, escuchemé jovencita, ¿este cachivache con patas es de su propiedad? —le dijo un vigilante con acento correntino a Gaia, mirando extrañado a Mulita—. Si no lo estaciona bien, le haré una multa, ¿sabe usted? —Perdón señor. Yo me llamo Gaia, vengo del futuro y tengo una misión muy importante que cumplir. Ahora ya salgo rápido, porque no tengo mucho tiempo —le contestó mostrándole la carta. Gaia intentó cruzar la avenida que separaba la canchita de la usina. Le costó entender las señales del semáforo y avanzar por la senda peatonal, porque en su época los autos ya no funcionaban. Esquivó como pudo la fila interminable de autos que iban y venían echando humo por sus escapes, hasta que llegó frente a la reja de entrada. Tocó el llamador y la reja se abrió sola. Con la carta en la mano Gaia miró asombrada esa puerta fantasma, hasta que se dio cuenta de que era un nene muy petisito quien la había abierto. Rápidamente se puso en cuclillas para hablar con él. —Hola, yo me llamo Gaia y vengo del futuro. Necesito hablar con tu papá, porque es urgente y estoy muy, pero muy apurada. —Hola, yo me llamo Nicolás y mi papá no está. Dijo el nene medio ofuscado y gruñón. Estaba vestido como los científicos locos de las películas de terror, delantal largo, antiparras de soldar y guantes. Gaia se tambaleó para un lado y para otro, le 28 tembló un poquito la pera, le clavó los ojos y le pasó su mano sudorosa por la cabeza encrespada. —Abuelo Nicolássssss. ¿Qué te pasó? Sos un piojito. ¿Cómo me vas a ayudar a salvar el futuro si medís medio metro? —Qué tiene que ver, ya te parecés a la gente grande que no cree en los chicos. Yo sé hacer muchas cosas. No entiendo para qué querés hablar con mi papá. —Bueno, en realidad, yo vengo a buscarte a vos, pero se ve que conté mal las vueltas de nuevo —lo dijo lamentosa y con la cara entre las dos manos—. No sé qué vamos a hacer. Mulita se quedó sin pilas, me estoy quedando sin tiempo para entregar la carta y mi abuelo es un nenito que ni sabe limpiarse los mocos. —Eso es mentira, vos serás una mocosa —dijo, mientras se sacaba un moco y se lo comía sin ningún disimulo—. Decime, ¿ese bicharraco de metal es tuyo? —Sí —contestó Gaia—, es mi nave, Mulita. Sabe correr muy rápido, hacer pozos en la tierra, convertirse en una bola cuando está en peligro y, además, sirve para viajar en el tiempo. —Faaaaaaaaa, ¡qué pedazo de inventor el que la inventó! Pero, ¿cómo se quedó sin pilas? 29 Gaia sentó a Nicolás en su falda y le explicó con su santa paciencia. —En un futuro cercano, escuchá bien, todas estas cosas lindas y llenas de energía de hoy van a estar agotadas, porque las están gastando a lo loco, y no son renovables. Por eso tengo que entregar esta carta con un mensaje a la gente más importante del planeta. Mi Mulita tiene una pila que se carga pedaleando mucho con una bicicleta y convirtiendo la energía del pedaleo en electricidad. Pero acá no tengo una bicicleta. —¿Y por qué no vamos a una estación de servicio y le cargamos nafta? eh, eh —dijo el nene a quien ya se le estaban volando los pájaros de la cabeza. —Es que Mulita no anda a nafta, ni a gas, ni a carbón. Sólo se carga con la energía que produce la naturaleza y que nunca se agota. Y ahora ¿qué hacemos? —Pero eso es muy fácil de arreglar, Gaia —dijo Nicolás y se metió corriendo en la usina. Gaia esperó mirando cuanto pajarito volaba a su alrededor. Al rato escuchó un rechinar de engranajes. Apareció una sombra proyectada en la pared de la usina, parecida a las sombras chinescas que ella hacía con sus manos cuando estaba aburrida. Y por fin, la imagen del niño-loco, pedaleando en un triciclo con aire triunfal. —Vamos, yo te llevo —una decisión sin vuelta atrás. Los pájaros vecinos de la usina se pusieron a revolotear sobre las cabezas de los niños entre confundidos y contentos. Juanito, el reciclador Gaia se subió al parante trasero del triciclo y los dos cruzaron la calle hasta Mulita. Subieron e inspeccionaron el limonero. Nicolás conectó dos cables a uno de los limones y el otro extremo a la lamparita de su triciclo. Le pidió a Gaia que se pusiera al volante y ella pedaleó, pedaleó, pedaleó. Cuando no pudo más se bajó del triciclo y, con la lengua afuera, miró la aguja del medidor de batería. Gaia intentó darle marcha al motor, pero sólo consiguió que Mulita tosiera un poco y se volviera a quedar quieta. —Oh, qué bueno, se cargó un poquito, pero necesito más energía. Para cumplir la misión y volver a casa, la batería tiene que estar completa. Se quedaron unos segundos cabizbajos, hasta que Nicolás tuvo la gran idea: 30 —Ya sé adónde buscar más energía. Juanito nos va a ayudar. Atravesó corriendo la canchita hasta un árbol donde estaba atado un caballo sujeto a un carro de madera. —¡Guau! un caballito de verdad —dijo Gaia con los ojos salidos de sus órbitas— como el de los libros. ¿Éste es Juanito? ¿Y cómo nos va a ayudar a encontrar más energía? Detrás del caballo se asomó un nene con todos los pelos despeinados debajo de su gorrita roja y con los pies descalzos. 31 —Yo soy Juanito, mi caballo se llama Antonio. —Buen día Juanito —dijo Nicolás poniéndole la mano en el hombro—, te presento a Gaia, ella es pariente mía y viene de muy lejos para cumplir una misión, ¿nos darías una manito? —Bueno, si puedo… a ver, ¿en qué quieren que los ayude? —¿Ves aquel colectivo raro? Es la nave de Gaia y necesitamos cargarle la batería para hacerla arrancar. Necesitamos que nos enseñes cómo se fabrica electricidad con lo que la gente tira a la basura. —Muy bien —dijo Juanito muy convencido— súbanse a mi carro que les muestro. Juanito, Gaia y Nicolás se pusieron en marcha camino a la ciudad, en el carro tirado por Antonio, mientras remolcaban a Mulita que no tenía más batería. Mientras atravesaban la ciudad, Juanito iba señalándoles los contenedores que rebalsaban de basura de todo tipo. Y entonces les contó: —Ustedes ni se imaginan lo que la gente tira todos los días: diarios, revistas, cajas, ropa, zapatos, botellas, aparatos rotos, aparte de desechos orgánicos. Miles y miles de kilos de cosas que la gente ya no quiere y que pueden seguir usándose o reciclarse y que guardan energía en su interior. La gente piensa que lo que tira al volquete desaparece mágicamente, pero nada desaparece en el aire, sólo cambia de forma y de estado y vuelve a la tierra. —Ay, si supieran cómo vamos a quedar dentro de unos años si todo sigue así… —la voz de Gaia sonó entrecortada y flaquita. Juanito siguió contando: —Mi familia y yo trabajamos en el relleno sanitario clasificando basura junto a muchas otras familias. Y hay muchísima basura, como 250 toneladas por día. Ahí, en vez de apilar la basura a cielo abierto, se la selecciona, 32 se la compacta y se la entierra en capas separadas para envenenar lo menos posible el aire y el suelo. Gaia se sentó en canastita y Nicolás quedó tieso como un palito para escuchar atentos este relato que no era para perdérselo. —Hay muchísimas cosas que se pueden reciclar —dijo Juanito—: papeles, cartones plásticos, latitas y otros desechos orgánicos, que, cuando se pudren o se queman, liberan energía en forma de gas. Este gas metano es muy malo para la atmósfera, aparte de llenar la zona de mal olor. Juanito hizo una pausa porque escuchó a Nicolás repetir en verso “gas metano, gas metano ¿adónde nos vamos?” Gaia ni se inmutó. Quería seguir escuchando. —Aquí y en varios lugares de nuestra provincia —continuó Juanito— se puede convertir la basura en energía. Hay unos tanques herméticos de cemento o plástico que se llaman biodigestores, ahí se mezcla la basura orgánica con unas bacterias que pueden producir el famoso biogas, una mezcla de gas metano y dióxido de carbono. —¿Dio… qué? —preguntó Nicolás queriendo entender tanta palabra importante. —Dióxido de carbono —repitió Juanito y siguió sin pestañear. Estas bacterias que viven en 33 lugares sin oxígeno se llaman anaeróbicas y se pueden obtener del estiércol de los animales. —Oh, mirá vos a las bacterias —dijo Nicolás más serio que una estatua. Juanito siguió explicando: —El biogas es un combustible biológico que puede sustituir al gas que proviene del petróleo. Es una fuente inagotable, ya que, mientras haya desechos orgánicos, habrá biogás. Además su uso evita la emisión de gases malos a la atmósfera y genera, en los desechos ya procesados, un material fertilizante similar al humus. El biogas puede usarse para hacer funcionar estufas, calderas, cocinas y producir electricidad por medio de turbinas y motogeneradores a gas. —¿Motos a gas? ¡Qué lindo!, vamos a volar con esas motos. —Motogeneradoras a gas —agregó medio molesto Juanito—, ese gas sirve para abastecer todo el consumo de aquella escuelita que ven enfrente y, con el abono producido, alimentamos aquel montecito de frutales que vemos más allá de la escuela. Después de este relato que dejó boquiabiertos a los dos visitantes, Juanito señaló un enchufe en la base del tanque y la invitó a Gaia a enchufar a Mulita para cargar la batería. Ella lo hizo con sumo cuidado. Mulita pegó un salto violento, se sacudió para acá y para allá y encendió sus faroles delanteros. Los chicos locos de contentos miraban a Gaia que acarició a su Mulita y le besó la pata derecha. Su corazón volvió a latir esperanzado. 34 Nuevos viajeros —Bueno, por fin llegó la hora, me voy urgente a entregar la carta del abuelo, porque se me acaba el tiempo. —Sos mala, eh… te vas sin llevarnos a dar una vueltita —dijo Juanito con ganas de andar en ese bicho raro. —Buenísimo, total entramos los tres y de paso me ayudan con la misión. Subieron como tiro los dos, no vaya a ser que la chica se arrepintiera. Juanito saludó a Antonio que lo miraba con ojos de caballo desorbitado, sin entender ni jota. Gaia le hizo upa a Nicolás que se creía el conductor y le dio marcha a Mulita. —Ahora sí, a buscar a las personas más importantes del mundo para que salven la Tierra. Veremos por dónde empezar… La aguja de la batería subió hasta un cuarto del total. Lo único que hizo Mulita fue girar como un trompo. —Uhhhhh, me parece que estamos fritos —dijo Gaia. —No se hagan problema, chicos, que mi primo Rufino nos puede ayudar —se le ocurrió a Juanito. Pero también aclaró que vivía a cuatro horas de viaje hacia el sur. 35 Entre caprichos y gritos de Nicolás por querer manejar, Gaia y Juanito le inventaron una especie de pata de palo, y le pusieron una pila de almohadones de asiento, para que pudiera conducir a la pobre Mulita que ahora no sufría a una sola, sino a tres que la zarandeaban de acá para allá. Así fue como tomaron por la ruta hacia el sur a pleno trote. Los colectiveros del Tata y los camioneros que llevan los cereales al puerto los saludaban despavoridos. Gaia miraba el paisaje con piel de gallina y haciendo todo tipo de comentarios. Todo está muy verde. ¡Cuántas plantitas y flores a la orilla de la ruta! ¿Esas son vacas? Y esos bichitos que cruzan por la ruta sin miedo de ser aplastados, ¿cómo se llaman? Cuando ya estaban a la altura de Coronda, a Juanito le empezó a hacer ruido la panza. —Eh… ¿ustedes se acuerdan de que con tanto lío, nos olvidamos de comer? Gaia, con su santa paciencia, sacó de la mochila las provisiones que le había dado el 36 abuelo para el viaje: un tupper con comida para perros y una botellita de agua. —Chicos, podemos compartir mi almuerzo, eso sí, un poquito para cada uno. Juanito olfateó la comida sintética del futuro y, aunque tenía mucho hambre, la devolvió, tratando de no ser maleducado. Gaia y Juanito volvieron a mirar por la ventanilla y vieron un campo todo cubierto de frutitas rojas. —¡Paren a Mulita! —dijo Gaia—. Creo que vi una frutilla, sí, una frutilla como la de mi libro, ahhh, se me hace agua la boca... Bajemos. 37 Mulita entró caminando entre las líneas de arbustitos de la plantación y se echó muy pancha a descansar al sol, mientras los tres chicos cortaban algunas frutillas. Gaia las mordía y se le chorreaban los dedos de una agüita roja entre dulzona y agria. Los tres comieron hasta que llenaron bien sus panzas hambrientas. —Bueno, ahora sí me siento con más energía para seguir el viaje, vamos chicos y no perdamos más tiempo —ella siempre decidía, por supuesto. —Claro —dijo Juanito—, las frutas son como una batería que se carga con la energía del sol, el agua y los minerales del suelo. Al comerlas, estamos cargando esa energía en nuestro cuerpo. —Sí, sí, ya cargamos nuestras baterías, vamos rápido a ver a Rufino, que tengo que cumplir la misión. Menos mal que ustedes me acompañan, ¡qué bueno! Nicolás, que estaba tirado panza arriba casi medio dormido con la pancita llena, no tuvo empacho en decirle: —Vos sos una mandona. —Y vos un nenito llorón. Retomaron la ruta con Mulita a todo lo que daban sus patas. Pasaron por Rosario, pasaron por Casilda y, de golpe, Nicolás frenó en seco. —Uhh, sin batería de nuevo —pensaron los pasajeros. No. Bajaron porque se encontraron con un enorme cartel que anunciaba: BIENVENIDO A LOS QUIRQUINCHOS Y lo mejor de todo: Mulita estaba nariz con nariz con una mulita de verdad que le lamía el paragolpe. Parecía una nena con un juguete nuevo. Descubrieron que esa escena era observada por otras mulitas que miraban tímidas desde sus agujeros. —¡Iupiiii! A estos bichos yo los vi en mi libro… Gaia buscó y encontró: “el quirquincho es un mamífero con caparazón, también conocido como mulita, peludo, toche, pirca o cachicamo. Está casi extinguido porque fue cazado y depredado indiscriminadamente, ya que su carne es muy sabrosa y su caparazón y su cola tienen usos medicinales”. Los tres viajeros volvieron a mirar a Mulita embobados porque se dieron cuenta de que había encontrado a un amigo. Gaia aprovechó a invitarlo: —Nosotros tenemos que seguir viaje. Si querés venir sos bienvenido. El quirquincho no contestó pero hizo un ruidito agudo y saltó a los brazos de Gaia. De ahora en más serían cuatro los responsables de la gran misión. Y juntos partieron hacia lo de Rufino, quien los ayudaría a terminar de cargar la batería. Hicieron un tramo bastante largo hasta que Juanito avisó que estaban llegando, porque pasaron junto a un cartel que decía “Parque eólico”. Lo primero que vieron en el horizonte fue un montón de barriletes de distintos modelos y colores. Después vieron cuatro grandes molinos de viento montados sobre columnas altísimas. 38 A Mulita se le ocurrió frenar justo donde se juntaban todos los piolines de los barriletes. Allí, a los pies de esas enormes columnas había un nene de ropas chillonas con los pelos al viento. Se dieron cuenta desde las ventanillas que había mucho viento porque volaba todo tipo de cosas. Los tres chicos y el quirquincho bajaron de la nave saludando con los brazos en alto. —¡Hola Rufino! 39 Tuvieron que hacer mucho esfuerzo para avanzar porque tenían el viento en contra, hasta que llegaron al chico de los barriletes. —Uffffff, qué fuerza tiene el viento acá —dijo Gaia. Y los barriletes volaron a todo color para saludar a estos chicos que no le tenían miedo a nada. El cuidador de los molinos —Primo, estos son mis amigos, Gaia, Nicolás y el quirquincho. Te venimos a pedir un favor. —Bueno, por supuesto, siempre que pueda… —dijo Rufino, tratando de correr de los ojos sus pelos lacios despeinados por tanto viento. —Gaia vino del futuro a entregar una carta, pero su nave se quedó sin batería. ¿Vos nos podés ayudar? —Sí, claro, energía es lo que sobra por acá. En esta zona hay viento casi todos los días. Yo soy el cuidador de los molinos, especialista en energía eólica y en avioncitos de papel, molinetes y barriletes. Con un sistema muy simple de imanes y bobinas de alambre de cobre, se puede convertir la fuerza del viento en electricidad. En cualquier casa se pueden instalar molinos pequeños. Dale, enchufá acá a tu mulita —agregó Rufino que hablaba como un chico sabio—. ¿Sabían, además, que los vientos también dependen de la energía del sol? El sol calienta la atmósfera a distintas temperaturas, según la altura y la región. Esa diferencia de temperatura y presión de aire es lo que provoca los vientos. Mulita se sacudió, prendió y apagó sus faroles varias veces mientras tocaba su bocina. Por lo menos, su amigo quirquincho la hacía morir de risa con el baile del peludo. —Buenísimo, mil gracias, ahora nos vamos urgente a entregar la carta. Los tres chicos y el quirquincho iban hacia la nave, mientras Rufino se metió los dedos en la boca y les chifló bien fuerte. —Ey, esperen un cachito. Si se quedan, les enseño cómo hacer un molinete. No se vayan… —Oh, un molinete, sí, sí, siempre quise tener un molinete —dijo Gaia e intentó chiflar así de fuerte como Rufino, pero sólo le salió un silbidito ahogado. Y bueno, a silbar también se aprende. 40 41 Fue así como todos los pasajeros recortaron y doblaron papelitos de colores y fabricaron tantos molinetes, tantos, que no les daban las manos para hacerlos girar con el viento. Y terminaron condecorando a Mulita que no entendía nada, pero los miró con cara de mulita feliz. Cuando cada uno había ocupado su lugar para continuar el viaje, la aguja de la batería sólo marcaba la mitad de la carga. El limonero no aguantaría mucho más. Pero justo en ese momento apareció un carancho que se paró sobre Mulita. —¿Qué se te ocurre, genio? ¿Atar una bandada de caranchos a la mulita para hacerla volar? —dijo Nicolás bastante ofuscado. —No, no, este pajarito que se llama carancho, caricari, caracará o carcaña, me hizo acordar al río Carcarañá que está más al norte. Sí, en el Carcarañá vamos a encontrar mucha energía para cargar la nave. —Vamosssssss —gritó Juanito acostumbrado a los “¡vamos!” dichos a su caballo Antonio. —Esperen, esperen, se me ocurrió algo. Sólo necesito tela, dos ramas y sogas. Apabullado con tanta genialidad, Nicolás agarró su guardapolvo, le puso una cruz hecha con dos ramas y fabricó una vela para aprovechar el viento. —Los hombres conocen esta tecnología desde hace miles de años. Es bueno saberlo, chicos. Y dio resultado. Mulita empezó a moverse sola, arrastrada por el viento que embolsaba la vela. Los cuatro chicos y el quirquincho empezaron a avanzar a toda velocidad. Nicolás, haciéndose el desentendido, se escondió detrás del limonero porque abajo del guardapolvo tenía un calzoncillo con corazones y una camiseta de fútbol y se moría de vergüenza. Los otros dos, sin perder tiempo, buscaron en un mapa de Santa Fe donde estaban marcados todos los proyectos de energías alternativas. El quirquincho caminaba para acá y para allá por encima del tablero de control. Le llamó la atención un botón anaranjado que decía “Modo bolita” pero como no sabía leer, sólo lo olfateó y lo pisó con su patita. Enseguida nomás, Mulita empezó a hacer un ruido raro, arqueó el lomo para un lado y otro y se cerró sobre su barriga como una pelota. Así y todo no dejó de avanzar. Los chicos gritaban como si estuvieran en una montaña rusa, mientras la gran pelota de metal giraba a lo loco por el campo. Una vaca que pastaba al lado de un molino de agua fijó sus ojos de vaca mansa en esa cosa rara que iba rodando a toda velocidad. Mulita al fin llegó, hecha pelota, hasta el borde de las barrancas del río Carcarañá y frenó como pudo. Osciló un poquito para adelante y para atrás. Finalmente, rodó barranca abajo hasta caer al agua para darse un gran chapuzón. 42 Al agua, chicos Una vez debajo del agua, Mulita se dejó llevar por la corriente. Los cinco navegantes miraron por las ventanillas. Montones de peces curiosos venían de todos lados a ver ese bicho de metal. Gaia sacó su libro ilustrado y fue nombrando los distintos peces, señalándolos con el dedo. Amarillo, armado, boga, dorado, pejerrey, moncholo, patí, surubí, mandubí, mojarra, pacú y sábalo. Avanzó unas páginas hasta el mapa de ríos. “El Carcarañá nace en Córdoba, tiene 240 kilómetros de largo y desemboca en el río Coronda, que a su vez desemboca en el Paraná. Como atraviesa la pampa ondulada, tiene barrancas muy altas y en su recorrido hay pequeñas diferencias de altura que producen saltos”. Justo Mulita había empezado a corcovear por los mismos saltos que anunciaba el libro. 43 Los chicos estaban muy entretenidos con el viaje subacuático, cuando una línea con un anzuelo enganchó a Mulita por el paragolpes y los arrastró hasta la superficie. En la orilla del río, una nena con los pies metidos en el agua y un sombrerito de paja hacía mucha fuerza con el riel de su caña para sacar a semejante pez. De pronto, Mulita se asomó a la superficie, mostrando su cabezota de metal. —Faaaaaa, loco —dijo la nena— ¡Qué pedazo de boga! Observando bien a su presa, se llevó la mano al mentón. —La verdad, no parece una boga, ni un dorado, ni un sábalo, ni una vieja del agua, ni siquiera parece un pescado. 44 Gaia asomada a la puerta del conductor, le pidió: —Hola, ya que estás por aquí, ¿nos arrimarías hasta la costa? Con el gran pez ya encallado en la orilla, los navegantes bajaron a la playa de arena mojada. Gaia se presentó: —Yo soy Gaia y vengo del futuro. Mi abuelo me pidió que entregue esta carta a… Juanito, Rufino y Nicolás recitaron a coro: “a las personas más importantes del mundo”. Hasta el quirquincho asintió convencido. —Ah, mirá vos, qué importante —dijo la nena pescadora— mis amigos me dicen Mojarra. Decime ¿qué hacen todos metidos en ese colectivo tan raro? 45 Gaia tomó la palabra como lo hacía habitualmente. —Resulta que mi medio de transporte se quedó sin pilas y desde hoy andamos meta juntar energía por todos lados para cumplir la misión encomendada por mi abuelo. Acá el amigo Rufino nos dijo que en el río podíamos encontrar un montón de energía. —Por supuesto. ¿Ven aquel molino harinero? Bueno, usa la fuerza del agua en estos saltos del río a través de turbinas que transforman la fuerza en electricidad, para alimentar sus máquinas. —Uf, otra sabia que me pone la cabeza así… —rezongó Nicolás. —El agua del río y los océanos está llena de vida y energía. Ocupa tres cuartas partes de la superficie de la Tierra. Es todo un sistema que es la casa de organismos vivos y que está en permanente movimiento, en forma de fluido, de vapor y de hielo. Sin los ríos y los mares, la vida en la Tierra no sería posible. —Decímelo a mí —dijo tristona Gaia— en mi época es muy difícil encontrar agua limpia y pececitos. —Aparte, los seres humanos tenemos un 80% de agua —por fin pudo acotar algo Nicolás entre tantos sabios—. Ah, hablando de agua, me dieron ganas de hacer pis —y, rescatando su guardapolvo, se perdió detrás de un arbusto. Juanito se subió al lomo de Mulita y dijo: —Euuu, se están olvidando de algo importante. El agua sirve para refrescarse, jugar y chapotear —y se tiró de cabeza al río. Rufino se entusiasmó y se tiró de bomba, dejando círculos de agua que el quirquincho miró con cara de bicho raro, hasta que desaparecieron. Mojarra invitó a Gaia al agua dándole la mano porque la vio con un poquito de miedo. Y sí, nunca había nadado en ningún río. Pero, como vio tan confiados a sus amigos, se decidió. Todos jugaban en el agua y fluían como peces, mientras el quirquincho nadaba panza arriba usando su caparazón de canoa. La verdad, no todos, Nicolás quedó en la orilla y se negaba a mojarse los pies. —Sí, sí, todo bien, pero tenemos cada vez menos tiempo para la misión. Hay que terminar de cargar la batería y salir corriendo a entregar la carta. Los chicos, después de chapotear un rato en el agua, salieron y se tiraron en la playita a secarse al sol. Recién ahí Gaia notó que detrás de los pastos de la costa había ojitos mirones. Desde más cerca vio que eran ranitas, caracoles, hasta cangrejos chiquitos. Sacó su libro, buscó el capítulo del río y encontró los nombres de esos bichos que nunca había visto en el mundo del futuro. Nicolás interrumpió ese momento de paz, a los gritos. —Eh, eh…yo también soy un genio… miren, miren lo que inventé. Con el dínamo de la lamparita de mi triciclo conectado a una rueda, y usando como aspas estas cucharitas de morondanga para que el agua haga fuerza y la haga girar, podemos convertir la fuerza del agua en electricidad 46 y terminamos de cargar el limonero. ¿Qué tal mi invento? —¡Viva Nicolás! —gritaron los chicos a coro y lo levantaron en andas. —Ahora sí vamos a entregar la carta —otra vez Gaia— pero, ¿quién nos servirá de guía en el río? —Yo me muevo en el río como pez en el agua. ¡Voy con ustedes! —decidió Mojarra sin pedir permiso. Con la complicidad de un río amigo se hacía mucho más fácil seguir la corriente. Más cerca de la misión Gaia, Nicolás, Juanito, el quirquincho y Mojarra emprendieron viaje en una mulita condecorada con los molinetes de Rufino en el lomo y la turbina de cucharitas de Nicolás girando en un costado. Un adornito más y ya era una carroza de los carnavales correntinos. Mientras Gaia y Nicolás estaban sentados al volante, los otros cuatro miraban el paisaje sentados en el lomo. Con libro en mano fueron reconociendo 47 árboles de la costa: sauce, ombú, ceibo, timbó, palo borracho… Nicolás, que estaba bastante hinchón porque nunca terminaba de acomodarse, le dijo a Gaia, señalándole el limonero: —La batería no se termina de cargar y el tiempo está llegando a su fin. Hay que hacer algo rápido o la misión va a fallar y no vas a poder cambiar el futuro, nena. Gaia acarició las hojas del limonero y se quedó cabizbaja, mirando el piso. —Necesitamos más energía, ufff, a ver, ¿cuál es la fuente de energía más potente que te puedas imaginar y que nunca se agota? —miró su remera y cuando vio su girasol pintado, pegó un grito que hizo trastabillar a Mulita— ¡EL SOL! ¿Pero cómo 48 metemos la energía del sol en nuestra nave? Gaia se agachó para hablar frente a frente con Nicolás, mientras los chicos despreocupados jugaban al “veo veo” con todas las maravillas que veían a su alrededor. Hasta el quirquincho participaba sin decir ni mu. —Cuando vos eras viejito, y mucho más alto, me dijiste que los girasoles, además de ser hermosos, aprovechaban toda la energía del sol girando a medida que el sol cambiaba de lugar. —Eh, eh, eh… ojito con lo que decís, yo seré más petiso, pero sé muuuuuchas cosas. El girasol es una flor muy alta que sirve para fabricar aceite, pero también combustible biodiesel. Se la conoce como Mirasol, Jáquima o Maravilla y tiene una hormona que le permite a la flor cambiar de posición siguiendo la orientación del sol para captar mejor su energía. —Faaaaaa… Nicolito sos un geniecito. ¿Y dónde encontramos girasoles? —En el norte de la provincia, por supuesto —acotó Nicolás levantando su dedito y con cierto aire de suficiencia. Gaia se asomó por la puerta de Mulita y les gritó a los chicos que estaban de fiesta corrida en el techo. 49 —Agárrense fuerte que vamos río arriba hacia el norte. Hasta Reconquista no paramos. ¡Allá vamos! Mulita pataleó y pataleó con todas sus fuerzas río arriba hasta que vieron una isla bordada de flores amarillas, casi anaranjadas. Gaia corrió como loca para tocar los pétalos de los girasoles con la puntita de sus dedos. ¡Ahhh, qué suaves esos pétalos! Todo muy lindo para los ojos y el corazón de los viajeros, pero en el momento menos pensado, la plantación de girasoles se terminó y Gaia desembocó en un descampado. Ahí mismo se encontró con una nena sentada solita en la puerta de una casa de madera elevada sobre pilotes. —Hola. Yo me llamo Gaia y vengo del futuro. Aquella mulita de metal que ves es mi nave y todos esos chicos son mis amigos. ¿Vos vivís acá? ¡Qué hermoso lugar! ¿Qué hacés solita? La nena era petisita y de pelo muy oscuro y lacio. Estaba sentada en el piso de tierra modelando unas esculturas con arcilla. —Hola. Yo me llamo Ra a asa, que en la lengua de mis antepasados quiere decir Sol. El corazón de Gaia latió con más fuerza y los ojos le brillaron como dos soles de verano. 50 —¿Tus antepasados también te enseñaron a hacer estos animalitos? —¿Te gusta mi mulita? Si la querés, te la regalo. Las mujeres de mi familia modelan estos animalitos con arcilla de la costa desde hace mucho tiempo… yo soy descendiente de la familia Mocoví. Los mocovíes habitaban este territorio desde hace muchos siglos. Vivían en el monte y creían que las cosas vivas eran divinas. Muchos se ponían nombres de pájaros y usaban las plantas del monte para curar. Gaia, tratando de aquietar su corazón, sacó el libro de su mochila y le mostró. —Mirá Sol, encontré este libro en una pila de basura. Tiene unos dibujos geniales hechos hace como 250 años acá en el norte de Santa Fe. El autor es un monje jesuita polaco que vivió como 20 años por estos lugares. En una de esas, algunos de éstos son tus tataratatarabuelos —dijo Gaia mostrándole unas imágenes de hombres y mujeres mocovíes. —Huy, qué lindo…mirá, mis antepasados eran muy buenos jinetes. Los más antiguos, me contó mi mamá, eran muy sanos porque comían lo que había en el monte. Su única enemiga era la serpiente. Pero no se enojaban con ella, porque 51 tenían poderes para atraer la lluvia o convertirse en animal. Sol se levantó, muy prolijita se sacudió la cola y preguntó: —¿Vos qué andás haciendo en la isla Guaycurú? Gaia, como de costumbre, le mostró la carta amarillenta y le explicó: —Mi abuelito me mandó a entregar esta carta a una gente muy importante, pero conté mal las vueltas y mi nave se quedó sin pilas. Y como la batería sólo se carga con energía de la naturaleza, vinimos hasta acá para cargarla con la energía del sol. Decime, ¿vos sabés cómo podemos aprovechar la energía de los girasoles? Sol se rió y unos dientes blancos y parejitos aparecieron haciendo contraste con su piel oscura. —Acompañame hasta mi escuela que te muestro. Más cerca aún En el camino, Sol se detuvo frente a una media esfera plateada tan alta como ella, sostenida por unas patitas. —Este es un horno solar. Los rayos del sol concentrados por los espejos se convierten en calor —dijo Sol y sacando una pava humeante del horno 52 solar, le cebó un mate a Gaia con unas cascaritas de naranja. —Uh, gracias, nunca lo probé. En mi futuro no existen las cosas verdes —Gaia chupaba de la bombilla disfrutando del ruidito del agua. Un mate dulzón era casi una golosina para un día complicado. Con la pava en una mano y el mate en la otra, Sol le mostró su escuela. —Mirá, como en la isla no hay electricidad ni gas tenemos paneles solares que convierten la luz del sol en electricidad. También tenemos estos calefones solares que usan la luz del sol para calentar el agua y poder bañarnos. Aunque el sol es una estrella que está a 150 millones de kilómetros de nosotros, toda la vida de la Tierra depende de él, de su luz y de su calor. Mientras tomaba otro mate, Gaia pensó en voz alta: —La luz del sol, la fuerza del agua, la fuerza del viento, la energía guardada en la basura orgánica… Toda esa energía está disponible todo el tiempo alrededor de nosotros y nunca se termina. —¡Claro! y no contamina el medio ambiente con desechos, por eso se llaman Energías Renovables —agregó Sol convencida. 53 Gaia miró la altura del sol, también la bandada de patos que pasaba dibujando en el cielo una V corta, se puso un poco tristona y le dijo a su nueva amiga: —Sol, tu isla es hermosa, pero tengo que ir a entregar la carta del abuelo, si queremos que cambie el futuro. A mi limonero no le queda mucho tiempo de carga. Y a mi Mulita le falta un empujoncito más de energía. —Nosotros te podemos prestar dos paneles, pero yo quiero viajar con ustedes para ayudarlos en la misión, dale, dejaaame. —Sí, sí, decí que Mulita es más buena que el pan —y se metió el dedo índice y pulgar en la boca, como le había enseñado Rufino para chiflar, porque era hora de llamar a los chicos que habían quedado con sus pies en el agua, comiendo mandarinas. Qué pena. Sólo le salió un silbidito ahogado. Entonces haciendo bocina con sus manos les pegó un grito. El primero en llegar fue el quirquincho. Los demás, aparecieron con pocas ganas. Estaba bueno el río. Gaia le presentó a Sol uno a uno a sus amigos. —Este enanito se llama Nicolás y es mi abuelito. Te va a parecer raro, pero no te preocupes, ya entenderás. En el futuro, va a ser alto y arrugadito. Este más grandecito es Juanito y sabe cómo sacar energía de la basura. Este más alto es Rufino, el primo de Juanito y es especialista en molinos y molinetes, avioncitos y barriletes. Ella es Mojarra, la que sabe todos los secretos del río. Ah, y éste es el quirquincho o mulita, armadillo, peludo, tatú bolita, en fin, tenés varios nombres para elegir. —Guau, qué manera de tener nombres, yo ya ni me los acuerdo. Y para terminar con las presentaciones: —Chicos, ella es Sol de Guaycurú y nos va a ayudar a dar la energía del sol a Mulita, usando estos paneles solares que transforman la energía en electricidad. 54 —Uhh, mirá vos la nenita… ¿cómo no se me ocurrió a mí primero? —se preguntó Nicolás. Vamos a conectarla al limonero y urgente a entregar la carta. Los cinco chicos y el quirquincho acomodaron los dos paneles solares a los costados de Mulita, como si fueran las alas de un avión. Después, todos juntos la empujaron —¡fummmm!— hasta que arrancó el motor. El pobre carromato, ya un poco agotado de tanto andar, marchó lento entre el campo sembrado de girasoles altísimos, tratando de cargar su batería de limones con la energía del sol, hasta que por fin la aguja indicó que ya estaba lista. Empezó a andar más rápido hasta que las alas solares lo despegaron del suelo y lo elevaron por los aires. Qué linda estaba Mulita con alas, claro que era un avión pesado, bueno, pero avión al fin. Por eso voló bajito sobre la superficie del río mientras los chicos organizaban cómo cumplir la misión. —Yo te dije que sólo tenías diez horas, acordate bien —dijo Nicolás-abuelito— ¿a quién le llevamos la carta? A Gaia le temblaron un poquito las piernas. —A ver chicos, ustedes que son de esta 55 época, díganme ¿quiénes son las personas más importantes del mundo? —Y… los presidentes, los jugadores de fútbol, la gente que sale por la tele... —Pero, ¿cómo vamos a hacer para encontrar a toda esa gente en tan poco tiempo? Ufff, seguro que vamos a necesitar más ayuda. Nicolás se puso a caminar en círculos, con cara de pocos amigos. —A ver, pensá, pensá, cabecita loca —mientras se golpeaba la cabeza. Hasta que se paró en seco y pegó un gritó que atravesó el aire: ¡Ya sé! Los chicos se quedaron parados como estacas y el quirquincho corrió a esconderse detrás del limonero. Es que había que prepararse para todas esas locuras. —Ey, casi nos matás de un susto —lo retó Gaia— a ver… ¿qué se te ocurrió ahora? Nicolás levantó el asiento de conducir lo más que pudo y desde esa altura alzó su dedo de dar órdenes. —Tenemos que enchufar a Mulita a una antena suficientemente grande como para transmitirle el mensaje de la carta a todo el mundo al mismo tiempo. ¡Vamos ya! 56 Al fin, la carta Así fue como la mulita voladora aterrizó en la terraza del canal de televisión local junto a su antena de transmisión. Los chicos y el quirquincho bajaron corriendo detrás de Gaia, quien iba gloriosa con carta en mano a cumplir la gran misión, debajo de un cielo de atardecer entre rosado y violeta, cuando ya la ciudad de Santa Fe empezaba a encender sus luces. Nicolás, con su acostumbrada voz de mando se paró en el capot de Mulita y dio las siguientes instrucciones: —Vos Rufino, volá a hacer cientos de copias. Vos Juanito, conseguime un parlante de lata como los que usan los verduleros ambulantes. Mojarra y Sol vayan a reunir a los chicos que están jugando en el parque y tráiganlos para acá, y vos, Gaia, preparate para ser 57 famosa. ¡Vamos, vamos, muévanse, nos quedan nada más que diez minutos! El pobre quirquincho tiró del delantal del mandamás para que le asignara también a él una tarea. Nicolás sacó un par de cables del interior de Mulita y le dijo alguna cosita en el oído. Quirquincho rápidamente entendió la orden. Subió corriendo con los dos cables atados a su cola, hasta la punta de la antena del canal. En pocos minutos todos estuvieron de vuelta con su misión cumplida. Un grupo de chicos que jugaban en el parque rodearon a Mulita con las copias de la carta en la mano. Entonces, sin perder un minuto más Nicolás acomodó el parlante de lata en el techo de Mulita y le dio a Gaia el micrófono. —¡Vamos, ahora es el momento! El grupo de chicos recién llegados era muy bochinchero. Gaia, muy enérgica se metió los dos dedos en la boca y le salió un chiflido tan fuerte que consiguió la atención de todos. Tomó la carta del abuelo, miró agradecida el cielo rosado del atardecer y leyó bien derechita, con voz firme: “Señores importantes del mundo: aquí les mando esta carta de mano de Gaia, mi nietita, mi tesoro más preciado”. Gaia acomodó un poco mejor la hoja porque una ráfaga de viento la hacía flamear y siguió: “A Gaia le tocó crecer en un mundo sin sol, sin flores, sin manzanas, ni bananas, ni mandarinas, ni frutillas. De nuestras canillas sale agua sucia y espesa como dulce de leche y por el efecto invernadero el calor nos agobia. Ni Gaia ni los demás nenes pueden jugar en la plaza, ni chapotear en el río, ni subirse a los árboles para hacer 58 fuego o muebles o papel, porque el río está contaminado y la plaza está repleta de basura. Nuestra comida es malísima y cara y hace mucho que por ningún lado se consiguen milanesas con puré”. Gaia carraspeó y como todos tenían la copia de la carta, una locutora del noticiero continuó leyendo el mensaje del abuelo: “Ustedes que están ahí lo más panchos, con tanta maravilla al alcance de sus manos, reflexionen un instante. Sus autos, sus heladeras, sus televisores funcionan con energías que vienen de combustibles fósiles, que en poco tiempo se van a agotar y que, además, ensucian el suelo, el aire y los ríos. Les pido que no sean necios y que miren a su alrededor. La energía que necesitamos para vivir está en todos lados, en el viento, en el río, en la tierra, en el sol”. Una nenita que estaba con su abuela medio sorda, le siguió leyendo bien cerquita de la oreja: “Cada vez somos más humanos sobre la tierra y cada vez consumimos más rápido. Debemos empezar a reciclar los materiales y a reemplazar las fuentes de energías 59 fósiles por las energías renovables, limpias e inagotables”. Un locutor de la radio siguió leyendo la carta del abuelo: “Es muy importante que todos sepan que están consumiendo los recursos de la Tierra un 50 % más rápido que lo que la Tierra puede reponer y dentro de 15 años harán falta dos planetas Tierra para abastecer el consumo humano. Debemos tomar conciencia de que los recursos naturales son limitados. Sólo tenemos una sola casa, nuestro planeta Tierra. Usen la imaginación. El futuro de Gaia y de todos puede ser luminoso”. —¡Viva Gaia! —gritaron a coro todos los chicos que estaban reunidos alrededor de Mulita. Nicolás envolvió a Gaia en un abrazo tan fuerte que sus corazones quedaron latiendo juntos un rato largo, mientras le decía en el oído: —Bueno, ahora, aunque no me guste mucho la idea, tenés que volver al futuro rapidito. El sol de esa tardecita santafesina hizo brillar sus últimos rayos tibios en los cabellos de Gaia. 60 61 Un mundo mejor Gaia miró a sus nuevos amigos y, mientras abrazó y besó muy fuerte a cada uno, les dijo: —Amigos queridos, yo tengo que ir corriendo a encontrarme con mi abuelo y contarle todo lo que aprendí con ustedes. ¿No quieren venir conmigo al futuro? Estoy segura de que Mulita también quiere lo mismo. Juanito, Rufino, Mojarra y Sol subieron y se acomodaron enseguida nomás, no vaya a ser que Gaia se arrepintiera o Mulita se empacara. El abuelito, en cambio, se quedó mirando el piso, medio tristón. —¿No querés venir con nosotros a conocer el mundo del futuro? —Me encantaría ir, pero me doy cuenta de que para ser un gran inventor primero tengo que aprender a leer y escribir, ir a la escuela primaria, secundaria y a la universidad y recién después hacer experimentos —dijo, mientras pateaba un cascotito porque le costaba mirar a la cara de Gaia. —Y… sí, me parece que tenés razón. Bueno dame otro abrazo y nos vemos dentro de un ratito. Y se fue decidida hacia la nave. Mientras saludaban desde la puerta, ella, Juanito, Rufino, Mojarra y Sol vieron al quirquincho que se trepó a los brazos de Nicolás pidiendo upa, como queriendo quedarse con él. Y así fue nomás. —Ahora vos vas a ser mi amigo. Y como toda mascota necesita un nombre, de aquí en más vos te llamarás, te llamarás, a ver… Charango. Eso mismo, Charango. A todo esto Mulita corcoveó, se paró sobre su cola y empezó a girar como un trompo hasta que se enterró en el suelo. Cuando volvió la superficie, se encontraron con un paisaje que les llenó los ojos de color y brillo. Sobre la Tierra reinaba la flora y la fauna. Todo tipo de árboles, plantas, flores y frutas emanaban aromas 62 deliciosos. Pajaritos de todos los colores iban y venían en bandadas. Juanito, Rufino, Mojarra y Sol se bajaron de la mulita boquiabiertos y salieron a correr por ese paisaje que los invitaba a jugar. Gaia se quedó para el final y bajó lentamente los escalones, hasta que pisó el suelo verde y fresco. Tenía muchas ganas de ir a correr con sus amigos, pero se volvió y sacó el limonero de la nave, hizo un pocito en la tierra y lo plantó. —¡Muchas gracias, limonero! nos diste la energía necesaria para ir y volver sanos de este viaje. Ahora a seguir creciendo —mientras acariciaba una a una sus hojitas y su tallo—. ¡Ahora sí, a disfrutar! Y se subió a un árbol para ver mejor. Desde esa altura vio cómo se asomaban torres de molinos de viento y brillaban los campos a la luz de los paneles solares. Mucho más arriba flotaban fantásticas construcciones aéreas, blancas, livianas, elevadas por globos, velas y hélices silenciosas, ancladas a la tierra por largas escaleritas marineras. Entre 63 los edificios paseaban personitas con extrañas mochilas voladoras. Entre las plataformas flotantes navegaban en el aire barquitos a vela. —Uia —dijo Gaia— mientras los otros chicos se asomaban entre las copas de los árboles. ¿Habré contado bien las vueltas? ¿Estaremos en Santa Fe? Entre las nubes apareció una construcción voladora como si fuera un puente colgante y más atrás, un edificio parecido a una usina, del que se asomaban molinos hechos de telas y cañas. —Mmmm, seguro seguro que mi abuelo andará por allá. Gaia, Juanito, Rufino, Mojarra y Sol subieron hasta las nubes por una escalerita marinera. Al llegar a las puertas de la usina flotante salió a recibirlos un viejito alto, flaco y con pinta de profe chiflado. 64 —¡Nieta mía de mi corazón! —el apretón fue tan fuerte que los dejó casi sin respiración. Menos mal que lo que sobraba era el aire en este nuevo lugar. —¿Y estos chicos, quiénes son? —preguntó Nicolás. —Uhhh, si me pongo a contar, no termino más, es una historia larguísima. Son los amigos que me ayudaron a salvar la Tierra, abu, sabés… como vos querías. Gaia miró su mochila viajera donde guardaba su libro de figuras de la naturaleza, un molinete, un caracol y una flor de manzanilla de su aventura en el pasado. Escuchó las carcajadas de sus amigos y los vio pegando vueltas en el aire, flotando con unas mochilas raras y jugando a la pelota en medio de los pajaritos. Gaia, por fin, volvió a jugar, juntar bichitos y cazar mariposas para mirarles las alas y echarlas de nuevo a volar.