El viaje de El viaje de Gaia

Transcripción

El viaje de El viaje de Gaia
La historia parte de la Teoría de Gaia —diosa griega de la Tierra— que
sostiene que todos los organismos vivos y su entorno inorgánico sobre la
superficie del planeta forman un complejo sistema que se autoregula para
hacer posible la vida.
Este libro está dedicado a todos los chicos y chicas de Santa Fe que tomarán
en sus manos el trabajo de construir un futuro creativo y luminoso.
Espacio Santafesino Ediciones
El viaje de Gaia narra las aventuras de una nena de diez años que nació
en una Santa Fe del futuro, donde el equilibrio entre los humanos y la
naturaleza se ha arruinado sin remedio. Su abuelo Nicolás inventa una nave
que puede viajar al pasado y ella la utilizará en una importante misión:
avisar a las personas más importantes del mundo que deben buscar formas
alternativas de producir energía amigable con la Tierra. En su aventura
recorrerá la provincia de norte a sur y conocerá nuevos amigos
que la ayudarán a cumplir con su cometido.
El viaje de Gaia
El viaje de Gaia
El viaje de
Gaia
Rodríguez Jáuregui, Pablo
El viaje de Gaia / Pablo Rodríguez Jáuregui ; adaptado por Cristina Martín ;
ilustrado por Melisa Lovera ; Gonzalo Rimoldi ; Pablo Rodríguez Jáuregui. 1a ed. - Santa Fe : Espacio Santafesino Ediciones, 2014.
64 p. : il. ; 21x26 cm.
ISBN 978-987-45658-0-8
1. Narrativa Infantil Argentina. I. Martín, Cristina, adapt. II. Lovera,
Melisa, ilus. III. Rimoldi, Gonzalo, ilus. IV. Rodríguez Jáuregui, Pablo, ilus. V.
Título
CDD A863.928 2
Fecha de catalogación: 22/10/2014
© Ministerio de Innovación y Cultura de Santa Fe
Secretaría de Estado de Energía
Edición general:
Secretaría de Producciones, Industrias y Servicios Culturales
Asesores de contenido: René Galiano, Lucía Petrocelli, Miguel Milanés,
Roque Stagnitta, Adriana Tripelli, María Goñi y Jorge Minguet
Libro original: Pablo Rodríguez Jáuregui
Versión literaria: Cristina Martín
Ilustraciones: Melisa Lovera, Gonzalo Rimoldi
y Pablo Rodríguez Jáuregui
Diseño: Alonso
Edición del texto: Nora Avaro
Corrección: Carina Zanelli
ISBN 978-987-45658-0-8
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Esta tirada de 7.000 ejemplares se terminó
de imprimir en el mes de noviembre de 2014 en .
Impreso en Argentina
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El viaje de Gaia
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Antonio Juan Bonfatti
Gobernador
Jorge Antonio Henn
Vicegobernador
María de los Ángeles González
Ministra de Innovación y Cultura
Jorge Álvarez
Secretario de Estado de Energía
Pedro Pablo Cantini
Secretario de Producciones, Industrias y Servicios Culturales
Damián Bleger
Subsecretario de Energías Renovables
Esta edición es parte de un proyecto conjunto de la Secretaría
de Estado de Energía y el Ministerio de Innovación y Cultura
de la Provincia de Santa Fe, que incluye una película de dibujos
animados sobre el mismo tema: la imperiosa necesidad de cuidar
los recursos energéticos del planeta.
Para evitar su extinción, desde una Santa Fe futura,
la protagonista de esta historia viaja al pasado para introducir
modos de obtener y consumir energía más amigables con la
naturaleza. A través de este libro, Gaia comienza a recorrer las
escuelas de la provincia con el deseo de alentar a las niñas y niños
santafesinos a seguirla, para construir juntos un presente mejor.
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Gaia
La vieja usina donde vive el abuelo Nicolás está
muy cerquita de la laguna. Tiene tres chimeneas
altas y negras de las que hace muchos años no sale
humo pero desde donde puede verse un panorama
completo de la ciudad: el puente colgante, la
estación de trenes, la Casa de la Cultura, el Club
de Regatas, las casitas de Alto Verde.
—Cuando era chico —recuerda el abuelo
Nicolás mientras se ceba unos mates— todavía
podía bañarme en el agua de la laguna y también
pescar, mirar el cielo azul. Pero eso era antes,
cuando el sol no estaba tapado totalmente por
la contaminación como ahora, cuando aún había
pasto, árboles, pájaros, flores… Pero no hay por
qué afligirse, hoy por fin estoy seguro de que mis
nietos van a vivir en el mundo que siempre soñé.
La primera nieta de Nicolás se llamó Gaia,
en honor a la diosa griega. Dicen que por eso es
fuerte como la Tierra, luminosa como el cielo y
profunda como el mar.
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—Cuando crezcas habrá autos voladores —le
prometió el abuelo Nicolás a Gaia cuando nació.
Habrá construcciones aéreas y livianas, las
ciudades serán todas de cristal con torres altísimas
y pistas de aterrizaje en los balcones.
Gaia hoy tiene diez años. Es una chica de ojos
negros y asombrados, algunas pecas en la nariz y
en los cachetes, de cabello lacio y muy largo, atado
con una colita. Le gusta mucho andar en bici, pero
más le gustan los libros de figuras que le muestran
un mundo antiguo pero lleno de sol. Por eso pintó
en su remera verde un girasol amarillo y brillante.
Una flor que sabe moverse sola, según le contó el
abuelo Nicolás. Gaia vive con él en la vieja usina
abandonada. Ella es observadora y silenciosa, y
tiene la ilusión de encontrarse por fin con el mundo
luminoso que le prometió su abuelo. Pero lo que ve
es tan diferente…
La nafta se agotó. También el carbón y el gas.
Las usinas ya no producen electricidad. En las
ciudades ya casi nada funciona. Las calles están
repletas de cachivaches eléctricos: televisores,
licuadoras, computadoras, juguetes a pila, heladeras
y otras chucherías. Tampoco hay árboles porque el
sol se asoma muy pocas veces.
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—Ufff, ¿cuánto falta para que llegue el
mundo que el abu me prometió? —pregunta
Gaia todo el tiempo a quien encuentra a su paso.
Pero nadie le contesta.
Las plantas no crecen, las frutas y verduras
son sólo para pocos. Es que sin sol no hay oxígeno
puro, ni color, no se respira bien, no hay flores que
perfumen las calles, ni las plazas, ni los patios.
La gente va y viene en patines y en bicis con
caras largas y paliduchas. De noche usan velas
como cuando no había luz eléctrica y comen un
alimento sintético, parecido al de los perros.
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La atmósfera está llena de gases tóxicos y, por
el efecto invernadero, hace tanto calor que los
pajaritos andan confundidos, en vez de piar y volar,
caminan lentamente por las veredas.
La laguna Setúbal parece dulce de leche y
nadie se anima a bañarse en sus aguas.
El experimento de Nicolás
—Siempre me tocan los mandados a mí… me da
una bronca… —se quejó Gaia. Bueno, pero este
mandado me regusta.
—Nena, tenés que buscar diez monedas de
cobre, diez clavos de cinc, cables de distintos colores
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y una aceituna —así dijo el abuelo. Y acordate de
usar los guantes gruesos y la máscara protectora
porque todo está contaminado y maloliente.
Gaia miró a su abuelo, tranquila. Ella sabe que
su nombre la va a llevar por buen camino para
encontrar semejantes tonterías.
Partió confiada y, a poco de andar, tuvo una
sorpresa que le puso más grandes y redondos sus
ojos negros. En medio de un montón de basura vio
un libro viejo de hojas amarillas. Lo desenterró con
mucho cuidado y lo leyó todo entero en un ratito.
¡Qué bueno! Un montón de figuras de animales y
plantas desfilaron ante su mirada.
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Los chicos de la usina no se asombraron, no era
la primera vez que la veían ir y venir con libros y
cosas raras. Pero a ella eso no le importa nada, lo
que se dice nada.
La vieja usina termoeléctrica es un edificio
gigante. Nicolás vive ahí desde muy chico y
trabajó ahí cuando era joven, pero ahora que está
abandonada la usa para hacer sus experimentos.
¿Será por eso que le dicen el loco de la usina? Bueno,
la verdad es que tiene pinta de eso. Es alto, flaco y de
pelos revueltos. Además, enojadizo y gruñón. Se viste
como los científicos de las películas de terror, con un
delantal larguísimo, guantes y antiparras de soldar.
Sabe hacer muchas cosas de mecánica, herrería,
carpintería y hasta de botánica. Cuida mucho
a su nieta Gaia y se preocupa por su futuro.
¡Eso es lo que más hace por su nieta!
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—Vamos nena, vamos que hoy es el gran
día. Hace mucho que lo estoy esperando, ¿me
conseguiste todo lo que te pedí?
—Eh, bueno, bueno, qué tanto apuro… Sí,
está todo en la mochila. ¿Sabés, abu, que también
encontré este libro lleno de figuritas y plantas? Son
más viejas estas plantas… El libro dice que son del
siglo dieciocho.
—Mirá nena —dijo el abuelo y se enredó en un
manojo de cables que sacó de su mochila— el día
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que naciste yo prometí hacer todo lo que estuviera
a mi alcance para dejarte un futuro mejor, sabés…
y todo sigue peor. Eso es lo malo.
Entonces agarró un pizarrón lleno de fórmulas
y dibujos, se paró firme como un maestro de
escuela y le explicó:
—Desde su aparición en el planeta Tierra,
el hombre necesita dominar y consumir a otras
especies y los recursos naturales para crecer
y desarrollarse. Como todos los seres vivos el
hombre necesita consumir energía bajo distintas
formas. Esas energías nunca desaparecen, sólo
cambian de forma. La principal y única fuente
de energía para la Tierra es el Sol.
Se acomodó un poco las antiparras que,
cosa rara, también usaba de lentes y continuó:
—El sistema formado por todos los
seres vivos del planeta tenía la capacidad de
renovarse y mantener su equilibrio. Pero el
hombre empezó a consumir el petróleo, el gas
y el carbón que a la Tierra le llevó millones de
años fabricar, y a crear desechos que contaminan
y rompen ese equilibrio.
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—¿Y yo qué tengo que ver con esta historia,
abuelo? —los ojos se le entrecerraron y se
empezó a volver chiquita, chiquita.
—¡Cómo no vas a tener que ver, nena! ¿Vos
te acordás que te llamás Gaia? Gaia es la madre
Tierra, nuestro hogar. El único lugar donde
podemos vivir. Y la madre Tierra, vos y los demás
chicos se merecen un futuro mejor.
—Uhh bueno, siempre con tu perorata, como
decís vos. ¿Y yo qué culpa tengo, decime, eh?
—Es que no me dejás terminar la historia
—gritoneó Nicolás, mientras acomodó de nuevo
sus antiparras—, mirá bien esta foto, acá estás
vos cuando eras muy pequeña y esta plantita que
ves es un limonero que planté el mismo día que
naciste, hace exactamente diez años. Tuve que
trabajar muchísimo todos estos años para que este
limonero creciera y diera los limones que necesito
para este experimento.
Ante el susto de Gaia, que cada vez se volvía
más chiquita, el abuelo bajó un poco la voz
gritona, pero muy firme le dijo:
—Quiero que sepas, nena, que sos la parte
más importante. Vos me vas a ayudar a cambiar el
futuro. La Tierra tiene que volver a ser el paraíso
donde yo viví.
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—Ay, abuelo, otra vez con las historias de
cuando eras chico… Yo me pregunto: ¿todos los
abuelos serán así? Y bue… a mí me tocó éste...
—Estos chicos no entienden ni jota, no sé qué
será de ellos… —pensó Nicolás y, armándose
de paciencia, la tomó del brazo y la llevó hasta
el salón principal de la usina, donde los esperaba
un gran artefacto tapado con una tela, entre
pedazos de autos desarmados.
—No podemos perder más tiempo, nena,
tu misión empieza ya mismo, ¿entendiste?, ¡ya
mismo!
El abuelo descorrió la tela con gran cuidado,
cual artista cuando descubre su máxima obra de
arte y entonces… ¡apareció el gran invento!
Mientras abría y cerraba sus ojos negros
llenos de luces brillantes, Gaia preguntó con una
mezcla de asombro y desilusión:
—¿Y este catafalco qué es, abu?
—Te presento a Mulita. Pero también le
podés decir tatú, armadillo, cusuco, como quieras.
Cuando yo era chico había muchos por acá. Yo
tuve uno de mascota que lo llamé Charango.
Corrían muy rápido, hacían pozos en la tierra y
cuando se sentían en peligro se cerraban como
una bola. Pero ahora ya se extinguieron.
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Lo que veía la pobre Gaia era un animal con una
especie de armadura. Pero, en realidad, se trataba de
un antiguo colectivo al que el abuelo había cortado en
pedazos y vuelto a armar. Tenía cuatro grandes patas
con uñas, una cola muy larga, un lomo curvo dividido
en fajas y una pequeña cabeza con dos faroles de ojos.
Había que estar preparada para entender esa
locura… Bueno, por suerte el nombre que su mamá le
puso al nacer le vino muy bien.
La gran misión
Gaia y el abuelo subieron por la puerta de los
pasajeros.
Dentro del vehículo, en una maceta medio
descascarada, estaba el famoso limonero.
—Pasame las diez monedas de cobre, los diez
clavos y los cables.
—¿Y la aceituna? Mirá que es lo que más trabajo
me dio conseguir.
—Sí, claro, dámela ya mismo.
Nicolás agarró la aceituna, la miró detenidamente,
la tiró para arriba y la atrapó con la boca —ñan ñan
ñan, me encantan las aceitunas.
Gaia ni se asombró, siempre esperaba rarezas del
abuelo; al contrario, sabía que era mejor así. Señal de
que estaba sano y vivo. Eso, revivo.
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Después agarró los limones, les hizo
pequeñas incisiones, insertando hasta la mitad
las monedas en un extremo y los clavos en el otro
y unió con los cables las monedas y los clavos de
los diez limones del árbol.
—Ya está —dijo el abuelo y señaló un gran
reloj con una agujita oscilante que marcaba
la carga de energía. Lista nuestra batería de
limones.
—¿Cambiar el futuro con una limonada? —en
ese mismo momento Gaia tuvo la certeza de que
su abuelo estaba completamente loco.
A Nicolás se le cayeron las antiparras de
un manotazo. ¡Quién creía su nieta, con apenas
diez años, que era él! Pero trató de armarse de
paciencia y le explicó:
—La moneda de cobre y el cinc son el cátodo
y el ánodo. Y el ácido cítrico del limón hace de
puente a la transmisión de electrolitos que libera
el clavo de cinc. ¿Y vos sabés lo que produce
esto, eh? Electricidad, mi querida nieta, sí, eso
mismo: electricidad para mover esta fabulosa
nave. Es un experimento que me enseñaron en
la escuela primaria. Preparate, nena, que hoy
mismo vas a cumplir la gran misión.
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¿Queeeeé? —exclamó Gaia, pero
sabiendo, a su vez, que ya era una aliada
en la locura del abuelo.
Nicolás, todo orondo y como
alzando un trofeo, levantó un sobre
amarillento.
—Adentro de este sobre está la
carta que vos misma entregarás.
—¿A quién abu? No me asustes,
porfi…
—Mejor preguntame cuándo… —gritó el
abuelo con los pájaros bastante volados a esa hora.
Escuchame bien. Necesitás estar atenta a lo que
te voy a decir. Mulita está diseñada para viajar en
el tiempo. Cuando aprietes este botón verde, ella
empezará a girar en sentido contrario a la rotación
de la Tierra. Cuando cuentes cincuenta vueltas
justas, ni una más, ni una menos, vas a apretar
este botón rojo para parar.
Gaia ni respiraba, sólo miraba al abuelo con
ojos de fuego.
—Necesito que vuelvas cincuenta años atrás
en el tiempo —continuó Nicolás— y les avises a
las personas más importantes del mundo que si
no paran de quemar petróleo, carbón y gas, van a
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dejar nuestra pobre Tierra hecha un desastre, ya
sin arreglo, eso mismo, sin arreglo, nena. Y cuando
llegues al pasado, debes dirigirte a esta misma
usina. Allí me encontrarás, joven, fuerte, valiente y
dispuesto a ayudarte en tu misión.
En medio de la bruma habitual, un rayo de sol
atravesó la conversación del abuelo y su nieta.
Viaje en Mulita
El abuelo colocó en la espalda de Gaia una mochila
con provisiones, un poco de comida sintética, una
botellita de agua y una bufanda. También el nuevo
libro de figuritas que Gaia había rescatado de la
basura y le dijo:
—Acordate que tenés sólo diez horas para
cumplir la misión. En ese tiempo, el ácido de
los limones terminará por disolver el cinc de los
clavos y la batería dejará de funcionar. Si las
personas más importantes del mundo leen esta
carta y reaccionan, tu vida y la de los demás chicos
cambiarán. Ahora ponete el cinturón de seguridad
y no te distraigas. Cuidate mucho, nena, que te voy
a estar esperando. Esta misión la cumplirás muy
bien. Yo sé que sos generosa y valiente como tu
nombre. Si lo sabré…
El abuelo le dio un besito en la frente, se bajó
de la nave y se subió a una bicicleta sostenida por
un armazón con muchos cables. Empezó a pedalear
y dijo con voz de mando:
—Cuando la aguja llegue al máximo, apretá el
botón verde y abrochate el cinturón de seguridad y
no andes papando moscas, por favor.
—¡Uia! —pensó Gaia— mirá si funciona de
verdad… por fin podremos conocer el sol, los
girasoles, todas las flores que desaparecieron antes
de que yo naciera y jugaremos al “te quiero mucho
poquito nada”, deshojando margaritas como me
contó una vez mi mamá.
Sentada al volante del colectivo-mulita Gaia
miraba muerta de risa al abuelo que pedaleaba
sudando la gota gorda para cargar la batería de
limones.
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Y al grito de ¡ahora, ya!, Gaia apretó el
botón verde y Mulita empezó a moverse. Primero
se paró sobre sus patas, se rascó una oreja, se
sacudió como un perro recién salido del agua y
empezó a girar como un trompo, hasta alcanzar
gran velocidad y meterse adentro de la tierra.
Una vuelta, dos, tres, cuatro, cinco, quince,
veinte, treinta y cinco, cuarenta y siete…Uf, ella
quería contarlas… imposible.
Pero, claro, Mulita tenía lo suyo, en un
camino medio fangoso se empacó y quedó allí
parada como si no le importara seguir. Entonces
Gaia apretó el botón rojo y con un gran
esfuerzo —cranc cranc cranc— Mulita trepó
de nuevo a la superficie. Desde ahí ella miró
por la ventanilla, pero no vio nada parecido a
la usina del abuelo. Todo era un desierto árido.
En el suelo se veían grietas humeantes y a lo
lejos le pareció ver un dinosaurio como los de
los libros, se acercó lo más que pudo porque
era gigantesco y metía un poco de miedo el
bicho… muy parecido a Mulita, ¡pero gigante!
Sí, se trataba de un gliptodonte. Ah, qué raro
era todo, mamita, qué miedito…
—¿Será que conté mal las vueltas? —pensó
Gaia, preocupada.
Y volvió a contar para atrás…cincuenta,
cuarenta y nueve, treinta y cuatro, veintidós,
ocho, y apretó el botón verde.
Lo que vio por el parabrisas tampoco se
parecía a la usina del abuelo. Un señor parecido
al Juan de Garay de los libros de la escuela
encabezaba una ceremonia frente a un tronco.
Revoleó su espada con una mano y con la otra
clavó una banderita de la corona española. Con
tanta mala suerte que la pinchó a Mulita. La
pobre se volvió loquita y se puso a saltar renga de
una pata, tac tac tac, hasta que por fin se calmó.
—¡Uia! Esta vez me quedé corta —y volvió a
apretar el botón verde.
Mulita giró y giró hasta que su motor hizo
un ruido raro y se detuvo aterrizando sobre sus
cuatro patas. El reloj que indicaba la carga de la
batería marcaba cero.
—¿Y ahora? Claro, con tantas idas y vueltas,
la batería se quedó sin pilas.
Otra vez con su santa paciencia fue hasta la
puerta de atrás del cole, tocó el timbre y se bajó.
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Ah, qué bueno, ahora sí estaba en una canchita
de fútbol frente a la usina de Nicolás. La presencia
del sol era muy imponente, por eso se puso las
antiparras de soldar, que se humedecieron un
poquito ante la emoción de Gaia.
El aire estaba limpio y fresquito. Un perfume
de flores silvestres inundaba la calle bordeada de
eucaliptus altísimos, mientras los pájaros piaban
con un trino sonoro y feliz. Gaia sintió una alegría
que le puso grande el corazón.
Y así, a corazón abierto, se tiró panza arriba
en el pastito y se quedó mirando el cielo y los
pajaritos que todo el tiempo planeaban y hacían
piruetas sólo para ella.
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Un encuentro esperado
Al ver tantas alas volando por los aires, a Gaia le
dieron ganas de buscar los nombres en el libro que
guardaba en su mochila: gorrión, calandria, zorzal,
golondrina parda, cardenal, benteveo, hornerito.
Para Santa Fe era el día más común del mundo,
pero para Gaia era una fiesta de color y brillo.
Sentada en el suelo, una chica de rulos negros
le cantaba una canción de cuna a una muñeca
de trapo de patas largas. Los autos iban y venían
a toda velocidad por la calle, que separaba la
canchita de fútbol de la usina.
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La usina tenía un cartel iluminado con letras
que se prendían y apagaban como luciérnagas.
—El abuelo tenía razón cuando decía que en su
época la Tierra era un paraíso. Acá hay energía por
todos lados. Yo, de este paraíso, no me voy más. Ah,
no, no, tengo que entregar la carta, si no, quién lo
aguanta a mi abuelo....
Un sonido de corneta la sacó de sus pensamientos.
El churrero ambulante, con gorro y delantal blanco, se
bajó de su bici-carro con visera y le ofreció un churro
relleno con dulce de leche. Cuando lo probó se acordó
del abuelo y le dedicó una sonrisita dulce y crocante.
—Eh, escuchemé jovencita, ¿este cachivache
con patas es de su propiedad? —le dijo un vigilante
con acento correntino a Gaia, mirando extrañado
a Mulita—. Si no lo estaciona bien, le haré una
multa, ¿sabe usted?
—Perdón señor. Yo me llamo Gaia, vengo del
futuro y tengo una misión muy importante que
cumplir. Ahora ya salgo rápido, porque no tengo
mucho tiempo —le contestó mostrándole la carta.
Gaia intentó cruzar la avenida que separaba la
canchita de la usina. Le costó entender las señales
del semáforo y avanzar por la senda peatonal,
porque en su época los autos ya no funcionaban.
Esquivó como pudo la fila interminable de autos
que iban y venían echando humo por sus escapes,
hasta que llegó frente a la reja de entrada.
Tocó el llamador y la reja se abrió sola. Con
la carta en la mano Gaia miró asombrada esa
puerta fantasma, hasta que se dio cuenta de que
era un nene muy petisito quien la había abierto.
Rápidamente se puso en cuclillas para hablar con él.
—Hola, yo me llamo Gaia y vengo del futuro.
Necesito hablar con tu papá, porque es urgente y
estoy muy, pero muy apurada.
—Hola, yo me llamo Nicolás y mi papá no está.
Dijo el nene medio ofuscado y gruñón.
Estaba vestido como los científicos locos de las
películas de terror, delantal largo, antiparras de
soldar y guantes.
Gaia se tambaleó para un lado y para otro, le
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tembló un poquito la pera, le clavó los ojos y le pasó
su mano sudorosa por la cabeza encrespada.
—Abuelo Nicolássssss. ¿Qué te pasó? Sos un
piojito. ¿Cómo me vas a ayudar a salvar el futuro si
medís medio metro?
—Qué tiene que ver, ya te parecés a la gente
grande que no cree en los chicos. Yo sé hacer
muchas cosas. No entiendo para qué querés hablar
con mi papá.
—Bueno, en realidad, yo vengo a buscarte a vos,
pero se ve que conté mal las vueltas de nuevo —lo
dijo lamentosa y con la cara entre las dos manos—.
No sé qué vamos a hacer. Mulita se quedó sin pilas,
me estoy quedando sin tiempo para entregar la
carta y mi abuelo es un nenito que ni sabe limpiarse
los mocos.
—Eso es mentira, vos serás una mocosa —dijo,
mientras se sacaba un moco y se lo comía sin ningún
disimulo—. Decime, ¿ese bicharraco de metal es
tuyo?
—Sí —contestó Gaia—, es mi nave, Mulita.
Sabe correr muy rápido, hacer pozos en la tierra,
convertirse en una bola cuando está en peligro y,
además, sirve para viajar en el tiempo.
—Faaaaaaaaa, ¡qué pedazo de inventor el que
la inventó! Pero, ¿cómo se quedó sin pilas?
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Gaia sentó a Nicolás en su falda y le explicó
con su santa paciencia.
—En un futuro cercano, escuchá bien, todas
estas cosas lindas y llenas de energía de hoy van
a estar agotadas, porque las están gastando a
lo loco, y no son renovables. Por eso tengo que
entregar esta carta con un mensaje a la gente más
importante del planeta. Mi Mulita tiene una pila
que se carga pedaleando mucho con una bicicleta y
convirtiendo la energía del pedaleo en electricidad.
Pero acá no tengo una bicicleta.
—¿Y por qué no vamos a una estación de
servicio y le cargamos nafta? eh, eh —dijo el nene
a quien ya se le estaban volando los pájaros de la
cabeza.
—Es que Mulita no anda a nafta, ni a gas, ni a
carbón. Sólo se carga con la energía que produce
la naturaleza y que nunca se agota. Y ahora ¿qué
hacemos?
—Pero eso es muy fácil de arreglar, Gaia
—dijo Nicolás y se metió corriendo en la usina.
Gaia esperó mirando cuanto pajarito volaba
a su alrededor. Al rato escuchó un rechinar de
engranajes. Apareció una sombra proyectada
en la pared de la usina, parecida a las sombras
chinescas que ella hacía con sus manos cuando
estaba aburrida. Y por fin, la imagen del niño-loco,
pedaleando en un triciclo con aire triunfal.
—Vamos, yo te llevo —una decisión sin vuelta
atrás.
Los pájaros vecinos de la usina se pusieron
a revolotear sobre las cabezas de los niños entre
confundidos y contentos.
Juanito, el reciclador
Gaia se subió al parante trasero del triciclo y los
dos cruzaron la calle hasta Mulita. Subieron e
inspeccionaron el limonero. Nicolás conectó dos
cables a uno de los limones y el otro extremo a
la lamparita de su triciclo. Le pidió a Gaia que se
pusiera al volante y ella pedaleó, pedaleó, pedaleó.
Cuando no pudo más se bajó del triciclo y, con
la lengua afuera, miró la aguja del medidor de
batería.
Gaia intentó darle marcha al motor, pero sólo
consiguió que Mulita tosiera un poco y se volviera
a quedar quieta.
—Oh, qué bueno, se cargó un poquito, pero
necesito más energía. Para cumplir la misión y
volver a casa, la batería tiene que estar
completa.
Se quedaron unos segundos
cabizbajos, hasta
que Nicolás tuvo
la gran idea:
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—Ya sé adónde buscar más energía. Juanito
nos va a ayudar.
Atravesó corriendo la canchita hasta un árbol
donde estaba atado un caballo sujeto a un carro de
madera.
—¡Guau! un caballito de verdad —dijo Gaia
con los ojos salidos de sus órbitas— como el de los
libros. ¿Éste es Juanito? ¿Y cómo nos va a ayudar
a encontrar más energía?
Detrás del caballo se asomó un nene con todos
los pelos despeinados
debajo de su gorrita
roja y con los pies
descalzos.
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—Yo soy Juanito, mi caballo se llama Antonio.
—Buen día Juanito —dijo Nicolás poniéndole
la mano en el hombro—, te presento a Gaia, ella
es pariente mía y viene de muy lejos para cumplir
una misión, ¿nos darías una manito?
—Bueno, si puedo… a ver, ¿en qué quieren
que los ayude?
—¿Ves aquel colectivo raro? Es la nave de
Gaia y necesitamos cargarle la batería para
hacerla arrancar. Necesitamos que nos enseñes
cómo se fabrica electricidad con lo que la gente
tira a la basura.
—Muy bien —dijo Juanito muy convencido—
súbanse a mi carro que les muestro.
Juanito, Gaia y Nicolás se pusieron en marcha
camino a la ciudad, en el carro tirado por Antonio,
mientras remolcaban a Mulita que no tenía más
batería.
Mientras atravesaban la ciudad, Juanito iba
señalándoles los contenedores que rebalsaban de
basura de todo tipo. Y entonces les contó:
—Ustedes ni se imaginan lo que la gente tira
todos los días: diarios, revistas, cajas, ropa, zapatos,
botellas, aparatos rotos, aparte de desechos
orgánicos. Miles y miles de kilos de cosas que la
gente ya no quiere y que pueden seguir usándose
o reciclarse y que guardan energía en su interior.
La gente piensa que lo que tira al volquete
desaparece mágicamente, pero nada desaparece
en el aire, sólo cambia de forma y de estado y
vuelve a la tierra.
—Ay, si supieran cómo vamos a quedar dentro
de unos años si todo sigue así… —la voz de Gaia
sonó entrecortada y flaquita.
Juanito siguió contando:
—Mi familia y yo trabajamos en el relleno
sanitario clasificando basura junto a muchas otras
familias. Y hay muchísima basura, como 250
toneladas por día. Ahí,
en vez de apilar
la basura a cielo
abierto, se la
selecciona,
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se la compacta y se la entierra en capas separadas
para envenenar lo menos posible el aire y el suelo.
Gaia se sentó en canastita y Nicolás quedó
tieso como un palito para escuchar atentos este
relato que no era para perdérselo.
—Hay muchísimas cosas que se pueden
reciclar —dijo Juanito—: papeles, cartones
plásticos, latitas y otros desechos orgánicos, que,
cuando se pudren o se queman, liberan energía en
forma de gas. Este gas metano es muy malo para
la atmósfera, aparte de llenar la zona de mal olor.
Juanito hizo una pausa porque escuchó a
Nicolás repetir en verso “gas metano, gas metano
¿adónde nos vamos?” Gaia ni se inmutó. Quería
seguir escuchando.
—Aquí y en varios lugares de nuestra provincia
—continuó Juanito— se puede convertir la basura
en energía. Hay unos tanques herméticos de
cemento o plástico que se llaman biodigestores, ahí
se mezcla la basura orgánica con unas bacterias
que pueden producir el famoso biogas, una mezcla
de gas metano y dióxido de carbono.
—¿Dio… qué? —preguntó Nicolás queriendo
entender tanta palabra importante.
—Dióxido de carbono —repitió Juanito y
siguió sin pestañear. Estas bacterias que viven en
33
lugares sin oxígeno se llaman anaeróbicas y se
pueden obtener del estiércol de los animales.
—Oh, mirá vos a las bacterias —dijo Nicolás
más serio que una estatua.
Juanito siguió explicando:
—El biogas es un combustible biológico que
puede sustituir al gas que proviene del petróleo.
Es una fuente inagotable, ya que, mientras haya
desechos orgánicos, habrá biogás. Además su uso
evita la emisión de gases malos a la atmósfera y
genera, en los desechos ya procesados, un material
fertilizante similar al humus. El biogas puede
usarse para hacer funcionar estufas, calderas,
cocinas y producir electricidad por medio de
turbinas y motogeneradores a gas.
—¿Motos a gas? ¡Qué lindo!, vamos a volar
con esas motos.
—Motogeneradoras a gas —agregó medio
molesto Juanito—, ese gas sirve para abastecer
todo el consumo de aquella escuelita que ven
enfrente y, con el abono producido, alimentamos
aquel montecito de frutales que vemos más allá
de la escuela.
Después de este relato que dejó boquiabiertos
a los dos visitantes, Juanito señaló un enchufe en
la base del tanque y la invitó a Gaia a enchufar
a Mulita para cargar la batería. Ella lo hizo con
sumo cuidado.
Mulita pegó un salto violento, se sacudió para
acá y para allá y encendió sus faroles delanteros.
Los chicos locos de contentos miraban a Gaia
que acarició a su Mulita y le besó la pata derecha.
Su corazón volvió a latir esperanzado.
34
Nuevos viajeros
—Bueno, por fin llegó la hora, me voy urgente a
entregar la carta del abuelo, porque se me acaba el
tiempo.
—Sos mala, eh… te vas sin llevarnos a dar una
vueltita —dijo Juanito con ganas de andar en ese
bicho raro.
—Buenísimo, total entramos los tres y de paso
me ayudan con la misión.
Subieron como tiro los dos, no vaya a ser que
la chica se arrepintiera. Juanito saludó a Antonio
que lo miraba con ojos de caballo desorbitado, sin
entender ni jota. Gaia le hizo upa a Nicolás que se
creía el conductor y le dio marcha a Mulita.
—Ahora sí, a buscar a las personas más
importantes del mundo para que salven la Tierra.
Veremos por dónde empezar…
La aguja de la batería subió hasta un cuarto
del total. Lo único que hizo Mulita fue girar como
un trompo.
—Uhhhhh, me parece que estamos fritos —dijo
Gaia.
—No se hagan problema, chicos, que mi primo
Rufino nos puede ayudar —se le ocurrió a Juanito.
Pero también aclaró que vivía a cuatro horas de
viaje hacia el sur.
35
Entre caprichos y gritos de Nicolás por
querer manejar, Gaia y Juanito le inventaron una
especie de pata de palo, y le pusieron una pila
de almohadones de asiento, para que pudiera
conducir a la pobre Mulita que ahora no sufría a
una sola, sino a tres que la zarandeaban de acá
para allá.
Así fue como tomaron por
la ruta hacia el sur a pleno
trote. Los colectiveros del
Tata y los camioneros
que llevan los cereales
al puerto los saludaban
despavoridos.
Gaia miraba el paisaje
con piel de gallina y haciendo todo tipo de
comentarios. Todo está muy verde. ¡Cuántas
plantitas y flores a la orilla de la ruta! ¿Esas son
vacas? Y esos bichitos que cruzan por la ruta sin
miedo de ser aplastados, ¿cómo se llaman?
Cuando ya estaban a la altura de Coronda, a
Juanito le empezó a hacer ruido la panza.
—Eh… ¿ustedes se acuerdan de que con
tanto lío, nos olvidamos de comer?
Gaia, con su santa paciencia, sacó de la
mochila las provisiones que le había dado el
36
abuelo para el viaje: un tupper con comida para
perros y una botellita de agua.
—Chicos, podemos compartir mi almuerzo, eso
sí, un poquito para cada uno.
Juanito olfateó la comida sintética del futuro y,
aunque tenía mucho hambre, la devolvió, tratando
de no ser maleducado. Gaia y Juanito volvieron
a mirar por la ventanilla y vieron un campo todo
cubierto de frutitas rojas.
—¡Paren a Mulita! —dijo Gaia—. Creo que
vi una frutilla, sí, una frutilla como la de mi libro,
ahhh, se me hace agua la boca... Bajemos.
37
Mulita entró caminando entre las líneas de
arbustitos de la plantación y se echó muy pancha a
descansar al sol, mientras los tres chicos cortaban
algunas frutillas.
Gaia las mordía y se le chorreaban los dedos
de una agüita roja entre dulzona y agria. Los
tres comieron hasta que llenaron bien sus panzas
hambrientas.
—Bueno, ahora sí me siento con más energía
para seguir el viaje, vamos chicos y no perdamos
más tiempo —ella siempre decidía, por supuesto.
—Claro —dijo Juanito—, las frutas son como
una batería que se carga con la energía del sol,
el agua y los minerales del suelo. Al comerlas,
estamos cargando esa energía en nuestro cuerpo.
—Sí, sí, ya cargamos
nuestras baterías, vamos rápido
a ver a Rufino, que tengo que
cumplir la misión. Menos mal
que ustedes me acompañan,
¡qué bueno!
Nicolás, que estaba tirado
panza arriba casi medio
dormido con la pancita llena,
no tuvo empacho en decirle:
—Vos sos una mandona.
—Y vos un nenito llorón.
Retomaron la ruta con
Mulita a todo lo que daban
sus patas. Pasaron por Rosario,
pasaron por Casilda y, de golpe,
Nicolás frenó en seco.
—Uhh, sin batería de nuevo
—pensaron los pasajeros.
No. Bajaron porque se encontraron con
un enorme cartel que anunciaba: BIENVENIDO A
LOS QUIRQUINCHOS
Y lo mejor de todo: Mulita estaba nariz con
nariz con una mulita de verdad que le lamía el
paragolpe. Parecía una nena con un juguete nuevo.
Descubrieron que esa escena era observada
por otras mulitas que miraban tímidas desde sus
agujeros.
—¡Iupiiii! A estos bichos yo los vi en mi libro…
Gaia buscó y encontró: “el quirquincho es un
mamífero con caparazón, también conocido como
mulita, peludo, toche, pirca o cachicamo. Está
casi extinguido porque fue cazado y depredado
indiscriminadamente, ya que su carne es muy
sabrosa y su caparazón y su cola tienen usos
medicinales”.
Los tres viajeros volvieron a mirar a Mulita
embobados porque se dieron cuenta de que había
encontrado a un amigo. Gaia aprovechó a invitarlo:
—Nosotros tenemos que seguir viaje. Si querés
venir sos bienvenido.
El quirquincho no contestó pero hizo un ruidito
agudo y saltó a los brazos de Gaia. De ahora en
más serían cuatro los responsables de la gran
misión. Y juntos partieron hacia lo de Rufino, quien
los ayudaría a terminar de cargar la batería.
Hicieron un tramo bastante largo hasta que
Juanito avisó que estaban llegando, porque pasaron
junto a un cartel que decía “Parque eólico”. Lo
primero que vieron en el horizonte fue un montón
de barriletes de distintos modelos y colores.
Después vieron cuatro grandes molinos de viento
montados sobre columnas altísimas.
38
A Mulita se le ocurrió frenar justo donde se
juntaban todos los piolines de los barriletes. Allí, a
los pies de esas enormes columnas había un nene
de ropas chillonas con los pelos al viento. Se dieron
cuenta desde las ventanillas que había mucho
viento porque volaba todo tipo de cosas.
Los tres chicos y el quirquincho bajaron de la
nave saludando con los brazos en alto.
—¡Hola Rufino!
39
Tuvieron que hacer mucho esfuerzo para
avanzar porque tenían el viento en contra, hasta
que llegaron al chico de los barriletes.
—Uffffff, qué fuerza tiene el viento acá
—dijo Gaia. Y los barriletes volaron a todo
color para saludar a estos chicos que no le
tenían miedo a nada.
El cuidador de los molinos
—Primo, estos son mis amigos, Gaia, Nicolás y el
quirquincho. Te venimos a pedir un favor.
—Bueno, por supuesto, siempre que pueda…
—dijo Rufino, tratando de correr de los ojos sus
pelos lacios despeinados por tanto viento.
—Gaia vino del futuro a entregar una carta,
pero su nave se quedó sin batería. ¿Vos nos podés
ayudar?
—Sí, claro, energía es lo que sobra por acá.
En esta zona hay viento casi todos los días. Yo
soy el cuidador de los molinos, especialista en
energía eólica y en avioncitos de papel, molinetes y
barriletes. Con un sistema muy simple de imanes y
bobinas de alambre de cobre, se puede convertir la
fuerza del viento en electricidad. En cualquier casa
se pueden instalar molinos pequeños. Dale, enchufá
acá a tu mulita —agregó Rufino que hablaba como
un chico sabio—. ¿Sabían, además, que los vientos
también dependen de la energía del sol? El sol
calienta la atmósfera a distintas temperaturas,
según la altura y la región. Esa diferencia de
temperatura y presión de aire es lo que provoca los
vientos.
Mulita se sacudió, prendió y apagó sus faroles
varias veces mientras tocaba su bocina. Por lo
menos, su amigo quirquincho la hacía morir de risa
con el baile del peludo.
—Buenísimo, mil gracias, ahora nos vamos
urgente a entregar la carta.
Los tres chicos y el quirquincho iban hacia la
nave, mientras Rufino se metió los dedos en la boca
y les chifló bien fuerte.
—Ey, esperen un cachito. Si se quedan, les
enseño cómo hacer un molinete. No se vayan…
—Oh, un molinete, sí, sí, siempre quise tener un
molinete —dijo Gaia e intentó chiflar así de fuerte
como Rufino, pero sólo le salió un silbidito ahogado.
Y bueno, a silbar también se aprende.
40
41
Fue así como todos los pasajeros
recortaron y doblaron papelitos de
colores y fabricaron tantos molinetes,
tantos, que no les daban las manos
para hacerlos girar con el viento. Y
terminaron condecorando a Mulita
que no entendía nada, pero los miró
con cara de mulita feliz.
Cuando cada uno había ocupado
su lugar para continuar el viaje, la
aguja de la batería sólo marcaba la
mitad de la carga. El limonero no
aguantaría mucho más. Pero justo
en ese momento apareció un
carancho que se paró sobre
Mulita.
—¿Qué se te
ocurre, genio?
¿Atar una bandada
de caranchos a
la mulita para
hacerla volar?
—dijo Nicolás
bastante ofuscado.
—No, no, este
pajarito que se llama
carancho, caricari, caracará o carcaña, me hizo
acordar al río Carcarañá que está más al norte.
Sí, en el Carcarañá vamos a encontrar mucha
energía para cargar la nave.
—Vamosssssss —gritó Juanito acostumbrado
a los “¡vamos!” dichos a su caballo Antonio.
—Esperen, esperen, se me ocurrió algo.
Sólo necesito tela, dos ramas y sogas.
Apabullado con tanta genialidad, Nicolás
agarró su guardapolvo, le puso una cruz
hecha con dos ramas y fabricó una vela para
aprovechar el viento.
—Los hombres conocen esta tecnología
desde hace miles de años. Es
bueno saberlo, chicos.
Y dio resultado. Mulita
empezó a moverse sola,
arrastrada por el viento
que embolsaba la vela. Los
cuatro chicos y el quirquincho
empezaron a avanzar a toda
velocidad. Nicolás, haciéndose
el desentendido, se escondió
detrás del limonero porque
abajo del guardapolvo tenía
un calzoncillo con corazones y
una camiseta de fútbol y se moría de
vergüenza. Los otros dos, sin perder tiempo,
buscaron en un mapa de Santa Fe donde estaban
marcados todos los proyectos de energías
alternativas. El quirquincho caminaba para acá
y para allá por encima del tablero de control. Le
llamó la atención un botón anaranjado que decía
“Modo bolita” pero como no sabía leer, sólo lo
olfateó y lo pisó con su patita.
Enseguida nomás, Mulita empezó a hacer un
ruido raro, arqueó el lomo para un lado y otro y se
cerró sobre su barriga como una pelota. Así y todo
no dejó de avanzar.
Los chicos gritaban como si estuvieran en una
montaña rusa, mientras la gran pelota de metal
giraba a lo loco por el campo.
Una vaca que pastaba al lado de un molino de
agua fijó sus ojos de vaca mansa en esa cosa rara
que iba rodando a toda velocidad.
Mulita al fin llegó, hecha pelota, hasta el borde
de las barrancas del río Carcarañá y frenó como
pudo. Osciló un poquito para adelante y para atrás.
Finalmente, rodó barranca abajo hasta caer al agua
para darse un gran chapuzón.
42
Al agua, chicos
Una vez debajo del agua, Mulita
se dejó llevar por la corriente.
Los cinco navegantes miraron
por las ventanillas. Montones de
peces curiosos venían de todos
lados a ver ese bicho de metal.
Gaia sacó su libro ilustrado
y fue nombrando los distintos
peces, señalándolos con el dedo.
Amarillo, armado, boga, dorado,
pejerrey, moncholo, patí, surubí,
mandubí, mojarra, pacú y sábalo.
Avanzó unas páginas hasta el
mapa de ríos. “El Carcarañá nace
en Córdoba, tiene 240 kilómetros
de largo y desemboca en el río
Coronda, que a su vez desemboca
en el Paraná. Como atraviesa la
pampa ondulada, tiene barrancas
muy altas y en su recorrido
hay pequeñas diferencias de
altura que producen saltos”.
Justo Mulita había empezado a
corcovear por los mismos saltos
que anunciaba el libro.
43
Los chicos estaban muy
entretenidos con el viaje
subacuático, cuando una línea
con un anzuelo enganchó a
Mulita por el paragolpes
y los arrastró hasta la
superficie.
En la orilla del
río, una nena con
los pies metidos
en el agua y un
sombrerito de
paja hacía mucha
fuerza con el riel
de su caña para sacar
a semejante pez. De
pronto, Mulita se asomó
a la superficie, mostrando
su cabezota de metal.
—Faaaaaa, loco —dijo la
nena— ¡Qué pedazo de boga!
Observando bien a su presa, se
llevó la mano al mentón.
—La verdad, no parece una boga,
ni un dorado, ni un sábalo, ni una vieja
del agua, ni siquiera parece un pescado.
44
Gaia asomada a la puerta
del conductor, le pidió:
—Hola, ya que estás por aquí, ¿nos
arrimarías hasta la costa?
Con el gran pez ya encallado en la orilla, los
navegantes bajaron a la playa de arena mojada.
Gaia se presentó:
—Yo soy Gaia y vengo del futuro. Mi abuelo
me pidió que entregue esta carta a…
Juanito, Rufino y Nicolás recitaron a coro: “a
las personas más importantes del mundo”. Hasta
el quirquincho asintió convencido.
—Ah, mirá vos, qué importante —dijo la
nena pescadora— mis amigos me dicen Mojarra.
Decime ¿qué hacen todos metidos en ese
colectivo tan raro?
45
Gaia tomó la palabra como lo hacía
habitualmente.
—Resulta que mi medio de transporte
se quedó sin pilas y desde hoy andamos meta
juntar energía por todos lados para cumplir
la misión encomendada por mi abuelo. Acá el
amigo Rufino nos dijo que en el río podíamos
encontrar un montón de energía.
—Por supuesto. ¿Ven aquel molino harinero?
Bueno, usa la fuerza del agua en estos saltos del
río a través de turbinas que transforman la fuerza
en electricidad, para alimentar sus máquinas.
—Uf, otra sabia que me pone la cabeza así…
—rezongó Nicolás.
—El agua del río y los océanos está llena
de vida y energía. Ocupa tres cuartas partes de
la superficie de la Tierra. Es todo un sistema
que es la casa de organismos vivos y que está en
permanente movimiento, en forma de fluido, de
vapor y de hielo. Sin los ríos y los mares, la vida en
la Tierra no sería posible.
—Decímelo a mí —dijo tristona Gaia— en
mi época es muy difícil encontrar agua limpia y
pececitos.
—Aparte, los seres humanos tenemos un 80%
de agua —por fin pudo acotar algo Nicolás entre
tantos sabios—. Ah, hablando de agua, me dieron
ganas de hacer pis —y, rescatando su guardapolvo,
se perdió detrás de un arbusto.
Juanito se subió al lomo de Mulita y dijo:
—Euuu, se están olvidando de algo importante.
El agua sirve para refrescarse, jugar y chapotear
—y se tiró de cabeza al río.
Rufino se entusiasmó y se tiró de bomba,
dejando círculos de agua que el quirquincho miró
con cara de bicho raro, hasta que desaparecieron.
Mojarra invitó a Gaia al agua dándole la
mano porque la vio con un poquito de miedo. Y
sí, nunca había nadado en ningún río. Pero, como
vio tan confiados a sus amigos, se decidió. Todos
jugaban en el agua y fluían como peces, mientras
el quirquincho nadaba panza arriba usando su
caparazón de canoa. La verdad, no todos, Nicolás
quedó en la orilla y se negaba a mojarse los pies.
—Sí, sí, todo bien, pero tenemos cada vez
menos tiempo para la misión. Hay que terminar
de cargar la batería y salir corriendo a entregar la
carta.
Los chicos, después de chapotear un rato
en el agua, salieron y se tiraron en la playita a
secarse al sol. Recién ahí Gaia notó que detrás de
los pastos de la costa había ojitos mirones. Desde
más cerca vio que eran ranitas, caracoles, hasta
cangrejos chiquitos.
Sacó su libro, buscó el capítulo del río y
encontró los nombres de esos bichos que nunca
había visto en el mundo del futuro. Nicolás
interrumpió ese momento de paz, a los gritos.
—Eh, eh…yo también soy un genio…
miren, miren lo que inventé. Con el dínamo
de la lamparita de mi triciclo conectado
a una rueda, y usando como aspas estas
cucharitas de morondanga para que el
agua haga fuerza y la haga girar, podemos
convertir la fuerza del agua en electricidad
46
y terminamos de cargar el limonero. ¿Qué
tal mi invento?
—¡Viva Nicolás! —gritaron los chicos
a coro y lo levantaron en andas.
—Ahora sí vamos a entregar la carta
—otra vez Gaia— pero, ¿quién nos servirá
de guía en el río?
—Yo me muevo en el río como pez
en el agua. ¡Voy con ustedes! —decidió
Mojarra sin pedir permiso.
Con la complicidad de un río amigo se
hacía mucho más fácil seguir la corriente.
Más cerca de la misión
Gaia, Nicolás, Juanito, el quirquincho y
Mojarra emprendieron viaje en una mulita
condecorada con los molinetes de Rufino
en el lomo y la turbina de cucharitas de
Nicolás girando en un costado. Un adornito
más y ya era una carroza de los carnavales
correntinos.
Mientras Gaia y Nicolás estaban
sentados al volante, los otros cuatro
miraban el paisaje sentados en el lomo.
Con libro en mano fueron reconociendo
47
árboles de la costa: sauce, ombú,
ceibo, timbó, palo borracho…
Nicolás, que estaba bastante
hinchón porque nunca terminaba
de acomodarse, le dijo a Gaia,
señalándole el limonero:
—La batería no se termina de
cargar y el tiempo está llegando
a su fin. Hay que hacer algo
rápido o la misión va a fallar
y no vas a poder cambiar el
futuro, nena.
Gaia acarició las hojas del
limonero y se quedó cabizbaja,
mirando el piso.
—Necesitamos más
energía, ufff, a ver, ¿cuál
es la fuente de energía
más potente que te puedas
imaginar y que nunca se
agota? —miró su remera
y cuando vio su girasol
pintado, pegó un grito que
hizo trastabillar a Mulita—
¡EL SOL! ¿Pero cómo
48
metemos la energía del sol en nuestra nave?
Gaia se agachó para hablar frente a frente
con Nicolás, mientras los chicos despreocupados
jugaban al “veo veo” con todas las maravillas
que veían a su alrededor. Hasta el quirquincho
participaba sin decir ni mu.
—Cuando vos eras viejito, y mucho más
alto, me dijiste que los girasoles, además de ser
hermosos, aprovechaban toda la energía del sol
girando a medida que el sol cambiaba de lugar.
—Eh, eh, eh… ojito con lo que decís, yo seré
más petiso, pero sé muuuuuchas cosas. El girasol
es una flor muy alta que sirve para fabricar aceite,
pero también combustible biodiesel. Se la conoce
como Mirasol, Jáquima o Maravilla y tiene una
hormona que le permite a la flor cambiar de
posición siguiendo la orientación del sol para
captar mejor su energía.
—Faaaaaa… Nicolito sos un geniecito. ¿Y
dónde encontramos girasoles?
—En el norte de la provincia, por supuesto
—acotó Nicolás levantando su dedito y con cierto
aire de suficiencia.
Gaia se asomó por la puerta de Mulita y les
gritó a los chicos que estaban de fiesta corrida en
el techo.
49
—Agárrense fuerte que vamos río arriba hacia
el norte. Hasta Reconquista no paramos. ¡Allá
vamos!
Mulita pataleó y pataleó con todas sus fuerzas
río arriba hasta que vieron una isla bordada de
flores amarillas, casi anaranjadas. Gaia corrió
como loca para tocar los pétalos de los girasoles
con la puntita de sus dedos. ¡Ahhh, qué suaves esos
pétalos!
Todo muy lindo para los ojos y el corazón de
los viajeros, pero en el momento menos pensado,
la plantación de girasoles se terminó y Gaia
desembocó en un descampado. Ahí mismo se
encontró con una nena sentada solita en la puerta
de una casa de madera elevada sobre pilotes.
—Hola. Yo me llamo Gaia y vengo del futuro.
Aquella mulita de metal que ves es mi nave y todos
esos chicos son mis amigos. ¿Vos vivís acá? ¡Qué
hermoso lugar! ¿Qué hacés solita?
La nena era petisita y de pelo muy oscuro
y lacio. Estaba sentada en el piso de tierra
modelando unas esculturas con arcilla.
—Hola. Yo me llamo Ra a asa, que en la lengua
de mis antepasados quiere decir Sol.
El corazón de Gaia latió con más fuerza y los
ojos le brillaron como dos soles de verano.
50
—¿Tus antepasados también te enseñaron a
hacer estos animalitos?
—¿Te gusta mi mulita? Si la querés, te la
regalo. Las mujeres de mi familia modelan estos
animalitos con arcilla de la costa desde hace
mucho tiempo… yo soy descendiente de la familia
Mocoví. Los mocovíes habitaban este territorio
desde hace muchos siglos. Vivían en el monte y
creían que las cosas vivas eran divinas. Muchos se
ponían nombres de pájaros y usaban las plantas del
monte para curar.
Gaia, tratando de aquietar su corazón, sacó el
libro de su mochila y le mostró.
—Mirá Sol, encontré este libro en una pila de
basura. Tiene unos dibujos geniales hechos hace
como 250 años acá en el norte de Santa Fe. El
autor es un monje jesuita polaco que vivió como
20 años por estos lugares. En una de esas, algunos
de éstos son tus tataratatarabuelos —dijo Gaia
mostrándole unas imágenes de hombres y mujeres
mocovíes.
—Huy, qué lindo…mirá, mis antepasados
eran muy buenos jinetes. Los más antiguos, me
contó mi mamá, eran muy sanos porque comían
lo que había en el monte. Su única enemiga era
la serpiente. Pero no se enojaban con ella, porque
51
tenían poderes para atraer la lluvia o convertirse en
animal.
Sol se levantó, muy prolijita se sacudió la cola y
preguntó:
—¿Vos qué andás haciendo en la isla Guaycurú?
Gaia, como de costumbre, le mostró la carta
amarillenta y le explicó:
—Mi abuelito me mandó a entregar esta carta
a una gente muy importante, pero conté mal las
vueltas y mi nave se quedó sin pilas. Y como la
batería sólo se carga con energía de la naturaleza,
vinimos hasta acá para cargarla con la energía del
sol. Decime, ¿vos sabés cómo podemos aprovechar
la energía de los girasoles?
Sol se rió y unos dientes blancos y parejitos
aparecieron haciendo contraste con su piel oscura.
—Acompañame hasta mi escuela que te
muestro.
Más cerca aún
En el camino, Sol se detuvo frente a una media
esfera plateada tan alta como ella, sostenida por
unas patitas.
—Este es un horno solar. Los rayos del sol
concentrados por los espejos se convierten en calor
—dijo Sol y sacando una pava humeante del horno
52
solar, le cebó un mate a Gaia con unas cascaritas
de naranja.
—Uh, gracias, nunca lo probé. En mi futuro
no existen las cosas verdes —Gaia chupaba de
la bombilla disfrutando del ruidito del agua. Un
mate dulzón era casi una golosina para un día
complicado.
Con la pava en una mano y el mate en la otra,
Sol le mostró su escuela.
—Mirá, como en la isla no hay electricidad
ni gas tenemos paneles solares que convierten
la luz del sol en electricidad. También tenemos
estos calefones solares que usan la luz del sol para
calentar el agua y poder bañarnos. Aunque el sol es
una estrella que está a 150 millones de kilómetros
de nosotros, toda la vida de la Tierra depende de él,
de su luz y de su calor.
Mientras tomaba otro mate, Gaia pensó en voz
alta:
—La luz del sol, la fuerza del agua, la fuerza
del viento, la energía guardada en la basura
orgánica… Toda esa energía está disponible todo el
tiempo alrededor de nosotros y nunca se termina.
—¡Claro! y no contamina el medio ambiente
con desechos, por eso se llaman Energías
Renovables —agregó Sol convencida.
53
Gaia miró la altura del sol, también la bandada
de patos que pasaba dibujando en el cielo una V
corta, se puso un poco tristona y le dijo a su nueva
amiga:
—Sol, tu isla es hermosa, pero tengo que ir
a entregar la carta del abuelo, si queremos que
cambie el futuro. A mi limonero no le queda
mucho tiempo de carga. Y a mi Mulita le falta un
empujoncito más de energía.
—Nosotros te podemos prestar dos paneles,
pero yo quiero viajar con ustedes para ayudarlos en
la misión, dale, dejaaame.
—Sí, sí, decí que Mulita es más buena que el
pan —y se metió el dedo índice y pulgar en la boca,
como le había enseñado Rufino para chiflar, porque
era hora de llamar a los chicos que habían quedado
con sus pies en el agua, comiendo mandarinas. Qué
pena. Sólo le salió un silbidito ahogado. Entonces
haciendo bocina con sus manos les pegó un grito.
El primero en llegar fue el quirquincho. Los demás,
aparecieron con pocas ganas. Estaba bueno el río.
Gaia le presentó a Sol uno a uno a sus amigos.
—Este enanito se llama Nicolás y es mi
abuelito. Te va a parecer raro, pero no te
preocupes, ya entenderás. En el futuro, va a ser
alto y arrugadito. Este más grandecito es Juanito
y sabe cómo sacar energía de la basura. Este más
alto es Rufino, el primo de Juanito y es especialista
en molinos y molinetes, avioncitos y barriletes. Ella
es Mojarra, la que sabe todos los secretos del río.
Ah, y éste es el quirquincho o mulita, armadillo,
peludo, tatú bolita, en fin, tenés varios nombres
para elegir.
—Guau, qué manera de tener nombres, yo ya ni
me los acuerdo.
Y para terminar con las presentaciones:
—Chicos, ella es Sol de Guaycurú y nos va a
ayudar a dar la energía del sol a Mulita, usando
estos paneles solares que transforman la energía
en electricidad.
54
—Uhh, mirá vos la nenita… ¿cómo no se me
ocurrió a mí primero? —se preguntó Nicolás.
Vamos a conectarla al limonero y urgente a
entregar la carta.
Los cinco chicos y el quirquincho acomodaron
los dos paneles solares a los costados de Mulita,
como si fueran las alas de un avión. Después,
todos juntos la empujaron —¡fummmm!— hasta
que arrancó el motor.
El pobre carromato, ya un poco agotado
de tanto andar, marchó lento entre el campo
sembrado de girasoles altísimos, tratando de
cargar su batería de limones con la energía
del sol, hasta que por fin la aguja indicó que ya
estaba lista. Empezó a andar más rápido hasta
que las alas solares lo despegaron del suelo y lo
elevaron por los aires.
Qué linda estaba Mulita con alas, claro que
era un avión pesado, bueno, pero avión al fin. Por
eso voló bajito sobre la superficie del río mientras
los chicos organizaban cómo cumplir la misión.
—Yo te dije que sólo tenías diez horas,
acordate bien —dijo Nicolás-abuelito— ¿a quién
le llevamos la carta?
A Gaia le temblaron un poquito las piernas.
—A ver chicos, ustedes que son de esta
55
época, díganme ¿quiénes son las personas más
importantes del mundo?
—Y… los presidentes, los jugadores de fútbol,
la gente que sale por la tele...
—Pero, ¿cómo vamos a hacer para encontrar
a toda esa gente en tan poco tiempo? Ufff, seguro
que vamos a necesitar más ayuda.
Nicolás se puso a caminar en círculos, con
cara de pocos amigos.
—A ver, pensá, pensá, cabecita loca
—mientras se golpeaba la cabeza. Hasta que se
paró en seco y pegó un gritó que atravesó el aire:
¡Ya sé!
Los chicos se quedaron parados como estacas
y el quirquincho corrió a esconderse detrás del
limonero. Es que había que prepararse para todas
esas locuras.
—Ey, casi nos matás de un susto —lo retó
Gaia— a ver… ¿qué se te ocurrió ahora?
Nicolás levantó el asiento de conducir lo más
que pudo y desde esa altura alzó su dedo de dar
órdenes.
—Tenemos que enchufar a Mulita a una
antena suficientemente grande como para
transmitirle el mensaje de la carta a todo el
mundo al mismo tiempo. ¡Vamos ya!
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Al fin, la carta
Así fue como la mulita voladora aterrizó en la
terraza del canal de televisión local junto a su
antena de transmisión. Los chicos y el quirquincho
bajaron corriendo detrás de Gaia, quien iba
gloriosa con carta en mano
a cumplir la gran misión,
debajo de un cielo de
atardecer entre rosado
y violeta, cuando ya la
ciudad de Santa Fe
empezaba a encender
sus luces.
Nicolás, con su
acostumbrada voz de mando
se paró en el capot de Mulita y
dio las siguientes instrucciones:
—Vos Rufino, volá a hacer
cientos de copias. Vos Juanito,
conseguime un parlante de lata
como los que usan los verduleros
ambulantes. Mojarra y Sol
vayan a reunir a los chicos que
están jugando en el parque
y tráiganlos para acá, y vos,
Gaia, preparate para ser
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famosa. ¡Vamos, vamos, muévanse, nos quedan
nada más que diez minutos!
El pobre quirquincho tiró del delantal del
mandamás para que le asignara también a él una
tarea. Nicolás sacó un par de cables del interior
de Mulita y le dijo alguna cosita en el oído.
Quirquincho rápidamente entendió la orden.
Subió corriendo con los dos cables atados
a su cola, hasta la punta de la
antena del canal.
En pocos minutos todos
estuvieron de vuelta con su misión
cumplida. Un grupo de chicos que
jugaban en el parque rodearon a
Mulita con las copias de la carta
en la mano. Entonces, sin perder
un minuto más Nicolás acomodó el
parlante de lata en el techo de Mulita
y le dio a Gaia el micrófono.
—¡Vamos, ahora es el momento!
El grupo de chicos recién llegados era muy
bochinchero. Gaia, muy enérgica se metió los dos
dedos en la boca y le salió un chiflido tan fuerte
que consiguió la atención de todos. Tomó la carta
del abuelo, miró agradecida el cielo rosado del
atardecer y leyó bien derechita, con voz firme:
“Señores importantes del mundo: aquí les
mando esta carta de mano de Gaia, mi nietita, mi
tesoro más preciado”.
Gaia acomodó un poco mejor la hoja
porque una ráfaga de viento la hacía
flamear y siguió:
“A Gaia le tocó crecer en un mundo
sin sol, sin flores, sin manzanas, ni
bananas, ni mandarinas, ni frutillas.
De nuestras canillas sale
agua sucia y espesa como
dulce de leche y por el efecto
invernadero el calor nos
agobia.
Ni Gaia ni los demás
nenes pueden jugar en
la plaza, ni chapotear
en el río, ni subirse a
los árboles para hacer
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fuego o muebles o papel, porque el río está
contaminado y la plaza está repleta de basura.
Nuestra comida es malísima y cara y
hace mucho que por ningún lado se consiguen
milanesas con puré”.
Gaia carraspeó y como todos tenían la
copia de la carta, una locutora del noticiero
continuó leyendo el mensaje del abuelo:
“Ustedes que están ahí lo más panchos,
con tanta maravilla al alcance de sus
manos, reflexionen un instante. Sus autos,
sus heladeras, sus televisores funcionan con
energías que vienen de combustibles fósiles,
que en poco tiempo se van a agotar y que,
además, ensucian el suelo, el aire y los ríos.
Les pido que no sean necios y que miren a su
alrededor. La energía que necesitamos para
vivir está en todos lados, en el viento, en el
río, en la tierra, en el sol”.
Una nenita que estaba con su abuela
medio sorda, le siguió leyendo bien cerquita
de la oreja:
“Cada vez somos más humanos sobre la
tierra y cada vez consumimos más rápido.
Debemos empezar a reciclar los materiales
y a reemplazar las fuentes de energías
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fósiles por las energías renovables, limpias e
inagotables”.
Un locutor de la radio siguió leyendo la
carta del abuelo:
“Es muy importante que todos sepan que
están consumiendo los recursos de la Tierra un
50 % más rápido que lo que la Tierra puede
reponer y dentro de 15 años harán falta dos
planetas Tierra para abastecer el consumo
humano. Debemos tomar conciencia de que los
recursos naturales son limitados. Sólo tenemos
una sola casa, nuestro planeta Tierra. Usen
la imaginación. El futuro de Gaia y de todos
puede ser luminoso”.
—¡Viva Gaia! —gritaron a coro todos
los chicos que estaban reunidos alrededor de
Mulita.
Nicolás envolvió a Gaia en un abrazo tan
fuerte que sus corazones quedaron latiendo
juntos un rato largo, mientras le decía en el
oído:
—Bueno, ahora, aunque no me guste mucho
la idea, tenés que volver al futuro rapidito.
El sol de esa tardecita santafesina hizo
brillar sus últimos rayos tibios en los cabellos
de Gaia.
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Un mundo mejor
Gaia miró a sus nuevos amigos y, mientras
abrazó y besó muy fuerte a cada uno, les dijo:
—Amigos queridos, yo tengo que ir corriendo
a encontrarme con mi abuelo y contarle todo
lo que aprendí con ustedes. ¿No quieren venir
conmigo al futuro? Estoy segura de que Mulita
también quiere lo mismo.
Juanito, Rufino, Mojarra y Sol subieron
y se acomodaron enseguida nomás, no vaya
a ser que Gaia se arrepintiera o Mulita se
empacara. El abuelito, en cambio, se quedó
mirando el piso, medio tristón.
—¿No querés venir con nosotros a conocer el
mundo del futuro?
—Me encantaría ir, pero me doy cuenta de
que para ser un gran inventor primero tengo que
aprender a leer y escribir, ir a la escuela primaria,
secundaria y a la universidad y recién después
hacer experimentos —dijo, mientras pateaba un
cascotito porque le costaba mirar a la cara de Gaia.
—Y… sí, me parece que tenés razón.
Bueno dame otro abrazo y nos vemos
dentro de un ratito.
Y se fue decidida hacia la nave. Mientras
saludaban desde la puerta, ella, Juanito, Rufino,
Mojarra y Sol vieron al quirquincho que se trepó
a los brazos de Nicolás pidiendo upa, como
queriendo quedarse con él.
Y así fue nomás.
—Ahora vos vas a ser mi amigo. Y como toda
mascota necesita un nombre, de aquí en más vos
te llamarás, te llamarás, a ver… Charango.
Eso mismo, Charango.
A todo esto Mulita corcoveó, se paró
sobre su cola y empezó a girar como un
trompo hasta que se enterró en el suelo.
Cuando volvió la superficie, se
encontraron con un paisaje que
les llenó los ojos de color y
brillo. Sobre la Tierra reinaba
la flora y la fauna. Todo tipo
de árboles, plantas, flores
y frutas emanaban aromas
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deliciosos. Pajaritos de todos los
colores iban y venían en bandadas.
Juanito, Rufino, Mojarra
y Sol se bajaron de la mulita
boquiabiertos y salieron a correr
por ese paisaje que los invitaba a
jugar. Gaia se quedó para el final
y bajó lentamente los escalones,
hasta que pisó el suelo verde y
fresco. Tenía muchas ganas de ir a
correr con sus amigos, pero se volvió
y sacó el limonero de la nave, hizo un
pocito en la tierra y lo plantó.
—¡Muchas gracias, limonero! nos
diste la energía necesaria para ir y
volver sanos de este viaje. Ahora a seguir
creciendo —mientras acariciaba una a una
sus hojitas y su tallo—. ¡Ahora sí, a disfrutar!
Y se subió a un árbol para ver mejor. Desde
esa altura vio cómo se asomaban torres de molinos
de viento y brillaban los campos a la luz de los
paneles solares.
Mucho más arriba flotaban fantásticas
construcciones aéreas, blancas, livianas, elevadas
por globos, velas y hélices silenciosas, ancladas a
la tierra por largas escaleritas marineras. Entre
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los edificios paseaban personitas con extrañas
mochilas voladoras. Entre las plataformas flotantes
navegaban en el aire barquitos a vela.
—Uia —dijo Gaia— mientras los otros chicos
se asomaban entre las copas de los árboles.
¿Habré contado bien las vueltas? ¿Estaremos
en Santa Fe?
Entre las nubes apareció una construcción
voladora como si fuera un puente colgante y más
atrás, un edificio parecido a una usina, del que
se asomaban molinos hechos de telas y cañas.
—Mmmm, seguro seguro que mi abuelo
andará por allá.
Gaia, Juanito, Rufino, Mojarra y Sol
subieron hasta las nubes por una escalerita
marinera. Al llegar a las puertas de la usina
flotante salió a recibirlos un viejito alto, flaco
y con pinta de profe chiflado.
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—¡Nieta mía de mi corazón! —el
apretón fue tan fuerte que los dejó casi sin
respiración.
Menos mal que lo que sobraba era el aire en
este nuevo lugar.
—¿Y estos chicos, quiénes son? —preguntó Nicolás.
—Uhhh, si me pongo a contar, no termino más,
es una historia larguísima. Son los amigos que me
ayudaron a salvar la Tierra, abu, sabés… como vos
querías.
Gaia miró su mochila viajera donde guardaba
su libro de figuras de la naturaleza, un molinete, un
caracol y una flor de manzanilla de su aventura en el
pasado. Escuchó las carcajadas de sus amigos y los vio
pegando vueltas en el aire, flotando con unas mochilas raras
y jugando a la pelota en medio de los pajaritos.
Gaia, por fin, volvió a jugar, juntar bichitos y cazar
mariposas para mirarles las alas y echarlas de nuevo a volar.

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