Adolfo Castañón: La sombra y su vuelo

Transcripción

Adolfo Castañón: La sombra y su vuelo
013 / FEB / 23
Adolfo Castañón: La
sombra y su vuelo

posted in: Ensayo

/ with 0 comments

/ tags: Adolfo Castañón, Crítica 152, ensayos literarios, La sombra y su vuelo, Mario Eraso
Para Adolfo Castañón la escritura es la gran sombra. Como
crítico, como lector, como poeta, creo que le inquietan los pasos por los cuales esa gran
sombra se transforma en algo más real que lo real, aunque a veces esa sombra de sombras
se diluya, se licue o se queme; en tal sentido, puede despertar su obsesión el juego de
imágenes opacas que una letra proyecta sobre otra, pero también el que se yergue de una
línea, una hoja, un autor o una época.América sintaxis tiende a ser una de las
manifestaciones de ese juego, porque allí Adolfo Castañón muestra que quien quiera
escribir sobre América está obligado a escuchar una pluralidad de voces, entremezcladas en
un conjunto de ecos, de secretos y de figuras tan o más antiguos que el idioma. Desde 1507
es lugar común de la historia aceptar que con la palabra “América”, usada para nombrar a
todo un continente, se rinde homenaje al viajero italiano Américo Vespucio; pero el poeta
colombiano William Ospina piensa que es probable que esa palabra, “América”, ya
existiera en antiguas lenguas de este lado del mundo antes del encuentro de civilizaciones
ocurrido en 1492, y significaba “El país del viento”. Es evidente que con esta conjetura
Ospina no pone en duda la veracidad de la historia sino que, por el contrario, quiere
reforzar la memoria de los habitantes de América con una imagen más auténtica y, por qué
no decirlo, más hermosa. Si nacimos aquí somos hijos del país del viento.
Otro tanto acontece con el aliento latinoamericanista que impregna la escritura de Adolfo
Castañón, convirtiéndose poco a poco ante nuestras miradas en un acontecimiento que
comienza a parecerse a la sabiduría, porque tal vez la sabiduría es una transparencia oscura
que queda cuando el corazón del viento ha sido desdoblado y las obsesiones errantes se han
manchado, se han ido o se han cocido con las palabras. Así, cuando él habla en su libro de
Gloria Posada, añade que “el poeta en la lucha con su sombra” es quien, finalmente, puede
respirar al otro lado del poema —el poeta y, con él, el lector—, siempre que antes haya
confrontado en soledad a su soledad. ¿Contra quién combate el escritor cuando escribe? La
silueta del peleador solitario evoca el comentario de Charles Baudelaire sobre Constantin
Guys.[1] Con todo, no es extraño que José Luis Martínez, en su discurso por el ingreso de
Adolfo Castañón a la Academia Mexicana de la Lengua, haya señalado su predilección por
el poema “Aires de cocina”. ¿No es, acaso, el arte de cocinar uno de los juegos más
solitarios y, al mismo tiempo, de los más comunitarios; un combate vital de sombras que se
cuecen y se evaporan, de elementos que saltan y vuelan, de muertes que se transmutan
en vidas?
En Adolfo Castañón prevalece una visión sagrada, porque cocinar, leer o escribir pueden
ser una manera de consagrar el mundo. Escribir es convocar. Y así como la cocina es la
habitación más añorada de la casa, un lugar de encuentro y comunión, el sitio donde se
develan los misterios de la familia, la página en blanco es la antesala donde se ordenan las
sombras: “El mundo es un gran libro hecho de símbolos y el poeta ha sido llamado para dar
fe de él (…). A partir de ahí, la tarea es aparentemente sencilla: ordenar esos símbolos,
organizar con los datos de la experiencia una morada para el hombre.”[2] La idea de orden
puede ser útil para comprender la imaginación creativa de Adolfo Castañón; su amor
inamansable por los libros, esa energía bibliomántica que lo ha llevado a practicar su recolección como si estos fueran miniaturas radiactivas del árbol de Diana, es la otra cara,
menos real si se quiere, de su peregrinación por la escritura. Dice Adolfo Castañón que la
intención de Luis Cardoza y Aragón fue “rescatar y restaurar el caos milagroso y absoluto
de las sensaciones”.[3] Es posible que sea la de todos los poetas: aprender el alfabeto de las
sombras para vislumbrar el universo, su centro, sus lindes o lo que está más allá o más acá
del laberinto. Adolfo Castañón acepta esta lección, pero creo que ha aprendido a frotarse los
ojos para irse anudando a otra.
Concebir, por ejemplo, una casa adentro de una biblioteca donde se desbordan o se
entretejen todos los folios (los escritos, los soñados, los que se están escribiendo, los que se
escribirán), es una idea fantástica e imperfecta, pero no menos cautivadora que escribir
poesía. Por lo mismo, al comienzo y al final de este juego de apariencias, de apariciones y
de desapariciones, que va de la cocina en que arden los recuerdos a los contornos
quijotescos de la Biblioteca Adolfina, de la traducción a la política del antirrobo, de los
pasos a los repasos, de probar a aprobar o reprobar, de la colección a la recolección, de la
ilusión a la sanación, del estoicismo al epicureísmo, y que se hace desde la pasión por la
lectura, se despliega la poesía de Adolfo Castañón. La suya tiene levedad, aunque es
proporcional a la quemadura de su vuelo:
Así cada quien recibe su apellido
embalsamado en el fuego.
Nos hacemos polvo en la fragua de nuestro nombre,
el nombre, a su vez, ceniza en la gratitud.
Gratitud por el sol que nos aplasta,
por las espinas en el corazón,
por la tierra que derrumba nuestro paso,
por este silencio
donde las palabras yerguen sus raíces
como objetos en un cuarto oscuro.
Aullamos —al cielo llega una canción.
La danza dibuja nuestro eclipse.
Pedimos ayuda sin saber
que damos gracias por el peligro.
“La otra mano del tañedor”[4]
Lenguaje ávido de claridad y de intimidad. Aunque ahí nada haya de ingenuo. El poeta sabe
que debe desconfiar del lenguaje para dominarlo y que ésta, a su vez, es una afirmación
temeraria: las palabras difícilmente obedecen y, muchas veces, terminan por devorar a
quien desea transformarlas. Así, pues, la poesía es una experiencia mental, un ensayo de
iniciación que no consiste en buscar o descubrir, sino en gravitar en una celda cuyas
ventanas están inclinadas, fundidas al techo de una biblioteca:
Estoy aquí y, ¿les parece increíble?, creo que siempre he estado aquí. Aquí con uno. El de
ayer también. Aquí y ¿mañana? las voces se van secando como cangrejos yertos sobre la
roca. Esta pared de farallón que se escala con la palabra ¿baja?, ¿sube?, ¿está siquiera en el
camino? No sé adónde voy porque ni siquiera sé si me muevo. Quieto en el asiento de un
tren desbocado o en un trono de roca ante el mar mientras el planeta divaga por el espacio
como una pluma sobre el agua. Dicen que uno conoce su nombre. Pero ¿cómo se llama el
que conoce mientras sube la marea?
(“¿Vacas o fantasmas?”, p. 308)
Creo que en sus poemas en prosa Adolfo Castañón logra atisbar las huellas sutiles que va
dejando la poesía. En todo caso, ellos prueban la germinación de la semilla, el tránsito por
el cual se tantea en lo oscuro para atraer a la luz. Fasto y hermetismo pueden ser sus
cualidades negativas; sin embargo, esto no impide que, tras la lectura de estos fragmentos
donde brilla la memoria de los ancestros y se concilian las sombras fraguadas en los viajes,
en el amor, en la amistad, el lector alcance a percibir la intención de una voz combativa que
se extiende, se hace palpable para acercarse, como si las albas encontraran desnudo a su
autor, cubierto por hojas blancas, sueltas, transparentes:
El Viejo del Agua viste un tronco que es un bosque en sí mismo, una fronda que se
ensancha selvática a raudales, una sombra que avanza y dibuja en el aire un palacio ameno
y fresco. Porque el árbol gigante en cuyas ramas podría descansar un pueblo, es un ser
hospitalario, un añejo amigable atlante que abre los brazos a los niños y deja que aves y
pájaros de toda algarabía y plumaje vengan a revolotear entre sus hojas. (…) Y, si se mira
bien, en alguna rugosidad de aquel enroscado pliegue, entre aquellas vetas arborescentes,
verás inscrita la figura de tu ciudad, grabado tu rostro en el jeroglífico de una mancha, tu
cuerpo en el coriáceo anagrama de una veta porque, en verdad, sólo, somos un trazo de
corteza, una escena del maderamen sagrado que desde siempre se alza como un río
esmeralda hacia el cielo. Pero yo sé que el sabino de laberíntica edad difícilmente
remontable no es a su vez más que un chico que juguetea a la sombra de las montañas
envueltas en niebla.
(“Árbol Atlante”, pp. 288–289)
La reinterpretación de este aleph vuelve a ser inquietante. Cada árbol solitario es todos los
árboles, una sola sombra larga que concentra las fuerzas del pasado, el presente, el futuro, y
también los puentes, las ascendencias, las descendencias a que tiene derecho cada ser por el
hecho de estar vivo y saber entregarse a la contemplación. Entre los pliegues del árbol y los
repliegues de su sombra se proyecta el primer libro leído, que, tal vez, puede ser el último
en ser escrito. “Carta a Francisco Cervantes” es, en este sentido, una poética. Al final del
párrafo que la concluye, resuena el espíritu guerrero del endecasílabo:
Surge de tanto en tanto en el horizonte para orientar nuestras caravanas. Hoy apareció en
sueños cuando todo el pueblo dormía y nos despertamos para saludarlo. Ha desaparecido y
deja en nuestras manos, como recuerdo, un libro que es cuatro libros, un libro de tierra,
aire, fuego y agua. Navegaremos en él, lo incendiaremos, le daremos la intimidad de
nuestra respiración y luego sembraremos la tierra con sus frutos. Tal vez así se cure nuestra
sombra.
(p. 341)
De casi nada vale preguntar hacia dónde crece un árbol, dónde tiene incrustadas sus raíces,
si un libro se lee de fin a principio, si una ciudad se camina de izquierda a derecha o si es
preciso navegar o escribir. Saber para curar es la pretensión de quien practica el arte de la
poesía. En su comentario sobre Álvaro Mutis, dice Adolfo Castañón que el poeta es “el
enfermero que da nombre a las cosas”. Para seguir las huellas de esta incertidumbre habría
que agregar que el poeta no tiene escapatoria: un segundo o todos, un día o ninguno, ahora
o siempre, y de súbito las imágenes comienzan a arder y de lo profundo del fuego se alza
una bendición: el monograma de la claridad. Aprender a salir de la casa puede ser la
primera condición para enseñar a cantar en las afueras; la última, hacer memoria para
limpiar las heridas que quedan, allí donde la imaginación poética ha luchado a muerte
contra la desolación:
Dentro de la casa, donde un hueco en el techo hace pensar que se trata de un observatorio,
el lector cierra los ojos, siente las sendas que se pierden en su mente, reconoce dentro de sí
ciertas figuras voluminosas que a veces le parecen nubes, a veces, cascadas. (…). El sabor
de la boca seca es áspero y la lengua parece empedrada. Tan seca que casi duele. Hay una
llaga en mitad de la lengua y en la garganta un erizo, una fruta metálica hecha de alfileres
que producen una música incomprensible. Tal vez por eso el lector calla. Sabe que sólo tras
días y noches de acecho puede empezar a cantar el árbol que crece en su interior. Cuando el
árbol que le crece adentro empieza a hacer sonar su fronda, se debilita el viento que viene
de las calles. El árbol danza y hace volar su sombra al compás de la cornamusa. El árbol
crece alimentado por el agua de la danza. Crece insensiblemente dentro del cuerpo, las
hojas de su copa empiezan a salir por la coronilla.
(“El señor pasea por su casa”, p. 343)
Había una vez un hombre; en el hombre, unas manos; en las manos, un libro; en el libro,
unas palabras; en las palabras, una caricia; en la caricia, un niño; en el niño, unas sombras;
en las sombras, un pájaro.
[1] “Maintenant, à l’heure où les autres dorment, celui-ci est penché sur sa table, dardant
sur une feuille de papier le même regard qu’il attachait tout à l’heure sur les choses,
s’escrimant avec son crayon, sa plume, son pinceau, faisant jaillir l’eau du verre au plafond,
essuyant sa plume sur sa chemise, pressé, violent, actif, comme s’il craignait que les images
ne lui échappent, querelleur quoique seul, et se bousculant lui-même (Le peintre de la vie
moderne”, en 0euvres complètes, t. II, texte établi, présenté, et annoté par Claude Pichois,
Gallimard, Paris, 1976, p. 693).
[2]“Eliseo Diego: Brindis y recuerdo”, América sintaxis, Aldus, México, 2000, p. 219.
[3] “Luis Cardoza y Aragón: Fábula de la imagen”, ibid., p. 298.
[4]La campana y el tiempo (poemas, 1973–2003), Mosca Azul, Perú, 2003, pp. 80–81. Las
citas de los poemas son de esta antología. A continuación, consigno en el cuerpo del texto,
entre paréntesis, el nombre del poema y su ubicación.
Texto publicado en la edición 152 de Crítica
ESCRITO POR MARIO ERASO
Mario Eraso (Pasto, 1967). Es Licenciado en Literatura y Lengua
Española. Universidad del Cauca; Magister en Literatura, Pontificia Universidad Javeriana.
Ganador del Segundo Lugar en el Concurso de Poesía ICFRS, 1988; Primer Lugar en la
Convocatoria Departamental de Poesía «Luis Felipe de La Rosa», Pasto, 1993; Segundo
Lugar en el Concurso Nacional de Cuento para Trabajadores, Medellín, 1998. Figura en la
Antología Quién es quién en la poesía colombiana (Bogotá, 1998) y en la Antología de
poetas y narradores nariñenses (Pasto, 2003). Invitado a la XI Feria Internacional del Libro
(Caracas, 2004). Obtuvo el reconocimiento de la Asamblea Departamental de Nariño por
sus méritos literarios en agosto de 2004. Sus poemas aparecen en Extravío (1993) y en la
publicación del Cuarto Concurso Universitario de Poseía 1CFES. Desde el año 2002 vivió
en la Ciudad de México donde realizó el doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio
de México.
C O M PA R T I R :

Documentos relacionados