a la verdadera Suzanne, la mujer inteligente de los ojos color del
Transcripción
a la verdadera Suzanne, la mujer inteligente de los ojos color del
Ange a la verdadera Suzanne, la mujer inteligente de los ojos color del mar... Suzanne no podía creer lo que decía la carta. - Es un chantaje... – pensó. Pero el texto no podía ser más claro. La alcaldesa de Fourqueux le pedía que incorporara en su coro a un travesti, so pena de perder la subvención municipal. El concejal la miró con cara de resignación. La secretaria de la Asociación Vecinal fingió ignorar hasta entonces el tenor de la carta. - Vamos, Suzanne, no podés negarte. Es una obra de bien. - ¿Y cómo se llama la asociación? - “Travestis dignité”. Es una asociación que intenta promover la integración de los travestis en el trabajo y en la vida social, encontrándoles trabajo y ocupaciones sociales, para que no se prostituyan o se droguen... - ¿Qué garantías tengo de que no va a perturbar mi coro ? - Toda las personas que ubican han tenido un comportamiento muy correcto. Es como los sordos en los bancos: hasta trabajan mejor porque tienen mucho que perder. No te puede ir mal... porque... La directora del coro no la oía más. Sonrió con esa sonrisa desarmante que tenía siempre puesta en su rostro como una máscara veneciana, aunque interiormente estaba dispuesta a romperle la cara al consejero municipal que la había convocado. Salió haciendo un esfuerzo de autocontrol para no pegar un portazo. Ya subiendo las escaleras, recapacitó. No podía perder esa subvención sin quedarse sin sala, sin piano, sin calefacción y sin coro. Le había costado mucho tiempo formar ese grupo, le había costado mucho esfuerzo darle forma a su proyecto de dirigir un coro, y no podía correr el riesgo de perderlo. En la buhardilla del edificio que era ahora la sala de yudo y de gimnasia, despojada del tatami desmontable, funcionaba la sala de coro. Abrió el armario, y comenzó el ritual de sacar las sillas plegables para los coreutas. - Bonsoir, Suzanne... Quien la saludaba era un joven jubilado, hijo del baby boom la sesentena joven, Jacques, el presidente del coro. Luego de los consabidos besos en la mejilla, Jacques comenzó a ayudarla a poner las sillas, mientras Suzanne le contó sobre la carta. La gente comenzaba a llegar y a saludarlos. La pianista saludó y se sentó en el piano a tocar algunas melodías de su juventud, por lo que tuvieron que interrumpir la charla. Se les unió Monsieur Dallery, el tesorero. Su voz enérgica delataba a alguien acostumbrado a humillar a sus colaboradores, sus mejillas encendidas el carácter atrabiliario; había sido jefe de la contabilidad de una empresa de transporte, donde se había complacido en hacer infeliz a todo el mundo, y cuando un suicidio se produjo en su servicio, no le importó demasiado. Suzanne lo detestaba, pero sus contactos con el sector político le habían sido muy útiles cuando Fourqueux votaba a la derecha. Sólo que cuando una joven candidata ecologista con ideas demasiado revolucionarias y familia bien arraigada en la ciudad ganó las elecciones municipales en las últimas elecciones, la utilidad de Monsieur Dallery ya no le era prioritaria. Demasiado tarde; Dallery se había enquistado en los órganos directivos del Coro y resultaba imposible echarlo de la Comisión Directiva. Sólidamente soldado a su pedestal, como estatua de Stalin que se negaba a ser derribada ante miles de húngaros enardecidos, Dallery urdía planes en secreto. Colmo de los colmos, Dallery era tenor. Mejor dicho, uno de los dos tenores con los cuales Suzanne podía contar. Una de las sopranos veteranas del coro vino con un mensaje: - Suzanne, tenés alguien en la planta baja que te espera. - Decile que suba. - Me pidió verte abajo... Suzanne levantó sus ojos color del Atlántico que ningún maquillaje alcanzaba a realzar, de tan bonitos que eran, y miró a Jacques sin mirar a Dallery. - ¿Venís conmigo? Necesito otra opinión... - Por supuesto... – contestó Dallery, encaminándose a paso vivo hacia las escaleras. Cuando llegaron en la planta baja, detrás del cartel que anunciaba las actividades deportivas y culturales de la Asociación, una chica rubia y alta los estaba esperando. - ¿Madame Roussel? - Soy yo... Le presento a Monsieur Jacques Dubedout, el presidente del Coro. - Soy Mademoiselle de Rijke... Gabrielle de Rijke, pero en casa me llaman Ange. En la luz suave del pasillo, Suzanne divisó unos ojos celeste claros, un rostro fino y agradable y de complexión delgada, de largos cabellos rubios y finos, Jacques adivinó en esa extraña presencia una persona del Norte, de la frontera con Bélgica; vagamente le recordaba un personaje de algún cuadro de van der Weyden. - Mademoiselle, ¿qué interés le trae a nuestro Coro? - Desde que tengo memoria me gusta cantar y hacer música. Suzanne se sentía intrigada por la indecible ambigüedad de su interlocutor. Por un lado sentía el desprecio y el rechazo que le inspiraba su condición de travesti, por el otro, sentía curiosidad sobre cómo un hombre lograba tanta delicadeza en el rostro, la voz y los modales. - ¿Y de qué trabaja? - Trabajo en el SIMAD, una asociación intercomunal para mantener a personas ancianas en sus domicilios; las visito, verifico que los empleados que les prodigan cuidados hagan su trabajo, a veces cuando las familias están muy lejos verifico sus cuentas bancarias para evitar abusos... La Asociación me consiguió el empleo. Estoy preparando un BEP1 en cuidado de personas mayores. - ¿Hay abusos? - No muchos, pero el hecho de verificar hace que haya menos. Suzanne cada vez estaba más intrigada. - ¿Y por qué el coro de Fourqueux? - Otros jefes de coro me han hecho saber que preferían... otro tipo de gente en el coro. Hizo un silencio profundo, y contestó con gran sinceridad: - Hasta ahora no he tenido ninguna audición. Usted es la primera persona que acepta hablar conmigo personalmente. Monsieur Dallery estaba rojo de cólera. Era imperdonable que un coro de gente normal aceptara a un pervertido entre sus filas. ¿Cómo harían para ir a cantar a una iglesia si el párroco se negaba a aceptarlo? ¿Cómo harían en la gira a Alemania que tenían programada? Suzanne miró a Jacques. El le hizo un gesto imperceptible pero afirmativo. Había algo que le inspiraba confianza. Suzanne, entre la espada y la pared, y con Jacques a su lado, no temía los exabruptos de Monsieur Dallery. Por otro lado, ella también tenía una opinión favorable. Ange se excusó y se retiró prudentemente unos metros, fingiendo leer carteles de anuncios de vacaciones y de cursos de idiomas, para que los tres pudieran discutir en privado. - No puede aceptar a este pervertido. No tiene cómo alojarlo en la gira. ¿Con los hombres o con las mujeres? Y cuando el párroco se entere, no volveremos a pisar la iglesia. - No tengo alternativa. Si pierdo la subvención, disuelvo el coro. - Podríamos ensayar en casas de familia, al menos hasta que vuelva el ex-alcalde... - No hay suficientes casas con la insonorización y las comodidades para cuarenta personas, y las elecciones no son hasta dentro de cinco años. - Le hablaré al coro y verá como consigo... ¡cinco casas! Jacques intervino: - 1 Al menos, Suzanne, hacéle una prueba de voz antes de decidirte. Bachillerato profesional, sin derecho a entrar en la Universidad. Suzanne aprovechó la ayuda de Jacques, y ante la mirada atónita de Dallery, no perdió el tiempo y subió por la escalera de caracol, haciéndole un gesto a Ange. Llegaron al segundo piso, donde el coro charlaba hasta por los codos como un enorme gallinero humano. Había risas, comentarios y hasta algún aliento con olor a pastis, inevitable delator de la soledad de una persona cuya única reunión semanal con el coro apenas alcanzaba a paliar. Suzanne le pidió a la pianista que le cediera el lugar, se sentó al piano. Ange se puso de espaldas al Coro, y se hizo un silencio sorprendido al ver a la recién llegada. - ¿Qué registro tiene Ud.? - Contratenor. Suzanne no pudo evitar un escalofrío. La voz de contratenor era una de las más bellas que había oído. Aún guardaba en su memoria la de un amor no correspondido con un pelilargo contratenor inglés, treinta años atrás, en una temporada de verano en la romántica Vaisons-la-Romaine... vinieron a su memoria el sol, el calor y la ternura, que le pareció interminable aunque distante, y que duró lo que el verano francés. Su única despedida, fue el haberle dejado un libro, un libreto de Lohengrin en edición bilingüe, que ella nunca leyó. Fuera de eso, nunca más supo más de él. Después de volver sola a París, se juró que le volvería a pasar, y se dedicó a los seguros de vida, más redituables y más sosegados que el mundo de la música. El casamiento con un oscuro funcionario pero un buen marido, dos nenas, y una prematura viudez al comenzar la cuarentena la relegaron a pensar en el amor como algo demasiado hermoso como para que durara demasiado. Suzanne tocó un acorde. El gallinero humano se deshizo en cuchicheos, mientras miraban de reojo al recién llegado. Suzane le hizo hacer escalas para apreciar su extensión de voz y calentar la laringe. - He preparado una obra, si me permite. - Ningún problema... ¿cuál es? - Come my beloved, de Atalanta, de Händel - ¿Tiene la partitura...? - Sí. Se la dio, y ella, al leer la música, no pudo evitar dar un respingo. El la miró con sus ojos serenos color de cielo; ella le devolvió la mirada con sus ojos turbulentos color de mar. Luego de unas breves armonías para dibujar la tonalidad, Händel le da la palabra al contratenor. Dos siglos y medio atrás hubiera sido uno de los últimos castratos quien la hubiera cantado, pero quienes recuerdan aquella noche dicen haber escuchado a uno de ellos, cantando una música celestial. Ange tenía una técnica barroca impecable, un fiato que duraba eones, sabía perfectamente el uso sin abuso de la ornamentación. Su timbre era cálido pero no hiriente, sus agudos no eran estridentes, sino etéreos; sus graves eran llenos de color, distintos a sus agudos, su registro medio, expresivo y con gran rango dinámico. No era una voz de adulto, pero tampoco una voz de niño; era una voz de prepúber. Poco a poco se hizo un silencio total. Fueron tres minutos de emoción y de belleza pura, durante los cuales nadie se atrevió siquiera a respirar. Los aplausos hicieron añicos al silencio. Jacques no pudo sino enjugarse unas lágrimas. Pocas veces había sentido una emoción así. De reojo, vio que no era el único. Suzanne estaba totalmente alterada. Sin prestar atención a los aplausos y a los comentarios elogiosos, estaba totalmente en otro mundo. Su mano no había temblado acompañando a Ange en el teclado, pero su mirada había vacilado cada vez que debía cruzar la de Ange para el ritornello. Con la respiración agitada, no sabía qué hacer. Había algo en ella que le decía que no debía aceptar, y otra parte de su ser más profundo le pedía a gritos que Ange no partiera nunca más. Dallery estaba confuso, pero murmuró que el Comité Directivo debía decidir si aceptaban a Ange o no. Se hizo un casi silencio incómodo, que una voz firme y determinada quebró: - Vení aquí, hija. Tu lugar está al lado mío, con las contraltos. Fue la voz de Madame Madec, una anciana bretona que hablaba poco y cantaba menos todavía. Saludaba cordialmente a todos, hacía ricas tortas y canturreaba en voz baja, seguramente para no agregar su voz cascada al cotorreo general. Nadie la había oído hablar con tanta firmeza en varios años de coro, salvo aquellos que sabían que por su amor a Francia, a los dieciséis años conoció el horror de Buchenwald. Suzanne le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y le cedió su lugar a la pianista. Se excusó y salió afuera mientras la pianista comenzaba a calentar las voces. Dallery estaba rojo de cólera. El Requiem de Fauré Hasta entonces, los ensayos del Requiem de Fauré habían sido horribles. Suzanne sabía que era una obra difícil, pero esta vez había sido un verdadero desastre. Los dos tenores además de flojos eran pocos, y todo intento de conseguir más tenores en los coros vecinos había producido muchas promesas y ningún presente. Exasperada por los resultados, o mejor dicho, por la ausencia de éstos, Suzanne entonces le pidió a Ange si podía cantar como tenor. Ange no tuvo ningún problema, pero se sentó prudentemente al lado de Luc, el cajero del café de la esquina, y no del atrabiliario Dallery. Todo el mundo se dio cuenta, pero Suzanne no les dio tiempo para comentarlo, y lanzó el Agnus Dei, el número cinco. - “Agnus Dei, qui tollis peccata mundi,...” Nadie pudo impedir mirar hacia la cuerda de tenores. Así como en la Odisea, Odiseo rejuvenece antes del combate final que le devolvería su reino, su casa, su esposa y su honor, así rejuveneció la cuerda. Y en el segundo Agnus Dei, que Suzanne nunca había podido hacer cantar correctamente, Dallery entró tarde, pero no se notó. Ange había entrado con una entrada tan perfecta, que no hizo falta más. Suzanne, más objetiva, se dio cuenta además de que Ange leía a primera vista, como si hubiera hecho música toda su vida. Suzanne pestañeó. Rápidamente comprendió el alcance del cambio que acababa de hacer. Debía verificarlo con algo más difícil. Mientras el cotorreo general del coro felicitaba a los tenores, golpeó tres veces el atril con la batuta2 y dijo: - Número dos, por favor... El número dos del Requiem de Fauré es técnicamente uno de los números más difíciles de la obra. Contraltos y tenores, las voces centrales, hacen un diálogo sutil donde no faltan las segundas menores y en el cual ambas cuerdas quedan al descubierto3 durante unos segundos. Si la afinación bajaba en ese momento – lo que había siempre sucedido hasta entonces-, la entrada de la orquesta lo pondría fatalmente en evidencia. Milagrosamente, el dúo de voces no bajó ni una sola nota. Mientras el coro progresaba en el número dos, Suzanne comprendió que había acertado con su elección, y el Amen final del número sonó como nunca antes. Numerosos aplausos y cuchicheos culminaron el número. Suzanne hizo una pausa. - Siéntense, por favor. Parece.... por favor, ¡silencio!... parece... que la gira a Alemania finalmente se hace. Un murmullo de satisfacción llenó la sala. - Necesitamos entonces que le digan a Jacques quién va, y con cuántos acompañantes, para prever el micro y el alojamiento. Cada uno puede llevar un acompañante. Quien no quiera llevar a nadie que avise, para darle su asiento vacío a otro que vaya con dos... Siguieron las instrucciones para el viaje. Una vez confirmado, sería para dentro de un mes. Cantarían en la iglesia parroquial de Dreieich, al sudeste de Frankfurt, una ciudad dormitorio cerca de la capital financiera de Alemania. Al terminar el ensayo, Suzanne le ofreció a Ange llevarlo en su Twingo. Ange aceptó. Durante el camino, Suzanne no pudo contenerse en preguntarle: - Con esa voz podrías cantar en conjuntos muy buenos, e incluso como solista a nivel departamental o regional. ¿Por qué pediste unirte a nosotros, con todas tus cualidades vocales? Ange hizo una pausa antes de contestar. 2 Es común que los directores de coro franceses dirijan a mano armada 3 Sin acompañamiento orquestal - Porque prefiero integrarme a mi comunidad para devolver lo que he recibido. Tengo casa y trabajo gracias a ustedes. - Pero podrías ganar muy bien cantando profesionalmente. - Sí, tal vez... Pero no necesito el dinero. “Necesitás una familia...” – pensó Suzanne. - ¿Tenés qué ponerte para el concierto? - Todavía no. Supongo que compraré algo de segunda mano en Emmaüs4. - Te puedo prestar un vestido que fue de mi hija. - ¿No lo usa más? - No, y sobre todo perdió toda esperanza de usarlo después del primer bebé... – dijo con una sonrisa. - Gracias. El auto se detuvo frente a unos modestos departamentitos, propiedad de la municipalidad. Ange se bajó, la saludó con la mano, y sacó las llaves de su cartera. Mientras entraba, Suzanne se dio cuenta de que quería que la invitara a charlar, desde el fondo de su alma quería hacerle una pregunta, una sola, pero no se atrevía. Rápidamente, borró ese pensamiento de su mente, y arrancó. Ensayo en la iglesia de Fourqueux El coro estaba cotorreando como de costumbre, saludándose y comadreando el día de la prueba de sala, dos días antes del concierto. El mismo de siempre, Dallery le dijo algunas palabras en privado al párroco. Ambos miraron de reojo a Ange, quien se dio cuenta. En el descanso, en un momento en que el párroco quedó disponible, Ange, se acercó, lo saludó y pidió hablarle en privado. Ambos entraron en la sacristía. Se quedaron un largo rato, hasta que cuando Suzanne empezó a dar palmas para invitar a todos a volver a sus puestos; en ese instante salieron ambos de la sacristía, tratándose con gran cordialidad, como dos viejos amigos que no se reencontraban desde el servicio militar... Atónito, Dallery comprobó que su treta no había funcionado. Fue a preguntarle al párroco qué había pasado, y por qué no se oponía a que el sacrílego cantara en su iglesia. El párroco no pudo evitar una sonrisa socarrona, como un tiburón sonriéndole a una mojarrita: - 4 Monsieur Dallery, sucede que... conozco muy bien a algunos miembros de la familia. No se preocupe, es un honor para mí recibir a esta persona en mi parroquia. Asociación de reciclaje de objetos y vestidos, que da trabajo y albergue a gente sin recursos. Dallery, lívido, miró a Ange, quien le envió un besito y le sonrió como un mocoso de ocho años que acaba de hacer una travesura. Nunca sintió tanto odio... Luego del ensayo, discretamente, Suzanne llamó a Ange y le dio un bellísimo vestido largo de fiesta, de color negro. Las chicas debían vestir todas de negro con joyas doradas, y una especie de echarpe de color bordó, que el Coro prestaba a cada concierto. Ange recibió el vestido y el echarpe como quien recibe una reliquia. Le agradeció a Suzanne con un sencillo y sincero agradecimiento. - Es usted muy amable, Madame... - Por favor, no me trates de usted. - Gracias igual. – dijo Ange. El día del concierto, un sábado de abril, el coro fue convocado a las tres de la tarde. Todavía en ropas de calle, verificaron que todo andaba. Ange era la comidilla del Coro, y si bien todos reconocían su gentileza y su voz celestial, había todavía ciertas reticencias. Ange se puso a charlar con Madame Madec y Madame Renaud, una verdadera comadrona sacada de alguna novela de Balzac. La pícara anciana bretona hizo todo lo posible para sacarle información a Ange, quien esquivaba pacientemente sus preguntas, siempre con una sonrisa y sin decir mucho: de dónde venía, de qué trabajaba, si tenía familia... Se dio cuenta de que querían saber si tenía novio. A esa última pregunta sí contestó: - No, no tengo pareja, ni chicos, y me temo que no me tocará nunca. - ¿Por qué nunca? Vamos, sos muy joven todavía, tenés la vida por delante... – dijo, imprudentemente, Madame Renaud. Cuando se dio cuenta de su torpeza, era demasiado tarde. Como buscando las palabras, Ange les contestó: - He elegido vivir como alguien que no soy. Tener pareja implica amar, y no creo poder corresponder a nadie en este mundo. Se hizo un incómodo hiato. - Viviré entonces, no para recibir el amor una persona en particular, sino dar amor a todos los demás... - Y lo hacés muy bien, querida... – le dijo Madame Renaud. Entretanto había llegado Monsieur Delalande, el marido de la solista soprano y le avisó a Suzanne que su esposa estaba en cama con una brutal gastroenteritis. Suzanne no le oía más... Su mente rápidamente hizo cálculos, e interrumpió a Ange para ofrecerle cantar el solo del número cuatro, el Pie Jesu. Ange se dio cuenta de lo incómoda que se sentía Suzanne. Le preguntó con mucho tacto a Monsieur Delalande, si su mujer no se sentiría mal que por este único concierto, para no cancelarlo, fuera su suplente. Insistió mucho sobre esta palabra. - No, no creo que se sienta mal... – tartamudeó el marido. - Yo acepto tu propuesta. Serás suplente por hoy, y en los restantes conciertos Madame Delalande cantará el número cuatro. – dijo Suzanne, quien entendió perfectamente y aceptó la ayuda que Ange le proponía. Hubo acuerdo, y Ange y el organista comenzaron a ensayar para ensamblar mejor. A medida que el Pie Jesu se extendía por la sala, los murmullos se acallaron. La gente hizo un respetuoso silencio ante el arte de quien había recibido un don divino. En ese preciso instante entró en la iglesia una familia con una hija minusválida, con síndrome de Down. Se habían equivocado de hora y habían venido una hora más temprano. El rostro de la niña, de unos nueve o diez años, brilló de alegría. Se arrodilló sobre una silla, en actitud de oración, mientras Ange hacía vibrar los sentimientos más nobles que pueden esconder los seres humanos. Los padres pensaron al unísono: - “Después de verla así, tan feliz, uno no se arrepiente de haberla traído al mundo... y pensar que en algún momento pensamos en terminar el embarazo...” Ange terminó con un hilo de voz. El párroco, visiblemente emocionado, le dio un beso en ambas mejillas y le susurró algo que nadie pudo discernir. Los comadreos no se hicieron esperar, pero era cierto que todos tenían ganas de hacer lo mismo. Entretanto Suzanne, inteligente y observadora como siempre, había notado algo que a los demás se les había escapado. Ange tenía una extensión de voz de por lo menos tres octavas y media, tal vez cuatro, y tenía un registro y un timbre capaz de cantar las más difíciles arias de coloratura. Era mucho más que un contratenor. ¿Por qué alguien con esa voz querría cantar en un modesto coro como el de ella? Al terminar, la niña corrió hacia Ange, le abrazó y le dijo: - ¡Viniste! ¡Viniste! Ange la alzó en brazos y le hizo una suave caricia en la nariz, y le dijo, cuchicheando: - Shh... Por favor, no digas nada. Es un secreto entre vos y yo. La nena asentía con la cabeza, mientras jugaba con el largo pelo dorado de Ange que le llegaba hasta los hombros. - ¿Prometido? - Te lo prometo. – dijo, y abrazó a Ange como si fuera su nodriza, como si no quisiera dejarle partir nunca más. – Quedate conmigo, por favor.... no te vayas... Los padres de la nena, sin comprender demasiado, la recuperaron de los brazos de Ange y le preguntaron: - ¿La conocés? La nena no dijo nada. Sonrió, y guardó el secreto. Un momento de plenitud Después de ese momento que preanunciaba los que iban a venir, el Coro se encerró en la pequeña sacristía y comenzaron a cambiarse en ropas de concierto. Daba gusto verlos a todos elegantes y unidos por el esfuerzo que iban a acometer, sin distinción de clases sociales ni de edades; por unas horas, olvidarían penas, enfermedades, separaciones, soledades, rencores, resentimientos y venganzas; serían uno y serían todos a la vez, contribuyendo cada uno a construir una de las más hermosas catedrales sonoras, cada uno con su voz. Ange se cambió prudentemente en el toilette, y cuando salió, suscitó una gran admiración por parte de los todos. Es que sencillamente, era la belleza hecha persona. Madame Madec le dijo: - Sólo tuve varones, pero si hubiera tenido una hija, quisiera que fuera tan linda como vos... - Gracias. Suzanne, siempre observadora, notó que a Ange le faltaba cadera, pero también se impresionó por la gran belleza de su improvisada solista. Dallery le envió una de sus miradas asesinas. Secretamente, en lo más profundo de su maldad, le deseó lo peor, pero como no pudo hacer nada para hacerle la vida más miserable, no lo hizo. En eso, Ghislaine, una de las poquísimas jóvenes contraltos de la edad de Ange, notó algo y le dijo: - ¿No tenés joyas, Ange? ¿No tenés nada dorado para ponerte? - No... en realidad... en mi familia nadie usa joyas, y por eso no heredé ninguna. Por pudor, no dijo que con su pequeño sueldo de empleada, tampoco tenía los medios para comprar una. Antes de que Ghislaine pudiera darle su pulsera, Madame Madec se sacó entonces un broche de oro que le sostenía el echarpe bordó, y se lo colocó a Ange. - Pero... - Nada, nada, hija. Me la devolverás luego del concierto. Sos una solista, no podés cantar tu solo sin algo dorado como las demás... Ange no dijo nada, y le dejó ponerle el broche. De su expresión de agradecimiento surgió una indecible sensación de plenitud. Formaron y entraron, con las carpetas en la mano. La primera parte del concierto iba a ser un conjunto de canciones populares francesas. Ange cantó con los tenores, tratando de no sobresalir, y lo logró bastante bien. El público, formado esencialmente por familiares, vecinos y amigos, estaba conquistado de entrada. Todo salió bien, y la gente canturreaba las canciones de Brel, Brassens y Ferré que habían poblado sus adolescencias. En el intervalo, chicos de ocho a doce años, hijos y nietos de los coreutas, pasaron canastitas para recoger donaciones a favor de la restauración de la iglesia; la Región y el Departamento aceptaban pagar la mitad de la restauración de los otrora hermosos frescos de la iglesia, si la iglesia depositaba en una cuenta de banco la otra mitad antes de comenzar los trabajos. La humedad y reparaciones bastas y apresuradas habían destruido una parte de los frescos, pero por suerte, habían quedado algunas fotos de principios de siglo de un periódico local, así como de algunos casamientos. De regreso del intervalo, Suzanne, en la cumbre de su belleza a los cincuenta, sacó la batuta del estuche, y levantó la mano hacia el espejo que la comunicaba con el organista. Entrecerró sus ojos, hizo un ademán con la cabeza, levantó la mano derecha y dio la orden de comenzar. Un acorde menor atronó la iglesia. - “Re-qui-eeeeem... Ae-teeee....rnam” – comenzó el coro, con una gran suavidad en un excelente pianissimo. Los números comenzaron a desarrollarse: El uno, sombrío; el dos, misterioso, con ese maravilloso dúo de cuerdas centrales entre tenores y contraltos, que gracias a Ange no sólo salió bien, sino que el Amen final sonó como una plegaria luego de una tormenta. El tres, el Sanctus, sumamente parecido al de la misa Santa Cecilia de Gounod, hasta llegar al Pie Jesu, el número cuatro. Suzanne se dio vuelta para anunciar el cambio de solista en el programa, mientras Ange se ubicó en la primera fila. Acarició suavemente el broche mientras le envió un saludo a Madame Madec, se arregló el echarpe para que no le tapara la partitura y cruzó su filosa mirada con la de Suzanne. Esta cerró los ojos, como para no mirarla, y dio la señal. El organista y Ange comenzaron su diálogo. Los testigos de aquella noche coinciden en que fue uno de los momentos más inolvidables de sus vidas. La música se elevó hacia el cielo como la llama de los cirios, y no hubo quien quedara insensible ante la música de Fauré. Los aplausos conmovieron a la iglesia. Ange volvió a su puesto; Luc le hizo un guiño de ojo con el pulgar hacia arriba en señal de aprobación; Dallery le miró con desprecio desde lo alto de su turgente papada. El Agnus Dei, otrora tan temido, salió con una gran elegancia, y el número seis contó con Jacques como solista. Su Libera me salió tan conmovedor que las crónicas cuentan que incluso quienes no eran creyentes, por un momento sintieron la emoción de la fe. El In Paradisum, un coro de ángeles, fue muy bien interpretado por las sopranos, quienes tienen una parte bastante difícil. Los últimos acordes fueron magistralmente dirigidos por Suzanne, quien pese a una vocación tardía, tenía tanto talento adentro que transmitía su genio interior a su coro... Los aplausos del público en pie les premiaron por su hermoso concierto. Todos estaban muy emocionados, y al final, la hija menor de Suzanne le entregó un hermoso ramo de flores a Ange. - ¡Gracias! – solo atinó a decir. Luego del bis, que fue el Libera me pero con toda la audiencia invitada a corearlo al unísono, fue la hora de tomar un aperitivo en la sala de fiestas. Madame Madec debió hacerse insistir para aceptar el broche de oro de vuelta. Ange se cansó de tener en brazos a la nenita, quien se quedo dormida con la cabecita apoyada en su hombro. Todos hablaban de ese concierto como algo inolvidable, como algo fuera de lo común, como algo irrepetible. Lo era. Dallery no asistió. La enfermedad de Dallery Poco después del concierto, Dallery comenzó a faltar sin aviso. Nadie era su amigo, por lo que tampoco nadie se interesó demasiado, hasta que en un ensayo, Monsieur Tuloup, el artista plástico más conocido de la ciudad, preguntó: - ¿Alguien tiene noticias de Dallery? - Está en cama, muy enfermo. Es probable que no venga por un tiempo muy largo. Todas las miradas se dirigieron hacia Ange. - Lo lamento, no puedo decir más, en estos momentos lo estoy visitando por encargo del SIMAD. Era mucho más grave que eso. Dallery no podía moverse de su cama. A causa de su diabetes, había sufrido una amputación de ambas piernas, y estaba en una clínica privada en Port-Marly. Ange se encargaba de su caso. Lo más doloroso fue la manera en que recibió a Ange en su habitación de hospital: - ¿Quién es? - Bonjour... Soy Ange, vengo de parte de Monsieur Martin, del SIMAD. - Váyase. No necesito a nadie. - Monsieur Dallery, no hay nadie más que se ocupe de su caso... - ¡Váyase! ¿O quiere que se lo mande por carta certificada? – su voz sonaba cruel y amenazadora. - Monsieur Dallery, dijo Ange con una voz tranquila y no exenta de autoridad, todos sus hermanos han rehusado hacerse cargo de usted. Su ex-esposa no quiere ni oír hablar de usted. No tiene hijos. Nadie más acudirá a ayudarlo. Sus amigos del consejo municipal encargaron al SIMAD la tarea de encontrarle ayuda a domicilio, y vengo a abrir el expediente. Mientras Ange hablaba, Dallery fingía mirar al sol por la ventana, pero su mirada otrora altiva estaba roída por el dolor y la humillación que le significaba la pérdida de la movilidad. Ange supo en aquel instante que Dallery se estaba quedando ciego. - ¿Me permite leerle al menos unos párrafos de este libro? - Haga lo que quiera. No voy a escucharle. – dijo, demasiado cansado como para encolerizarse. - Gracias. Ange se sentó, abrió el libro, y dijo simplemente: - Este libro me lo dio mi padre. Era una Biblia. Y Ange empezó a leer el Génésis, pero no lo hizo de cualquier manera. Lo hizo con una entonación extraña, una entonación vieja, tal vez de setenta años atrás, similar a la que la madre de Dallery empleaba cuando le contaba esas mismas historias de niño. El sol caía lentamente mientras Dallery, que se había callado, escuchaba en silencio. Tres horas estuvo Ange leyendo, sin prisa y sin pausa, sabiendo que si interrumpía la Palabra, ella no surtiría el efecto que buscaba. Y desfilaron todas esas historias de pasión, de lealtad, de mezquindad, de exaltación, y de heroísmo que conforman la gran aventura humana del Antiguo Testamento: Josué deteniendo el sol en la batalla en Gabaón, Judith decapitando a Holofernes, Jacob y Esaú y el malhadado intercambio de la primogenitura por un plato de lentejas, la paciencia de Job, las profecías de Ezequiel, David y Goliath, la muerte de Jonatán. Ange cerró el libro, suavemente. Le dijo suavemente a Dallery, como quien quiere tranquilizar a un niño asustado: - Dentro de una semana será usted dado de alta. El día de su salida, una enfermera y un camillero del SIMAD lo transportarán hasta su casa. Ellos se ocuparán del tratamiento diario, y yo vendré tres veces por semana para atender los trámites que necesita su estado. Le gestionaré la tarjeta de invalidez civil, y abriré su expediente en la Seguridad Social para que sea tomado a cargo en tratamiento de larga duración. Necesitaré también su permiso para atender el correo, la llave de la casilla de correo, una llave para mí, y una llave para la ayuda a domicilio. Dallery no contestó nada. Ange se retiró. - Bonsoir. Por primera vez, cuando la puerta se cerró, Dallery giró la cabeza. Por un momento, pensó en que quería que volviera. Arrepentimiento Todos los días, Ange visitaba a Dallery en la clínica, pero no pudo salir el día previsto. Un estafilococo áureo le atacó y lo tuvieron que poner en terapia intensiva. Casi pierde la vida. Dos veces por día, temprano a la mañana y tarde por la noche, Ange venía a visitarlo. Vestido con una bata de hospital, en los únicos diez minutos de visita que le permitían por día, le leía fragmentos de la Biblia, y entre ellos, le leyó el episodio de la cólera del rey Saúl, que sólo la música del arpa de David llegaba a calmar. Luego de quince pasmosos días, al cabo de los cuales Ange se quejó por primera vez – del cansancio -, Dallery pareció mejorar un poco y lo llevaron a terapia intermedia. Ange había terminado su lectura – eran las siete y media de la noche -, y se disponía a irse, cuando Dallery le dijo: - Por favor, Ange, no te vayas. Ange le dijo simplemente: - Aquí estoy. - Seguime leyendo - su voz intentó ser de nuevo cruel y autoritaria, pero no le salió. Estaba implorando. Sus ojos, en el vacío de las tinieblas, estaban asustados. Ange comenzó a leerle el Nuevo Testamento. La lectura siguió hasta medianoche, y a medida que su voz avanzaba en el relato, la calma se apoderaba del paciente. Al terminar, Dallery le dijo: - Quiero ver a un sacerdote. Una hora más tarde, el párroco de una iglesia de Saint-Germain-en-Laye, pese a estar muerto de cansancio, estaba a su lado. Ange se retiró prudentemente, pero de lejos divisó en la semipenumbra al sacerdote impartiendo el sacramento de la extremaunción. Comprendió que el fin no estaba lejos. La doctora que encontró en el pasillo y una enfermera le explicaron que no había nada que hacer. Ange pasó la noche con el enfermo, quien estuvo delirando toda la noche, profiriendo cosas incoherentes. Luego, como si se hubiera cansado, de golpe dejó de hablar y estiró su mano derecha. Ange la tomó entre las suyas. - No quiero morir solo... Mamá... ¡Mamá!... no quiero morir solo... Los médicos le permitieron a Ange asistir al moribundo. Durante dos noches, luego de volver del trabajo y de cenar, Ange dormitaba en un sillón de la habitación, velándolo. Su cara reflejaba una gran turbación, como si protagonizara una grave lucha interior. Al amanecer del tercer día, el enfermo dijo, con un hilo de voz: - No.... no... – su súplica era angustiada, como si pidiera auxilio. Ange, entonces, como le tomó de la mano y comenzó a canturrearle suavemente el aria del número cuatro del Requiem de Fauré. Como si fuera un bálsamo milagroso, el rostro del enfermo recuperó un poco el color, y una sonrisa muy tenue afloró a sus labios. Era la primera vez que Ange le veía sonreír. Y con esa sonrisa, muy dulcemente, casi en puntas de pie, Dallery se fue para siempre. Alemania La noche de la partida fue bastante animada, en esos días de verano, el sol se ponía bastante tarde. Un enorme bus con todas las comodidades circulaba sobre la autopista A4, rumbo a Alemania. Jacques se sentó junto a Suzanne, quien había estado en los Alpes en febrero pasado, y le explicaba a la pianista cómo se había salvado de una avalancha porque la aerosilla que la iba a llevar a la pista fatídica se rompió antes de que pudiera subir. - Hay un problema para el alojamiento de los coreutas. Se hizo un incómodo silencio y se miraron y sin decir una palabra. Jacques rompió el fuego. - Sin contar a Ange, somos cinco matrimonios, doce hombres y quince mujeres. ¿Cómo hacemos con Ange? - ¿Una pieza para ella sola? - Tenemos el número justo. Hay mucha demanda por la feria de Frankfurt. - Está bien, irá conmigo. - ¿Estás segura? - Totalmente. Algunos asientos más atrás, Madame Madec le contaba a Ange cómo había sobrevivido a Buchenwald, donde casi pierde la vida, y el placer que le representaba volver a Alemania como invitada, y ver que sus hijos y nietos vivían en paz con los hijos y nietos de quienes tanto mal la habían hecho. La anciana no le dijo a Ange que era la primera vez que volvía a ese país desde 1945, y que no sabía cómo iba a reaccionar al ver todo escrito en alemán. Llegaron a eso de las once de la mañana. Un consejero vecinal de Dreieich, el párroco, el director del coro local y las personas del coro local que iban a alojarlos vinieron a recibirlos al frente de la iglesia. Harían un almuerzo juntos, y luego vendría el ensayo general. Durante el almuerzo, intercambiaron regalos, y se sentaron todos mezclados en una animada mesa, en el jardín de la casa que un matrimonio alemán había puesto a disposición. In fernem Land El ensayo general se hizo el mismo día de la llegada, luego del almuerzo. Fue algo sumamente agradable; el coro local asistió al ensayo como público y en perfecto silencio escucharon las indicaciones en francés. Muchos alemanes tenían nociones del idioma, algunos incluso lo hablaban muy bien. Al llegar el número cuatro del Requiem, Ange cantó el Pie Jesu. Madame Delalande no quiso retomar el papel de solista, no quería privar a los demás de esa voz excepcional. Se hizo un extraño silencio en la iglesia, se podría decir que hasta los pájaros dejaron de cantar. Muy lejos de las versiones edulcoradas y con portamento de las sopranos de alto tonelaje, Ange cantaba con la inocencia y el timbre de un monaguillo, pero con el rango dinámico de un adulto. Al terminar, Suzanne misma no podía ocultar las lágrimas. En la pausa del ensayo, los coreutas locales se pusieron a charlar con sus invitados. Todos estaban maravillados con esa voz que parecía expresar lo más noble y lo más elevado del alma humana. Ange, en un rincón, charlaba con su mejor amiga, Madame Madec, y recibía los cumplidos de quienes le habían escuchado. - Ahora podemos decir que sabemos cómo hubiera sido escuchar a Farinelli – le dijo en inglés el director del coro alemán. Ange contestó en alemán, sin prestar demasiada atención: - Me temo que no sea cierto, creo que Farinelli era mucho mejor... – y se interrumpió. Como arrepintiéndose de esas palabras pronunciadas demasiado rápidamente, se corrigió, diciendo: - Pero nunca lo sabremos, porque en esa época no había grabaciones. Luego del ensayo, fueron todos invitados a una Bierstube. Locales e invitados empezaron a cantar juntos y como era lógico, el buen Riesling alemán y la deliciosa cerveza bávara hicieron lo suyo. Alguien propuso: - ¡Que cante Ange! - Sí, ¡que cante! - ¡Que cante...! aullaron todos Ange no se pudo negar. Se puso de pie, la cabeza gacha, y sin pedir siquiera el La, empezó a cantar, con un hilo de voz: In fernem Land, unnahbar euren Schritten, liegt eine Burg die Montsalvat gennant. Ein lichter Tempel steht dort inmitten, so kostbar, als auf Erden nicht gekannt.... Mientras cantaba, Ange comenzaba a caer en una especie de trance. Su voz se tornó viril y angustiada, como si mirara al Cielo para pedir fuerzas para cometer el renunciamiento máximo. Nun hört, wie ich verbotner Frage lohne, vom Gral bin ich zu euch daher gesandt. Mein Vater Parsifal trägt seine Krone, sein Ritter, ich, bin Lohengrin gennant. No pudo terminar de cantar las últimas estrofas. Su voz se había quebrado por la emoción. Estruendosa ovación, brindis, y felicitaciones de todos. Madame Madec abrazó a Ange, y le dijo: - Alguna vez escuché esa voz, pero no me acuerdo cuándo... Revelación Luego del ensayo general y de un brindis con el coro local en la Bierstube, Ange y Suzanne fueron alojados en un hermoso chalet en pleno campo, propiedad de un matrimonio de jubilados. Ange comenzó a hablar un impecable Hochdeutsch, y le sirvió de intérprete a Suzanne, quien estaba tan impresionada como intrigada. ¿Cómo podía ser que alguien que no había obtenido el bachillerato pudiera hablar tan bien un idioma extranjero tan difícil? En todo caso, los jubilados pasaron una noche agradabilísima, con ese visitante tan extraño pero tan encantador, y con la directora de coro en persona. El café estaba delicioso, y la conversación hizo honor al café. Suzanne quedó pasmada por la fantástica cultura general musical de Ange: de Brahms a Bruckner, de Palestrina a Respighi, conocía todos los músicos; hablaba de ellos como si los hubiera conocido, y sus descripciones de los momentos de creación de sus obras eran tan vívidas como si hubiera estado mirando por encima del hombro de esos inolvidables compositores durante los momentos de trabajo. Pasada la medianoche, llegó la hora de acostarse. Ange pidió permiso para entrar al baño de la habitación, y salió en un simple pijama. Sin el maquillaje, parecía haberse quitado la máscara de otra persona; con esa ropa neutra y asexuada era un preadolescente, como si su voz y su rostro fueran uno. Se acostó en la cama y se puso a leer la reducción para piano de Die Zauberflöte, de Mozart. Suzanne entró al baño, y mientras se cambiaba, sentía la duda crecer en ella. Salió, y mientras inflaba la almohada de plumas le preguntó: - Decime, ¿qué cantaste en la fiesta? Porque lo que cantaste era un aria de tenor. Ange hizo un silencio incómodo, como para buscar las palabras. Dejó la partitura y apagó su luz. Finalmente, con una voz viril, totalmente distinta de la voz femenina que usaba normalmente, le contestó. - Es un aria del tercer acto de Lohengrin,. - ¿Y de qué trata Lohengrin? dijo, apagando la luz para que no se le viera la cara de ansiedad... Demasiado tarde, el tono de su voz la había traicionado. Ange hizo otro silencio antes de proseguir. Suzanne se acostó y apagó su luz, ella también. Estaban totalmente a oscuras. - Es la historia de una chica de dieciséis años, acusada injustamente de asesinar a su hermano para quedarse con el ducado de Brabante. Un noble que codicia su ducado es el acusador. El rey llama a juicio de Dios para dirimir la cuestión, y entonces aparece in extremis un caballero en una armadura plateada, en una barca tirada por un cisne... - Ya me imagino que el caballero es Lohengrin. - Sí. Pero no se sabe hasta el tercer acto. Lohengrin le hace jurar a la chica que si la defiende, ella lo tomará por esposo, bajo la condición de que nunca le pregunte ni su nombre, ni su rango, ni su origen. La chica, por supuesto, acepta. Combate contra el acusador, vence, y le perdona la vida. Luego se casa con la chica. - Y ella supongo que ella va y le pregunta. - Por supuesto. En el tercer acto, entonces, Lohengrin explica que es un caballero del Santo Grial, y que es hijo de Parsifal, el rey de Montsalvat, el templo donde se custodia la reliquia sagrada. Su fuerza proviene del Espíritu Santo, y debe ser puesta al servicio de los débiles. Como la esencia de su fuerza es sagrada, no puede ser develada a los mortales. Si les es preguntado su nombre y su rango, entonces deben revelar su identidad, y partir. - ¿Para siempre? - Para siempre. - ¿Y no puede llevarse a la chica? - No. - ¿Y esa es el aria que cantaste? - Sí. Se hizo de nuevo el silencio, largo, pesado. Suzanne tenía miedo de hacerle la pregunta y afrontar la verdad. - Suzanne... - ¿Sí? - Gracias por aceptarme como soy. - De nada... – dijo ella, enternecida. Ange se dio vuelta para dormir. Suzanne por un momento creyó divisar un relámpago dorado en la cabecera. Cuando giró la cabeza para ver mejor, sólo la acompañaban la oscuridad y el silencio. Despedida De regreso de la gira, Ange no volvió a aparecer. Suzanne llamó a su teléfono, y una voz de sintetizador le informó que el número no existía. En el SIMAD le informaron que Ange había renunciado y se había ido a vivir “a una tierra muy lejana” según sus palabras, tan lejos que ya no podrían entrar en contacto. A los pocos días, una carta apareció en su buzón, dentro de un paquete conteniendo el vestido negro de gala. No llevaba estampilla ni matasellos; visiblemente alguien la había depositado personalmente. En el sobre figuraba su nombre, escrito con una bellísima letra – diríase de amanuense y esta indicación: “Por favor, Suzanne, abrir sentada en la nave derecha de la iglesia de Fourqueux”. La iglesia quedaba a pocos minutos de la casa de Suzanne. Se contuvo y no la abrió, porque intuía lo que iba a decir. Caminó por la hermosa ciudad que no había perdido su encanto con el otoño, entró a la iglesia, que olía a aceite y a incienso, y se sentó en la nave derecha. A la izquierda, estaba Monsieur Tuloup, restaurando por encargo del párroco y con la famosa subvención que por fin había llegado, unos frescos del siglo XIX, ennegrecidos por los cirios y la polución. Mientras el artista trabajaba cuidadosamente devolviéndole la luz a la cara de un personaje, Suzanne abrió la carta y leyó ansiosamente: Fourqueux, 5 de septiembre de 2006 Querida Suzanne: Tal vez te sorprenda tener noticias mías de esta manera. Sé que todo este tiempo quisiste hacerme una pregunta; ahora es el momento de contestarla. Sí, conozco a Michael, y si vine a tu coro, fue para cumplir con una misión. Quiero que sepas que desde que Michael te dio el último beso en Vaisons, no ha dejado de pensar en vos. Desde entonces, sólo piensa en cuidarte y velar por vos y por los tuyos. Muchas veces apartó la mano de la Parca del camino de tu auto; muchas veces te saludó desde lejos: en tus caminatas por los viñedos de España te vio, escondido en el canto de una acequia; fue el viento entre los árboles en tus caminatas por el bosque de otoño, fue el sol que te acarició en Túnez y fue la oportuna avería en la aerosilla que te salvó de la avalancha. Cuando casaste a tu hija y apoyabas tu mano su hombro, y pensaste que extrañabas la mano del padre en el otro, fue él quien guió la mano invisible de tu amado desde las tinieblas del Purgatorio hasta el altar para cumplir tu deseo. Habrás comprendido entonces que fui yo la voz que llamó de regreso a la vida a Madame Madec en Buchenwald, y que fui la voz de la conciencia de los padres de la niña que viste el día del concierto en Fourqueux. Es menos probable que comprendas que he venido precisamente para luchar por el alma de ese desgraciado Monsieur Dallery, que por más demonio que haya sido en vida, por esa misma razón necesitábamos un esfuerzo máximo para que no se lo llevaran las tinieblas. Como Lohengrin combatiendo por la inocencia de su amada, yo también vine a combatir, pero esta vez por el alma de la persona que más me odió en el mundo. A estas alturas ya sabrás quiénes somos Michael y yo, y que tu intuición era correcta: no, no soy un travesti. A quienes como vos me brindaron hospitalidad y amistad, quisiera contestarles la pregunta que se han hecho desde el primer día y que la discreción no les permitió plantear: si soy varón o mujer. La respuesta está en la iglesia. No estaba firmada. Suzanne se cubrió los labios y la nariz con la carta, para ahogar el grito y esconder su expresión de estupor mientras miraba el fresco. Monsieur Tuloup había ya restaurado los dos primeros de una cohorte de siete arcángeles. Dos rostros familiares y queridos le sonreían. Notas El trabajo de creación permite algunas licencias que la historia o el análisis literario no permiten. En este caso, el problema formal que quise resolver fue este: ¿es posible, mediante la narración de hechos estrictamente cotidianos, describir lo sobrenatural ? Ange, es por lo tanto, no un cuento ni sobre la problemática de la identidad sexual ni sobre la religión, sino un ejercicio técnico sobre la relación posible entre lo cotidiano y lo sobrenatural. Gabrielle de Rijke El protagonista no es sino el arcángel San Gabriel. El apellido lo tomé de una empresa de transportes belga cuyos camiones me tienen patilludo en el trayecto de ida y vuelta a Carrefour en la autopista A6. Ange existe de verdad, en su versión masculina. Me inspiré en el tenor solista del coro de Chambéry en Saboya (1989-1990), un hombre de una gran bondad que trabajaba nombrado por el Estado, como tutor de bienes e intereses de minusválidos y menores. El SIMAD existe, por supuesto. Fourqueux Fourqueux y su coro existen. Varios de sus miembros fueron modelos para mis personajes del coro y con ellos canté el Requiem de Fauré. La directora es una muy buena directora y tiene más de ochenta años. Dallery Dallery existe. Espero no cruzármelo nunca más. Suzanne Como modelo para Suzanne elegí a una traductora de francés cuyos ojos son tan bonitos que no sólo ningún maquillaje alcanza a realzar: tampoco hay cuento capaz de hacerles justicia. De paso: la verdadera Suzanne no tiene la más pálida idea de lo que es un ritornello. Al igual que su modelo real, Suzanne es inteligentísima. Sin necesitar preguntar como la protagonista de Lohengrin, comprende que hay algo raro detrás. No necesita plantear la pregunta prohibida: la siente en su interior, y Ange lo sabe; es por eso que debe partir. Jacques Jacques es representante de toda una generación, esa que asiste a los pequeños coros vocacionales, que es suficientemente joven pese a estar jubilados para gozar de la vida, si la saludo les acompaña, por supuesto. Van der Weyden Van der Weyden es conocidísimo por su pintura religiosa. Es una de las primeras pistas que doy del carácter sobrenatural de Ange, y el cabello rubio del protagonista es salido de sus cuadros. un relámpago dorado Alusión al aura con que los pintores como Van der Weyden retrata a los personajes bíblicos. este libro me lo dio mi padre Si hubiera escrito Padre con mayúscula, hubiera sido demasiado obvio. Espero que este detalle haya sido percibido. la avalancha El detalle de la avalancha es para relacionar una vez más lo cotidiano con lo sobrenatural la nena con síndrome de Down El detalle de la nena da una pista: sólo una persona inocente, como una niña, es capaz de reconocer con su pureza al ángel que le salvó la vida. De paso, no tengo opinión sobre el aborto, no soy ni pro- ni anti- abortista. Michael Los arcángeles son siete, y dos de ellos se llaman Gabriel y Miguel. Madame Renaud Nótese el parecido de Renaud y Renard, “zorro”, en francés. La pregunta La pregunta prohibida es el tema central de Lohengrin, y también lo es el de este cuento. Lohengrin Existe un paralelo entre Lohengrin y los dos arcángeles del cuento. La versión bilingüe de Lohengrin que Michael le regala a Suzanne no es sino una manera delicada de hacerle saber quién es y por qué no volverá a verlo nunca más. Comprendió que el fin no estaba lejos Ange tiene rasgos humanos. No es omnisciente. Eso lo hace más próximo de la humanidad. Farinelli Ange reacciona como si lo hubiera escuchado. Compositores Ange reacciona como si hubiera estado presente en el momento de la creación. Se dice que la Missa Papae Marcelli le fue dictada a Palestrina por un coro de ángeles. Sabemos perfectamente que no es sino una leyenda, pero una leyenda es demasiado hermosa como para no creer en ella. El vestido negro La manera misteriosa en que el vestido negro le es restituido a Ange permite explicar de otra manera el final. ¿Y si Ange se lo hubiera dado a Monsieur Tuloup? Este podría perfectamente haber pintado el rostro de Ange en uno de los arcángeles la esperanza de que Suzanne viniera a la iglesia y hacerle una broma. En su sorpresa, Suzanne podría haber tomado el rostro del otro arcángel como el de Michael, después de todo, han pasado más de treinta años y los recuerdos se borran. Es, entonces, en esta ambigüedad entre cotidiano y sobrenatural que se inscribe la obra. En una tierra muy lejana Son las palabras exactas de Lohengrin: “In fernem Land...”