a la verdadera Suzanne, la mujer inteligente de los ojos color del

Transcripción

a la verdadera Suzanne, la mujer inteligente de los ojos color del
Ange
a la verdadera Suzanne, la mujer inteligente de los ojos color del mar...
Suzanne no podía creer lo que decía la carta.
-
Es un chantaje... – pensó.
Pero el texto no podía ser más claro. La alcaldesa de Fourqueux le pedía que incorporara
en su coro a un travesti, so pena de perder la subvención municipal. El concejal la miró
con cara de resignación. La secretaria de la Asociación Vecinal fingió ignorar hasta
entonces el tenor de la carta.
-
Vamos, Suzanne, no podés negarte. Es una obra de bien.
-
¿Y cómo se llama la asociación?
-
“Travestis dignité”. Es una asociación que intenta promover la integración de los
travestis en el trabajo y en la vida social, encontrándoles trabajo y ocupaciones
sociales, para que no se prostituyan o se droguen...
-
¿Qué garantías tengo de que no va a perturbar mi coro ?
-
Toda las personas que ubican han tenido un comportamiento muy correcto. Es
como los sordos en los bancos: hasta trabajan mejor porque tienen mucho que
perder. No te puede ir mal... porque...
La directora del coro no la oía más. Sonrió con esa sonrisa desarmante que tenía siempre
puesta en su rostro como una máscara veneciana, aunque interiormente estaba
dispuesta a romperle la cara al consejero municipal que la había convocado. Salió
haciendo un esfuerzo de autocontrol para no pegar un portazo.
Ya subiendo las escaleras, recapacitó. No podía perder esa subvención sin quedarse sin
sala, sin piano, sin calefacción y sin coro. Le había costado mucho tiempo formar ese
grupo, le había costado mucho esfuerzo darle forma a su proyecto de dirigir un coro, y
no podía correr el riesgo de perderlo.
En la buhardilla del edificio que era ahora la sala de yudo y de gimnasia, despojada del
tatami desmontable, funcionaba la sala de coro. Abrió el armario, y comenzó el ritual de
sacar las sillas plegables para los coreutas.
-
Bonsoir, Suzanne...
Quien la saludaba era un joven jubilado, hijo del baby boom la sesentena joven, Jacques,
el presidente del coro. Luego de los consabidos besos en la mejilla, Jacques comenzó a
ayudarla a poner las sillas, mientras Suzanne le contó sobre la carta.
La gente comenzaba a llegar y a saludarlos. La pianista saludó y se sentó en el piano a
tocar algunas melodías de su juventud, por lo que tuvieron que interrumpir la charla.
Se les unió Monsieur Dallery, el tesorero. Su voz enérgica delataba a alguien
acostumbrado a humillar a sus colaboradores, sus mejillas encendidas el carácter
atrabiliario; había sido jefe de la contabilidad de una empresa de transporte, donde se
había complacido en hacer infeliz a todo el mundo, y cuando un suicidio se produjo en
su servicio, no le importó demasiado. Suzanne lo detestaba, pero sus contactos con el
sector político le habían sido muy útiles cuando Fourqueux votaba a la derecha. Sólo
que cuando una joven candidata ecologista con ideas demasiado revolucionarias y
familia bien arraigada en la ciudad ganó las elecciones municipales en las últimas
elecciones, la utilidad de Monsieur Dallery ya no le era prioritaria. Demasiado tarde;
Dallery se había enquistado en los órganos directivos del Coro y resultaba imposible
echarlo de la Comisión Directiva. Sólidamente soldado a su pedestal, como estatua de
Stalin que se negaba a ser derribada ante miles de húngaros enardecidos, Dallery urdía
planes en secreto. Colmo de los colmos, Dallery era tenor. Mejor dicho, uno de los dos
tenores con los cuales Suzanne podía contar.
Una de las sopranos veteranas del coro vino con un mensaje:
-
Suzanne, tenés alguien en la planta baja que te espera.
-
Decile que suba.
-
Me pidió verte abajo...
Suzanne levantó sus ojos color del Atlántico que ningún maquillaje alcanzaba a realzar,
de tan bonitos que eran, y miró a Jacques sin mirar a Dallery.
-
¿Venís conmigo? Necesito otra opinión...
-
Por supuesto... – contestó Dallery, encaminándose a paso vivo hacia las escaleras.
Cuando llegaron en la planta baja, detrás del cartel que anunciaba las actividades
deportivas y culturales de la Asociación, una chica rubia y alta los estaba esperando.
-
¿Madame Roussel?
-
Soy yo... Le presento a Monsieur Jacques Dubedout, el presidente del Coro.
-
Soy Mademoiselle de Rijke... Gabrielle de Rijke, pero en casa me llaman Ange.
En la luz suave del pasillo, Suzanne divisó unos ojos celeste claros, un rostro fino y
agradable y de complexión delgada, de largos cabellos rubios y finos, Jacques adivinó en
esa extraña presencia una persona del Norte, de la frontera con Bélgica; vagamente le
recordaba un personaje de algún cuadro de van der Weyden.
-
Mademoiselle, ¿qué interés le trae a nuestro Coro?
-
Desde que tengo memoria me gusta cantar y hacer música.
Suzanne se sentía intrigada por la indecible ambigüedad de su interlocutor. Por un lado
sentía el desprecio y el rechazo que le inspiraba su condición de travesti, por el otro,
sentía curiosidad sobre cómo un hombre lograba tanta delicadeza en el rostro, la voz y
los modales.
-
¿Y de qué trabaja?
-
Trabajo en el SIMAD, una asociación intercomunal para mantener a personas
ancianas en sus domicilios; las visito, verifico que los empleados que les prodigan
cuidados hagan su trabajo, a veces cuando las familias están muy lejos verifico
sus cuentas bancarias para evitar abusos... La Asociación me consiguió el empleo.
Estoy preparando un BEP1 en cuidado de personas mayores.
-
¿Hay abusos?
-
No muchos, pero el hecho de verificar hace que haya menos.
Suzanne cada vez estaba más intrigada.
-
¿Y por qué el coro de Fourqueux?
-
Otros jefes de coro me han hecho saber que preferían... otro tipo de gente en el
coro.
Hizo un silencio profundo, y contestó con gran sinceridad:
-
Hasta ahora no he tenido ninguna audición. Usted es la primera persona que
acepta hablar conmigo personalmente.
Monsieur Dallery estaba rojo de cólera. Era imperdonable que un coro de gente normal
aceptara a un pervertido entre sus filas. ¿Cómo harían para ir a cantar a una iglesia si el
párroco se negaba a aceptarlo? ¿Cómo harían en la gira a Alemania que tenían
programada?
Suzanne miró a Jacques. El le hizo un gesto imperceptible pero afirmativo. Había algo
que le inspiraba confianza. Suzanne, entre la espada y la pared, y con Jacques a su lado,
no temía los exabruptos de Monsieur Dallery. Por otro lado, ella también tenía una
opinión favorable. Ange se excusó y se retiró prudentemente unos metros, fingiendo
leer carteles de anuncios de vacaciones y de cursos de idiomas, para que los tres
pudieran discutir en privado.
-
No puede aceptar a este pervertido. No tiene cómo alojarlo en la gira. ¿Con los
hombres o con las mujeres? Y cuando el párroco se entere, no volveremos a pisar
la iglesia.
-
No tengo alternativa. Si pierdo la subvención, disuelvo el coro.
-
Podríamos ensayar en casas de familia, al menos hasta que vuelva el ex-alcalde...
-
No hay suficientes casas con la insonorización y las comodidades para cuarenta
personas, y las elecciones no son hasta dentro de cinco años.
-
Le hablaré al coro y verá como consigo... ¡cinco casas!
Jacques intervino:
-
1
Al menos, Suzanne, hacéle una prueba de voz antes de decidirte.
Bachillerato profesional, sin derecho a entrar en la Universidad.
Suzanne aprovechó la ayuda de Jacques, y ante la mirada atónita de Dallery, no perdió
el tiempo y subió por la escalera de caracol, haciéndole un gesto a Ange.
Llegaron al segundo piso, donde el coro charlaba hasta por los codos como un enorme
gallinero humano. Había risas, comentarios y hasta algún aliento con olor a pastis,
inevitable delator de la soledad de una persona cuya única reunión semanal con el coro
apenas alcanzaba a paliar.
Suzanne le pidió a la pianista que le cediera el lugar, se sentó al piano. Ange se puso de
espaldas al Coro, y se hizo un silencio sorprendido al ver a la recién llegada.
-
¿Qué registro tiene Ud.?
-
Contratenor.
Suzanne no pudo evitar un escalofrío. La voz de contratenor era una de las más bellas
que había oído. Aún guardaba en su memoria la de un amor no correspondido con un
pelilargo contratenor inglés, treinta años atrás, en una temporada de verano en la
romántica Vaisons-la-Romaine... vinieron a su memoria el sol, el calor y la ternura, que
le pareció interminable aunque distante, y que duró lo que el verano francés. Su única
despedida, fue el haberle dejado un libro, un libreto de Lohengrin en edición bilingüe,
que ella nunca leyó. Fuera de eso, nunca más supo más de él. Después de volver sola a
París, se juró que le volvería a pasar, y se dedicó a los seguros de vida, más redituables y
más sosegados que el mundo de la música. El casamiento con un oscuro funcionario
pero un buen marido, dos nenas, y una prematura viudez al comenzar la cuarentena la
relegaron a pensar en el amor como algo demasiado hermoso como para que durara
demasiado.
Suzanne tocó un acorde. El gallinero humano se deshizo en cuchicheos, mientras
miraban de reojo al recién llegado. Suzane le hizo hacer escalas para apreciar su
extensión de voz y calentar la laringe.
-
He preparado una obra, si me permite.
-
Ningún problema... ¿cuál es?
-
Come my beloved, de Atalanta, de Händel
-
¿Tiene la partitura...?
-
Sí.
Se la dio, y ella, al leer la música, no pudo evitar dar un respingo. El la miró con sus ojos
serenos color de cielo; ella le devolvió la mirada con sus ojos turbulentos color de mar.
Luego de unas breves armonías para dibujar la tonalidad, Händel le da la palabra al
contratenor. Dos siglos y medio atrás hubiera sido uno de los últimos castratos quien la
hubiera cantado, pero quienes recuerdan aquella noche dicen haber escuchado a uno de
ellos, cantando una música celestial.
Ange tenía una técnica barroca impecable, un fiato que duraba eones, sabía
perfectamente el uso sin abuso de la ornamentación. Su timbre era cálido pero no
hiriente, sus agudos no eran estridentes, sino etéreos; sus graves eran llenos de color,
distintos a sus agudos, su registro medio, expresivo y con gran rango dinámico. No era
una voz de adulto, pero tampoco una voz de niño; era una voz de prepúber. Poco a poco
se hizo un silencio total. Fueron tres minutos de emoción y de belleza pura, durante los
cuales nadie se atrevió siquiera a respirar.
Los aplausos hicieron añicos al silencio. Jacques no pudo sino enjugarse unas lágrimas.
Pocas veces había sentido una emoción así. De reojo, vio que no era el único.
Suzanne estaba totalmente alterada. Sin prestar atención a los aplausos y a los
comentarios elogiosos, estaba totalmente en otro mundo. Su mano no había temblado
acompañando a Ange en el teclado, pero su mirada había vacilado cada vez que debía
cruzar la de Ange para el ritornello. Con la respiración agitada, no sabía qué hacer. Había
algo en ella que le decía que no debía aceptar, y otra parte de su ser más profundo le
pedía a gritos que Ange no partiera nunca más.
Dallery estaba confuso, pero murmuró que el Comité Directivo debía decidir si
aceptaban a Ange o no. Se hizo un casi silencio incómodo, que una voz firme y
determinada quebró:
-
Vení aquí, hija. Tu lugar está al lado mío, con las contraltos.
Fue la voz de Madame Madec, una anciana bretona que hablaba poco y cantaba menos
todavía. Saludaba cordialmente a todos, hacía ricas tortas y canturreaba en voz baja,
seguramente para no agregar su voz cascada al cotorreo general. Nadie la había oído
hablar con tanta firmeza en varios años de coro, salvo aquellos que sabían que por su
amor a Francia, a los dieciséis años conoció el horror de Buchenwald.
Suzanne le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y le cedió su lugar a la pianista. Se
excusó y salió afuera mientras la pianista comenzaba a calentar las voces.
Dallery estaba rojo de cólera.
El Requiem de Fauré
Hasta entonces, los ensayos del Requiem de Fauré habían sido horribles. Suzanne sabía
que era una obra difícil, pero esta vez había sido un verdadero desastre. Los dos tenores
además de flojos eran pocos, y todo intento de conseguir más tenores en los coros
vecinos había producido muchas promesas y ningún presente.
Exasperada por los resultados, o mejor dicho, por la ausencia de éstos, Suzanne entonces
le pidió a Ange si podía cantar como tenor. Ange no tuvo ningún problema, pero se
sentó prudentemente al lado de Luc, el cajero del café de la esquina, y no del atrabiliario
Dallery. Todo el mundo se dio cuenta, pero Suzanne no les dio tiempo para comentarlo,
y lanzó el Agnus Dei, el número cinco.
-
“Agnus Dei, qui tollis peccata mundi,...”
Nadie pudo impedir mirar hacia la cuerda de tenores. Así como en la Odisea, Odiseo
rejuvenece antes del combate final que le devolvería su reino, su casa, su esposa y su
honor, así rejuveneció la cuerda.
Y en el segundo Agnus Dei, que Suzanne nunca había podido hacer cantar
correctamente, Dallery entró tarde, pero no se notó. Ange había entrado con una entrada
tan perfecta, que no hizo falta más. Suzanne, más objetiva, se dio cuenta además de que
Ange leía a primera vista, como si hubiera hecho música toda su vida.
Suzanne pestañeó. Rápidamente comprendió el alcance del cambio que acababa de
hacer. Debía verificarlo con algo más difícil. Mientras el cotorreo general del coro
felicitaba a los tenores, golpeó tres veces el atril con la batuta2 y dijo:
-
Número dos, por favor...
El número dos del Requiem de Fauré es técnicamente uno de los números más difíciles
de la obra. Contraltos y tenores, las voces centrales, hacen un diálogo sutil donde no
faltan las segundas menores y en el cual ambas cuerdas quedan al descubierto3 durante
unos segundos. Si la afinación bajaba en ese momento – lo que había siempre sucedido
hasta entonces-, la entrada de la orquesta lo pondría fatalmente en evidencia.
Milagrosamente, el dúo de voces no bajó ni una sola nota. Mientras el coro progresaba
en el número dos, Suzanne comprendió que había acertado con su elección, y el Amen
final del número sonó como nunca antes.
Numerosos aplausos y cuchicheos culminaron el número.
Suzanne hizo una pausa.
-
Siéntense, por favor. Parece.... por favor, ¡silencio!... parece... que la gira a
Alemania finalmente se hace.
Un murmullo de satisfacción llenó la sala.
-
Necesitamos entonces que le digan a Jacques quién va, y con cuántos
acompañantes, para prever el micro y el alojamiento. Cada uno puede llevar un
acompañante. Quien no quiera llevar a nadie que avise, para darle su asiento
vacío a otro que vaya con dos...
Siguieron las instrucciones para el viaje. Una vez confirmado, sería para dentro de un
mes. Cantarían en la iglesia parroquial de Dreieich, al sudeste de Frankfurt, una ciudad
dormitorio cerca de la capital financiera de Alemania.
Al terminar el ensayo, Suzanne le ofreció a Ange llevarlo en su Twingo. Ange aceptó.
Durante el camino, Suzanne no pudo contenerse en preguntarle:
-
Con esa voz podrías cantar en conjuntos muy buenos, e incluso como solista a
nivel departamental o regional. ¿Por qué pediste unirte a nosotros, con todas tus
cualidades vocales?
Ange hizo una pausa antes de contestar.
2
Es común que los directores de coro franceses dirijan a mano armada
3
Sin acompañamiento orquestal
-
Porque prefiero integrarme a mi comunidad para devolver lo que he recibido.
Tengo casa y trabajo gracias a ustedes.
-
Pero podrías ganar muy bien cantando profesionalmente.
-
Sí, tal vez... Pero no necesito el dinero.
“Necesitás una familia...” – pensó Suzanne.
-
¿Tenés qué ponerte para el concierto?
-
Todavía no. Supongo que compraré algo de segunda mano en Emmaüs4.
-
Te puedo prestar un vestido que fue de mi hija.
-
¿No lo usa más?
-
No, y sobre todo perdió toda esperanza de usarlo después del primer bebé... –
dijo con una sonrisa.
-
Gracias.
El auto se detuvo frente a unos modestos departamentitos, propiedad de la
municipalidad. Ange se bajó, la saludó con la mano, y sacó las llaves de su cartera.
Mientras entraba, Suzanne se dio cuenta de que quería que la invitara a charlar, desde el
fondo de su alma quería hacerle una pregunta, una sola, pero no se atrevía.
Rápidamente, borró ese pensamiento de su mente, y arrancó.
Ensayo en la iglesia de Fourqueux
El coro estaba cotorreando como de costumbre, saludándose y comadreando el día de la
prueba de sala, dos días antes del concierto. El mismo de siempre, Dallery le dijo
algunas palabras en privado al párroco.
Ambos miraron de reojo a Ange, quien se dio cuenta. En el descanso, en un momento en
que el párroco quedó disponible, Ange, se acercó, lo saludó y pidió hablarle en privado.
Ambos entraron en la sacristía.
Se quedaron un largo rato, hasta que cuando Suzanne empezó a dar palmas para invitar
a todos a volver a sus puestos; en ese instante salieron ambos de la sacristía, tratándose
con gran cordialidad, como dos viejos amigos que no se reencontraban desde el servicio
militar... Atónito, Dallery comprobó que su treta no había funcionado. Fue a preguntarle
al párroco qué había pasado, y por qué no se oponía a que el sacrílego cantara en su
iglesia. El párroco no pudo evitar una sonrisa socarrona, como un tiburón sonriéndole a
una mojarrita:
-
4
Monsieur Dallery, sucede que... conozco muy bien a algunos miembros de la
familia. No se preocupe, es un honor para mí recibir a esta persona en mi
parroquia.
Asociación de reciclaje de objetos y vestidos, que da trabajo y albergue a gente sin recursos.
Dallery, lívido, miró a Ange, quien le envió un besito y le sonrió como un mocoso de
ocho años que acaba de hacer una travesura. Nunca sintió tanto odio...
Luego del ensayo, discretamente, Suzanne llamó a Ange y le dio un bellísimo vestido
largo de fiesta, de color negro. Las chicas debían vestir todas de negro con joyas
doradas, y una especie de echarpe de color bordó, que el Coro prestaba a cada concierto.
Ange recibió el vestido y el echarpe como quien recibe una reliquia. Le agradeció a
Suzanne con un sencillo y sincero agradecimiento.
-
Es usted muy amable, Madame...
-
Por favor, no me trates de usted.
-
Gracias igual. – dijo Ange.
El día del concierto, un sábado de abril, el coro fue convocado a las tres de la tarde.
Todavía en ropas de calle, verificaron que todo andaba. Ange era la comidilla del Coro,
y si bien todos reconocían su gentileza y su voz celestial, había todavía ciertas
reticencias.
Ange se puso a charlar con Madame Madec y Madame Renaud, una verdadera
comadrona sacada de alguna novela de Balzac. La pícara anciana bretona hizo todo lo
posible para sacarle información a Ange, quien esquivaba pacientemente sus preguntas,
siempre con una sonrisa y sin decir mucho: de dónde venía, de qué trabajaba, si tenía
familia... Se dio cuenta de que querían saber si tenía novio. A esa última pregunta sí
contestó:
-
No, no tengo pareja, ni chicos, y me temo que no me tocará nunca.
-
¿Por qué nunca? Vamos, sos muy joven todavía, tenés la vida por delante... – dijo,
imprudentemente, Madame Renaud. Cuando se dio cuenta de su torpeza, era
demasiado tarde.
Como buscando las palabras, Ange les contestó:
-
He elegido vivir como alguien que no soy. Tener pareja implica amar, y no creo
poder corresponder a nadie en este mundo.
Se hizo un incómodo hiato.
-
Viviré entonces, no para recibir el amor una persona en particular, sino dar amor
a todos los demás...
-
Y lo hacés muy bien, querida... – le dijo Madame Renaud.
Entretanto había llegado Monsieur Delalande, el marido de la solista soprano y le avisó
a Suzanne que su esposa estaba en cama con una brutal gastroenteritis.
Suzanne no le oía más... Su mente rápidamente hizo cálculos, e interrumpió a Ange para
ofrecerle cantar el solo del número cuatro, el Pie Jesu.
Ange se dio cuenta de lo incómoda que se sentía Suzanne. Le preguntó con mucho tacto
a Monsieur Delalande, si su mujer no se sentiría mal que por este único concierto, para
no cancelarlo, fuera su suplente. Insistió mucho sobre esta palabra.
-
No, no creo que se sienta mal... – tartamudeó el marido.
-
Yo acepto tu propuesta. Serás suplente por hoy, y en los restantes conciertos
Madame Delalande cantará el número cuatro. – dijo Suzanne, quien entendió
perfectamente y aceptó la ayuda que Ange le proponía.
Hubo acuerdo, y Ange y el organista comenzaron a ensayar para ensamblar mejor.
A medida que el Pie Jesu se extendía por la sala, los murmullos se acallaron. La gente
hizo un respetuoso silencio ante el arte de quien había recibido un don divino. En ese
preciso instante entró en la iglesia una familia con una hija minusválida, con síndrome
de Down. Se habían equivocado de hora y habían venido una hora más temprano. El
rostro de la niña, de unos nueve o diez años, brilló de alegría. Se arrodilló sobre una
silla, en actitud de oración, mientras Ange hacía vibrar los sentimientos más nobles que
pueden esconder los seres humanos. Los padres pensaron al unísono:
- “Después de verla así, tan feliz, uno no se arrepiente de haberla traído al mundo... y
pensar que en algún momento pensamos en terminar el embarazo...”
Ange terminó con un hilo de voz. El párroco, visiblemente emocionado, le dio un beso
en ambas mejillas y le susurró algo que nadie pudo discernir. Los comadreos no se
hicieron esperar, pero era cierto que todos tenían ganas de hacer lo mismo.
Entretanto Suzanne, inteligente y observadora como siempre, había notado algo que a
los demás se les había escapado. Ange tenía una extensión de voz de por lo menos tres
octavas y media, tal vez cuatro, y tenía un registro y un timbre capaz de cantar las más
difíciles arias de coloratura. Era mucho más que un contratenor. ¿Por qué alguien con
esa voz querría cantar en un modesto coro como el de ella?
Al terminar, la niña corrió hacia Ange, le abrazó y le dijo:
-
¡Viniste! ¡Viniste!
Ange la alzó en brazos y le hizo una suave caricia en la nariz, y le dijo, cuchicheando:
-
Shh... Por favor, no digas nada. Es un secreto entre vos y yo.
La nena asentía con la cabeza, mientras jugaba con el largo pelo dorado de Ange que le
llegaba hasta los hombros.
-
¿Prometido?
-
Te lo prometo. – dijo, y abrazó a Ange como si fuera su nodriza, como si no
quisiera dejarle partir nunca más. – Quedate conmigo, por favor.... no te vayas...
Los padres de la nena, sin comprender demasiado, la recuperaron de los brazos de Ange
y le preguntaron:
-
¿La conocés?
La nena no dijo nada. Sonrió, y guardó el secreto.
Un momento de plenitud
Después de ese momento que preanunciaba los que iban a venir, el Coro se encerró en la
pequeña sacristía y comenzaron a cambiarse en ropas de concierto. Daba gusto verlos a
todos elegantes y unidos por el esfuerzo que iban a acometer, sin distinción de clases
sociales ni de edades; por unas horas, olvidarían penas, enfermedades, separaciones,
soledades, rencores, resentimientos y venganzas; serían uno y serían todos a la vez,
contribuyendo cada uno a construir una de las más hermosas catedrales sonoras, cada
uno con su voz.
Ange se cambió prudentemente en el toilette, y cuando salió, suscitó una gran
admiración por parte de los todos. Es que sencillamente, era la belleza hecha persona.
Madame Madec le dijo:
-
Sólo tuve varones, pero si hubiera tenido una hija, quisiera que fuera tan linda
como vos...
-
Gracias.
Suzanne, siempre observadora, notó que a Ange le faltaba cadera, pero también se
impresionó por la gran belleza de su improvisada solista.
Dallery le envió una de sus miradas asesinas. Secretamente, en lo más profundo de su
maldad, le deseó lo peor, pero como no pudo hacer nada para hacerle la vida más
miserable, no lo hizo.
En eso, Ghislaine, una de las poquísimas jóvenes contraltos de la edad de Ange, notó
algo y le dijo:
-
¿No tenés joyas, Ange? ¿No tenés nada dorado para ponerte?
-
No... en realidad... en mi familia nadie usa joyas, y por eso no heredé ninguna.
Por pudor, no dijo que con su pequeño sueldo de empleada, tampoco tenía los medios
para comprar una. Antes de que Ghislaine pudiera darle su pulsera, Madame Madec se
sacó entonces un broche de oro que le sostenía el echarpe bordó, y se lo colocó a Ange.
-
Pero...
-
Nada, nada, hija. Me la devolverás luego del concierto. Sos una solista, no podés
cantar tu solo sin algo dorado como las demás...
Ange no dijo nada, y le dejó ponerle el broche. De su expresión de agradecimiento
surgió una indecible sensación de plenitud.
Formaron y entraron, con las carpetas en la mano. La primera parte del concierto iba a
ser un conjunto de canciones populares francesas. Ange cantó con los tenores, tratando
de no sobresalir, y lo logró bastante bien. El público, formado esencialmente por
familiares, vecinos y amigos, estaba conquistado de entrada.
Todo salió bien, y la gente canturreaba las canciones de Brel, Brassens y Ferré que
habían poblado sus adolescencias. En el intervalo, chicos de ocho a doce años, hijos y
nietos de los coreutas, pasaron canastitas para recoger donaciones a favor de la
restauración de la iglesia; la Región y el Departamento aceptaban pagar la mitad de la
restauración de los otrora hermosos frescos de la iglesia, si la iglesia depositaba en una
cuenta de banco la otra mitad antes de comenzar los trabajos. La humedad y
reparaciones bastas y apresuradas habían destruido una parte de los frescos, pero por
suerte, habían quedado algunas fotos de principios de siglo de un periódico local, así
como de algunos casamientos.
De regreso del intervalo, Suzanne, en la cumbre de su belleza a los cincuenta, sacó la
batuta del estuche, y levantó la mano hacia el espejo que la comunicaba con el organista.
Entrecerró sus ojos, hizo un ademán con la cabeza, levantó la mano derecha y dio la
orden de comenzar.
Un acorde menor atronó la iglesia.
-
“Re-qui-eeeeem... Ae-teeee....rnam” – comenzó el coro, con una gran suavidad en un
excelente pianissimo.
Los números comenzaron a desarrollarse: El uno, sombrío; el dos, misterioso, con ese
maravilloso dúo de cuerdas centrales entre tenores y contraltos, que gracias a Ange no
sólo salió bien, sino que el Amen final sonó como una plegaria luego de una tormenta. El
tres, el Sanctus, sumamente parecido al de la misa Santa Cecilia de Gounod, hasta llegar
al Pie Jesu, el número cuatro.
Suzanne se dio vuelta para anunciar el cambio de solista en el programa, mientras Ange
se ubicó en la primera fila. Acarició suavemente el broche mientras le envió un saludo a
Madame Madec, se arregló el echarpe para que no le tapara la partitura y cruzó su filosa
mirada con la de Suzanne. Esta cerró los ojos, como para no mirarla, y dio la señal. El
organista y Ange comenzaron su diálogo.
Los testigos de aquella noche coinciden en que fue uno de los momentos más
inolvidables de sus vidas. La música se elevó hacia el cielo como la llama de los cirios, y
no hubo quien quedara insensible ante la música de Fauré. Los aplausos conmovieron a
la iglesia. Ange volvió a su puesto; Luc le hizo un guiño de ojo con el pulgar hacia arriba
en señal de aprobación; Dallery le miró con desprecio desde lo alto de su turgente
papada.
El Agnus Dei, otrora tan temido, salió con una gran elegancia, y el número seis contó
con Jacques como solista. Su Libera me salió tan conmovedor que las crónicas cuentan
que incluso quienes no eran creyentes, por un momento sintieron la emoción de la fe.
El In Paradisum, un coro de ángeles, fue muy bien interpretado por las sopranos, quienes
tienen una parte bastante difícil. Los últimos acordes fueron magistralmente dirigidos
por Suzanne, quien pese a una vocación tardía, tenía tanto talento adentro que
transmitía su genio interior a su coro...
Los aplausos del público en pie les premiaron por su hermoso concierto. Todos estaban
muy emocionados, y al final, la hija menor de Suzanne le entregó un hermoso ramo de
flores a Ange.
-
¡Gracias! – solo atinó a decir.
Luego del bis, que fue el Libera me pero con toda la audiencia invitada a corearlo al
unísono, fue la hora de tomar un aperitivo en la sala de fiestas. Madame Madec debió
hacerse insistir para aceptar el broche de oro de vuelta. Ange se cansó de tener en brazos
a la nenita, quien se quedo dormida con la cabecita apoyada en su hombro. Todos
hablaban de ese concierto como algo inolvidable, como algo fuera de lo común, como
algo irrepetible. Lo era.
Dallery no asistió.
La enfermedad de Dallery
Poco después del concierto, Dallery comenzó a faltar sin aviso. Nadie era su amigo, por
lo que tampoco nadie se interesó demasiado, hasta que en un ensayo, Monsieur Tuloup,
el artista plástico más conocido de la ciudad, preguntó:
-
¿Alguien tiene noticias de Dallery?
-
Está en cama, muy enfermo. Es probable que no venga por un tiempo muy largo.
Todas las miradas se dirigieron hacia Ange.
-
Lo lamento, no puedo decir más, en estos momentos lo estoy visitando por
encargo del SIMAD.
Era mucho más grave que eso. Dallery no podía moverse de su cama. A causa de su
diabetes, había sufrido una amputación de ambas piernas, y estaba en una clínica
privada en Port-Marly. Ange se encargaba de su caso. Lo más doloroso fue la manera en
que recibió a Ange en su habitación de hospital:
-
¿Quién es?
-
Bonjour... Soy Ange, vengo de parte de Monsieur Martin, del SIMAD.
-
Váyase. No necesito a nadie.
-
Monsieur Dallery, no hay nadie más que se ocupe de su caso...
-
¡Váyase! ¿O quiere que se lo mande por carta certificada? – su voz sonaba cruel y
amenazadora.
-
Monsieur Dallery, dijo Ange con una voz tranquila y no exenta de autoridad,
todos sus hermanos han rehusado hacerse cargo de usted. Su ex-esposa no quiere
ni oír hablar de usted. No tiene hijos. Nadie más acudirá a ayudarlo. Sus amigos
del consejo municipal encargaron al SIMAD la tarea de encontrarle ayuda a
domicilio, y vengo a abrir el expediente.
Mientras Ange hablaba, Dallery fingía mirar al sol por la ventana, pero su mirada otrora
altiva estaba roída por el dolor y la humillación que le significaba la pérdida de la
movilidad.
Ange supo en aquel instante que Dallery se estaba quedando ciego.
-
¿Me permite leerle al menos unos párrafos de este libro?
-
Haga lo que quiera. No voy a escucharle. – dijo, demasiado cansado como para
encolerizarse.
-
Gracias.
Ange se sentó, abrió el libro, y dijo simplemente:
-
Este libro me lo dio mi padre.
Era una Biblia. Y Ange empezó a leer el Génésis, pero no lo hizo de cualquier manera.
Lo hizo con una entonación extraña, una entonación vieja, tal vez de setenta años atrás,
similar a la que la madre de Dallery empleaba cuando le contaba esas mismas historias
de niño.
El sol caía lentamente mientras Dallery, que se había callado, escuchaba en silencio. Tres
horas estuvo Ange leyendo, sin prisa y sin pausa, sabiendo que si interrumpía la
Palabra, ella no surtiría el efecto que buscaba. Y desfilaron todas esas historias de
pasión, de lealtad, de mezquindad, de exaltación, y de heroísmo que conforman la gran
aventura humana del Antiguo Testamento: Josué deteniendo el sol en la batalla en
Gabaón, Judith decapitando a Holofernes, Jacob y Esaú y el malhadado intercambio de
la primogenitura por un plato de lentejas, la paciencia de Job, las profecías de Ezequiel,
David y Goliath, la muerte de Jonatán.
Ange cerró el libro, suavemente. Le dijo suavemente a Dallery, como quien quiere
tranquilizar a un niño asustado:
-
Dentro de una semana será usted dado de alta. El día de su salida, una enfermera
y un camillero del SIMAD lo transportarán hasta su casa. Ellos se ocuparán del
tratamiento diario, y yo vendré tres veces por semana para atender los trámites
que necesita su estado. Le gestionaré la tarjeta de invalidez civil, y abriré su
expediente en la Seguridad Social para que sea tomado a cargo en tratamiento de
larga duración. Necesitaré también su permiso para atender el correo, la llave de
la casilla de correo, una llave para mí, y una llave para la ayuda a domicilio.
Dallery no contestó nada. Ange se retiró.
-
Bonsoir.
Por primera vez, cuando la puerta se cerró, Dallery giró la cabeza. Por un momento,
pensó en que quería que volviera.
Arrepentimiento
Todos los días, Ange visitaba a Dallery en la clínica, pero no pudo salir el día previsto.
Un estafilococo áureo le atacó y lo tuvieron que poner en terapia intensiva. Casi pierde
la vida. Dos veces por día, temprano a la mañana y tarde por la noche, Ange venía a
visitarlo. Vestido con una bata de hospital, en los únicos diez minutos de visita que le
permitían por día, le leía fragmentos de la Biblia, y entre ellos, le leyó el episodio de la
cólera del rey Saúl, que sólo la música del arpa de David llegaba a calmar.
Luego de quince pasmosos días, al cabo de los cuales Ange se quejó por primera vez –
del cansancio -, Dallery pareció mejorar un poco y lo llevaron a terapia intermedia.
Ange había terminado su lectura – eran las siete y media de la noche -, y se disponía a
irse, cuando Dallery le dijo:
-
Por favor, Ange, no te vayas.
Ange le dijo simplemente:
-
Aquí estoy.
-
Seguime leyendo - su voz intentó ser de nuevo cruel y autoritaria, pero no le
salió. Estaba implorando. Sus ojos, en el vacío de las tinieblas, estaban asustados.
Ange comenzó a leerle el Nuevo Testamento. La lectura siguió hasta medianoche, y a
medida que su voz avanzaba en el relato, la calma se apoderaba del paciente. Al
terminar, Dallery le dijo:
-
Quiero ver a un sacerdote.
Una hora más tarde, el párroco de una iglesia de Saint-Germain-en-Laye, pese a estar
muerto de cansancio, estaba a su lado. Ange se retiró prudentemente, pero de lejos
divisó en la semipenumbra al sacerdote impartiendo el sacramento de la extremaunción.
Comprendió que el fin no estaba lejos. La doctora que encontró en el pasillo y una
enfermera le explicaron que no había nada que hacer.
Ange pasó la noche con el enfermo, quien estuvo delirando toda la noche, profiriendo
cosas incoherentes. Luego, como si se hubiera cansado, de golpe dejó de hablar y estiró
su mano derecha. Ange la tomó entre las suyas.
-
No quiero morir solo... Mamá... ¡Mamá!... no quiero morir solo...
Los médicos le permitieron a Ange asistir al moribundo. Durante dos noches, luego de
volver del trabajo y de cenar, Ange dormitaba en un sillón de la habitación, velándolo.
Su cara reflejaba una gran turbación, como si protagonizara una grave lucha interior.
Al amanecer del tercer día, el enfermo dijo, con un hilo de voz:
-
No.... no... – su súplica era angustiada, como si pidiera auxilio.
Ange, entonces, como le tomó de la mano y comenzó a canturrearle suavemente el aria
del número cuatro del Requiem de Fauré. Como si fuera un bálsamo milagroso, el rostro
del enfermo recuperó un poco el color, y una sonrisa muy tenue afloró a sus labios.
Era la primera vez que Ange le veía sonreír. Y con esa sonrisa, muy dulcemente, casi en
puntas de pie, Dallery se fue para siempre.
Alemania
La noche de la partida fue bastante animada, en esos días de verano, el sol se ponía
bastante tarde. Un enorme bus con todas las comodidades circulaba sobre la autopista
A4, rumbo a Alemania. Jacques se sentó junto a Suzanne, quien había estado en los
Alpes en febrero pasado, y le explicaba a la pianista cómo se había salvado de una
avalancha porque la aerosilla que la iba a llevar a la pista fatídica se rompió antes de que
pudiera subir.
-
Hay un problema para el alojamiento de los coreutas.
Se hizo un incómodo silencio y se miraron y sin decir una palabra. Jacques rompió el
fuego.
-
Sin contar a Ange, somos cinco matrimonios, doce hombres y quince mujeres.
¿Cómo hacemos con Ange?
-
¿Una pieza para ella sola?
-
Tenemos el número justo. Hay mucha demanda por la feria de Frankfurt.
-
Está bien, irá conmigo.
-
¿Estás segura?
-
Totalmente.
Algunos asientos más atrás, Madame Madec le contaba a Ange cómo había sobrevivido
a Buchenwald, donde casi pierde la vida, y el placer que le representaba volver a
Alemania como invitada, y ver que sus hijos y nietos vivían en paz con los hijos y nietos
de quienes tanto mal la habían hecho. La anciana no le dijo a Ange que era la primera
vez que volvía a ese país desde 1945, y que no sabía cómo iba a reaccionar al ver todo
escrito en alemán.
Llegaron a eso de las once de la mañana. Un consejero vecinal de Dreieich, el párroco, el
director del coro local y las personas del coro local que iban a alojarlos vinieron a
recibirlos al frente de la iglesia. Harían un almuerzo juntos, y luego vendría el ensayo
general.
Durante el almuerzo, intercambiaron regalos, y se sentaron todos mezclados en una
animada mesa, en el jardín de la casa que un matrimonio alemán había puesto a
disposición.
In fernem Land
El ensayo general se hizo el mismo día de la llegada, luego del almuerzo. Fue algo
sumamente agradable; el coro local asistió al ensayo como público y en perfecto silencio
escucharon las indicaciones en francés. Muchos alemanes tenían nociones del idioma,
algunos incluso lo hablaban muy bien.
Al llegar el número cuatro del Requiem, Ange cantó el Pie Jesu. Madame Delalande no
quiso retomar el papel de solista, no quería privar a los demás de esa voz excepcional.
Se hizo un extraño silencio en la iglesia, se podría decir que hasta los pájaros dejaron de
cantar. Muy lejos de las versiones edulcoradas y con portamento de las sopranos de alto
tonelaje, Ange cantaba con la inocencia y el timbre de un monaguillo, pero con el rango
dinámico de un adulto. Al terminar, Suzanne misma no podía ocultar las lágrimas.
En la pausa del ensayo, los coreutas locales se pusieron a charlar con sus invitados.
Todos estaban maravillados con esa voz que parecía expresar lo más noble y lo más
elevado del alma humana. Ange, en un rincón, charlaba con su mejor amiga, Madame
Madec, y recibía los cumplidos de quienes le habían escuchado.
-
Ahora podemos decir que sabemos cómo hubiera sido escuchar a Farinelli – le
dijo en inglés el director del coro alemán.
Ange contestó en alemán, sin prestar demasiada atención:
-
Me temo que no sea cierto, creo que Farinelli era mucho mejor... – y se
interrumpió.
Como arrepintiéndose de esas palabras pronunciadas demasiado rápidamente, se
corrigió, diciendo:
-
Pero nunca lo sabremos, porque en esa época no había grabaciones.
Luego del ensayo, fueron todos invitados a una Bierstube. Locales e invitados empezaron
a cantar juntos y como era lógico, el buen Riesling alemán y la deliciosa cerveza bávara
hicieron lo suyo. Alguien propuso:
-
¡Que cante Ange!
-
Sí, ¡que cante!
-
¡Que cante...! aullaron todos
Ange no se pudo negar. Se puso de pie, la cabeza gacha, y sin pedir siquiera el La,
empezó a cantar, con un hilo de voz:
In fernem Land, unnahbar euren Schritten,
liegt eine Burg die Montsalvat gennant.
Ein lichter Tempel steht dort inmitten,
so kostbar, als auf Erden nicht gekannt....
Mientras cantaba, Ange comenzaba a caer en una especie de trance. Su voz se tornó viril
y angustiada, como si mirara al Cielo para pedir fuerzas para cometer el renunciamiento
máximo.
Nun hört, wie ich verbotner Frage lohne,
vom Gral bin ich zu euch daher gesandt.
Mein Vater Parsifal trägt seine Krone,
sein Ritter, ich, bin Lohengrin gennant.
No pudo terminar de cantar las últimas estrofas. Su voz se había quebrado por la
emoción. Estruendosa ovación, brindis, y felicitaciones de todos. Madame Madec abrazó
a Ange, y le dijo:
- Alguna vez escuché esa voz, pero no me acuerdo cuándo...
Revelación
Luego del ensayo general y de un brindis con el coro local en la Bierstube, Ange y
Suzanne fueron alojados en un hermoso chalet en pleno campo, propiedad de un
matrimonio de jubilados. Ange comenzó a hablar un impecable Hochdeutsch, y le sirvió
de intérprete a Suzanne, quien estaba tan impresionada como intrigada. ¿Cómo podía
ser que alguien que no había obtenido el bachillerato pudiera hablar tan bien un idioma
extranjero tan difícil? En todo caso, los jubilados pasaron una noche agradabilísima, con
ese visitante tan extraño pero tan encantador, y con la directora de coro en persona. El
café estaba delicioso, y la conversación hizo honor al café.
Suzanne quedó pasmada por la fantástica cultura general musical de Ange: de Brahms a
Bruckner, de Palestrina a Respighi, conocía todos los músicos; hablaba de ellos como si
los hubiera conocido, y sus descripciones de los momentos de creación de sus obras eran
tan vívidas como si hubiera estado mirando por encima del hombro de esos inolvidables
compositores durante los momentos de trabajo.
Pasada la medianoche, llegó la hora de acostarse. Ange pidió permiso para entrar al
baño de la habitación, y salió en un simple pijama. Sin el maquillaje, parecía haberse
quitado la máscara de otra persona; con esa ropa neutra y asexuada era un
preadolescente, como si su voz y su rostro fueran uno. Se acostó en la cama y se puso a
leer la reducción para piano de Die Zauberflöte, de Mozart. Suzanne entró al baño, y
mientras se cambiaba, sentía la duda crecer en ella. Salió, y mientras inflaba la almohada
de plumas le preguntó:
-
Decime, ¿qué cantaste en la fiesta? Porque lo que cantaste era un aria de tenor.
Ange hizo un silencio incómodo, como para buscar las palabras. Dejó la partitura y
apagó su luz.
Finalmente, con una voz viril, totalmente distinta de la voz femenina que usaba
normalmente, le contestó.
-
Es un aria del tercer acto de Lohengrin,.
-
¿Y de qué trata Lohengrin? dijo, apagando la luz para que no se le viera la cara de
ansiedad... Demasiado tarde, el tono de su voz la había traicionado.
Ange hizo otro silencio antes de proseguir. Suzanne se acostó y apagó su luz, ella
también. Estaban totalmente a oscuras.
-
Es la historia de una chica de dieciséis años, acusada injustamente de asesinar a
su hermano para quedarse con el ducado de Brabante. Un noble que codicia su
ducado es el acusador. El rey llama a juicio de Dios para dirimir la cuestión, y
entonces aparece in extremis un caballero en una armadura plateada, en una barca
tirada por un cisne...
-
Ya me imagino que el caballero es Lohengrin.
-
Sí. Pero no se sabe hasta el tercer acto. Lohengrin le hace jurar a la chica que si la
defiende, ella lo tomará por esposo, bajo la condición de que nunca le pregunte ni
su nombre, ni su rango, ni su origen. La chica, por supuesto, acepta. Combate
contra el acusador, vence, y le perdona la vida. Luego se casa con la chica.
-
Y ella supongo que ella va y le pregunta.
-
Por supuesto. En el tercer acto, entonces, Lohengrin explica que es un caballero
del Santo Grial, y que es hijo de Parsifal, el rey de Montsalvat, el templo donde se
custodia la reliquia sagrada. Su fuerza proviene del Espíritu Santo, y debe ser
puesta al servicio de los débiles. Como la esencia de su fuerza es sagrada, no
puede ser develada a los mortales. Si les es preguntado su nombre y su rango,
entonces deben revelar su identidad, y partir.
-
¿Para siempre?
-
Para siempre.
-
¿Y no puede llevarse a la chica?
-
No.
-
¿Y esa es el aria que cantaste?
-
Sí.
Se hizo de nuevo el silencio, largo, pesado. Suzanne tenía miedo de hacerle la pregunta
y afrontar la verdad.
-
Suzanne...
-
¿Sí?
-
Gracias por aceptarme como soy.
-
De nada... – dijo ella, enternecida.
Ange se dio vuelta para dormir. Suzanne por un momento creyó divisar un relámpago
dorado en la cabecera. Cuando giró la cabeza para ver mejor, sólo la acompañaban la
oscuridad y el silencio.
Despedida
De regreso de la gira, Ange no volvió a aparecer. Suzanne llamó a su teléfono, y una voz
de sintetizador le informó que el número no existía. En el SIMAD le informaron que
Ange había renunciado y se había ido a vivir “a una tierra muy lejana” según sus
palabras, tan lejos que ya no podrían entrar en contacto.
A los pocos días, una carta apareció en su buzón, dentro de un paquete conteniendo el
vestido negro de gala. No llevaba estampilla ni matasellos; visiblemente alguien la había
depositado personalmente.
En el sobre figuraba su nombre, escrito con una bellísima letra – diríase de amanuense y esta indicación:
“Por favor, Suzanne, abrir sentada en la nave derecha de la iglesia de Fourqueux”.
La iglesia quedaba a pocos minutos de la casa de Suzanne. Se contuvo y no la abrió,
porque intuía lo que iba a decir. Caminó por la hermosa ciudad que no había perdido su
encanto con el otoño, entró a la iglesia, que olía a aceite y a incienso, y se sentó en la
nave derecha. A la izquierda, estaba Monsieur Tuloup, restaurando por encargo del
párroco y con la famosa subvención que por fin había llegado, unos frescos del siglo
XIX, ennegrecidos por los cirios y la polución. Mientras el artista trabajaba
cuidadosamente devolviéndole la luz a la cara de un personaje, Suzanne abrió la carta y
leyó ansiosamente:
Fourqueux, 5 de septiembre de 2006
Querida Suzanne:
Tal vez te sorprenda tener noticias mías de esta manera. Sé que todo este tiempo quisiste
hacerme una pregunta; ahora es el momento de contestarla. Sí, conozco a Michael, y si
vine a tu coro, fue para cumplir con una misión.
Quiero que sepas que desde que Michael te dio el último beso en Vaisons, no ha dejado de
pensar en vos. Desde entonces, sólo piensa en cuidarte y velar por vos y por los tuyos.
Muchas veces apartó la mano de la Parca del camino de tu auto; muchas veces te saludó
desde lejos: en tus caminatas por los viñedos de España te vio, escondido en el canto de
una acequia; fue el viento entre los árboles en tus caminatas por el bosque de otoño, fue el
sol que te acarició en Túnez y fue la oportuna avería en la aerosilla que te salvó de la
avalancha. Cuando casaste a tu hija y apoyabas tu mano su hombro, y pensaste que
extrañabas la mano del padre en el otro, fue él quien guió la mano invisible de tu amado
desde las tinieblas del Purgatorio hasta el altar para cumplir tu deseo.
Habrás comprendido entonces que fui yo la voz que llamó de regreso a la vida a Madame
Madec en Buchenwald, y que fui la voz de la conciencia de los padres de la niña que viste
el día del concierto en Fourqueux. Es menos probable que comprendas que he venido
precisamente para luchar por el alma de ese desgraciado Monsieur Dallery, que por más
demonio que haya sido en vida, por esa misma razón necesitábamos un esfuerzo máximo
para que no se lo llevaran las tinieblas. Como Lohengrin combatiendo por la inocencia de
su amada, yo también vine a combatir, pero esta vez por el alma de la persona que más me
odió en el mundo.
A estas alturas ya sabrás quiénes somos Michael y yo, y que tu intuición era correcta: no,
no soy un travesti. A quienes como vos me brindaron hospitalidad y amistad, quisiera
contestarles la pregunta que se han hecho desde el primer día y que la discreción no les
permitió plantear: si soy varón o mujer. La respuesta está en la iglesia.
No estaba firmada. Suzanne se cubrió los labios y la nariz con la carta, para ahogar el
grito y esconder su expresión de estupor mientras miraba el fresco. Monsieur Tuloup
había ya restaurado los dos primeros de una cohorte de siete arcángeles. Dos rostros
familiares y queridos le sonreían.
Notas
El trabajo de creación permite algunas licencias que la historia o el análisis literario no permiten. En este
caso, el problema formal que quise resolver fue este: ¿es posible, mediante la narración de hechos
estrictamente cotidianos, describir lo sobrenatural ? Ange, es por lo tanto, no un cuento ni sobre la
problemática de la identidad sexual ni sobre la religión, sino un ejercicio técnico sobre la relación posible
entre lo cotidiano y lo sobrenatural.
Gabrielle de Rijke
El protagonista no es sino el arcángel San Gabriel. El apellido lo tomé de una
empresa de transportes belga cuyos camiones me tienen patilludo en el trayecto de
ida y vuelta a Carrefour en la autopista A6.
Ange existe de verdad, en su versión masculina. Me inspiré en el tenor solista del
coro de Chambéry en Saboya (1989-1990), un hombre de una gran bondad que
trabajaba nombrado por el Estado, como tutor de bienes e intereses de
minusválidos y menores.
El SIMAD existe, por supuesto.
Fourqueux
Fourqueux y su coro existen. Varios de sus miembros fueron modelos para mis
personajes del coro y con ellos canté el Requiem de Fauré. La directora es una muy
buena directora y tiene más de ochenta años.
Dallery
Dallery existe. Espero no cruzármelo nunca más.
Suzanne
Como modelo para Suzanne elegí a una traductora de francés cuyos ojos son tan
bonitos que no sólo ningún maquillaje alcanza a realzar: tampoco hay cuento capaz
de hacerles justicia. De paso: la verdadera Suzanne no tiene la más pálida idea de
lo que es un ritornello.
Al igual que su modelo real, Suzanne es inteligentísima. Sin necesitar preguntar
como la protagonista de Lohengrin, comprende que hay algo raro detrás. No
necesita plantear la pregunta prohibida: la siente en su interior, y Ange lo sabe; es
por eso que debe partir.
Jacques
Jacques es representante de toda una generación, esa que asiste a los pequeños
coros vocacionales, que es suficientemente joven pese a estar jubilados para gozar
de la vida, si la saludo les acompaña, por supuesto.
Van der Weyden
Van der Weyden es conocidísimo por su pintura religiosa. Es una de las primeras
pistas que doy del carácter sobrenatural de Ange, y el cabello rubio del protagonista
es salido de sus cuadros.
un relámpago
dorado
Alusión al aura con que los pintores como Van der Weyden retrata a los personajes
bíblicos.
este libro me lo dio
mi padre
Si hubiera escrito Padre con mayúscula, hubiera sido demasiado obvio. Espero que
este detalle haya sido percibido.
la avalancha
El detalle de la avalancha es para relacionar una vez más lo cotidiano con lo
sobrenatural
la nena con
síndrome de Down
El detalle de la nena da una pista: sólo una persona inocente, como una niña, es
capaz de reconocer con su pureza al ángel que le salvó la vida. De paso, no tengo
opinión sobre el aborto, no soy ni pro- ni anti- abortista.
Michael
Los arcángeles son siete, y dos de ellos se llaman Gabriel y Miguel.
Madame Renaud
Nótese el parecido de Renaud y Renard, “zorro”, en francés.
La pregunta
La pregunta prohibida es el tema central de Lohengrin, y también lo es el de este
cuento.
Lohengrin
Existe un paralelo entre Lohengrin y los dos arcángeles del cuento. La versión
bilingüe de Lohengrin que Michael le regala a Suzanne no es sino una manera
delicada de hacerle saber quién es y por qué no volverá a verlo nunca más.
Comprendió que
el fin no estaba
lejos
Ange tiene rasgos humanos. No es omnisciente. Eso lo hace más próximo de la
humanidad.
Farinelli
Ange reacciona como si lo hubiera escuchado.
Compositores
Ange reacciona como si hubiera estado presente en el momento de la creación. Se
dice que la Missa Papae Marcelli le fue dictada a Palestrina por un coro de ángeles.
Sabemos perfectamente que no es sino una leyenda, pero una leyenda es
demasiado hermosa como para no creer en ella.
El vestido negro
La manera misteriosa en que el vestido negro le es restituido a Ange permite
explicar de otra manera el final. ¿Y si Ange se lo hubiera dado a Monsieur Tuloup?
Este podría perfectamente haber pintado el rostro de Ange en uno de los
arcángeles la esperanza de que Suzanne viniera a la iglesia y hacerle una broma.
En su sorpresa, Suzanne podría haber tomado el rostro del otro arcángel como el
de Michael, después de todo, han pasado más de treinta años y los recuerdos se
borran.
Es, entonces, en esta ambigüedad entre cotidiano y sobrenatural que se inscribe la
obra.
En una tierra muy
lejana
Son las palabras exactas de Lohengrin: “In fernem Land...”

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