Juntos por el gusto

Transcripción

Juntos por el gusto
Juntos por el gusto
Por: Libardo Barros E.
El primer recuerdo que conservo de mi padre es en un baile del cual no preciso la época.
“El Viejo”, como le decíamos sus nueve hijos, era un bailarín incansable, a quien además
le encantaba tocar los platillos de las “papayeras”, como se llama en el Caribe
colombiano a las bandas de instrumentos de viento. De modo que siempre que había una
fiesta familiar, “el Viejo” se las ingeniaba para pedirle un chance al platillero y tocar
emocionado porros y fandangos, bailando con brío.
La imagen más antigua que conservo de mi madre aparece en una fiesta de carnaval.
Baila con vivo entusiasmo entre amigos y familiares. Había algo de soltura y liberación en
sus movimientos. Daba la impresión, en medio de su alegría, que lo único importante en
su vida era bailar.
Mi padre y mi madre, Rosa Victoria Escorcia, se conocieron, como es de suponer, en una
fiesta de cumpleaños familiar. Me imagino a Laurentino Barros, “Lau” para sus amigos,
con sus escasos treinta años, seduciendo a mi madre, moviendo sus caderas, al ritmo del
merencumbé o cantándole al oído un bolero imitando la susurrante voz de Tito
Rodríguez: Se te olvida que me quieres / a pesar de lo que dices / pues llevamos en el
alma cicatrices / imposibles de borrar. Desde ese día estarían unidos por algo que para
ellos estuvo por encima de sus diferencias y condiciones personales.
Mi padre era el menor de seis hermanos hijos de un inmigrante de Camarones, —pueblo
costero de La Guajira muy conocido por sus minas de sal— con la hija mayor de una
descendiente de italianos y un antioqueño. Mi padre era casado, y aún así se enamoró de
mi madre, quien venía de Soplaviento, pueblo de pescadores del departamento de
Bolívar. Hija menor de una mujer hecha a la medida de un tinterillo jactancioso, a quien
le pudo más el vicio del juego que asumir la paternidad de sus seis hijos.
De mi madre conservo instantes que aún me emocionan. Recuerdo que una vez la
encontré consolando a Sandra, su peluquero travesti, quien lloraba en su regazo
desconsoladamente. Cuando aquel atormentado ser se fue, nos dijo a sus cuatro hijos
varones: “A nadie las cosas le salen como quiere”; ante lo cual no hubo necesidad de
explicaciones. Mi madre detestaba que se burlaran de la gente, cualquiera que fuese su
condición, y condenaba la deslealtad con severidad. Creo que de esto derivaban sus
frecuentes estallidos de celos contra mi padre que la convertían en un ser irreconocible.
En sus acometidas “el Viejo” solía decirle con cariño: “Cálmate, niña, cálmate”, sin parar
de reírse viéndola atormentarse por algo que para él no tenía ningún sentido.
“Lau” amó sin compromiso a todas las mujeres que pudo. Las quería como si fueran sus
hermanas. Algunas eran las mejores trabajadoras de su restaurante; otras, amigas
ocasionales de las que se hacía acompañar a lugares que no frecuentara mi madre. A
todas las llevaba al cine, les traía recuerdos de sus viajes, las invitaba a bailar. Con otras
prefería ir a la playa. Recuerdo que un día mi madre descubrió que a ella le llevó de
regalo un radio igual al que le regaló a una de sus amantes. Ese día tuvieron una ruidosa
pelea. Yo fui al cuarto a ver qué pasaba y “Lau” me miró apenado haciéndome señas,
mientras sostenía a mi madre por las muñecas, para que me fuera y lo dejara a él solo
resolver aquel entuerto.
Nunca le oí a “el Viejo” un comentario descalificador contra alguna mujer. Fue con todas
un caballero. Sabía que a ellas, además de los buenos tratos, les encantan los regalos.
Por eso tenía ocultos en su escaparate tocados de todo tipo, joyas de fina fantasía:
aretes, pulseras, anillos, collares, prendedores, cadenas, etc. Los conservaba
empacados, con el propósito de darle el más apropiado, en la ocasión precisa, a quien lo
mereciera.
Cuando mi padre se quedaba en casa era para arreglar alguna avería. Su hora de la
siesta era inviolable. Máxime si en su trabajo, como técnico electricista del aeropuerto de
la ciudad, le había tocado el turno de la noche. Nuestro respeto hacia él cuando dormía
rayaba en la devoción.
Hoy admiro su tacto, cuando éramos niños, para evitar que supiéramos de sus cinco
hijos mayores; tal vez por temor a que le faltáramos al respeto o fuéramos a padecer por
ello.
A mí, que soy el mayor de sus cuatro hijos con mi madre, casi siempre, me trataba de
“usted”; una rareza en un hombre del Caribe. Las bromas con él eran escasas, pero era
muy sarcástico cuando me las hacía, sobre todo al señalarme lo relacionado con mi
lenguaje y mis modales un tanto bruscos en el trato hacia los demás.
Con 50 años cumplidos, gracias a la terapia psicoanalítica, he ido aprendiendo a servirme
mejor del temperamento de mis padres, y partir de ese hecho intentar conocerme más. Y
no me ha sido fácil entender, que antes que una víctima, uno es un victimario de los
demás, pero ante todo de sí mismo, y lo seguirá siendo mientras no descubra cuáles son
sus deseos y cómo ponerse a la altura de ellos.
Por convención sindical que incluía el alto riesgo de su trabajo, en 1972 le llegó la
jubilación a “el Viejo”, cuando apenas tenía 43 años. Con parte del dinero que recibió
compró un Ford 56 rojo y empezó a trabajar de taxista en el aeropuerto. Mientras tanto
pensaba en el negocio de su vida. Hacía planos. Dibujaba taburetes de madera y cuero
crudo. Compraba totumas. Probaba platos, juegos de cubiertos, bandejas, ollas,
cucharones. Diseñó una parrilla. Y en noviembre de 1974 nos sorprendió con la noticia de
que a pocos días abriría su restaurante: El fogón costeño.
En la carta del negocio se ofrecía una variedad de platos propios de nuestra cocina
popular que a muchos daba vergüenza vender. Así que en la cocina sus instrucciones
eran precisas en cuanto al sabor del mote de queso, el sancocho de sábalo y de gallina,
el sancocho de guandú y de mondongo, el arroz de lisa, el arroz con coco o con
camarones. Las ensaladas, en especial la de aguacate, o los granos como el fríjol
cabecita negra, la zaragoza roja con paticas de cerdo y la zaragoza blanca guisada. Se
incorporaron algunas combinaciones que completaban unos quince platos, a los que se
sumaban doce tipos de almuerzos corrientes para vender de lunes a viernes.
“Doña Rosa”, como le decíamos a mi madre para ablandarle el corazón a la hora de
pedirle dinero, no se quedó atrás. Empezó a idearse un negocio parecido. Pero para
hacerlo necesitaba un capital, que empezó a reunir trayendo mercancías de Panamá y
cuatro años después desde Maicao. Cuando tuvo el capital, en 1981, abrió también su
restaurante. Con menos detalles en el diseño, pero igual —algunos dicen que mejor— en
la sazón al de “el Viejo”. En la puerta del local, situado en la carrera 46, entre calles 54 y
55, se leía con letras amarillas y rojas: “Restaurante Doña Rosa”.
De ahí en adelante mi madre empezó a imponerse nuevas tareas. Dar a conocer el
restaurante era su máxima prioridad, lo cual alcanzó en poco tiempo. Por obvias razones,
pretendía que sus comensales vinieran de los talleres de automóviles, oficinas y otros
negocios de los alrededores.
Nos sorprendimos mucho cuando el guandú, el mondongo y los arroces de liza, coco y
camarones, como el resto de la carta, muy parecida a la de El fogón costeño, se
popularizaron en el hoy Centro histórico de la ciudad.
Desde el comienzo no daba abasto. Llegaban periodistas, policías, curas, artistas,
estudiantes de medicina y derecho de las universidades cercanas, entre muchos otros.
Un día llegó al restaurante de mi madre un señor muy prudente, con una olla impecable,
que me pidió tres guandules con arroz de coco. No podía creer que aquel personaje
estuviera frente a mí. Tras la espera del pedido le pregunté:
–¿Es usted el traductor del cuento de Hemingway Los matones?
Pensé que había cometido una imprudencia, pero a partir de ese momento la simpatía
del maestro Alfonso Fuenmayor se convirtió en saludos cada vez más efusivos que
acompañaba con una generosa propina, todos los sábados, hasta comienzos de 1987,
año en que terminé mi carrera y me fui a trabajar como profesor de español y literatura
al sur de Bolívar.
El fogón costeño —situado en la esquina de la calle 60 con carrera 46— llegó a ser en
Barranquilla un restaurante de referencia para quienes apreciaban la comida popular de
la Costa Norte colombiana. Al poco tiempo de abrir, la clientela aumentó de manera
inesperada: cantantes, reinas y boxeadores famosos, dirigentes y funcionarios de todo
rango degustaron los platos ofrecidos. Su decadencia comenzó con los viajes de mi padre
al exterior, y a mediados de 1983 todo era un recuerdo.
Por algunos años, los restaurantes fueron para mis padres una buena excusa para no
dejar de frecuentarse. Hablaban de lo que cada uno cocinaba. Se daban a probar lo que
preparaban. Se hacían sugerencias e intercambiaban recetas. Y entre diferencias y
acuerdos se le iban las horas hasta que los vencía el sueño.
Trabajé un tiempo con mi padre hasta que mi madre abrió su restaurante. En el negocio
de “el Viejo” recibí el trato y el pago de un empelado más, sin gozar de ninguna
preferencia; mientras que en el de mi madre era el hijo mayor de la dueña.
Sin darme cuenta crecí en medio de dos personas ocupadas en cumplir sus sueños. Con
sus llamadas de atención y las advertencias hechas a tiempo me enseñaron lo
fundamental. Sin la demagogia de forzarme a ser sus amigos o la de meterse en otra
cosa diferente al rol de padres.
Cuando “Lau” vendió su restaurante se mudó a casa de mi madre, quien tenía otro
restaurante, La Lechonera, en la esquina de la calle 61 con carrera 46. Vivió a su lado
por más de quince años, disfrutando de aquella comida que le supo tan bien hasta la
muerte de ella en noviembre del 2000. “El Viejo” murió en septiembre de 2012 de la
enfermedad del olvido, al lado de Nidia, una novia que mantuvo escondida en su pasado.
Con la muerte de ambos, mis hermanos, como debe ser, tomaron rumbos diferentes
pero nos quedó la herencia del buen sabor.
En los paladares de mis padres seguramente prevaleció siempre que pese a todo, la
buena sazón puede hacer que dos seres tan distintos puedan comprenderse y
considerarse de otra manera. Y por eso mismo, intuyeran que podrían soportar mejor sus
diferencias, compartiendo el deleite de una mesa bien servida, por el resto de sus vidas.
¿Qué otra cosa, sino el gusto, pudo mantenerlos unidos?
Mi padre a los 32 años, época en la que empezó a vivir con mi madre.
Mi madre a los 23 años, recién comenzando a vivir junto a mi padre.
Rosa y Laurentino, en una fiesta familiar circa 1994.
Bajada: Pese a sus diferencias, mi padre y mi madre, fueron capaces entender que
compartiendo lo que les gustaba comer podría ser otra de las formas de la felicidad.

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