Cuentos raros

Transcripción

Cuentos raros
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Agustina Paz Frontera / Lara Segade / Valeria Tentoni
Los años perdidos
La disciplina es una anatomía política del detalle.
Michel Foucault
Molka, 2007
Salgo a la calle. Auto. Banderines. Cielo. Viento. Luz. La estela
de los aviones fertilizantes.
Hoy es el día de la ovulación masiva de las chicas de quinto. A
mí me faltan cinco años y, como el que viene es bisiesto, son cinco
años y un día. Mi abuela, que dice que desovuló a mi madre o,
mejor, a la mujer que dice que desovuló esto —yo, esto que soy,
que ni puedo nombrar—, me explicó que les pasa sobre todo a los
varones que se mueren de tanto pensarse, porque como no lo hacen mucho, cuando lo empiezan a hacer se vuelven locos. Escriben
libros, tienen teorías que los engañan, la gente los aplaude porque
hablan de cosas increíbles de pensar acerca de lo que no conocemos: ¿cómo somos cuando nacemos? ¿Cómo somos en la cabeza
cada uno de los que nacemos en ese momento en que nacemos?
Ese tipo de cosas se preguntan, y así se vuelven locos. Yo no me
veo a mí pensando, no me parece que sea sano pensarse demasiado. Las mujeres podrían trabajar con eso: pensarse; pero sería más
difícil llegar a una verdad porque ya nacemos con un proyecto. En
tercer año todas ovulamos a la vez, cinco años después todas desovulamos a la vez, y ¿después qué? Después ya está, no hay nada
que decir. En cambio los varones no. Nacen y no saben qué hacer,
entonces se ponen a especular.
Yo, esto que se dice yo, en lugar de hacer lo que hace el resto
de las mujeres —que se acomodaron a pensar todo alrededor del
Proyecto—voy a dejar de pensar, directamente, no voy a imaginarme más, solamente voy a ser. Y si llega el día y me toca vestir el
mañuequil y caminar con las demás por la Vía de la Ovalina para
desovular como les tocó a esa —mi mamá—, a esa —mi abuela—,
como les toca a todas, al menos me va a agarrar de sorpresa, como
quiero que pase, no que me pase, como es que pasa.
Todas las madres cubrieron las mismas etapas. Las de mi familia
tomaron las Enseñas del Ovoón en la Caterva del Montesino Pérez. Es un curso de un año, pero debería durar toda la vida, dicen
algunas. Lo hacemos a los 14, antes de la ovulación masiva. Después, si tenés suerte, ya te crece el estómago y a los nueve meses
es la desovulación quinquenal de la región, en mi ciudad se hace la
Arribada con las mujeres de las Regiones 6 y 7.
Soy horrible siendo eso que espera a que la desovulación
quinquenal me toque y después ya todo no tenga sentido, nada.
Por eso empiezo ahora, nada tiene sentido para mí, solo lo que se
pone delante de esto (yo). Quintiles de flores. Banderines. Vecinos
que ovacionan desde los balcones. Médicos que avanzan en autitos
de golf. Una procesión de mujeres redondas, rapadas, enormes,
enfundadas en sus mañuequiles. Van todas al mar.
Molka, 2016
Paris dice que es normal. O muy frecuente.
Al final, en el cuarto y quinto año, los exámenes son casi lo
único que tenemos que hacer. Dicen que es para corroborar que
todo esté listo y también dicen que es para cuidarnos. Yo creo
que se prueban a ellos mismos la eficacia del sistema. Arman
estadísticas, se mejoran para reducir los márgenes de error en el
quinquenio siguiente. En el pasado, se dice, eran pocas las que
lograban preñar y casi ninguna alumbraba. Fueron los tiempos
secos, antes del mejoramiento, cuando todavía era un rumor de
curanderas lo que después se volvió una verdad científica: las
ovulaciones pueden alinearse. Pueden lograr eso. Reunidas, las
mujeres se equilibran entre sí y se pliegan al ritmo de las mareas
de la luna. Hacen cálculos muy exactos, hacen matemática con
nuestros ovarios. Por eso nos juntan a todas, para economizar
esfuerzos estatales. El fin es únicamente utilitario. No para que
entre nosotras podamos enseñarnos cosas, alentarnos. No nos
necesitamos: necesitamos el número que componemos. Ahora
hacemos sobre todo exámenes y algunos ejercicios intrauterinos
fáciles. Comemos bien.
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Agustina Paz Frontera / Lara Segade / Valeria Tentoni
Paris es el técnico psíquico de mi Centro de Preintracción, viene
a hablar conmigo los días que no viene Pérez. Se turnan y después
se reúnen para que nada quede suelto. Manejan un sistema de opciones aparentes. Yo lo prefiero a Paris. Tiene unos ojos verdes que
me hacen pensar en algunas tortugas, tal vez será por eso que cuando hablo con él el tiempo pasa más lento, como si no hubiera relojes, como si no tuviésemos ningún apuro. Como si fuera posible
que nos escapemos juntos a los Bosques del Lejos, que construyamos una casita de madera, esperarlo con la cena preparada cuando
vuelve de cazar y que después, mucho después, tengamos hijos. Es
por eso que lo hacen, para que produzcamos esas imaginaciones
amorosas. Pero en el momento una no se da cuenta y habla.
Le conté algunas cosas. Ya usaba mañuequil, pero todavía tenía
mi pelo y creo que a él le gustaba, como a mí sus ojos de tortuga
estatal.
Me dice que es normal que durante los primeros años experimentemos temores, que pensemos en nuestras madres y abuelas,
en las que nos dieron la vida o en las que pasaron por esto antes
que nosotras. Normal o frecuente. En cualquier caso: nada de
qué preocuparse. Es normal o frecuente imaginárselas pujando,
resoplando, mordiendo los brazos flácidos de las cuidadoras
viejas, tratando de meter las manos en el agua, de palpar entre las
olitas la forma de una nariz, lo retorcido de una oreja, un agujero
o una prominencia. Es decir, un futuro triste o uno más o menos
llevadero. Eso no me lo dijo Paris. Me dijo solamente que casi
todas las hembras en preparación pensamos en las que nos alumbraron y tememos. Que no obtura el proceso. Que es, incluso,
necesario.
Los preparadores físicos y los técnicos psíquicos casi siempre
son hombres. Lo hacen para que empecemos a sentir deseo. Es
fundamental. Si sus madres no hubieran sentido deseo, nos dicen,
ustedes no estarían aquí. Y es raro eso, porque yo no quiero estar
aquí. Pero a la vez no estar es algo imposible de concebir. Tampoco
sé si es cierto, siempre es posible que nos digan lo de la necesidad
del deseo para que no nos decaiga la moral; eso sí es riesgoso para
la fertilidad.
Igual prefiero estos meses a lo de antes: los controles ginecológicos semanales en los que nos abrían con un espéculo. La primera
vez se siente como si una nave espacial te aterrizara muy adentro,
en partes inconclusas de tu cuerpo. Algo como lo que debe sentir
un congelador al que raspan con una cuchara de metal que está
muchísimo más fría que el hielo. El ginecólogo va haciendo girar
una manivela chiquita. Lo hace con sadismo, nadie le reprocha el
morbo. A veces, mientras te abren y te miran con el microlupoón,
dicen cosas. Palabras que rechinan. Y antes, también: inyecciones
diarias para la fertilidad y para la mansedumbre. Las agujas en
la panza, en el brazo, en la cabeza. Las del cuello son las peores
—introyección metálica—, dejan la garganta raspada y la voz se
va volviendo suave, como un arrullo, lista para dormir a una niña
ajena, enfermita, en el mejor de los casos. Por eso prefiero lo de
ahora, la dimensión humana del proceso —aunque sea falsa—, a lo
de antes, y también a la desovulación masiva que viene. Trato de
no pensar mucho en lo que sigue.
Por eso cuando Paris me preguntó me quedé perpleja. Vos
qué quisieras. No entiendo la pregunta, le dije. No seas tonta, me
respondió y me metió la mano entre el pelo, como acariciándome,
pero yo ya tenía todas las hormonas comprometidas en el trabajo
de ovulación así que el pelo se me había debilitado mucho y con su
mano salió un mechón. Vamos a tener que llamar a las rapadoras,
me dijo. Y después insistió: vos qué quisieras.
Fugarnos juntos a una cabaña en el bosque, tener hijos a la
antigua usanza. Tener un varón, tener una nena fallada, que nadie
la quiera y quedármela, tener una nena buena que se la lleve una
rica y la salve, que no me pese el cuerpo tanto, poder escaparme
antes de la desovulación, no, escaparme después, durante la preñez
temprana.
No sé, le dije.
Paris anotó algo en su planilla y sonrió. Me sonrió. Muy bien,
me dijo. Y: ya falta poco.
A veces me pregunto si es así con todas. Me pregunto si a esta
altura quedan diferencias visibles entre nosotras o si solo nos
marca eso que nos pasa adentro; un óvulo en construcción útil o
uno defectuoso no pueden distinguirse fácilmente todavía. Por eso
a todas nos vienen los hombres para la intracción. Y hay que decir
que si la mayoría desarrollamos preñez es por las alineaciones y los
mejoramientos.
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Agustina Paz Frontera / Lara Segade / Valeria Tentoni
Voy a pedir que te manden una rapadora mañana.
Después se acercó a la puerta, como si ya se fuera, pero dio media vuelta y me miró. Yo estaba acostada en la cama, tratando de
conservar el calor y la energía como nos enseñaron. Paris volvió
y se acostó encima, con mucho cuidado de no presionar la panza,
sino más abajo, de hacerme sentir su calentura, de darme ganas.
Así se quedó acostado, duro, mirándome a los ojos con sus ojos
verde tortuga durante unos segundos, y después sí, se levantó,
siempre con suma precaución para no presionar alguna parte en
proceso, apagó la luz y se fue, dejándome sola, enamorada, lista.
Al día siguiente vino la rapadora y por la tarde me realizaron
el último control del cuerpo. Paris ya no volvió. Y esa noche,
a la hora más oscura del cielo, mandaron a los hombres para la
intracción. Serían las tres de la madrugada, todas las puertas se
abrieron y las mujeres supimos que había llegado el momento, nos
quitamos las sábanas y las ropas como nos indicaron y abrimos
las piernas en ángulo de cincuenta grados. Durante la intracción
conté ovejas como me enseñaron, para no dilapidar en el cerebro la
sangre uterina. El hombre me decía cosas, te hago cinco, me decía,
sentí, mirá cómo te hago un varón sanito, mirá cómo lo eligen primero. Desconozco si dijo eso por algún motivo, si a ellos les dan
indicaciones en el curso de fertilización, si es bueno para el deseo
que hablen o si improvisan en el momento. Tardó ciento siete
ovejas. Se fue y yo me quedé con las piernas en alto, conteniendo
el líquido, produciendo un feto, comenzando el anteúltimo de mis
años cedidos.
Unos días después me confirmaron que había quedado. Una de
las que no, recientemente convertida en cuidadora, pasó a anotarme en los cursos de preparto.
Durante las preñeces circulan muchos rumores entre las
mujeres. En general vienen de nuestras madres, nuestras abuelas.
Alguna inventará también; la imaginación hormonal, se sabe, puede producir excesos. Y las ganas de creer son propias de nuestro
género. Algo que se dice mucho es que conviene buscar la zona
de convergencia del agua dulce, que cuanta más dulce el agua más
chances tiene la criatura: les vuelve las pieles lustrosas, suaves y a la
vez cerradas, inmunes. Los nenes que nacen en la convergencia casi
siempre sirven.
Molka, 2017
Salimos de la Oficina de Control Térmico en fila. Yo podría
avanzar más rápido, pero no es así como funciona el asunto. Podría llegar antes al embalse, pero a nadie le importa eso. Delante
de mí caminan unas cien mujeres. Detrás de mí no tantas, quizás
cuarenta. Todas llevamos la cabeza rapada y el mañuequil, hecho
de un material que se diluye al contacto con el agua, que en sus
bordes indica “Propiedad del Estado”.
Hace cinco días recibimos la última visita y quedamos listas
para la Arribada. Ellos pronunciaban: lista. Y se iban. Quise decir
algo, pero no pude. Quise decir mi pelo era hermoso, y ahora
estoy lista. Pero no pude. Era necesario que este y otros procedimientos se cumplieran sin complicaciones. “La supervivencia de la
especie es una misión nacional”, decían por los altoparlantes.
Ahora soy una mujer de la fila, avanzo más lento de lo que
podría avanzar sola. De chica pasé muchas horas espiando esta
secuencia por la ventana del departamento. Nunca me había dado
miedo. Ahora sí.
Somos una gran serpiente imperturbable. Una hilera mansa y
compacta. Ya nos inyectaron, estoy empezando a transpirar: así
evitan que el instinto nos aleje del agua fría. El calor es insoportable, pero ninguna de las demás mujeres parece sufrirlo como yo.
“Desovulario” dice en letras negras en los caballetes que demarcan el camino por el que nos trasladamos trescientos metros
antes de llegar al estuario. La arena ya está ablandada y forma
lomitas irregulares, los pies de la mujer de adelante tienen tajos en
los talones, como si la piel no hubiese resistido más y explotara
de tanto peso. El tratamiento con marinina a algunas les hace ajar
las manos, a otras los pies, también el pelo se debilita, por eso
nos raparon, el vello púbico se cae. ¿Qué se hace con todo ese
pelo? El Estado usufructúa cada desecho. El griterío crece de a
poco, se suman bocinazos, en la escollera se ven los autos estacionados prolijamente, formando un cuadriculado muy parecido
al del Centro de Preintracción, con todas las camas ordenadas.
Me cuesta caminar. Ya deben estar entrando al mar las primeras
desovuladoras. Un guardia me empuja con una palmadita, ni
violenta ni permisiva, con una suavidad calculada me indica hacia
dónde tengo que ir y pierdo de vista a mi vecina: una chica pálida
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con nariz de muñeca. Somos de todos colores y tamaños: rubias,
morochas, gordas, flacas, tibias, tontas, todas listas. Y todas de 20
años. Estoy cegada por la luz, no puedo más que mirar el cielo
azul, ¿qué pasaría si lloviera, si hubiera un maremoto, si una bandada de gaviotas hubiese llegado antes que nosotras a desovular en
esta playa? Esto pienso como una tonta porque ya sé la respuesta:
la pregunta está mal hecha, es imposible que al Departamento de
Reproducción Social de las Generaciones Futuras de la Patria se
le escapen los ciclos de la Naturaleza. Nada fuera de control va a
pasar hoy. Los pies ya tocan el agua, se mojan, pero el resto del
cuerpo no: el líquido me resbala como si fuera aceite, el frío me
sacude desde los talones hasta la nuca, me late en la espalda, justo
detrás de la panza y tengo la sensación de que me voy a abrir
como una nuez. ¿Quién es el feto que tengo adentro? No importa,
no me importa, no me tiene que importar. “La supervivencia de la
especie es una misión nacional. Señoritas, media vuelta. Oíd mortales el grito sagrado”. Ahora las parturientas hacemos una línea
paralela a la costa, cada una cuatro metros adentrada en el agua,
en la playa están nuestras madres, nuestros padres, no hay niños.
Creo que ese punto borroso azul es mi mamá, esa que dice que me
desovuló, mi mamá, mami, mami, me duelen los ojos, me pesan las
piernas, el público, nuestros padres, en la arena, siguen cantando
el himno, las embarazadas no cantamos, se escuchan gemidos,
rezos, una chica dos cuerpos a mi derecha se agacha y con la mano
sacude el agua, agarra arena del fondo y la vuelve a tirar al mar, me
mira y me hace media sonrisa. Termina el himno, el altoparlante
dice: “Año de la Desovulación, Regiones 6 y 7. Inspección de
Articulado, fase uno: ¡Ya!”.
Practicamos hace un mes la Inspección del Articulado, cada una
pone a prueba su estado físico, nos agachamos hasta que la cola
toque casi el agua, nos quedamos ahí cinco minutos. Una chicharra, dos, tres, y arriba, de un salto. “Inspección de Articulado, fase
dos e inicio de analgesia repentina, fase de prueba de impermeabilidad: ¡Ya!”. Todas nos arqueamos hacia atrás y tocamos el agua
con las manos, intentamos llegar lo más cerca posible del suelo y
nos tiramos al agua, las risotadas de nuestros papás llegan hasta la
línea de parto, las madres aplauden. Mi vieja debe estar llorando.
Ahora, sin salir del agua, todas nos ponemos en cuclillas y puja-
mos, saco la cabeza para respirar, veo el sol, esta es la línea de la
que me hablaron durante todo el tratamiento, la línea tiempoespacio de parto, no sale mi defección, vuelvo a sumergirme, pujo, con
la pera me empujo la panza, quiero que salga rápido, así le toca una
familia rica, no puedo, vuelvo a sacar la cabeza, escucho un grito,
vuelvo a meterme al agua, sigo escuchando el grito, no puedo
sacarme esto de encima, ¿quién es mi hijo? No puedo verme, me
toco la vagina, me la estiro, primero desde los labios, pujo, salgo
a tomar aire, gritos, a mis lados las dos vecinas están sumergidas,
tengo que sacarme rápido esto, chicharra, el altoparlante dice:
“Desovuladoras, el Estado Nacional está orgulloso del esfuerzo
en la pujanza, recuerden: son ustedes las constructoras del espíritu
rector de los tiempos venideros. Desovulación en fase uno, 98% de
las parturientas en proceso, faltan treinta minutos para que se abra
el llamado de auxilio, recuerden: solo aquellas que puedan desovularse naturalmente aspirarán a los Centros de Postintracción
Premium y sus hijos alimentarán las filas de lo mejor de…” (me
sumerjo, pujo).
Mi parto finalmente fue asistido. Levanté la mano en el segundo
llamado. Vinieron las asistentes con las carretillas, la que me tocó a
mí me dijo chiquita, ahora vas a ser feliz, vos pensá lo afortunada
que sos que llegaste hasta acá y podés contribuir con tu sangre al
acervo nacional, yo no pude pero me enorgullece, mi amor, estar
acá con vos, agarrame la manito, no llores, es hermoso, muy sabio
lo que pasa, ahora voy a agarrar la cabecita con esta pincita, ¿la
ves? No le va a pasar nada, vamos a intentar coincidir las dos: vos
pujás y yo activo la válvula, ¿te acordás del cursillo de instrucción
sobre casos de retardo en la desovulación? Te refresco rápido: esta
válvula acciona un dispositivo que hace vacío en tu vagina y por un
efecto sopapa lo ayuda a salir, vos con tu manito tirás del tubo, no
toques por nada del mundo a tu bebé, está cargado de células que
generarían una reacción, adversa a los intereses de la Nación. Entonces pujé y ella accionó la válvula, metí la cabeza debajo del agua,
quise mirar lo que salía de mi agujero, pero la panza me tapaba la
visión, solo veía el tubo, la mano de la asistente, pujaba, ella jalaba
y me desmayé. Me desperté en la playa, sentada en un escritorio,
mirando hacia el mar. Las últimas parturientas daban a luz, las
asistentes llegaban corriendo, nadando, a rastras, con las carretillas
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Mistral Ritz Fautbender, 2018
Habíamos logrado seleccionar cinco bebés después de varios
meses de analizar los expedientes de cada postulante. Eran ciento
diecinueve: la partida de este año era más baja que la del año anterior, pero el ministro de Reproducción Social de las Generaciones
Futuras de la Patria había declarado por cadena nacional que estaban trabajando para superarse. “Tenemos a los mejores especialistas de la región investigando para mejorar los procedimientos: para
el próximo año se espera un incremento de al menos un 2,7%”.
Mi marido quería una nena y casi lo consigue. Tuve que insistirle bastante hasta que aceptó la importancia de criar un varón. Pero
hasta último momento dudamos: teníamos en preselección cuatro
nenes y una nena.
Cuando visitamos el Centro de Acondicionamiento y Selección
estaba nervioso. Antes de entrar me pidió encarecidamente que no
lo apurara, que él quería verlos y después decidir. Yo no necesitaba
conocerlos, ya tenía mi preferido: Breton. Pero él insistía con la
nenita, Maia.
El Informe Proyectivo Conductual era claro: Maia iba a ser una
persona conflictiva. Algo en su genética, seguramente una herencia
materna. Un 25% de probabilidades de carácter subversivo. Era
demasiado alto. El tope de aceptabilidad estaba apenas cinco centésimas más arriba. Pero él insistía: quería verlos, después elegir.
Tuvimos que esperar unos minutos en una habitación blanca. Entró uno de los coordinadores de área y nos dijo que nos iban a mostrar a los bebés uno por uno, que teníamos diez minutos por bebé.
Que esas eran las reglas y que las reglas no podían modificarse.
Trajeron primero a la nena. Yo no quise alzarla. No iba a querer
alzar a ninguno hasta que Breton apareciera en la sala. Él sí. Lo
hizo con amor y cuidado. Con una suavidad que no parecía suya.
Quizás se comportaba así para disimular que estaba nervioso,
como todo padre primerizo.
Agustina Paz Frontera / Lara Segade / Valeria Tentoni
cargadas con los bebés. Todas las carretillas seguían el mismo camino, bordeaban la costa y se perdían en el Bosque del Cerca.
Nunca le vi la cara a mi feto. Apenas alcancé a verle un bracito,
a él tampoco lo mojaba el agua, estaba embutido, parecía rociado
con crema en aerosol.
Le tocó el pelo a la nenita. La acarició. Me resultaba obsceno
y le pedí que dejara de hacerlo. Pude ver una de sus cruces rojas,
pero yo sabía que eran invisibles para él. Estaba enceguecido. Me
miró y esa fue la última vez que intentó convencerme.
Ya lo hablamos en casa, no quiero una mujer. Quiero a Breton.
Sé que es perfecto.
Las manos de esa nena eran demasiado pequeñas, parecían las
aletas de un animal incompleto.
Le pedí al coordinador que no trajera a ninguno de los otros
bebés que habíamos preseleccionado, que viniera directamente
con el que yo quería. Era perfecto. Rubio, la piel tan blanca y lisa.
Su informe proyectivo era inmejorable. Iba a tener un coeficiente
intelectual superior y una personalidad ordenada y dócil. No me
iba a traer problemas de crianza. Iba a ser obediente y a crecer
fuerte y sano.
Nos lo llevamos. Firmé primero yo, después él. Tardó unos
segundos. Antes de hacerlo volvió a mirarme.
Breton no lloró ni una vez camino a casa. Todo iba a ser perfecto.
Molka, 2018
Durante la hora del baño, la pinza helada, la temperatura de un
cubo de hielo seco. Por las noches las agujas, los pinchazos en el
pecho de este —mi cuerpo—, las extracciones de un líquido que
nunca miré. Así durante casi un año: el Tiempo del Desapego. Una
asistente distinta cada día se llevaba la muestra y eran otras las que
me acomodaban en la cama, boca arriba, y ajustaban los posaubres a mi cuerpo. Después por muchas horas no podía volver a
moverme. El tercer día en el Centro de Postintracción —todavía
podía medir el tiempo— me sacaron los puntos de la vagina, me
subió fiebre y se me durmió el cuerpo. La leche se la llevaban. Las
asistentes no miran a la cara. Una vez vi pasar entre los biombos
a la que fue mi partera. No me reconoció. Pero al final fue ella
misma la que me trajo a Maia. La hija que me tocó.
Maia vino con nombre: Maia. No importaba que no supiera si
era realmente mi feto, el día que me la entregaron fue esperado. Así
como la humanidad entera espera el descanso, ese día significaba
para mí el alta. Era el final de mis días perdidos. No importaba ni
siquiera si me daban un bebé, porque a veces pasa que por más que
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Agustina Paz Frontera / Lara Segade / Valeria Tentoni
una haya llegado hasta este nivel, la fase final, los informes técnicos,
genéticos y socioevolutivos arrojan que no estamos capacitadas
para la maternidad conforme a los estándares deseables. Todos
aceptamos el Sistema Estatal de Control de la Natalidad y de la
Estirpe porque es la manera que encontramos de preservarnos, de
ser cada vez más parecidos a nosotros mismos sin tener que estar a
merced de los imponderables de la Naturaleza o de la humanidad.
Igual, como mi madre me crió en la regla, y muy a pesar mío, fui
cumpliendo cada paso, un día me dieron una beba, que nadie quiso,
una beba tan parecida a un Yoly-Bell, tan ajena, envuelta en una
mantilla rosa tejida a crochet que en una etiqueta decía: “Industria
Nacional”. Me la pusieron sobre el pecho, antes la asistenta me lavó
la cara con bálsamo de almendras, me desinfectó el antebrazo y las
muñecas, me sonrió por primera vez y me dijo mamita al oído.
Maia tiene un año y hace un año que fue mi desovulación. Ya
pasamos las dos el Tiempo de Desapego, en el que las mujeres y los
niños superemos ese impulso propiamente humano que nos lleva
a mantenernos siempre cerca de lo conocido. Es la única manera,
porque los humanos no tenemos un instinto que nos diga hacia
dónde ir, cuándo, con quién juntarse, como tienen las tortugas
marinas, por eso tendemos a apegarnos. Maia me mira, pobrecita,
tiene los ojos del tamaño de un dedo pulgar mío, me mira desde
abajo, con paciencia, parece que me evalúa, me escrutiña, como si
pudiera decidir si viene conmigo o se va. Tiene marquitas en la espalda, tres cruces en la columna vertebral, una cruz verde en la sien
derecha, una cruz roja en la izquierda. Con agüita tibia y Pervinox
se lo sacás, mamita. Es una nena bien vulgar ¿por qué nadie la
quiso? No es que sea fea, solo es del montón. Pobrecita, ya sé que
no debería pensar en esto —¿o ya puedo quererla?—, la veo tan
indefensa, le voy a acariciar la cabecita, tocarle el pelo negro y fino,
pero ella se voltea entera y no me deja tocarla, rueda un poco por
mi cuerpo y queda sentada junto a mis rodillas, me clava la mirada
en la boca, gatea hasta mi cara y me mete la mano en la boca, tanto
que me hace toser, se la saco despacito, ahora me clava la mirada
en los ojos, y me dice Mamá. Entonces lloro, no sé si son las gotas.
Lloro, pero no sé de qué. Ya tengo una hija, ella también es mujer
y tiene la marca del Proyecto en el cuerpo. Nos vamos juntas a
nuestra casita en la ciudad, allá estará mamá.
Molka, 2038
Se hizo de noche mientras hablábamos, la voz de Bjorndal
cada vez más grave en la oscuridad, como si así ocupara mejor el
espacio. Me habla de Maia como si yo no la hubiera conocido,
me cuenta algunas cosas de su vida juntos. Con un dedo recorre
el contorno de una copa vacía hasta sacarle un chillido. Me dice
que tiene miedo de que ella no sepa el instructivo. El instructivo,
enfatiza, porque sabe que ese no es el término que usamos. No lo
corrijo.
Yo siempre la protegí, me dice. Y ahora no puedo.
En los inviernos, la humedad recrudece cuando cae la tarde —será por lo acuático de la luz— y me parece que a esta hora
trabajan mejor las palabras o los recuerdos. Es como si el agua del
aire volviera a traerme a Maia, que toma cuerpo, se hincha, podría
perdurar. Sonrío, él no me ve.
No podés proteger algo si no sabes dónde está, me dice Bjorndal y me parece que el aire se mueve, las imágenes de Maia tiemblan, se amenazan, y entonces Bjorndal se estira y enciende el
velador. La luz me tira el cuerpo hacia adelante: es el recuerdo del
sol reflejado en el mar, fragmentándose en las olas y, del otro lado,
en los paneles espejados de las ruinas del Sheraton, duplicado el
brillo, triplicado en realidad, porque también encendían los reflectores de vigilancia, aunque fuera de día; la memoria de esa confusión es como un anzuelo que me engancha desde el esófago. Me
aferro a la silla para sostenerme, para no hablar: para no ir hacia la
luz que Bjorndal me ofrece.
Me deja ir, pero solamente después de hacerme varias preguntas
más. No entiendo cómo Maia pudo quererlo. Porque eso, supongo, fue lo que pasó. Se quisieron. Sólo una estupidez tan potente
como el amor podría haberla perdido. Ella, mi hija; yo no le enseñé
esas cosas. No sé de dónde las sacó. Yo no le enseñé esas cosas.
Bjorndal dijo eso. Dijo: Necesito que me diga dónde está su hija
ahora. Necesito verla, rescatarla. No sirvió de nada que le explicara
que nos sacan de ahí con los ojos cubiertos, todavía muy medicadas. Que lo que viene después son unos años de algo así como
un sonambulismo. Pero no es eso. Es otra cosa, más liviana pero
menos dócil. Que nuestra memoria queda destrozada: como atún
en lata. Partes que podrían pertenecer a diferentes peces y que se
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Maia, 2039
Estoy parada junto a mi cama, la nº 76. No sé qué voy a ser de
ahora en más. Mis compañeras están listas para irse, como yo. Nos
tienen que venir a buscar. Dijeron que la salida se organizará en tandas: nos dividieron en dos grupos. Sabemos que uno de los grupos
recibirá hijos y el otro no. Todo depende de cuántos se hayan llevado. De cuántos hayan desechado. Lo que nos toca es el remanente,
pero es algo. Algo es más que ningún hijo. Estas cosas nos las decimos de noche, cuando las cuidadoras salen a blurrear. Ellas no saben
que hablamos ni que todas acá adentro estamos simulando que la
realidad es esto. Nos cuesta pensar. Nos cuesta armar oraciones. No
nos dejan esperar cosas. El futuro es una máquina que no debería
trabarse. No con tantos cálculos, no con tantos esfuerzos milimétricamente engarzados. Son parte del futuro mejorado, nos dicen,
desde chiquitas. Me acuerdo que pensaba en todas estas cosas que
me pasan ahora de otra manera: creía que la felicidad era esto. Poder.
Ser útil al Estado. Ser útil a la conservación. Ser fértil, convertirme
en una mujer fértil. Las cuidadoras nos odian, es cierto. Si nos odian
es porque nos envidian. Yo las envidio, pero no las odio. Están tristes y se parecen a los penachos de fuego del Parque Industrial: tersas
y enteras como esas chimeneas de las que salen lenguas rojas.
Somos ochenta y dos en total. Hay un grupo de treinta y un grupo de cincuenta y dos. Estoy en el segundo. No sabemos qué quiere
decir eso. No nos dijeron a qué grupo van a darle bebés, todavía.
Agustina Paz Frontera / Lara Segade / Valeria Tentoni
reúnen en un sabor despedazado. Ellos dicen que así es mejor. Que
es como se tolera el proceso. Que de otra manera enloqueceríamos.
Las palabras no parecían de él. Mantenía el cuerpo fijo en una
posición exacta, me miraba como si quisiera traspasarme. Secarme
de información y tirarme. Pero ya estoy seca. Ya me sacaron todo
lo que podían sacarme, Bjorndal. Inclusive a Maia.
Ahora camino. Calle. Luz.
No tomo una dirección, la dirección me toma a mí. Pero es
tarde para cualquier cosa. También para creer que Bjorndal hará
algo por Maia. Que me la traerá de vuelta, como prometió. No.
Ninguna de nosotras está hecha para volver del lugar al que nos
mandan. Yo volví y sólo puedo esto, no pude nada más. No hay
viento. Tampoco era mi hija, tampoco duele tanto.
Siento que hace siglos que no me mantengo en pie durante
tantos minutos seguidos. Dicen que esta sensación de mareo se
nos va a pasar en unos días, cuando estemos afuera. Que igual
tenemos que seguir concurriendo a los controles en el Centro
de Postintracción. Aunque se sientan bien, aunque crean que
se sienten bien, nos dicen. Yo estoy tan débil ahora que podría
morirme.
Se escucha un disparo. Gritamos, las ochenta y dos. Nuestros gritos son tan blandos que no parecen gritos. Estamos muy
cansadas y nos cuesta movernos. Estamos todas secas. Algunas
se agachan trabajosamente. Yo no. No quiero cubrirme de nada:
quiero que venga algo que me rompa de una vez por todas.
Se escucha otro disparo, más cerca. Veo a dos asistentes salir
corriendo. Ellas pueden. A nosotras nos faltaría fuerza para tener
tanto miedo.
Un hombre entra en la sala: lo miro y sé que es alguien, pero no
sé quién. Me pregunto si lo conozco y lo espero. Viene hacia mí.
Dispara al techo y ordena a todas las demás que se queden quietas.
Me toma del brazo y me arrastra con él, me lleva. No me importa.
Que me lleve, hagan conmigo lo que quieran.
Me despierto. Bjorndal está de pie, frente a la ventana. Me mira.
Me da los buenos días. Yo no puedo hablar: me dijo que no hable
para que los vecinos no me escuchen la voz. Cualquiera podría
delatarnos, amor, me dice. Hay que tener cuidado, mucho cuidado.
Tenés que hacerme caso.
Dice que me salvó. Que por fin pudo salvarme. Que tardó
mucho en encontrar el lugar en el que nos tenían. Que puso en
riesgo su vida, su puesto y su nivel por mí. Sólo por mí, porque me
quiere. Porque yo lo quiero.
Me hizo aprender su nombre de nuevo. Dijo que lo había
olvidado, que eso no es lo mismo que no saberlo. Que nosotros
nos habíamos querido mucho antes de la desovulación. Que el día
de la intracción casi se vuelve loco, que no podía tolerar la idea de
perderme. Después, dijo, se pasó los días buscándome. Pero nadie
le daba información.
Dice que el mes que viene va a soltarme las correas. Que están
ahí para protegerme. Hasta que vuelvas del todo, dice. Me inyecta
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Me despierto. Todavía tengo marcas en las muñecas, en los
talones. Eso se va a pasar, el pelo te va a crecer y vas a volver a
ser hermosa para mí, repite. En una hora va a salir y yo me voy a
quedar sola. Se va a ir al trabajo y cuando vuelva va a estar feliz de
que yo siga acá, de que me esté poniendo hermosa para él. De que
nadie nos haya descubierto.
Algo dentro de mí se obstruye y se libera: algo como una
pulsión que insiste. Tengo que ir al mar. Tengo que volver al mar.
Espero. Miro y espero y me mantengo quieta.
Hace todo un pasado que no abro la boca.
Maia, 2040
Mis piernas, mi estómago, mi cabeza. Tan pesada, mi cabeza.
Mis manos que todavía sufren la presión que tuve que hacer para
forzar la cerradura. Por suerte, todos los materiales de construcción son fáciles de romper. Eso es así porque la destrucción es algo
con lo que aprendimos a convivir. Algunas casas viejas todavía
están hechas de cemento. Eso era así porque robaban; había ladrones. Yo no sé si creer en esas cosas. Mamá me las contaba cuando
yo era chica pero me resulta improbable.
Sé que el mar está cerca: siento la humedad, eso que se mueve
entre los reflectores apagados. En esta época no los encienden hasta las ocho. Todavía es temprano. Siento la música del mar bailando en mis venas. La cadencia eterna de las olas.
Avanzo. Luz, sol, niebla. El aire me choca: el viento. Veo un pájaro cruzando el cielo. Debería pedir un deseo, como todos, pero
mis piernas desean mejor que yo y siguen moviéndose. Una detrás
de la otra. Bjorndal va a llegar y va a entrar en la habitación y no
va a verme ahí. Va a buscar mis muñecas mejoradas y mi pelo y no.
Su toda para mí no.
Camino urgida por algo en mi estómago. Camino y celebro en
silencio. Voy a gritar tanto en el mar.
Voy a llenarme los pulmones de agua.
Agustina Paz Frontera / Lara Segade / Valeria Tentoni
líquidos para sacarme los líquidos que me habían inyectado allá.
Líquido contra líquido dentro de mí.

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