“Corrupción y Violencia, hacia el Debilitamiento del Estado”

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“Corrupción y Violencia, hacia el Debilitamiento del Estado”
“Corrupción y Violencia, hacia el Debilitamiento del Estado”
REDPOL No. 12
VIOLENCIA, MOVIMIENTOS SOCIALES Y AYOTZINAPA
Sergio Tamayo
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Hay tres ámbitos de la realidad social que hoy por hoy están interconectados
estrechamente: la violencia institucional, la violencia en los movimientos, y las
respuestas de los movimientos a la violencia institucional. Reflexionar sobre estas
dimensiones de la dinámica social es el objetivo de este trabajo.
La violencia institucional
Gramsci señala que la hegemonía política se alcanza a través de una estrategia
que combina consenso y coerción. El consenso es resultado de la inserción en la
ciudadanía de una cultura política de legitimación de la acción de autoridad, del
reconocimiento de la diferencia y la estabilidad del estado de cosas vigente. La
coerción, al contrario, es la aplicación de lo que Weber mostró como resultado del
monopolio de la violencia legítima en casos en que la cultura no haya sido capaz
de mantener la estabilidad política. La violencia se ha configurado, como señala
Roberto Bergalli (2009), desde la función de gobierno, en un rasgo característico
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Profesor-investigador del Área de Teoría y Análisis de la Política, Departamento de Sociología,
UAM-Azcapotzalco. Blog: www.sergiotamayo.wordpress.com
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de poder. Cuando el poder se deslegitima, continúa Bergalli, la violencia puede
adquirir formas tanto decontroladas en su ejercicio, como exacerbadas en sus
aplicación: “De aquí a la aparición del terror hay generalmente poca distancia y la
violencia, entonces, puede perder toda medida y previsión, dando lugar a los
conocidos “terrorismos de Estado” (Bergalli, 2009:IX).
Por su parte, Ruggiero (2009) define la violencia política como esa fuerza
que proviene del ejercicio “desde arriba” o “desde abajo”. Desde arriba como
violencia institucional, que está presente como una forma extrema de
conservación, “cuando lo que se pretende es proteger la estabilidad del sistema y
reforzar la autoridad constituida” (Ruggiero, 2009:1). La violencia “desde abajo” es
“anti-institucional, una fuerza ilegal dirigida contra la autoridad” (Ruggiero, 2009:2).
Estas formas de violencia a menudo se combinan entre sí, pero pocas
veces se analizan en su intricada relación. Ruggiero reconoce el hecho de que los
estudios sociológicos más exhaustivos, insertos en el campo de la criminología,
son análisis de procesos estructurales explicatorios de la evolución de los
homicidios y otra tipología del crimen. No obstante, en estos estudios se ha
excluido del análisis a la violencia política. “Quien protesta –dice Ruggiero (2009)en el fondo usa a veces medios ilícitos, se enfrenta a la legitimidad del sistema
contra el que lucha”. La protesta puede llegar a ser amenazante de la estabilidad
del sistema, y contra ella se dirige la violencia institucional.
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En esta reflexión sobre el tema de violencia y movimientos sociales, es
imposible no referirse a dos situaciones que ahora nos atañen directamente: en
primer lugar la conveniencia de pensar la relación entre corrupción y violencia en
el debilitamiento del Estado, y temas adyacentes sobre su impacto en la vida
cotidiana, la configuración de empresas trasnacionales, el ejercicio de los
derechos humanos, la política y economía nacionales.2 En segundo lugar, debido
a su importancia e impacto social, el caso de los jóvenes muertos y 43 estudiantes
normalistas desparecidos de Ayotzinapa, Guerrero, así como el movimiento social
que ha surgido por la presentación de los jóvenes y la demanda de renuncia del
presidente de la República.
El caso Ayotzinapa revalora algunos de los preceptos planteados por
Ruggiero y Bergalli. En primer lugar, toca aspectos de violencia institucional,
promovida como política de Estado contra el crimen organizado, conocida como
“Guerra contra el crimen organizado” e impulsada desde la administración de
Felipe Calderón (2006-2012) y continuada en la presidencia de Enrique Peña
Nieto. En segundo lugar, la estrecha vinculación de esta política de agresión con
los movimientos sociales existentes a través de la criminalización sistemática de la
protesta social.
Ayotzinapa es un caso dramático de una posible ruptura de la hegemonía y
el vínculo mando-obediencia, del desmoronamiento de la gobernabilidad, y del
equilibrio en la relación entre el Estado y la ciudadanía (Camou, 2001). Por eso es
2
Una versión preliminar de este trabajo se presentó en el Tercer coloquio sobre Ética y
capitalismo, organizado por el Área de Estado, Gobierno y políticas públicas y la revista REDPOL,
que abordó estos temas, organizado del 29 de junio al 3 de julio de 2015, en la Universidad
Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco.
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tan delicado su tratamiento. Por un lado, no es la primera vez, desde la masacre
del 2 de octubre de 1968, hace casi medio siglo, que el Estado aplica con extrema
severidad la tecnología más sanguinaria de la represión contra los movimientos
sociales (González Villarreal, 2012). Tenemos el ejemplo del Frente de Pueblos en
Defensa de la Tierra de San Salvador Atenco, y la Asamblea Popular de Pueblos
de Oaxaca (APPO) en 2006, y además el crimen de Aguas Blancas en 1995 y la
masacre de Acteal en 1997. Algunos analistas habían confiado que tanto la
resonancia social y cultural del movimiento estudiantil sobre la sociedad durante
las siguientes décadas, como la transición a la democracia de 1989 a 2000,
cerrarían para siempre como opción una política represiva de tal naturaleza
(Salazar, 2001). No fue así.
Por otro lado, es la primera vez que de manera tan evidente, el narco-poder
arremete con tal ferocidad contra los movimientos sociales. Durante la década
pasada, la primera del siglo XXI, han surgido protestas y movimientos contra la
violencia y la inseguridad de diversos sectores de la ciudadanía. Han sido
respuestas ante los llamados daños colaterales y la resultante criminalización de
la protesta por parte del gobierno. Sin embargo no habíamos presenciado una
masacre de tal magnitud dirigida a un blanco tan específico, donde se haya
vinculado con tal claridad al Estado con el crimen organizado (cfr. Fazio, 2013).
Aunque en contadas excepciones los movimientos sociales no habían
producido en este contexto, como dice Ruggiero, un marco diagnóstico
convincente (cfr. Véase la definición de enmarcado en Hunt, Benford, Snow,
2006), que atribuya con certeza la responsabilidad de la violencia a esta
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complicidad entre las mafias del narcotráfico y las mafias del poder político, en sus
distintos niveles (municipal, estatal y federal). Por eso también, el caso Ayotzinapa
se puso a la cabeza de la exigencia ciudadana, debido a la construcción de un
discurso por parte del movimiento que supo en su momento interpelar a la gran
mayoría de la ciudadanía. Christian Bachmann y Nicole Le Guennec (2002 [1996])
en su libro “Violencias Urbanas”, destacan como parte de una tipología detallada
de la violencia, a la violencia institucional degenerada por la impunidad y la
corrupción. Sin embargo, mi hipótesis es que después de tres meses de intensas
movilizaciones por Ayotzinapa (de septiembre-diciembre de 2014), el movimiento
declinó en participación, debido a varias razones, entre ellas que el discurso
hegemónico del movimiento no pudo interpelar a la ciudadanía a favor de una
lucha contra la corrupción, la impunidad, y la responsabilidad del Estado en los
crímenes de lesa humanidad, sintetizada en la famosa consigna “FUE EL
ESTADO”, que prendió espontáneamente en la megamarcha de noviembre de
2014.
En México, la inserción de los cárteles y los múltiples tentáculos de
grupúsculos delincuenciales derivados de escisiones y alianzas criminales entre
los grandes capos y el gobierno, les ha permitido controlar la geografía del país.
Se han apoderado de los puestos de mando de toda la jerarquía política, en los
gobiernos municipales, en las gubernaturas y en la federación, sin importar
ideología ni partido político. La explicación de tal situación se ha centrado en la
criminalización de los delitos, como en el caso de las muertas de Juárez, los
feminicidios, pero sin asociarlas cabalmente con la violencia política e institucional.
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Por eso algunas feministas plantean con toda razón el hecho de que con el
feminicidio, las muertas somos más que 43, y la explicación recae en la misma
causa: es el Estado.3
Con todo, esta situación habría producido dos tipos de respuestas de la
ciudadanía: una primera, reactiva y lógica de las víctimas, que se expresa como
un gran esfuerzo individual, impotente y desarticulado, contra un imaginario de
Estado omnipresente que debería asumirse como garante de la seguridad de los
ciudadanos, pero que no lo es. Otra respuesta que podemos definir como más
política, tiene diversas vertientes anidadas en ciertos formadores de opinión y los
principales movimientos del país, como el EZLN y la Otra Campaña, MORENA, y
Sindicatos semiautónomos (UNT y SME), pero sin ninguna contundencia ni
enraizamiento en la población. Pocos responden a las convocatorias de estas
organizaciones.
Xavier Crettiez en un libro que coordinó con Laurent Muchielli (2010)
titulado Las violencias políticas en Europa, plantea la importancia de pensar la
violencia política y su relación con los movimientos sociales a través de factores
estructurales, e institucionales, tanto como culturales e históricos. La economía,
las crisis, la demografía y los cambios en la constitución de los mercados
laborales, así como las reformas estructurales, como las que hemos constatado en
México desde el comienzo del siglo XXI, pueden explicar una situación de
violencia en el país y de las formas de resistencia de la sociedad civil a sus
3
El tema se tocó en el Seminario Café Debate de Cultura Política, versión primavera, con el título
“Contra la naturalización de la violencia de género. Un enfoque político”, del Área de Teoría y
Análisis de la Política, Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana,
unidad Azcapotzalco, en 2015.
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perniciosos impactos. Asimismo, es importante incorporar al análisis aquellos
aspectos institucionales que configuran lo que McAdam y Tarrow han definido
como Estructura de Oportunidad Política. Lo he planteado en un trabajo sobre
ciclos de protesta, atribución a la estructura de oportunidad y definición de
repertorios de la movilización para explicar la dinámica política en México en el
siglo XXI.
Especialmente en la administración de Felipe Calderón Hinojosa, se
constituyó una demanda que aunque entonces no pudo articularse enérgicamente
con los movimientos sociales, estuvo orientada contra la criminalización de la
protesta que se produjo como resultado de las políticas erráticas del entonces
presidente. Esta criminalización significó a manera de la guerra sucia de los
setenta, reprimir de manera selectiva a los activistas sociales, desaparecerlos,
torturarlos y asesinarlos. Esta práctica nunca desapareció desde la época del
presidente Echeverría (1970-1976), se reprodujo incluso contra el PRD de
Cárdenas en el sexenio de Salinas (1988-1994), y después, todo el aparato de
estado, hasta los propios neo-perredistas, la ha venido aplicando con eficiencia
aterradora en las comunidades. Con los llamados "levantones" (que son
secuestros flagrantes por el crimen organizado) desaparecen a activistas y
dirigentes, responsabilizando al narco de lo que en realidad es una violencia
selectiva del Estado. 27,200 muertes por homicidio sólo en 2011. Entre 2006 y
2012, sólo en la administración de Calderón, se estiman 121,683 muertes
violentas según INEGI. La prensa informó que en los primeros 20 meses del
sexenio de Peña Nieto, hasta agosto de 2014, se registraron 57,899 homicidios
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dolosos, un promedio de 50 asesinatos diarios.4 Además, el descubrimiento de
decenas de fosas clandestinas con decenas de muertos por delincuentes, policías
y ejército implicados, aumentan alarmantemente estas cifras. Procesos sociales
como inmigración, feminicidios, criminalización de la protesta y narcotráfico están
involucrados. Pero también, procesos políticos y judiciales como corrupción e
impunidad son la base de explicación de la atmósfera terrorífica de la violencia en
México.
El narco y la violencia criminal han invadido, además de la economía, a los
poderes de la nación, profundizando lo que Lorenzo Meyer (2013) ha precisado
como democracia autoritaria. El crimen organizado ya no sólo es un poder paralelo
como Sergio Aguayo (2014) insiste en definirlo. Lo era en la transición de los
ochenta y noventa, pero ya no. El crimen organizado está hoy mimetizado con el
Estado.
Compra
jueces
y
hay
narcojueces,
compra
diputados
y
hay
narcodiputados, compra funcionarios y hay narcofuncionarios. Ha contaminado al
conjunto del sistema político, e incluso se ha infiltrado en el propio sistema de
partidos institucionalizado. Ha invadido y corrompido el sistema autónomo
electoral, el IFE (Instituto Federal Electoral) antes y el INE (Instituto Nacional
Electoral) ahora, e interviene y controla la organización y ejecución de las
elecciones tanto federales como locales (cf. Hernández, 2010). Así se explica que
en estas elecciones de 2015 haya habido nada menos que 21 políticos
asesinados, seguramente metidos en luchas por el poder con el narcotráfico,
4
Véase a Sandra Ley. “El desafío de contar a nuestros muertos”. En
http://movimientoporlapaz.mx/es/2012/09/14/el-desafio-de-contar-a-nuestros-muertos/ Última
consulta: 6 de abril de 2015 y Diario Zeta de Tijuana
http://zetatijuana.com/noticias/reportajez/16223/el-presidente-de-las-83-mil-ejecuciones última
consulta 6 de abril de 2015.
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desde precandidatos, candidatos, coordinadores de campaña, funcionarios y
militantes.5
El narco ha taladrado las empresas públicas y privadas de los medios de
comunicación (Fazio, 2013). Recordemos esa expresión que se ha hecho popular
que dice: "antes (el narco) le pagaba al diputado para favorecerse, ahora es él
mismo, el diputado". La sociedad no está ajena a esta situación, y puede
confrontarse si hay condiciones políticas para hacerlo. La situación se complejiza
cuando se observa que en algunos lugares del país el narcotráfico es apoyado y
venerado, como en el estado de Sinaloa, a diferencia de otros lugares donde la
presión para obtener esa especie de “impuesto de piso” ha puesto al narco contra
la misma sociedad.
Violencia y movimientos
Quisiera plantear aquí el segundo aspecto de este ensayo, vinculando violencia y
movimientos.
Ayotzinapa generó un importante movimiento naciente, que aunque ha
mostrado recientemente ciertas señales de desmovilización, puede despuntar
contra el autoritarismo y la violencia de Estado en dos vertientes (Cf. González
Villarreal, 2015). La primera está basada en el rechazo inicial y casi unánime de la
ciudadanía contra el despotismo y la impunidad del Estado mexicano que ha
significado su liga con el narcotráfico. Una enorme mayoría de mexicanos coincide
con la interpretación de los hechos y el burdo comportamiento de las instituciones
5
Véase el reportaje de David Vicenteño de Excélsior, en
http://www.excelsior.com.mx/nacional/2015/06/04/1027625, última consulta 15 de junio de 2015.
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de procuración de justicia. La sociedad de acuerdo a algunas encuestas de
opinión responsabiliza al Estado en esta violación fragrante de los derechos
humanos, y su intrincada asociación con los criminales. La segunda es la
participación activa de esa ciudadanía plural. En la articulación de un discurso
sobre el diagnóstico y las formas de acción está el dilema.
Como al inicio del movimiento #Yosoy132, las universidades privadas y
otras que usualmente no se movilizan en protestas de este tipo, se sumaron en un
acto plausible por el significado que tiene la solidaridad de clase entre uno de los
grupos que representan instituciones de élite en el país, con uno de los grupos
estudiantiles más pobres del país: se han movilizado la IBERO, el TEC (ITESM), la
U. Del Valle, el ITAM, el Claustro de Sor Juana, el ITESO, así como El COLMEX,
FLACSO, y CIDE, entre muchas otras; asimismo, muchos grupos de jóvenes en
más de 100 ciudades en el extranjero y decenas de ciudades en el país han
venido realizando actividades por la presentación de los 43 estudiantes. Las
manifestaciones han incorporado alrededor de 100 escuelas y ciudadanos. Junto a
ellos, otras organizaciones sociales vinculadas a la Coordinadora Nacional de
Trabajadores de la Educación (CNTE), asociaciones de la sociedad civil,
sindicatos, académicos, organizaciones urbano-populares, feministas y del
movimiento LGBTTTI se han venido sumando a las movilizaciones.
Cuando un movimiento antisistémico empieza a esbozarse, desde el interior
de la ciudadanía, el Estado activa un engranaje de contención. Parte de la
violencia política institucional, como vimos con Bergalli, es la estrategia del Estado
para diseñar lo que Roberto González Villarreal ha denominado con acierto una
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tecnología represiva integral (González Villarreal, 2012) que con el tiempo ha
perfeccionado con mayor sofisticación. Esta tecnología la aplica contra los
movimientos sociales, definidos como posibles fuentes de subversión.
Penetrados estos dispositivos represivos principalmente en el ejército y
sistemas de inteligencia nacionales, desde los mandos militares y de inteligencia
estadounidenses para América Latina, son una técnica contra la subversión y el
terrorismo, términos estos que han funcionado muy bien como eufemismos para
calificar a los movimientos sociales y criminalizar la protesta (D’Odorico, 2011).
Pero ahora, como hemos visto el Estado ha incorporado la violencia de los grupos
criminales organizados a sus estrategias encubiertas. El motivo, además de
decapitar el activismo, es propagar el miedo en la sociedad, aplastar de antemano
cualquier intento de rebeldía y mantenerla en sometimiento simbólico. El miedo,
en efecto, es un sentimiento intenso que experimentan individuos y movimientos.
En la teoría de las emociones en los movimientos sociales (Goodwin, Jasper y
Polleta, 2007; Jasper, 2008), el miedo puede hacer prender la mecha de la
indignación y la rebeldía, como sucede en los movimientos nacientes. Eso pasó en
el movimiento estudiantil de 1968; pasó también en las grandes movilizaciones de
la sociedad civil por la paz contra la violencia del Estado ante el surgimiento del
EZLN en Chiapas en 1994; pasó ahora con el movimiento por la presentación en
vida de los normalistas de Ayotzinapa. Pero también, el miedo puede convertirse
en terror, como lo dice Ruggiero con la intención de la violencia política
institucional. El terror es una emoción fatídica que se interioriza con el peso
lacerante de la tecnología de la violencia, ante el riesgo de la muerte, y entonces
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puede generar en contraparte la desmovilización (Fillieule, 2013; Olivier, Tamayo y
Voegtli, 2013).
El Estado, en sus respuestas -y de acuerdo a la definición que hace
Bergalli, como monopolio de la violencia institucional- no improvisa con respecto a
la protesta social, ya que va en riesgo la estabilidad del sistema y el poder político.
José C. D’Odorico, un militar retirado de la Fuerza Aérea Argentina, especializado
en el estudio de la guerra revolucionaria marxista-leninista y la guerra subversiva,
es autor de 3 libros y más de 350 artículos profesionales sobre este tema, así
como asesor de la Escuela Superior de Guerra Aérea de Argentina. La
preocupación de la autoridad que podemos deducir sobre los movimientos
sociales, asumida por D’Odorico, es el estado de radicalización de la protesta
hacia formas de subversión no convencionales. El análisis de los conflictos se
basa en una disección detallada de la formación de grupos y movimientos
revolucionarios que puedan impactar el orden social. Así, los movimientos
sociales, según este autor, son impulsados por grupos que no son autónomos,
siempre son parte de “algo más grande… y ese algo aún indefinido puede ser un
gran problema nacional… pueden enmascarar un próximo levantamiento popular,
encubrir
intenciones
políticas
anti-gubernamentales,
servir
a
ideologías
extremistas y, por que no, oficiar de cuerpo mercenario de defensa de una
corporación delictiva” (D’Odorico, 2011:77). Entre los fundamentalistas, continúa
D’Odorico, los movimientos subversivos tienen más éxito con los individuos de
espíritu sensible, amantes de las artes o de ideas reaccionarias, siempre
inclinados a enamorarse de lo opuesto. Y los que llegan a ser capturados aspiran
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a ser tratados como “prisioneros de guerra”. Pero en un lenguaje más civil,
podríamos equiparar esta expresión con la de “presos políticos” o “presos de
conciencia”.
¿Cómo romper la unidad de un movimiento? Esta es la pregunta que se
convierte en la finalidad de la acción de toda violencia institucional. Dice
D’Odorico: los movimientos se expanden por la falta de energía institucional, lo
que genera un clima positivo para el desarrollo de lo que define como “esa plaga”.
El Estado debe entonces abrir una brecha entre la población y las fuerzas del
orden para que en un futuro los activistas automáticamente queden en tela de
juicio ante la sociedad. Introducir la fractura en los movimientos a través de
confrontarlos en distintas estrategias los evidencia, y eso les genera un claro
rechazo popular.
Cuando los movimientos desarrollan una efectiva persuasión a la población,
como está pasando en el caso de Ayotzinapa, el Estado comienza a endurecer su
discurso y sus acciones. El presidente Peña Nieto se vio obligado a pronunciarse
con respecto a actos de violencia que con seguridad fueron incitados desde las
propias corporaciones policiacas, con la finalidad de ir justificando la paulatina
dureza de las respuestas y legitimar actos de violencia contra el movimiento para
desmovilizarlo. “Si las fuerzas legales -señala D’Odorico- no replican con energía,
las guerrilas (o los movimientos) se hacen más osadas.” Si la presión introduce
una cuña entre el gobierno y la ciudadanía, los movimientos se autoasignan un
papel protector de la comunidad y desplaza las funciones del Estado legítimo. La
violencia institucional tiene que romper el vínculo entre movimiento y sociedad.
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Los desafíos
En este apartado abordo los desafíos que enfrentan los movimientos ante la
realidad desbordante de la violencia institucional.
El problema para la ciudadanía indignada, harta de las formas de control
social del gobierno, estriba en las diversas concepciones que saltan en el debate
sobre qué hacer. Las instituciones de Estado exasperan por estos hechos
abominables, pero algunos ciudadanos, aunque indignados, tratan de encontrar
otros medios de movilización no violentos y menos radicales, que no sea el paro o
la toma de instituciones, la quema de vehículos o edificios, el enfrentamiento
directo con la policía, e incluso persuadir a estudiantes y otros sectores a volver a
la normalidad. ¿Qué hacer? se vuelve la pregunta decisiva.
Ante un movimiento diverso en su composición, variado en sus ideologías y
valores, y particular en sus intereses, la toma de decisiones se convierte en un
desafío ¿Qué hacer pues ante tal pluralidad? La pluralidad es una categoría
positiva de diversidad, pero puede ser complicada para la acción colectiva, si no
se encuentran los mecanismos de alineamiento adecuados entre esa gran
variedad de grupos ciudadanos indignados. En general, los movimientos sociales
han dirigido sus esfuerzos hacia un cambio social, pero han minimizado el cambio
político (Tilly, 2008; Tamayo, 1999). La paradoja es elegir entre la transformación
estructural del sistema capitalista, o el cambio político dentro de la estructura.
Touraine (2013) le apuesta a una posición postsocial, con un mayor contenido
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ético que económico. Para mí el dilema es asegurar el paso de lo social a lo
político, en un trayecto pincelado con una cultura democrática desde abajo.
En estas paradojas se encuentra una de las contradicciones del #yosoy132
entre los estudiantes de privadas que condujeron el movimiento en los primeros 45
días del mes de mayo y junio de 2012, y los estudiantes de escuelas públicas que
lo condujeron los siguientes 120 días, fue precisamente definir entre objetivos
políticos ligados a la elección presidencial del 1 de julio, u objetivos sociales
vinculados a las luchas del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), ATENCO y
los maestros. Creo que esta fue una contradicción irresoluble que pudo ser una de
las causas de la desmovilización (Olivier y Tamayo, 2015).
Así, el desafío teórico y empírico de los movimientos sociales y la manera
de articular lo social y lo político, y contrarrestar los influjos negativos de la
pluralidad, significa que una lucha particularista debe convertirse en un proyecto
con carácter universal, que sea capaz de ir abarcando las expectativas y utopías
de una gran mayoría de ciudadanos (véase sobre esta contradicción a Laclau,
2003).
Ayotzinapa está siendo un parte-aguas en los movimientos sociales del
siglo XXI mexicano, ante un momento histórico de gran indefensión de la
sociedad. Dependerá de la manera cómo el movimiento logre producir un discurso
articulador del sentimiento de indignación de las y los mexicanos, en torno a la
desaparición forzada de esos jóvenes que representan ni más ni menos que los
hijos de la nación; con un argumento creíble sobre el mérito de su lucha contra el
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Estado; con un repertorio de movilización que haga cambiar la correlación de las
fuerzas políticas en el país e impacte decisivamente el régimen político (Tilly,
2006).
En tal sentido, el dilema del movimiento es la construcción de un discurso
que alinee las distintas fuerzas que podrían impulsar un movimiento ciudadano sin
banderas ideológicas que las particularice. Me refiero a la amplia participación de
los estudiantes en primer lugar, y de las asociaciones civiles de derechos
humanos; pero después a formas de articulación en red con otras fuerzas como el
EZLN y la SEXTA, MORENA, la Organización del Pueblo y los Trabajadores
(OPT), la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), la
Unión Nacional de Trabajadores (UNT), etcétera; en un movimiento extendido que
pueda erigirse en un movimiento antisistémico, contra el sistema de partidos, el
Sistema Judicial y el Poder Ejecutivo.
Hasta ahora, los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa y el
movimiento social en torno a los padres de los 43 desaparecidos han construido
un amplio repertorio de movilización: toma de camiones, plantones, actos de
oración y ayuno, toma de oficinas públicas, destrucción (incendio) de inmuebles; el
8 de octubre de 2014 organizaron la primera jornada de acción nacional e
internacional por Ayotzinapa; el 16 de octubre de ese año realizaron el primer paro
de 30 escuelas por 48 horas: UNAM, UPN, UAM, Chapingo, Morelos, Veracruz; el
22 de octubre, planearon el Día de Acción Global por Ayotzinapa (2a. marcha
multitudinaria en la cd. México); el 25 de octubre, 80 escuelas en Asamblea
Interuniversitaria convocaron a la 2a. Jornada de Acción Global e Internacional
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con el paro de 72 horas. para el 5 de noviembre, dentro del cual ciudadanos
tomaron el Congreso Local de Sonora; además se han realizado bloqueos de
autopistas; toma de medios; toma de casetas de cobro; los padres de los
desaparecidos han tenido pláticas con EPN y el Procurador General de la
República (PGR) y encuentros con el Ejército; se han efectuado marchas en
ciudades medias: como Acapulco, Chilpancingo, e Iguala, y en muchos estados
del país; la caminata de 191 kilómetros a la ciudad de México; se han impulsado
recorridos de los padres de los desaparecidos por varias ciudades del país y en
ciudades de los Estados Unidos y Europa; la mega marcha del 20 de noviembre
que salió de tres puntos de la ciudad; y la organización del Paro Nacional para el
mes de diciembre, y vínculos con asociaciones de derechos humanos nacionales
e internacionales, entre muchas otras actividades espontáneas de la ciudadanía.
Los repertorios de movilización son importantes porque se convierten en un
puente de entendimiento con la sociedad. Constituyen la continuidad e innovación
de la experiencia histórica de la sociedad en acción.
Pero el Estado, como vimos con la reflexión sobre la perspectiva de
D’Odorico, hace lo imposible por romper la articulación del movimiento con la
sociedad. Buscará cortar de tajo la comunicación con la población interviniendo,
infiltrando, provocando la violencia (Olivier, Tamayo, Voegtli, 2013). El desafío de
los movimientos es evitar que eso pase, para que la fuerza de hoy no se vuelva
mañana desmovilización. El manejo de las emociones en este tipo de protesta es
en efecto un desafío más para los movimientos sociales, porque la respuesta tanto
de los grupos radicalizados que consideran la violencia como una herramienta de
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provocación para la espontánea insurrección de las multitudes, como la violencia
del Estado provocada por grupos de infiltrados que buscan la justificación para
una intervención legítima de la fuerza pública, socavan el movimiento. Así pasó en
el movimiento estudiantil de 1968, en Atenco y en la APPO. Y así está pasando
con Ayotzinapa, con la llamada acción directa de grupos anarquistas en el DF que
se confundían con la infiltración del Estado provocando ellos mismos ese tipo de
acciones para justificar la intervención policiaca. La articulación entre discurso y
formas de acción como hemos dicho se convierte así en el reto más importante de
los movimientos, en el objetivo de influir a un mayor número de audiencias.
El caso de las elecciones intermedias de 2015, que en el estado de
Guerrero se elegía además al gobernador, es ejemplar en este caso. El debate
nacional entre votar por partidos institucionalizados, abstenerse de emitir el
sufragio, efectuar el voto nulo, o realizar el boicot a las elecciones, dividió al
movimiento, aceleró la desmovilización y generó, al menos en Guerrero, una
respuesta contraria a lo previsto: el triunfo del PRI en la gubernatura del Estado.
Los resultados de una encuesta propia sobre la simpatía del voto realizada por el
entonces candidato del PRI a la gubernatura de Guerrero, le definieron el lema de
campaña: orden y paz, con el cual ganó la elección. Los guerrerenses estaban en
contra del crimen y la corrupción, pero estaban cansados de las movilizaciones de
las organizaciones sociales guerrerenses y de la coordinadora de maestros que
por tanto tiempo irrumpieron con acciones de violencia la vida cotidiana de las y
los ciudadanos. El problema para mí fue la dificultad de armar un discurso que se
alineara adecuadamente a los imaginarios de las y los ciudadanos, en
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concordancia con un repertorio de movilización basado en la resistencia civil
pacífica. Esa alineación no se pudo dar en Guerrero, ni Michoacán, ni Oaxaca, ni
Chiapas, y los resultados mostraron otra interpretación de la ciudadanía sobre el
conflicto. El miedo que produce indignación, se convierte en miedo que produce
terror, y esa emoción desmoviliza.
Adolfo Gilly y Boaventura de Sousa, publicaron en noviembre y diciembre
de 2014 sendos comunicados coincidiendo en la preocupación de que el
movimiento pudiese caer en la provocación de la violencia que proviene de grupos
radicalizados y se pudiera confundir con la violencia encubierta que el Estado
promueve a través de infiltrados y de la represión abierta de los cuerpos policiales.
En el movimiento por la presentación de Ayotzinapa y por la renuncia de
Peña Nieto, no había habido violencia. Ha habido, como señala Gilly, rabia,
indignación y coraje. En las primeras manifestaciones públicas de gran
participación multitudinaria, se había concurrido en un ambiente de amplia y
emotiva solidaridad, de adhesión de todas y todos al dolor de los familiares de los
estudiantes desparecidos, de respaldo a una causa que se había asumido como
propia, en un entorno de confianza y compañerismo con el otro desconocido que
sin embargo se vuelve entrañable, porque camina codo a codo contigo y con los
demás.
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No obstante, la violencia se desató, a veces por “pequeños grupos de
encapuchados -como lo señala Adolfo Gilly6:
“que creen su deber y su derecho apoderarse de una manifestación
ajena y convertirla en un aquelarre violento y sangriento, (que repiten) una
vez más, engrandecido, el esquema del primero de diciembre de 2012. Sus
argumentos más extremos se expresan en lenguaje y en propuestas
paramilitares… En Génova, París, Madrid, México o Seattle tales
encapuchados aparecen y provocan el desencadenamiento de la represión
sobre quienes marchan a cara descubierta proclamando la solidez de sus
motivos y la claridad de sus propósitos. Este proceder no es nuevo y ha
sido denunciado y puesto en evidencia en muchas partes del mundo… El
gobierno federal y el del Distrito Federal conocen bien la repetida mecánica
de estas provocaciones”.
En efecto, estas provocaciones se usan y reproducen por la autoridad para
socavar la fuerza del movimiento.
Boaventura de Sousa Santos, publicó el pasado 16 de noviembre en La
Jornada, una “Carta a las y los jóvenes de México”. 7 Quisiera citar aquí algunas
reflexiones que me parecen muy pertinentes con respecto al tema que nos ocupa:
“Hay varias opciones –dice de Sousa- y no me sorprende que
Ustedes (con mayúscula) las contemplen todas. Sé que algunos buscan
6
Véase Adolfo Gilly “Dos meses después: ¡Vivos los queremos!” en La Jornada, 24 de noviembre
de 2014.
7
Véase Boaventura de Sousa Santos “Carta a las y los jóvenes de México” en La Jornada, 16 de
noviembre de 2014.
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criar zonas autónomas, libres de opresión y de dominación. Tales zonas
liberadas son fundamentales como espacio de educación, para que
Ustedes muestren unos a los otros que es posible vivir de manera
cooperativa y solidaria; para que cada uno y cada una pueda decir: yo soy
porque tú eres. Pero más allá de las zonas liberadas es necesario enfrentar
el poder político, económico y cultural que oprime y aterroriza. Para eso hay
dos opciones básicas y estoy seguro que Ustedes analizan las dos con
mucho cuidado: por un lado, la lucha armada, por otro, la lucha pacífica,
legal e ilegal. Si me permiten, les digo que la historia muestra que la
primera es irrenunciable solamente cuando no hay otra posible alternativa.
La razón es simple: la lucha armada difícilmente tiene respaldo popular si
obliga a sacrificar la vida para defender la vida. La pregunta es ¿hay
espacio de maniobra para una alternativa pacífica? Humildemente pienso
que sí –señala Boaventura- porque la democracia mexicana, a pesar de
estar muy herida y violada, está en nuestro corazón, como bien demuestran
sus luchas contra tantos y sucesivos fraudes electorales. Miren la
experiencia del sur de Europa, donde el desespero de los jóvenes está
dando lugar a innovaciones políticas interesantes, partidos-movimientos
que asumen internamente los procesos de democracia participativa, donde
los rostros conocidos son voceros de procesos de deliberación muy
creativos en que participan miles de ciudadanos y ciudadanas. Y subrayo,
ciudadanos y ciudadanas. Lamentablemente, en muchos países, y México
no es excepción, las tradiciones de lucha tienen estilos bastante
autoritarios, estilos machistas verticales. Hay que profundizar a ese nivel la
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democracia participativa, sobre todo cuando sabemos que las mujeres han
sido tantas veces blancos privilegiados de los sicarios. ¿Será posible en
México un nuevo partido-movimiento organizado por las jóvenes y los
jóvenes? Ustedes saben la respuesta. Mejor aún, Ustedes son la respuesta.
No va ser fácil porque los señores del poder van intentar criminalizar su
lucha pacífica. Hay que asumir el costo de la resistencia pacífica aunque
ésta sea declarada ilegal, asumir ese riesgo en nombre de la esperanza. El
miedo de la ilegalidad tiene que ser enfrentado con la convicción de la
ilegalidad del miedo. Ahí está la esperanza”.
Consideraciones finales
Quisiera concluir este ensayo sobre violencia y movimientos sociales con una
reflexión. La respuesta que debe surgir de los movimientos sociales puede ser la
resistencia pacífica, como dice Boaventura; o en su caso la organización y la
movilización como dicen activistas y líderes sociales. ¿Es la participación de la
ciudadanía en multitudes, la verdadera alternativa al cambio social? ¿Cómo lograr
esa participación? Con todo el análisis, tendríamos que reconocer primero la
complejidad de definir los términos de pluralidad, participación, violencia y noviolencia, pues son en sí mismos conceptos polisémicos. El debate sobre la
resistencia civil pacífica es otro tema, que deberíamos introducir en nuestras
convicciones, asumiendo y entendiendo sus contradicciones e impulsándola como
alternativa efectiva a la violencia institucional (Tamayo, 2007).
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Sin embargo, ninguna de estas cuestiones es fácil de responder. Su
dificultad se evidencia en la situación de un movimiento que pierde centralidad,
ante la pérdida de expectativas de convertirse en la universalidad de intereses
particulares de ciudadanos y grupos, para seguir la idea de Laclau (2003) y
Chantal Mouffe (1999). ¿Cómo constuir un movimiento que se abra a la posibilidad
de incidir en el poder desde los de abajo? No siempre se alcanza algo así. La
respuesta debe tomar en cuenta reflexiones muy honestas, pensando en el
movimiento por un lado, ponderando las estrategias del Estado por otro, y
finalmente, reconociendo mucho más la racionalidad de las audiencias, de esa
ciudadanía expectante que puede moverse y alinearse hacia uno u otro lado con
mucha facilidad
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