de los hombres buenos - jakin-mina

Transcripción

de los hombres buenos - jakin-mina
DE LOS HOMBRES BUENOS
En un lugar llamado Occidente, la historia, llena de guerras hechas tanto con armas
como con ideas, estaba llegando a la encrucijada de la paz entre los sexos. Era cierto que en
el pasado los hombres, salvo honrosas excepciones, habían ejercido la tiranía hacia las
mujeres y que aún había, por desgracia, demasiados que escondían su debilidad de ánimo
maltratándolas e incluso matándolas. Por otra parte, tampoco las leyes ni la realidad social
habían logrado eliminar la marginación que sufrían muchas de ellas. Pero, como ocurre en
otros muchos ámbitos de la vida, el ser hombre no significaba, necesariamente, tener
conciencia de superioridad ante la mujer ni, menos aún, actuar como si tal superioridad
existiera. Efectivamente, muchos de esos hombres, cada vez más, hacían suyos los
principios que establecían la igualdad de las mujeres en dignidad con todo lo que ello
supone. Y, al hacerlos suyos, no pretendían quedarse en la mera imagen externa, sino que,
siendo consecuentes con sus pensamientos, asumían labores que antaño habían sido
consideradas propias de lo femenino, del mismo modo que las mujeres iban abarcando
campos que se habían considerado masculinos.
Y ocurrió un inesperado fenómeno: lo que durante mucho tiempo había
permanecido oculto −las vejaciones, los malos tratos que recibían muchas mujeres− salía a
la luz, se denunciaba y, con dureza creciente, se castigaba. Pero, al hacerse patente aquella
miseria, se extendió una sospecha, la de que todo hombre, por el hecho de serlo, escondía
un agresor y un tirano. La raíz de esa sospecha, como la de la mayoría, había que buscarla
en ese vicio humano llamado generalización (‘universalización’, que diría la filosofía), a
causa del cual las personas nacidas en un determinado lugar, las pertenecientes a una
determinada religión o estructura política, así como las poseedoras de un determinado
género masculino o femenino, etc., eran y son consideradas unívocamente y, por tanto,
erróneamente como poseedoras de idénticas características o modos de ser. Porque la
tendencia natural a economizar esfuerzos, así como la pretensión científica de explicar la
totalidad a través de conceptos universales, había ayudado a crear la ilusión de la maldad
intrínseca de los hombres y de la bondad, también intrínseca, de las mujeres, no
distinguiendo, de entre aquéllos, a los hombres buenos −que los había−, ni de entre éstas a
las mujeres malas −que también las había−.
Consecuencia de todo ello fue que, en los conflictos surgidos entre hombres y
mujeres, se impusiera, poco a poco, la creencia en que las mujeres, sin excepción, eran la
parte débil que había que defender. Y de esta concepción de la realidad humana surgió el
olvido de los hombres buenos, aquellos hombres cuyo comportamiento merecía un respeto
por parte de las mujeres, de las leyes y de las personas encargadas de juzgar con arreglo a
ellas.
La enseñanza de esta, llamémosle, parábola es muy simple aunque de difícil
aprendizaje: no asignemos a una totalidad lo que es característico de una parte, mayor o
menor, de esa totalidad. Y esto, ni para bien, ni para mal; ni para hombre, ni para mujer, ni
para ambos como conjunto.
Julen Goñi

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