Diez días sin Leo

Transcripción

Diez días sin Leo
Diez días
sin Leo
Diez días
sin Leo
Sofía Olguín
No al vaciamiento
del Hospital Borda
Diez días sin Leo
Sofía Olguín (Nimphie Knox), mayo 2012
Sitio web: http://nimphie.blogspot.com
Contacto: [email protected]
Facebook: Sofía Olguín
Fotografía de portada: Soundlessfall
Diseño de portada: Sofía Olguín
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Para Nadia.
Diez días sin Leo, Sofía Olguín
Diez días sin Leo
El reloj del auto dice que son las once de la noche, pero
yo sé que son las diez y media. También sé que hace dos
grados bajo cero y que ya no hay subtes, pero Leo dejó
de viajar en subte desde que el boleto aumentó a dos
pesos con cincuenta. Ahora se toma un colectivo del que
nunca me acuerdo el número, un colectivo que para en la
esquina del Moyano y lo deja acá, en la estación Ministro
Carranza.
Ya son las once. Y Leo no viene. El otro día me dijo
que a veces come en el bar de la Facultad de Filosofía
y Letras, que vende ahí sus vasijas de barro o toca un
rato la guitarra y los chicos le dan algunas monedas. En
mi casa tengo montones de las vasijas de Leo. Vasijas,
platos, cuadros… velas perfumadas que nunca encendí.
Leo no se llama Leo. Le pusieron así en el Borda, hace más
de quince años, cuando era un adolescente sin nombre,
sin techo y con un mapa de cicatrices en las muñecas.
Cuando me lo asignaron, le pregunté cómo se llamaba y
me dijo: “soy Leonardo da Vinci”. Comencé a llamarlo Leo.
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La bufanda que llevo al cuello la tejió Leo. El llavero
que tengo en el bolsillo lo hizo Leo. Leo tejió y dio forma
a todos los aspectos de mi vida, pero mi cobardía me
obligó a mantenerlo a un lado. Y hoy, después de casi
veinte años, no se ha movido demasiado.
El llavero es de porcelana fría y tiene forma de corazón.
Cuando mi exmujer lo vio, solo tuve que explicarle que
era un regalo de un paciente. Torció la boca en una mueca
divertida y no le dio importancia. Para ella, ese llavero no
era más que el fruto de la locura de un hombre internado
en el Borda. Para mí, ese llavero es el símbolo de toda
una vida desperdiciada…
La gente común no entiende las enfermedades mentales.
No saben, no pueden imaginarse lo que significa ver el
mundo de una manera distinta, distinta y terrible. Un
mundo de monstruos. Muchas personas no advertirían
a un ser humano enfermo aunque lo tuvieran respirando
a su lado por años, porque no pueden concebir que una
enfermedad tenga el control sobre sus acciones y sus
palabras. Para la mayoría de la gente, una enfermedad
es una gripe, una apendicitis, un cáncer. Nunca se
imaginarían que una enfermedad puede abarcar toda la
conducta de una persona.
Me despierto sobresaltado. Algo golpea la ventanilla.
Inclinado sobre el auto, Leo me mira desde detrás del
vidrio empañado por su aliento. Viste una campera a
cuadros y unos vaqueros viejos y sucios. Por encima de
su bufanda tejida se le ven los hoyuelos de la sonrisa,
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oculta por una mata de barba pelirroja. Suspiro aliviado
(cuántas veces habré levantado la voz para negarme
a que dejaran salir del hospital a aquel adolescente)…
suspiro y le devuelvo la sonrisa.
Leo acerca un dedo al vidrio y dibuja un corazón.
—Hoy fui al cine —dice entusiasmado, cuando entra en
el auto. A pesar de que le abro la puerta del copiloto,
siempre se sienta atrás.
—¿Y qué fuiste a ver?
—Una película de unos pingüinos que bailan.
Lo miro por el retrovisor.
—¿Una película para chicos?
Se ríe. Se estira y se acuesta a lo largo de todo el asiento.
—Sí. Es que me di cuenta de que nunca fui al cine cuando
era más chico.
Más chico…
Leo no tiene muchos recuerdos de su infancia. Y los que
tiene no son dignos de ser recordados. De repente, se
incorpora y revuelve en su mochila, una especie de bolso
tejido con hilos de colores.
El barrio de Palermo se despidió de su elegancia elitista
y le dio la bienvenida a los cartoneros y los indigentes. A
mi lado, un muchacho con un enorme carro lleno de cajas
desarmadas aguarda el semáforo para cruzar la calle. En la
esquina, un grupo de niños se apiñan en la puerta lateral de
un restaurante, esperando que los mozos saquen la basura
para revolver entre las bolsas. En el cielo, una cortina de
humo naranja anuncia que pronto va a comenzar a llover…
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—Te hice esto —dice Leo, inclinándose y dejándolo en
el asiento. Lo miro por un momento, antes de doblar en
Monroe. Es un gorro de lana de color negro—. Para que
no tengas frío en la pelada.
—¿Me estás cargando, pibe? —Leo se ríe de su
atrevimiento.
Pibe. Nunca dejé de decirle así, a pesar de que dejó de
ser un pibe hace años. ¿Cómo podría decirle, entonces?
¿Qué es Leo para mí?
El semáforo me detiene y el corazón que dibujó en la
ventanilla se deshace entre la noche, entre lágrimas de
vapor tibio. Entonces, eso es Leo. Es como ese corazón
nacido de su boca, de su aliento, de lo más profundo de
su cuerpo... es como ese corazón que se borra sin que
nadie lo toque. Solo el aire.
—Ahí en esa bolsa está la ropa limpia —le digo ni bien
entramos al departamento, señalándole el sofá—. No te
la olvides mañana.
Hace veinte años que vivo en este edificio. Y hace quince,
no se necesitaba llave para salir. Abrías la puerta y listo.
En el 1995, cambiaron la puerta y la cerradura. Un año
más tarde, murió el portero y contrataron un matrimonio
joven sin hijos. Cuando salgo, por la mañana, el portero
está baldeando la vereda o regando las plantas y eso obliga
a Leo a irse más temprano. A veces quisiera mudarme a
una casa, donde no me persiguieran los chismes de mi
divorcio… pero entonces pienso que no tendría sentido.
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Leo deja su extraño bolso sobre el sofá, se estira y
bosteza.
—Hace creo que diez días que no me baño —dice como
si nada.
Lo miro sorprendido.
—Andá a bañarte, dale. Voy a preparar la cena.
Pienso que tendría que haber comprado algo en el
camino, pero en la heladera hay jamón, queso y cerveza.
No tengo ganas de cocinar. Me sobresalta el ruido del
calefón cuando Leo abre la canilla del agua caliente.
Hace diez días que no me baño, dijo. Diez días. ¿Cómo
puedo vivir tan tranquilo sabiendo que no se baña desde
la última vez que nos vimos?
El Hospital Borda no tiene gas hace más de un año.
Mientras corto el pan, recuerdo que por eso traje a Leo a
casa aquella primera vez. Quería bañarse. Me pidió que
le lavara la espalda y pensé que intentaba seducirme,
hasta que froté su piel con una esponja y la suciedad
acumulada salió a la superficie: grumos oscuros de su
piel pálida, de su cuello delgado, sus brazos largos.
No intentaba seducirme. Era yo el que se afanaba por
amoldarlo a mis deseos.
Diez días…
Toco la puerta del baño. Leo está sentado en la bañera,
refregándose los hombros con fuerza.
—¿Está bien el agua?
No me escuchó. O tal vez no quiso escucharme. El agua
caliente se desbarranca por su pelo, cae por su espalda
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y se pierde en su cintura. El agua caliente rebota en su
piel y se transforma en una nube de vapor.
—Che, te vas a quemar con el agua así…
Se da vuelta. Se muerde el labio y exclama con una
risa:
—¡No me importa!
—Dale, dale… —Abro la canilla del agua fría para regular
la temperatura—. No seas boludo. —Y cuando digo boludo
los ojos se me escapan hasta su entrepierna y veo su
sexo dormido, entre una espesa mata de vellos mojados
y desordenados que le nace desde el ombligo.
Leo me extiende la esponja. Busco su mirada, pero sus
ojos avergonzados se quedaron fijos en los azulejos, en
el vapor que dibuja en las paredes del baño una catarata
de llanto incontrolable. Me saco la camisa y veo que sus
ojos se mueven apenas, como asustados.
Leo es alto y está demasiado delgado para su altura.
En la cintura se le marcan profundamente los huesos de
la cadera y si quisiera, podría pasar los dedos por sus
costillas como por las teclas de un xilofón. Sus piernas
y sus brazos parecen muy largos, y los dedos de sus
manos me recuerdan a las ramas de un árbol desnudo.
—¿Estás…? —Me aclaro la garganta—. ¿Estás comiendo
bien?
Le froto el cuello y las primeras vértebras de su columna
se deslizan bajo mis dedos. Tiene algunos nudos en la
espalda y cuando hundo el pulgar sobre ellos, Leo exhala
un gemido y deja caer la cabeza sobre el hombro…
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Comemos en la cocina. Afuera, en esta ciudad silenciosa
y ciega, la tormenta se presagia a sí misma con los
primeros relámpagos. Gruesas heridas de fuego y luz se
abren entre la oscuridad por un instante y luego… dejan
a este mundo más oscuro que antes.
—Vení más seguido —le digo.
Leo levanta la mirada. Sus ojos son tan transparentes,
¿hay algo que no me digan sus ojos? ¿O será que a lo
largo de todos estos años aprendí el tímido y extraño
lenguaje que utiliza cuando no encuentra las palabras en
su cabeza?
No quiere incomodarme, molestarme, ser un estorbo
en esta casa. Y yo quiero que me incomode, que me
moleste, que me estorbe y que se quede en esta casa
todos los días que me queden de vida. Leo, ¿quién va a
bañarte cuando yo me muera?
—En serio, vení más seguido… llamame al celular…
Me levanto de la mesa de golpe. La ventana de la cocina
se empañó de vapor frío y el viento hace que la lluvia
se choque contra los vidrios. Todos los días, todas las
noches, todo el tiempo espero el llamado de Leo. Espero
su llamado o el eco de su risa persiguiéndome en mis
sueños, cuando habría podido elegir entre lo difícil y lo
fácil, cuando elegí entre lo que me convenía y lo que me
habría hecho feliz. Pero la felicidad siempre fue para mí
una palabra tan absurda…
Yo sé qué es Leo para mí: es lo único que me mantiene
con vida, porque ya me jubilé del trabajo, del amor y
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de las ambiciones de los hombres jóvenes. Y cuando
mis amigos bromean preguntándome si tengo “alguna
novia escondida”, respondo que no. Y cuando me ofrecen
presentarme a alguna novia para esconder, mi interior
grita que no porque ya tengo a Leo. Porque solo quiero a
Leo y hace diez días que no viene…
—Eh… ¿qué te pasa? ¿Estás llorando? —Leo se acerca
cauteloso—. ¿Por qué…?
—¿Y cómo no voy a llorar?
Él aparta la mirada. Entiende. ¿Cuántas veces tuve que
redactar lo que pasaba en el interior de esa cabeza?
Tantas veces que me olvidé de lo que pasaba en la mía.
Leo se queda detrás de una nube de vapor frío, en medio
de la palabra que no se dice, de los secretos que se
sobrentienden, de la incertidumbre. Y yo no merezco
jugar con sus sentimientos. Ya bastante jugué con los
míos.
¿Y cómo no voy a llorar, Leo?, le diría si pudiera. ¿Cómo
no voy a llorar si sos el amor de mi vida y no solo sos un
hombre sino que también estás enfermo para siempre?
—¿Te puedo dar un beso? —dice en voz baja.
Me mira a los ojos. Entre sus cejas se dibuja un acordeón
de pequeñas arrugas ansiosas. Le sonrío con cautela y
sus manos se alzan desde sus costados hasta mi cara.
Las puntas de sus dedos tibios me acarician la piel… y
me doy cuenta de que estoy temblando. Leo se alza en
puntas de pie y su cabeza se inclina levemente hacia la
derecha. Entonces, en menos de un instante, acerca su
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boca a la mía y me da una lamida desde el mentón hasta
la punta de la nariz.
—Un besito canino —susurra sobre mi boca.
Lo agarro por los hombros. Me río de la sorpresa, de su
ocurrencia, nuestras frentes se chocan y a mi nariz llega
el perfume de su pelo recién lavado.
—No me dijiste que el beso era canino… pensaba que
era un beso a lo humano…
—¿Querés un beso humano?
Tiemblo. De dolor, de frío, de rabia, de que Leo no
pueda bañarse por culpa de esos seres miserables que
se alimentan de nuestra sangre y vomitan oro, de que
Leo vague sin rumbo por las calles porque ellas lo cobijan
mejor que cualquier hospital...
—¿Por qué llorás, David? —susurra Leo, acariciando mis
labios con los suyos.
Lo estrecho con fuerza, mis dedos se hunden entre sus
costillas, entre su carne pálida. Leo, Leo…
—¿Y cómo no voy a llorar, Leo?
Y cómo no voy a llorar, mi amor, si ya no me quedan
excusas.
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