El componente estético de la experiencia mágico
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El componente estético de la experiencia mágico
El componente estético de la experiencia mágico-religiosa Marcelo G. Burello (FFyL / FCSoc, UBA) La actividad artística es una actividad espiritual totalmente original y plenamente autónoma. Konrad Fiedler 1 Mi título puede parecer una obviedad para algunos (es palmario, se me dirá, que todas las prácticas mágico-religiosas contienen elementos estéticos y sensibles), y para otros, una petición de principio, ya por lo meramente temporal (lo mágico evoca, por supuesto, instancias arcaicas, que presuponen una indiferenciación esencial), ya por la naturaleza misma de la experiencia religiosa, antigua o moderna, que por definición es una sensación de totalidad y unidad (Freud la llama bellamente un “sentimiento sin límites ni barreras, en cierto modo ‘oceánico’”2). Uno de los máximos defensores de la indiferenciación en las culturas primitivas, Lucien Lévy-Bruhl, supo señalar ya en 1927 que “las obras de arte son la expresión plástica de las representaciones colectivas más sagradas, del mismo modo que ciertos mitos son su expresión poética y que ciertas instituciones son su expresión social”.3 Lo que quiere decir que el producto que hoy consideramos “arte” no es más que la encarnación sensible o el soporte material de algo previo y más profundo, de lo cual lo estético viene a ser un epifenómeno, una manifestación: lo sagrado –independientemente de si se le rinde culto mediante un hechicero aislado o una compleja institución religiosa- habría sido la causa y el destino de lo estético durante milenios, y hasta hace unos pocos siglos. Pese a su aparente petitio principii y su posible aporte nulo, sin embargo, mi trabajo asume el desafío de diferenciar los propósitos y valores que rigen un cierto tipo concreto de práctica humana muy antigua, y de hecho, prehistórica. Sin duda, ante cualquier acto profano de nuestra especie hoy presentimos que resulta más o menos posible enumerar las finalidades y aspiraciones que concurren a la hora de realizarlo, por muy confusas que puedan resultar. ¿Puede hacerse lo mismo con el hombre de cromañón? Sospecho que sí, en tanto lo que a éste lo diferenciaba de su primo de Neanderthal es la complejidad individual (mental) y grupal (cultural), siquiera incipiente. Más aun, al final se verá que mi título es inexacto, pero no por ir demasiado lejos, sino por quedarse corto: el momento estético no sería un componente más, sino uno de los basamentos primordiales de las praxis humanas que luego habrían de institucionalizarse socialmente. En realidad, lo que aquí planteo es la posibilidad de una inversión radical, 1 “Sobre el juicio de las obras del arte plástico”, en Escritos sobre arte, trad. de V. Romanos y F. P. Carreño, Madrid, Visor, 1991, p. 91. No casualmente, se trata del mismo artículo tras el que se encolumna Herbert Read en su Imagen e idea (trad. de H. F. Sánchez, México DF, Fondo de Cultura Económica, 1980), libro que ha inspirado esta presentación. 2 Malestar en la cultura, trad. de R. R. Ardid. Buenos Aires, Alianza, 1992, p. 8. 3 El alma primitiva, trad. de E. Trías, Barcelona, Planeta-Agostini, 1986, p. 42. 2 y no puede no asumir la forma de una historización, y de hecho, una proto-historización, o si se quiere, una historia especulativa. Antes de avanzar en esa historia a contrapelo, entonces, establezcamos el dato epistemológico que la justifica: faute de mieux, la teoría vigente para dar cuenta del origen del arte como institución relativamente autoconsciente y autónoma es la de la laicización o secularización. A esto concurren hoy –no sin pequeños conflictos internosla antropología, la arqueología, la paleontología y la historia en general. Si se piensa en el arte moderno o en el arte actual, se invoca la versión weberiana del teorema de la secularización, con el que Weber diera cuenta de la pregunta acerca de la singularidad del destino occidental y moderno. Pero si se va más atrás en el tiempo, ha de pensarse en una laicización pre-cristiana, y de hecho, pre-histórica. Yo diría que es como si el arte hubiera comenzado dos veces (y sugestivamente, ambas en Europa): primeramente, unos mil años antes de Cristo, y por segunda vez, con el Renacimiento italiano (que no por azar sigue siendo un desafío a la periodización, como bien lo argumenta Panofsky) y el descongelamiento del dogma cristiano. Al nacimiento originario, que es en el que aquí quiero enfocarme, se lo sitúa como máximo en el marco del Neolítico, dejando muy en claro que el famoso arte parietal del Paleolítico sólo es un producto subsidiario de la “magia simpática” (sympathetic magic), concepto surgido con La rama dorada (1º edición, 1890) de Sir James G. Frazer y consagrado respecto del arte rupestre prehistórico por Salomon Reinach (su seminal artículo “L’art et la magie” de 1903 estableció la idea básica). La “magia simpatética” (a la que quizás hubiera convenido designar “empática”, en sintonía con la Einfühlung por entonces en boga gracias a R. Vischer, T. Lipps y W. Worringer) fue especialmente redefinida ante las representaciones gráficas de cavernas como la de Altamira o Lascaux para explicar que a las figuras allí representadas o bien se las graficaba para invocarlas, por magia positiva, o bien para ahuyentarlas, por magia negativa. El predominio de animales llevó a pensar que necesariamente se trataba de imágenes cinegéticas (de presas de caza, y de hecho, de caza mayor), y por ende se aplicó ad hoc el esquema de Frazer, alegando que con toda la apreciación estética que se quisiera invertir en esas obras, de muchos miles de años “before present” (como se dice en la jerga), sin dudas en su contexto de origen se trató de actos rituales, con una finalidad práctica concreta. En las décadas de 1960 y 1970, los estructuralistas trataron de reformular esta posición postulando, como siempre, el predominio de las estructuras profundas del pensamiento humano por sobre los actos concretos, pero no pasaron de agregar aspectos aislados –y a veces rebuscadosa esa hipótesis básica. André Leroi-Gourhan, uno de los líderes de esa avanzada, reconocería en una de sus obras cumbre (Préhistoire de l'art occidental, (1965) que “la explicación del arte prehistórico a partir de sentimientos estéticos sin base religiosa se ha replegado ante el nuevo sistema de explicación”.4 El supuesto “nuevo sistema” estructuralista no perduró, por cierto, pero la premisa de la originariedad religiosa sí. Y desde entonces, a cada objeción se ha respondido con una hipótesis accesoria, o bien con el silencio, y el paradigma ha perdurado con cierta fuerza explicativa. ¿Qué pasa del lado del arte? Para empezar, hay que decir que el Arte –lo escribo con mayúscula para abarcar la totalidad de sus elementos actuales- tiene una especie de trauma histórico, y de entre todas las prácticas culturales modernas, es la que padece 4 Citado por Yves Eyot, Génesis de los fenómenos estéticos, trad. de G. Baravalle, Barcelona, Blume, 1980, p. 144; pese a ciertas objeciones, Eyot avala la periodización (cfr. en especial p. 163). 3 una mayor angustia temporal. Por un lado, continuamente se pregunta cuándo surgió, y qué debe hacer con todo el museo de tesoros acumulados. Por otro lado, el asedio de los pronósticos mortuorios es permanente, al menos desde hace un par de siglos (el sintagma “fin de la historia” se oye menos, de hecho, que el de “fin –o muerte- del arte”, y con el advenimiento del nuevo milenio la disciplina que más se auto-cuestionó fue la estética). Citaré dos ejemplos ilustrativos, que datan del momento propiamente fundacional del arte autónomo. En la primera historia universal del arte más o menos seria, la de Winckelmann (1764), el ciclo tosquedad-perfección-exageración puso a la Grecia clásica por sobre todo el mundo posterior, mientras que el origen del arte quedó atribuido de plano al “servicio divino”.5 Y en la obra pionera de la estética moderna, el Laocoonte (1766) de Lessing, leemos: “Yo quisiera que no se diera el nombre de obras de arte sino a aquellas en que el artista ha podido libremente mostrarse como tal, esto es, a aquellas en que la belleza ha sido su primero y último fin. Toda otra obra, en la cual se descubran rasgos demasiado visibles de supersticiones religiosas, no merece el nombre de obra artística, porque en ella el arte no ha procedido con libre albedrío, sino sirviendo sólo como auxiliar de la religión”.6 En realidad, los especialistas en arte y estética tienen tres caminos posibles para dar cuenta de su objeto respecto de la serie histórica: proceder desde la más llana ahistoricidad (ya desde su origen con Baumgarten, la Estética se propuso como el estudio de una facultad inherente a la mente humana y ajena a las circunstancias; como dirá Kant, “trascendental”), profesar lo que yo llamaría el historicismo duro, o bien adoptar un historicismo suave. O se prescinde de la historia, more kantiano, o se inserta la serie artística a partir de algún punto de inflexión. A los historicistas duros se los puede oir decir que en la Antigüedad nunca hubo algo así como “arte”, de la misma forma en que en Oriente nunca habría habido “ciencia”; recién con la “complacencia desinteresada” de Kant (1790), es decir con la estética de la autonomía,7 comienza oficialmente el arte qua institución moderna y burguesa. Por lo general son o nominalistas o marxistas, en tanto lo decisivo es a qué se denomina “arte” o qué función social cumple infraestructuralmente el arte. El más agudo de los filósofos neomarxistas, T. W. Adorno, sostuvo que “La historia es inherente a la teoría estética. Sus categorías son radicalmente históricas”,8 y en consecuencia se cansó de afirmar que el arte tal como lo conocemos sólo pudo comenzar con la aparición de la sociedad burguesa. Pero no es casual que el propio pensador haya deslizado más de una vez la idea de que quizás haya habido arte desde el origen mismo de la humanidad, o al menos desde un momento muy temprano... En un artículo publicado en inglés (casi como si quisiera ocultar lo allí dicho respecto del resto de su obra), Tesis sobre el arte y la religión hoy (1945), Adorno se pregunta si ya en la Grecia clásica no había algo así como una esfera del arte, propio de la emancipación política y cultural de esa civilización; si ya incluso en las catedrales 5 Historia del arte en la Antigüedad, Libro I, cap. 1, § 5 (trad. de M. T. Benito, Madrid, Hyspamérica, 1985, p. 51). Este concepto del origen del arte en el culto religioso está bastante más claro en la segunda edición de la obra que en la primera, por cierto. 6 G. Lessing, Laocoonte, o sobre los límites en la pintura y la poesía, trad. de E. Palau, Madrid, Orbis/Hyspamérica, 1985, p. 113. 7 Me ocupo específicamente de ese rico concepto en mi libro Autonomía del arte y autonomía estética. Una genealogía (Buenos Aires, Miño y Dávila, 2012). 8 Teoría estética, trad. de J. N. Pérez, Madrid, AKAL, 2004, p. 476. 4 góticas no participaban auténticos “artistas”, por muy devotos y anónimos que fueran.9 Los historicistas suaves, por su parte, normalmente se han hecho cargo de esta periodización exógena ajustando sus cronómetros, por así decirlo, a instancias que van lo más atrás posible y se detienen en cierto terminus a quo: mayoritariamente, Egipto (de Winckelmann a Gombrich); en ocasiones, la antigua Grecia (incluso a lo más remoto: René Huyghe señala el origen de la autonomización de la plástica en la cultura minoica); y podría ser Sumeria (Wolley, Kramer), casi como un exotismo. Para la historia del arte, el Neolítico es el nec plus ultra y el Paleolítico es ya un territorio ajeno: el de la magia. Es muy atípico el caso del historiador del arte Elie Faure, quien en un giro que recuerda a Oscar Wilde (y que no casualmente entusiasmó al inefable Henry Miller), llegó a afirmar en su tratado que “la religión no crea al arte. Por el contrario, es el arte quien ha desarrollado la religión”.10 No es preciso enfatizar que este historiador sabe que asume una postura excepcional, y de ahí su tono combativo: no se niega sino aquello que se supone aceptado por los demás. Sin embargo, cabe aclarar que siempre hubo algunas hipótesis alternativas del lado del arte, en general de índole cognitiva y de inspiración idealista (kantiana), pero minoritarias y aisladas. Al principio, las atribuciones del arte prehistórico a l’art pour l’art fueron merecidamente descartadas (elaboradas justamente en el auge del Esteticismo, encaraban la pintura rupestre con ideas de Walter Pater). Pero luego fueron surgiendo otras, más inteligentes, y que en su gran mayoría han quedado olvidadas e incontestadas. Con un approach psicológico y provocador, John Halverson ha compilado y sistematizado algunas de ellas en sus artículos.11 Para reducirlas aquí en una mínima tabulación, yo diría que dichas hipótesis postulan o la simultaneidad o la anterioridad del quehacer que hoy llamamos artístico. La simultaneidad suele ser invocada por aquellos que piensan ante todo en el hacer práctico, el arte como téjne. En su injustísimamente olvidado libro sobre el origen de lo estético, Eyot postula una posible sincronía del momento “técnico-estético-mágico-religioso”, sintetizando bien – casi al extremo- esta postura.12 La anterioridad prevalece en cambio entre quienes ponen énfasis en la actividad perceptual: el arte como aisthesis, ya lúdica, ya cognitiva. Aquí computaríamos al autor de mi epígrafe, Konrad Fiedler, formado –como autodidacta- en el neokantismo, y fundador –involuntario- del “formalismo”. Esta escuela, que entre sus ramificaciones incluye a los formalistas rusos y al pensamiento “gestáltico”, apuesta al 9 V. Notas sobre literatura, trad. de A. B. Muñoz, Madrid, AKAL, 2003, p. 627-633. 10 11 Historia del Arte. El arte antiguo, trad. de F. Cazorla Olmo, México DF, Hermes, 1972, p. 72. V. Halverson, John, “Art for Art’s Sake in the Paleolithic [and Comments and Reply]”, en Current Anthropology, vol. 28, Nº 1, 1987, p. 63-89. 12 Eyot, Yves, Génesis de los fenómenos estéticos, trad. de G. Baravalle, Barcelona, Blume, 1980, p. 256. 5 valor cognitivo de la instancia perceptual.13 De hecho, Lévi-Strauss supo marcar la coincidencia de lo manual y lo mental en el artista.14 Pues bien: estas líneas perdidas -por no decir perdedoras- de la reflexión en materia artística, tildadas de “idealistas” en el peor de los sentidos, están siendo refrendadas en los últimos años desde un frente algo inesperado: las ciencias naturales. Omitiré aquí a los estetas con base darwiniana, que desde la publicación misma de El origen de las especies (1859) no han dejado de reivindicar a la praxis artística como rasgo biológico originario y benéfico (en los últimos años podemos mencionar a investigadores como W. Menninghaus, N. Aiken y E. Dissayanake). Me atendré, por mor de brevedad, a los recientes enfoques neurológicos. Desde hace unas pocas décadas, la “neuroestética” (con Semir Zeki y Jean Pierre Changeux a la cabeza) puede demostrar que existe un alojamiento cerebral específico – un neural correlate- para la percepción visual en especial y el goce estético en general. Neurología evolutiva y comparativa mediante, sabemos que el homo sapiens contaba con un dispositivo cerebral semejante al nuestro, y por ende esa capacidad neuronal ya estaba disponible. Si el correlato neuronal de ciertas actividades estéticas es un dato filogenético originario, si hay un “placer” que no surge del condicionamiento individual ni de la codificación cultural, aquí tenemos un dato positivo de que como especie estamos dotados de un cierto tipo de experiencia previa a ciertas institucionalizaciones, e incluso previa a ciertas simbolizaciones y conceptualizaciones. Para quienes creen en la sensibilidad artístico-estética como un desarrollo sofisticado y tardío, estos hallazgos no dejar de ser perturbadores. Claro que el arte está semantizado y codificado en nuestra sociedad actual, pero desde un punto de vista evolutivo es significativo que nuestro órgano definitorio por antonomasia esté capacitado para reconocer la belleza visual, como una emoción primaria.15 Que las funciones del sistema nervioso central se realicen en nuestra vida adulta actual por epigénesis y no por causalidad genética (del tipo “preformacionista”) no quita el hecho de que en nuestra especie las posibilidades perceptuales de índole estética siempre estuvieran latentes. El eminente neurólogo JeanPierre Changeux ha dicho pocos años atrás, para redondear este asunto: “De esos tres principales campos de actividad cultural del hombre –la actividad científica, la regulación ética y la creación artística-, en mi opinión es esta última la más antigua, pues ya está presente en el mundo animal. Es esencial para el refuerzo del vínculo social, debido a la universalidad de los modos de comunicación intersubjetiva que implica. Desde mi punto de vista, las funciones cognitivas, en particular la conciencia y 13 “El arte le habla en primera instancia al conocimiento, y en segunda al sentimiento” (“Aphorismen”, en K. Fiedler, Schriften zur Kunst, Bd. II, ed. por G. Boehm, Munich, Fink, 1971, p. 4). Para una reconsideración de las relaciones entre percibir y pensar, cfr. el artículo de Rudolf Arnheim “En defensa del pensamiento visual”, en Nuevos ensayos sobre psicología del arte, trad. de M. C. Orduña, Madrid, Alianza, 1989, p. 143-158. 14 “… tout le monde sait que l’artiste tient à la fois du savant et du bricoleur: avec des moyens artisanaux, il confectionne un objet matériel qui est en même temps objet de connaissance” (C. Lévi-Strauss, La pensée sauvage, París, Plon, 1962, p. 33) 15 Los “neuroestetas” no avanzan demasiado aún en especulaciones evolutivas, en tanto estudian el cerebro actual. Para pensar ciertas implicancias de la neuroevolución me ha sido útil la Antropología del cerebro de Roger Bartra (Valencia, Pre-Textos, 2006), en especial sus primeros capítulos. 6 la actividad artística, están asociadas a un desarrollo mayor de la organización cerebral”.16 Y a esto ahora se le suma la anteúltima tesis revolucionaria: la del investigador interdisciplinario David Lewis-Williams y el prestigioso antropólogo Jean Clottes. Cuando se dice magia arcaica, se habla de chamanismo. Para proseguir con mi argumento, recojo una definición operativa de las muchas posibles sobre el legendario shaman: “funcionario social que, con la ayuda de espíritus guardianes, alcanza el éxtasis para crear un vínculo con el mundo sobrenatural en nombre de los miembros de su grupo”.17 En un polémico texto publicado en común, Los chamanes de la prehistoria, ambos procuraron redefinir el ámbito de influencia de los chamanes apelando a especulaciones acerca de sus capacidades neuro-motrices antes que sus potestades sociales. Para nuestros fines, puede revestir interés este comentario de un apéndice posterior al libro: “¿Eran los artistas y los chamanes la misma persona? Probablemente en la mayor parte de los casos. En efecto, es tal la sofisticación y la calidad de las obras parietales que es de presuponer una especialización y una formación específica. […] En cambio, la torpeza de ciertas representaciones, los trazados y las marcas indeterminados, las manos negativas (que incluyen manos de niños) podrían evidenciar actividades de otras personas, que participaban en los ritos (de curación, de iniciación, etc.) a su manera”.18 Y en un texto posterior, el sudafricano Lewis-Williams llegó a postular que habría sido un cierto desarrollo cerebral del homo sapiens sapiens (producto de la selección y variación natural), y más puntualmente, de algunos de ellos, lo que dio lugar a ciertas sensaciones visuales, sonoras y somáticas novedosas, ajenas a la experiencia práctica y ordinaria, las cuales a su vez otorgaron distinción a quienes las poseían y obligaron a todos a incorporarlas a la vida del clan, con el correr del tiempo. “La conciencia de nivel superior –nos dice- permitió a un grupo de personas dentro de una comunidad más amplia apoderarse de las experiencias de la conciencia alterada y apartarse de aquellos que, por las razones que fueran, no tenían esas experiencias. […] Debido a que la realización de imágenes estuvo relacionada, al menos inicialmente, con la fijación de visiones, el arte (por volver al término general) y la religión nacieron de forma simultánea en un proceso de estratificación social.”19 Si bien aquí se insiste en la simultaneidad originaria de arte y religión, algo ya no tan infrecuente al menos entre los pensadores materialistas,20 se sugiere que las alteraciones mentales y su fijación y corporización en tanto técnicas anteceden a las respectivas institucionalizaciones. En el fondo, se trata de una radical reconsideración de la función -y por ende el valor- de lo estético. Hay sensaciones y emociones puramente endógenas que preceden a toda codificación cultural. Y no sólo sensaciones: no hay que exagerar 16 Sobre lo verdadero, lo bello y el bien, trad. de J. Bucci, Buenos Aires / Madrid, Katz, 2010, p. 85. 17 Åke Hultkranz, “A definition of shamanism”, en Temenos, 9, 1973, p. 34. 18 Clottes, Jean; Lewis-Williams, David, Los chamanes de la prehistoria, trad. de J. López Cachero, Barcelona, Ariel, 2007, p. 164. 19 20 D. Lewis-Williams, La mente en la caverna, trad. de E. H. Pérez, Madrid, Akal, 2011, p. 201. “…el arte era, en sus orígenes, una magia, una ayuda mágica para dominar un mundo real pero inexplorado. En la magia se combinaban en forma latente –germinalmente, por así decirlo- la religión, la ciencia y el arte”. Ernst Fischer, La necesidad del arte, trad. de J. Solé-Tura, Madrid, Altaya, 1999, p. 13. 7 lo expresivo y contemplativo como un acto puramente pasivo, estático, sino como algo plenamente performativo, aunque autotélico. Nada menos que A. N. Whitehead,21 Herbert Read mismo insistieron oportunamente en ello. Tomemos como paradigma el caso de la danza, que tanto Gilbert Murray (Five Stages of Greek Religion) como Karl Kerenyi (La religión antigua) han considerado la esencia de las festividades religiosas: primero se baila porque se goza con los ritmos y sonidos, y después se atribuye a ese acto un carácter ritual y a fortiori, sagrado. Parece entonces que es legítimo invertir la cronología tradicional magia/religión/arte, que caería así como una fable convenue: la experiencia estética, eso que Maquet llama bellamente “el modo contemplativo de la conciencia”,22 sería una instancia previa a la cultura y una necesidad biológica adaptativa. La magia lo instrumentalizó, sistematizándolo y atribuyéndole motivos exógenos y servicios ulteriores, como tantas otras prácticas lo harían luego (prácticamente todo lo que hace el hombre posee una genuina dimensión estética en su pleno sentido etimológico, como apelación a su aparato sensible; estetizar la política, por caso, consiste en enfatizar los elementos estéticos de modo que se obturen otros elementos, no consiste en poner algo totalmente ajeno donde no podría no haberlo). ¿La Estética y la Historia del Arte acusarán recibo pronto de estas nuevas propuestas e hipótesis? ¿Estamos ante un cambio de paradigma? Difícil creerlo, primero por el problema de las “dos culturas” y su incapacidad de dialogar, pero además porque la segunda oleada de secularización ha hecho de cada praxis una “esfera de valor autónoma”, para decirlo con la formulación más exitosa. Redefinir la experiencia estética supone interdisciplinariedad y actualización. Hacerlo supondría negar que después de todo el arte sea un campo moderno o que el gusto sea una construcción circunstanciada (pace Della Volpe, Bourdieu, Ferry, Dickie… no quiero agotar); sin duda muchas cosas cambiaron, pero habría continuidades lineales con la prehistoria, pues ciertos recursos y mecanismos conviven con nosotros desde siempre. El Arte no es el glorioso producto extraído de una larga secularización, sino un vástago recuperado de una oprobiosa y más larga instrumentalización. Como instancia de juego adulta con las percepciones y vivencias, la experiencia estética siempre puede 21 A. N. Whitehead, Religion in the Making (1926): “Ritual may be defined as the habitual performance of definite actions which have no direct relevance to the preservation of the physical organisms of the actors. (…) Mankind became artists in ritual. It was a tremendous discovery-how to excite emotions for their own sake, apart from some imperious biological necessity. But emotions sensitize the organism. Thus the unintended effect was produced of sensitizing the human organism in a variety of ways diverse from what would have been produced by the necessary work of life. Mankind was started upon its adventures of curiosity and of feeling. It is evident that, according to this account, religion and play have the same origin in ritual. This is because ritual is the stimulus to emotion, and an habitual ritual may diverge into religion or into play, according to the quality of the emotion excited. Even in comparatively modern times, among the Greeks of the fifth century before Christ, the Olympic Games were tinged with religion, and the Dionysiac festival in Attica ended with a comic drama. Also in the modern world, a holy day and a holiday are kindred notions”. Disponible en: http://www.anthonyflood.com/whiteheadreligion.htm (octubre, 2012). La última idea es similar en el ensayito sobre la caverna de Lascaux de Bataille: la fiesta sacra y la festividad mundana obedecen a un mismo origen (cfr. Lascaux, o el nacimiento del arte, trad. de A. Gasquet, Córdoba, Alción, 2003). 22 Jacques Maquet, La experiencia estética. La mirada de un antropólogo sobre el arte., trad. de J. G. Bresó, Madrid, Celeste, 1999, p. 213. 8 ser apropiada por prácticas finalistas que vulneran sus dos rasgos esenciales: la autonomía y el autotelismo. Así, en la Edad Media ars ancilla morum fue toda una frase hecha, para vindicar el prodesse horaciano por sobre el delectare. Hoy el arte en general está plegado al funcionamiento del sistema capitalista y como siervo mercantil cumple una clara función ideológica. Pero la inversión de la cronología puede devolverle su majestad perdida, o mejor dicho, jamás reconocida, y permite equipararlo al juego entre los niños (algo que, por cierto, ha adquirido prácticamente el rango de un derecho humano inalienable). Si los cultos religiosos son codificaciones de ciertas habilidades expresivas y perceptivas del hombre, podemos pensar las repetidas condenas al goce estético por parte de muchas y diversas religiones como una mala conciencia con la que se intenta proscribir todo tipo de actividad autotélica y reflexiva, por temor a que lo inmanente, lo momentáneo, es decir, lo humano, se autoglorifique. Y al decir esto de inmediato me viene a la mente la monumental obra Herrlichkeit (“Gloria”), del teólogo H. U. von Balthasar, quien al intentar recuperar para el cristianismo lo que el autor considera una perdida dimensión estética, muestra el programa de una reapropiación y reconversión interesada de la percepción humana. A Balthasar le irrita que la estética moderna, el protestantismo ascético y la exégesis bíblica misma hayan “amputado” el impacto sensorial de las teofanías cristianas, que reclama como un campo legítimo del credo.23 ¿Qué diría si le anunciamos que su religión, al igual que todas las demás, es poco más que la mera presuposición, en el mejor de los casos esperanzada, de que habría algo más por detrás de nuestras meras sensaciones sensoriales, una suposición fundada en el placer y el asombro que nos causa deleitarnos con dichas sensaciones? 23 Cfr. Gloria. Una estética teológica. 1: La percepción de la forma, trad. de E. Saura, Madrid, Encuentro, 1985, en especial la parte I. Sugestivamente, el autor propone rescatar la “belleza desinteresada” (p. 22), no sin ironía respecto de la tradición moderna.