El componente estético de la experiencia mágico

Transcripción

El componente estético de la experiencia mágico
El componente estético de la experiencia mágico-religiosa
Marcelo G. Burello
(FFyL / FCSoc, UBA)
La actividad artística es una actividad espiritual totalmente original y plenamente autónoma.
Konrad Fiedler 1
Mi título puede parecer una obviedad para algunos (es palmario, se me dirá, que todas
las prácticas mágico-religiosas contienen elementos estéticos y sensibles), y para otros,
una petición de principio, ya por lo meramente temporal (lo mágico evoca, por
supuesto, instancias arcaicas, que presuponen una indiferenciación esencial), ya por la
naturaleza misma de la experiencia religiosa, antigua o moderna, que por definición es
una sensación de totalidad y unidad (Freud la llama bellamente un “sentimiento sin
límites ni barreras, en cierto modo ‘oceánico’”2). Uno de los máximos defensores de la
indiferenciación en las culturas primitivas, Lucien Lévy-Bruhl, supo señalar ya en 1927
que “las obras de arte son la expresión plástica de las representaciones colectivas más
sagradas, del mismo modo que ciertos mitos son su expresión poética y que ciertas
instituciones son su expresión social”.3 Lo que quiere decir que el producto que hoy
consideramos “arte” no es más que la encarnación sensible o el soporte material de algo
previo y más profundo, de lo cual lo estético viene a ser un epifenómeno, una
manifestación: lo sagrado –independientemente de si se le rinde culto mediante un
hechicero aislado o una compleja institución religiosa- habría sido la causa y el destino
de lo estético durante milenios, y hasta hace unos pocos siglos.
Pese a su aparente petitio principii y su posible aporte nulo, sin embargo, mi trabajo
asume el desafío de diferenciar los propósitos y valores que rigen un cierto tipo concreto
de práctica humana muy antigua, y de hecho, prehistórica. Sin duda, ante cualquier acto
profano de nuestra especie hoy presentimos que resulta más o menos posible enumerar
las finalidades y aspiraciones que concurren a la hora de realizarlo, por muy confusas
que puedan resultar. ¿Puede hacerse lo mismo con el hombre de cromañón? Sospecho
que sí, en tanto lo que a éste lo diferenciaba de su primo de Neanderthal es la
complejidad individual (mental) y grupal (cultural), siquiera incipiente. Más aun, al
final se verá que mi título es inexacto, pero no por ir demasiado lejos, sino por quedarse
corto: el momento estético no sería un componente más, sino uno de los basamentos
primordiales de las praxis humanas que luego habrían de institucionalizarse
socialmente. En realidad, lo que aquí planteo es la posibilidad de una inversión radical,
1
“Sobre el juicio de las obras del arte plástico”, en Escritos sobre arte, trad. de V. Romanos y F. P.
Carreño, Madrid, Visor, 1991, p. 91. No casualmente, se trata del mismo artículo tras el que se encolumna
Herbert Read en su Imagen e idea (trad. de H. F. Sánchez, México DF, Fondo de Cultura Económica,
1980), libro que ha inspirado esta presentación.
2
Malestar en la cultura, trad. de R. R. Ardid. Buenos Aires, Alianza, 1992, p. 8.
3
El alma primitiva, trad. de E. Trías, Barcelona, Planeta-Agostini, 1986, p. 42.
2
y no puede no asumir la forma de una historización, y de hecho, una proto-historización,
o si se quiere, una historia especulativa.
Antes de avanzar en esa historia a contrapelo, entonces, establezcamos el dato
epistemológico que la justifica: faute de mieux, la teoría vigente para dar cuenta del
origen del arte como institución relativamente autoconsciente y autónoma es la de la
laicización o secularización. A esto concurren hoy –no sin pequeños conflictos internosla antropología, la arqueología, la paleontología y la historia en general. Si se piensa en
el arte moderno o en el arte actual, se invoca la versión weberiana del teorema de la
secularización, con el que Weber diera cuenta de la pregunta acerca de la singularidad
del destino occidental y moderno. Pero si se va más atrás en el tiempo, ha de pensarse
en una laicización pre-cristiana, y de hecho, pre-histórica. Yo diría que es como si el
arte hubiera comenzado dos veces (y sugestivamente, ambas en Europa): primeramente,
unos mil años antes de Cristo, y por segunda vez, con el Renacimiento italiano (que no
por azar sigue siendo un desafío a la periodización, como bien lo argumenta Panofsky)
y el descongelamiento del dogma cristiano. Al nacimiento originario, que es en el que
aquí quiero enfocarme, se lo sitúa como máximo en el marco del Neolítico, dejando
muy en claro que el famoso arte parietal del Paleolítico sólo es un producto subsidiario
de la “magia simpática” (sympathetic magic), concepto surgido con La rama dorada (1º
edición, 1890) de Sir James G. Frazer y consagrado respecto del arte rupestre
prehistórico por Salomon Reinach (su seminal artículo “L’art et la magie” de 1903
estableció la idea básica). La “magia simpatética” (a la que quizás hubiera convenido
designar “empática”, en sintonía con la Einfühlung por entonces en boga gracias a R.
Vischer, T. Lipps y W. Worringer) fue especialmente redefinida ante las
representaciones gráficas de cavernas como la de Altamira o Lascaux para explicar que
a las figuras allí representadas o bien se las graficaba para invocarlas, por magia
positiva, o bien para ahuyentarlas, por magia negativa. El predominio de animales llevó
a pensar que necesariamente se trataba de imágenes cinegéticas (de presas de caza, y de
hecho, de caza mayor), y por ende se aplicó ad hoc el esquema de Frazer, alegando que
con toda la apreciación estética que se quisiera invertir en esas obras, de muchos miles
de años “before present” (como se dice en la jerga), sin dudas en su contexto de origen
se trató de actos rituales, con una finalidad práctica concreta. En las décadas de 1960 y
1970, los estructuralistas trataron de reformular esta posición postulando, como
siempre, el predominio de las estructuras profundas del pensamiento humano por sobre
los actos concretos, pero no pasaron de agregar aspectos aislados –y a veces rebuscadosa esa hipótesis básica. André Leroi-Gourhan, uno de los líderes de esa avanzada,
reconocería en una de sus obras cumbre (Préhistoire de l'art occidental, (1965) que “la
explicación del arte prehistórico a partir de sentimientos estéticos sin base religiosa se
ha replegado ante el nuevo sistema de explicación”.4 El supuesto “nuevo sistema”
estructuralista no perduró, por cierto, pero la premisa de la originariedad religiosa sí. Y
desde entonces, a cada objeción se ha respondido con una hipótesis accesoria, o bien
con el silencio, y el paradigma ha perdurado con cierta fuerza explicativa.
¿Qué pasa del lado del arte? Para empezar, hay que decir que el Arte –lo escribo con
mayúscula para abarcar la totalidad de sus elementos actuales- tiene una especie de
trauma histórico, y de entre todas las prácticas culturales modernas, es la que padece
4
Citado por Yves Eyot, Génesis de los fenómenos estéticos, trad. de G. Baravalle, Barcelona, Blume,
1980, p. 144; pese a ciertas objeciones, Eyot avala la periodización (cfr. en especial p. 163).
3
una mayor angustia temporal. Por un lado, continuamente se pregunta cuándo surgió, y
qué debe hacer con todo el museo de tesoros acumulados. Por otro lado, el asedio de los
pronósticos mortuorios es permanente, al menos desde hace un par de siglos (el
sintagma “fin de la historia” se oye menos, de hecho, que el de “fin –o muerte- del arte”,
y con el advenimiento del nuevo milenio la disciplina que más se auto-cuestionó fue la
estética). Citaré dos ejemplos ilustrativos, que datan del momento propiamente
fundacional del arte autónomo. En la primera historia universal del arte más o menos
seria, la de Winckelmann (1764), el ciclo tosquedad-perfección-exageración puso a la
Grecia clásica por sobre todo el mundo posterior, mientras que el origen del arte quedó
atribuido de plano al “servicio divino”.5 Y en la obra pionera de la estética moderna, el
Laocoonte (1766) de Lessing, leemos: “Yo quisiera que no se diera el nombre de obras
de arte sino a aquellas en que el artista ha podido libremente mostrarse como tal, esto es,
a aquellas en que la belleza ha sido su primero y último fin. Toda otra obra, en la cual se
descubran rasgos demasiado visibles de supersticiones religiosas, no merece el nombre
de obra artística, porque en ella el arte no ha procedido con libre albedrío, sino sirviendo
sólo como auxiliar de la religión”.6
En realidad, los especialistas en arte y estética tienen tres caminos posibles para dar
cuenta de su objeto respecto de la serie histórica: proceder desde la más llana
ahistoricidad (ya desde su origen con Baumgarten, la Estética se propuso como el
estudio de una facultad inherente a la mente humana y ajena a las circunstancias; como
dirá Kant, “trascendental”), profesar lo que yo llamaría el historicismo duro, o bien
adoptar un historicismo suave. O se prescinde de la historia, more kantiano, o se inserta
la serie artística a partir de algún punto de inflexión. A los historicistas duros se los
puede oir decir que en la Antigüedad nunca hubo algo así como “arte”, de la misma
forma en que en Oriente nunca habría habido “ciencia”; recién con la “complacencia
desinteresada” de Kant (1790), es decir con la estética de la autonomía,7 comienza
oficialmente el arte qua institución moderna y burguesa. Por lo general son o
nominalistas o marxistas, en tanto lo decisivo es a qué se denomina “arte” o qué función
social cumple infraestructuralmente el arte. El más agudo de los filósofos neomarxistas,
T. W. Adorno, sostuvo que “La historia es inherente a la teoría estética. Sus categorías
son radicalmente históricas”,8 y en consecuencia se cansó de afirmar que el arte tal
como lo conocemos sólo pudo comenzar con la aparición de la sociedad burguesa. Pero
no es casual que el propio pensador haya deslizado más de una vez la idea de que quizás
haya habido arte desde el origen mismo de la humanidad, o al menos desde un momento
muy temprano... En un artículo publicado en inglés (casi como si quisiera ocultar lo allí
dicho respecto del resto de su obra), Tesis sobre el arte y la religión hoy (1945), Adorno
se pregunta si ya en la Grecia clásica no había algo así como una esfera del arte, propio
de la emancipación política y cultural de esa civilización; si ya incluso en las catedrales
5
Historia del arte en la Antigüedad, Libro I, cap. 1, § 5 (trad. de M. T. Benito, Madrid, Hyspamérica,
1985, p. 51). Este concepto del origen del arte en el culto religioso está bastante más claro en la segunda
edición de la obra que en la primera, por cierto.
6
G. Lessing, Laocoonte, o sobre los límites en la pintura y la poesía, trad. de E. Palau, Madrid,
Orbis/Hyspamérica, 1985, p. 113.
7
Me ocupo específicamente de ese rico concepto en mi libro Autonomía del arte y autonomía estética.
Una genealogía (Buenos Aires, Miño y Dávila, 2012).
8
Teoría estética, trad. de J. N. Pérez, Madrid, AKAL, 2004, p. 476.
4
góticas no participaban auténticos “artistas”, por muy devotos y anónimos que fueran.9
Los historicistas suaves, por su parte, normalmente se han hecho cargo de esta
periodización exógena ajustando sus cronómetros, por así decirlo, a instancias que van
lo más atrás posible y se detienen en cierto terminus a quo: mayoritariamente, Egipto
(de Winckelmann a Gombrich); en ocasiones, la antigua Grecia (incluso a lo más
remoto: René Huyghe señala el origen de la autonomización de la plástica en la cultura
minoica); y podría ser Sumeria (Wolley, Kramer), casi como un exotismo. Para la
historia del arte, el Neolítico es el nec plus ultra y el Paleolítico es ya un territorio
ajeno: el de la magia. Es muy atípico el caso del historiador del arte Elie Faure, quien en
un giro que recuerda a Oscar Wilde (y que no casualmente entusiasmó al inefable Henry
Miller), llegó a afirmar en su tratado que “la religión no crea al arte. Por el contrario, es
el arte quien ha desarrollado la religión”.10 No es preciso enfatizar que este historiador
sabe que asume una postura excepcional, y de ahí su tono combativo: no se niega sino
aquello que se supone aceptado por los demás.
Sin embargo, cabe aclarar que siempre hubo algunas hipótesis alternativas del lado del
arte, en general de índole cognitiva y de inspiración idealista (kantiana), pero
minoritarias y aisladas. Al principio, las atribuciones del arte prehistórico a l’art pour
l’art fueron merecidamente descartadas (elaboradas justamente en el auge del
Esteticismo, encaraban la pintura rupestre con ideas de Walter Pater). Pero luego fueron
surgiendo otras, más inteligentes, y que en su gran mayoría han quedado olvidadas e
incontestadas. Con un approach psicológico y provocador, John Halverson ha
compilado y sistematizado algunas de ellas en sus artículos.11 Para reducirlas aquí en
una mínima tabulación, yo diría que dichas hipótesis postulan o la simultaneidad o la
anterioridad del quehacer que hoy llamamos artístico. La simultaneidad suele ser
invocada por aquellos que piensan ante todo en el hacer práctico, el arte como téjne. En
su injustísimamente olvidado libro sobre el origen de lo estético, Eyot postula una
posible sincronía del momento “técnico-estético-mágico-religioso”, sintetizando bien –
casi al extremo- esta postura.12 La anterioridad prevalece en cambio entre quienes ponen
énfasis en la actividad perceptual: el arte como aisthesis, ya lúdica, ya cognitiva. Aquí
computaríamos al autor de mi epígrafe, Konrad Fiedler, formado –como autodidacta- en
el neokantismo, y fundador –involuntario- del “formalismo”. Esta escuela, que entre sus
ramificaciones incluye a los formalistas rusos y al pensamiento “gestáltico”, apuesta al
9
V. Notas sobre literatura, trad. de A. B. Muñoz, Madrid, AKAL, 2003, p. 627-633.
10
11
Historia del Arte. El arte antiguo, trad. de F. Cazorla Olmo, México DF, Hermes, 1972, p. 72.
V. Halverson, John, “Art for Art’s Sake in the Paleolithic [and Comments and Reply]”, en Current
Anthropology, vol. 28, Nº 1, 1987, p. 63-89.
12
Eyot, Yves, Génesis de los fenómenos estéticos, trad. de G. Baravalle, Barcelona, Blume, 1980, p. 256.
5
valor cognitivo de la instancia perceptual.13 De hecho, Lévi-Strauss supo marcar la
coincidencia de lo manual y lo mental en el artista.14
Pues bien: estas líneas perdidas -por no decir perdedoras- de la reflexión en materia
artística, tildadas de “idealistas” en el peor de los sentidos, están siendo refrendadas en
los últimos años desde un frente algo inesperado: las ciencias naturales. Omitiré aquí a
los estetas con base darwiniana, que desde la publicación misma de El origen de las
especies (1859) no han dejado de reivindicar a la praxis artística como rasgo biológico
originario y benéfico (en los últimos años podemos mencionar a investigadores como
W. Menninghaus, N. Aiken y E. Dissayanake). Me atendré, por mor de brevedad, a los
recientes enfoques neurológicos.
Desde hace unas pocas décadas, la “neuroestética” (con Semir Zeki y Jean Pierre
Changeux a la cabeza) puede demostrar que existe un alojamiento cerebral específico –
un neural correlate- para la percepción visual en especial y el goce estético en general.
Neurología evolutiva y comparativa mediante, sabemos que el homo sapiens contaba
con un dispositivo cerebral semejante al nuestro, y por ende esa capacidad neuronal ya
estaba disponible. Si el correlato neuronal de ciertas actividades estéticas es un dato
filogenético originario, si hay un “placer” que no surge del condicionamiento individual
ni de la codificación cultural, aquí tenemos un dato positivo de que como especie
estamos dotados de un cierto tipo de experiencia previa a ciertas institucionalizaciones,
e incluso previa a ciertas simbolizaciones y conceptualizaciones. Para quienes creen en
la sensibilidad artístico-estética como un desarrollo sofisticado y tardío, estos hallazgos
no dejar de ser perturbadores. Claro que el arte está semantizado y codificado en nuestra
sociedad actual, pero desde un punto de vista evolutivo es significativo que nuestro
órgano definitorio por antonomasia esté capacitado para reconocer la belleza visual,
como una emoción primaria.15 Que las funciones del sistema nervioso central se
realicen en nuestra vida adulta actual por epigénesis y no por causalidad genética (del
tipo “preformacionista”) no quita el hecho de que en nuestra especie las posibilidades
perceptuales de índole estética siempre estuvieran latentes. El eminente neurólogo JeanPierre Changeux ha dicho pocos años atrás, para redondear este asunto: “De esos tres
principales campos de actividad cultural del hombre –la actividad científica, la
regulación ética y la creación artística-, en mi opinión es esta última la más antigua,
pues ya está presente en el mundo animal. Es esencial para el refuerzo del vínculo
social, debido a la universalidad de los modos de comunicación intersubjetiva que
implica. Desde mi punto de vista, las funciones cognitivas, en particular la conciencia y
13
“El arte le habla en primera instancia al conocimiento, y en segunda al sentimiento” (“Aphorismen”, en
K. Fiedler, Schriften zur Kunst, Bd. II, ed. por G. Boehm, Munich, Fink, 1971, p. 4). Para una
reconsideración de las relaciones entre percibir y pensar, cfr. el artículo de Rudolf Arnheim “En defensa
del pensamiento visual”, en Nuevos ensayos sobre psicología del arte, trad. de M. C. Orduña, Madrid,
Alianza, 1989, p. 143-158.
14
“… tout le monde sait que l’artiste tient à la fois du savant et du bricoleur: avec des moyens artisanaux,
il confectionne un objet matériel qui est en même temps objet de connaissance” (C. Lévi-Strauss, La
pensée sauvage, París, Plon, 1962, p. 33)
15
Los “neuroestetas” no avanzan demasiado aún en especulaciones evolutivas, en tanto estudian el
cerebro actual. Para pensar ciertas implicancias de la neuroevolución me ha sido útil la Antropología del
cerebro de Roger Bartra (Valencia, Pre-Textos, 2006), en especial sus primeros capítulos.
6
la actividad artística, están asociadas a un desarrollo mayor de la organización
cerebral”.16
Y a esto ahora se le suma la anteúltima tesis revolucionaria: la del investigador
interdisciplinario David Lewis-Williams y el prestigioso antropólogo Jean Clottes.
Cuando se dice magia arcaica, se habla de chamanismo. Para proseguir con mi
argumento, recojo una definición operativa de las muchas posibles sobre el legendario
shaman: “funcionario social que, con la ayuda de espíritus guardianes, alcanza el éxtasis
para crear un vínculo con el mundo sobrenatural en nombre de los miembros de su
grupo”.17 En un polémico texto publicado en común, Los chamanes de la prehistoria,
ambos procuraron redefinir el ámbito de influencia de los chamanes apelando a
especulaciones acerca de sus capacidades neuro-motrices antes que sus potestades
sociales. Para nuestros fines, puede revestir interés este comentario de un apéndice
posterior al libro: “¿Eran los artistas y los chamanes la misma persona? Probablemente
en la mayor parte de los casos. En efecto, es tal la sofisticación y la calidad de las obras
parietales que es de presuponer una especialización y una formación específica. […] En
cambio, la torpeza de ciertas representaciones, los trazados y las marcas indeterminados,
las manos negativas (que incluyen manos de niños) podrían evidenciar actividades de
otras personas, que participaban en los ritos (de curación, de iniciación, etc.) a su
manera”.18 Y en un texto posterior, el sudafricano Lewis-Williams llegó a postular que
habría sido un cierto desarrollo cerebral del homo sapiens sapiens (producto de la
selección y variación natural), y más puntualmente, de algunos de ellos, lo que dio lugar
a ciertas sensaciones visuales, sonoras y somáticas novedosas, ajenas a la experiencia
práctica y ordinaria, las cuales a su vez otorgaron distinción a quienes las poseían y
obligaron a todos a incorporarlas a la vida del clan, con el correr del tiempo. “La
conciencia de nivel superior –nos dice- permitió a un grupo de personas dentro de una
comunidad más amplia apoderarse de las experiencias de la conciencia alterada y
apartarse de aquellos que, por las razones que fueran, no tenían esas experiencias. […]
Debido a que la realización de imágenes estuvo relacionada, al menos inicialmente, con
la fijación de visiones, el arte (por volver al término general) y la religión nacieron de
forma simultánea en un proceso de estratificación social.”19
Si bien aquí se insiste en la simultaneidad originaria de arte y religión, algo ya no tan
infrecuente al menos entre los pensadores materialistas,20 se sugiere que las alteraciones
mentales y su fijación y corporización en tanto técnicas anteceden a las respectivas
institucionalizaciones. En el fondo, se trata de una radical reconsideración de la función
-y por ende el valor- de lo estético. Hay sensaciones y emociones puramente endógenas
que preceden a toda codificación cultural. Y no sólo sensaciones: no hay que exagerar
16
Sobre lo verdadero, lo bello y el bien, trad. de J. Bucci, Buenos Aires / Madrid, Katz, 2010, p. 85.
17
Åke Hultkranz, “A definition of shamanism”, en Temenos, 9, 1973, p. 34.
18
Clottes, Jean; Lewis-Williams, David, Los chamanes de la prehistoria, trad. de J. López Cachero,
Barcelona, Ariel, 2007, p. 164.
19
20
D. Lewis-Williams, La mente en la caverna, trad. de E. H. Pérez, Madrid, Akal, 2011, p. 201.
“…el arte era, en sus orígenes, una magia, una ayuda mágica para dominar un mundo real pero
inexplorado. En la magia se combinaban en forma latente –germinalmente, por así decirlo- la religión, la
ciencia y el arte”. Ernst Fischer, La necesidad del arte, trad. de J. Solé-Tura, Madrid, Altaya, 1999, p. 13.
7
lo expresivo y contemplativo como un acto puramente pasivo, estático, sino como algo
plenamente performativo, aunque autotélico. Nada menos que A. N. Whitehead,21
Herbert Read mismo insistieron oportunamente en ello. Tomemos como paradigma el
caso de la danza, que tanto Gilbert Murray (Five Stages of Greek Religion) como Karl
Kerenyi (La religión antigua) han considerado la esencia de las festividades religiosas:
primero se baila porque se goza con los ritmos y sonidos, y después se atribuye a ese
acto un carácter ritual y a fortiori, sagrado.
Parece entonces que es legítimo invertir la cronología tradicional magia/religión/arte,
que caería así como una fable convenue: la experiencia estética, eso que Maquet llama
bellamente “el modo contemplativo de la conciencia”,22 sería una instancia previa a la
cultura y una necesidad biológica adaptativa. La magia lo instrumentalizó,
sistematizándolo y atribuyéndole motivos exógenos y servicios ulteriores, como tantas
otras prácticas lo harían luego (prácticamente todo lo que hace el hombre posee una
genuina dimensión estética en su pleno sentido etimológico, como apelación a su
aparato sensible; estetizar la política, por caso, consiste en enfatizar los elementos
estéticos de modo que se obturen otros elementos, no consiste en poner algo totalmente
ajeno donde no podría no haberlo).
¿La Estética y la Historia del Arte acusarán recibo pronto de estas nuevas propuestas e
hipótesis? ¿Estamos ante un cambio de paradigma? Difícil creerlo, primero por el
problema de las “dos culturas” y su incapacidad de dialogar, pero además porque la
segunda oleada de secularización ha hecho de cada praxis una “esfera de valor
autónoma”, para decirlo con la formulación más exitosa. Redefinir la experiencia
estética supone interdisciplinariedad y actualización. Hacerlo supondría negar que
después de todo el arte sea un campo moderno o que el gusto sea una construcción
circunstanciada (pace Della Volpe, Bourdieu, Ferry, Dickie… no quiero agotar); sin
duda muchas cosas cambiaron, pero habría continuidades lineales con la prehistoria,
pues ciertos recursos y mecanismos conviven con nosotros desde siempre.
El Arte no es el glorioso producto extraído de una larga secularización, sino un
vástago recuperado de una oprobiosa y más larga instrumentalización. Como instancia
de juego adulta con las percepciones y vivencias, la experiencia estética siempre puede
21
A. N. Whitehead, Religion in the Making (1926): “Ritual may be defined as the habitual performance of
definite actions which have no direct relevance to the preservation of the physical organisms of the actors.
(…) Mankind became artists in ritual. It was a tremendous discovery-how to excite emotions for their
own sake, apart from some imperious biological necessity. But emotions sensitize the organism. Thus the
unintended effect was produced of sensitizing the human organism in a variety of ways diverse from what
would have been produced by the necessary work of life. Mankind was started upon its adventures of
curiosity and of feeling. It is evident that, according to this account, religion and play have the same
origin in ritual. This is because ritual is the stimulus to emotion, and an habitual ritual may diverge into
religion or into play, according to the quality of the emotion excited. Even in comparatively modern
times, among the Greeks of the fifth century before Christ, the Olympic Games were tinged with religion,
and the Dionysiac festival in Attica ended with a comic drama. Also in the modern world, a holy day and
a holiday are kindred notions”. Disponible en: http://www.anthonyflood.com/whiteheadreligion.htm
(octubre, 2012). La última idea es similar en el ensayito sobre la caverna de Lascaux de Bataille: la fiesta
sacra y la festividad mundana obedecen a un mismo origen (cfr. Lascaux, o el nacimiento del arte, trad.
de A. Gasquet, Córdoba, Alción, 2003).
22
Jacques Maquet, La experiencia estética. La mirada de un antropólogo sobre el arte., trad. de J. G.
Bresó, Madrid, Celeste, 1999, p. 213.
8
ser apropiada por prácticas finalistas que vulneran sus dos rasgos esenciales: la
autonomía y el autotelismo. Así, en la Edad Media ars ancilla morum fue toda una frase
hecha, para vindicar el prodesse horaciano por sobre el delectare. Hoy el arte en general
está plegado al funcionamiento del sistema capitalista y como siervo mercantil cumple
una clara función ideológica. Pero la inversión de la cronología puede devolverle su
majestad perdida, o mejor dicho, jamás reconocida, y permite equipararlo al juego entre
los niños (algo que, por cierto, ha adquirido prácticamente el rango de un derecho
humano inalienable). Si los cultos religiosos son codificaciones de ciertas habilidades
expresivas y perceptivas del hombre, podemos pensar las repetidas condenas al goce
estético por parte de muchas y diversas religiones como una mala conciencia con la que
se intenta proscribir todo tipo de actividad autotélica y reflexiva, por temor a que lo
inmanente, lo momentáneo, es decir, lo humano, se autoglorifique. Y al decir esto de
inmediato me viene a la mente la monumental obra Herrlichkeit (“Gloria”), del teólogo
H. U. von Balthasar, quien al intentar recuperar para el cristianismo lo que el autor
considera una perdida dimensión estética, muestra el programa de una reapropiación y
reconversión interesada de la percepción humana. A Balthasar le irrita que la estética
moderna, el protestantismo ascético y la exégesis bíblica misma hayan “amputado” el
impacto sensorial de las teofanías cristianas, que reclama como un campo legítimo del
credo.23 ¿Qué diría si le anunciamos que su religión, al igual que todas las demás, es
poco más que la mera presuposición, en el mejor de los casos esperanzada, de que
habría algo más por detrás de nuestras meras sensaciones sensoriales, una suposición
fundada en el placer y el asombro que nos causa deleitarnos con dichas sensaciones?
23
Cfr. Gloria. Una estética teológica. 1: La percepción de la forma, trad. de E. Saura, Madrid,
Encuentro, 1985, en especial la parte I. Sugestivamente, el autor propone rescatar la “belleza
desinteresada” (p. 22), no sin ironía respecto de la tradición moderna.