La Violencia Doméstica como Forma de Opresión

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La Violencia Doméstica como Forma de Opresión
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Violencia Doméstica y Resistencia: Una mirada crítica
Diana Valle Ferrer, Ph. D
Violencia Doméstica y Resistencia: Una mirada crítica
Diana Valle Ferrer *
En este ensayo planteo que la violencia contra las mujeres en la familia es un
fenómeno con raíces en la estructura social que ayuda a mantener el orden establecido
de jerarquías por razón de género, clase, etnia, raza, orientación sexual y otras
desigualdades. Por un lado se puede considerar como un fenómeno universal que
existe en todos los países (aunque se han encontrado ejemplos de sociedades
preindustriales en los cuales la violencia contra las mujeres en la familia no existe,
Levinson, 1988) y por otro lado tiene sus diferencias y particularidades de acuerdo al
contexto sociohistórico-cultural en donde se manifiesta así como en la historia personal
de cada mujer, sus experiencias con la violencia y las herramientas y opciones con las
que cuenta en un momento dado. La violencia doméstica contra las mujeres en las
familias es parte de un entramado social estructural de sistemas de opresión que trata
de mantener a muchas mujeres en “su lugar” de subalternidad o sujeción a un orden
patriarcal establecido.
En palabras de Torres (2001) “la cuestión de fondo no es
solamente el comportamiento individual, sino todo un complejo sistema de estructuras,
procesos, relaciones e ideologías que sirven de marco a cada acto concreto”.
En muchos países las ideas tradicionales de superioridad, “honor” y privilegios
masculinos es probable que no sean el resultado de las cualidades individuales de
algún hombre en particular sino de la propia cultura que les concede a los hombres un
control sobre las mujeres. Las mujeres que son “deshonradas”, violadas o maltratadas
incurren en la ira y vergüenza de sus familiares masculinos que tratan de resolver la
situación casando a la mujer con su violador, golpeando o amenazando al agresor y en
algunos países asesinando a la mujer “deshonrada” para así limpiar el honor de los
hombres y de su familia. En Puerto Rico por ejemplo es una costumbre bastante
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arraigada de casar a las jóvenes que han sido violadas o que han sostenido relaciones
sexuales voluntariamente antes de casarse. También es bastante común que un
hombre golpée, viole y hasta asesine a su esposa o compañera consensual por el
hecho de que ella haya incurrido o que él sospeche que ella a incurrido en relaciones
sexuales extramaritales. En muchas ocasiones esto se define por la prensa y la
sociedad en general (a pesar de que la jurisprudencia vigente en Puerto Rico tipifica la
violencia doméstica como un delito) como un “crimen pasional” o una golpiza o
violación justificada por la acción de la mujer.
En un estudio de las estrategias de enfrentamiento de mujeres sobrevivientes de
violencia doméstica en Puerto Rico (Valle, 1998) una de las mujeres entrevistadas
manifestó que su esposo la había violado cuando ella le confesó que había sido
abusada sexualmente por su hermano mayor y su tío cuando ella era una niña. Cuando
se le preguntó si había compartido el hecho de que había sido abusada por su
hermano con sus padres ella contestó “Mi hermano es la luz de los ojos de mi madre, y
mi madre es la luz de mis ojos”. La participante del estudio calló su dolor y vergüenza
para evitar el sufrimiento de su madre, no de conocer que ella había sido abusada, sino
de que su hermano era el agresor. Muchas mujeres guardan secretos de por vida
(aunque los estereotipos sobre las mujeres es que somos “chismosas”, falsas o
indiscretas) por “proteger” a los hombres importantes en sus vidas – padres, hermanos,
esposos- y porque a veces están de acuerdo con la idea prevaleciente en muchas
culturas de que los hombres tienen el derecho (y a veces hasta la obligación y el deber)
de castigar, disciplinar y poseer a las mujeres de su familia. La ideología hegemónica
sobre la familia que suscribimos muchas mujeres nos permite apoyar y a veces
defender los “pactos patriarcales” (Amorós, 1994) que se establecen y consolidan entre
los hombres en las familias y en la sociedad. Pero no olvidemos que estos pactos no
solo se dan entre los hombres, sino también por razones de clase, étnia, edad y otros.
Por ejemplo algunas mujeres pueden ser oprimidas por otras mujeres que ostentan
posiciones de privilegio y poder ya sea por su color, clase social o puesto institucional.
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Las ideologías hegemónicas de los dominantes son muchas veces suscritas –y
cuestionadas- por los subalternos que pensamos que los intereses de los dominantes
son nuestros propios intereses. Un ejemplo de esta situación es cuando los pobres
votan en las elecciones para elegir a un funcionario/a que representa los intereses de
los ricos o la famosa frase de que “el bienestar de la corporación es el bienestar de sus
empleados”, o que el bienestar del hombre “cabeza de la familia” es el bienestar de
todos/as los miembros de la familia.
En el entramado que es la violencia doméstica como mecanismo de opresión
contra las mujeres, además de los aspectos culturales y sociales que hemos discutido
existen aspectos individuales, familiares y comunitarios que han sido explicados
mediante diversos enfoques teóricos y de investigaciones (Valle, 1998, 1999, 2003,
Torres, 2001; Bograd, 1988). En términos generales, los tres enfoques teóricos que
más se utilizan para explicar la violencia contra las mujeres en la familia son los
siguientes:
1. El modelo individual o psicopatológico que destaca aspectos personales e
individuales de las personas implicadas; la violencia es explicada por características,
anormalidades o desórdenes de los individuos.
2. El modelo social que explica la violencia en la familia como resultado de
factores sociales y familiares.
3. El modelo feminista o sociocultural que destaca factores sociales,
estructurales y culturales que promuevan y perpetúan un orden social basado en la
desigualdad por razón de género, clase, raza, etnia y orientación sexual entre otros.
En términos de los factores personales, familiares, sociales y culturales que
están involucrados en la violencia contra las mujeres en la familia comienza a emerger
un consenso de que éstos interactúan en un momento dado de acuerdo al contexto
sociohistórico en que ocurra. Sin embargo, se podría mencionar algunos factores
individuales familiares y sociales que se destacan en muchas investigaciones (OPS,
2003). Entre los factores de riesgo de un hombre agredir físicamente a su pareja se
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destacan la edad joven, los ingresos bajos, la baja escolaridad, la delincuencia, los
antecedentes de violencia en la familia de origen, el consumo de drogas y alcohol y los
trastornos de la personalidad. Entre los factores familiares están los conflictos o
problemas matrimoniales, incapacidad para manejar conflictos, relaciones rígidas y
autoritarias, incapacidad de adaptación a circunstancias cambiantes y el dominio
masculino en la familia.
En general, entre los factores comunitarios y sociales, se ha encontrado que el
nivel socioeconómico bajo es un factor de riesgo para las mujeres ser agredidas en la
relación de pareja, o sea que aunque el maltrato físico ocurre en todos los grupos
socioeconómicos, las mujeres que viven en la pobreza padecen en forma
desproporcionada (OPS, 2003).
Otros factores asociados con la violencia doméstica, como hemos observado
anteriormente son los roles de género rígidos, las ideas de hombría vinculadas al
dominio, el honor masculino y la agresión incluyendo guerras, conflictos armados y alta
tasa de criminalidad, así como múltiples opresiones por razón de género, clase, raza,
etnias y edad entre otros.
Como se desprende del examen de estos diferentes marcos teóricos y de
diversas investigaciones, es difícil entender y explicar la complejidad de tantos factores
simultáneos que interactúan en el proceso en el cual la violencia contra las mujeres en
la familia se desarrolla. El proceso mismo de violencia y la visión que se tiene del
agresor y de la víctima / sobreviviente es influenciado por los factores sociales,
culturales y políticos del momento. A mi entender, sin embargo, hay consenso en que
la violencia contra las mujeres en la familia y en sus relaciones íntimas es parte de un
sistema de múltiples opresiones
para mantenerlas en su lugar, sin embargo las
mujeres históricamente siempre han resistido y enfrentado esa opresión sobreviviendo
y transformando sus espacios de vida familiar y social.
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¿Cómo enfrentan, resisten y transforman las mujeres
sus espacios ante el dominio y la opresión?
El confinamiento histórico de algunas mujeres a la esfera doméstica y su
condicionamiento ideológico como pasivas y débiles enmascaran la realidad de
muchas mujeres que no solo enfrentan, resisten y transgreden las normas sociales
patriarcales y la violencia en sus relaciones de pareja, sino que además transforman
sus espacios de vida cotidiana y social.
Historiadoras y teóricas feministas (Lerner, 1986; Jaggar, 1988) argumentan que
históricamente las mujeres siempre han resistido su opresión y subordinación, o sea
que desde el momento en que fueron subordinadas las mujeres han resistido esa
subordinación. Por otro lado Marcela Lagarde (1999) afirma que todas las mujeres de
una u otra forma enfrentan la opresión todos los días solas y aisladas, y construyen su
emancipación organizadas. Lagarde identifica cuatro formas de enfrentar el poder de
dominio, 1) asumiendo la naturalidad del dominio y de la opresión, 2) resistiendo y
desobedeciendo el poder, 3) subvirtiendo el orden familiar, conyugal, laboral y de todo
tipo con acciones opuestas y contrarias y 4) transgrediendo, que es la síntesis de las
tres formas anteriores mediante el establecer un orden propio, no definido por las
normas tradicionales.
Gilligan, Rogers y Tolman (1991) en sus estudios de mujeres preadolescentes y
adolescentes conceptualizan el concepto de resistencia con la noción de resistencia
saludable, la capacidad de la psiquis de resistir los procesos de enfermedad y el
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concepto de resistencia política, la voluntad de actuar sobre nuestro propio
conocimiento cuando esa acción puede causar problemas. Estas autoras enmarcan la
resistencia como una fortaleza psicológica y potencialmente una señal de valentía.
Tracy Robinson y Janie Victoria Ward (1991) elaboran sobre el trabajo de Gilligan y
otras (1991) y sugieren dos tipos de resistencia entre las mujeres afroamericanas:
resistencia para la sobrevivencia y resistencia para la liberación. Mientras la resistencia
para sobrevivir es a corto plazo y puede que a largo plazo sea negativa y detrimental
para la mujer, la resistencia para la liberación reconoce los problemas, los enfrenta y
exige cambios en un ambiente de opresión. Robinson y Ward argumentan que algunas
mujeres afroamericanas escogen estrategias de resistencia para sobrevivir tales como
excesiva autonomía e individualismo a expensas de la conección al colectivo o “ quick
fixes” (soluciones o “ curas” apresuradas) tales como embarazos no planificados, uso
de substancias, deserción escolar o desórdenes alimenticios. Por ejemplo, a corto
plazo un embarazo en la adolescencia puede parecer como una solución viable para
una joven que piensa que la maternidad le dará un propósito a la vida y la protegerá de
la soledad y el aislamiento, es un acto de resistencia en una sociedad que no la valida
ni la aprecia; pero a largo plazo se puede convertir en un entrampamiento psicológico y
social. Sin embargo, la resistencia para la liberación apoya la transformación de las
mujeres en agentes concientes y activas en su propia defensa y auto afirmación
construyendo sobre sus fortalezas, su historia y redes culturales. Esta forma de
resistencia para la liberación se podría comparar con la transgresión de la que habla
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Lagarde (1999), que no solamente resiste, desobedece o subvierte el orden establecido
sino que crea su propio orden.
En Puerto Rico, Silva Bonilla y otras investigadoras (1990) afirman que las
mujeres han sido condicionadas ideológicamente para sentirse y pensarse a sí mismas
como una propiedad del hombre (padre, esposo, novio, amante), y al mismo tiempo
responsables, por su condición de mujer, de propiciar y mantener buenas relaciones
maritales y familiares. Sin embargo, Silva Bonilla (1985) afirma que a pesar de que
muchas mujeres suscriben estas premisas ideológicas, en realidad forman parte del
cuestionamiento histórico que ha habido sobre esta situación. Las mujeres en su
cotidianidad cuestionan y retan las ideas patriarcales que en muchos casos mantienen
intactas en su mundo afectivo y emocional.
La conexión entre violencia e ideología apunta al carácter múltiple del poder
social. El poder puede ser un balance entre ventajas y desigualdades de recursos en el
trabajo, el hogar o en las instituciones sociales. La autoridad para imponer definiciones
de una situación, de establecer los términos en que los eventos se entienden y se
discuten los asuntos importantes, así como el formular y definir la moralidad; en
resumen el imponer la hegemonía es una parte esencial del poder social (Connell,
1987).
Por su parte Gramsci (1971) concibe la ideología hegemónica como el resultado
de un proceso social lento a través del cual se desarrolla un consenso entre los grupos
dominantes y subordinados. La opinión pública y el clima cultural imperante hace
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parecer que acciones ejecutadas por los grupos subordinados surjan de su voluntad
propia y no de la necesidad de responder a relaciones de desigualdad. En el caso de
muchas mujeres sobrevivientes de violencia doméstica su aparente pasividad,
sumisión, capacidad ilimitada para el sacrificio y la subordinación de sus necesidades,
intereses y deseos a las de su esposo y su familia puede ser una respuesta a la
desigualdad de poder en la relación marital. Sin embargo Foucault (1981) argumenta
que ningún cuerpo centralizado ya sea el Estado o la familia puede ejercer un poder
total. El poder de acuerdo a Foucault es una red de relaciones que circulan en la
sociedad, que están dispersos en el entramado social y no localizados en una
institución en particular tales como el gobierno o el Estado.
El poder estructura las relaciones entre los individuos en su contrato social. Por
ejemplo las mujeres víctimas/sobrevivientes de violencia doméstica son forzadas a
producir formas alternativas de poder y resistencia en su relación de pareja. Sus
estrategias de enfrentamiento y resistencia pueden incluir el buscar apoyo de otras
mujeres de su familia y de amistades, aparentar sumisión ante la autoridad masculina
de su marido, el defenderse ella y a sus hijos e hijas de la violencia de su padre y la
“lucha por mantener la apariencia de normalidad” ante la situación de abuso. Una
minoría de mujeres puede enfrentar o resistir
la violencia de su compañero con
agresiones físicas y psicológicas como forma de mantener su integridad.
La teórica feminista afroamericana bell hooks (1984, 1990) plantea que a pesar
de que históricamente las mujeres han estado subordinadas a los hombres, la
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presunción de que ser inferior o sumisa necesariamente define lo que uno es y lo que
uno hace, es una continuación de patrones
culturales existentes. Estos patrones
niegan el poder relativo que han ejercido y continúan ejerciendo las mujeres en la
familia y en la sociedad en general. Para muchas estudiosas feministas la familia, lejos
de ser un lugar feliz y seguro es una de las instituciones más violentas e inseguras para
las mujeres. Pero la opresión de las mujeres en la familia no es una experiencia vivida
por todas las mujeres. La opresión varía con cada mujer, de acuerdo a su cultura, su
clase social y a través del tiempo en la familia. Un ejemplo de esto puede ser el de ser
madre, que para muchas mujeres puede ser una experiencia de maternidad forzada y
de opresión y para otras puede ser fuente de orgullo y poder, aunque este poder pueda
ser “prestado” en tanto y en cuanto la mujer cumpla con una serie de expectativas y
requisitos de la ideología hegemónica de la familia y la domesticidad.
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En el área de violencia doméstica varias investigaciones han estudiado la forma
en que las mujeres enfrentan y resisten la violencia en sus vidas íntimas.
Estas
investigaciones (Bowker, 1983; Walker, 1984; Finn, 1985; Kelly, 1988; Hoff, 1990; Silva
Bonilla y otros, 1990; Dutton, 1992; Valle, 1998; OPS, 1998; Ellsberg, 2001) han
encontrado que las mujeres responden a la violencia utilizando diversas estrategias de
enfrentamiento y resistencia.
La diferencia entre los estudios estriba
en la
interpretación que se hace de los hallazgos. Por ejemplo, Finn (1985) y Walker (1984)
categorizan las estrategias utilizadas por las mujeres como pasivas o activas otorgando
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un valor negativo a las estrategias “pasivas”, de “sobrevivencia” o “autodestructivas”
versus las estrategias “activas”, de “escape” o de “enfrentar” al agresor. En estos
estudios se pasa juicio sobre lo que constituye un buen o mal enfrentamiento sin
reconocer los esfuerzos de las mujeres para manejar sus emociones, su entorno y los
frutos que en su contexto particular puedan rendir para frenar, prevenir o escapar de la
violencia.
En contraste Bowker (1983), Kelly (1988) y Hoff (1990) proveen evidencia del
uso de estrategias de enfrentamiento tanto para prevenir la violencia, lidiar con la
relación violenta (y el agresor) como para salir de esta. Bowker (1983) categorizó las
estrategias de las mujeres para enfrentar el maltrato en tres categorías: 1) estrategias
personales que incluyen hablar, prometer, amenazar, esconderse, defensa pasiva,
defensa agresiva y evasión; 2) uso de recursos informales tales como familiares y
vecinos y; 3) uso de recursos formales incluyendo la policía, servicios sociales,
albergues y el sistema judicial.
Por otro lado Kelly (1988) clasificó las respuestas de las mujeres en dos
patrones: rehusaron ser silenciadas o controladas por el agresor o; trataron de evadir el
conflicto, no retar al agresor y aceptar sus exigencias para evitar la violencia. Estos
patrones no fueron consistentes a través de la duración de las relaciones y la mayor
parte de las mujeres usaban una combinación de ambas en su camino para prevenir la
violencia o salir de ella.
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Al igual que Lagarde (1999) y Robinson y Ward (1991), Hoff (1990), Bowker
(1983) y Kelly (1988) reconocen y validan las estrategias de enfrentamiento y
resistencia que usan las mujeres ante el dominio, opresión y violencia en sus vidas y a
pesar de que no se refieren directamente a la resistencia política y a la transgresión
como lo hacen Lagarde (1999) y Robinson y Ward (1991), estas tres investigadoras
parten de teorías feministas que en su práctica política buscan formas y maneras de
como cambiar y transformar las estructuras sociales, políticas y económicas que
perpetúan la violencia contra las mujeres.
En Puerto Rico, Valle (1998) encontró que las mujeres participantes en su
estudio sobre estrategias de enfrentamiento llevaron a cabo esfuerzos centrados en
regular las emociones ante la situación de violencia así como para cambiar, alterar o
resolver la misma. Estos dos tipos de enfrentamiento se utilizaron para protegerse,
defenderse, evadir, escapar, confrontar, agredir, planificar y resolver los incidentes de
abuso psicológico, físico y sexual de los cuales fueron objeto.
Otro aspecto sobresaliente de los hallazgos de este estudio fue que las
experiencias de maltrato en su niñez no resultaron en la pasividad o indefensión de la
mayor parte de las mujeres al enfrentar el maltrato contra ellas en su relación de
pareja. Muchas de las mujeres participantes del estudio recordaron y revisitaron sus
experiencias de maltrato en sus familias de origen. Pero con estos recuerdos de abuso
también afloraron recuerdos de resistencia. En el pasado enfrentaron y se protegieron
de sus padres contra el abuso contra ellas y sus madres, recordaron sus promesas de
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que “esto jamás me va a volver a suceder” o “nunca permitiré que esto le pase a mis
hijos”.
Estos compromisos y promesas hechas a sí mismas en el pasado se
proyectaron al futuro y llegaron al presente de algunas de estas mujeres para
confrontarlas con sus circunstancias. En su pasado como niñas enfrentaron y
resistieron el abuso, en su adultez no podían hacer menos; en su pasado enfrentaron,
resistieron y se protegieron a sí mismas y a sus madres, en su presente se protegen,
resisten, enfrentan y tratan de transformar sus vidas y las de sus hijos/as.
En otras palabras, las mujeres siempre hemos resistido la opresión utilizando
diversas formas y maneras, ya sea enfrentándonos directamente, evadiendo, haciendo
alianzas y a veces manipulando la situación con las herramientas que tenemos a la
mano en un momento dado. Muchas veces las estrategias de enfrentamiento que
utilizamos las mujeres no son validadas en las estructuras patriarcales, por ejemplo la
acción de un hombre que se retira, evade o se esconde en una situación de guerra,
muchas veces se le identifica como estratégico, pero la retirada de una mujer casi
siempre es interpretada como cobardía, sumisión o falta de valor y en el peor de los
casos como pasividad, o “no hacer nada”.
Cuantos hombres (y también mujeres) no conocemos que se quedan 30 años en
un trabajo, detestándolo, sin tomar la decisión de irse o dejarlo, en algunas ocasiones
reconociendo que están siendo explotados. ¿Por qué no se van?, porqué es
complicado, es un riesgo, tal vez no consigan otro trabajo o consigan uno peor, porque
tienen responsabilidades económicas, porque están acostumbrados, porque es mejor
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malo conocido que bueno por conocer, porque tienen temor, etc., pero pocas veces se
le dice a este hombre que es masoquista, pasivo o cobarde. Sin embargo, en el caso
de la violencia doméstica se juzga a las mujeres y se les etiqueta ya sea como
masoquistas
o
víctimas
indefensas,
reproduciendo
prejuicios
y
estereotipos
socialmente construidos.
En el caso específico de la violencia doméstica contra las mujeres cuando las
personas se preguntan ¿por qué no se va? ¿por qué no deja al agresor? ¿será porque
le gusta o porque es una cobarde? Estas personas no se plantean la lucha interna
contra las estructuras de opresión internalizadas y las luchas externas contra el
agresor, la familia, la cultura y las instituciones, que las mujeres sobrevivientes de
violencia libran día a día en la cotidianidad de sus vidas.
Es en la cotidianidad que las mujeres luchan contra la ideología hegemónica
sobre la familia, internalizada a través de los procesos culturales y de socialización, a la
vez que libran sus luchas contra el poder del agresor, su familia y las instituciones
sociales que la definen no sólo como mujer, madre y esposa, sino también como
víctima de violencia. Las mujeres resisten, cuestionan y se oponen al poder ejercido
por su pareja, a la ideología internalizada y a los mandatos de la cultura.
Algunas mujeres participantes en el estudio de Valle (1996) sobre estrategias de
enfrentamiento ante la violencia doméstica expresaron por un lado que parecían
aceptar los dictámenes de la cultura patriarcal y el poder del agresor y por otro lado que
lo cuestionaban:
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“Es así, como que yo quiero ser buena, quiero complacer y ayudar a todo el
mundo, pero cuando llego a mi casa me siento triste y me pregunto ¿Quién me
va a dar algo a mi...? ¿En quién puedo apoyarme? ¿Quién me ofrecerá su
hombro para llorar?”
“Es como cuando tienes un par de zapatos que te molesta, y te sale un callo y
después de un tiempo ya no te duele, pero cuando encuentras alternativas las
analizas...”
“Por que fui enseñada que las mujeres deben tolerar, sufrir y aceptar... y ¿el
hombre qué?... pues feliz todo el tiempo... y yo siempre digo que no.”
Muchas veces la resistencia al poder que ejercen las mujeres, la oposición a las
relaciones de poder ejercidas por las mujeres sobrevivientes de violencia en las
relaciones de intimidad y de familia no son reconocidas como tal. Por ejemplo, mujeres
sobrevivientes de violencia son vistas frecuentemente como masoquistas, frígidas,
provocadoras (Gayford, 1977; Gelles, 1976; Roberts, 1996) o como indefensas,
desvalidas o sufriendo del "síndrome de mujer maltratada" (Walker, 1979, 1984),
argumento que se utiliza para explicar porque las mujeres se convierten en víctimas de
violencia, o porque no radican querellas en contra del agresor o porque las retiran, o
porque no "protegen" o abandonan a sus hijos e hijas. Como muchos acercamientos
de orden individual o psicológico al problema, estas posturas identifican las raíces
primarias de la victimización en la víctima, sin tomar en consideración el contexto
social. Si bien estas teorías - indefensión aprendida, síndrome de la mujer maltratada,
ciclo de violencia - desarrolladas por Walker han sido importantes por haber logrado la
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aceptación en los tribunales y el aparato judicial de testimonios relativos al maltrato
contra las mujeres no es menos cierto que en ocasiones se han utilizado en contra de
las mujeres porque estas no responden al estereotipo de pasividad o indefensión
descrito por el síndrome (y muchas veces interpretado incorrectamente por
profesionales de ayuda y funcionarios y funcionarias del tribunal) y entonces se deduce
que si la mujer no es completamente pasiva e indefensa no es víctima de violencia.
Por otro lado, en el area de la intervención con mujeres sobrevivientes de
violencia muchos profesionales de la conducta juzgan a las mujeres incompetentes
para proteger o cuidar a sus hijos e hijas porque sufren del síndrome de la mujer
maltratada y en ocasiones toman decisiones de remover a los niños de su hogar como
resultado del uso de este "diagnóstico" que ellos y ellas entienden atribuye a las
mujeres una indefensión o incompetencia total para lidiar con sus hijos. Una vez más
se presume una patología individual sin tomar en consideración los factores
contextuales, los esfuerzos y estrategias que las mujeres han utilizado ante situaciones
de violencia doméstica, así como las respuestas de las instituciones jurídicas, la familia
y la cultura.
Pero de acuerdo a Foucault (1981) donde quiera que hay poder hay resistencia
o sea que la resistencia esta presente donde quiera que se ejerza el poder. El poder
incita, induce, seduce, puede hacer las cosas más fáciles o más difíciles, en su forma
extrema puede restringir y prohibir (Foucault, 1981); en los casos extremos de violencia
doméstica el hombre puede llegar hasta matar a la mujer en el ejercicio absoluto de su
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poder sobre ella. Al asesinarla termina la relación de poder, ya no puede haber
confrontación o resistencia de parte de la mujer y en algunas ocasiones el hombre se
suicida, tal vez como reacción a la pérdida de poder, a la pérdida de la relación de
poder (a la pérdida del objeto y sujeto de su poder).
Las mujeres en situaciones de violencia doméstica se oponen y resisten a la
violencia y el poder de formas diversas, criticando al marido o compañero, directamente
o con familiares y amistades; aparentando aceptación de sus ideas o mandatos;
enseñándole a sus hijos e hijas de que su padre está enfermo o loco; evadiendo;
confrontando; planificando, fantaseando.
Además es importante señalar que las mujeres sobrevivientes
de violencia
viven en una relación de desigualdad de poder, pero que no necesariamente la
violencia define la totalidad de sus vidas. Las mujeres sobrevivientes de violencia
tienen vidas muy complejas donde simultáneamente pueden ser madres, esposas,
compañeras, jefas, subalternas, ricas, pobres, ejecutivas, amas de casa, profesionales.
Por ejemplo en las relaciones con sus subalternos/as o con sus hijos / as pueden ser
ellas las que ostenten el poder o en relaciones con sus pares pueden criticar libremente
las acciones del agresor en su intimidad. También es cierto que muchas mujeres
sobrevivientes de violencia doméstica minimizan u ocultan la violencia que ocurre en su
vida íntima y en sus hogares por el temor a ser estigmatizadas, juzgadas y a veces
culpadas por esta violencia.
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En conclusión, la relación entre poder y resistencia en las situaciones de
violencia doméstica es muy compleja y tenemos que recuperar y revalorizar las
experiencias de las mujeres en su vida cotidiana así como su resistencia y transgresión
a los dictámenes culturales.
Como afirman Valle (1998), Lagarde (1999) y Robinson y Ward (1991) la
resistencia y la transgresión a los discursos o mandatos culturales se dan de diversas
formas tanto en lo colectivo como en lo individual al interior de los procesos cognitivos y
emocionales de las mujeres. Sugerimos que las mujeres sobrevivientes de violencia, al
igual que todas las mujeres cuestionan, resisten y transgreden los mandatos culturales
internalizados así como los ejecutados a través de las instituciones sociales como la
familia y el Estado al igual que al poder individual del agresor.
De nuestro análisis de la resistencia de las mujeres a la violencia doméstica se
desprende la necesidad de continuar examinando con mayor detenimiento las diversas
formas de resistir y transgredir; el proceso a través del cual ocurre la resistencia, sus
rupturas y continuidades; las herramientas que utilizan las mujeres – físicas,
psicológicas, sociales – para resistir y transgredir y las estrategias de empoderamiento
para apoyar y validar esas herramientas en el camino hacia la transformación individual
y colectiva.
Implicaciones para la formulación y administración de políticas sociales.
En años recientes, la política social y particularmente
la intervención con
mujeres sobrevivientes de violencia doméstica se ha movido de la perspectiva de
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género de los primeros grupos feministas a una perspectiva de corte “profesional” y
terapéutica que se centra en la familia como una unidad y en los niños de las “mujeres
maltratadas”, y no en las necesidades y derechos de las mujeres y sus hijos e hijas en
el contexto de esa estructura opresiva en la que viven.
Al tiempo que muchos
albergues para mujeres víctimas/sobrevivientes de maltrato, que originalmente fueron
desarrollados por organizaciones feministas de base, se han institucionalizado y
pasado a administración de profesionales de ayuda, su propósito ha cambiado a una
de trabajo de orientación hacia los niños/as y la familia, convirtiendo una vez más en
silentes e invisibles las voces y experiencias de las mujeres. Como señalaron Gibson y
Gutiérrez (1991), aquellos programas enfocados originalmente en proveer servicios a
mujeres maltratadas “entendieron rápidamente” la necesidad de desarrollar programas
para los niños y niñas. Debido a que muchos de estos programas son administrados
con una visión de servicios de protección a los niños y a la familia como una unidad, no
es sorprendente que algunas investigadoras (Gibson y Gutiérrez, 1991) hayan
identificado como limitaciones de estos programas el hecho de que las mujeres hayan
concentrado mucha de su atención “en la búsqueda de apoyo y consejería para ellas
mismas y en búsqueda de una vida independiente”. Estas autoras reconocen que el
foco de las mujeres está en “sus necesidades reales y concretas”, por lo que
recomiendan que los profesionales usen este foco para desarrollar relaciones de
confianza y apoyo con las mujeres. Gibson y Gutiérrez (1991:561) van más allá al
recomendar a los profesionales que “el deseo de proveer servicios concretos y ser su
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portavoz en las agencias comunitarias puede ser una forma de entrada para
posteriormente trabajar con problemas emocionales”.
Podríamos interpretar que la
recomendación de éstos investigadores/as es hacerles creer a las mujeres que vamos
a trabajar con ellas cuando la verdadera intención es trabajar con sus “problemas”.
Las ideologías conservadoras y liberales en cuanto a la familia y el ámbito
doméstico, que centran la idea de mantener y perpetuar una familia violenta y el status
quo, permean la implantación de la política social así como la intervención con mujeres
sobrevivientes de violencia en Puerto Rico. El trabajo social y las demás profesiones
de la conducta vinculadas al problema funcionan dentro de un contexto sociocultural y
político que toma como algo natural el núcleo familiar heterosexual. Por otro lado, la
implementación de las políticas sociales están centradas en las “víctimas” en su
carácter individual (mujeres y niños/as) y en la pregunta de por qué son tan violentas
las familias, lo que menoscaba la perspectiva de género en la violencia contra las
mujeres. Las muy llamadas políticas liberales colocan a la familia violenta a la cabeza
de las instituciones sociales que hay que preservar (Romany, 1994). La organización
social de la familia que toma un giro de violencia (Gelles & Connell, 1990) y la mujer
disfuncional e indefensa, con sus hijos/as indefensos, deprimidos, ansiosos y agresivos
(Gibson & Gutiérrez, 1991) se encuentran en el centro de la polémica y en urgente
necesidad de ser “rehabilitadas” y “tratadas”. Los discursos institucionales, de trabajo
social y de otras profesiones de la conducta privilegian el carácter disfuncional y
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patológico por encima de las dimensiones socioculturales, políticas y de género en
casos de violencia contra mujeres en relaciones de pareja.
Por ejemplo, mujeres sobrevivientes de violencia son vistas frecuentemente
como indefensas, sufriendo de una conducta de indefensión aprendida, así como
también víctimas del “síndrome de mujer maltratada” (Walker, 1979, 1984), argumento
que se utiliza para explicar por qué muchas mujeres no abandonan a sus compañeros
maltratantes, a pesar de que muchos de los que apoyan esta tesis piensan que ayuda
a explicar por qué las mujeres se convierten en víctimas de violencia (Dobash &
Dobash, 1999). Como en muchos acercamientos de orden exclusivamente individual o
sicológico al problema, esta postura identifica las raíces primarias de la victimización en
la víctima y no así en el agresor, la relación de poder o en la estructura social. Dobash
y Dobash (1992) argumentan que “no está claro de estas experiencias si una
proporción mayor o menor de mujeres víctimas de abuso por parte de sus compañeros
sufren de una desvalidez aprendida”. La mayor parte de esta literatura implica o
establece de manera explícita que “todas las mujeres maltratadas, posiblemente todas
las mujeres, sufren de esa condición de desvalidez aprendida” sin tomar en cuenta la
diversidad de mujeres con sus diferentes y variadas experiencias así como sus
diferentes estrategias para enfrentar el maltrato. Sin embargo, como se estableció
anteriormente las investigaciones sobre las reacciones y respuestas de mujeres que
resisten, enfrentan y se oponen al abuso, revelan que, por el contrario, ellas no
permanecen pasivas o desvalidas y buscan ayuda dentro de una amplia gama de
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fuentes de apoyo formales e informales, al mismo tiempo que tratan de “salvar”,
cambiar o terminar su relación de pareja y transformar sus espacios de vida.
“La vida de violencia que encaran muchas mujeres, sus historias de
sobrevivencia y resistencia”, asevera Romany (1994:296) se filtran a través de una
óptica de categorizaciones hechas por expertos – una consecuencia lógica en una
sociedad subdividida por el conocimiento de expertos que da preminencia a lo
científico, lo objetivo y a formas mayormente masculinas de entender el conocimiento
(Harding, 1986; Smith, 1900; Séller, 1985)”. Más aún, la política social, programas y
servicios relacionados al problema de violencia contra las mujeres continúan intentando
solucionar problemas sociales y estructurales recurriendo mayormente a la consejería
individual enmarcada en una epistemología positivista, en un modelo médico o
psicopatológico y a soluciones de orientación terapéutica enfocada en déficit y no
necesariamente en fortalezas o empoderamiento.
Ciertamente tanto en Puerto Rico como en los Estados Unidos, la atención en
muchas de las organizaciones ha cambiado de las mujeres a los niños y de su
portavocia y trabajo comunitario a un trabajo de orientación sicológica tradicional. Las
experiencias de las mujeres con la violencia por género, así como sus consecuencias,
nuevamente se hacen invisibles o se esconden detrás de la ola de violencia que
sacude la unidad familiar (Romany, 1994). Reestructurar el “sistema familia”, construir
nuevas maneras de interactuar y comunicarse, y mirar a las carencias emocionales y
sicológicas de las mujeres y de los niños/as han tomado el lugar de usar una
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perspectiva de género con una visión de transformación individual y colectiva de las
mujeres en la sociedad. La necesidad de confrontar la violencia estructural, la pobreza,
el sexismo, el racismo y otras inequidades persistentes nuevamente ha desaparecido
como el asunto central en la prestación de muchos servicios, programas y políticas
sociales.
Sin querer simplificar las complejidades en las maneras que tienen las mujeres
de resistir y enfrentar el abuso, es necesario tener una visión de las mujeres
enfrentándose a su situación de violencia; apreciando el daño, la amenaza y el control
sobre su situación inmediata y sacando fuerzas de su historia pasada, sus recursos
presentes y evaluando las amenazas de su entorno.
Esta mirada a las mujeres
enfrentando y resistiendo el abuso hace imperativo la formulación de políticas sociales
y servicios que tomen en
consideración la diversidad de las experiencias de las
mujeres, sus apreciaciones, necesidades concretas y derechos en la búsqueda por
transformarse ellas mismas, sus familias y su contexto sociocultural.
Las políticas sociales y los servicios deben validar y facilitar las estrategias de
enfrentamiento y resistencia que desarrollan las mujeres frente al abuso, en lugar de
silenciar y borrar sus experiencias contextuales. ¿Pueden las políticas sociales, los
programas de servicio y apoyo a mujeres sobrevivientes de maltrato echar a un lado
esa visión de víctima con múltiples carencias para comprender la complejidad y
diversidad de las mujeres así como sus estrategias para enfrentar, resistir y sobrevivir
ante una sociedad opresiva, desigual, sexista y violenta?
El trabajo social y las
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profesiones de ayuda enfrentan el desafío de colaborar con académicas feministas,
investigadores/as y activistas así como con las mujeres participantes de estos servicios
para desarrollar, examinar y proveer el análisis de la legislación y política social que
afecta a las mujeres, tales como paga igual y beneficios marginales, vivienda, acceso a
servicios de salud, cuido de sus hijos/as, matrimonio, divorcio, custodia, ayudas
gubernamentales, empleo y oportunidades de capacitación educativa y laboral.
Es importante que no juzguemos a las mujeres sobrevivientes de violencia
doméstica, silenciemos sus voces y que no reconozcamos las luchas internas y
externas que llevan a cabo en su camino hacia la transformación. Sí podemos y
debemos validarlas y apoyarlas en sus acciones de resistencia al poder y al abuso.
¿Qué están muchas veces en riesgo de que las maten?, es cierto, pero nadie mejor
que ellas conocen esos riesgos y si en algunas ocasiones debemos protegerlas no es
menos cierto que en la mayor parte de los casos es nuestra responsabilidad
acompañarlas y apoyarlas en su camino mientras ellas enfrentan el abuso, examinan
sus opciones y toman sus decisiones, y juntas construir una sociedad justa y
democrática, en la cual la desigualdad de poder, la opresión y la violencia no estén en
la base de las relaciones humanas.
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