Monteagudo La pasión revolucionaria

Transcripción

Monteagudo La pasión revolucionaria
"MONTEAGUDO"
Obra completa
Capítulo 1
Capítulo 13
Capitulo 2
Capitulo 14
Capítulo 3
Capítulo 15
Capítulo 4
Capítulo 16
Capítulo 5
Capítulo 17
Capítulo 6
Capítulo 18
Capítulo 7
Capítulo 19
Capitulo 8
Capítulo 9
Bibliografía
Capítulo 10
Capítulo 11
Anexo documental
Capítulo 12
Monteagudo
La pasión revolucionaria
Es noche estrellada en Lima. De la Casa de Gobierno sale alguien y se
dirige con paso vivo hacia donde lo espera su amante, Juana Salguero.|
-Cuídate, Bernardo, son muchos los que le odian y desean tu muerte- le
había dicho ella, afligida.
Es un hombre esbelto, de porte atlético, casi alto, de perfil clásico, tez algo
oscura y mirada incendiada. Su éxito con las mujeres es fama extendida por
toda América.
También su talante de político y escritor.
Uno de sus biógrafos, De Vedia y Mitre, así lo describía: "Cualquiera que
analice su personalidad hallará que está fuera de cuestión, aun para sus
detractores: 1°) su inteligencia superior; 2°) su capacidad intelectual; 3°) su
excepcional cultura para el medio y para la época; 4°) su lealtad a la causa
revolucionaria; 5°) que habiendo sido puesto en prisión innumerables veces
desde la iniciación revolucionaria, jamás lo fue por causas delictivas".
Su vestimenta era, coma siempre, muy elegante: chaqueta de terciopelo,
prendedor dé zafiro y diamantes sobre su corbatín de seda, zapatos
charolados, capa negra que bailaba airosamente en cada uno de sus pasos
por la calle de Belén.
De pronto, hasta entonces invisibles por la oscuridad que no horadaba la luz
de gas, surgieron dos sombras que se le echaron encima. Uno de los
asaltantes, de indisimulable aspecto indígena, lo sujetó por los brazos
mientras el otro, un negro inmenso de labios gruesos y ojos amarillentos,
apoyándole su mano izquierda sobre la boca le asestó con la otra una terrible
puñalada partiéndole el corazón.
-Vaya por las que ha hecho -se escuchó.
Los asesinos huyen apresuradamente, casi sin hacer ruido sobre el empedrado
brillante de humedad nocturna. Monteagudo, que pocas semanas antes había
cumplido sus treinta y cinco años, se derrumba lentamente deslizándose
contra la pared que chirría rasguñada por el acero del puñal que le sobresale de
la espalda. Extrañamente silencioso, sin gritar de dolor ni de auxilio, se
desangra inconteniblemente hasta la muerte.
Capítulo Uno
Bernardo Monteagudo nació en Tucumán en 1789: Su padre fue el capitán
de milicias Miguel Monteagudo, y su madre, Catalina Cáceres. En su
matrimonio tuvieron once hijos, de los cuales Bernardo fue el único
sobreviviente.
Alguna confusión se produjo en sus historiadores debido a que la segunda
esposa de su padre, Manuela María Aznada, en su testamento declaró que
Bernardo era el único hijo de su matrimonio con Miguel. Sin embargo,
éste, en sus dos testa-mentos de 1819 y 1825, aclara que Bernardo fue hijo
de su primer matrimonio, en tanto que con su segunda esposa "no tuvieron
ni procrearon hijos algunos".
Miguel Monteagudo había nacido en Cuenca, España, y fue uno de los
tantos peninsulares que decidió probar suerte en América. Allí se incorporó
á la milicia y formó parte de la expedición del virrey Cevallos para
reconquistar la Colonia del Sacramento. Sin mayor fortuna, y en busca de
ella, se desplaza a Tucumán, donde nace Bernardo, y continúa su periplo
hasta llegar a Jujuy donde desempeñará un modesto cargo de alcalde.
Catalina Cáceres era esposa y madre dedicada, de origen humilde, con
alguna pincelada aymará en su piel que, de todas maneras parecía no
justificar la cabellera renegrida y los ojos encendidos como carbón de su
hijo Bernardo, lo que daba pie a murmuraciones que sugerían que el único
hijo vivo de su matrimonio había sido por obra de algún cholo vigoroso con
espermatozoides más aguerridos que los de su marido español.
El apodo de "mulato" persiguió a Bernardo Monteagudo durante toda su
vida y volvería a leerlo o a escucharlo cada vez que alguien pretendía
denigrarlo. Hasta su enconado enemigo, Juan Martín de Pueyrredón,
echaría mano a ese argumento racista para cuestionar su representatividad
en la Asamblea del Año XIII, provocando la réplica airada: "Tiempo ha que
sufría en el silencio de mi corazón la infamia con que usted se propuso
cubrir mi nombre (...) alegando por pretexto anécdotas ridículas en orden a
la calidad de mis padres y aun suponiendo haber visto instrumentos
públicos en Charcas, relativos al origen de mi madre".
Durante su temprana infancia, Monteagudo se crió en una extremada
pobreza lo cual no impidió que sus padres, muy -proclives a una educación
culta, hicieran todo lo posible por iniciarlo en las letras. Por entonces era
frecuente que recorrieran la campiña ciertos maestros ambulantes que por
algunas monedas, iniciaban en la lectura de la cartilla y del catecismo a los
niños que así lo solicitaban, descargando palmetazos ante olvidos ó
irreverencias. El pequeño Bernardo siempre demostró, un acentuado anhelo
por aprender, ayudado por una inteligencia precozmente despierta.
La muerte de su madre, cuando el niño había llegado apenas a los trece
años, fue trágica no sólo por la pérdida de alguien a quien Bernardo amaba
entrañablemente y de quien recibía generosos cuidados, sino también
porque la relación con la nueva pareja de su padre se hizo difícil y tensa.
Decidió entonces partir hacia Chuquisaca, a ponerse bajo la tutela de un
pariente lejano, el cura Troncoso, alentado por un padre convencido de los
talentos de ese hijo que se mostraba más sagaz y más letrado que los
demás niños, aun de aquellos cuya posición económica les hacía correr
con ventaja. .
Chuquisaca, también llamada La Plata o Charcas (hoy Sucre), siempre fue
la ciudad soñada por Bernardo. De allí bajaban las chirriantes caravanas
que transportaban telas y enseres para las familias ricas de Tucumán,
Córdoba y Buenos Aires, y que traían también leyendas de aquellas
ubérrimas minas en que la plata se extendía sobre el suelo, infinita, como si
Dios allí hubiese tropezado derramando el color de la Luna.
Era una de las ciudades más importantes del Virreinato del Río de La Plata.
Su proximidad a la riquísima ciudad de Potosí la ubicó en el paso del
comercio colonial, siendo ésta una de las razones por las que había sido
elegida como sede de una de las primeras universidades de la colonia, la de
San Francisco Xavier.
La Universidad de Córdoba era aún más antigua, pero es ella no se dictaban
leyes ni filosofías, que eran las escuelas preferidas de los jóvenes
ambiciosos y progresistas de la época.
Influida por el jesuitismo más allá de su expulsión de tierras americanas, en
sus aulas campearon las ideas de los neoescolásticos hispánicos, como
Mariana, Vittoria, y otros, quienes, a pesar de la censura absoluta,
expandían ideales de justicia y de autodeterminación.
Ello abrió el camino para la vigorosa germinación de los postulados que
impusiera el republicanismo en Francia: Montesquieu, Diderot, Rousseau.
Capítulo Dos
La prisión del Rey Fernando VII de España provocó graves convulsiones
en las colonias hispánicas, que buscaron formas de resolver la acefalía
producida por el avance napoleónico.
Entre ellas, la de coronar en el Virreinato del Río de La Plata a la regenta
de Portugal, exiliada con toda su corte en el Brasil, la princesa Carlota,
hermana del rey de España.
Tal idea fue promovida en Buenos Aires por muchos de los protagonistas
de la revuelta de Mayo, entre ellos Paso, Puey-rredón, Rodríguez Peña,
Vieytes, Castelli. Hasta el mismo Manuel Belgrano, quien en sus Memorias
confiesa: "Como los americanos continuasen prestando obediencia injusta a
hombres -que por ningún título debían mandarnos, traté de buscar los
auspicios de la Infanta Carlota, y de formar un partido a su favor,
exponiéndome a los tiros de los déspotas que se lavan con el mayor anhelo
para no perder sus mandos, y para con-servar la América dependiente de la
España aunque Napoleón la dominase".
Esta iniciativa fue, sin embargo, mal recibida por los patriotas
-chuquisaqueños. Desde 1797 era gobernador intendente de la Audiencia
don Ramón de García Pizarro, descendiente del conquistador del Perú,
quien desempeñaba sus funciones en ostensible conflicto con los demás
oidores.
El Arzobispo Benito Moxos, persona respetada aun por quienes con él
discrepan, sostiene una conflictiva relación de envidias y resquemores con
los demás integrantes del Cabildo eclesiástico.
La manzana de la discordia fue el reconocimiento o el no reconocimiento
de la Junta Suprema de Sevilla que había asumido el poder en sustitución
del Rey Fernando VII por propia determinación. La Audiencia se negó a
hacerlo, en oposición a su presidente, García Pizarro, en tanto el Cabildo
eclesiástico reconoció a la junta, a regañadientes, y por presión de su
ca-beza, el arzobispo Moxos.
Los estudiantes y los jóvenes doctores aprovecharon la oportunidad para lanzar la
acusación de que todo era una ma-niobra para preparar subrepticiamente el campo
para el reco-nocimiento de la princesa Carlota, lo que calificaron de traición.
El tema de la princesa portuguesa no era una fantasía, co-mo lo demuestra
la comunicación del 3 de marzo de 1808 re-mitida por el Regente de
Portugal en Río de Janeiro al Cabil-do de Buenos Aires, por la que ofrece
poner bajo su real protección al pueblo de Buenos Aires "y a todo el
Virreinato" guardando sus fueros y derechos, no aumentando los
impues-tos, garantizando la libertad de comercio con sus aliados y
"ol-vidando lo pasado".
Esto último iba por las invasiones inglesas repelidas en el Río de la Plata y
es exteriorización palpable de la influencia del embajador inglés, Lord
Strangford, de tanta importancia en un prolongado y decisivo período de
nuestra independencia. La comunicación cambia luego de tono: "Al mismo
tiempo Su Alteza Real ha ordenado al infrascripto declarar francamente a
V.E. que en caso de que estas proposiciones, que solo se pre-sentan a V.E.
con el objeto de impedir la innecesaria fusión de sangre, no fuesen
aceptadas, Su Alteza Real se considerará en la necesidad de hacer causa
común con su poderoso aliado contra ese pueblo, y de disponer de todos los
inmensos recur-sos que la provincia ha puesto a su disposición y cuyo
resulta-do no podrá ser dudoso por más triste que pueda ser para Su Alteza
Real el presenciarlo, y el pensar que naciones unidas por los vínculos de la
misma religión, por hábitos y costumbres semejantes, y por un idioma casi
idéntico, se vean envueltas en una guerra, sacrificando sus más caros
intereses".
La torpeza de esta amenaza fue evidente, ya que a pesar de que la idea,
como ya lo hemos señalado, tenía importantes apoyos, provocó una
encendida y patriótica reacción en el Ca-bildo de Buenos Aires, que
respondió el 20 de Abril: "Quiera V.E. creer, poniéndolo en conocimiento
de S.A.R., que el ca-bildo de Buenos Aires jamás olvidará semejante
afrenta, y so-bre todo, puede estar segura V.E., que si estas seductoras
ofer-tas no pueden conmover la fidelidad de los pueblos de Sudamérica,
mucho menos son adecuadas para ellos las ame-nazas, acostumbrados
como están a arrostrar todos los peligros y a hacer toda clase de sacrificios
en deferencia de los sagrados derechos del más justo, más piadoso y más
benigno de los mo-narcas".
Esta misma actitud fue, la que adoptaron desde un princi-pio los estudiantes
y jóvenes doctores de Chuquisaca: lealtad al prisionero Rey de España,
aunque la mayoría de ellos con fina hipocresía, reivindicando "mientras
tanto" el derecho a la au-todeterminación de las colonias. Sabían que de esa
manera acentuarían las divergencias en el seno de las instituciones
co-loniales. Fue así que apoyaron a los oidores en su revuelta con-tra
García Pizarro enarbolando una declamada lealtad a Fer-nando VII que les
servía para subvertir el orden.
Tales circunstancias preparaban la entrada en escena del brigadier del
ejército realista, José Goyeneche, nacido en Are-quipa y por lo tanto
americano. Se desempeñaba en España con el grado de capitán de Altas
Milicias cuando se produjo la invasión napoleónica. Entabló entonces
oportunistas relaciones con el invasor y logró credenciales para ocuparse en
América de hacer reconocer al usurpador Rey José I, hermano de
Na-poleón. Sin embargo, alertado de la negativa evolución de los
acontecimientos para las tropas francesas, se dirigió hacia Sevi-lla y,
presentándose ante la junta, ofreció sus servicios, obte-niendo el grado de
brigadier para desempeñarse en tierras americanas.
El deán Funes escribía, sobre esté personaje en su Ensayo de la historia
civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, publicado en 1817: "En
Madrid fue colaboracionista; en Sevilla, fernan-dista; en Montevideo,
aristócrata; en Buenos Aires, puro realis-ta; en el Perú, tirano".
Fue Goyeñeche quien comprendió que las sublevaciones de La Paz y de
Chuquisaca debían ser rápidamente abortadas an-tes de que el reguero de
pólvora se extendiese, y para ello se dirigió hacia esas ciudades al mando
de un poderoso ejército, como casi siempre sucedería, muy superior en
número y ar-mamento a los rebeldes patriotas.
Capítulo Tres
Bernardo Monteagudo, había recibido sus grados el año an-terior a la
sublevación y su padrino de tesis había sido el influ-yente oidor Ussoz y
Mosi, quien también fue su protector y apañador. A instancias suyas, la
Audiencia designa a su prote-gido, una vez graduado, Defensor de Pobres
en lo Civil.
Ya era entonces evidente la capacidad de Monteagudo de granjearse la
simpatía de los poderosos, en lo que llegó a la ge-nialidad, seduciéndolos
con su notable charme, con su inteli-gencia descollante y con su aspecto
más que atractivo. Pero, so-bre todo, sabía hacerse absolutamente
indispensable para quienes le interesaban, con el fin de obtener algún
objetivo sa-gazmente trazado. Ello le ganó amigos entrañables y enemigos
irreconciliables. Fue un intrigante que a su vez debió sufrir las intrigas de
los demás. Tenía objetivos claros, que para algunos de sus historiadores
siempre fueron nobles y que para otros sólo respondían a su codicia
personal, y ponía toda su capaci-dad; que era mucha, para obtenerlos fuera
como fuera, y cos-tase lo que costase.
Fue así que, con tal de obtener su doctorado, no dudó en presentar una tesis
apologética hacia la monarquía hispánica: "El Rey, asegurado su trono,
reina pacíficamente y rodeado del esplendor que recibe de la misma
divinidad, alumbra y anima su vasto Reino". También: "Ninguna idea de
sedición llega a agitar el corazón de sus vasallos: todos lo miran como a
imagen de Dios en la tierra, como fuente invisible del orden y el arte
predominante de la sociedad civil".
Así eran las tesis que la Universidad esperaba de sus inmi-nentes doctores.
Por lo tanto, así era su tesis, aunque contradi-jese sus más hondas
convicciones. Monteagudo no fue tanto voluble y oportunista, como aún
hoy se lo sigue acusando, sino absolutamente inescrupuloso en los medios a
utilizar para el logro de sus fines apasionadamente revolucionarios. Por ello
no sólo presentó tesis execrables, también encarceló, deportó y mató.
Pagando en carne propia el precio de ser encarcelado, deportado -y muerto.
-La gente murmura, debemos ser precavidos -dice Ber-nardo.
-La gente es idiota y mal pensada -responde el cura Troncoso, acariciando
la cabeza del adolescente, quien se pone de pie y se aleja unos pasos.
-Será mejor que me vaya a vivir solo.
El clérigo lo observa con amorosa tristeza, lamentando que el infundio no
fuese cierto ya que hubiera entregado su alma por tener un hijo como
Bernardo.
Rápidamente se comprendió con el movimiento libertario, que era la
tendencia predominante entre los estudiantes y jó-venes doctores de
Chuquisaca, y no le costó sobresalir nítidamente como uno de sus líderes,
como antes lo habían sido otros "abajeños"; que así se llamaba a quienes
subían desde Buenos Aires: Moreno, Castelli, Paso, Serrano, Oliden,
Anchorena.
Otra de las motivaciones habrá sido, sin duda alguna, su humilde origen y
el resentimiento en él despertado por sen-tirse en inferioridad de
condiciones ante sus compañeros de más holgada posición económica.
También es fácil adivinar que el haber tenido que soportar desde niño el
apodo de “mulato” por parte de quienes se permitían desmerecerlo haya ido
caldeando en su alma un fuerte deseo de venganza hacia quienes
importaron a las Américas un color de piel desconocido.
Tampoco es de despreciar la influencia ideológica que so-bre el
pudiesen haber ejercido el presbítero Troncoso y el Oi-dor Ussoz y
Mosi, ambos comprometidos con el movimiento revolucionario.
-Ante todo eran americanos -los recordaría- y no duda-ron en sacrificar el
bienestar que obtenían de los godos.
Aunque seguramente la base de su insubordinación estaba en los textos de
Montesquieu, Diderot, Rousseau, a los que se tenía acceso en Chuquisaca y
que circulaban clandestina pero profusamente, incendiando el alma de esos
jóvenes hastiados de la mediocridad impuesta por los colonizadores
peninsulares y que en cambio idealizaban hasta el fanatismo los vientos
li-bertarios provenientes de una Francia inflamada por ideas nuevas e
inmensamente atractivas.
Dígase en favor de Monteagudo que estos ideales de cam-bio, de justicia,
de patriotismo, no fueron un pasajero saram-pión juvenil, como fue el caso
de Tomás de Anchorena, sino que su vida fue guiada por estos principios
hasta el último de sus días.
En la Universidad de San Francisco Xavier se formaron quienes
representaron en nuestra independencia la posición más radicalizada, el
jacobinismo, los Moreno y los Castelli opuestos a las posiciones moderadas
que en un principio fue-ron sostenidas por el saavedrismo, convencidos
aquellos de que la ruptura con la península sólo era posible a través del
te-rror y de la prepotencia revolucionarias. "Cuando está en jue-go la salud
de la patria, no se debe caer en consideraciones so-bre lo justo o lo injusto,
tampoco sobre lo piadoso, ni lo cruel, ni lo laudable, ni lo ignominioso;
posponiendo todo otro res-peto, comprometerse con aquel partido que le
salve la vida y le mantenga la libertad (Maquiavelo)."
Monteagudo jamás abandonaría estos principios y es por ello que una
historia oficial pacata e hipócrita lo ha condenado a la penumbra, quizá por
su anatema contra los tibios: "Ameri-canos: ¿Cuándo os veré correr con la
tea de la LIBERTAD en la mano, a comunicar el incendio de vuestros
corazones a los fríos y lánguidos que confunden la pusilanimidad con la
pru-dencia, la frialdad con la moderación, la lentitud con la digni-dad y el
decoro, y lo que es más, el saludable entusiasmo de los verdaderos
republicanos con el delirio, la ligereza y poca ma-durez en los juicios?"
("Mártir o libre", 6 de marzo de 1812).
A Monteagudo lo distinguía también una indomable obsesión por la lectura.
Cuentan sus condiscípulos que era incansa-ble en su afán de hacerse de
libros que eran difíciles de obtener por entonces, y que para ello se ganaba
los favores de quienes poseían bibliotecas bien surtidas de los textos más
avanzados de la época y censurados en las aulas, como la de Ussoz y Mosi,
su padrino.
Su pasión por leer desembocó, inevitablemente, en otra pa-sión: la
escritura. Nadie puede robarle a Monteagudo el reco-nocimiento como la
mejor pluma de los primeros años de nuestra independencia, talento que lo
hizo insustituible para algunas de las figuras más importantes de la historia
americana de entonces: San Martín, O'Higgins y Bolívar. Su estilo
lite-rario, brillante para la época, que puede ser todavía leído con placer,
despojado en gran medida del amaneramiento y la ar-tificiosidad
inevitables por entonces, reconoce la influencia de algunos de los autores
más preponderantes de aquellos años, siendo frecuentes las citas de clásicos
europeos y filósofos de la antigüedad.
No sorprende entonces que muy precozmente, a los diecinueve años,
produjera un manifiesto que circuló profusamente entre los estudiantes y
profesores de la Universidad y que sirvió para que el autor del "Diálogo de
Atahualpa y Fernando VII" se granjeara una gran popularidad. Según todo
parece indicar; el Manifiesto influyó fuertemente en las vocaciones
libertarias que más tarde se desencadenaron. Despertaba entonces quien
luego sería un gran propagandista revolucionario y uno de los intelectuales
de mayor fuste de toda nuestra historia política.
Una muestra de la difusión que entonces tuvo el “Diálogo...” -es que han
llegado hasta nuestros días varias copias ma-nuscritas. En aquella época las
pocas imprentas disponibles en América no lo estaban, claro está, para la
edición de manifies-tos subversivos como éste.
El historiador boliviano Guillermo Francovich, quien fuera rector de la
Universidad de San Francisco Xavier, opinó: "El diálogo del Monteagudo
circuló en forma anónima convirtién-dose en un poderoso elemento de
subversión, ya que interpre-taba con una admirable acuidad, gran acopio de
doctrina y con una ardiente elocuencia la emoción política de esos
mo-mentos. El diálogo era de una audacia excepcional. Sólo una
personalidad con una ideología perfectamente definida y con una temeridad
juvenil podía haberse atrevido a escribirlo. Y esa personalidad no podía ser
otra que la de Bernardo Mon-teagudo. A pesar de no tener sino diecinueve
años. Monteagu-do, que se había dedicado en la Universidad al estudio del
de-recho y de la filosofía, era un vigoroso escritor y un ferviente
revolucionario. Fue sin duda una de las personalidades más brillantes y más
potentes que la Universidad de Chuquisaca daría a la gesta de la
Independencia Americana. Dotado de un genio ardiente y apasionado,
sediento de vida y de acción, era al mismo tiempo un intelectual y un
político".
El diálogo entre Atahualpa y Fernando VII se sitúa en los Campos Elíseos.
Hacía ya trescientos años que el Inca había muerto y se encuentra en la
eternidad con el Rey hispánico, de quien entonces, preso, pocas noticias se
tenían, y a quien, no ingenuamente, Monteagudo hace aparecer muerto.
El monarca español confiesa, entristecido, su dolor y pena ante la
convicción de que España estaba por rendirse a Francia. -En cuanto
Atahualpa lo interroga, recibe por respuesta: “Fernando soy de Borbón,
séptimo de aquél nombre, de todos los soberanos el más triste y
desgraciado".
El tema del diálogo es definido entonces por el Inca: "Tus desdichas, tierno
joven, me lastiman, tanto más cuanto por propia -experiencia sé que es
inmenso el dolor que padeces ya que yo también fui injustamente privado
de un cetro y una corona".
Aquí se demuestra la sagacidad del autor al identificar a Fernando VII con
Atahualpa, ambos monarcas destituidos y muertos por la arbitraria decisión
de un invasor. En el segundo -caso el villano era Napoleón y sus huestes,
pero en el pri-mero era la mismísima España, patria de uno de los
interlocu-tores, el Rey Fernando.
Es evidente que Monteagudo se identifica con el Inca y éste expresa los
ideales revolucionarios del autor, quien no encu-bría su intencionalidad
propagandística. Fundamenta así el derecho -legítimo de los americanos a
obtener su independencia con argumentos que por entonces eran
sumamente originales, atrevidos e inspirados: "¿No es cierto, Fernando, que
siendo la base y único firme sus tentáculos de una bien fundada sobera-nía
la libre, espontánea y deliberada voluntad de los pueblos en la cesión de
sus derechos, él que atropellando este sagrado principio consiguiese
subyugar una Nación y ascender al trono sin haber subido por este sagrado
escalón, sería antes que rey un tirano a quien las naciones darán siempre el
epíteto y renombre de usurpador? Sin duda que confesarlo debes; porque es
el poderoso comprobante de la notoria injusticia del Empe-rador de los
franceses".
Continúa: "Los más de los americanos viven reunidos en sociedad, tienen
sus soberanos a quienes obedecen con amor y cumplen con puntualidad sus
órdenes y decretos. Saben en fin que estos monarcas descienden igualmente
que tú, de infinitos reyes y que bajo de sus dominios disfrutan
perfectamente sus vasallos de una paz inalterable. Pero los estúpidos
españoles, con sus ojos empañados por el ponzoñoso licor de la ambición,
creen coronados de oro y plata o al menos depositados en el interior de
aquellas sierras interminables tesoros, como las mismas cabañas de los
rústicos e inocentes indianos les parecen repletas de preciosos metales;
quieren apoderarse de todo y conseguirlo todo: protestan arruinar aquella
desdichada gente y destruir a sus monarcas. Al momento, empiezan a llover
por todas partes la desolación, el terror y la muerte".
Acorralado, el Rey argumenta sus derechos sobre las tierras, americanas
porque el Papa Alejandro VI las había cedido a sus progenitores, y de ellos
las había heredado. Es esta la oportunidad de Monteagudo para desarrollar
una jurisprudencia al servicio de la revolución: "Venero al Papa como
cabeza universal de la Iglesia, pero no puedo menos que decir que debió
ser de una extravagancia muy consumada, cuando cedió y donó tan
francamente lo que teniendo propio dueño en ningún caso pudo ser suyo,
especialmente cuando Jesucristo, de quien han recibido los Pontífices toda
su autoridad, y a quien deben tener por modelo en todas sus operaciones,
les dicta qué no tienen potestad alguna sobre los monarcas de la tierra o
cuando menos no conviene extraerle cuando dice `mi reino no es di este
mundo', cuando a sus apóstoles les enseña y les encarga que veneren a los
reyes y paguen su tributo al César". Para reforzar sus argumentos
Atahualpa demuestra una inverosímil pero eficaz sapiencia del latín: "Me
admira que Alejandro VI hubiese cometido semejante atentado cuando San
Bernardo le dice: 'Quid falcem vestram in alienam extendis? Si apostolis
interdicitur dominatus quomodo tu tibi audés usurpare?"' y continúa la larga
cita...
Monteagudo embarca también a Atahualpa en una disertación sobre los
derechos naturales del hombre, reflejando la in fluencia de Rousseau en la
profundidad de su pensamiento político: "El espíritu de la libertad, nacido
con el hombre, libre por naturaleza, ha sido señor de sí mismo desde que
vio la luz del mundo. Sus fuerzas y derechos en cuanto a ella han sido
siempre imprescriptibles; nunca terminables o perecederos. Si obligado
siempre a vivir inmerso en sociedad ha hecho el terrible sacrificio de
renunciar al derecho de disponer de sus accio-nes y sujetarse a los
preceptos y estatutos de un monarca no ha perdido el derecho de reclamar
su primitivo estado; y mucho menos cuando el despotismo lo violente a la
coaxión u obliga-do a obedecer a una autoridad que detesta y a un Señor a
quien fundadamente aborrece, porque nunca se le oculta que si le dio
jurisdicción sobré sí, y se avino a cumplir sus leyes y a obedecer sus
preceptos ha sido precisamente bajo de la tácita y justa condición de que
aquel mirara por su felicidad. Por lo consiguiente, en el mismo instante en
que un monarca, piloto adormecido en el regazo del ocio, nada mira por el
bien de sus vasallos, faltando él a sus deberes, ha roto también los vínculos
de sujeción, y dependencia de sus pueblos. Este es el sentir de todo hombre
justo y la opinión de los verdaderos sabios".
Estas ideas, que mantendría Monteagudo a lo largo de su vida -por ello nos
hemos permitido citarlas in extenso-, fue-ron las que dieron consistencia,
meses más tarde, a la proclama revolucionaria de mayo en el Río de la
Plata. No fue casual que otro discípulo de Chuquisaca, Juan José Castelli,
Pera el gran orador del 24 de mayo y que sus argumentaciones estu-vieran
teñidas de la misma orientación que en el "Diálogo" ex-presaba
Monteagudo tiempo antes.
El desenlace del "Diálogo" es cuando el rey de España, con-vencido por los
argumentos del Inca Atahualpa, reconoce: "Si aún viviera, yo mismo lo
moviera a la libertad e independen-cia, más bien que a vivir sujetos a una
nación extranjera".
Luego, el final a toda orquesta, en un conmovedor alegato del indígena:
"Habitantes del Perú: si desnaturalizados e insensibles habéis mirado hasta
el día con semblante tranquilo y sereno la desolación e infortunio de
vuestra desgraciada patria, des-pertad ya del penoso letargo en que habéis
estado sumergidos. Desaparezca la penosa y funesta noche de la
usurpación, y amanezca luminoso y claro el día de la libertad. Quebrantad
las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos
encantos de la independencia. Vuestra causa es justa, equitativos vuestros
designios. Reuníos, pues, corred a dar ripio a la grande obra de vivir
independientes".
Un magnífico texto, literariamente valioso y políticamente No es de
extrañar que el joven Monteagudo conociera prontamente la prisión,
identificado ya por los poderosos como -un elemento de peligro.
Capítulo Cuatro
La rebelión en Chuquisaca enciende su mecha cuando dos oidores, los
hermanos José y Jaime Sudáñez, que preparaban con sus colegas de la
Audiencia una conspiración para depo-ner a García Pizarro, son hechos
prisioneros como evidencias de que éste estaba decidido a resistir; era el 25
de mayo de 1809. Al difundirse la noticia el pueblo chuquisaqueño,
indu-dablemente insurreccionado por los jóvenes revolucionarios, se echó a
la calle para exigir a García Pizarro la revisión de tal medida y también su
renuncia. Como éste aceptase lo primero, pero se negase a lo segundo, fue
detenido y en su lugar asu-mieron el gobierno los oidores con el título de
Real Audiencia Gobernadora, que fue apoyada por Juan Antonio Álvarez
Are-nales qué se había hecho cargo del mando militar como co-mandante
general.
Este hombre de armas, español de nacimiento pero sincera-mente
comprometido con', la causa americana, fue más tarde valioso colaborador
de Belgrano en el Alto Perú y de San Mar-tín en su toma de Lima.
Los sublevados de Chuquisaca tendieron sus tentáculos ha-cia La Paz;
lugar donde conspiraban desde hacía ya tiempo va-rias patriotas y que se
pronunció el 16 de junio bajo el lideraz-go de Pedro Murillo y Manuel
Jaén.
Es de gran interés conocer la proclama que desde Chuqui-saca es enviada a
La Paz y que se encuentra en el Archivo Ge-neral de la Nación: "Proclama
de la Ciudad de La Plata (como también se conocía entonces a
Chuquisaca). A los valerosos ha-bitantes de la ciudad de La Paz: Hasta aquí
hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria:
hemos visto con indiferencia por más de tres siglos, inmolada nuestra
primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usur-pador injusto, que
degradándonos de la especie humana nos ha perpetuado por salvajes, y
',mirado como a esclavos; hemos guardado un silencio bastante análogo a la
estupidez que se nos atribuye por el inculto español, sufriendo con
tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido siempre un presagio
cierto cíe su humillación y rumia. Ya es tiempo pues de sacudir yugo tan
funesto a nuestra felicidad como favorable del orgu-llo nacional del
español; ya es' tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado
en los intereses de nuestra Patria altamente deprimida por la bastarda
política de Madrid; ya es tiempo en fin de levantar el estandarte de la
libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título y
conser-vadas con la mayor injusticia y tiranía".
Este extraordinario documento, fechado el 18 de agosto de 1809, es decir
varios meses antes de la proclama del 25 de ma-yo de 1810 en el Río de la
Plata, está originado, según todas las evidencias y las investigaciones de
algunos historiadores, en la pluma del precoz Monteagudo. Su lectura
limita toda enga-ñosa especulación en torno a la lealtad a Fernando VII de
los verdaderos revolucionarios de América. Es innegable que estas palabras
apuntan en forma prístina a la ruptura definitiva de las relaciones de
sujeción entre la Metrópoli y sus colonias.
Monteagudo fue designado por la Audiencia a cargo. Del gobierno en una
misión especial que consistía en la intercep-ción del correo que venía desde
Buenos Aires y que antes de llegar a Chuquisaca pasaba por,, Potosí, a
cargo del gobernador Francisco de Paula Sánz, que aunque había expresado
su soli-daridad con el movimiento chuquisaqueño nadie dudaba acer-ca de
sus simpatías por las autoridades depuestas.
El tucumano es rápidamente asaltado por una partida que responde a Sánz y
es puesto en prisión. El argumenta, con la habilidad que lo caracterizó
siempre, que su misión era de ab-soluta lealtad con el rey de España y que
tan gravísimo error no dejaría de tener consecuencias. Quizás
impresionado, el go-bernador de Potosí, cuando se entera, ordena la
inmediata li-bertad del ardoroso revolucionario. La medida se cumple, con
demora, lo que indigna a Monteagudo y cava la fosa de Sánz; quien meses
más tarde pagará con' su vida el rencor de ese jo-ven apasionado, dispuesto
a cumplir con sus tareas revolucio-narias más allá de todas las dificultades.
Estas no tardaron en volverse a presentar ya que al llegar a Tupiza fue
también detenido y puesto en prisión, esta vez por el coronel Benito
Antonio de Goyena, con el pretexto de no haber sido notificado del cambio
de autoridades determinado por los sucesos del 25 de mayo de 1809. El
asesor de dicho co-ronel era Pedro José Agrelo, más tarde destacada figura
de nuestra independencia, pero por entonces al servicio de las au-toridades
realistas en el Alto Perú.
Evidencia de la ya vigorosa personalidad de Monteagudo es la habilidad y
coraje con que responde a Goyena y Agrelo. Así, cuando se lo interroga
acerca de si los oidores de Chuquisaca daban por sentado que el susodicho
coronel acataría o no sus órdenes, el abogado tucumano responde que la
misma noche en que su designación fue firmada, en conversación privada
con el oidor Ussoz y Mosi y con el señor fiscal Miguel López, les oyó decir
que Goyena acataría sus órdenes, a pesar de su lealtad con el gobernador
Sánz, debido a que "tiene talento y sabe que es mucho lo que puede
perder".
No se agota aquí la velada amenaza de aquel joven engrilla-do ante sus
poderosos carceleros, sino que además, como al pasar, comenta que el
encargo de apoderarse del correo era para confirmar lo ya sabido: que una
revolución similar a la de Chuquisaca y La Paz había también estallado en
el Río de la Plata y en Lima.
Esa primera experiencia le demostró dramáticamente cómo las
insurrecciones de La Paz y de Chuquisaca iban perdiendo vigor a medida
que crecían las voces dialoguistas y moderadas, partidarias de llegar
siempre a un acuerdo con el enemigo an-tes de combatirlo con vigor. Como
si fuera posible conciliar con quien sólo sabía doblegar a sus colonizados,
convencida España de que era ese su derecho divino y una obligación
na-cional.
El virrey de Lima, Abascal, ordenó al brigadier Goyeneche reprimir a los
insurrectos de La Paz, misión que cumplió con extremada crueldad,
pasando por las armas a los cabecillas Murillo, Jaén, Sagárnaga, Medina y
otros. Fue mucho lo que Monteagudo aprendió de estas jornadas, pues la
insurrección fue sofocada no sólo por la eficiencia de un ejército disciplinado, y bien armado, bajo las' expertas órdenes de un militar de carrera como
Goyeneche, sino también, y quizá principalmen-te, por la anarquía
desatada' en las filas patriotas corroídas por las celosas disputas entre sus
líderes, circunstancia que fue fo-mentada por agentes al servicio del Rey.
Como si no hubiera bastado con la natural crueldad de Go-yeneche,
también intervino la perentoria orden del Virrey, quien lo conmina a
"ejecutar a aquellos cuya muerte se había suspendido y para juzgar
militarmente a los demás"... El jefe realista, a su vez, ordena: "Después de
seis horas de su ejecu-ción se les cortarán las cabezas a Murillo y a Jaén y
se coloca-rán en sus respectivas escorpias construidas a ese fin, la prime-ra
en la entrada del' Alto Potosí y la segunda en el pueblo de Croico para que
sirvan de satisfacción a la Majestad ofendida, a la vindicta pública del reino
y de escarmiento a su memoria".
Para tener una idea del tenor de las demás penas valga co-mo ejemplo la
sentencia de don Manuel Cossio: "sedicioso al-borotador instrumento de los
principales caudillos en los fu-nestos acaecimientos de todo el tiempo de la
sublevación, le condeno a que sea pasado, por la horca, luego de que sean
ajusticiados los demás reos, cuya ejecución presenciará monta-do en un
burro de albarda" No se trataba sólo de matar sino también de denigrar,
como supremo escarmiento para que na-die volviera a intentarlo.
Luego de la represión en La Paz sobrevendría el sofoca-miento de los
amotinados en Chuquisaca. Fue el virrey Cisne-ros quien comisionó al
mariscal Vicente Nieto para que al frente de un contingente dé 1.500
hombres se dirigiera a to-rnar esa plaza, lo que se cumplió sin mayores
dificultades debi-do a la desmoralización en que se encontraban ya las filas
pa-triotas. La acción de Nieto fue considerablemente distinta a la de
Goyeneche, ya que la represión no fue tan sangrienta como la de éste sino
que se limitó á condenas de azotes y de prisión para los conjurados,
seguramente debido al respeto que impo-nía la ubicación social y talante
intelectual de los profesores y doctores de Chuquisaca. También porque
muchos alumnos pertenecían a familias patricias y ligadas al poder
virreinal.
Es cíe imaginar el ímpetu que Monteagudo y otros pusieron para evitar un
final tan desangelado de lo que fue el primer grito insurreccional en
América del Sur, pero sus entusiasmos se estrellaron contra la
pusilanimidad de quienes se apresura-ron en entrar en disculpas y
negociaciones con quienes venían a reprimirlos y así obtener alguna
posición ventajosa ante los nuevos dueños de la situación. Ni siquiera sirvió
que el valien-te Arenales hubiese informado a la Audiencia de que
contaban con el apoyo de sus tropas para oponerse al avance de Nieto, lo
que le valió ser tomado prisionero y enviado a las prisiones del Callao,
"No hay duda -escribiría el abogado tucumano tres años más tarde- que los
progresos hubieran sido rápidos si las de-más provincias hubiesen igualado
sus esfuerzos atropellando cada una por su parte. Mas sea por desgracia o
porque quizás aún no llegó la época, permanecieron neutrales Cochabamba
y Potosí, burlando la esperanza de quienes contaban con su unión."
Cabe pensar que con su encarcelamiento, Sánz evitó la mi-sión principal
del joven revolucionario: insurreccionar Potosí. No consta que Monteagudo
fuera sometido a un juicio que hubiese concluido en una casi segura
condena a muerte. Quizá porque gozaba de un alto prestigio en la población
de Chuqui-saca y también debido a que, su juventud lo exculpaba de
ma-yores responsabilidades ante los ojos de los partidarios del Rey. La
liviandad con que se, lo trató hace suponer que no se tuvo en cuenta su
importancia como significativo orientador del movimiento revolucionario e
inspirador de muchas de las ideas que lo sostuvieron.
"Luego que la perfidia armada mudó el teatro de los suce-sos, empezó el
sanguinario Goyeneche a levantar cadalsos, ful-minar proscripciones,
remachar cadenas, inventar tormentos y apurar, en fin, la crueldad hasta
oscurecer la fiereza del teme-rario Desalines. Las familias arruinadas, los
padres sin hijos, las esposas sin maridos, las tumbas ensangrentadas, los
calabozos llenos de muerte; sofocado el llanto porque aun el gemir era un
crimen y disfrazado, el luto el solo hecho de vestirlo mostraba cómplice al
"que lo traía." ("Mártir o Libre", 25 de mayo de 1812.)
Monteagudo no sólo era tan revolucionario de acción vigoro-sa, sino
también, como testigo del dolor, se obligó siempre a ga-rantizar la memoria
de su pueblo, con pluma ágil y encendida.
Capítulo Cinco
El 25 de Mayo de 1810 estalló la sublevación en el Río de la Plata:
Bernardo Monteagudo permanecía aún en prisión.. Sabedores de que desde
Lima el virrey Abascal había orde-nado a fuertes contingentes militares
acudir rápidamente a Buenos Aires en ayuda de su colega el virrey
Cisneros; a los doce días de instituida la junta de Mayo se impartió la orden
de que un improvisado ejército al mando de improvisados je-fes partiera
rápidamente hacia el norte para enfrentar, aleccio-nados por la experiencia
de La Paz y Chuquisaca, a la repre-sión realista.
En el camino, en Córdoba, el comandante Ortiz de Ocam-po debió sofocar
la contra revuelta del prestigioso ex virrey Li-niers, quien tan brillante
papel había desempeñado durante las invasiones inglesas. Fue, el deán
Funes, quien por alguna misteriosa razón había participado de las primeras
reuniones conspirativas, quien lo denunció ante el gobierno-de Buenos
Aires.
Ya preso Liniers no fueron pocos los vecinos de la ciudad docta que se
apersonaron ante el jefe patriota para interceder por la vida del francés al
servicio de España. Ortiz de Ocampo, a pesar de las taxativas órdenes que
había recibido de la junta, especialmente por parte del aguerrido Moreno,
su secretario, se mostró dispuesto a la flexibilidad y envió en tal sentido
una comunicación a su gobierno argumentando que sería mejor para el
movimiento rebelde dar pruebas de su benignidad y así ganarse las
conciencias de los pobladores del virreinato.
"Pillaron nuestros hombres a los malvados -escribiría Mo-reno a Manuel
Chiclana- pero respetaron sus galones y ca-gándose (sic) en las
rigurosísimas órdenes de la junta preten-den remitirlos presos a esta dudad.
Veo vacilante nuestra fortuna por hechos de esta índole." La respuesta no
pudo ser más tajante: la inmediata destitución de Ortiz de Ocampo y su
reemplazo por Antonio González de Balcarce como coman-dante militar y
Juan José Castelli como representante de la junta, algo así como un
comisario político y el verdadero jefe de la expedición.
Los conjurados, entre ellos Liniers, fueron fusilados en Ca-beza de Tigre,
con excepción del obispo Orellana quien se sal-vó del sacrificio por su
investidura sacerdotal.
"En la primera victoria dejará V.E. que sus soldados hagan estragos a los
vencidos para infundir terror en los enemigos." Estas instrucciones fueron
sin duda eco de la crueldad de Goyeneche en La Paz y de la severidad de
Nieto en Chuquisa-ca, convencida la fracción más, radicalizada de los
patriotas de que debían responder con la misma moneda y que cualquier
duda o vacilación sería bien aprovechada por un enemigo sa-gaz,
experimentado y muy superior en número y en pertre-chos.
Las tropas de Castelli no pudieron tener mejor bautismo de fuego: la
victoriosa batalla de Suipacha en la que un acertado movimiento de
González de Balcarce arrolló a las fuerzas enemigas, que huyeron dejando
en el campo un importante baga-je de armas, municiones, prendas, mulas y
caballos. Castelli in-formaba a Buenos Aires: "el resultado de la acción es
prueba del más encarnecido elogio de nuestro Ejército que inferior en
número y armamento supo derrotar al enemigo que eligió si-tuación y
rompió el fuego".
Es de imaginar la algarabía que tal victoria provocó no sólo en Buenos
Aires sino también en todos los confines de América donde latía el
fermento revolucionario. El Ejército del Norte pudo continuar su marcha en
dirección a Lima con el apoyo de los habitantes del Alto Perú,
insurreccionando a su paso pueblos y ciudades que se adherían a la junta
del Río de la Plata.
Las buenas noticias llegaron también a la prisión que alber-gaba a Bernardo
Monteagudo, quien se entusiasmó al saber que su ex condiscípulo Juan José
Castelli, egresado de las aulas universitarias de la ciudad que lo mantenía
en reclusión, en Chuquisaca, iba a la cabeza de las tropas revolucionarias.
Mon-teagudo había oído hablar mucho del idealista Castelli, algu-nos años
mayor que él por lo que no habían coincidido en las aulas. Pero éstas aún
guardaban el eco de sus encendidas dia-tribas en contra del dominador
hispánico, dejando la estela de un aguerrido carisma que durante su
permanencia en la ciu-dad universitaria le había granjeado no sólo la
admiración de sus condiscípulos sino también los favores de no pocas
bellas mujeres de la sociedad.
Ante la noticia de la derrota de Suipacha, el anciano gober-nador Nieto y el
jefe militar José de Córdoba huyeron de Chu-quisaca dejando sus fuerzas
en la mayor desorientación y anar-quía. Esto sin duda facilitó los planes de
fuga de Monteagudo, quien ardía en deseos de unirse a Castelli y colaborar
en la marcha hasta entonces triunfal de la sublevación. No le fue di-fícil
huir ya que con sus poderosas dotes de persuasión había convencido a sus
carceleros de aceptar que con alguna fre-cuencia bellas damiselas lo
visitaran en prisión.
-Esta noche estaré ocupado...
Los uniformados, sonrientes, siguen la broma. -¿La misma de
la última vez?.
-Las mujeres son como las corbatas, pueden ser salteadas pero nunca
repetidas.
Sus carceleros, cómplices, lanzan carcajadas hacia el cielo mientras
Monteagudo desliza monedas en sus palmas.
Horas más tarde, mientras la solidaria damisela hacía rui-dos y fingía estar
en su compañía, aprovechó para escalar los altos muros y perderse en la
noche impenetrable.
Cuando Castelli y González Balcarce ingresan en Potosí, Monteagudo ya
está con ellos. En la cárcel de la ciudad los es-pera, cumpliendo las órdenes
enviadas por el jefe del ejército patriota, el gobernador de la ciudad
Francisco de Paula Sanz, a quien pronto se unen, engrillados, sorprendidos
cuando in-tentaban huir por las serranías, el doctor Nieto y el coronel
Córdoba.
-Nadie debe dudar, ni aquí ni en el mundo, que nuestra revolución va en
serio.
Seguramente Castelli no necesitaba que nadie lo convencie-se de que la
revolución sólo se impondría por la fuerza y que el "ojo por ojo y diente por
diente" debía ser ejemplar. Pero tampoco cabe dudar de que Monteagudo
apoyó y estimuló en todo momento, ya designado secretario privado de
Castelli, las drásticas medidas que éste firmaría en contra de las ex
autori-dades realistas. Crueldad que no era sino el espejo de la que
practicaba el otro bando.
Sanz, Nieto y Córdoba fueron pasados por las armas en una medida que
sigue despertando polémica entre los historia-dores, ya que malquista con
los patriotas a importantes secto-res que les habían expresado su apoyo.
Aunque derecho te-nían Castelli y Monteagudo a dudar del mismo.
Nicolás Rodríguez Peña, muchos años después, en un in-tercambio
epistolar con Vicente Fidel López le dice: "Castelli no era feroz ni cruel.
Obraba de tal manera porque así estábamos comprometidos a obrar todos.
Cualquier otro, debiendo a la patria lo que nos habíamos comprometido a
darle, habría obrado como él. Lo habíamos jurado todos, y hombres de
nuestro temple no podían echarse atrás. Repróchennoslo uste-des que no
han pasado por las mismas necesidades ni han teni-do que obrar en el
mismo terreno. ¿Que fuimos crueles? ¡Vaya con el cargo! Mientras tanto
ahí tienen ustedes una patria que no está ya en el compromiso de serla. La
salvamos como creía-mos que debíamos salvarla. ¿Había otros medios? Así
sería. Nosotros no los vimos. No creímos que con otros medios fué-ramos
capaces de hacer lo que hicimos".
Algunos meses más tarde, en la Gazela de Buenos Aires, Mon-teagudo
escribiría, evidenciando que el tiempo transcurrido no había amortiguado la
pasión del momento, que "se había acercado con placer a los patíbulos de
Sanz, Nieto y Córdoba, para observar los efectos de la ira de la patria y
bendecirla por sus triunfos". En esos momentos vendrían a su memoria los
sufrimientos que había experimentado por orden de los ajusti-ciados, como
así también la pérdida de algunos de sus mejores y más admirados amigos
que pagaron muy caro su compromi-so con la revolución incipiente: "Oh,
nombres ilustres de los ciudadanos Victorio y Gregorio Lanza. Oh,
intrépido joven Rodríguez. Oh, Castro, guerrero y virtuoso. Oh, vosotros
to-dos, los que descansáis en esos sepulcros solitarios". La ven-ganza está
cumplida cuando escribe sobre los ahorcados en Po-tosí: "Murieron para
siempre y el último instante de su agonía fine el primero en que volvieron a
la vida todos los pueblos oprimidos".
Capítulo Seis
La situación del Ejército del Norte no podía ser más promi-soria. A su paso
se habían sublevado Cochabamba, Potosí, La Paz y Chuquisaca, todo el
Alto Perú, y sus fuerzas se engrosa-ban con el entusiasta aporte de los
lugareños, fuesen estos in-dios, cholos y también jóvenes de la burguesía
criolla.
Pero habría entonces de producirse un error sustancial en el que
Monteagudo tuvo participación activa, inducido por un fuerte sentimiento
antirreligioso que había ido conformándose en él como reflejo de las
atrocidades cometidas en América en el nombre de la cruz. También debido
a que sus enemigos pri-mordiales, las autoridades españolas, ataban
vínculos muy es-trechos de poder y conveniencia con los dignatarios
eclesiásti-cos, también mayoritariamente peninsulares, por lo cual estaba
convencido de que era necesario disminuir el fuerte sentimien-to religioso
de los pobladores del Alto Perú y de todo el virrei-nato, para facilitar el
progreso (le las ideas de la revolución. Estaba seguro de que era ésta una
religiosidad artificial, so-breimpresa por el terror sobre las antiguas
deidades indígenas, y fomentadora de la ignorancia. "¡Oh, prelado impostor
y per-juro! -escribirá cuando Caracas vuelve a caer bajo el yugo español- El
Arzobispo de Caracas es español y su conducta no podía ser diferente de la
que ha observado el de Charcas y sus sufragáneos de Salta y Córdoba:
canonizar desde el santuario la nueva conquista del sanguinario opresor y
encadenar de nuevo los eslabones que Venezuela había despedazado a costa
de la sangre de sus hijos."
A pesar de las protestas de algunos de sus panegiristas, no caben dudas de
que el imprudente Monteagudo pronunció sermones blasfemos en varias
de las iglesias que iba encontran-do al paso del Ejército del Norte, entre
ellas el templo de Lojo, en cuyo púlpito habría pronunciado un sermón
burlesco sobre el tema "La muerte es un sueño largo". También hay
testimo-nios de una misa negra oficiada en la iglesia de Laja, a muy pocos
kilómetros de La Paz.
No era Castelli la persona más apropiada para reprimirlo, pues él era uno de
los más conspicuos revolucionarios a la francesa, influido por el
jacobinismo que también había hecho de lo antirreligioso uno de sus
emblemas principales.
A esto cabe agregar que la entrada de las tropas en La Paz se hizo, quizás
inadvertidamente, en Viernes Santo de 1811, lo que tornó irreverente y
blasfemo el bullicio y algazara de tro-pas; equinos, y cañones.
Corrieron rumores también de profanaciones en la iglesia de Viacha y
mentas de que algunos oficiales porteños, pasados de alcohol, nada menos
que en la muy católica Charcas, ha-brían arrancado y arrastrado una cruz
por el suelo en son de burla hasta la Plaza Mayor.
Estos hechos, verídicos o agigantados por la propaganda es-pañola, fueron
bien aprovechados por el hábil Goyeneche, quien tuvo algún éxito en
transformar la guerra alto peruana en una "Guerra Santa", en la que la lucha
era entre cristianos y herejes.
Tanto fue así que después de la retirada de Castelli no qui-so ir a alojarse al
Palacio de la Presidencia, que aquél había ha-bitado en Potosí, sin que
fuese antes purificado con exorcismos y preces: los "arribeños" fueron
entonces azorados testigos de una pomposa procesión en que los sacerdotes
lucieron orna-mentos sagrados, incensarios, hachas encendidas y abundante
provisión de agua bendita, y sólo cuando después de una larga y edificante
ceremonia se creyeron expelidos los malos espíri-tus esparcidos por los
"abajeños", se consideró habitable el Pa-lacio.
Pero el gran error militar de Castelli, a pesar de su superio-ridad luego de
Suipacha, fue haber propuesto al inescrupuloso jefe español una tregua de
cuarenta días que fue a la postre violada por el enemigo, quien bien la había
aprovechado para reaprovisionarse y juntar las tropas desperdigadas por la
de-rrota. Esta equivocada medida fue influida por los sucesos de Buenos
Aires, donde la fracción saavedrista había conseguido desplazar a aquella
por la que. Castelli y Monteagudo profesa-ban simpatías y que era
acaudillada por Mariano Moreno, quien fue deportado, muriendo
sospechosamente en el trayec-to marino hacia Londres.
Una de las consecuencias fue el envío del general Viamonte al Ejército del
Norte con el pretexto de expresar la solidaridad de la junta Grande con sus
jefes aunque, tal como quedó desnudado en una carta confidencial de
Saavedra a dicho militar que cayera en manos de Castelli, su verdadera
misión era la de socavar la autoridad del fusilador de Potosí y soliviantar a
sus subordinados para obligar a su destitución y su relevo.
El gobierno de Buenos Aires, a pesar de su cortísima vida y de lo débil de
su posición, denunciaba ya su vocación por la anarquía y las conspiraciones
suicidas.
La batalla de Huaqui o de Desaguadero fue un verdadero desastre para la
rebelión patriota ya que la desbandada de sus tropas facilitó la cruel
represión de todos los focos insurreccio-nales que se habían abierto en el
Alto Perú. Tal desazón fue equivalente a la satisfacción experimentada en
el campo realis-ta, tanto como para otorgarle a Goyeneche el título de
Conde de Huaqui.
Para empeorar aún más la situación y aumentar el encono de los
altoperuanos, hasta no hacía mucho sus entusiastas par-tidarios, la
desordenada huida de los "abajeños" no ahorró sa-queos ni violencias,
seguramente porque lo yermo de esas tie-rras altiplánicas obligaba a ello
para conseguir víveres y abrigo. Pero también porque los jefes avezados,
con disciplina militar, se distinguen no sólo en un ataque certero sino
también en un repliegue ordenado. Y Castelli no lo era, pues las
circunstan-cias habían puesto a un doctor de Chuquisaca al frente de las
tropas, las mismas que más tarde buscarían de sustituto a un doctor de
Salamanca sin vocación castrense: Manuel Belgrano.
La indignación de los saavedristas en Buenos Aires fue grande contra los
comandantes del Ejército del Norte y de inmedia-to se expidió una orden de
juicio sumario para delimitar sus responsabilidades en la derrota. El
abogado de la Universidad de San Francisco Xavier fue encomendado para
su defensa.
Capítulo Siete
Monteagudo llega a1 Buenos Aires que tanto soñase en buen momento, ya
que la junta Grande ha sido sustituida por un triunvirato cuya orientación
está abiertamente influida por los partidarios de Mariano Moreno.
La ciudad recostada sobre el Río de la Plata, de todas ma-neras de menor
importancia que Chuquisaca, ha adquirido en los últimos años un fuerte
desarrollo debido a que desde 1776 es capital del virreinato que se extiende
hasta los confines del Perú. Pero por otra parte su calidad de puerto la hace
particular-mente receptiva a las influencias, por lo que Montea-gudo se
encuentra a su aire en un ambiente más sofisticado, refinado, que los que
hasta entonces ha conocido.
Su defensa de Castelli y de los otros jefes militares del Ejército del Norte,
acusados por la derrota de Huaqui; es eficaz y logra
que aquellos sean
sobreseídos, aunque no podrá impedir que años más tarde los enemigos de
Castelli vuelvan a abrir el proceso y lo manden a prisión, donde terminará
su vida con-sumido por un atroz cáncer de lengua.
El interrogatorio a que se lo somete es sumamente respetuoso y sin
hostilidad, y no deja de llamar la atención que en el texto de sus
declaraciones se deje establecido que se le reconocen “sus luces”. Es que
llega precedido de una importante aureola: doctor graduado en Chuquisaza;
de activa participación en varios episodios revolucionarios; autor de textos
de amplia difusión, sobre todo en la juventud, de no-table apostura viril y
fama donjuanesca que arranca suspiros femeninos, de preclara inteligencia,
con verbo y pluma ágiles y convincentes.
A los muy pocos días de haber arribado ya se reconoce su influencia en la
redacción del Estatuto Constitucional que se dicta el Triunvirato para regir
su política hasta que se reúna la Asamblea. Según Ricardo Piccirilli, autor
de una precoz e inteligente biografía de Bernardino Rivadavia, ha quedado
establecida la influencia de Monteagudo en dicho Estatuto.
Tampoco hubo necesidad de que pasara mucho antes de que Monteagudo
despertara las envidias que lo persiguieron en muchas circunstancias.
Vicente Fidel López, influyente contemporáneo, lo describe así: “Cuando el
deán Funes caía a las posiciones inferiores de las que no salió más, se
levantaba con briosa arrogancia un joven de cabeza mucho más poderosa,
destinado también a recorrer una carrera de gran notoriedad, pero frustrado
en cada paso por vicios de carácter no menos lamentables (...) Con talentos
de un orden superior, una imaginación soberbia y agigantada como la
vegetación tropical a cuyos esplendores había abierto los ojos, don
Bernardo Monteagudo unía un temperamento sombrío y enconoso a un
orgullo, mejor dicho, una vanidad excesiva. Bullían en lo recóndito de su
alma pasiones y apetitos violentos: nada había en él de aquel ímpetu primo
que distinguen los hombres de un natural ardiente, pero franco y bueno. De
su rostro mismo, bellísimos y graves como el de un dios capitolino, partían
con frecuencia destellos siniestros y duros, que de un hombre ciertamente
eminente hacían un hombre peligroso, más apto para provocar el fastidio o
la antipatía, que para inspirar con su trato el respeto de su mérito
incuestionable”.
Tampoco se necesito mucho tiempo para que la única publicación de
Buenos Aires, la Gazeta, lo convocara como editorialista alternándose en
dicha tarea con Vicente Pazos Silva. Lo curioso fue que de allí en adelante
los dos columnistas del mismo periódico sostuvieron encendidas polémicas,
como cuando Pazos Silva escribió: “La conducta de los agentes de la
expedición desgraciada del Perú nos ha deshonrado a la faz del mundo y
nos ha puesto al borde del precipicio. Preciso es que con inexorabilidad se
castigue, después de un juicio imparcial, a esos profanadores sacrílegos de
nuestra Santa Causa”. No escapó a Monteagudo que era él uno de los
blancos de dicho artículo, puesto que le era imposible no sentirse aludido
con lo de “profanadores sacrílegos de nuestra Santa Causa”.
Su réplica, que constituye su primera publicación en la Gazeta, se titula “El
Vasallo de la Ley al Editor”. En ella argumenta: “Nuestro mismo gobierno
ha jurado respetar la seguridad individual de todo ciudadano; una de las
más augustas prerrogativas que derivan de aquélla es no juzgar delincuente
a ningún hombre mientras los ministros de la ley no lo declaren tal; es
decir, que el editor se ha arrogado el derecho de prevenir en su juicio a
todos los pueblos, inspirando resentimientos parciales, injuriando a la
armonía civil, único sostén de la libertad”.
Gran audacia la de Monteagudo, quien no vacila en ganarse la enemistad de
un influyente generador de opinión como Pazos Silva. Aunque parece
evidente que contaba ya con algunos apoyos de alto nivel, a pesar del poco
tiempo que llevaba en Buenos Aires: nada menos que Rivadavia, entonces
secretario de Gobierno del Primer Triunvirato, y también Manuel Belgrano,
quien había sustituido a Cornelio Saavedra al frente del Regimiento de
Patricios.
Otro de sus primeros artículos, “A los ciudadanos Ilustrados”, se propone
hacer una incitación “a todo hombre de talento”, como él dice, “para que
presten su colaboración a la obra que han de estar empeñados todos los
patriotas para que la reforma política que persigue la revolución alcance el
mayor perfeccionamiento posible. Todo hombre de talento es magistrado
nato de su patria”. Monteagudo estaba convencido de que el saber y la
ilustración eran aliados del proceso de cambio y de transformación
revolucionarias.
En su criterio, la ignorancia era aliada de la esclavitud, por ello la Corona
española se había propuesto, como instrumento de su poderío colonial,
sumergir a los americanos en el desconocimiento, apartándolos de las
fuentes del saber. Esta convicción llevó a Monteagudo a fundar una decena
de medios de difusión a lo largo de su actividad política no sólo en la
Argentina sin también en los otros países en los que se desenvolvió.
Consideraba que una de sus obligaciones, adquirida por la oportunidad
ofrecida o ganada de doctorarse en una de las universidades más
prestigiosas, era la de instruir a los que no sabían. Comportaba a quienes
eran poseedores de conocimientos pero no los compartían con sus
semejantes, con la avaricia de los ricos que acumulaban monedas,
insensibles a los infortunios del prójimo. Era aristotélica su convicción de
que el mayor de los males era la ignorancia y el mayor de los bienes la
sabiduría: "ilustrad a la Nación con vuestros discursos, mientras él intrépido
guerrero expone su vida por salvar a la patria".
En este breve pero sustancial artículo, Monteagudo parece hablar de sí
mismo, evaluando que su fervor revolucionario debía canalizarse en el
campo de las ideas y no en el de las ar-mas, para lo que no se sentía
especialmente llamado. Ya en Po-tosí había rechazado el grado de teniente
de Milicias, que le ofreciese Arenales, para ocuparse de las tareas políticas
de la insurrección. Esa era la tesis de su artículo: la tarea revolucio-naria no
se libraba solamente en los campos de batalla sino en la cotidiana acción de
cada uno. En este caso, en la de los "ciu-dadanos ilustrados".
Pero no sólo actividades políticas y periodísticas desarrolló Monteagudo en
Buenos Aires; también participó activamente de su vida mundana,
haciéndose habitué de las tertulias que se desarrollaban en las casas patricias
que le abrieron ampliamen-te sus puertas. El no se equivocaba al especular
que las relacio-nes allí cimentadas le allanarían el camino hacia el poder
nece-sario para satisfacer sus apetencias de petimetre elevado muy por
encima de sus humildes orígenes.
Su éxito mundano fue grande y para ello contó con la ines-timable ayuda de
su muy agraciado aspecto físico, que hacía suspirar a las damas porteñas y
enrojecer de envidia a los hombres.
Sabedor de que en ellas siempre encontraría aliadas, y en su homenaje, para
halagarlas, dándoles una importancia que hasta entonces la sociedad
porteña les negaba, Monteagudo escribió un polémico artículo que despertó
oleadas de apro-bación y de rechazo: "A las Americanas del Sud". En él
desa-rrolla cumplidamente el importante papel a desempeñar por las damas
acordes con el movimiento revolucionario: "Si las madres y esposas
hicieran estudio de inspirar a sus hijos, maridos y domésticos nobles
sentimientos revolucionarios, y si aquellas en fin, que por sus atractivos
tienen derecho a los homenajes de la juventud, emplearan el imperio de su
belle-za y artificio natural en conquistar desnaturalizados y a elec-trizar a
los que no son, ¿qué progresos no haría nuestro sis-tema?". También: "Uno
de los medios de estimular y propagar el patriotismo, es que las americanas
hagan la fir-me y virtuosa resolución de no apreciar ni distinguir más que al
joven moral, ilustrado, útil por sus conocimientos, y sobre todo patriota,
amante sincero de la libertad, y enemigo irreconciliable de los tiranos".
A nadie escapaba que con dichas frases Monteagudo se pro-pagandizaba a
sí mismo, erigiéndose ante las damas porteñas como el ideal de hombre en
las tertulias que pronto lo tuvieron como protagonista y que un viajero
inglés, Samuel Haigh, describiera así: "La sociedad de Buenos Aires es
agradable. Después de ser presentado formalmente a una familia se
consi-dera completamente correcto volver a visitarla a la hora más
conveniente, y siempre seréis bien recibidos. La noche, hora de la tertulia,
es siempre la ocasión más apropiada y elegante. Estas tertulias son
deliciosas, y desprovistas de toda ceremonia, lo que constituye parte de su
encanto. Por la noche la familia se congrega en la sala, llena de visitas,
especialmente las casas de alto tono. Las diversiones consisten en la
conversación, en valses y contradanzas españolas, en música ejecutada en
el pia-no o la guitarra, y algunas veces canto; al entrar se saluda a la dueña
de casa, y ésta es la única ceremonia. Puede uno retirar-se sin formalidad
alguna, y en esta forma, si se desea, se asiste a media docena de tertulias en
la misma noche. Las maneras y la conversación de las señoras son sencillas
y agradables, den-tro de una gran cordialidad".
El importante papel que había logrado Monteagudo en la vida social de
Buenos Aires, fuertemente impregnada de senti-miento revolucionario, se
hace claro en una anécdota que rela-ta Dellepiane.
Fue en la señorial mansión de los Escalada. Las damas de la sociedad
porteña se habían reunido para contar el dinero re-caudado por ellas para la
compra de las armas necesarias para el Ejército del Norte.
-Pondremos a consideración de ustedes la nota que hemos redactado con
María -dice Remedios de Escalada, novia del general San Martín.
-Yo la leeré -dice la señora de Thompson.
Al terminar, todas expresan su satisfacción y felicitan a las autoras del
manifiesto que presentarán a las autoridades al en-tregarles la suma
recaudada para colaborar con el exangüe Tesoro Público.
La señora de Alvear, tan sibilina como su esposo el general, se inclina
sobre María Sánchez de Thompson y le susurra al oído: -Eso no lo has
escrito tú, ni tampoco Remedios. Eso es de Monteagudo.
La indignación de la interpelada fue tal que hizo trizas el papel a la vista de
todas y, según mentas, su relación con tan inoportuna dama nunca se
recompuso del todo.
Lo cierto es que dicho documento llevaba las inconfundibles huellas
digitales de Monteagudo, evidentes en frases como "Yo armé el brazo de
este valiente que aseguró su gloria y nuestra libertad".
El joven abogado tucumano era, indiscutiblemente, un mu-jeriego y
muchas anécdotas se contaban acerca de sus conquis-tas. Las
murmuraciones exageraban e inventaban, pero lo cier-to es que sostuvo
affaires con algunas de las damas más encumbradas de la sociedad porteña,
fuesen solteras o casadas, y algunos de ellos adquirieron ribetes de
escándalo como cuando la señora de Sarratea fue descubierta en actitud
com-prometida en pleno sarao. También se comentó sobre las tres
hermanas, sólo una de ellas célibe, que habrían desfilado por la ardorosa
alcoba.
Capítulo Ocho
La opinión de Monteagudo era independiente y no se ata-ba a
conveniencias oficiales. Su columna en la Gazela no escati-maba críticas al
gobierno cuando a él le parecían merecidas. Su pluma airosa, que no
ahorraba citas latinas o cultas referencias a sabios de la antigüedad como
Aristóteles, Polibio o Séne-ca, se encrespaba cuando creía advertir en los
gobernantes sig-nos de debilidad, exigiéndoles llegar a la violencia si era
necesaria una represalia ejemplar.
Su obsesión era la independencia; ella llegaría años más tarde en Tucumán,
cuando finalmente, en 1816, en momentos harto difíciles para la patria
hubo decisión en declararla a pe-sar de la oposición de no pocos. En 1811
eran muchos menos los partidarios de la misma, algunos por hispanófilos,
porque sus intereses personales, sociales y comerciales estaban ligados a
España y temían que un cambio radical los perjudicase. Otros,
pertenecientes al bando patriota, porque consideraban que la situación se
había tornado muy complicada con el re-greso de Fernando VII al trono de
España y la amenaza del envío de una poderosísima expedición que
arrasaría con el todavía débil brote rebelde. La única solución según ellos,
lidera-dos por Rivadavia, era llegar a un acuerdo con la Corona in-glesa, la
que se oponía a todo arrebato independentista puesto que por entonces
pactaba una hipócrita buena relación con Es-paña mientras maniobraba
para arrebatarle el comercio en sus colonias.
Nada de esto agradaba al graduado en Chuquisaca, quien abjuraba de toda
demora o desviación del objetivo indepen-dentista, como lo manifestaba
con estilo soliviantado en sus artículos.
Muy poco tiempo pasó para que el recién llegado se ganase el odio de los
españoles y los criollos estrechamente ligados a ellos, ya que no era difícil
percibir la inquina que Monteagudo sentía hacia ellos y que siguió
sintiendo a lo largo de sus agita-dos años. Fue un tenaz y severísimo
represor de sus activida-des y siempre que le fue posible los aniquiló o los
expulsó. "En el primer conflicto cada español será un soldado que aseste el
fusil contra vosotros y os conduzca quizás hasta el sangriento patíbulo.
Guardaos de creer, ciudadanos, que baste para vues-tra seguridad el
hacerlos mudar de domicilio; no, en todas partes son peligrosos y mucho
más en esos pueblos que miran el candor como una virtud favorita ("El
Grito del Sud", enero 19 de 1813)."
No habrá de extrañar entonces que el españolísimo fray Jo-sé de las
Animas, confesor de poderosos y Savonarola riopla-tense, lo llamase "el
réprobo".
Todo ello no hacía sino aumentar su prestigio ante los jóve-nes de Buenos
Aires, aquellos que se enfervorizaban con la gesta revolucionaria y que
sentían su pecho arder de patriotis-mo y de ansias de lucha. Monteagudo
representaba ante ellos lo que todos ellos deseaban ser: joven y abogado,
que ya había conocido más de una cárcel por su acción levantisca, que se
ha-bía probado en campos de batalla, capaz de inflamar a quienes lo
escuchaban con la convicción de sus palabras y la justicia de sus
reclamos. No fue de extrañar entonces que se le ofreciera incorporarse a la
"Sociedad Patriótica", fundada antaño por Moreno para reclutar adeptos a
la causa del jacobinismo rio-platense, y que languidecía por la falta de
liderazgo.
En esa nueva tribuna arremete contra los falsos revolucio-narios, de quienes
se declara feroz enemigo: "A todos he oído decir que son patriotas, pero
sucede con esto lo que con los avaros, que en apariencia son los más
desinteresados y a juzgar por los sentimientos que despliegan sus labios, se
creería que el desinterés es su virtud favorita. La esperanza de obtener una
magistratura o un empleo militar, el deseo de conservarlo, el temor de la
execración pública y acaso el designio insidioso de usurpar la confianza de
los hombres sinceros; estos son los principios que forman a los patriotas de
nuestra época. No lo extrañó; el que jamás ha sido feliz sino por medio del
crimen, y de la insidia, se persuade de que hay una espe-cie de convención
entre los hombres, para ver sólo virtuosos en apariencia".
La convicción de Monteagudo de que los peninsulares conspirarían en
contra del nuevo orden por más que en apa-riencia lo acatasen quedó
brutalmente confirmada cuando se descubrió que Alzaga intentaba derribar
al débil Triunvirato. Lo dice Juan Pablo Echagüe, con su ampuloso estilo:
"¡Alzaga! He aquí un hombre en el cual las desveladas sospechas de
Monteagudo venían personificando, de tiempo atrás, el peli-gro tan
combatido por él desde sus primeras rebeldías. El anti-guo Alcalde
representaba, a sus ojos, la España intolerante y despótica, ferozmente
agarrada a sus blasones y conquistas; el engolado menosprecio con que
hidalgos y títulos nobiliarios apabullaban al criollo; el yugo sobre las
conciencias, el prurito racial, el aniquilamiento de la emancipación, la
férrea mano que estrangulaba a América".
Sus prédicas, ya que sobre conspiraciones como la de Alza-ga había
alertado desde hacía ya tiempo, lo hicieron merece-dor de ser el fiscal en la
causa criminal instaurada contra los confabulados. Lo acompañaban en tal
tarea Agrelo, a quien antes hemos visto desempeñándose en el Alto Perú
del lado hispánico, Chiclana, Vieytes e Irigoyen, aunque a nadie le era
desconocido que por apasionamiento y por capacidad depen-día del joven y
bello tucumano la decisión final del Tribunal. Esta fue tomada en un
proceso que nada tiene de objetable a diferencia de otros en los que
Monteagudo interviniese más adelante; ya que te trabajó intensamente
durante varias sema-nas y se aquilataron con justicia las pruebas a favor y
las prue-bas en contra. Pero nadie dudaba, tampoco desde el mismo
principio, que siendo Monteagudo el fiscal protagónico la condena no
podía ser otra que la -muerte.
Nunca. vaciló, como antes no lo había hecho en los fusila-mientos de
Potosí y como tampoco lo haría luego en otras dramáticas circunstancias
de la insu-rrección americana, en decre-tar la muerte de quienes, en su
criterio, eran importantes enemigos de la revolución.
Nadie podría afirmar que ello le causara placer pero lo cierto es que
Monteagudo siempre reveló una considerable facilidad para firmar, y
responsabilizarse por ello, sentencias de muerte. Quizás había leído a
Camille Desmoulins: "El verdade-ro patriota no conoce periconas,
solamente conoce principios". Era Alzaga, por el bien ganado prestigio
entre criollos y es-pañoles por su corajuda actuación durante las invasiones
in-glesas, un enemigo de cuidado, como que era su mano la que había
escrito en una comunicación secreta interceptada: "Hay que colgar las
cabezas de los patriotas por las barbas de la reja de hierro de la pirámide
que erigieron para perpetuar el re-cuerdo de la revolución de Mayo". Eran
de los complotados los cuerpos que se bambolearon en la Plaza de la
Victoria du-rante varios días, para escarmiento de quienes osasen
levantar-se en contra del nuevo orden. Entre los ajusticiados, a pesar de su
condición religiosa, estaba fray José de las Animas, quien así pagaba no
sólo su lealtad al Rey sino también sus críticas a Monteagudo.
Bernardino Rivadavia, quien también había firmado la sen-tencia, pronto
reclamó: "¡Basta de sangre!". No era esa la acti-tud de Monteagudo, quien
ya en la oración inicial de la rejuve-necida "Sociedad Patriótica" habría
proclamado: "¡Oh patria mía!, si yo supiera que el sacrificio de mi vida
había de contri-buir a nuestra redención, yo la inmolaría esta misma noche
con placer; y si yo conociera que mi brazo tendría bastante fuerza para
aniquilar a nuestros enemigos, ahora mismo toma-ría un puñal, aunque mi
sangre se mezclase después con la de ellos".
Nadie duda hoy, ante su memoria, que era sincero. Y que cumplió,
dolorosamente, con lo que, entonces, a muchos qui-zás haya parecido sólo
una bravata juvenil.
Capítulo Nueve
La independencia de ideas de Monteagudo termina por colmar la paciencia
del Triunvirato, que se siente minado en su poder por el arraigo que tienen
en la opinión pública y de-cide clausurar la Gazeta de Buenos Aires el 13
de diciembre de 1811. No pasa mucho tiempo antes de que Monteagudo
funde su propio periódico, financiado con los escasos recursos de que
disponía, cuyo nombre es Mártir o libre, en el que escribirá al-gunas de sus
más recordables y conmovedoras páginas.
Eso sucedía en marzo de 1812, mes de importancia en su vida y en la de
toda América pues en. esos mismos días atraca-ba en Buenos Aires la
goleta George Canning, trayendo a bordo algunos militares argentinos. que
habían recibido formación en Europa y que venían a sustituir a aquellos
tribunos que se ha-bían visto obligados a conducir tropas sin experiencia y
sin vo-cación, como había sido el caso de Castelli y Belgrano. Entre los
pasajeros se encontraban San Martín, Alvear, Zapiola, Chi-lavert y otros.
No fue San Martín, sobrio y reservado, quien más atrajo al joven tucumano
sino Carlos María de Alvear, alguien de su misma edad, también de
magnífica apostura viril y de verba convincente, pero que lo aventajaba por
provenir de una rica familia aristocrática y por ser, en tiempos de guerra,
militar.
Los recién desembarcados traían un objetivo claro: fundar en estas costas la
"Logia Lautaro", rama de la logia inglesa ori-ginada por Francisco de
Mirada, el precursor venezolano, y cuyo objetivo, era el de hacer triunfar la
revolución en las colo-nias españolas con la intencionalidad, aunque ello no
era cono-cido por todos los patriotas, de desviar sus comercios hacia la
órbita de Gran Bretaña.
Alerta a todas las circunstancias que pudieran aproximarlo al poder y
sabedor de que sus apoyos eran escasos por su ori-gen y por ser del interior,
no tardó Monteagudo en compren-der el buen negocio de acercarse a dicha
organización masónica. No le costó hacerlo pues Alvear se sintió
rápidamente seducido por ese joven brillante, apasionado, que contaba ya
con un periódico para difundir ideas y que también era el mentor, si bien no
todavía su presidente, de esa "Sociedad Pa-triótica" que muy pronto serviría
como fachada pública de la "Lautaro". No es difícil imaginarlos
compartiendo cacerías fe-meninas hacia las que se sentían particularmente
inclinados y para las que estaban especialmente dotados.
Poco se sabe de dicha logia, cuyo funcionamiento quedó oculto por
juramentos que obligaron, por lo menos, al Honor de sus componentes.
Salvo aquello filtrado en alguna correspondencia imprudente de Rodríguez
Peña y las listas de una parte de sus integrantes y la aclaración sobre sus
finalidades que haría -bastante tiempo después- el ya anciano general
Zapiola a pedido de Mitre.
Se sabe positivamente que fue establecida en Buenos Aires entre mayo y
junio de 1812, que funcionó en domicilios priva-dos que variaban según lo
exigiera el recato de sus tenidas, y que había cinco grados en sus
componentes; en los primeros, los neófitos eran iniciados en los principios
de fraternidad y mutua cooperación; en los superiores se los advertía de las
fi-nalidades políticas -independencia y constitución- a cum-plirse; en el
último, de obedecer a sus matrices extranjeras.
Por la regla de la logia, los hermanos elegidos para una función militar,
administrativa o (le gobierno deberían asesorarse por el Consejo Supremo
en las resoluciones (le gravedad, y no designar jefes militares, gobernadores
res de provincia, diplomáticos, jueces, dignidades eclesiásticas, ni firmar
ascensos en el ejército y marina sin previa anuencia de los Venerables del
último grado, que serían así el verdadero gobierno del país. Tanto más
fuerte y temible cuanto era oculto. Era la ley primera "ayudarse
mutuamente, sostener fa logia aun a riesgo de la vida, dar cuenta a los
Venerables (le todo lo importante, y acatar sumisamente las órdenes
impartidas". Un juez o jefe militar no podía castigar a un "hermano" sin
aprobación de los Venerables. La revelación de los secretos, aun de los
nimios, estaba custodiada por tremendos castigos que llegaban a "la pena
de muerte por cualquier medio que se pudiera disponer". En caso de
contrariar a la logia, la persecución y desprecio de los hermanos lo
seguirían en los menores actos de su vida en absoluto e inexorable boicot.
Si quería librarse de esta persecución y al mismo tiempo alejarse de la
logia, el solo re-medio era "dormirse" -en términos masónicos-, quedando
desligado del voto de obediencia pero no de los de silencio y fraternidad.
Muchas de las oscuras e inexplicables decisiones que perturbaron nuestra
guerra de la Independencia, sobre todo cuando Posadas y su sobrino Alvear
dominaron políticamente en Buenos Aires, se debieron a leyes masónicas.
Según le dijo Zapiola a Mitre, además de Monteagudo se iniciaron el
canónigo Valentín Gómez, Gervasio Antonio Posadas, Juan y Ramón
Larrea Vieytes, Nicolás Rodríguez Peña, Nicolás Herrera, Agrelo, el
presbítero Vidal, Azcuénaga, Monasterio, Tomás Antonio Valle, el padre
Argerich, el padre Amenábar, el padre Fonseca, Tomás Guido, Manuel José
García, el padre Anchoris, Perdriel, los militares Murguiondo, Ventura
Vásquez, Zufriátegui, Dorrego, Pinto, Antonio y Juan Ramón Balcarce,
etcétera, que formaron el grupo mayoritario alvearista; mientras el núcleo
que estuvo con San Martín quedó limitado al mismo Zapiola, Agustín
Donato, Alvarez Jonte, Toribio Luzuriaga, Vicente López, Manuel Moreno,
Ramón Rojas, Ugarteche, Lezica, Pinto y pocos más. Sin decidirse
quedaron Tagle, Carballo, Nuñez, y otros.
Capítulo Diez
Fue Monteagudo uno de los principales impulsores de la histórica
Asamblea del año XIII, dominada por la Logia, en la que cumplió una tarea
destacada, como era de esperar, siendo uno de los redactores, sino el
principal, del documento firma-do por todos los constituyentes.
Ante la inminencia de dicha Asamblea había dos bandos: aquellos que
opinaban que en la misma debía declararse la in-dependencia de las
Provincias Unidas del Río de la Plata y aquellos que eran partidarios de
postergar tal decisión para no irritar a Inglaterra.
En la Logia Lautaro también existían estas dos facciones. A ella
pertenecían la gran mayoría de los asambleístas elegidos, por lo que la
posición que se resolviera en su interior sería la que primaría en dicha
convocatoria.
Ya senil, el general Zapiola transgrede el secreto masónico y confiesa a
Mitre que entonces hubo una profunda divergencia entre San Martín y
Alvear, imponiéndose este último y obligan-do al primero a dejar de ser
Venerable y a alejarse de la partici-pación activa de la Logia, abandonando
los roces políticos y de-dicándose exclusiva e intensamente a las tareas
militares.
Alvear lideraba, con el apoyo de los viejos masones, la posi-ción
antiindependista, con la que se solidariza Monteagudo, contraviniendo sus
principios hasta entonces sostenidos, fuese por confusión política o por
haber vendido su alma a quien le ofrecía ascender en la escala de un poder
inimaginable para quien había nacido en cuna tan humilde.
Era el mismo Alvear que escribía al canciller inglés Lord Castlereagh:
"Estas Provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes,
obedecer a su Gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se
abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo
inglés, y yo estoy dis-puesto a sostener tan justa solicitud para librarlas de
los males que las afligen. Es necesario que se aprovechen los momentos.
Que vengan tropas que impongan a los genios díscolos, y un jefe autorizado
que empiece a dar al país las formas que sean del beneplácito del Rey y de
la Nación, a cuyos efectos espero que V.E. me dará sus avisos con la
reserva y prontitud que conviene para preparar oportunamente la
ejecución".
Uno de los emisarios de Alvear, Manuel. de Sarratea, reac-ciona
patrióticamente, al contacto con la cancillería británica: "En el negocio
incoado -escribe a Posadas el 27 de marzo de 1815- descubro los medios de
concluir nuestros negocios por nosotros mismos, con nuestros propios
elementos, sin que ten-gamos que confesarnos deudores del favor de
ningún gobier-no europeo. Si alguno más adelante quisiera obligar nuestra
gratitud y hacer algo a favor nuestro, nos vendrá, muy bien sin duda (...) El
Canciller Lord Castlereagh nos ha honrado la otra noche en el debate de la
Casa de los Comunes con el honorífi-co título de 'rebeldes' y declarado
formalmente que jamás se prestaría a proteger a los de esta clase que traten
de sacudir el yugo de sus legítimos soberanos. Su Señoría y yo no tenemos
las mismas nociones sobre lo que es rebeldía: yo considero al rey Fernando
como un rebelde puesto que se ha sublevado contra los pueblos, y no a
éstos que sólo se ocupan de repeler la agresión".
"Si es preciso pelean (contra una posible invasión española) -escribe a
Alvear el 3 de abril- espero que lo harán ustedes de modo que aumente
algunos grados la reputación que ha adquirido Buenos Aires (...) que sé
saquen elementos de todo el país; se levante un grito general y que todo el
mundo que ha nacido en ese suelo concurra a defenderlo, porque si no
ig-nominia y ultraje es lo único que está reservado para sus hijos (...)
Salvemos la tierra y luego lavaremos nuestros trapos su-cios."
La labor de Monteagudo como propagandista continúa siendo
obcecadamente intensa: no sólo escribe prácticamente todo el Mártir o
Libre sino que también es el nervio del órgano de la "Sociedad Patriótica”.
El grito del Sud, y como si esto no bastase, también pone en marcha una
publicación propia de la Asamblea a de año XIII.
Su apego a Alvear le confiere un reconocimiento social hasta -entonces
desconocido y que lo enceguece, volviéndolo un personaje respetable, con
pretensiones de "dandy", vestido con llamativa elegancia y con actitudes
soberbias, decidido a secundar la ambición sin límites de su jefe,
convencido de que el previsible avance del aristócrata simpatizante de
Inglaterra lo arrastrará también a él hacia posiciones del mayor privile-gio.
El codicioso abogado de Tucumán sabía que, en el belige-rante escenario
de América, la chance de un político civil era parasitar al poderoso militar
de turno. Y éste, entonces, era Al-vear.
Así como Monteagudo era el único sobreviviente de diez hermanos,
también. Alvear perdió a sus seis hermanos y a su madre cuando él barco
en el que viajaban fue bombardeado por naves inglesas, :mientras que él
salvó su vida porque pocos minutos antes y sin razón aparente había pasado
a la embarca-ción en la que se encontraba su padre. Estas circunstancias
pa-ralelas identificaban a ambos en la seguridad de ser dos elegi-dos, y
que su supervivencia, seguramente decidida por Dios, se debía a que era
mucho lo que debían hacer en la Tierra.
Uno de los mayores servicios qué rindió Monteagudo a Al-vear fue atacar
con dureza a Rivadavia en sus artículos, con frecuencia sin justificación,
con convincentes argumentos adornados con citas cultas extraídas de sus
lecturas, entre las que se contaban, según alguien que describió su
biblioteca, una Historia del Lujo, La Vida de Napoleón, las Máximas de La
Rochefoucault, textos de Tácito, Polibio y Ovidio, la Biblia y diversos
tratados de Derecho Público.
"Muy fácil será conducir al cadalso a todos los tiranos si bas-tara para esto
que se reuniese una porción de hombres y dijesen todos en una asamblea:
somos patriotas y estamos dispuestos a morir para que la patria viva."
Rivadavia era insidiosamente acusado de ser débil y lento en sus medidas.
"Entonces queda-rían reducidos todos aquellos primeros clamores a una
algarabía de voces insignificantes, propias, de un enfermo frenético que
busca en sus estériles deseos el remedio de sus males."
Finalmente Rivadavia y el Segundo Triunvirato caen; para ello ha sido
inestimable la tarea de injuria y descrédito llevada adelante por quien
merece ser recordado como el primer manipulador de la opinión pública, lo
que hoy llamamos acción psicológica en política. Mérito quizá no
demasiado loable, pero cierto.
Sobrevendrá entonces el gobierno de José Gervasio de Po-sadas, Director
Supremo, investido de poderes dictatoriales, tío de Carlos de Alvear y su
títere, como se vio cuando ordena el relevo de José Rondeau del mando de
las tropas que están a punto de tomar Montevideo, para que sea su sobrino
quien re-coja los laureles de esa importante victoria.
Posadas y Alvear elevan a Monteagudo a posiciones de re-lieve dentro de
su gobierno y al mismo tiempo le adjudican ta-reas de importancia en la
continuidad de la Asamblea Consti-tuyente que se extiende hasta 1815. Es
este, claro, el gobierno de la Logia que, de acuerdo a las bases de su
funcionamiento, expande su poder dentro de los distintos estamentos de la
so-ciedad rioplatense.
Las insensatas actitudes de Posadas y los errores políticos de Alvear,
dictados por su soberbia, sumados a que las activi-dades de la Logia se han
hecho excesivamente desenfadadas irritando a los ciudadanos, hacen que la
situación se enrarezca hasta el punto en que Alvear decide defenestrar a su
tío y asu-mir él mismo, abiertamente, las riendas del poder que hasta
entonces había llevado en la trastienda.
Pero es inútil, pues finalmente todo se derrumba cuando Alvear,
imprudentemente, pretende relevar a su gran enemi-go, San Martín, como
gobernador de Mendoza, enviando para ello al coronel Pringles. Esto
provoca la sublevación del ejérci-to en el motín de Fontelzuelas, que tiene
eco en la capital y que finalmente logra derribar al gobierno, sustituyéndolo
por Juan Martín de Pueyrredón.
Una de las típicas actitudes de Monteagudo que tantas críti-cas le han
valido por parte de algunos de sus contemporáneos y de no pocos
historiadores: el mismo día en que cae Alvear, su amigo y protector,
Monteagudo, en la Asamblea, vota por la elección de un Tercer
Triunvirato formado por San Martín, Nicolás Rodríguez Peña y Matías
Yrigoyen.
Esa facilidad para cambiar de rumbo que exhibirá a lo lar-go de toda su
vida puede ser explicada como un doblez de su carácter, una obsesión
acomodaticia para no quedar nunca mal parado en relación al poder; pero
también puede ser ex-plicada por su convicción de que era él alguien
imprescindible para el proceso revolucionario y por ende su obligación
consi-go mismo y con la causa patriota era no dejarse arrastrar por los
oleajes de la procelosa política rioplatense en un principio y americana más
tarde.
Esta autonomía le granjeará reiterados conflictos con la “Hermandad”.
Capítulo Once
Monteagudo es hecho prisionero con otros sindicados adeptos y
colaboradores del alvearismo, entre ellos Posadas, Vieytes, Valentín
Gomez y otros. Se los acusa de estar "unifor-memente comprendidos con
principalidad en la fracción cri-minal del ingrato y rebelde Carlos María de
Alvear". Se los condena al destierro, con "destinos ultramarinos de la
Euro-pa”, por decreto del nuevo gobierno. Berrutti, un indiscutible testigo
de la época, escribía: "Alvear es un hombre enloquecido por su ambición de
poder; perdió su honor, grados y patria, dejando un nombre de tipo no
ambicioso y un odio execrable en la ciudadanía de las Provincias Unidas".
Monteagudo deambula durante algunos años por distintos países europeos,
sobre todo Portugal, Inglaterra y Francia, ha-ciéndolo penosamente ya que
no ha llevado consigo fondos. A lo largo de toda su actividad pública
siempre demostró una in-conmovible honestidad no dando nunca pie a las
críticas de quienes, primero en la Argentina y en el Perú después,
preten-dieron acusarlo de corruptelas y de enriquecimiento ilícito.
Durante su periplo europeo se embebe en las nuevas orien-taciones
políticas: el decaimiento de los ideales republicanos que habían conducido
a la Revolución Francesa a la anarquía sangrienta, y la recuperación de
orientaciones absolutistas. Es-to influirá grandemente en las nuevas ideas
de Monteagudo, quien de allí en más para América preferirá, a diferencia
de lo que había hecho hasta entonces, gobiernos fuertes, vigorosos,
monárquicos o dictatoriales, que impidiesen la tendencia a la disgregación
que caracterizó a las naciones independentistas y que pusieron en riesgo de
muerte su vocación libertaria.
Ya el 27 de abril de 1812, en Mártir o Libre, expresaba su preocupación por
esa suicida vocación: "El hombre es combati-do por el temor de perder lo
que posee, y de no obtener lo que desea; este estímulo sin duda es más
urgente en el que ambiciona ser lo que no es, o quizá más de lo que puede
ser (...) Su primer cuidado es buscar los medios de defensa, hacer-se de
partido, mostrarse a unos como virtuoso y presentar su rival a otros como
un delincuente atroz: de aquí nacen las rencillas, los chismes, las
declaraciones secretas, los rumores públi-cos y las desavenencias
generales". Por entonces, terminaba el artículo con una mayúscula "¡VIVA
LA REPUBLICA!".
Monteagudo abrazó en Europa la causa monárquica y lo hi-zo, como todo
en su vida, con pasión.
Seguramente no le fue ¡fácil visitar a Rivadavia, pero al-guien como
Monteagudo no tenía reparo en hacer aquello que le conviniese en el
momento adecuado. Y Rivadavia tenía ex-celentes relaciones y frecuente
vínculo epistolar con el director supremo Juan Martín de Pueyrredón, que
tampoco simpatiza-ba con el tucumano.
París, 1816:
RIVADAVIA: (han sonado golpes a su puerta) ¡Adelante...! (entra
Monteagudo, desmejorado, pobremente vestido) ¿Quién es?
MONTEAGUDO: Alguien que se portó mal con usted, doctor Rivadavia, y
que todavía no tiene consuelo por eso.
RIVADAVIA: (reconociéndolo) ¡Monteagudo! ¿Qué hace us-ted aquí, y en
ese estado?
MONTEAGUDO: Vengo a solicitar su ayuda. aunque sé que no soy
merecedor de ella.
RIVADAVIA: Pase, siéntese. (Conversan un largo rato)
RIVADAVIA: Escribía usted muy bien, mi amigo, mejor que nadie. Pero
me parece que sus ideas fueron confundiéndose.
MONTEAGUDO: Yo anhelaba que nuestra independencia se declarase lo
antes posible y usted...
RIVADAVIA: ¿Entonces apoyó usted a Alvear quien ni siquiera dejó que
la bandera de Belgrano ondeara en el Fuerte de Buenos Aires?
MONTEAGUDO: Mi apasionamiento me llevó a equivocarme.
RIVADAVIA: Usted, como muchos más, se dejó cegar por el poder que
Alvear y su Logia le ofrecían. Quizás usted fuera sincero, quizá, pero para
Alvear y otros de lo que se trataba era de llegar al poder. Y lo lograron y yo
no pude impedirlo (se le-vanta y busca en su biblioteca. Lee en silencio)...
"voces insigni-ficantes".:. (insidioso). Usted era la más talentosa de esas
voces insignificantes... la. energía no se declama, mi señor, se ejerce.
MONTEAGUDO: No es de blando mi fama, doctor...
RIVADAVIA: No se trata de una saña fusiladora, que abate es-túpidamente
a héroes como Liniers o Alzaga, me refiero a una energía bien aplicada, en
el momento justo, para derrotar al verdadero enemigo.
MONTEAGUDO: Cuando menos, podrá admitir usted, por mi miseria, que
no he lucrado con mi posición...
RIVADAVIA: No es ese el caso de su admirado Alvear, que vi-ve como un
príncipe en las cortes europeas... Al grano, ¿qué necesita usted de mi?
MONTEAGUDO: Que convenza usted a Pueyrredón. Deseo volver al Río
de la Plata.
"Me ha hablado con juicio", escribe Rivadavia, "la experien-cia debe
haberle corregido algo", y Pueyrredón cede a su soli-citud. Monteagudo es
autorizado para regresar al Río de la Plata. Pero enterados sus cofrades de
la Logia se dirigen al Di-rector Supremo exigiéndole que se impida su
desembarco.
Monteagudo obra rápidamente y logra que su amigo Gon-zález Balcarce,
radicado en Mendoza, quien le está agradecido por la defensa que de él
hiciera luego del desastre de Huaqui, se ofrezca como su custodio.
No es mucho el tiempo que pierde en Mendoza, y a los po-cos días de
llegar cruza la Cordillera de los Andes y entra en contacto con O'Higgins y
con San Martín, quienes quedan se-ducidos por sus condiciones y lo
incorporan a su reducido nú-cleo de personas de confianza, a pesar del
recelo inicial del Li-bertador, quien no olvida la complicidad del joven
doctor con su rival, Alveár. Pero el General era de los que ponían la
inde-pendencia y la libertad americanas por encima de todo y era lo
suficientemente astuto como para considerar a Monteagudo insustituible
como político y propagandista.
Una idea de la capacidad de Monteagudo para ganarse el respeto de los
poderosos, haciéndose indispensable, la da el hecho de que es nombrado
inmediatamente auditor de guerra del Ejército de Chile, no del argentino
para evitar protestas de Buenos Aires. Pero quizá lo más notable es que el
12 de febre-ro de 1813, dos meses y pocos días después de su llegada a
Santiago, es el redactor de la Proclama de la Independencia de Chile:
"Váis a proclamar la ley más augusta del código de la Natu-raleza. Os váis
a declarar libres e independientes. Váis a fran-quear vuestros mares al
comercio de todas las naciones, que atraerán la abundancia y la cultura.
Váis a abrir a nuestros hi-jos la carrera del honor. Almas débiles: no creáis
que este es un paso imprudente y arrojado. El invariable sistema de España
nos ha convencido en el espacio de ocho años, que ya no hay más paz ni
tranquilidad para América, que la que ella se gane por su esfuerzo y
resolución".
O'Higgins era también integrante de la Logia.
Enterado de tanta consideración hacia Monteagudo, Puey-rredón montó en cólera
y el 7 de febrero de 1818 escribe a San Martín: "Por fuera se ha dicho que usted lo
proponía para su Secretario, pero yo no puedo creerlo y estoy muy lejos de
aprobarlo". Más adelante añade: "Algunos amigos han estado aquí alarmados con
la noticia de la secretaría y recelosos de que se acercase demasiado a nosotros,
iban a tratar la materia para que Pintos escribiese a usted los inconvenientes que se
presentaran. Yo por mi parte, protesto que si él se acerca, yo me alejo". Antes ya
había señalado: "Aquí son muchos los que le odian y los que le temen. La
presencia de este hombre a las disposiciones de usted perjudicaría mucho la
confianza pública que usted se ha granjeado. Por fin, él no debe quedar en el
Ejército y usted buscará el mejor modo de separarlo sin desai-rarlo".
San Martín sale del paso con elegancia respondiendo que Bernardo
Monteagudo cumple funciones en el Ejército de Chile, que cuenta con la
confianza de O'Higgins, y que eso es-capa de su jurisdicción.
Capítulo Doce
Lo cierto es que el chileno y el tucumano pasaban largas horas
conversando, tanto en el despacho como en el hogar del jefe transandino,
quien escuchaba can atención las teorías polí-ticas de su huésped, quien lo
ponía al tanto de las últimas no-vedades europeas que tan bien había
conocido durante su re-ciente destierro. A su vez O'Higgins se franqueaba
con Monteagudo, lo hacía partícipe de las intimidades de su tarea de
gobernante, siendo frecuentes sus referencias a los herma-nos Carrera,
quienes se oponían a su gestión y soliviantaban en su contra a la opinión
pública,
Fue Monteagudo quien a propósito de este tema redacta una comunicación
secreta que firma el Protector de Chile, diri-gida a San Martín: "Nada
extraño lo de los Carrera; siempre han sido lo mismo y sólo variarán con la
muerte; mientras no la reciban fluctuará el país en incesantes convulsiones,
porque siempre es mayor el número de los malos que el de los buenos. Si la
suerte hasta ahora nos favorece con descubrir sus negros planes y asegurar
sus personas, puede ser que en otra ocasión se canse la fortuna y no alcance
el gobierno a apagar el fuego y menos prender a los malvados. Un ejemplar
castigo y pronto es el único remedio que puede cortar tan grave mal.
Desapa-rezcan de entre nosotros los tres cínicos Carrera, júzgueseles y
mueran, pues lo merecen más que los mayores enemigos de América.
Arrójense sus secuaces a países que no sean como no-sotros tan dignos de
ser libres".
Como natural consecuencia de este aprecio personal y de la valoración de
su vigor intelectual, Monteagudo se transforma en redactor de los discursos
y las proclamas de O'Higgins. Va-le la pena reproducir lo leído por el jefe
chileno el 12 de octu-bre de 1818, de estilo inconfundible: "Los principios
que todos anhelaban ver sancionados en la nueva constitución están bien
lejos de confundirse con esas teorías que desacreditan las revo-luciones y
que confunden el espíritu de novedad con el espíri-tu de reforma. Ocho
años ha que está en marcha la revolución; los tiempos no son los mismos y
las ideas no pueden dejar de rectificarse con la experiencia. Chile es y será
libre porque el derecho une ya la fuerza, y a la fuerza la moderación y
unifor-midad de sentimientos".
Monteagudo, inclinado hacia la monarquía temperada, incita a la
consagración de O'Higgins como gobernante de pode-res omnímodos;
ambos convencidos, como también luego lo estaría San Martín, de que los
pueblos americanos no estaban preparados para la democracia republicana,
que debían ser aleccionados en la misma y que ello llevaría varias
generacio-nes, y por sobre todas las cosas, que la anarquía inherente a
di-cho régimen y en estas tierras era incompatible con la organización
nacional necesaria e indispensable para responder al acoso de una gran
potencia europea como era España; posible-mente aliada con otras. Primero
estaba la independencia, lue-go llegaría la libertad.
Idea no descabellada en esa época ya que anidó también en el alma y el
pensamiento de no pocos de nuestros patriotas, co-mo es evidente en la
propuesta que hace Manuel Belgrano, con el apoyo de San Martín, al
Congreso de Tucumán en 1816: "Aunque la revolución de América en su
origen mereció un alto concepto de los poderes de Europa, por la marcha
ma-jestuosa con que se inició, su declinación en el desorden y anarquía,
continuada por tan dilatado tiempo, ha servido de obstáculo a la protección,
que sin ella se habría logrado; así es que, en el día debemos contarnos
reducidos a nuestras propias fuerzas. Además, ha acaecido una mutación
completa de ideas en la Europa, en lo relativo a la forma de gobierno. Así
como el espíritu general de las naciones, en años anteriores, era
re-publicanizarlo todo, en el día se trata de monarquizarlo todo. La nación
inglesa, con el grandor y majestad a que se ha eleva-do, más que por sus
armas y riquezas, por la excelencia de su constitución monárquicoconstitucional, ha estimulado a las demás seguir su ejemplo. La Francia lo
ha adoptado. El Rey de Prusia por sí mismo, y estando en el pleno goce de
su poder despótico, ha hecho una revolución en su reino, sujetán-dose a
bases constitucionales idénticas a las de la nación inglesa; habiendo
practicado otro tanto las demás naciones. Conforme estos principios, en mi
concepto, la forma de go-bierno más conveniente para estas provincias
sería la de una monarquía temperada, llamando la dinastía de los Incas, por
justicia que en sí envuelve la restitución de esta casa, tan ini-cuamente
despojada del trono".
También la sociedad chilena había abierto sus salones y sus alcobas al
argentino galante y de miradas ardorosas, y sus proezas amatorias eran
comentadas entre cuchicheos y risas ahogadas. Todo parecía ir viento en
popa para Monteagudo.
Pero algo sucedió que tronchó catastróficamente esta cómo-da situación: el
desastre de Cancha Rayada, que pareció dar por tierra con lo logrado por
los revolucionarios en Chile y en la Argentina.
Sobreviene entonces uno de los avatares más discutibles en vida ya que,
quizá convencido de que la catástrofe había ten-ido mayor envergadura de
la que finalmente tuvo, se dirigió sin permiso de sus superiores a toda prisa
a Mendoza, cruzan-do la Cordillera en etapas vertiginosas.
Llegado allí se enteró de que San Martín no se había suici-dado, como hubo
de temer, ni su ejército estaba destrozado, gracias a la acción de Las Heras
que logró salvar el grueso de las tropas en una prolija retirada en medio de
la noche.
Jamás podrá dilucidarse si esta actitud de Monteagudo se debió a la
cobardía y a su capacidad, ya revelada durante la caída de Alvear, para
saltar rápidamente de bando de acuerdo a las conveniencias, o si fue, como
él lo manifestase vigorosa-mente hasta el fin de sus días, una maniobra para
preservar la tambaleante revolución haciéndose fuerte en territorio
argen-tino.
Muy distinta había sido la actitud de otros, como el coronel Manuel
Rodríguez, quien desafiando el peligro y con conmo-vedor patriotismo
había reunido una porción significativa de las deshechas tropas
presentándose ante O'Higgins y San Mar-tín para defender Santiago del
ataque del envalentonado ene-migo.
Monteagudo se encontró entonces en una situación compli-cada: en
Mendoza, alejado de sus protectores quienes se sen-tían defraudados por su
actitud, como era evidente por la abso-luta falta de respuesta a las cartas
que ansiosamente les hacía llegar desde el otro lado de la Cordillera. Había
que hacer algo.
La oportunidad se le presentó dramáticamente al enterarse de que en las
cárceles mendocinas estaban alojados los herma-nos Juan José y Luis
Carrera, por delitos menores y que pron-to serían dejados en libertad.
Seguramente recordó entonces la carta de O'Higgins a San Martín, "un
ejemplar castigo y pronto es el único remedio...". Escribe Bartolomé Mitre:
"Por desgracia para los hermanos llegaba a Mendoza, entre los fugitivos del
campo de batalla y poseídos de los pavores de la derrota, el doctor
Monteagudo, auditor del Ejército de Chile. Este personaje; cuya figura
apa-rece en todas las hecatombes de la revolución, terrorista por
temperamento y por sistema, era el genio político que iba a de-cidir con su
influencia de revolucionario y jurisconsulto, la suerte de los presos".
Decidido a congraciarse con O'Higgins; Monteagudo se presenta ante el
gobernador Luzuriaga, quien debía su cargo a San Martín, y le manifiesta
venir en misión secreta confiada por el General.
El gobernador parece desconfiar al principio pero no pasa mucho tiempo
antes de que la seducción y la verba de Monteagudo terminan por
convencerlo. Se abre así un juicio contra quienes eran enemigos
irreconciliables de San Martín y de O'Higgins.
Hacía ya años que los tres Carrera, junto a la vigorosa Javie-ra, su hermana,
planeaban acciones políticas, militares y hasta terroristas para
desembarazarse de quienes ellos consideraban el obstáculo para hacerse del
poder en Chile y enfrentarse, se-gún ellos, en mejores condiciones con el
invasor español.
Monteagudo se erigió, una vez más, en principal fiscal del proceso: los
acusa de un supuesto intento de fuga de su prisión mendocina. Luego de un
juicio acelerado y en muchos sentidos procesalmente cuestionable, los
Carrera son condenados a muerte y la ejecución se lleva a cabo velozmente,
argumentan-do que "estaba autorizado en tan terrible y extraordinario
con-flicto. No sólo para cumplir sumariamente la causa sino para también
proceder a la ejecución de la sentencia, sin previa con-sulta a la
superioridad por ser el peligro inminente".
Como Monteagudo lo anticipase, la noticia llenó de satisfac-ción a
O'Higgins, quien veía así despejado su camino de tan acérrimos enemigos y
verdaderos obstáculos para sus objetivos políticos como los obstinados
hermanos Carrera. Tanto fue así que lo manda llamar a Monte agudo para
que regrese a Santia-go y nuevamente le adjudica tareas de gran
responsabilidad en su gobierno.
Lo que quizás estaba fuera de los cálculos del tucumano era la ira que se
desató en San Martín, en primer lugar debido al engaño del que había sido
objeto su fiel Luzuriaga, cuando Monteagudo invocase su nombre
arteramente. Es posible tam-bién que, siendo Luzuriaga acólito de la Logia
Lautaro, el "fusilador de Mayo", como alguien lo llamase, haya aducido
falsa-mente una decisión en tal sentido de la misma, lo que explicaría su
caída en desgracia con la cofradía masónica; en segundo lugar, debido a
qué San Martín, magnánimo, había prometido a Ana María Cotapos, esposa
de Juan José Carrera, la conmutación de la pena. Promesa que cumplió
enviando el siguiente mensaje a O'Higgins: "Excelentísimo Señor, si los
cortos servicios que tengo rendidos en Chile merecen alguna consideración,
los interpongo para suplicar a V.E, se sirva mandar se sobresea la causa que
se sigue a los señores Carrera. Estos sujetos podrán tal vez algún día ser
útiles a la patria, y V.E. tendrá la satisfacción de haber empleado su
clemencia uniéndola al beneficio público".
Pero cuando esta comunicación llegó; la terrible sentencia hacía ya tres días
que se había cumplido, lo que fue aprovecha-do por los enemigos chilenos
del Libertador para acusarlo de falso y de burlarse de una viuda
desconsolada.
Nótese la grandeza de San Martín, quien amnistiaba a quie-nes le habían
dicho lindezas como "espión asqueroso", "asala-riado por los tiranos",
"monstruo de corrupción y de codicia".
Es esa actitud lapidaria, letal con sus enemigos, la que man-tendrá a lo
largo de su vida Monteagudo, acorde con aquellas instrucciones que
Moreno enviase a su otro condiscípulo, Castelli, cuando éste avanzaba a la
cabeza del Ejército del Norte para asegurar la débil Revolución de Mayo:
"Debe reservarse la conducta más cruel y sanguinaria con los enemigos de
la causa, la menor semi prueba de ellos, palabra, etcétera, contra la causa
debe castigarse con la pena capital, principalmente si se trata de sujetos de
talento, riqueza, carácter y alguna opi-nión; a los gobernadores y militares
que caigan en poder de la causa debe decapitárselos".
Era este el eco transoceánico de Dantón: "Bebamos la san-gre de los
enemigos de la humanidad, si es necesario. ¡Qué me importa mi reputación!
¡Sea Francia libre y perezca envilecido mi nombre...!".
La ejecución de los hermanos Carrera, que aún genera po-lémica en Chile y
en la Argentina no sólo por la envergadura de los ajusticiados, hoy héroes
nacionales del país transandino, sino también por las graves fallas
procesales, tuvo también por razón el convencimiento del joven abogado de
que ya demasia-dos enemigos eran los españoles, vencedores en Cancha
Raya-da y amenazando invadir Mendoza, para que O'Higgins y San Martín
tuvieran también que enfrentarse con enemigos inter-nos tan tenaces y tan
populares como los Carrera. Es muy pro-bable que el movimiento libertario
hubiera fracasado de no ha-ber mediado la desaparición física de los
hermanos.
La prueba de que este episodio no modificó las jacobinas convicciones de
Monteagudo fue que poco tiempo más tarde, quizás atendiendo a
insinuaciones de O'Higgins, tiene partici-pación activa en la muerte
sospechosa del abogado y coronel Manuel Rodríguez, el exaltado patriota
que tan brillante ac-tuación tuviera luego de Cancha Rayada, y en otros
momentos de la historia chilena y que, hábil demagogo y partidario
carre-rino, gozaba de gran popularidad que aprovechaba para llevar a cabo
manifestaciones en contra del gobierno de O'Higgins y San Martín.
Rodríguez había sido detenido, acusado de insubordina-ción al mando de
los Húsares de la Muerte, regimiento por él creado y que lucía
impresionante uniforme negro.
El secretario anuncia:
-El teniente Manuel Navarro, comandante.
-Que pase -replica el coronel Alvarado. A su lado Mon-teagudo hace correr
las páginas de un libro, fingiendo leer. -A sus órdenes, mi comandante.
-El señor Monteagudo tiene algo para comunicarle en nombre del gobierno.
-¿Cómo está el prisionero?
-Seguro, aunque de carácter difícil.
Monteagudo contornea el escritorio y se acerca al teniente hasta ponerle
una mano comprensiva sobre el hombro.
-La patria, teniente Navarro, nos exige muchos sacrificios, que no son
solamente ponerse frente a un cañón arriesgando la vida -el coronel
Navarro escucha con atención, revolviendo una taza de té.
-Sí, señor Auditor.
-El gobierno espera mucho de usted, teniente, y si cumple le auguro un
futuro brillante en su carrera -Monteagudo mi-ra fijo a Navarro, quien
desciende sus ojos hasta las baldosas del piso-. Se trata de Rodríguez, grave
amenaza para la causa de nuestra libertad.
Las instrucciones son llevarlo a Quillota, poniéndolo en conocimiento,
según declarase -en la indagación posterior, de que el gobierno se
interesaba en "la exterminación de Rodríguez por la tranquilidad pública y
la tranquilidad del ejército".
Aplicóse entonces al coronel Rodríguez la que luego sería conocida como
"ley de fugas": alentar a un preso con engaños a escaparse para entonces
ajusticiarlo con pretexto. Así se hizo en la quebrada de Til-til, y un nuevo
impedimento en los pla-nes patriotas de O'Higgins y San Martín
desapareció del hori-zonte.
Pero esto colmó el vaso de alguna paciencia, de San Martín o de la Logia
Lautaro, alcanzados por la crítica de una opinión pública que hacía a
Monteagudo culpable de estos desasosie-gos revolucionarios y a ellos sus
mentores.
El doctor de Chuquisaca escribe entonces quejosamente: "Tremendos
obstáculos les quité del camino y sin embargo, pa-ra la Logia, tanto la de
Buenos Aires como la filial de Santiago, soy ahora un rebelde infiel a su
ideología. Una especie de ge-nio del mal, reacio al lirismo evangélico que
lo acompaña en sus empresas deba ser para San Martín. Pueyrredón me
odia. Acaso entre todos ellos han resuelto sacrificarme y O'Higgins no da
muestras de oponerse, a sus intenciones".
Capítulo Trece
Monteagudo es extraditado hacia Mendoza por decisión de O'Higgins; a
desgano y obedeciendo instrucciones; que tam-bién recibe el gobernador
Luzuriaga de erradicarlo de Mendo-za y confinarlo en San Luis.
San Martín parece sinceramente enemistado, tanto como para escribir a
O'Higgins, el 30 de octubre de 1818: "Con ejemplares como Monteagudo y
otros hombres falsos como él, debe usted moderar su bondad, que lo lleva a
proteger a unos sujetos que no guardan ley con nadie y que no pueden
produ-cir otros resultados que repetidos comprometimientos":
¿O se trató de órdenes de la Logia Lautaro, no tanto dis-gustada como
decidida a sacar del medio, temporaria o defini-tivamente, a uno de sus
fieles ejecutores de las medidas que consideraba conveniente para el logro
de sus propósitos?
Es difícil, aunque no imposible, creer que Monteagudo haya obrado
solamente por propio impulso, sin el consentimien-to o al menos la
notificación de la cofradía. Muchos de los he-chos de nuestra historia, ya lo
hemos señalado, no tienen otra lógica que la de los designios de la Logia o
la de sus luchas in-ternas.
Cuando San Martín legó a Chile, aprovechando la desapar-ición de su
adversario Alvear, solicitó y obtuvo la autorización para crear y dar
impulso a una filial en el país trasandino, cuyo objetivo sería el de
favorecer las propuestas de la alianza ar-gentino-chilena.
Difícil es, por el estricto cumplimiento del secreto de la her-mandad -cuya
violación se pagaba con la vida- tener datos ciertos sobre la relación entre
Monteagudo y la Logia aunque es de suponer que fue conflictiva, pues sin
duda se trataba de un "hermano” demasiado soberbio y demasiado
apasionado por la revolución americana para imaginarlo en disciplinado
acatamiento. Su pertenencia a la hermandad le fue de prove-cho en ciertas
etapas de su vida y en otras le significó ostracis-mos y relegamientos.
La clandestinidad en que se desenvolvió esta institución secreta, -lo que fue
notablemente respetado por sus miembros hasta el punto de que aún hoy se
hace muy difícil ahondar en su estudio, confunde muchos de los hechos de
nuestra historia. Un ejemplo liminar de esto es la renuncia de San Martín en
Guayaquil, cuando se encuentra con otro alto dignatario masó-nico, como
era Bolívar, con quien juntamente habían recibido la iniciación en Londres
de manos del precursor Francisco Miranda: nadie ni nada parece desmentir
que nuestro Gran Ca-pitán se aparta de las lides revolucionarias por precisas
instruc-ciones de la superioridad de la Logia. Ello no disminuye el valor del
sanmartiniano renunciamiento en función de los in-tereses de la causa
americana ya que el argentino insiste, y quedar resentido porque el
venezolano, hace caso omiso a sus ruegos, en continuar sirviendo a sus
órdenes.
Monteagudo entró en San Luis a disgusto, despechado por la falta de ayuda
de quienes él consideraba sus socios, a quiene-s creía haber sido de gran
utilidad y mereciendo gratitud por ello.
San Luis era una bella ciudad provinciana, con una socie-dad conservadora,
escasa y pequeña. Es de imaginar la convulsión que provocó la llegada de
este hombre cuyas mentas se habían extendido por todo el país, aun más
allá de sus fronte-ra, de gallardo porte y esbelta figura vestido como un
dandy europeo, de refinadas maneras y de cultura excepcional en esas
tierras.
Se presentó ante el gobernador Dupuy con una carta de Luzuriaga, su par
de Mendoza, fechada el 10 de noviembre de 1818, en la que se cumplía con
un "hermano": "Recomiendo a Usted al doctor Monteagudo: Es decidido y
ha sufrido bastan-te por la causa. En el asunto de los Carrera le traté más
inme-diatamente y le vi muy recomendable. Ignoro las causas de su
presente situación, pero debiendo respetarlas mi recomenda-ción no quiero
se entienda comprometer a Usted y sí a cuanto pueda aliviar y consolar su
estado actual". Dicha amabilidad no se condecía con la comunicación
secreta que el mismo Luzuriaga enviase a O'Higgins: "Contesto su
apreciable en que me impuse de la medida de Monteagudo: lo he hecho
pasara a San Luis, por de pronto, desde Uspallata. Estos bichos siempre son
bichos...".
El gobernador puntano al principio receloso fue ganado por las dotes del
recién llegado, quien lo deslumbraba con sus anécdotas, sus teorías y sus
predicciones.
Fue en San Luis donde Monteagudo vivió una de las rela-ciones amorosas
más consistentes en su vida de mujeriego que nunca llegaba a consolidar
una relación más o menos estable y estrecha con alguna dama. Podría
decirse, a riesgo de caer en la cursilería, que Monteagudo estaba casado con
la revolución americana, o con la ambición de protagonizarla, y que a ella
dedicaba todas sus pasiones y todos sus fervores.
Era esta una mujer de la sociedad puntana de belleza anto-lógica, que
cautivó al recién llegado como un flechazo. Sin em-bargo algo se
interponía en su deseo, en el deseo de alguien que no estaba acostumbrado
a postergar sus ambiciones: la ni-ña se hallaba comprometida con un militar
español confinado en la ciudad.
Integraba un grupo de oficiales de alta graduación al servi-cio del rey de
España, entre ellos algunos de los jefes derrota-dos en Maipú, que fueron
generosamente recibidos en San Luis como personas de prosapia, que
circulaban con absoluta libertad y que se relacionaron con los más
encumbrados pobla-dores de la ciudad. Entre ellos estaban el ex presidente
de Chi-le, Marcó del Pont, el teniente general Bernedo, el brigadier
Ordoñez, el coronel Primo de Rivera, el coronel Morgado y otros.
Para un político de acción como Monteagudo los tiempos puntanos fueron
de ansiosa quietud, lo que enardece sus recla-mos a O'Higgins: "Usted
conoce bien las causas de mi actual desgracia. Yo contaba que estando el
país bajo la protección de usted estaría seguro del influjo de mis enemigos,
pero mi espe-ranza ha sido vana: la fatalidad de los tiempos quiere que no
haya ninguna garantía para quien tiene enemigos poderosos".
Margarita Pringles, que así se llamaba la damisela que había perturbado el
corazón de Monteagudo, era hermana de quien luego fuera uno de los
próceres máximos de nuestras guerras independistas, el valentísimo coronel
Pringles. A pesar de sus hasta entonces infalibles ceremonias de seducción,
que el doc-tor chuquisaqueño había ido perfeccionando a lo largo de su
agitada vida sentimental, Margarita no se rendía a sus pies. In-diferente
ante quien hizo decir a alguien que poco simpatizaba con él, Vicente Fidel
López: "Llevaba el gesto siempre sereno y preocupado, la cabeza algo
inclinada sobre el pecho pero la es-palda y los hombros tiesos. Tenía la tez
morena y -un tanto bi-liosa, el cabello renegrido do y ondulado, y la frente
espaciosa y de una curva delicada, los ojos negros y grandes, entrecorta-dos
por la concentración natural del carácter y muy poco cu-riosos. El oval de
la cara aguda, la barba pronunciada, la voz gruesa sin ser orzada, la boca
firme. Era casi alto, de formas espigadas, la mano preciosa, la pierna larga
y admirablemente torneada, el pié correcto como el de un árabe. Sabía bien
que era hermoso y tenía orgullo en esto como de sus talentos".
Es el arrogante brigadier Ordoñez, hidalgo de prosapia his-pánica,
derrotado en Maipú, quien se ha adueñado del corazón de su amada. El
mismo que comunicara a San. Martín su agradecimiento por "las inmensas
atenciones de su finísimo je-fe, el señor don Vicente Dupuy".
Mala suerte la del Brigadier: se había ganado el odio de Monteagudo.
Durante las largas pláticas que sostiene con Dupuy, éste es-cucha con
avidez los consejos del joven fogueado ya en la revo-lución americanista y
en varios países, que a pesar de sus cor-tos años ha conocido ya la gloria y
el infierno, quien mucho ha leído y mucho ha aprendido en su contacto con
importantes figuras de América y de -Europa. Termina el gobernador por
convencerse de aquello que pregona su huésped y que había escrito años
antes en el El Grito del Sud: "A los españoles no se les puede tener
conmiseración, pues cualquier debilidad será aprovechada para dar el
zarpazo". España es la enemiga y el espectáculo de sus jefes paseándose
libremente por San Luis y sosteniendo estrechas relaciones con la sociedad
puntana es algo que irrita su sentimiento revolucionario.
Pronto se dicta la medida de que los confinados serían so-metidos a un
régimen de mayor severidad y que deberían per-manecer en sus celdas
durante las noches. Monteagudo era leal a aquello, que alguien contestase a
Sócrates: "La virtud del hombre consiste en cumplir a conciencia sus
deberes de ciudadano, en hacer bien a sus amigos, mal a sus enemigos, y
cuidar que no le suceda otro tanto".
A pesar, o a favor de lo calmo de su vida, Monteagudo no puede evitar un
profundo mal humor. Es esto lo que refleja el agente chileno Luis María
Irizarri, amigo de O'Higgins y de paso por San Luis, quien recomienda no
irritar a quien posee más de una secreta clave política y lo alerta sobre lo
arriesgado de mantenerlo quejoso. "Quizás -escribe Irizarri- algún día nos
pesará el chasco que le dimos cuando menos lo esperaba".
El desdén de la señorita Pringles aumenta su inquina hacia los españoles.
Ha convencido a Dupuy de que su caída en des-gracia es sólo una fachada
urdida por San Martín y por O'Hig-gins para protegerlo de sus enemigos; y
que sigue gozando con el privilegio de su confianza. Ardides como éste,
frecuentes en él, conminaban al gobernador puntano a hacer méritos an-te
quien podría favorecerlo o hundirlo en el concepto de las máximas figuras
políticas, por lo que atiende a todas sus su-gerencias. Entre ellas, la de ir
apretando el torniquete a los ene-migos confinados, a quienes poco a poco
va cercenándoles las facilidades de las que antaño gozaban. Hasta se les ha
prohibi-do enviar y recibir cartas, y sólo pueden ver el sol en horario
restringido. Esto, inevitablemente, llevará a un estallido de vio-lencia, quizá
maquiavélicamente buscado y fomentado por Monteagudo.
Una tórrida tarde de verano, mientras el desprevenido go-bernador cebaba
algunos mates en su despacho, su edecán le anuncia que una delegación de
los oficiales españoles desea verlo. Convencido de que se trataría de otra
queja por el trato cambiado, a las que últimamente había ido
acostumbrándose, Dupuy los recibe con desgano y les ofrece asiento.
En ese mismo momento el capitán Carretero se le echa en-cima, puñal en
mano, arrojándole varios puntazos que por mi-lagro no lo alcanzaran. Su
ayudante es muerto de inmediato y se escuchan los pasos en tropel de los
otros oficiales españoles que se desparraman por la Casa de Gobierno con
la intención de adueñarse de ella, hiriendo y matando a todos los que se
oponen a su voluntad.
Dio la fortuna que cerca se encontrase el coronel Pringles al mando de una
partida que de inmediato acudió en ayuda del gobernador y de los pocos
que lo acompañaban, y luego de una encarnizada y sangrienta batalla puso
fin al motín. Este es-tuvo cuidadosamente planeado y uno de sus objetivos
era ase-sinar al odiado Monteagudo y luego proveerse de armas, de caballos
y de vituallas, para cruzar la cordillera y sumarse nue-vamente al ejército
realista.
El pueblo de San Luis también participó de la represión echándose a las
calles en busca de los pocos prófugos que intentaron escapar y
linchándolos.
Era esta otra oportunidad para que el doctor Monteagudo, graduado en la
prestigiosa universidad alto peruana, se erigie-se en fiscal de los reas. Su
dictamen, no podía ser de otra ma-nera, fue drástico y todos menos uno
fueron ajusticiados. Quien se salvó de la pena capital impuesta, por especial
pedi-do de la llorosa Margarita Pringles, que no vaciló en echarse a los pies
de quien podía disponer de vidas o muertes, fue el te-niente primero Juan
Ruiz Ordoñez, apenas un adolescente y sobrino del novio de Margarita, el
brigadier Ordoñez.
No hubo necesidad de pasar por las armas a éste, pues mu-rió degollado por
mano anónima durante la intentona. Dícese que cuando Monteagudo lo
reconoció, casi hundido en el charco de su propia sangre, exclamó: "Pobre
mi Margarita", aunque en su rostro seguramente fue difícil encontrar una
sin-cera expresión de pesar.
Uno de los viajeros ingleses que entonces recorrían Améri-ca, quizás
agentes encubiertos, cuenta en sus "Memorias" que, cierta vez, paseando
con Bernardo Monteagudo por las desier-tas calles de San Luis, éste le
expresó en un casi perfecto in-glés, señalando un ángulo de la plaza
principal: "Vea, mister Haigh, allí en ese lugar, fue donde hice fusilar a los
godos".
También le contó que su clemencia con Juan Ruiz Ordoñez no había
ahorrado a éste una declaración de culpa más allá de toda verdad, que lo
hubiese hecho merecedor de la pena capi-tal, y que siendo pública, lo
cubrió de oprobio por el resto de sus días, comportando lo que él mismo
llamó "una verdadera muerte civil". El inglés confiesa que sintió un
escalofrío pen-sando que se encontraba al lado de un hombre
verdaderamen-te cruel, a pesar de sus maneras encantadoras.
No en vano el nombrado lrizarri escribía a O'Higgins, refi-riéndose al tucumano:
"Nunca está de más encender una vela a Dios para que nos haga bien y otra al
Diablo para que no nos haga mal". El mismo diablo que antes de despedirse de
Haigh le pide cortésmente que le facilite en préstamo un libro con las baladas
gaélicas de Ossian...
Nunca se sabrá si antes de la partida hacia Mendoza, llama-do por San
Martín nuevamente, Margarita Pringles y Bernar-do Monteagudo se
despidieron. Pero allí quedaba una de las pocas mujeres que parecieron
conmover los cimientos senti-mentales de ese hombre muy poco dispuesto
a perder el tiem-po con la tranquilidad de relaciones sinceras y profundas.
Aunque no es de extrañar que justamente haya podido ena-morarse de
quien nunca se rendiría ante sus lances.
Capítulo Catorce
Las voces de mando de Cochrane, el almirante de la escua-dra, a bordo de
la O'Higgins se escuchan a lo lejos impartiendo la orden de zarpar. En el
puente de la San Martín, el Liberta-dor argentino, conmovido, se aferra a la
balaustrada guardan-do sus pensamientos. A su derecha, jovial y optimista,
el mis-mo de quien en su carta a O'Higgins, no hacía mucho tiempo atrás
había opinado: "A los que alguna vez fueron malos, como Monteagudo,
debemos tenerlos siempre alejados del lugar donde puedan dañar y no
creerles más protesta que no les arranca el escarmiento, sino la necesidad".
Pero San Martín era un militar de talento y sabía que hom-bres como
Monteagudo eran imprescindibles. Por eso nueva-mente lo llamó a su lado
y lo gratificó con el cargo de Auditor General del Ejército Argentino.
Sabía que por delante lo aguardaba una epopeya en la que las batallas no se
ganarían solamente en el campo sino también en las ideas. Nadie superaba
a Monteagudo en ese sentido, por su capacidad de ser apasionada y
racionalmente convincente, de extraer de su mente, de sus libros y de su
pluma los argumentos necesarios para justificar cualquier empresa.
El flamante Auditor habría a lo mejor conversando con Mo-reno sobre propaganda
política, sumergidos en la penumbra de las fondas de Chuquisaca. No en vano el
primer Secretario de la Junta de Mayo había dado instrucciones a Castelli: "Se
montará una oficina con seis u ocho sujetos que escriban cartas anónimas,
fingiendo, o suplantando nombres y firmas para sembrar la discordia y el
desconcierto, dándose a indisponer los ánimos del populacho contra los sujetos de
más carácter y caudales pertenecientes al enemigo". El Plano de Operaciones
moreniano se ocupaba también de la prensa: "Debe dar noti-cias muy halagüeñas,
lisonjeras y atractivas ocultando en lo po-sible los casos adversos y desastrados,
porque aunque algo se sepa a lo menos que la mayor parte de la gente no las
conozca. Las derrotas se disimularán con el colorido más aparente, y en la semana
en que haya de darse al público alguna noticia ad-versa, el número de gazetas a
imprimir será muy escaso. En cuanto a la prensa extranjera, se evitarán los papeles
perjudi-ciales, los que deben secuestrarse".
San Martín también apreciaba el creciente y vigoroso espíri-tu americanista
de Monteagudo, quien cada vez más pensaba en términos de la Patria
Grande, más allá de las fronteras de su Argentina natal a la cual nunca más
regresó, no porque no guardara hacia ella un nunca desmentido amor filial,
sino por-que los vientos libertarios lo arrastraron hacia donde se jugaba el
destino americano, que era donde, tal como lo escribiese en varias
oportunidades, se dirimía la independencia de cada una de esas naciones,
entre ellas la suya.
Es Monteagudo quien redacta las proclamas que San Mar-tín leerá a los
soldados a partir de Valparaíso, y las que tam-bién dirigirá a los pueblos del
Perú. En la primera: "Ya hemos llegado al lugar de nuestro destino y sólo
falta que el valor consuma la hora de la constancia. Acordáos de que
vuestro gran deber es consolar a la América, y que no venís a hacer
conquista sino a libertar pueblos. Los peruanos son nuestros hermanos:
abrazadlos y respetad sus derechos como respetas-teis los de los chilenos
después de Chacabuco ..:". En cuanto a la segunda: "El último virrey del
Perú hace esfuerzos para pro-longar su decrépita autoridad. El tiempo de la
opresión y el es-fuerzo ha pasado. Yo vengo a poner término a esa época de
dolor y de humillación...".
Para emprender la expedición, San Martín ha debido deso-bedecer al gobierno de
Buenos Aires, quien lo instruía para poner sus tropas a su servicio para reprimir
alguna revuelta intestina, incorporándolo a una absurda coreografía de envi-dias y
recelos que iban conformando una nefasta guerra civil. El Gran Jefe se negó a ello,
sabiendo que fomentar con su in-tervención el desorden de las Provincias Unidas
sólo serviría para aniquilar definitivamente el movimiento revolucionario, cuyo
éxito era su insobornable prioridad.
La flota que había partido de Valparaíso desembarca por fin en El Callao, y
las tropas libertadoras se dirigen hacia Lima, entre la euforia de los
pobladores que las reciben con un entusiasmo que luego irán perdiendo,
con el correr del tiempo, hasta transformarse en mayoritaria repulsa y
conspiración.
El derrumbe de la resistencia española se debió entre otras razones a la
exitosa "guerra de zapa" llevada a cabo por Mon-teagudo como secretario
de Guerra. Uno de sus instrumentos para ello, no podía ser de otra manera,
fue la palabra impresa.
A instancias suyas, entre el equipamiento bélico que la ex-pedición llevó
por mar hasta el Perú, se contaba con una im-prenta en la que rápidamente
comenzó a editarse El Boletín del Ejército, donde él mismo relataba las
contingencias de la expe-dición, haciéndolo siempre en un tono optimista y
transmitien-do convicción de la victoria. Fue allí donde no sólo los propios
soldados sino también los enemigos pudieron leer que el vi-rrey de la
Pezuela, sustituto del virrey Abascal, había enviado un oficio al General de
los Andes proponiéndole un armisticio, lo que evidenciaba su debilidad. No
se equivocaba Monteagu-do al suponer que noticias de este tipo
provocarían una honda desmoralización en las filas enemigas.
La suerte vino en su ayuda cuando el 22 de octubre de 1820 fallece el
auditor general de Guerra, Antonio Alvarez Jonte, ofreciéndole de
inmediato San Martín ocupar tan im-portante cargo. La designación fue
recibida con alborozo por O'Higgins, lo que demuestra la magnífica
relación que Mon-teagudo sostenía con ambos, quienes también lo
promovieron simultáneamente al grado de Coronel del Ejército.
Es innegable que en la "guerra de zapa" tan hábilmente conducida por
Monteagudo también influyeron decisivamente las redes subterráneas
construidas por la Logia Lautaro, que iba ganando adeptos en los lugares
antes de que las tropas lle-gasen y que creaban el ambiente favorable para
sublevar las poblaciones y disminuir o impedir la resistencia armada.
En El Boletín, Monteagudo va dejando constancia de suce-sos de la
expedición: los brillantes triunfos navales que despe-jaron el Pacífico para
la acción revolucionaria, la deserción del batallón "Numancia" con el
teniente coronel Heres y sus seis-cientos cincuenta soldados, en su mayoría
colombianos, que se pasaron con armas y bagajes al ejército patriota; la
sublevación de Trujillo a cuya cabeza estuvo su intendente, el marqués de
Torre Tagle, persona que respondía a Monteagudo y llamada a ocupar
lugares de privilegio.
No era fácil esa tarea propagandista con los pobres medios con que
contaba. De ello se quejaba en una carta a O'Higgins: "La maldita imprenta
me da infinito quehacer, se ha descompuesto en los días pasados con las
continuas mudanzas y no puedo publicar ni la centésima parte de lo que
ocurre. Lo sien-to en extremo porque es preciso confesar que hasta ahora
todo se ha hecho con la pluma".
Capítulo Quince
A pesar de las continuas deserciones de las tropas realistas y de la desazón
en la que a favor de la acción de zapa se hundía la población prohispánica
del Perú, algunos contratiempos de importancia se abatieron sobre la
expedición libertadora. Uno de ellos fue el desencadenamiento de una peste
que tuvo a maltraer a soldados y a oficiales, provocando muchas bajas por
muerte e invalidez, además de una peligrosa merma de la moral combativa.
Monteagudo fue designado por San Martín para tan ardua tarea, en la que
demostró mérito, organizando acertadamente los hospitales de campaña, la
provisión de los medicamentos necesarios, las medidas de higiene para
potabilizar el agua y sanear los alimentos, desplazándose incansablemente
entre los enfermos para consolarlos, arengarlos y levantarles el espíritu. Por
fin la plaga fue amainando. Y nuevamente fue posible priorizar los planes
de conquista.
Sabedores de que la victoria está próxima y que tareas de gobierno se
aproximan, crece en San Martín y en Monteagudo la convicción de que un
sistema republicano y democrático sería nefasto en un pueblo con tendencia
al desorden como el peruano. Es por ello que cabildean la posibilidad de
una monarquía constitucional, que tan nefastas consecuencias políticas les
traerá.
Así, el 30 de mayo de 1821, el segundo d los nombrados publica en El
Pacificador, diario fundado para sostener los ideales del Ejército
Libertador, un brevísimo artículo que se supone remitido por un lector:
"Muy Señor mío: por casuali-dad ha llegado a mis manos un periódico que
actualmente se publica en Londres con el título de “Censor Americano". En
ese ejercicio de ventrilocuismo, que disimula una intención de sondear la
reacción de la gente, Monteagudo continúa: "El proyecto de Monarquía en
Buenos Aires ha llamado la atención del público. Que este proyecto no es
más que la renova-ción de otro más antiguo en aquella parte del Nuevo
Mundo, lo acreditan los documentos publicados. Que tiene muchos y
po-derosos partidarios lo aprueban las resoluciones de todo un Congreso.
Que todo hombre que sabe leer y escribir, que co-noce su país y que desee
el orden prefiera una Monarquía a la continuación de una inquietud y
confusión, es muy natural. Que los enemigos de la paz y de la tranquilidad
del Estado sean también los enemigos de este proyecto, parece
indisputable- Nadie puede dudar que en Europa y otros mundos civili-zados
se hallan interesados en la tranquilidad de aquel país. Que Príncipe sea de
esta casa, o de la otra, es cuestión más propia de los diplomáticos que de los
políticos. Los intereses de cada pueblo en particular no son los de todo el
mundo, pe-ro tampoco son inconciliables todos ellos entre sí".
Tomás Guido, en sus escritos de mucha tiempo más tarde, afirmaba que
quien inducía a pensar de esta manera a San Martín era "su célebre ministro
Monteagudo". Ministro céle-bre, entre otras razones, por el eficaz
hostigamiento del enemigo a -través de la difusión de las ideas del ejército
patriota.
Así lo señala García del Río en su correspondencia con O’Higgins: "La
verdad, es el fenómeno más extraordinario de la guerra: derrotar a un
ejército poderoso con la fuerza sólo de la opinión sostenida con ardides
bien manejados. A nosotros mismos nos admira haber concluido un
negocio al estado en que se hallan, sin adoptar una ofensiva de guerra".
San Martín entra finalmente en Lima, el 10 de julio de 1821, y allí
comenzará una importante tarea de gobierno de Monteagudo, como primer
ministro. Desarrollará una actividad febril, rigurosa, plena en ideas que,
como es constante a lo largo de su vida, le ganará acérrimos enemigos y
encendidos partidarios.
El protector, como se lo designó a instancias de la Logia y por
recomendación de Monteagudo, prefirió ocuparse de los temas militares
delegando en su colaborador los temas civiles y administrativos. No
deseaba San Martín, sinceramente, hacerse cargo del gobierno en Lima,
pero fue obligado a ello por sus partidarios en la esperanza de que el
prestigio por él ganado sirviera para contener el desorden que imperaba en
todo el territorio. Tampoco le gustaba mucho la rimbombancia de
“Protector de la Independencia del Perú", pero fue convencido de que ello
facilitaría las cosas en un país tan hecho a las pompa y a los títulos. De allí
en más todos sus esfuerzos estarán dirigidos a coordinar con el otro gran
Libertador de América, Simón Bolívar, los esfuerzos finales para expulsar
definitivamente a los españoles del territorio americano.
Lo que él y Monteagudo tenían en claro era que "Lo primero es asegurar la
Independencia, después se pensará en establecer la libertad sólidamente".
Esta actitud originó los primeros roces con la población peruana, ya que los
argentinos que no podían dejar de ser vistos como extranjeros, demostraron
una excesiva voluntad de dominio y de concentración de poder en sus
manos. Para amortiguar, inútilmente, este sentimiento, San Martín formó
un primer gabinete americanista con Monteagudo, quien ocupó la
Secretaría de Guerra y Mari-na, con García del Río, ecuatoriano, como
ministro de Gobier-no, e Hipólito Unanúe, peruano, como ministro de
Hacienda.
Esto no bastó para calmar a quienes desde el primer mo-mento conspiraron
en contra de los nuevos gobernantes, favo-recidos por la firmeza de algunas
medidas mal recibidas en sectores influyentes como por ejemplo la
expropiación de los bienes a todos los ciudadanos españoles. "Bien
conocéis el esta-do de la opinión. Entre vosotros mismos hay un gran
número que acecha y observa nuestra conducta, Yo sé cuanto pasa en lo
más recóndito de vuestras casas. Temblad si abusáis de mi indulgencia. Sea
ésta la última vez que os recuerde que vuestro destino es irrevocable y que
debéis someteros a él", proclama-ba San Martín con el estilo inconfundible
de su Secretario de Guerra y Marina. También se expulsó al octogenario
arzobis-po de Lima, Las Heras, y para premiar a sus soldados, se acor-dó
que se repartieran a los jefes y oficiales del ejército liberta-dor quinientos
mil pesos en fincas confiscadas a los españoles y que a los soldados se les
diera tierras en las provincias que eli-gieran de residencia, creando
inevitables resquemores.
Muy pronto Monteagudo desplaza a García del Río y ocupa también la
cartera de Gobierno, concentrando el poder políti-co en sus manos, a favor
también de que San Martín, demasia-do sensible a ingratitudes y enconos,
prefiere apartarse de los vericuetos de la vida pública.
Otra de las dificultades que hubo que enfrentar fueron las actitudes díscolas,
levantiscas del almirante Cochrane, quien se sentía llamado a
responsabilidades mayores que la de ser simplemente el jefe de la Escuadra.
Se había permitido aconsejar a San Martín, a favor de su in-quina con
Monteagudo: "No vaya a creer que es su persona si-no la nobleza de sus
actos la que le conquistará el amor de la humanidad. No vaya a creer que un
Protector puede llevar a término sus grandes proyectas sino procede recta y
honrada-mente", el mismo día en que el Jefe era ungido Protector. "Los
aduladores son más peligrosos que las serpientes más veneno-sas",
apostrofaba el Almirante de las islas británicas, inquieto porque su
tripulación, tan mercenaria como él mismo, no ha-bía aún recibido el botín
que justificase sus desvelos.
Los peruanos que lo escuchaban, veían en el Almirante al posible recambio
de ese San Martín que parecía demasiado do-minado por el petulante
Monteagudo, a quien últimamente, se decía, se le había ocurrido la
descabellada idea de juntar fir-mas para nombrar a San Martín Rey del Perú.
Enterado de es-tos rumores, el Ministro de Gobierno y de Guerra y Marina
mandó investigar y prender a quienes recorrían las casas con el pliego a
firmar en una maniobra tendiente a desacreditar a los argentinos.
Pero si lo de la firma fue una patraña opositora, no lo eran los planes del
"rey José", como habían comenzado a llamarlo los limeños; en voz baja: "Es
necesario que las instituciones que se den a los pueblos estén en armonía
con su grado de instruc-ción; educación, hábitos y género de vida, y que no
se les de-ben dar las mejores leyes, pero sí las más apropiadas a su ca-rácter,
manteniendo las barreras qué separan las diferentes clases de la sociedad
para conservar la preponderancia de la clase instruida y que tiene que
perder".
La mala recepción. de estas ideas por parte de la ciudadanía fue bien
aprovechada por sus enemigos como Riva Agüero, García Carrión y, claro,
el almirante Cochrane.
Monteagudo acusaba. al Almirante de estar al servicio de In-glaterra, de ser
un agente de la rubia Albión, de trabajar para que América cayera en las
garras de otro imperio. También en sus artículos, a veces firmados con
nombre figurado o fingien-do cartas apócrifas de lectores, le hacía cargos de
corrupción, de haberse quedado con fondos destinados a armamentos o
equipamientos de sus naves.
Pero era a él, al Ministro del Gobierno de San Martín, a quien la opinión
pública consideraba hombre de aprovecharse de su cargo para enriquecerse.
Corrían rumores, azuzados por agentes al servicio de España y de
Inglaterra, de que los grifos de su casa eran de oro, que la bañera era de
mármol de Carrara, que en su palacio se llevaban a cabo orgías
interminables. "Estos porteños pretenciosos se creen que el Perú es su
estan-cia y los peruanos sus peones", murmuraban en los hogares, fondas y
saraos.
U'Leary, agudo observador que no puede ser calificado un partidario de
Monteagudo; y que lo conoció en profundidad, dijo: "El corto período de su
administración puso en evidencia sus grandes dotes de estadista y el vigor
de su carácter resuel-to. Era tanta su consagración a sus públicos deberes,
que a pe-sar de sus hábitos afeminados impulsó no sólo los negocios
mi-litares sino todo el complicado mecanismo del gobierno, y en medio de
las atenciones que el nuevo mecanismo requería, ha-lló tiempo para
consagrarse al embellecimiento de la capital y al modo de extirpar abusos
perjudiciales y deshonrosos al esta-do de la civilización y la moral. La
política de Monteagudo puede haber sido imprudente, y fue a una edad
prematura, pero lo presenta como a un hombre superior a sus
contempo-ráneos".
La palabra "afeminado", de este párrafo alude, en la acep-tación de su
época, en quien siempre demostró ser un macho de altura, a los hábitos
hipersofisticados de quien vestía con ter-ciopelo y se adornaba con perlas
en el ojal, de quien gustaba usar corbatas de seda y calzado de charol, de
quien se sabía be-llo y que gustaba de seducir, de quien se sabía influyente
y ju-gaba con la envidia ajena. También Ricardo Rojas se ocupó del tema:
"Le dijeron también sibarita, porque se bañaba diariamente, se pulía las
uñas, gustaba del buen vestir y los perfu-mes, y esto causaba espanto donde
la incuria de la propia hi-giene y decoro constituía al tradición colonial".
Hábitos que Monteagudo había adquirido durante su ex-trañamiento
europeo y que, imprudentemente, daban pábulo a las leyendas que se tejían
en su contra. Lo mismo había sucedido con Belgrano, según relata el
austero general Paz en sus Memorias: "Inglaterra había producido un tal
cambio en sus gustos, en sus maneras, y aún en sus vestimentas, haciendo
de los usos europeos demasiada ostentación, hasta el punto de re-sultar
chocante para las costumbres nacionales".
La verdad de los hechos indica que la obra del gobierno de San Martín y
Monteagudo fue fructífera: se creó la primera Es-cuela Normal de Lima;
también la Biblioteca Nacional, a. la que tanto San Martín como
Monteagudo donaron parte importante de su bibliotecas personales; se
estableció la libertad de vientres, provocando un fuerte perjuicio económico
a sectores con poder; se mejoró el oprobioso sistema carcelario de estilo
hispáni-co; se abolió la mita y todas las formas de explotación del
indí-gena; se combatió el juego, lo cual generó un agudo disgusto de
algunas de las más encumbradas personalidades limeñas, ya que era ésta
una costumbre fuertemente enclavada en su idio-sincrasia; se creó también
la Sociedad Patriótica de Lima, a fa-vor de la acendrada convicción de
Monteagudo de que la ignorancia era aliada de la esclavitud, y de que la
dominación española había restringido todas las posibilidades educativas en
la ciudadanía para evitar el razonamiento liberador.
Como primer ministro del Protectorado se consideró a sí mismo el
presidente natural de dicha sociedad y a su cargo es-tuvo la oración
inaugural: "Las luces dan al hombre el poder de dominarse a sí mismo, y de
dominar en cierto modo a la naturaleza; ellas hacen que desaparezca ese
tremendo fantasma de la casualidad a que atribuyen, los que no piensan, la
mayor parte de sus males, y descubrir un nuevo teatro, en que lo natural es
ser feliz, cuando se conocen los obstáculos junta-mente con los medios de
vencerlos".
Pero una de las finalidades que había conferido a esta So-ciedad Patriótica,
distinta a la rioplatense, era la de ir conven-ciendo a sus asociados de la
necesidad de un gobierno fuerte que se opusiera a la anarquía, de una
monarquía temperada que tuviera como objetivo principal la
independencia, a través de la ordenada unión de esfuerzos, para luego
recién abrirse a la caótica algarabía de la democracia republicana.
Los enemigos de San Martín, que iban creciendo en núme-ro y en
influencia, tomaron la torpemente abandonada bande-ra de la democracia
para oponérsele, en especial José Justino Sánchez Carrión, hermano de gran
predicamento en la Socie-dad y cabeza de un partido opositor, quien
encontró también motivo de mofa y escarnio cuando Monteagudo implantó
en Perú "La Orden del Sol", en octubre se 1821, para distinguir a los
ciudadanos dignos y virtuosos, a aquellos que hubieran hecho más por la
Independencia de América. Es decir para los leales al Protectorado.
Pero los fastos que la acompañaron dieron pábulo a las sospechas de que se
trataba de entronizar a una nueva aristocracia, a una moderna nobleza
surgida de la lucha por la independencia. El trato que les correspondía era
de “Honorables Señores" para unos y de "Señorías" para otros.
Como es de imaginar, los excluidos y los antiguos nobles montaron en
cólera y encontraron campo fértil para las críticas. El sentido
aristocratizante, que irritaba al partido patriota que presumía de
republicano, era obvio en la circunstancia de que dichas distinciones eran
hereditarias y se transmitían a hijos y nietos sus beneficios. El fin
perseguido, como Monteagudo lo reconociese en sus Memorias, era
“restringir las ideas democráticas; bien sabía que para traerme al aura
popular no necesitaba más que fomentarlas; pero quise hacer el peligroso
experimento de sofocar en su origen la causa, que en otras partes nos había
producido tantos males”.
Peligroso experimento que mereció la dura reprobación de ese panegirista
sanmartiniano y gran historiador que fue Bartolomé Mitre: "Monteagudo,
su inspirador, que de demagogo exaltado había pasado a ser conservador
ultra y después monarquista de oportunismo; talento más brillante que
sólido y de más superficie que fondo, con espíritu más sistemático que
lógico, con ideas propias y teorías incoherentes asimiladas que aplicaba
esporádicamente según sus impresiones, sin tener en consideración los
hechos superiores que las dominaban (...) San Martín y Monteagudo
estaban ciegos”.
Fueron enviados a Europa ministros plenipotenciarios, García del Río y
Diego Paroissien, con el objetivo de, mancomunadamente con los enviados
del Río de la Plata y Chile, entrar en contacto con las monarquías europeas
para encontrar alguna salida al proyecto de instaurar un régimen conjunto
que al mismo tiempo no comprometiese la independencia de cada una de
las colonias. Pero ni siquiera lograron convencer a los que hubiesen sido
sus aliados americanos...
Capítulo Dieciséis
La situación se agravó con el decreto del 3 de enero que prohíbe los juegos
de azar bajo el concepto de que "de nada valdría haber hecho la guerra a los
españoles si no se trataba de extirpar los vicios que nos legaran", como
escribiese Montea-gudo. Pero los juegos de azar eran para los peruanos,
especial-mente para los limeños, mucho más que una diversión: eran parte
de su vida y de su cultura, en especial las riñas de gallos que movilizaban
grandes cantidades de dinero que iban a dar a los bolsillos de personajes
acomodados de la sociedad. Al punto tal que la prohibición fue burlada
inclusive por el Mar-qués de Torre Tagle, en cuya mansión se hicieron
reuniones de juego clandestinas.
Moviéndose en terreno conocido, para ganarse el favor femenino,
Monteagudo decretó que debía premiarse “El Patriotismo de las Ilustres
Peruanas”, considerando que merecían distinciones que hasta entonces sólo
se habían acordado a los hombres, "pues tenían soportados sufrimientos y
vejámenes de toda clase por su valiente adhesión a los patriotas". Esto está
en línea con aquel artículo de años atrás en La Gazeta de Bue-nos Aires,
donde elogiaba el importante papel que las mujeres desempeñarían en la
lucha por la Independencia.
Lo cierto es que las doncellas y damas continuaron ocupan-do un aspecto
de gran importancia en la vida de Monteagudo, quien también en Lima
supo ganarse el favor de ellas, siendo protagonista de varios entremeses
románticos, especialmente con Juanita Salguero, con quien vivió una
ardorosa relación no exenta de escándalos, que tronchó la muerte. En
crónicas sociales de la época quedó asentado el impacto producido por tan
aquilatado galán en el baile "de la Victoria"; celebrado cuando el Protector
entró en Lima, y en el que hizo su presen-tación en la sociedad limeña.
Soberbio y desparpajado, de conversación amena, eximio bailarín de las danzas de
moca, llamó la atención no sólo de las mujeres sino también de los hombres que lo
emulaban y envidiaban. Pero tampoco en el Perú cimentó Monteagudo una
re-lación estable ya que, como alguien dijese de San Martín, "los hombres de
acción no tienen tiempo de ser sentimentales".
Pero su éxito social no lo libraba de las críticas y los infun-dios,
tomándoselo como chivo expiatorio porque no se debía o no se quería
atacar al general San Martín, concentrándose en él las injurias y las
calumnias.
La situación arribó a su máximo voltaje a raíz de la salida de San Martín
para dirigirse la Guayaquil con el objetivo de en-trevistarse con Simón
Bolívar. Se produce entonces una reu-nión de unos cincuenta vecinos
expectables convocados secre-tamente por Riva Agüero, quienes se
confutaban para, derribar a Monteagudo, aunque quien había quedado a
cargo del Pro-tectorado era el Marqués de Torre Tagle, aristócrata peruano,
considerado un títere sin personalidad.
Ingenuo o indiferente ante la borrasca borrasca que se cernía sobre su
cabeza, Monteagudo aprovecha la ausencia del moderado San Martín para
intensificar su persecución contra los españoles, muchos de los cuales
debieron abandonar el territorio pe-ruano durante su gestión; de 5.000 sólo
quedan 400. Sabe que se arriesga, pero considera que es ese su deber. Tanto
como pa-ra escribir: "Conocía entonces que se me abría un vasto campo de
gloria y de peligros. Confieso que amo la gloria con pasión y que los
peligros, después de catorce años que he vivido en ellos, han perdido para
mí el prestigio que los hacen formidables". Por eso, a pesar de la alharaca
que ha levantado su acoso a en-cumbrados españoles de la sociedad, de
fortunas exuberantes y de relaciones influyentes, insistirá: "¿Algo más se
me reprocha? Sí; que persigo a los españoles del Perú por mezquina pasión.
¡Como si no fueran ellos de socapa los enemigos más. tenaces e iracundos
de la Independencia) ¡Como, si nadie reparase en las conspiraciones que el
españolismo de Lima sostiene, subrepti-ciamente o no, contra los intereses
de la causa emancipadora!".
El 31 de diciembre de 1822 expulsó del Perú a todos los peninsulares que
no se hubiesen bautizado. El 20 de enero de 1822 decretó que los
expulsados dejasen al Estado la mitad de sus bienes y a los que
permaneciesen en el Perú se les prohibía todo ejercicio del comercio. El 23
de febrero se dispuso que quienes faltasen a esta imposición fuesen
desterrados y confis-cados todos sus bienes.
Hasta llegó a prohibírseles salir a la calle con capa, y al que fuese
encontrado en la calle después de oraciones, pena de muerte, reservada
también, para todo español que portase algún arma.
Aquellos hombres poderosos cuyos negocios se relacionaban con la
metrópoli, se juntaron para urdir una maquiavélica conspiración contra
Monteagudo y organizaron una red de infundios que rápidamente tomó
cuerpo y se expandió por la so-ciedad. Se lo acusaba de estar incapacitado
de predicar moral, eliminando el juego, pues se trataba de un depravado
hijo de una negra y de un mal clérigo; también se hacía hincapié en la baja
extracción social en que había nacido el presumido Primer Mi-nistro; se
señalaba que su carácter correspondía al típico porte-ño que quería llevarse
todo por delante y que no respetaba las particularidades del Perú; se le
reprochaban imaginarios negociados aprovechando su privilegiada posición
en los asuntos públicos, acusación que se demostró absolutamente
infundada cuando al hacerse el arqueo de sus bienes no se le encontró nada
de valor, sólo aquellos adornos que lucía en su elegancia y que se prestaron
a tanta maledicencia; se le reprochaba el querer hacer de San Martín un rey
o un emperador, contra-riando la vocación republicana de los limeños; se
murmuraba que en su palacio vivía como un sultán con serallo, en un lujo
sufragado por el saqueo de los fondos públicos.
A nadie se le ocurría acusar con la misma intensidad al Marqués de Torre
Tagle, culpable de no pocos de los errores del gobierno, por peruano y por
saberlo adversario de poca monta.
El 25 de julio de 1822 la conspiración estalla y los habitantes más
conspicuos de Lima le llevan -al Marqués de Torre Ta-gle un manifiesto en
el que le exigen la renuncia del Primer Ministro. "Los verdaderos hijos del
Perú, que únicamente tra-tan de su bien general y de mantenerse
fuertemente unidos para resistir al enemigo común que nos amenaza, no
pueden menos que representar a V.E. que todos los disgustos del pue-blo
emanan de las tiránicas, opresivas y arbitrarias providen-cias del Ministro
de Estado, Don Bernardo Monteagudo. Por ello, pide que este detestado
Ministro sea removido en este ins-tante, bajo el supuesto de que si no lo
consiguen antes de concluirse el día, se provocará un Cabildo Abierto, que
se tratará de evitar por medio de las providencias suaves y prudentes que
sobre el caso dicte V. E."
Un elemento hábilmente explotado por los conjurados fue el de hacer correr
la voz de que en un barco a punto de zarpar saldrían desterrados algunos
prestigiosos patriotas y varios clé-rigos respetables, lo que alimentaba el
rumor sobre las tenden-cias volterianas y anticlericales del Primer Ministro,
lo que hizo temer a no pocos de que la hora podría llegarles también a ellos.
Las tácticas de acción psicológicas de Monteagudo tenían ya avezados
discípulos...
El débil Marqués de Torre Tagle no se opuso a la exigencia popular y
decretó la cesantía del abogado tucumano, quien fue desterrado y
embarcado en nave de guerra con rumbo al ist-mo de Panamá, con la
expresa indicación de no regresar jamás a tierras peruanas, bajo amenaza de
muerte dictada por el Congreso.
Capítulo Diecisiete
Monteagudo llega a Panamá, entonces provincia de Colombia, y se
presenta ante el general venezolano José María Carreño, su gobernador,
presentándole la carta del Marqués de Torre Tagle: "La salvación de la
Patria y el decoro conque debe ser tratada la persona del honorable coronel
don Bernardo Monteagudo han exigido que este Supremo Gobierno tome la
determinación de remitirlo a esa ciudad, con el objetivo de que por aquella
vía se pueda conducir a Europa o a otro punto que no sea el Estado
peruano".
Pero esta vez el doctor de Chuquisaca no, imbuido de su misión
americanista.
Carreño, quien rápidamente es ganado por la personalidad de Monteagudo,
lo .pone bajo custodia del teniente coronel Francisco Burdett O'Connor,
quien poco antes había llegado para ocupar la jefatura de Estado mayor de
Panamá.
En sus Memorias el militar irlandés se exaltaría: "¡Qué favor más grande el
qué me hizo. el General Carreño! ¡Qué tesoro el que me había confiado
para distraerme las horas en que me dejara libre mi batallón! Yo que antes
comía en la mesa del General, no volví más desde que me entregó a mi
ilustre huésped, el señor Monteagudo de quien me hice muy amigo y cuyo
talento y vasta ilustración admiraba. El hablaba muy bien el francés y el
inglés, trajo consigo muchos cajones de libros selectos, de los que me
obsequió algunos”.
Nótese que a pesar de la premura y de la violencia con que debió partir el
argentino de Lima no dejó de llevar consigo sus preciados libros, lo que da
testimonio de su condición de auténtico intelectual. Además, -llevó también
al exilio a su cocinero francés, confirmando su vocación por el buen gusto
y el refinamiento.
Los testimonios de Burdett O'Connor destacan la clarivi-dencia de su
huésped cuando augura: "¡Oh Dios mío, la pena que me causa cuando
reflexiono que toda esta guerra por nuestra Independencia es una guerra
mansa, comparado a los destrozos, matanzas, asesinatos, que hemos de ver
en estos paí-ses después de haber botado al último español de la tierra
americana!".
Monteagudo se había anoticiado de que San Martín, luego de haber cedido
a Bolívar la conducción de la etapa final de la guerra libertadora, por propia
decisión o por mandato masó-nico, había regresado a Lima, donde
rápidamente cedió el go-bierno al Congreso, convencido de que si bien
había sido reci-bido con júbilo y simpatía ya no había lugar allí para él.
Toma la decisión de alejarse de tierras americanas hacia Europa, con el fin
de no verse involucrado en las horribles guerras fratrici-das que se habían
desatado por doquier y que seguirían desa-tándose en las flamantes
repúblicas, sin exceptuar a su patria, la Argentina.
Su ex Primer Ministro guardará un emocionado recuerdo del Libertador y
así lo expresará en su "Memoria" del 17 de marzo de 1823, donde lo
homenajea: "Sus brillantes servicios a la causa de América desde el año XII
y los que ha hecho al Pe-rú, abriendo la puerta para que entre a su destino,
son una propiedad de la historia a la cual nada puede defraudarse".
No es difícil imaginar, guiado por su obsesión revoluciona-ria, cuáles iban
a ser los siguientes pasos de Monteagudo: lle-gar a Bolívar, quien tenía en
sus manos el triunfo final. Quizá guiado por su ambición personal pero
también movido por la obligación autoimpuesta de velar porque aquél fuese
alcanza-do sin vacilaciones y con el vigor que había que imprimirle a los
cambios.
Puso empeño e ingenio en hacerle llegar reiteradas comu-nicaciones al
Libertador venezolano, quien finalmente le con-testó que lo esperaba en
Pasto, reciente escenario de una de sus resonantes victorias militares.
El gobierno panameño le otorgó la visa correspondiente, pero Monteagudo
no contaba con los fondos necesarios para sufragar el viaje. Acudió
entonces a uno de sus amigos, rico, a quien le solicitó la suma estrictamente
necesaria y a cambio le entregó un sobre lacrado, diciéndole que lo abriera
tres meses después en caso de que él no hubiese podido aún reintegrarle la
suma prestada. Así lo hizo el adinerado panameño, en la fecha indicada, en
presencia del irlandés Buruett O’Connor, y grande fue la sorpresa de ambos
al encontrar dentro del sobre cuatro perlas legítimas, que eran los adornos
que el "dandy" Monteagudo solía lucir en sus prendas de vestir, y que
cubrían con creces lo adeudado.
Vaya este ejemplo para constatar una vez más la probidad de este hombre
público, que contrariamente a las calumnias que se vertieron sobre él,
nunca acumuló riquezas. No era ése uno de sus defectos.
Cómo era de suponerse, como siempre había sucedido en sus contactos con
los hombres poderosos a quienes admiraba y a quienes necesitaba, el
impacto que produjo Monteagudo en Bolívar. Fue grande. El encuentro se
produjo en Ibarra, a ori-llas del pintoresco lago de Cuicocha. De ello da fe
una recatada carta del Libertador de Colombia: "He visto a Monteagudo y
al general Necochea, el primero tiene talento y no me ha pare-cido muy
reservado conmigo; piensa marchar a Bogotá. (...) Ambos piensan que se
pierde el Perú si yo no voy a salvarlo”.
La frase "no ha sido muy reservado conmigo” podría aludir a que el ex
ministro de San Martín hubiese confesado a Bolívar su pertenencia a la
Logia Lautaro, sabedor de que el venezolano era una de las cabezas
correspondiente.
En una carta posterior, también dirigida al presidente de Colombia,
Santander, Bolívar opina con mucho mayor entusiasmo; "Monteagudo tiene
un gran tono diplomático y sabe en esto más que otros. Tiene mucho
carácter, es muy firme, constante y fiel a sus compromisos. Añadiré
francamente que Monteagudo conmigo puede ser un hombre infinitamente
útil, porque tiene una actividad sin limites en el gabinete, y posee además
un tono europeo y unos modales muy propios para una corte; es joven y
tiene representación en su persona".
El buen concepto de Bolívar lo elige para cumplir una deli-cada misión en
México, como es la de conseguir fondos para financiar sus ejércitos, pero
luego, -a punto de embarcarse ya en Guayaquil, llega la contraorden, cuyos
motivos nunca serán conocidos es de sospechar que muchos americanos,
sobre todo -peruanos, habrían hecho llegara oídos del Libertador su alarma
por la proximidad de odiado ex primer ministro del Protectorado en Lima.
Sabedor de que era estratégicamente conveniente tomar distancia por un
tiempo hasta que Bolívar lograse amenguar la animosidad en su contra,
Monteagudo se desplaza hasta Gua-temala con la intención de sumarla
activa y decididamente a la causa revolucionaria. Este periplo americano
alimenta en él la convicción de que la acción independentista debe ser
pensada en términos globales, continentales. Ninguna nación america-na
podrá salvarse sino es juntamente con las demás, pues los graves peligros
que acechan no podrán ser vencidos en el ais-lamiento.
En Guatemala busca a José Cecilio del Valle, quien había lanzado la idea
de organizar un Congreso en el que se discu-tieran problemas comunes y se
plantearan las bases de un de-recho internacional americano. Compartían
ambos estadistas la fórmula expresada por el guatemalteco: "La América
será desde hoy mi ocupación exclusiva. América de día cuando es-criba;
América de noche cuando piense. El estudio más digno de un americano, es
La América".
Allí lo alcanzan noticias del Perú que Monteagudo preveía y esperaba: Riva
Agüero, el conspirador, quien había escalado al gobierno con medios poco
dignos, ha sido defenestrado y deportado a Gibraltar. Está entonces abierto
el camino para que Bolívar siente sus reales en Lima y Monteagudo sabe
que él le será imprescindible. Parte entonces, a toda velocidad: "Vuelvo al
Perú, mi General, y vuelvo bajo los auspicios de Usted. Lle-vo una misión
colosal de justificar las esperanzas que Usted y mis amigos han concebido
de mis esfuerzos. Si algún día pue-de Usted decir que no se engañó en
ellas, ésta será la mayor obligación que tenga su afectísimo y obligado
amigo".
Ambos se encuentran en Trujillo, donde Bolívar prepara su entrada en
Lima. Monteagudo hace un reingreso espectacular puesto que viene
acompañado nada renos que de la prometida del venezolano, doña Manuela
Sáenz de Thorne, ecuatoriana.
Quien avisa es uno de sus generales, seguramente irónico: "General,
estamos para salir a sablear a los godos y está usted cargando con mujeres,
pues la señora Sáenz ha llegado ayer tarde y también el doctor
Monteagudo, de Quito. A éste se lo se lo van a matar en Lima, entre las
manos como a gallo, porque es muy aborrecido en ella".
Quizá Bolívar haya sentido celos del largo viaje que com-partieran doña
Manuela y Monteagudo. Sin embargo no lo de-mostró, a pesar de los
puntos que calzaba la dama, la más afortunada de sus queridas, la que
compartió su lecho por más tiempo, la que más disfrutó de su confianza.
Se la llamó “Manuelita la bella" y para la historia "La Liber-tadora".
Ricardo Palma trazó su retrato: "Era una equivoca-ción de la naturaleza, de
formas esculturalmente femeninas encarnó espíritu y aspiraciones
varoniles. No sabía llorar sino encolerizarse como los hombres de carácter
duro. Se la veía en las calles de Quito y en las de Lima cabalgando a
manera de hombre en brioso corcel, escoltada por dos lanceros de
Colom-bia y vistiendo guamán rojo con grandes borlas de oro y pan-talón
bombacha de cotoña blanco. Educada por monjas en la austeridad de un
claustro, era libre pensadora. Dominaba sus nervios conservándose serena y
enérgica en medio de las bata-llas, y al frente de las lanzas y espadas tintas
en sangre, o del afilado puñal de los asesinos. Leía a Tácito y a Plutarco;
estud-iaba la historia de la Península en el Padre Mariana, y la de América
en Solís y Garcilaso; era apasionada de Cervantes, Quintana y Homero".
Al conocer a Bolívar, había abandonado a su marido, un prestigioso médico
inglés, quien durante mucho tiempo insis-tió en reconquistarla,
perdidamente enamorado, recibiendo por réplica una frase que ha
perdurado a lo largo de los años: “Dejar a usted por el general Bolívar es
algo; dejar a otro ma-rido sin las cualidades de usted sería nada".
Ante esta descripción no es de extrañar que entre Manuela Sáenz y
Bernardo Monteagudo se estableciera una fuerte co-rriente de simpatía,
hermanados por sus sentimientos anticle-ricales por la vivacidad de su
espíritu, por lo desprejuiciado de sus talentos. No ha faltado el historiador
mal pensado que sospechó de los celos de Bolívar como una de las causas
de la temprana muerte del abogado tucumano.
Capítulo Dieciocho
Mientras la situación maduraba en el Perú, engendrando las condiciones
óptimas para su entrada en Lima, Bolívar or-ganizaba comidas en las que
gustaba prolongar las sobremesas en charlas con "sus colaboradores e
invitados donde se aborda-ban temas variados, siempre ájenos a la marcha
de la situación militar. Al general le gustaba, parecía complacerse en ello,
sus-citar opiniones encontradas entre Sánchez Carrió y Monteagu-do;
quienes se odiaban entrañablemente.
El peruano había logrado ser designado primer ministro del gobierno a
instalarse próximamente en la capital peruana, pero no le era indiferente la
creciente confianza y amistad que Bolívar demostraba hacia el argentino.
Era la misma persona que en su periódico El Tribuno expulsado ya
Monteagudo del Perú, había publicado: "Ya todo republicano puede decir:
¡Desde que ha caído Monteagudo no siento la montaña que me oprimía!".
También llamaba a ajusticiarlo "sin responsabili-dad cualquiera, cuando
una imprudencia o su mala aventura lo conduzca nuevamente a nuestras
costas".
El apuesto argentino no olvidaba esto, tampoco que Sán-chez Carrió y la
Logia republicana por él encabezada, habían sido promotores principales de
su derrocamiento y posterior destierro, como así también de la ingratitud
con que San Mar-tín fuera recibido al regresar de Guayaquil.
En esos ágapes, en los que desfilaban entre diez y doce pla-tos regados con
abundantes vinos, en los que se sucedían los brindis, uno tras otro,
Monteagudo sabía que podía contar con la ex señora de Thorne, aliada de
sus ideas poco formales y de sus afirmaciones a veces heréticas y
escandalosas. Bolívar se divertía mucho con el ingenio y la audacia de
ambos, y ello aumentaba la inquina de Sánchez Carrió y de no pocos de los
sentados a esa mesa.
Bolívar era un conocido librepensador de ideas muy avanzadas para la
época y despreciaba la pacatería y la mojigatería del peruano, en tanto se
entusiasmaba con las intrepideces de su amante y de quien iba
transformándose en su favorito.
El doctor Rebaza, quien participase de dichos encuentros, relata una
anécdota divertida: "A fines de mayo salieron de Guamachuco para
Angamarca (...) y en un mal paso se desbarrancó la mula en que iba el
doctor Monteagudo, y en el peli-gro gritó: ‘¡Dios mío, ayúdame!’”.
No se hizo daño alguno, pues la bestia pudo contenerse. El Libertador de
Colombia le dijo entonces al peruano: Dígale Usted algo al doctor
Monteagudo, que en el peligro acaba de hacer la invocación que hemos
oído". El mismo testigo presen-cial, en otro párrafo, expresivamente, dice
que al general ve-nezolano le gustaba "carear" a sus dos invitados.
Cabe aquí la reflexión sobre si Monteagudo pensaba que su seguridad estaba
garantizada cuando volviese a presentarse en Lima, de donde había sido
expulsado tan amenazadoramente. Monteagudo no era ingenuo, su agitada
actividad política le había dado una experiencia bien aprovechada por su
inteli-gencia natural. Si decidió reingresar en Lima fue porque fuera leal a su
vocación de revolucionario, porque en su vida no había otra cosa que un
vínculo absoluto y excluyente con el pro-yecto planteado años atrás, en
Chuquisaca, cuando se sintió llamado a protagonizar la transformación de su
patria, y más aún de América toda. No era cobarde, estaba casado con el
pe-ligro, quizá confiaba en su buena estrella que hasta entonces le había
ahorrado mayores males a pesar de haber sorteado si-tuaciones de gran
dificultad, comenzadas con aquella lejana condena a muerte en Potosí.
-A partir de entonces, todo lo que siguió fue gratuito -diría, recordando
quizá lo escrito por uno de los antiguos a quien solía citar en sus escritos,
Fenelón: "Antes de lanzarse al peligro, hay que prevenirlo y temerlo. Mas,
una vez en él, no nos queda otra solución que despreciarlo".
En todo momento, desde que acudiese a sumarse a Bolívar, tenía pruebas
irrefutables de la animosidad que despertaba entre los peruanos, quienes
recordaban con espanto los destierros de tanto español con predicamento,
la prohibición del juego, el fin de la esclavitud y tantas otras medidas que
los habían perjudicado, más en sus bolsillos que en sus ideales. También
estaban los sinceros republicanos que denostaban sus inclinaciones
monárquicas.
Monteagudo no podía desconocer que la mera idea de que al amparo de
Bolívar volviera a ocupar posiciones de mando, como antes lo había
hecho con San Martín, despertaba apasionados enconos basados en el
temor.
Era un condenado a muerte y él lo sabía. Pero estaba decidido a enfrentar
su destino trágico sin subvertir su esencial condición de revolucionario a
ultranza. Y la revolución americana se jugaba, en esos momentos, en la
proximidad de Simón Bolívar.
Este lo valorizaba mucho y recientemente, debido a que la complejísima
situación política del Perú, donde subsistían tres fuertes destacamentos
militares, en El Callao, el Sur y la sierra, sumado a la católica dispersión
en facciones del bando patriota, le hacían indispensable alguien que
pudiese aclararle algo de esta nebulosa, también con la clarividencia y la
experiencia suficientes como para proponer estrategias adecuadas.
El general venezolano no desconocía el riesgo a correr por su favorito:
“Es aborrecido en el Perú –escribía a Santander- por haber pretendido una
Monarquía Constitucional, por su adhesión a San Martín, por sus
reformas precipitadas y por su tono altanero cuando mandaba; esta
circunstancia lo hace muy temible a los ojos de los actuales corifeos del
Perú, los que me han rogado por dios que lo aleje de sus playas, porque le
tienen un terror pánico”.
Pero, ¿quién podía desprenderse de alguien tan activo, tan incondicional y
tan sagaz? Con una capacidad de trabajo verdaderamente notable, sumada
a una aguda perspicacia para encontrar solución a situaciones difíciles.
Vayan como ejemplo los párrafos del coronel Burdett O’Connor, quien
relata cuando, cabalgando con Monteagudo, éste se dio vuelta para
decirle: “Ya lo he hallado”. El coronel de las Islas Británicas lo interrogó
acerca del significado de esa expresión. “La cifra”, respondió
Monteagudo. Los patriotas habían interceptado una carta del general
español Canterac a su colega Rodil, quien defendía los castillos de El
Callao. En ella le avisaba sobre el desastre de las armas españolas en
Junín; la carta estaba cifrada y durante toda la cabalgata, sin dejar de
dialogar amenamente, la mente de Monteagudo había estado febrilmente
ocupada en el desciframiento de dicha clave. “Cuando lleguemos al
pueblo y o se la dictaré a Usted, y me la pondrá en limpio para
entregársela al general”.
Lo que más seducía a Bolívar eran las convicciones americanistas de su
colaborador, quien así lo ayudaba a retomar aquellos impulsos de sus años
mozos que luego la realidad de viajes y batallas le habían hecho postergar.
Monteagudo era capaz de argumentar con sistema y pasión, citando
filósofos de la antigüedad y autores modernos, lo que hacía sumamente
convincentes sus desarrollos. Bolívar lo estimuló a escribir sobre el tema,
lo que el argentino hizo en su célebre artículo “Ensayos sobre la necesidad
de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de
su organización”, que quedase inconcluso a raíz de su muerte.
El abogad tucumano insistía ante el rechazo general de los países de
América, para invitarlos a la gran reunión de Panamá.
Ha llegado hasta nuestros días el documento firmado con el Perú,
seguramente idéntico al propuesto a otros países: “Se reunirá una
Asamblea General de los Estados Americanos compuesta por sus
plenipotenciarios con el encargo de cimentar de un modo más sólido y
establecer las relaciones íntimas que deben existir entre todos y cada uno
de ellos, y que le sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de
contacto ante los peligros comunes, de fiel intérprete de sus tratados
públicos cuando ocurran dificultades, de juez, árbitro y conciliador en sus
disputas y diferencias”.
Este proyecto encuentra buena recepción en los gobiernos de México y el
Perú, pero no así en el de Buenos Aires, y para no aparecer desairando a
Bolívar, Rivadavia contrapropone un proyecto disparado, urdido en
colaboración con la Chancillería de Portugal, proponiendo una reunión en
Washington a la que se citaría a España, Portugal, Grecia, los Estados
Unidos, México, Colombia, Haití, Buenos aires, Chile y el Perú. Es tanta
la indignación del Libertador de Colombia que, por ser también argentino,
reprocha a Monteagudo “el viento pampero que embota el cerebro” de su
compatriota.
Pero el vínculo entre ambos era firme y Bolívar lo tuvo a su lado durante
la batalla de Junín y también cuando por fin, el 6 de diciembre de 1824,
hizo su ingreso en Lima. El ministro de Estado seguía siendo Sánchez
Carrión, pro los rumores de acrecentaban respecto de que quien
verdaderamente influía sobre Bolívar era Monteagudo y muchos
vaticinaban que pronto desplazaría al peruano.
Es seguro que de no haber sido por su muerte temprana el Proyecto de
Unión Americana de Monteagudo, que Bolívar apoyaba sin retaceos,
hubiese progresado a favor del entusiasmo y de la eficacia de su mentor.
El historiador Vicuña Mc Kenna, chileno, escribió: “Un hombre grande y
terrible concibió la colosal tentativa de la alianza entre las Repúblicas
recién nacidas, y era el único capaz de encaminarla a su arduo fin.
Monteagudo fue ese hombre. Muerto el, la idea de la Confederación
Americana que había brotado en su poderoso cerebro se desvirtuó por sí
sola”. A su vez, el político y escritor mexicano Tornel y Mendivil,
corrobora: “Se ha atribuido al Libertador de Colombia, Simón Bolívar, la
gloria de haber concebido el importante designio de reunir un congreso de
las Naciones Americanas, a semejanza de todas las Confederaciones, tan
célebres en la historia de los antiguos griegos. Mas la imparcialidad exige
que se refiera que el primero en recomendar el proyecto verdaderamente
grandioso, fue el Coronel Monteagudo, de temple muy fuerte de alma y
compañero de Campañas del General San Martín, en sus memorables de
Chile y el Perú”.
La circular enviada a los demás gobiernos por bolívar, firmada dos días
antes de la Batalla de Ayacucho, y que lleva el innegable estilo de
Monteagudo, dice en uno de sus párrafos: “Después de quince años de
sacrificios consagrados a la libertad de América, para obtener el sistema
de garantías que en paz y en guerra sea el escudo de nuestro nuevo
destino, es tiempo ya de que los intereses y las relaciones que unen entre
sí a las Repúblicas Americanas, antes Colonias españolas, tengan una base
fundamental, que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos”.
Siguen a continuación párrafos en los que se urge a enviar los
representantes a Panamá sin esperar a que todas las repúblicas hayan
aprobado la propuesta. “Si V.E. no se digna a adherir a él. Preveo retardos
y perjuicios inmensos a tiempo que el movimiento del mundo lo acelera
todo, pudiendo también acelerarlo en nuestro daño”.
El apuro de Monteagudo se debía quizás a alguna premonición sobre su
futuro, pero también a que le resultaba claro que la inminente victoria
final sobre los españoles haría que las naciones americanas se
desbarrancasen en disputas intestinas que harían chorrear sangre sin
dejarles tiempo ni energías para ocuparse de las innegables ventajas de un
panamericanismo como forma de fortalecerse frente al acoso esbozado o
encubierto de las otras potencias del mundo. En su “Ensayo” puede leerse:
“Sólo la Asamblea podrá, empleando al ascendiente de sus augustos
consejos, mitigar los ímpetus del espíritu de localidad que los primeros
años de la independencia será tan activo como funesto”.
Nadie podrá negarle a Monteagudo una notable capacidad de anticipación,
y cuando se escriba la historia de instituciones como la Organización de
Estados Americanos, sería justicia reivindicarlo como uno de sus
precursores.
Capítulo Diecinueve
Desde el 6 de diciembre de 1824, cuando entra en Lima a la vera de
Bolívar, hasta su asesinato en la calle Belén el 28 de enero de 1825,
Monteagudo desarrolla una febril actividad cumpliendo con las tareas que
se le han encomendado.
También departe largamente con Bernardo O’Higgins, quien, extrañado
de Chile por los borrascosos de las naciones sudamericanas, ha ofrecido
sus valiosos servicios a Bolívar, quien, celoso de su prestigio, se limita a
pedirle que lo acompañe y le brinda una cálida hospitalidad. Lo mismo
que había hecho con San Martín cuando el militar argentino le ofreció
subordinarse y servir a sus órdenes cuando se entrevistaron en Guayaquil.
Monteagudo reinicia su encendida relación con algunas de las damas
limeñas, en especial con doña Juana Salguero, hacia cuya casa se dirigía
cuando Candelario Espinosa, el negro, y su pretexto de pedirle lumbre y le
dejaron el corazón partido con un puñal asestado con tanta fuerza que su
punta sobresalía por la espalda.
Quienes encontraron el cadáver todavía tibio lo transportaron hasta el
convento de San Juan de Dios. Uno de los testigos refiere que el político
argentino estaba vestido con sofisticada elegancia y fue eso lo que
permitió su rápido reconocimiento.
En su dedo lucía un anillo de oro cincelado y de su pecho colgaba una
cadena también de oro que portaba un reloj de fabricación inglesa del
mismo metal; un hermoso alfiler de corbata formado por un zafiro borlado
de diamantes remataba el pañuelo de seda anudado prolijamente en el
cuello. Los asesinos ni siquiera habían tenido la serenidad de despojarlo
de las seis onzas de oro y algunas monedas de plata que llevaba en los
bolsillos.
Bolívar fue informado de inmediato de la infausta nueva y presuroso
concurrió al convento donde personalmente tomó las primeras
providencias para el esclarecimiento del crimen. Fue él quien, ante la vista
de cuchillo letal, dióse cuenta de que había sido muy recientemente
afilado, por lo que dio órdenes de interrogar a todos los barberos de la
cuidad para identificar a quien había llevado a cabo tal operación. Uno de
ellos afirmó haber afilado un puñal idéntico llevado por un negro, al que
reconocería si lo volviera a ver. Instruyóse entonces por bando a que
todos los criados de las casas y otras personas de color se presentaran
para recibir una inexistente boleta amenazando con que quien no lo
hiciese sería juzgado como delincuente. Fue así reconocido Candelario
Espinosa, el asesino, negro pendenciero y de mal vivir, quien ya cargaba
con una muerte en su haber.
En su primera declaración afirmó, seguramente bien instruido, que el
único motivo del asalto a ese caballero desconocido había sido robarle,
pero como se resistiese a los gritos habíase visto obligado a matarlo y a
huir. Esta coartada fue fácilmente demolida por la declaración de su
cómplice Ramón Moreyra, reclutado a último momento y que no había
sido advertido de las verdaderas razones del atentado, a quien mucho le
había llamado la atención que el negro Candelario se negase, a pesar de
sus reclamos, a vaciarle los bolsillos una vez derribada la víctima. Afirmó
también que de sus labios escuchó: “Vaya por las que ha hecho”.
El libertador venezolano manda decir a Espinosa que le perdonará la vida,
ya que para delito tal sólo la horca cabía esperar, si a solas y en la mayor
reserva le confiesa el nombre de quien le había encargado matar a su
estrecho colaborador. Aceptado el pacto, grande debe de haber sido la
importancia de su confesión porque Bolívar guarda el secreto hasta casi su
tumba, cumpliendo con su promesa de amnistiar al negro, debiendo hacer
uso para ello de las facultades discrecionales que le acordaba su condición
de dictador.
Como es de imaginar, los rumores y las especulaciones sobre el asesinato
de la calle Belén fueron muchos: se cuchicheó acerca de venganzas de
esposos traicionados, de castigos por deudas de juego impagas, de viejas y
oscuras historias del abogado argentino. Fácil es colegir que los mismos
culpables se habrían ocupado de echar a rodar distintas versiones para
confundir a quienes investigaban, aunque estos nunca demostraron
demasiado celo en su tarea, como si hubiera habido temor de profundizar
en la verdad del hecho.
Quién echó luz definitiva sobre el asunto muchos años más tarde fue el
general Tomás Mosquera, quien en aquella época, a principios de 1825,
era persona de confianza del general venezolano, tanto que fue su
ayudante de campo, su secretario general y el último jefe de su Estado
Mayor. Era, por lo tanto, depositario de muchos de sus secretos.
La sala estaba casi a oscuras, iluminada por una sola bujía.
- Traigan al negro –ordenó Bolívar.
A Candelario Espinosa se le redondeaban los ojos por el terror.
- Mande, patrón...
- Quién te pago para que lo mataras.
- Nadie, se lo juro ...
Bolívar lo encara con amenazante fiereza.
- Escucha, Candelario, allí en el fondo de esta sala –con su dedo apunta
a la penumbra- está el alma de Monteagudo que se va a vengar de ti si no
dices la verdad.
Debió de haber sido convincente la estratagema, según escribió el general
Mosquera.
“-Descubre todo y todo te perdono.”
Cayó de rodillas el asesino, y dijo estas tremendas palabras:
“-El señor Sánchez Carrión me dio cincuenta doblones de cuatro pesos en
oro para que matara a Monteagudo porque era enemigo de los negros y de
los peruanos.”
Bolívar parece no haber querido contarle a su confidente, el general
Mosquera, la advertencia del negro Candelario acerca del complot que
una semana antes había puesto en peligro su propia vida. Pero el
Libertador venezolano sabía ahora que debía cuidarse de Sánchez Carrión,
por lo que no era difícil pronosticar lo que sucedería poco después.
Cuarenta días más tarde Sánchez Carrión muere misteriosamente,
aquejado de un mal extraño que lo lleva rápidamente a la tumba y que da
pie a sospechar que pudo haberse tratado de un envenenamiento. Según su
jefe de Estado Mayor, quien guardase estos secretos a lo largo de tantos
años respondiendo a una precisa instrucción de Bolívar en ese sentido, el
ignoto ejecutor de Sánchez Carrión a su vez fue asesinado pocos días más
tarde, con lo que quedaba cerrado el círculo de traición y muerte que segó
la vida de un polémico personaje de nuestra historia a quien nadie, ni
siquiera sus detractores de antes y de ahora, pueden negar su admirable
pasión revolucionaria: Bernardo Monteagudo.
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1933.
Anexo documental (fragmentos)
EL EDITOR.
Para una nación débil y cobarde su misma seguridad es peli-grosa, porque
abandonándose a un profundo letargo está siem-pre próxima a perder su
existencia: mas para un pueblo intrépi-do y enérgico los más graves
peligros son otros tantos medios de hacerse respetable. El cobarde se acerca
al peligro cuando huye de él, y el intrépido se pone a mayor distancia
cuando lo arros-tra. Todos los horrores que forja la pusilanimidad en su
delirio no son sino males relativos que sólo atormentan al débil sin te-ner
en su objeto más de una existencia ideal. Si el temor no hu-biese llegado a
formar una segunda naturaleza en el hombre el número de sus desgracias no
hubiera excedido de un prudente cálculo: pero esta pasión fanática y
supersticiosa multiplica hasta lo infinito sus miserias, previniendo su
incierta y remota existen-cia. La intrepidez al contrario, jamás confunde el
presentimien-to con la realidad, ni equivoca los males posibles con los
actua-les: sólo teme a los cobardes que deben concurrir a disiparlos, porque
sabe que el mayor escollo es la languidez dé los mismos resortes que
dirigen el mecanismo de sus fuerzas morales.
Fijemos un principio para analizar sus consecuencias: la pa-tria está en
peligro, y sólo nuestra energía, nuestra energía sola podrá salvarla. Yo veo
que Roma aniquilada y moribunda des-pués del triunfo de Brenno, no
presenta ya sino un cuadro rui-noso de su antiguo esplendor, y que sus
habitantes despavori-dos huyen sin esperanza de volver a ver a sus dioses
penates: pero luego que el gran Camilo ha desde su retiro de Ar-dea á1
frente de nuevas legiones, y el pueblo recobra su energía con el ejemplo de
Manlio, el vencedor se rinde, y se reedifica la capital del mundo, cuando
parecía que sus recursos agotados iban a poner un paréntesis eterno en los
fastos de su gloria. Al-go más, yo veo que estando para sucumbir la
república por el incendiario Catilina y sus cómplices, el celo intrépido de
un so-lo ciudadano, del orador de Arpino salvó la patria de tan gran
conflicto; y cuando el veneno parecía haber alterado su misma constitución,
hasta reducir a un índice abreviado los defensores del orden, pudo no
obstante la energía del menor número so-focar el furor de los conjurados.
Yo veo por último a un solo Washington cuyo nombre haré su eterno
elogio, destruir en las regiones del norte la arbitrariedad y tiranía, asegurar
con sus esfuerzos el patrimonio hasta entonces usurpado a millares de
hombres, y llevar a cabo sus virtuosos designios venciendo con su energía
los escollos que opone a la salud de los hombres la codicia y los resabios de
la servidumbre.Pero no busquemos en los anales del heroísmo ejemplos de
que no carecemos en el período de nuestra revolución. Hemos visto que la
energía nos ha salvado más de una vez sosteniéndo-nos en los conflictos y
escasez de recursos con una orgullosa fir-meza, y acabamos de probar en
estos últimos días, que para que el pueblo americano despliegue su
intrepidez, es preciso que los peligros se presenten complotarlos por decirlo
así, y que conver-giendo sus ojos a todas partes a fin de calcular sus
recursos se vea precisado a volverlos a fijar en sus propias fuerzas para
empeñarlas con mayor ardor. Será una felicidad para un pue-blo que desea
ser libre el que llegue a desengañarse y conocer, que mientras no busque en
el fondo de sí mismo los medios de salvarse jamás lo conseguirá. Es muy
fácil y peligroso que el que se acostumbra a creer que nada puede por sí
mismo llegue a ser en efecto impotente para todo, y sólo calcule sus fuerzas
por los precarios auxilios que espera recibir: pero cuando co-noce que su
energía es tanto más ventajosa cuanto en cierto modo inutiliza las que se le
oponen, y que su propio pecho es el muro más inexpugnable contra los
ataques que la amena-zan: y considera al mismo tiempo que la fuerza moral
de su es-píritu dobla sus fuerzas físicas hasta elevarlo del último grado de
debilidad al supremo de vigor y robustez; entonces es muy fácil que cien
héroes reunidos triunfen de millares de imbéci-les que calculan su fuerza
por el número de sus brazos, sin contar con el corazón que los anima. Todo
hombre nivela sus empresas por la opinión que tiene de sí mismo, y la
proporción que guarda
es tan exacta que pueden mirarse aquellas como
la más fiel expresión del concepto que le inspira su amor propio. El carácter
de un espíritu firme y enérgico es creerse superior a todo; de consiguiente
él emprenderá lo más arduo y difícil satisfecho de que los escollos que se le
presenten no harán más que abrirle el camino de la gloria. Podrá quizá
estrellarse en su sepulcro en medio de su carrera; pero aun en-tonces él
muere con ventaja, porque muere sin temor, y deja al- cobarde un
monumento que lo aterre.
Pueblo americano, grabad en vuestro corazón estas conse-cuencias y su
principio: la energía sola podrá salvarnos; pero ella basta aunque los demás
recursos huyan de nosotros; no temáis a ese frenético enemigo que
auxiliado de un rival vecino quiere incendiar nuestros hogares, y usurpar
por un derecho nominal de sucesión vuestra imprescriptible soberanía. El
tiene más vanidad que espíritu, más orgullo que valor; y sus armas sólo
pueden ser terribles para otros esclavos iguales a él. Nosotros combatimos
por nuestra libertad, combatimos por nuestra cara posteridad, y combatimos
por nuestra existencia natural y civil: todo el que sea capaz de sentir, lo será
de sacrificarse por tan grandes intereses: para salvarlos quizá no se
ne-cesita más que un momento de energía, un instante de intrepi-dez.
Corramos a la gloria, y proscribamos de nuestra lista nacional al cobarde
que huya del peligro, o al ingrato que pre-fiera la esclavitud. Si alguno
abandona a la patria en estos con-flictos, precipitémosle de la roca
tarpeyana cargándolo de eter-nas execraciones.
POLITICA
Si el temor y la ambición producen las facciones y éstas los partidos que
devoran al estado, es un deber de todo gobierno popular ocurrir a la
influencia de aquellos dos agentes de disturbio y prevenir sus efectos, ya
que es imposible desarraigar las causas de donde emanan. Todo hombre
sensato debe estar desengañado de esa quimera filosófica, que ha
entretenido el espíritu de algunos que intentaron desnudar a los hombres de
su ropaje natural, quiero decir de sus pasiones y vicios. Yo veo al hombre
siempre el mismo en el siglo de Arístides, que en la edad de Galígula, en
los tiempos de Sócrates y en los de Nerón: veo que las lecciones de Marco
Aurelio, las máximas de Séneca y las virtudes de sus contemporáneos
tuvieron estériles admiradores sin ser jamás imitadas: veo en fin que el
antiguo y nuevo mundo, las razas de los tiempos fabulosos y las
generaciones del siglo XIX, se resienten de las mismas debilidades, de
iguales extravíos y de propensiones idénticas que humillan el espíritu del
que considera, siempre aislada la justicia a un corto número de hombres,
que abortan los tiempos en su rápi-da carrera.
Yo bien quisiera dudar de esa humillante observación, mas por desgracia
ella es una verdad demostrada; y en la triste ne-cesidad de suponerla, sólo
debo calcular los medios preventi-vos de la malicia de los hombres,
demasiado propensos al es-píritu de discordia, luego que el temor o la
ambición los agita. En verdad es un sentimiento natural a todo ser débil e
impo-tente buscar el apoyo de otro y dilatar la esfera de su poder
interesando en su auxilio al más sagaz, al más poderoso y al más fuerte,
cuando le amenaza un riesgo o le combate un pe-ligro que aflige sus
recursos individuales. Si un funcionario público, si un militar honrado, si
un ciudadano particular ven vacilar su existencia civil por las detracciones,
las imposturas y las denuncias clandestinas: si el gobierno fomenta con su
tole-rancia los chismes y rencillas sordas y tiene a más la debilidad de
consentir en el menoscabo de la opinión de aquellos, es consiguiente al
temor de perderla el sobresalto, la indigna-ción, la venganza; los celos, las
quejas y todos los demás recur-sos que sugiere una justa represalia en la
crisis del enojo. El agraviado ya no trata desde entonces sino de buscar
proséli-tos, en su dolor: persuade, seduce, alarma, divide y en fin su pasión
grita y la discordia triunfa. Es un principio en la políti-ca que así como el
déspota funda su seguridad en las denun-cias, único tráfico de sus
mercenarios aduladores; la acusación es en los estados libres la
salvaguardia de la LIBERTAD indivi-dual. En un pueblo donde la denuncia
sea un crimen y donde la acusación esté autorizada por la ley, jamás la
virtud podrá ser oprimida de la impostura. Si mis acciones son conformes a
las leyes eternas que me rigen y si yo estoy cierto que las tinie-blas no
pueden oscurecerlas; si sé que no tengo otro enemigo que el que se me
presenta armado, el temor será en mí una pasión efímera, y descansado en
mí mismo cuidaré sólo de sostener mi opinión, mas no de arruinar la de los
otros. Pero mi conducta será del todo contraria, si sé que se me acecha en
secreto y que se juzga mi opinión en el seno de las sombras. En resultado
de estas observaciones yo concluyo, que uno de los medios preventivos de
las discordias y partidos, es cerrar la puerta a las denuncias secretas y abrir
un tribunal público de acusación donde el celoso ciudadano publique con
intrepi-dez los crímenes del perverso y la virtud esté al mismo tiempo
segura de la saña de los impostores.
¡Que pueden al presente todos los esfuerzos de los tiranos! Sus infructuosas
campañas han abatido su coraje, sus recursos se han agotado; su crédito ha
perecido y la ilusión que los sos-tenía se ha disipado como el humo: las
naciones han abierto los ojos y los han fijado sobre esta guerra: la mitad de
la Euro-pa se arma contra nuestra enemiga, la otra mitad ve con placer la
próxima ruina de esa potencia soberbia que se arrogaba el imperio de los
mares y sometía a su cruel yugo la parte más vasta de la América.
¿Con qué titulo nos imponía y dictaba leyes? ¿No es un ab-surdo, el que
un inmenso continente sea gobernado por una pequeña isla?, La
naturaleza no ha formado al satélite mayor que a su planeta. Estando la
Inglaterra y la América en relacio-nes inversas según el orden natural, era
preciso que la Inglate-rra perteneciente a la Europa y la América misma.
Nuestra situación, nuestras fuerzas, la tiranía de los ingleses, su distancia,
ved ahí, ved ahí los títulos que tenemos para ser independientes. Nosotros
somos libres porque queremos y porque podemos serlo: este es el orden
de la naturaleza y sin embargo se nos trata de rebeldes. El enemigo de la
LIBERTAD y de la humanidad es el verdadero rebelde: éste es el
monstruo horrible que debe ser marcado por todas partes con el sello del
anate-ma público. ¿Nosotrras rebeldes? ¿Lo es acaso el que defiende sus
hogares contra los que roban sus propiedades y arruinan sus hijos?
¿Nosotros rebeldes? ¿Y qué eran los ingleses cuando hicieron correr en el
cadalso la sangre de uno de sus reyes, cuando obligaron a otro a huir de su
barbarie y a renunciar la corona por salvar su vida? La sangre de los reyes
no ha man-chado nuestras manos y sin embargo se derrama la nuestra.
¿Nosotros, en fin, rebeldes? ¡Ah! si lo somos, nos gloriamos de tener
parte en este bello título con el gran Tell, que hizo tem-blar al Alberto
sobre el trono; con el primer holandés que osó salvar a sus. compatriotas
de la tiranía del duque de Alba. Nuestra causa es la misma, porque es la
causa de la LIBERTAD.
¡Pero, cúanto más feliz es nuestra situación! La naturaleza nos ha
prodigado todos sus dones, las artes hermosean nuestras comarcas, la
industria y el Comercio hacen reinar la abun-dancia. El coraje de los
americanos se ha desplegado ya en los combates: ¿quién podrá hacernos
vacilar entre la guerra y una servidumbre?. La victoria es nuestra si
persevera-mos; pero aún cuando la muerte fuese cierta, ¿quién no la
des-preciaría y quién no bajaría a la tumba con placer? ¿Se debe temer la
muerte cuando la vida no es sino el fruto de la esclavitud? Muramos,
muramos si es preciso; ¡pero qué digo!; olvide-mos esa imagen, la
felicidad va a renacer entre nosotros con la paz. Atesto nuestras victorias,
las de nuestros aliados, la caída de esos ministros cuyo orgullo causó
todas nuestras desgracias, la evacuación de la mayor parte de nuestras
plazas; atesto esta feliz unión que reina entre los americanos; atesto en fin
esas le-yes dictadas por la humanidad y la sabiduría. Las leyes de Licurgo
estaban escritas con sangre, nuestro código no respira si-no humanidad:
Platón forjó quimera, nosotros seremos felices en realidad. Numa era rey,
y nuestros legisladores son ciuda-danos libres. Ved ahí los felices
auspicios bajo los cuales se re-novarán entre nosotros los bellos días de
Atenas y de Roma.
Nosotros estamos en nuestra aurora, la Europa toca su occidente; y si las
tinieblas se apresuran a envolverla, para nosotros amanecerá un día puro y
risueño: ciudades numerosas saldrán del seño de estos desiertos inmensos:
nuestros buques cubrirán los mares, la abundancia reinará dentro de
nuestros muros y no se verán sobre nuestros altares y en nuestros
tribunales sino dos palabras: humanidad y LIBERTAD. ¡Ojalá
pudiésemos expiar los ultrajes que han recibido ambas en América y que
aún reciben en muchas partes de la Europa! ¡Ojalá pudiésemos mostrar a
nuestros antiguos tiranos y a todos los pueblos en una sabia y justa
legislación el medio de afirmar la felicidad de los individuos y de asegurar
la permanente prosperidad de los estados!
(Id. Mayo 4 y 11 de 1812.)

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