una doble invitación al mito
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una doble invitación al mito
INTRODUCCIÓN UNA DOBLE INVITACIÓN AL MITO «¿Estamos seguros de que la Tierra no es un animal gigantesco y nosotros sus parásitos?» (Arnold Böcklin) EN 1891 Arnold Böcklin, ya bastante enfermo y con la certeza de que no le quedaba mucho tiempo (aunque aún tenía por delante diez años de vida), visitó Colmar para despedirse del célebre retablo de Issenheim de Grünewald, por si no tenía otra ocasión de hacerlo. A partir de entonces fue a su manera despidiéndose de los múltiples lugares en los que fue feliz: Múnich, Berlín, Zúrich e incluso Basilea, su ciudad natal, que tardó mucho en reconocer su arte. De hecho, el éxito que ya en 1891 tenía no lo encontró propiamente, sino que el pintor esperó a que pasara por delante de su puerta, una puerta inestable, pues sólo en sus últimos años pudo decir que tenía su casa. Suiza, Alemania y, sobre todo, Italia conocieron su peregrinaje hacia el éxito, hacia el reconocimiento, en medio de muchos obstáculos financieros y de negativa de la crítica, que lo veía como un autor vulgar, «bizarro». De la noche a la mañana, Böcklin pasó a ser un pintor muy valorado, incluso sobrevalorado, especialmente en el mundo alemán. La frase de Adolf Hitler, uno de sus admiradores, de que Böcklin era el «mejor pintor del siglo XIX» no fue una anécdota, un hecho aislado. Estaba en la mente de muchos tal idea. Casi se diría que era un convencimiento nacional, expandido en una tríada: Wagner, Nietzsche y Böcklin conforman «lo alemán». Y eso que nuestro pintor era suizo, de la parte más próxima a la cultura alemana, pero suizo. Por su parte, los franceses en esos años no eran muy adeptos al pintor, que consideraban del montón, de obra poco trabajada y de dudoso gusto. Entre las leyendas y las anécdotas más o menos falsas que se atribuyen a su figura, se cuenta que un crítico francés cargó excesivamente las tintas sobre la torpeza del pintor en relación a los desnudos femeninos; al parecer, este crítico recibió un anónimo en el que se leía: «Usted no debe haber visto a su mujer desnuda, sin las enaguas». No fue extraño, pues, que Böcklin acabara siendo un elemento de disputa entre Alemania y Francia, una muestra a pequeña escala de las tensiones que se explicitarían en la Primera Guerra Mundial. 13. Para los alemanes, el anciano Arnold Böcklin era un artista al pie del cañón, mientras a los franceses no les hubiera disgustado que estuviera delante de ese cañón. Ajeno, o quizá no tanto, a lo que iba a ser el destino de su nombre, Böcklin brindaría con vino, no con cerveza, en alguna taberna o café, principalmente en Italia. Mientras algunos lo ensalzaban como el pintor que proyecta una mirada a la civilización del pasado, el artista se sentía más cómodo en los paisajes aislados y agrestes, fuertemente vinculado a la imagen de uno de sus cuadros más célebres: el de Pan asustando a un pastor. Pan amenazante, Pan satírico, Pan melancólico en el cañaveral… Y mientras otros le retrataban, le erigían monumentos como artista egregio, él prefería la estatua escondida tras la maleza, los templos y palacios perdidos en su decadencia entre el paisaje imponente. Hoy, después de una agitada vida de ultratumba, Böcklin es sólo un nombre que aparece, y no siempre, al lado de un cuadro mítico (que en realidad son cinco cuadros) llamado La isla de los muertos. Si no fuera porque la propiedad intelectual lo exige ni siquiera haría falta que ese nombre para muchos extraño apareciera junto a ese cuadro. Se han hecho tantas cosas con él que la silueta sobre la barca que se acerca, empequeñecida ante la mole, ya debe estar harta de no llegar nunca a su destino, aunque los surrealistas le imaginaron un abrazo entre la vida y la muerte como forma de encuentro. Un célebre surrealista lo utilizó como inicio para sus fantasmagorías y, en clave literaria, para sus masturbaciones. Otros quisieron ponerlo como tela para cubrir su tumba. Y la mayoría lo tuvo en casa o frente a su escritorio en alguna de las copias que se distribuyeron y que convirtieron a este cuadro y a su artista en referentes de arte pop, cuando no mitos en sí mismos. 14. Por eso este libro es una doble invitación al mito. La obra de Böcklin es una recreación de los mitos en claves más cercanas a su tiempo, mezclada con él con naturalidad, como en el célebre cuadro en el que un centauro visita al herrero de un pueblo, ante la atónita mirada de los lugareños, para que le arregle la herradura de una pata. Pero también es una invitación al mito Böcklin, a cómo ha pervivido en el tiempo, a cómo ha sido recreado o distorsionado, según el caso, desde muchas latitudes ideológicas, artísticas y geográficas. Esta historia podría empezar en cualquiera de estas latitudes, pero lo va a hacer en Basilea, con el cadáver de un judío ahogado en las aguas del Rhin. 15.