58-68 Pinker/Rorty.indd - Diarios de Arcadi Espada

Transcripción

58-68 Pinker/Rorty.indd - Diarios de Arcadi Espada
BIOLOGÍA Y
FILOSOFÍA
SOBRE LA NATURALEZA HUMANA
STEVEN PINKER
POR QUÉ LA CUESTIÓN
NATURALEZA / MEDIO
NO PUEDE
DESAPARECER
Cuando Richard Mulcaster aludía en 1581 a “el tesoro… legado
a ellos por la naturaleza (nature),
de mejorarla en sí mismos gracias
al nutrimento (nurture)”, dio al
mundo la expresión eufónica* de
una oposición que ha sido objeto
de debate desde entonces. Las
creencias de las personas sobre la
importancia relativa de la herencia y el entorno afectan a sus opiniones sobre una variedad asombrosa de temas. ¿Incurren los jóvenes en actos violentos por el
trato que han recibido de sus padres en la primera infancia? ¿Son
los seres humanos inherentemente agresivos y egoístas, exigiendo
por ello una economía de mercado y una policía dura, o podrían
tornarse pacíficos y cooperativos,
permitiendo que el Estado quedara inservible y floreciera un socialismo espontáneo? ¿Existe una
estética universal en virtud de la
cual el gran arte trasciende el
tiempo y el espacio, o están los
gustos determinados por época y
cultura? Habiendo tantas cosas,
al parecer, en juego, en tantos aspectos diversos, no es sorpren* “The treasure…bestowed on them by
nature, to be bettered in them by nurture”.
La eufonía a que alude Pinker estriba,
como puede verse, en las palabras “nature”
y “nurture”. Siendo imposible reproducir
tal eufonía en lengua española, se ha optado por “naturaleza” y “nutrimento” (según
el DRAE: “Materia o causa del aumento,
actividad o fuerza de algo en cualquier
línea, especialmente en lo moral”) como
traducción más próxima al original por
significado y fonética. (N. del T.)
58
dente que los debates sobre naturaleza o medio provoquen más
inquina que prácticamente ninguna otra cuestión en el mundo
de las ideas.
La página en blanco
Durante buena parte del siglo XX,
una postura muy común en este
debate era la de negar la propia
existencia de la naturaleza humana; afirmar, con José Ortega y
Gasset, que “el hombre no tiene
naturaleza, lo que tiene es historia”. La doctrina según la cual la
mente es una tabla rasa o una página en blanco no sólo era piedra
angular del conductismo en la
psicología y el construccionismo
social dentro de las ciencias sociales, sino que también se había introducido ampliamente en las
corrientes principales de la vida
intelectual1.
Parte del atractivo de la página
en blanco surgía de la constatación de que muchas diferencias
entre personas de clases y grupos
étnicos distintos, anteriormente
consideradas reflejo de disparidades innatas en talento o tempera1 Carl. N. Degler, In Search of Human
Nature: The Decline and Revival of Darwinism in American Social Thought (Oxford
University Press, Nueva York, 1991); Steven Pinker The Blank Slate: The Modern
Denial of Human Nature (Viking, Nueva
York, 2002) La tabla rasa. La negación
moderna de la naturaleza humana, Paidós,
2002; Robin Fox, The Search for Society:
Quest for a Biosocial Science and Morality (Rutgers University Press, New Brunswick, N.J.,1989); Eric M. Gander, On
Our Minds: How Evolutionary Psychology is Reshaping the Nature-Versus-Nurture
Debate (Johns Hopkins University Press,
Baltimore, 2003); John Tooby and Leda
Cosmides, ‘The Psychological Foundation
of Culture’, en The Adapted Mind: Evolutionary Psychology and the Generation of
Culture, ed. de Jerome H. Barkow, Leda
Cosmides y John Tooby ( Oxford University Press, Nueva York, 1992).
mento, podían desaparecer con la
emigración, la movilidad social y
el cambio cultural. Pero otra parte
de su atractivo era político y moral. Si nada hay innato en nuestra
mente, entonces las diferencias
entre razas, sexos y clases no pueden tampoco ser innatas, convirtiendo con ello la página en blanco en salvaguarda última contra el
racismo, el sexismo y el prejuicio
de clase. Además, esta doctrina
eliminaba la posibilidad de que
rasgos innobles como la avaricia,
el prejuicio y la agresividad surgieran de la naturaleza humana, y
por tanto abría la esperanza de un
progreso social ilimitado.
Aunque se ha debatido sobre
la naturaleza humana desde que
la gente ha reflexionado sobre su
condición, era inevitable que el
debate quedara transformado por
la reciente floración de las ciencias
de la mente, el cerebro, los genes
y la evolución. Una de las consecuencias ha sido que la doctrina
de la página en blanco resulte insostenible2. Está claro que nadie
puede negar la importancia del
aprendizaje y la cultura en todos
los aspectos de la vida humana.
Pero las ciencias cognitivas han
demostrado que, para empezar,
tiene que haber complejos mecanismos innatos para que sean posibles el aprendizaje y la cultura.
La psicología evolutiva ha documentado cientos de universales
2 Pinker, The Blank Slate; Gary F.
Marcus, The Birth of the Mind: How a Tiny
Number of Genes Creates the Complexities
of Human Though (Basic Books, Nueva
York, 2004); Matt Ridley, Nature Via Nurture: Genes, Experience, and What Makes Us
Human (Fourth Estate, Londres, 2003);
Robert Plomin, Michael J. Owen y Peter
McGuffin, ‘The Genetic Basis of Complex
Human Behaviours’, Science 264 (1994),
1733-1739.
que se encuentran en todas las
culturas mundiales, y ha demostrado que muchos rasgos psicológicos (como nuestro gusto por los
alimentos grasos, el estatus social
y las relaciones sexuales arriesgadas) están mejor adaptados a las
exigencias evolutivas de un medio
ancestral que a las exigencias del
medio actual. La psicología del
desarrollo ha demostrado que los
niños pequeños tienen una aprehensión precoz de objetos, intenciones, números, rostros, herramientas y lenguaje. La genética
conductista ha demostrado que el
temperamento surge pronto en la
vida individual y permanece bastante constante a lo largo de ésta,
que gran parte de las variaciones
entre personas dentro de una cultura resultan de diferencias en los
genes y que, en algunos casos determinados, los genes pueden ligarse a aspectos de cognición,
lenguaje y personalidad. La neurociencia ha demostrado que el
genoma contiene un rico conjunto de factores de crecimiento, de
moléculas de guía axonal y moléculas de adherencia de células que
contribuyen a estructurar el cerebro durante el desarrollo, así como mecanismos de plasticidad
que hacen posible el aprendizaje.
Estos descubrimientos no sólo
han demostrado que la organización innata del cerebro no puede
ser pasada por alto, sino que también han contribuido a replantear
nuestra concepción misma de la
naturaleza y el medio.
Naturaleza y medio no son,
claro está, alternativos. El aprendizaje en sí precisa de circuitos
innatos; y lo innato no consiste
en una serie de instrucciones rígidas que dictan la conducta, sino
más bien en programas que absorben la información de los senCLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167
■
tidos y generan nuevos pensamientos y acciones. El lenguaje
es un caso paradigmático: aunque algunas lenguas, como el japonés y el yoruba, no son innatas, la capacidad para adquirir el
lenguaje es una destreza puramente humana. Y una vez adquirida, la lengua no es una lista fija
de frases sino un algoritmo combinatorio que permite la expresión de un número infinito de
nuevos pensamientos.
Además, debido a que la mente es un sistema complejo compuesto por muchas partes interactivas, no tiene sentido preguntarse si los seres humanos son en
su totalidad egoístas o generosos,
malintencionados o nobles. Por
el contrario, están movidos por
motivos dispares surgidos en circunstancias diversas. Y si los genes afectan a la conducta, no es
porque actúen sobre los músculos directamente sino por sus intrincados efectos en los circuitos
del cerebro en proceso de crecimiento.
Finalmente, hay que diferenciar las cuestiones que atañen a lo
que los seres humanos tienen innatamente en común de las que
atañen a cómo difieren innatamente las razas, los sexos o los
individuos. La biología evolutiva
nos da razones para creer que
existen universales sistémicos en
toda la especie, modos restringidos en que difieren los sexos, variaciones cuantitativas aleatorias
entre los individuos y pocas diferencias, si es que las hay, entre razas y grupos étnicos3.
Este replanteamiento de la naturaleza humana ofrece además
3 John Tooby y Leda Cosmides, ‘On
the Universality of Human Nature and the
Nº 167 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
■
un modo racional para abordar
los temores políticos y morales
que suscita la naturaleza humana4. La igualdad política, por
ejemplo, no depende del dogma
de que las personas son innatamente indistinguibles sino de un
compromiso para tratarlas como
individuos en esferas como la
educación y el sistema de justicia
penal. El progreso social no requiere que la mente esté libre de
motivos innobles sino solamente
que tenga otros motivos (como la
emoción de la empatía y facultades cognitivas que pueden aprender de la historia) para contrarrestarlos.
En estos momentos, la mayoría de los científicos rechazan tanto la doctrina decimonónica de
que la biología es el destino como
la doctrina del siglo XX de que la
mente es una página en blanco.
Al mismo tiempo, muchos expresan malestar ante cualquier intento de determinar la organización
innata que posee la mente (incluso en beneficio de un mejor conocimiento del proceso de aprendizaje). Por el contrario, existe un
deseo generalizado de que esta
cuestión simplemente desaparezca. Una posición común sobre
naturaleza frente a medio entre
los científicos contemporáneos
puede resumirse como sigue:
“Nadie cree hoy día que la mente sea
una página en blanco; refutar esta creencia es luchar con un hombre de paja.
Toda conducta es producto de una inextricable interacción entre herencia y entorno durante el desarrollo, por lo que la
respuesta a todas las preguntas en torno
a naturaleza/medio es: ‘un poco de cada
Uniqueness of the Individual: The Role
of Genetics and Adaptation’, Journal of
Personality 58 (1990): 17-67.
4 Pinker, The Blank Slate.
uno’. Simplemente con que la gente reconociera esta verdad evidente podrían
evitarse las recriminaciones de tipo político. Más aún, la biología moderna ha
dejado obsoleta la distinción misma entre naturaleza y medio. Puesto que un
conjunto dado de genes puede tener diferentes efectos en diferentes entornos,
siempre puede haber un entorno en que
el supuesto efecto de los genes pueda ser
invertido o anulado; por consiguiente,
los genes no imponen limitaciones significativas a la conducta. Es más, los genes
se expresan en respuesta a estímulos del
medio, por lo que carece de sentido intentar separar genes y entorno; el intentarlo no hace sino obstaculizar la investigación productiva”.
Interaccionismo holístico
Esta posición está a menudo caracterizada por palabras como
“interaccionista”, “desarrollista”,
“dialéctica”, “constructivista” y
“epigenética”, y suele ir acompañada por un diagrama con recuadros en cuyo interior se lee “genes”, “conducta”, “entorno prenatal”, “entorno bioquímico”, “entorno familiar”, “entorno escolar”,
“entorno cultural” y “entorno socioeconómico”, y flechas que parten de todos los recuadros hacia
algún otro de los restantes.
Esta doctrina, que denominaré interaccionismo holístico, tiene
un atractivo considerable. Se basa
en algunos puntos incuestionables, como que la naturaleza y el
medio no son mutuamente excluyentes, que los genes no pueden causar la conducta directamente y que la causación puede
operar en ambos sentidos (por
ejemplo, la escuela puede hacerte
más inteligente y la persona inteligente tiene más interés en la escuela). Tiene además un barniz
de moderación, de sofisticación
conceptual, y de actualidad biológica. Y, en palabras de John Tooby y Leda Cosmides, promete
“salvoconductos para cruzar el
politizado campo de minas de la
moderna vida académica”5.
Pero aquello mismo que hace
tan atractivo el interaccionismo
holístico tendría también que inducirnos a recelar de él. Por muy
compleja que sea una interacción,
puede entenderse identificando
los componentes y el modo en
que interactúan. El interaccionismo holístico puede obstruir este
entendimiento tachando de absurdo cualquier intento de mirar
por separado herencia y entorno.
Así ha satirizado Dan Dennet esta postura: “Sin duda ‘todo el
mundo sabe’ que el debate naturaleza-medio se resolvió hace mucho tiempo y no ganó ninguna
de las dos partes porque todo es
una mezcla de ambas cosas y es
todo ello muy complicado, o sea
que ¿por qué no nos dedicamos a
pensar en otra cosa?”.
En las páginas que siguen voy
a analizar los principios del interaccionismo holístico y demostrar que no son ni tan razonables
ni tan evidentes como parecen a
primera vista.
“Nadie cree en la hipótesis extrema a favor del entorno según la
cual la mente es una página en
blanco”. Sea esto cierto o no respecto a los científicos, dista de ser
cierto respecto al resto de la vida
intelectual. El distinguido antropólogo Ashley Montagu, resumiendo una idea común en las
ciencias sociales del siglo XX, escribió en 1973 que “con la excepción de las reacciones instintoides
de los más pequeños ante súbitas
retiradas de ayuda y fuertes ruidos
repentinos, el ser humano carece
5 Tooby y Cosmides, “The Psychological Foundations of Culture”.
59
SOBRE L A NATURALEZA HUMANA
enteramente de instintos… El
hombre es hombre porque carece
de instintos, porque todo lo que
es y ha llegado a ser lo ha aprendido… de su cultura, de la parte del
entorno hecha por el hombre, de
otros seres humanos”6. El posmodernismo y el construccionismo
social, que dominan en muchas
de las humanidades, afirman
enérgicamente que las emociones
humanas, las categorías conceptuales y los modos de comportamiento (como los que caracterizan a hombres y mujeres u homosexuales y heterosexuales) son
construcciones sociales. Incluso
muchos humanistas que no son
posmodernistas insisten en que la
biología no puede suministrar
una visión profunda de la mente
y la conducta humanas. El crítico
Louis Menand, por ejemplo, escribía recientemente que “todo
aspecto de la vida tiene fundamento biológico exactamente en
un mismo sentido, esto es, que si
no fuera biológicamente posible
no existiría. A partir de ahí, todo
es posible”7.
Y tampoco es inexistente la tesis de la página en blanco entre
prominentes científicos. Richard
Lewontin, Leon Kamin y Steven
Rose, en un libro titulado Not in
Our Genes, afirman que “lo único
razonable que se puede decir de la
naturaleza humana es que está ‘en’
dicha naturaleza el construir su
propia historia”8. Stephen Jay
Gould escribió que el “cerebro
[tiene] capacidad para una gran
variedad de comportamientos y
no tiene predisposición a ninguno”9. Anne Fausto-Sterling expresó una idea extendida sobre el
origen de las diferencias sexuales:
“El hecho biológico decisivo es
que los chicos y las chicas tienen
6 Ashley Montagu (ed.), Man and
Agresión, 2ª ed. (Oxford University Press,
Nueva York, 1973).
7 Louis Menand, ‘What Comes Naturally’, The New Yorker, 25 noviembre,
2002.
8 R.C. Lewontin, Steven Rose y Leon
J. Kamin, Not in Our Genes: Biology, Ideology, and Human Nature (Pantheon Books,
Nueva York, 1984).
9 Stephen Jay Gould, “Biological Potential vs. Biological Determinism” en
Stephen Jay Gould (ed.), Ever Since Darwin: Reflections in Natural History (Norton,
Nueva York, 1977).
60
genitales distintos, y es esta diferencia biológica la que induce a la
persona adulta a relacionarse de
forma diferente con los bebés, a
quienes asignamos convenientemente un código de color rosa o
azul para que no haga falta mirar
dentro de sus pañales con objeto
de conocer su género”10.
Estas opiniones se infiltran en
la investigación y en determinadas políticas. Gran parte del consenso científico sobre la crianza de
los hijos, por ejemplo, se basa en
estudios que encuentran una correlación entre la conducta de los
padres y la de los hijos. Los padres
que pegan tienen niños más violentos; los padres con autoridad
(ni excesivamente permisivos ni
excesivamente punitivos) tienen
hijos que se comportan bien; los
padres que hablan más a sus criaturas tienen hijos con mejores
habilidades lingüísticas. Prácticamente todo el mundo coincide en
que el comportamiento de los padres causa las conductas del hijo.
La posibilidad de que la correlación se deba a que tienen los mismos genes no suele siquiera mencionarse, no digamos ya someterse a prueba como hipótesis11.
Los ejemplos abundan. Muchas organizaciones científicas
han refrendado el eslogan “la violencia es una conducta aprendida”; e incluso científicos orientados a la biología tienden a tratar
la violencia como un problema de
salud pública, igual que la malnutrición o las enfermedades infecciosas. Nadie habla de la posibilidad de que el uso estratégico de la
violencia pueda haber sido seleccionado en el evolución humana,
como lo ha sido en la evolución
de otras especies de primates12.
Las diferencias de género en las
profesiones –como que la proporción de mujeres entre los ingenieros es inferior al 50%– se atribu10
Anne Fausto-Sterling, Myths of Gender: Biological Theories About Women and
Men (Basic Books, Nueva York, 1985).
11 David C. Rowe, The Limits of Family Influence: Genes, Experience, and Behavior (Guilford Press: Nueva York, 1994); Judith Rich Harris, The Nurture Assumption:
Why Children Turn Out the Way They Do
(Free Press, Nueva York, 1998).
12 Martin Daly y Margo Wilson, Homicide (A. de Gruyter, Nueva York, 1988).
yen enteramente a prejuicios y
barreras ocultas. La posibilidad de
que, por término medio, las mujeres puedan estar menos interesadas que los hombres en quehaceres que no exigen relacionarse con
otros es igualmente descalificada13. La cuestión no es que la
evolución o la genética sean relevantes para explicar estos fenómenos sino que la posibilidad misma
se trata a menudo como un tabú
innombrable más que como una
hipótesis a estudiar.
“La respuesta apropiada a toda
pregunta sobre naturaleza o medio es: ‘un poco de cada uno’”.
No es así. ¿Por qué la gente habla
inglés en Inglaterra y japonés en
Japón? La respuesta “equidistante
razonable” sería que la gente de
Inglaterra tiene genes que les facilitan el aprendizaje del inglés y la
gente de Japón tiene genes que
les facilitan el aprendizaje del japonés pero que ambos grupos
tienen que estar expuestos a una
lengua para aprenderla. Esta
equidistancia no es, claro está, razonable sino falsa, pues vemos
que los niños en contacto con
cualquier lengua dada la adquieren con igual rapidez al margen
de sus antecedentes raciales. Aunque las personas estén genéticamente predispuestas a aprender
una lengua, no están genéticamente predispuestas, ni siquiera
parcialmente, a aprender una lengua en particular; la explicación
de por qué se habla de forma diferente en los diferentes países es
ambiental al cien por cien.
Y en ocasiones el extremo
opuesto resulta ser el correcto.
Los psiquiatras solían atribuir las
psicopatologías a las madres. El
autismo estaba generado por las
“madres refrigerador” que no interactuaban emocionalmente con
sus hijos; la esquizofrenia, por
madres que sometían a sus hijos a
un double bind (doble vínculo).
Hoy sabemos que el autismo y la
esquizofrenia son en gran medida
13
David Lubinski y Camilla Benbow,
“Gender Differences in Abilities and Preferences Among the Gifted: Implications
for the Math-Science Pipeline”, Current
Directions in Psychological Science (1992),
61-62.
hereditarios; y aunque no están
completamente determinados
por los genes, los demás posibles
causantes (como toxinas, patógenos y accidentes en el desarrollo)
nada tienen que ver con el modo
en que los padres tratan a los hijos. Las madres no merecen ser
parcialmente culpadas de que sus
hijos padezcan estos trastornos,
como se deduciría de una respuesta equidistante entre naturaleza y medio. No merecen ser
culpadas en absoluto.
“Si la gente reconociera que
todo aspecto del comportamiento implica una combinación de
naturaleza y medio se evaporarían
las disputas políticas”. Ciertamente, muchos psicólogos buscan este inocuo término medio.
Consideremos esta cita:
“Si el lector está ahora convencido de
que o bien la explicación genética o la
ambiental ha ganado con exclusión de la
contraria, no habremos hecho las cosas
suficientemente bien a la hora de presentar una parte y la otra. A nosotros nos
parece altamente probable que tanto los
genes como el entorno guarden relación
con esta cuestión”.
Este parece ser un razonable
compromiso interaccionista sin
posibilidad alguna de incitar polémica. Pero lo cierto es que está
extraído de uno de los libros más
incendiarios de los años 1990:
The Bell Curve de Herrnstein y
Murray. En este fragmento, Herrnstein y Murray resumían su
tesis de que la diferencia en el coeficiente medio en las pruebas de
inteligencia entre negros y blancos estadounidenses tenía causas
tanto genéticas como ambientales. La postura de “un poco de
cada una” no les protegió de acusaciones de racismo y comparaciones con los nazis. Y, desde luego, tampoco dejó establecido que
su postura fuera la correcta: al
igual que con la lengua que hablamos, la diferencia entre el coeficiente medio de negros y blancos podía también ser ambiental
al cien por cien. La cuestión es
que en éste y muchos otros campos de la psicología, la posibilidad
de que la herencia pueda tener
alguna validez explicativa sigue
exaltando los ánimos.
CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167
■
S T E V E N PINKER / RICHARD RORTY
“El efecto de los genes depende decisivamente del entorno,
por lo que la herencia no impone
constricciones a la conducta”.
Dos ejemplos suelen utilizarse
para ilustrar este punto: diferentes variedades de maíz pueden
crecer hasta alturas diferentes
cuando son igualmente irrigadas,
pero una planta de la variedad
más alta puede acabar con menor
altura si no recibe agua; y los niños con fenilcenoturia (PKU),
un trastorno hereditario que produce retraso, pueden acabar siendo normales si se les administra
una dieta baja en el aminoácido
fenilalanine.
Hay un aspecto de esta afirmación que realmente merece ser
subrayado. Los genes no determinan el comportamiento como el
rollo de una pianola. Las intervenciones del ambiente –desde la
educación y la psicoterapia a
cambios históricos en actitudes y
en sistemas políticos– pueden incidir significativamente en los
asuntos humanos. También habría que resaltar que los genes y el
entorno pueden interactuar en el
sentido estadístico, es decir, que
los efectos de uno pueden peligrar, multiplicarse o invertirse por
los efectos del otro, en lugar de
sumarse simplemente. Dos estudios recientes han hallado dos
genes respectivamente asociados
con la violencia y la depresión pero han demostrado también que
sus efectos sólo se manifiestan
con determinados historiales de
experiencias conflictivas14.
Al mismo tiempo, es equívoco
invocar la dependencia del entorno para negar la importancia que
tiene entender los efectos de los
genes. Para empezar, sencillamente no es cierto que cualquier gen
pueda tener cualquier efecto en
un entorno, con la implicación de
14 Avshalom Caspi, Karen Sugden,
Terrie E. Moffitt, Alan Taylor e Ian W.
Craig, ‘Influence of Life Stress on Depression: Moderation by a Polymorphism in
the 5-HTT Gene’, Science (2003), 386389; Avshalom Caspi, Joseph McClay, Terrie E. Moffitt, Jonathan Mill, Judy Martin
e Ian W. Craig, ‘Evidence that the Cycle
of Violence in Maltreated Children Depends on Genotype’, Science 297 (2002),
727-742.
Nº 167 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
■
que siempre podemos diseñar un
entorno para que se produzca
aquello que nosotros valoramos.
Aunque algunos efectos genéticos
pueden anularse en ciertos medios, no ocurre lo mismo con todos ellos: los estudios que miden
la similitud tanto genética como
medioambiental (como los referidos a la adopción, donde pueden
compararse las correlaciones entre
padres biológicos y adoptivos)
muestran numerosos efectos primordiales de la personalidad, la
inteligencia y el comportamiento
en toda una serie de variaciones
ambientales. Esto es así incluso en
el caso típico del niño con mitigación ambiental de su enfermedad
PKU. Aunque es cierto que la
dieta baja en fenilalanine impide
un serio retraso mental, no hace a
la persona, como se afirma por
doquier, “perfectamente normal”.
Los niños con PKU muestran coeficientes medios entre los 80 y los
90 puntos en los test de inteligencia y tienen dificultades en tareas
que dependen de la región prefrontal de la corteza cerebral15.
Además, la simple existencia
de algún entorno que pueda corregir los efectos esperables de los
genes carece casi de significado.
El que algunos ambientes extremos puedan perturbar un rasgo
determinado no significa que la
variedad normal de entornos vaya
a modular dicho rasgo, ni significa tampoco que el entorno pueda
explicar el carácter del mismo.
Aunque las plantas de maíz no
irrigadas pueden encanijarse, no
crecen hasta una altura arbitraria
cuando reciben cantidades de
agua cada vez mayores. Y su dependencia del agua no explica
por qué producen mazorcas en
lugar de tomates o piñones. El
vendaje de los pies en China es
una manipulación producida por
el entorno que puede afectar radicalmente a la forma del pie,
15 Adele Diamond, ‘A Model System
for Studying the Role of Dopamine in the
Prefrontal Cortex During Early Development in Humans: Early and Continuously
Treated Phenylketonuria’, en Charles A.
Nelson y Monica Luciana (eds.), Handbook of Developmental Cognitive Neuroscience (MIT Press, Cambridge, Mass,
2001).
indeterminado. Por defecto, la
gente sólo siente empatía hacia
los miembros de su propia familia, clan o aldea, y trata a los que
quedan fuera de este círculo como
seres casi sub-humanos. Pero en
ciertas circunstancias, el círculo
puede ampliarse para incluir a
otros clanes, tribus, razas e incluso
especies. Una forma importante
de entender el progreso moral,
por tanto, es especificar los estímulos que impulsan a las personas a expandir o contraer sus círculos morales. Hay quienes sostienen que el círculo puede ampliarse para incluir a quienes estamos ligados por redes de intercambio recíproco e interdependencia19, y que puede contraerse
para excluir a personas cuyas circunstancias se consideran degradantes20. En cada caso, el conocimiento de aspectos no evidentes
de la naturaleza humana revela
posibles mecanismos para un
cambio social humanitario.
pero sería inexacto negar que la
anatomía del pie humano está, en
un sentido importante, especificada por los genes, o atribuirla
por partes iguales a herencia y entorno. Esta cuestión no es simplemente retórica. El hecho de que
los sistemas visuales de los gatitos
muestren anomalías cuando se les
cosen los párpados en un periodo
crítico del desarrollo, no implica
(como se creía en los años 1990)
que poner música de Mozart a los
bebés o colgar móviles de colores
en sus cunas vaya a incrementar
su inteligencia16.
En suma, la existencia de mitigaciones ambientales no significa que los efectos de los genes
carezcan de importancia. Por el
contrario, los genes especifican
qué tipo de manipulación ambiental tendrá qué tipo de efectos
y a qué precio. Esto es aplicable a
todos los niveles, desde la expresión de los propios genes (como
se verá más adelante) hasta los intentos de cambio social a gran
escala. Los Estados marxistas totalitarios del siglo XX consiguieron en muchos casos modificar el
comportamiento, pero al precio
de una masiva coerción, debido
en parte a supuestos erróneos sobre la facilidad con que las motivaciones humanas responderían
al cambio de circunstancias17.
Y a la inversa, muchos tipos de
auténtico progreso social triunfaron conectando con aspectos específicos de la naturaleza humana.
Peter Singer observa que los seres
humanos normales de todas las
sociedades manifiestan algún sentimiento de empatía: la capacidad
para tratar los intereses ajenos como algo comparable a los propios18. Desafortunadamente, el
tamaño del círculo moral que
ocupa la empatía es un parámetro
“El entorno afecta a los genes, y el
aprendizaje exige la expresión de
los genes, por lo cual la distinción
entre naturaleza y medio carece
de sentido”. Está, sin duda, en la
naturaleza misma de los genes el
no estar constantemente activos;
por el contrario, se expresan y están regulados por toda una variedad de señales. Éstas a su vez pueden desencadenarse debido a toda
una variedad de inputs, entre ellos
la temperatura, las hormonas, el
entorno molecular y la actividad
neuronal21. Entre los efectos sensibles al entorno en la expresión
de los genes se cuentan los que
hacen posible el aprendizaje. Destrezas y recuerdos se almacenan
como cambios físicos en la sinapsis, y estos cambios requieren la
16 John T. Bruer, The Myth of the First
Three Years: A New Understanding of Early
Brain Development and Lifelong Learning
(Free Press, Nueva York, 1999).
17 Jonathan Glover, Humanity: A Moral History of the Twentieth Century
(Londres: J. Cape, 1999); Peter Singer, A
Darwinian Left: Politics, Evolution, and
Cooperation (Weidenfeld & Nicolson,
Londres, 1999).
18 Peter Singer, The Expanding Circle:
Ethics and Sociobiology (Farrar, Strauss &
Giroux, Nueva York, 1981).
19 Robert Wright, NonZero: The Logic
of Human Destiny (Pantheon Books,
Nueva York, 2000).
20 Glover, Humanity; Philip G. Zimbardo, Christina Maslach y Craig Haney,
“Reflections on the Stanfor Prison Experiment: Genesis, Transformations, Consequences”, en Thomas Blass (ed.), Obedience to Authority: Current Perspectives on the
Milgram Paradigm (Lawrence Erlbaum Associates, Mahwah, N.J., 2000).
21 Marcus, The Birth of the Mind; Ridley, Nature via Nurture.
Genes y entorno
61
SOBRE L A NATURALEZA HUMANA
expresión de genes en respuesta a
pautas de actividad neuronal.
Estas cadenas causales, sin embargo, no dejan obsoleta la distinción entre naturaleza y medio. Lo
que sí hacen es obligarnos a repensar la ecuación causal de la
“naturaleza” con los genes y del
“medio” con todo lo que no son
genes. Los biólogos han advertido
que en la palabra “gen” se acumularon diversos significados durante el siglo XX22. Entre ellos: una
unidad de herencia, la especificación de una parte, la causa de una
enfermedad, una plantilla para la
síntesis proteínica, un desencadenante del desarrollo y un blanco
de la selección natural.
Induce a error, pues, equiparar
el concepto pre-científico de naturaleza humana con “los genes”
y dejar ahí la cosa, con la implicación de que la actividad de los
genes dependiente del entorno
demuestra que la naturaleza humana es indefinidamente modificable mediante la experiencia. La
naturaleza humana está relacionada con los genes en términos
de unidades de herencia, desarrollo y evolución, particularmente
aquellas unidades que ejercen un
efecto sistemático y perdurable
en las conexiones y la química
cerebral. Esto es distinto al uso
más común de la palabra “gen”
en biología molecular, donde
alude a partes del ADN que codifican una proteína. Algunos aspectos de la naturaleza humana
pueden estar especificados en
portadores de información que
no son plantillas proteínicas, incluido el citoplasma, las regiones
no codificantes del genoma que
afectan a la expresión de los genes, algunas propiedades de los
genes aparte de su secuencia (por
ejemplo, cómo están impresos), y
aspectos constantes del entorno
materno que el genoma espera
porque así ha sido moldeado por
22
Ridley, Nature via Nurture; Richard
Dawkins, The Extended Phenotype: The
Gene as the Unit of Selection (W.H. Freeman & Company, San Francisco, 1982);
Seymour Benzer, “The Elementary Units
of Heredity”, en William D. McElroy y
Bentley Glass (eds.), Symposium on the
Chemical Basis of Heredity (Johns Hopkins
Press, Baltimore, 1957).
62
la selección natural. A la inversa,
muchos genes dirigen la síntesis
de proteínas necesarias para la
función metabólica diaria (como
la reparación de heridas, la digestión y la formación de la memoria) sin encarnar la idea tradicional de naturaleza humana.
Las diversas concepciones de
“entorno” han de ser también redefinidas. En la mayoría de los
debates sobre naturaleza-medio,
“entorno” hace referencia en la
práctica a determinados aspectos
del mundo que componen el
input perceptual que recibe la persona, y sobre el cual tienen cierto
control otros seres humanos. Esto
comprende, por ejemplo, los premios y castigos parentales, los
primeros progresos, los modelos
de conducta, la educación, las leyes, la influencia de los pares, la
cultura y las actitudes sociales. Es
equívoco mezclar el “entorno” en
el sentido del ambiente psicológicamente preponderante de la persona, con el “entorno” en el sentido del medio químico de un
cromosoma o una célula, especialmente cuando dicho medio
en sí consiste en productos de
otros genes y por ello corresponde
más precisamente a la idea tradicional de herencia. Hay aún otros
sentidos de “entorno”, como la
nutrición y las toxinas medioambientales; la cuestión no es que
un sentido sea el primordial, sino
que hay que procurar distinguir
cada sentido y caracterizar sus
efectos con exactitud.
Una razón final por la que la
dependencia ambiental de los genes no vicia el concepto de naturaleza humana es que un entorno
puede afectar al organismo de formas muy diversas. Algunos aspectos del ambiente perceptual son
instructivos en el sentido de que
sus efectos son previsibles en función de la información contenida
en el input: si, para empezar, tenemos un niño equipado para
aprender palabras, el contenido
de su vocabulario es previsible a
partir de las palabras que le dicen.
Si tenemos un adulto equipado
para entender contingencias, el
punto donde estacionará su coche
dependerá de dónde estén colocados los carteles de No Aparcar.
Pero otros aspectos del entorno, a
saber, los que afectan a los genes
directamente en lugar de afectar
al cerebro a través de los sentidos,
desencadenan contingencias genéticamente especificadas del tipo
“si-entonces” que no conservan la
información en el desencadenante
mismo. Esta clase de contingencias son omnipresentes en el desarrollo biológico, donde muchos
genes producen factores de transcripción y otras moléculas que
desatan cascadas de expresión de
otros genes. Un buen ejemplo es
el gen Pax6, que produce una
proteína la cual provoca la expresión de otros dos mil quinientos
genes, resultando en la formación
del ojo. También pueden producirse respuestas genéticas muy específicas cuando el organismo
interactúa con su entorno social,
como cuando un cambio de estatus social en el pez cíclido macho
desencadena la expresión de más
de cincuenta genes, que a su vez
alteran su tamaño, agresividad y
respuesta ante el conflicto23. Estos ejemplos nos recuerdan que la
organización innata no equivale a
falta de sensibilidad al entorno, y
que las respuestas al entorno no
están en muchos casos especificadas por los estímulos sino por la
naturaleza del organismo.
“Plantear los problemas en
términos de naturaleza y medio
nos impide entender el desarrollo
humano y hacer nuevos descubrimientos.” Por el contrario, algunos de los descubrimientos
más estimulantes de la psicología
del siglo XX habrían sido imposibles si no hubiera existido un esfuerzo concertado para diferenciar la naturaleza del medio en el
desarrollo humano.
Durante muchas décadas los
psicólogos han buscado las causas
de las diferencias individuales en
la capacidad cognitiva (medida
en coeficientes de inteligencia, en
rendimiento en los estudios y el
trabajo, y en índices de actividad
cerebral) y en la personalidad
(medida por cuestionarios, en23 Russell Fernald, ‘How Does Behavior Change de Brain? Multiple Methods to
Answer Old Questions’, Integrative Comparative Biology 43 (2003), 771-1779.
cuestas, evaluaciones psiquiátricas, e indicadores de comportamiento como el divorcio y la delincuencia). La idea convencional
ha sido que estos rasgos están
fuertemente influidos por las
prácticas de crianza y los modelos
sociales. Pero recordemos que esta creencia se basa en estudios
correlacionales defectuosos, en
los que se comparan padres e hijos pero se olvida comprobar la
relación genética.
Los genetistas conductistas
han corregido estos defectos con
estudios de gemelos y niños adoptados, y han descubierto que, en
realidad, prácticamente todos los
rasgos de conducta son en parte
(aunque nunca totalmente) hereditarios24. Es decir, algunas de las
variaciones entre individuos dentro de una cultura han de atribuirse a diferencias en sus genes.
A partir de repetidos descubrimientos se deduce que los gemelos idénticos criados en ambientes
distintos (comparten, pues, genes
pero no entorno familiar) son
fuertemente similares; que los gemelos idénticos que se crían juntos (que comparten el entorno y
todos los genes) son más similares
que los gemelos no idénticos (que
comparten entorno pero sólo la
mitad de sus genes variables); y
que los hermanos biológicos (que
comparten el entorno y la mitad
de sus genes variables) son más
parecidos que los hermanos adoptados (que comparten entorno
pero ninguno de sus genes variables). Los resultados de estos estudios se han repetido en amplios
muestreos de varios países, y han
excluido las explicaciones alternativas más comunes (como es la
colocación selectiva de gemelos
idénticos en hogares de adopción
similares). Indudablemente, hay
rasgos conductuales concretos que
dependen manifiestamente de
24 Plomin, Owen y McGuffin, ‘The
Genetic Basis of Complex Human Behaviors’; Eric Turkheimer, ‘Three Laws
of Behavior Genetics and What They
Mean’, Current Directions in Psychological
Science 9 (5) (2000), 160-164; Thomas J.
Bouchard, Jr., ‘Genetic and Environmental Influences on Intelligence and Special Mental Abilities’, Human Biology 70
(1998), 257-259.
CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167
■
SOBRE L A NATURALEZA HUMANA
contenidos suministrados por el
hogar o la cultura –qué lengua se
habla, qué religión se practica, a
qué partido político se adhiere–
que no son hereditarios en modo
alguno. Pero los rasgos que reflejan habilidades y temperamentos
subyacentes –el nivel de competencia lingüística, el grado de religiosidad, el grado de compromiso
político– son en parte hereditarios. Así pues, los genes son en
alguna medida responsables de
que las personas sean diferentes
entre sí, y su entorno tiene un papel igualmente importante.
En este punto es tentador concluir que las personas están moldeadas tanto por los genes como
por la crianza familiar: cómo les
trataron sus padres y en qué tipo
de hogar crecieron. Pero esta conclusión no se justifica en modo
alguno. La genética conductista
permite distinguir dos formas
muy distintas en que puede afectar el entorno a la persona. El entorno común es lo que incide en la
persona y en sus hermanos por
igual: sus padres, la vida familiar y
el barrio donde viven. El entorno
particular es todo lo demás: cualquier cosa que ocurre a una persona que no necesariamente ocurre
a sus hermanos.
No deja de ser notable que la
mayoría de los estudios de inteligencia, personalidad y comportamiento no reflejen efectos del
entorno común; a menudo para
sorpresa de los propios investigadores, convencidos de que era
obvio que las variaciones no genéticas tenían que provenir de la
familia25. En primer lugar, los
hermanos adultos muestran una
correlación aproximadamente
igual, se criaran juntos o no. En
segundo, los hermanos adoptados, cuando se someten a tests en
edad adulta, no resultan en términos generales más parecidos
que dos personas de la misma
cultura elegidas aleatoriamente. Y
en tercero, los gemelos idénticos
25 Rowe, The Limits of Family Influence; Harris, The Nurture Assumption;
Turkheimer, “Three Laws of Behavior Genetics”; Robert Plomin y Denise Daniels,
“Why Children in the Same Family So
Different from One Another?” Behavioral
and Brain Sciences 10 (1987), 1-60.
64
no muestran más semejanzas que
las esperables por los efectos de
sus genes comunes. Dejando
aparte los casos de negligencia extrema o maltrato, las experiencias
compartidas por los hermanos
criados en el mismo hogar, dentro de una cultura dada, tienen
escasa o ninguna incidencia en el
tipo de personas que resultan ser.
Las destrezas específicas, como
leer y tocar un instrumento musical, pueden, claro está, ser enseñadas por los padres, y es evidente que éstos afectan a la felicidad
y la calidad de vida de sus hijos.
Pero no parecen determinar su
intelecto, sus gustos y su personalidad a largo plazo.
Medio y conducta
El descubrimiento de que el entorno común familiar tiene poco
o ningún efecto perdurable en la
personalidad y la inteligencia socava los cimientos de la idea tradicional de que el medio pauta la
conducta. Así, plantea dudas sobre las formas de psicoterapia que
buscan las raíces de la disfunción
del adulto en el entorno familiar,
sobre las teorías que atribuyen el
alcoholismo, el tabaquismo y la
delincuencia en los adolescentes
al trato que recibieron en la primera infancia, y sobre la filosofía
de los expertos en educación de
los hijos según la cual la microgestión por parte de los padres es
la clave para tener un niño bien
adaptado. Los hallazgos son tan
contrarios a la intuición que cabría dudar de las investigaciones
en genética conductista de las que
han surgido, pero están corroborados por otros datos26. Los hijos
de inmigrantes adquieren la lengua, el acento y las costumbres de
sus pares, no de sus padres. Las
amplias variaciones en el modo de
criar a los niños –asistencia a centros de día frente a madres que se
quedan en casa, madres solteras
frente a cuidadores múltiples, padres del mismo sexo frente a padres de diferente sexo– tienen
pocos efectos duraderos cuando
se analizan otras variables. El orden de nacimiento y el estatus de
26 Harris, The Nurture Assumption.
hijo único también tienen pocos
efectos en el comportamiento
fuera del hogar27. Y un estudio
amplio sobre la posibilidad de que
los niños puedan estar moldeados
por aspectos singulares del trato
que reciben de sus padres (frente
a los modos en que los padres tratan a todos sus hijos por igual)
mostró que las diferencias en el
trato parental dentro de la familia
son efectos, no causas, de las diferencias entre los hijos28.
El descubrimiento de los límites de la influencia familiar no es
solamente un ejercicio de descalificación sino que deja abiertos
nuevos e importantes interrogantes. El hallazgo de que gran parte
de la diversidad en personalidad,
inteligencia y comportamiento
no se debe ni a los genes ni al entorno familiar plantea la pregunta de a qué se debe realmente. La
hipótesis de Judith Rich Harris
es que los fenómenos que conocemos como socialización –la
adquisición de las habilidades y
valores necesarios para prosperar
en una cultura determinada– tienen lugar en el grupo de pares
más que en la familia. Aunque
los niños no están pre-habilitados
con destrezas culturales, tampoco
son indiscriminadamente moldeados por el entorno. Un aspecto de la naturaleza humana dirige
a los niños a dilucidar qué se valora dentro de su grupo de pares
–el medio social en que, a la larga, tendrán que competir por
status y por pareja– en lugar de
someterse a los intentos parentales de moldearlos.
El reconocimiento de este rasgo de la naturaleza humana plantea a su vez cuestiones sobre cómo surgen y se perpetúan los
27 Ibid.; Judith Rich Harris, “Context-Specific Learning, Personality, and
Birth Order”, Current Directions in Psychological Science 9 (2000), 174-177; Jeremy Freese, Brian Powell, and Lala Carr
Steelman, “Rebel Without a Cause or
Effect: Birth Order and Social Attitudes”,
American Sociological Review 64 (1999),
207-231.
28 David Reiss, Jenae M. Neiderhiser, E. Mavis Hetherington y Robert Plomin, The Relationship Code: Deciphering
Genetic and Social Influences on Adolescent
Development (Harvard University Press,
Cambridge, Mass., 2000).
entornos relevantes, en este caso
la cultura de los pares. ¿Es la cultura de los pares un eco de la cultura de los adultos? ¿Se origina
en individuos o grupos de alto
estatus y prolifera después entre
las redes de pares? ¿Surge aleatoriamente en formas diferentes,
algunas de las cuales se afianzan
cuando alcanzan el punto crítico
de popularidad?
La nueva forma de entender
cómo se socializan los niños tiene
también implicaciones prácticas.
Una forma mejor de abordar el
alcoholismo y el tabaquismo en
la adolescencia podría consistir
en el análisis de cómo estas actividades llegan a convertirse en símbolos de estatus en los grupos de
pares, en lugar de instar a los padres a que hablen más con sus
hijos adolescentes (como insiste
actualmente la publicidad, promovida por compañías de cerveza
o tabaco). Un esencial determinante del éxito en la escuela podría estribar en si las clases se fisionan en grupos de pares con
diferentes criterios de estatus, en
particular si el éxito en la escuela
se considera admirable o señal de
claudicación29.
El desarrollo de la personalidad –las idiosincrasias emocionales y conductuales de la persona– plantea una serie de interrogantes distintos a los planteados
por el proceso de socialización.
Los gemelos idénticos criados en
el mismo hogar comparten los
genes, los padres, los hermanos,
los grupos de pares y la cultura.
Aunque son muy similares, distan de ser indistinguibles: según
la mayoría de los criterios, las correlaciones de sus caracteres están
en torno al 0,5. La influencia de
los pares no puede explicar las
diferencias, porque los gemelos
idénticos comparten en buena
medida sus grupos de pares. Por
el contrario, la variación no explicada entre sus personalidades dirige la atención hacia el papel del
puro azar en el desarrollo: diferencias aleatorias en el periodo
prenatal en el suministro de sangre y en el contacto con toxinas,
29 Harris, The Nurture Assumption.
CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167
■
S T E V E N PINKER / RICHARD RORTY
patógenos, hormonas y anticuerpos; diferencias aleatorias en la
formación o adherencia de axones en el desarrollo cerebral; hechos aleatorios en la experiencia;
diferencias aleatorias en la forma
en que un cerebro que funciona
estocásticamente reacciona a los
mismos sucesos de la experiencia.
Las explicaciones populares y
científicas del comportamiento
en que suelen invocarse los genes,
los padres y la sociedad pocas veces reconocen el enorme papel
que por fuerza tienen que desempeñar los factores imprevisibles
en el desarrollo del individuo.
Si el desarrollo aleatorio es lo
que explica la semejanza imperfecta entre los gemelos idénticos,
resalta también una interesante
propiedad del desarrollo en general. Cabría imaginar un proceso
de desarrollo en que millones de
pequeños hechos aleatorios se
anulen entre sí, no produciendo
ninguna diferencia en el organismo resultante. Cabría imaginar
un proceso diferente en que un
hecho casual perturbara el desarrollo totalmente. Ninguna de
estas dos cosas ocurre en el caso
de los gemelos idénticos. Sus diferencias son detectables tanto en
pruebas psicológicas como en la
vida diaria pero ambos son (generalmente) seres humanos saludables. El desarrollo de los organismos tiene que utilizar complejos bucles de feedback y no plantillas pre-especificadas. Los sucesos azarosos pueden desviar sus
trayectorias de crecimiento, pero
las trayectorias están confinadas
en un envoltorio de diseños operantes para la especie.
Estas profundas cuestiones no
tienen que ver con la oposición
naturaleza frente a medio. Tienen que ver con el medio frente
al medio: con cuáles son, precisamente, las causas no genéticas de
la personalidad y la inteligencia.
Pero los interrogantes nunca se
habrían planteado si los investigadores no hubieran tomado
30 Este trabajo ha podido ser escrito
gracias a la NIH Grant HD-18381. Agradezco a Helena Cronin, Jonathan Haidt,
Judith Rich Harris y Matt Ridley sus comentarios sobre un anterior borrador.
Nº 167 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
■
medidas previamente para analizar los factores de influencia de
la naturaleza, demostrando que
las correlaciones entre padres e
hijos no pueden atribuirse simplemente a la crianza sino que
quizá habría que atribuirlos a los
genes comunes. Ése fue el primer
paso que les indujo a medir empíricamente los posibles efectos
de la educación parental en lugar
de asumir simplemente que los
padres tenían que ser la fuerza
omnímoda. El diagrama en que
todo afecta a todo lo demás resulta no ser complejo sino dogmático. Las flechas que parten de
“padres”, “hijos” y “el hogar” son
hipótesis a someter a prueba, no
verdades incontestables y evidentes; y dichas pruebas podrían
sorprendernos porque quizá haya
flechas que no tendrían que estar
ahí y rótulos y flechas que hayamos olvidado.
El cerebro humano se ha calificado como objeto más complejo del universo conocido. Sin
duda las hipótesis que enfrentan
naturaleza y medio como dicotomía, o que correlacionan los
genes y el entorno con el comportamiento sin atender al cerebro que media entre ambos, resultarán simplistas o erróneas.
Pero dicha complejidad no significa que tengamos que confundir las cuestiones a tratar diciendo simplemente que es demasiado complicado pensar en
ellas o que hay que tratar a priori alguna de esas hipótesis como
obviamente correcta, obviamente falsa o demasiado peligrosa
para hablar de ella. Al igual que
la inflación, el cáncer o el calentamiento del globo, no tenemos
otro remedio que desentrañar las
múltiples causas30. ■
[Publicado en Daedalus, 2004 y en
MicroMega, 2005].
Steven Pinker es profesor del departamento de Ciencias Cognitivas y del cerebro y director del Centro de Neurociencia Cognitiva Mc Donell-Pew en el Instituto de Tecnología de Massachussets.
RICHARD RORTY
ENVIDIA
DE LA FILOSOFÍA
Cuando filósofos como Ortega y Gasset dicen que los seres
humanos tenemos historia y
no naturaleza no están sugiriendo que seamos una página
en blanco. No dudan de que
los biólogos acabarán localizando el factor genético que
produce el autismo, la homosexualidad, el buen oído, la
celeridad en el cálculo y muchas otras características y habilidades que diferencian a los
seres humanos entre sí. No
dudan tampoco de que, allá
en los tiempos en que la evolución iba dando existencia a
nuestra especie en la sabana
africana, ciertos genes fueron
desechados y otros conservados. Los filósofos coinciden
sin reservas con científicos como Steven Pinker en que los
genes conservados explican diversos tipos de conducta comunes a todos los seres humanos, al margen de cualquier
aculturación.
Teoría de
la naturaleza humana
Lo que estos filósofos dudan
es que factorizar la función de
los genes en hacernos diferentes o rastrear nuestros rasgos
comunes hasta las necesidades
evolutivas de nuestros ancestros pueda ofrecernos algo que
podamos llamar con propiedad “una teoría de la naturaleza humana”. Porque se supone
que dichas teorías deben ser
normativas: que deben proporcionar guía u orientación.
Deben decirnos qué hacer con
nuestras vidas. Deben explicar
por qué algunas vidas son mejores que otras para los seres
humanos, y por qué algunas
sociedades son superiores a
otras. Una teoría de la naturaleza humana debe decirnos
qué clase de persona debemos
llegar a ser.
Las teorías filosóficas y religiosas de la naturaleza humana florecieron porque no en-
traron nunca en cuestiones de
pormenor empírico; no se
arriesgaron a ser rebatidas por
los hechos. Las teorías de
Platón y Aristóteles sobre las
partes del alma eran de esta
índole; y también la teoría
cristiana de que todos somos
hijos de un Dios bondadoso,
la teoría de Kant de que somos criaturas fenoménicas bajo mando noumenal, y las narraciones naturalizantes de
Hobbes y Freud sobre los orígenes de la sociabilidad y la
moral. No obstante su carencia de poder predictivo y la
imposibilidad de ser empíricamente confirmadas, estas teorías fueron muy útiles; no porque fueran explicaciones precisas de lo que, en el fondo,
son los seres humanos real y
verdaderamente sino porque
sugerían peligros a evitar e
ideales a seguir. Vendían útiles
consejos morales y políticos
con un empaquetado imaginativo y desechable.
Steven Pinker está intentando reciclar el empaquetado,
envolviendo con él una variedad de hechos empíricos más
que una visión de una vida
buena o una sociedad buena.
Pero es difícil ver cómo un
compuesto o una síntesis de
las diversas disciplinas empíricas que hoy se autodenominan
ciencias cognitivas puede
cumplir la función que un día
cumplieron la religión y la filosofía. La pretensión de que
lo que los filósofos hicieron a
priori y mal pueden hacerlo
ahora quienes cultivan las
ciencias cognitivas a posteriori
y bien no será más que retórica vana hasta que sus propulsores estén dispuestos a arriesgarse. Para que se cumpla la
promesa de la expresión “una
teoría científica de la naturaleza humana” tendrían que empezar por ofrecer consejos sobre cómo podríamos llegar a
ser, individual o colectivamente, mejores personas. Después
tendrían que explicitar las inferencias que les han llevado
desde determinados hallazgos
empíricos sobre nuestros genes
65
SOBRE L A NATURALEZA HUMANA
o nuestro cerebro hasta estas
recomendaciones prácticas en
particular.
Quienes, como E. O. Wilson, Pinker y otros, creen que
la biología y las ciencias cognitivas pueden asumir, al menos
en parte, el papel cultural de la
filosofía, son reacios a encaminarse por esta senda. Recuerdan el destino del movimiento
eugenésico: las tesis según las
cuales estaba “científicamente
probado” que los matrimonios
interraciales, o el aumento de
la inmigración, producirían degeneración cultural. El recuerdo de este molesto predecesor
les induce a recelar de apostar
el prestigio de sus disciplinas al
resultado de recomendaciones
prácticas. Por el contrario, repiten una vez y otra que, a medida que vayamos sabiendo
más y más sobre nuestros genes
y nuestro cerebro, iremos obteniendo un mejor conocimiento
de lo que en esencia somos.
Pero para filósofos historicistas como Ortega no hay nada
que seamos esencialmente. La
historia puede enseñarnos muchas lecciones pero no hay supralecciones que extraer de las
ciencias o de la religión o la filosofía. La desafortunada idea de
que la filosofía puede detectar la
diferencia entre naturaleza y
convención –entre lo que es
esencial al ser humano y lo que
es simplemente producto de la
circunstancia histórica– fue legada por la filosofía griega a la
Ilustración, donde reapareció,
en una versión que habría repugnado a Platón, en Rousseau.
Pero en los dos últimos siglos la
idea de que bajo todas las capas
culturales se esconde algo llamado naturaleza humana, y que el
conocimiento de esto procurará
una valiosa guía moral o política, ha caído en un merecido
desprestigio.
Dewey tenía razón cuando
se burlaba de las ideas de
Platón y Aristóteles de que la
vida contemplativa era la que
mejor aprovechaba nuestras capacidades propiamente humanas. Esta clase de afirmaciones,
decía Dewey, eran simplemen66
te formas de autocongratulación de estos filósofos. Desde
Herder, la idea roussoniana de
que la finalidad del cambio socio-político tendría que ser devolvernos a la naturaleza incorrupta ha sido rechazada por
pensadores impresionados por
el alcance, y el valor, de la variación cultural. La idea, compartida por Platón y Rousseau,
de que existe algo que puede
llamarse la vida buena para el
hombre ha sido gradualmente
sustituida por la convicción de
que hay muchas vidas humanas
igualmente valiosas. Este cambio ha desembocado en nuestra
actual creencia de que el mejor
entorno sociopolítico es aquel
en que los individuos son libres
para vivir cualquier vida que
deseen; para ir haciéndose a sí
mismos a lo largo de su trayectoria, sin preguntarse qué era
lo que de algún modo “debían”
llegar a ser. También ha tenido
la consecuencia de que la religión y la filosofía han sido
arrinconadas por la historia, la
literatura y las artes como fuentes de edificación y de ideales.
Biología y cultura
El libro de Carl Degler In Search of Human Nature: The Decline and Revival of Darwinism in
American Social Thought relata
los intentos de los biólogos para
introducirse en alguna parte del
espacio del que van retirándose
los filósofos. El darwinismo reveló continuidades anteriormente insospechadas entre los
seres humanos y los brutos, y
éstas parecieron hacer posible
que futuras investigaciones biológicas pudieran decirnos algo
moralmente significativo. En
un capítulo titulado ‘¿Por qué
triunfó la cultura?’, Degler explica cómo las desmesuradas
pretensiones de los eugenistas y
los fútiles intentos de detener
la marea feminista mediante
apelaciones a hechos biológicos
relacionados con la “naturaleza” diversa de hombres y mujeres han contribuido a desacreditar esta expectativa. Después,
en un capítulo titulado ‘Biología rediviva’, describe cómo la
sociobiología y sus aliados han
querido impulsar el péndulo
otra vez en sentido contrario.
Degler termina su libro
con una nota ecuménica, refrendando lo que Pinker denomina interaccionismo holista.
Pero muchos de sus lectores
concluirán que la moraleja de
la historia que cuenta es que
“¿naturaleza o medio?” no fue
nunca una buena pregunta.
Darwin tuvo en efecto una influencia decisiva en el modo en
que pensamos sobre nosotros
mismos, porque desacreditó las
explicaciones religiosas y filosóficas sobre la distancia que separa la parte auténticamente
humana e inmaterial que hay
en nosotros de la meramente
animal y material. Pero nada
de lo que Darwin nos enseñó
desdibuja la distinción entre lo
que podemos aprender de los
resultados de experimentos
biológicos y psicológicos, y lo
que sólo podemos aprender de
la historia: la crónica de los experimentos intelectuales y sociales del pasado.
Pinker tiene razón cuando
dice que el debate naturaleza
frente a medio no desaparecerá
mientras la pregunta se plantee
con respecto a algunos tipos
muy particulares de comportamiento humano; el autismo,
por ejemplo. Pero en niveles
más abstractos, esta clase de debates son fútiles: son discusiones retóricas generadas por ciertas guerras en el campo académico. La pregunta “¿es nuestra
humanidad una cuestión biológica o cultural?” es tan estéril
como “¿están nuestros actos determinados o tenemos libre albedrío?”. Ningún resultado
concreto en genética, en física,
o en ninguna otra disciplina
empírica puede ayudarnos a
responder estas dos preguntas
erróneas. Seguiremos deliberando sin cesar sobre qué hacer, y
achacándonos mutuamente la
responsabilidad de determinados actos, incluso si llegamos a
convencernos de que cada uno
de nuestros pensamientos, y cada uno de nuestros movimientos, han sido pronosticados por
un neurólogo omnisciente. Seguiremos experimentando con
nuevos estilos de vida, nuevas
ideas y nuevas instituciones sociales, incluso si llegamos a
convencernos de que en el fondo todo depende de alguna manera de nuestra composición
genética. Los debates sobre la
cuestión naturaleza-medio, como los debates sobre el problema del libre albedrío, carecen
de magnitud pragmática.
Pinker dice acertadamente
que existe un “deseo generalizado de que esta cuestión [de
naturaleza y medio] simplemente desaparezca” y una sospecha igualmente generalizada
de que refutar la creencia en la
página en blanco equivale a
“luchar con un hombre de paja”. Los lectores de Degler estarán dispuestos a compartir tanto el deseo como la sospecha.
Pinker aspira a hacerles cambiar de opinión luchando con
otros hombres de paja: “El posmodernismo y el construccionismo social, que dominan en
muchas de las humanidades”.
Pero es difícil pensar en algún
humanista –ni siquiera el
foucaltiano más extremo– dispuesto a refrendar la idea, dudosamente atribuida por
Pinker a Louis Menand, de que
“la biología no puede suministrar ninguna visión profunda
de la mente y la conducta humanas”. Lo que Foucault, Menand y Ortega dudan es de que
esa visión suministrada por la
biología pueda alguna vez ayudarnos a decidir en pos de qué
ideales individuales o sociales
debemos esforzarnos.
Pinker cree que la ciencia
puede triunfar donde la filosofía ha fracasado. Pero, para defender sus tesis, tiene que tratar
lugares comunes como si fueran asombrosos descubrimientos científicos. Dice, por ejemplo, que “la ciencia congnitiva
ha demostrado que tiene que
haber complejos mecanismos
innatos para que sean posibles
el aprendizaje y la cultura”. ¿Y
quién ha dudado jamás de que
los hubiera? Sabíamos ya, antes
de la aparición de las ciencias
CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167
■
Nº 167 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA
■
Ciencia y Filosofía
Las ciencias posgaliléicas no
pretenden decirnos lo que es
verdaderamente real o verdaderamente importante. No tienen
implicaciones metafísicas o
morales. Por el contrario, nos
permiten hacer cosas que
anteriormente no habíamos
podido hacer. Cuando se hicieron empíricas y experimentales, perdieron tanto sus pretensiones metafísicas como la capacidad para fijar nuevos objetivos en pos de los cuales debía
esforzarse el género humano. Y
ganaron la capacidad para ofrecer nuevos medios. La mayoría
de los científicos se sienten satisfechos con el trueque; pero,
de vez en cuando, algún científico como Pinker intenta quedarse con la soga y con la cabra, y sugerir que la ciencia
puede proporcionar evidencia
empírica para demostrar que
algunos fines son preferibles a
otros.
Mientras que la envidia de
la física es una neurosis que
pueden padecer aquellos cuyas
disciplinas son tachadas de
blandas, la envidia de la filosofía se encuentra entre aquellos
que se enorgullecen de la dureza de su disciplina. Estos últimos creen que su superior rigor
les cualifica para usurpar el papel previamente desempeñado
por los filósofos y otros tipos
de humanistas: papeles como el
de crítico de la cultura, guía
moral, guardián de la racionalidad y profeta de la nueva utopía. Los humanistas, o así lo
afirman los científicos, sólo tie-
DE RAZÓN PRÁCTICA
correo electrónico
mas épicos, las novelas, los manifiestos políticos y escritos de
muchas otras clases. Pero los
tratados científicos han ido haciéndose cada vez más irrelevantes a este proceso de cambio. Ello se debe a que, desde
Galileo, las ciencias naturales
han logrado una autonomía y
un prestigio abundantemente
merecido porque nos han dicho cómo funcionan las cosas,
y no, como Aristóteles aspiraba
a hacer, cuál es su naturaleza
intrínseca.
www.claves.progresa.es
[email protected]
de cargas eléctricas entre un
axón y otro dentro del cerebro
vivo, y correlacionar este proceso con las más mínimas variaciones de comportamiento.
Supongamos que llegamos a
poder modificar las inclinaciones conductuales de la persona,
prácticamente de cualquier
modo que deseemos, simplemente pellizcando sus células
cerebrales. ¿Cómo puede esta
posibilidad ayudarnos a dilucidar qué clase de conductas fomentar y qué clase desalentar;
a saber cómo deben vivir los
seres humanos? Sin embargo,
esa clase de ayuda es precisamente la que decían suministrar las teorías filosóficas sobre
la naturaleza humana.
Pinker dice en diversos
puntos de su libro La tabla rasa
que todo el mundo tiene y necesita una teoría de la naturaleza humana, y que la indagación
empírica científica tiene más
probabilidades de ofrecernos
una teoría mejor que el sentido
común por sí solo o la actividad filosófica apriorística. Pero
no está claro que tengamos o
necesitemos semejante cosa.
Todo ser humano tiene convicciones sobre lo que importa
más y lo que importa menos, y
por consiguiente sobre lo que
significa una buena vida humana. Pero dichas convicciones
no tienen por qué –ni deben–
adoptar la forma de una teoría
de la naturaleza humana o una
teoría de ninguna clase. Nuestras convicciones sobre lo que
realmente importa son constantemente modificadas por
nuevas experiencias, como trasladarse de un pueblo a una ciudad o de un país a otro, conocer nuevas personas y leer nuevos libros. La idea de que deducimos estas convicciones, o
que deberíamos deducirlas, de
una teoría, es una fantasía platónica que Occidente ha superado gradualmente.
Entre los libros que cambian nuestras convicciones morales o políticas figuran las escrituras sagradas, los tratados
filosóficos, las historias intelectuales y sociopolíticas, los poe-
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cognitivas, que no se puede enseñar a crías de animales no
humanos a hacer cosas que
puedes enseñar a hacer a humanos de corta edad. Hace ya
mucho tiempo que comprendimos que si un organismo tenía cierto tipo de cerebro podíamos enseñarle a hablar, y si
tenía otro tipo, no podíamos.
Sin embargo, Pinker escribe
como si Menand y compañía
tuvieran empeño en negar hechos evidentes como éstos.
Además, Pinker cita hipótesis recientes de que el círculo
de organismos que constituye
el objeto de nuestra preocupación moral “puede ampliarse
para incluir a personas a quienes uno no está ligado por redes de intercambio recíproco e
interdependencia, y… reducirse para excluir a personas cuyas
circunstancias consideramos
degradantes”. Pero no necesitábamos que recientes investigaciones científicas nos informaran sobre estos “posibles mecanismos para el cambio social
humanitario”. La relevancia de
la interdependencia para el
modo en que tratamos a nuestros correspondientes forasteros, y de la degradación para el
modo en que tratamos a los
prisioneros de guerra, no es
realmente una novedad. Se ha
estado recomendando el intercambio y la internupcialidad
como formas de lograr una comunidad más amplia desde hace mucho tiempo. Y desde hace
el mismo tiempo se ha indicado que debemos dejar de degradar a nuestros semejantes
con el fin de tener un pretexto
para oprimirlos. Pero Pinker
describe hechos que ya eran
conocidos por Homero y Herodoto diciendo que exhiben
“aspectos no evidentes de la naturaleza humana”.
Es probable que próximos
descubrimientos sobre el funcionamiento de nuestro cerebro nos proporcionen abundantes ideas útiles sobre cómo
cambiar la conducta humana.
Pero supongamos que la nanotecnología nos permite finalmente rastrear la transmisión
SOBRE L A NATURALEZA HUMANA
nen opiniones, pero los científicos tienen conocimientos.
¿Por qué no, preguntan, cerrar
los oídos a la palabrería cultural (que es todo lo que van a
darnos esos frívolos posmodernistas e irresponsables construccionistas sociales) y recurrir
para formarnos nuestra autoimagen a quienes saben lo
que realmente, verdaderamente, objetivamente, perdurablemente, transculturalmente son
los seres humanos?
Quienes sucumben a esta
invitación son sometidos a tácticas fraudulentas de atracción.
Creen que van a descubrir si
deben ser más como Antígona
que como Ismene, o más como
Marta y menos como María, o
más como Spinoza y menos como Baudalaire, o más como
Lenin y menos como Franklin
Delano Roosevelt, o más como
Iván Karamazov y menos como
Aliosha. Quieren saber si deben
lanzarse a campañas en pro de
un gobierno mundial, o contra
el matrimonio homosexual, o
en pro de un salario mínimo
mundial, o contra el impuesto
de sucesiones. Tienen esperanza
de lograr el tipo de orientación
que los universitarios idealistas
más jóvenes aún creen que pueden suministrarle sus profesores. Sin embargo, cuando siguen cursos de ciencias cognitivas no es eso lo que reciben.
Obtienen un mejor conocimiento de cómo funciona su
cerebro, pero no ayuda para dilucidar qué clase de persona ser
o por qué causas luchar.
Esta sensación de haber sido sometidos a tácticas fraudulentas de atracción afecta también con frecuencia a los universitarios de primer año que
se matriculan en cursos de Filosofía porque les mola Marx,
Camus, Kierkegaard, Nietzsche
o Heidegger. Así, imaginan que
si siguen un curso de lo que se
anuncia como “áreas esenciales
de la filosofía” –metafísica y
epistemología– estarán más capacitados para responder las
preguntas planteadas por dichos autores. Pero lo que reciben en estos cursos es, por lo
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general, un análisis del lugar
que ocupan cosas como el conocimiento, el significado y los
valores en un mundo compuesto de partículas elementales.
Ahora bien, muchos aspirantes
a estudiantes de Filosofía no
consiguen comprender por qué
tienen que adquirir una visión
de esos temas; por qué necesitan la metafísica.
Fue precisamente porque
José Ortega y Gasset consideró
dichos temas infructuosos por
lo que escribió ensayos polémicos como el citado por Pinker
(“La historia como sistema”,
Obras completas de José Ortega y
Gasset. Tomo VI (1941-1955),
Taurus y Fundación Ortega y
Gasset, Madrid, 2006.) En éste, dice Ortega:
“Todos los estudios naturalistas
sobre el cuerpo y el alma del hombre
no han servido para aclararnos nada
de lo que sentimos como más estrictamente humano, eso que llamamos cada cual su vida y cuyo entrecruzamiento forma las sociedades que, perviviendo, integran el destino humano.
El prodigio que la ciencia natural representa como conocimiento de las
cosas contrasta brutalmente con el
fracaso de esa ciencia natural ante lo
propiamente humano”.
Ortega insistía en que el
progresivo conocimiento sobre
el funcionamiento de cosas como el cerebro y el genoma humanos nunca podrán ayudarnos a dilucidar cómo pensarnos
y qué hacer con nuestras vidas.
Pinker cree que se equivocaba.
Pero sólo en unas cuantas páginas de La tabla rasa se debate
con esta cuestión. Entre ellas,
las más sobresalientes son aquellas en que Pinker sostiene que
los descubrimientos científicos
nos dan motivos para adoptar
lo que él llama “la visión trágica”, en lugar de “la visión utópica”, de la vida humana; para
mirar con reservas la capacidad
de los seres humanos para
transformarse en personas nuevas y mejores.
Con objeto de demostrar
que nuestra elección entre estas
dos visiones debe hacerse con
referencia a la ciencia y no a la
historia, Pinker tiene que afir-
mar, de modo críptico, que
“partes de estas visiones” consisten en “hipótesis generales
sobre cómo funciona la mente”.
Pero eso es precisamente lo que
los filósofos historicistas como
Ortega dudan: según ellos, la
rivalidad entre estas dos visiones no quedaría afectada incluso si resultara que el cerebro
funciona de alguna manera extraña que las ciencias no han
considerado siquiera todavía, o
si una nueva evidencia fósil demostrara que la tesis actual sobre la evolución de nuestra especie es completamente errónea. Los debates sobre qué hacer con nuestras vidas, según
ellos, van cambiando tan al
margen de las discusiones sobre
la naturaleza de los neutrones o
sobre nuestro origen, como de
las controversias en torno a la
naturaleza de los quarks o el
momento del Big Bang1.
Lo que Pinker critica a Ortega, y a la mayoría de los filósofos ajenos a la llamada tradición analítica no tiene nada
que ver con páginas en blanco
o tablas rasas sino que gira en
torno a si el diálogo entre los
humanistas sobre las diversas
autoimágenes y los diversos
ideales mejoraría si los participantes tuvieran mejor conocimiento de lo que está ocurriendo en la biología y en las ciencias cognitivas. Pinker sostiene
que los hombres y mujeres con
preocupaciones morales y políticas han contado siempre con
teorías de la naturaleza humana, y que ahora disponen de
teorías de base empírica. Pero
Ortega respondería que a lo
largo de unos cuantos cientos
de años hemos aprendido a
sustituir dichas teorías por la
narración histórica y la especulación utópica.
Este giro historicista debe,
no obstante, mucho a un científico en particular: Darwin.
Darwin nos ayudó a dejar de
pensar en nosotros mismos co1 Para más información sobre este
punto, véase mi artículo ‘The Brain as
Hardware, Culture as Software’, Inquiry, 47 (3) (Junio 2004), 219-235.
mo un cuerpo animal en que
ha sido insuflada otra cosa, algo específicamente humano:
un ingrediente misterioso cuya
naturaleza plantea problemas
filosóficos. Sus críticos dijeron
que nos había reducido al nivel
de las bestias pero lo cierto es
que nos permitió concebir la
audacia imaginativa como fuerza causal comparable a la mutación genética. Darwin reforzó el historicismo de Herder y
Hegel porque nos permitió
concebir la evolución cultural
en el mismo nivel que la evolución biológica: como igualmente capaz de crear algo radicalmente nuevo y mejor; y posibilitó que poetas como Tennyson y Whitman, y pensadores como Nietzsche, H. G.
Wells, George Bernard Shaw y
John Dewey soñaran utopías
en que los seres humanos se
habían tornado tan maravillosamente diferentes de nosotros
como somos nosotros del neanderthal. Los sueños de socialistas, feministas y otros han producido un profundo cambio en
la vida social de Occidente, y
pueden devenir en inmensos
cambios en la vida de la especie
en general. Nada de lo que nos
digan las ciencias naturales debe desalentarnos de seguir soñando nuevos sueños. ■
Traducción: Eva Rodríguez Halftter.
[Publicado en Daedalus, 2004 y en
MicroMega, 2005].
Richard Rorty es profesor de Humanidades en la Universidad de Virginia
(U.S.A.).
CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167
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