Los asesinos - Ignacio de la Torre

Transcripción

Los asesinos - Ignacio de la Torre
Los asesinos
Cuentan que el líder del primer grupo terrorista de la Historia, los “hashashins”, tenía tal poder
sobre sus adeptos que un día que quería impresionar a un potentado, ordenó tirarse al vacío a
uno de sus acólitos desde la almena de su mítico castillo de Alamut, “el nido de las águilas”,
orden que fue obedecida al instante, poniendo de manifiesto la imbecilidad del que saltó al
vacío, y la maldad del líder que aplicaba el poder absoluto sobre la mente del débil.
La secta asesina se había fundado a finales del siglo XI por Hasan bin Sabbah, que más tarde
fue temido y conocido como “El Viejo de la Montaña”. Hasan poco a poco fue organizando un
mini Estado entre el Líbano y el Cáucaso, sustentando por un grupo terrorista basado en la
devoción total a su reducida causa (el nizarismo, una rama del chiísmo fatimí), a su persona
(un brillante e inquieto intelectual chií), y a su destino (los devotos muertos en servicio tenían
garantizado el paraíso con el disfrute asociado de 99 vírgenes huríes por cada suicida). Con
tales activos, los asesinos sembraron una red de terror durante los siglos XII y XIII en el
Oriente Medio, con las amenazas de asesinato, gráficamente expresadas con un puñal debajo
de la almohada del amenazado, o asesinatos consumados, ejecutados a cuchillo por fedayines
suicidas, que sabían que tras cometer un magnicidio de importantes dirigentes (en especial
árabes sunníes aunque también se asesinó a algún líder cruzado) serían horriblemente
ejecutados, ganándose por lo tanto la erótica recompensa. Entre otros fue asesinado Nizam al
Mul, antiguo amigo del “viejo de la montaña”, y además gran visir del sultán selyúcida (la gran
potencia regional).
Cuenta Marco Polo que los cruzados que conoció en su periplo asiático le comentaron que
para lograr la total sumisión del fedayín al viejo de la montaña, éste último empleaba hachís
para, tras sumir al devoto en sus efectos, presentarle una sección oculta de su castillo de
Alamut en la que se podían contemplar paradisiacos jardines y bellísimas mujeres
aparentemente vírgenes. Al despertar, el fedayín quedaba convencido de tan terrenal
recompensa y dispuesto a morir para conseguirla. De ese relato viene el título de la secta,
“Hashashins”, o consumidores de hachís, y del título de la secta, la palabra asesino, o assassin
en francés.
Ocho siglos después contemplamos cómo, a pesar de las diferencias doctrinales, viejos
métodos siguen plenamente vigentes, pero aplicados con menos obsoletas tecnologías
(cambiar el puñal por el kalashnikov y por chalecos bombas) y con un carácter masivo (asesinar
civiles en lugar de líderes político-militares) los resultados pueden ser mucho más mortíferos y
con mayor resonancia mediática. El resultado acaba siendo el mismo: generar terror.
El 90% de las víctimas del terrorismo islamista son musulmanes, por lo tanto son los
principales damnificados. De ahí se deduce que además del combate militar, el combate
ideológico, es clave para vencer a las pseudocausas religiosas de la que los terroristas o sus
inductores se dotan. Por lo demás, los “hashashins” mataban por dinero, y a veces por poder.
Eran chiíes, no sunníes como los integrantes de Al Qaida o del Estado Islámico. En realidad no
hay prueba alguna de que consumieran hachís, y así lo demuestran los mejores académicos.
Cometieron el error de amenazar al gran Jan de los tártaros, que devolvió el favor arrasando la
secta y destruyendo hasta los cimientos su último reducto, Alamut, quemando además su
formidable biblioteca. Así acabó la historia de los asesinos. Hoy los seguidores del nizarismo
son los ismailíes, pacíficos seguidores del Agá Jan. Todo lo que queda de los asesinos es un
popular videojuego.
Los atentados de París no sólo han generado terror, también horror, rabia, y orgullo. Horror
ante el asesinato en masa de civiles. Rabia por la infinita cobardía de sus autores y sus
inductores. Orgullo por ver miles de voces británicas entonar La Marsellesa, el significativo
himno de su antaño enemigo, esbozando estrofas proféticas (“El sangriento estandarte de la
tiranía / está ya levantado contra nosotros / ¿No oís bramar por las campiñas / a esos feroces
soldados? / Pues vienen a degollar / a nuestros hijos y a nuestras esposas /
¡A las armas, ciudadanos! / ¡Formad vuestros batallones! ...).
Tanta sangre no hace sino despertar y evocar una conciencia común de los valores que definen
a Occidente, y esa conciencia desemboca en el orgullo. El Estado Islámico ha atacado al
corazón de Occidente igual que los asesinos atacaron al gran Jan de los Tártaros.
Su destino será similar al de los asesinos, pero tras muchos años ni un triste videojuego
evocará su memoria.

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