Jesús Maqueda. Líbano, recuerdos de amor y guerra

Transcripción

Jesús Maqueda. Líbano, recuerdos de amor y guerra
Líbano
Recuerdos de amor y guerra
La sociedad sería algo bonito si nos preocupáramos unos de otros, pero qué pocas veces ocurre
algo así. En la libanesa, especialmente compleja por su diversidad cultural y religiosa, esa solidaridad tan necesaria para la convivencia y el desarrollo alcanza su máxima expresión en periodos de
guerra. Esto ha llevado a la joven escritora Zeina Abirached (Beirut, 1981) a reconocer en su obra
El juego de las golondrinas que la paz causa verdaderos traumas en los ciudadanos de Líbano.
Quizá porque la guerra es algo demasiado frecuente en ese hermoso país que se debate entre la
modernidad, más evidente en la capital, y la rigidez que intentan imponer de manera generalizada
los grupos más radicales dentro de las distintas confesiones religiosas. Texto y fotografías: JESÚS MAQUEDA
l taxi circula por la calle
Gemmayze, en el barrio cristiano de Beirut, con una lentitud
desesperante, pero el espectáculo
que se contempla merece la pena.
Cientos de jóvenes ocupan las
aceras, a la puerta de locales de
ocio de nombre y ambiente evocadores de las distintas partes del
mundo. Son bellos, elegantes y
ríen sin cesar, pensando tal vez en
el amor que sigue o precede a la
muerte que en alguna ocasión
pasó rozando sus ansias de vivir.
Pero esos momentos amargos
duermen por ahora en la memoria.
Sus voces y sus risas actuales
muestran la cara más amable de la
paz, y no se preguntan hasta cuándo durará. El güisqui y otras bebidas corren de mano en mano,
como en cualquier zona de marcha
de cualquier ciudad europea. Y la
música huye despavorida por las
ventanillas de lujosos vehículos
que entorpecen la circulación, algo
que no parece molestar a nadie.
Los beirutíes, jóvenes o no,
demuestran tener una paciencia
inquebrantable.
“¡Que viva España!” dice el taxista
al enterarse de mi procedencia.
¡Viva!, respondo en un alarde de
agilidad mental, pensando en el
folclórico Manolo Escobar antes
que en el tullido Millán Astray, fun-
E
dador de la Legión. “Marbella,
Madrid, Barcelona”, sigue el conductor con su letanía de halagos,
como si fuera un loro amigo.
“What a big country. El Corte
Inglés, where my wife spends my
money”. En este punto de su
monólogo empiezo a sudar,
temiendo que el importe de la
carrera resulte astronómico, que
sea yo quien pague los excesos
consumistas de su esposa en los
grandes almacenes de medio
mundo. Me llevo la mano a la cartera, que se agita nerviosa en el
bolsillo trasero del pantalón. “No te
preocupes”, le digo y me digo.
Jamás me gustaron los taxistas
parlanchines, ni en Beirut ni en
Fernando Poo. Ya hablen de fútbol, sexo, política o de la madre
que los parió. Me concentro en la
ciudad envolvente y acogedora,
esforzándome por retener las imágenes del último día de Ramadán,
que parecen recortarse contra el
crepúsculo como siluetas de una
linterna mágica. Nos adentramos
por las calles del Downtown, reflotadas con el dinero saudí y el de
otros grandes inversores árabes y
europeos. Restaurantes de lujo,
bancos, tiendas de marca y
edificios universitarios jalonan el
recorrido.
Quizá porque la lengua inglesa es
el esperanto de nuestro tiempo,
you know Sancho, los pedantes,
políglotas o no, hablan o escriben
la palabra skyline con total naturalidad al describir las ciudades. El
perfil visual de Beirut es confuso.
Torres de apartamentos y oficinas
se suceden, uno junto a otro o uno
por delante de otro, dando lugar a
un auténtico caos urbanístico.
Moles de más de veinte plantas,
modernas, luminosas, bellas incluso en muchos casos, alternan
junto a raquíticos inmuebles.
Algunos, destruidos, dan testimonio de esas guerras que todos
pierden. Sus enormes esqueletos
de hormigón, desprovistos de cualquier elemento humano, parecen
balancearse en un cielo saturado
de nubes, que aparentan actuar
como una red imposible.
La capital libanesa se reinventa
cada minuto, en la paz y en la guerra. Se pasa de una a otra con
relativa facilidad, con más frecuencia de la deseada. En una pared
quedan marcas de balas y proyectiles. Junto a ella, en un muro en
otro tiempo desnudo que oculta
quién sabe cuantas historias, hay
varios murales pintados por niños.
Cielos azules, bellas casas a la
sombra de cedros, el árbol emblemático del país. Es difícil saber
qué fue antes, si el horror o el Panorámica de Beirut.
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Recuerdos de amor y guerra
color. Y en cualquiera de sus horizontes el mar, consuelo y sonido
de fondo. El perfil sonoro de Beirut
también es especial. Desde los
minaretes de las mezquitas los
muecines llaman a oración, y las
campanas de los templos cristianos, ortodoxos, católicos o maronitas, repican a la hora convenida
por la liturgia. La cruz y la media
luna viven entrelazadas, en los
sueños y en la tierra.
Es el último día de septiembre y
los escaparates de las tiendas de
la calle Hamra anuncian rebajas de
hasta el 70%. En algún momento
se escuchan sonidos similares a
disparos, pero la vida sigue su
curso normal. Parecen de pistola,
tres o cuatro seguidos, aunque
quizá sean petardos. Quisiera
creer que sí. Pero esto es un país,
Arriba, imagen de Beirut. El escritor
libanés Rabih Alameddine. En el centro, jugadores de backgammon y
plaza de la Estrella, con su monolito
de planta cuadrada, coronado por un
reloj Rolex. A la derecha el paseo
marítimo de Beirut. En la página de
enfrente, juego de perfiles en el templo de Júpiter, en Baalbek.
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una ciudad, donde se pasa de la
paz a la guerra con la mayor naturalidad. Cuando estallan, los conflictos van por zonas, por barrios,
por calles. “El día que la guerra se
extienda a todo el Líbano”, asegura alguien, “el país más hermoso
de la tierra acaso deje de existir”.
El centro de Beirut quedó completamente destruido en la guerra civil
de 1975. Hoy se ha levantado de
nuevo con una piedra parecida a la
de Villamayor, la misma que hizo
de Salamanca una ciudad dorada.
Las antiguas calles que bajan
hasta la plaza de la Estrella, inconfundible por el monolito de planta
cuadrada, coronado por un reloj
Rolex, intentan recuperar su antiguo esplendor. Próximos están el
Parlamento y la iglesia ortodoxa de
San Jorge, con mural del santo
combatiendo al dragón en la fachada principal. Algo más allá, la desdibujada plaza de los Mártires,
asomada al puerto por uno de sus
extremos, y por otro a la mezquita
de Hariri, con su imponente cúpula
de color gauloises, azul cobalto. La
escultura del centro de la plaza,
obra de un artista italiano, está
llena de agujeros. Para recordar,
se dice, las sucesivas guerras que
sufren los libaneses.
Muchos rincones de Beirut, ahora
tranquilos, semejan los decorados
de una película bélica. Con sacos
terreros, alambre de espino, barreras, garitas, vehículos blindados y
toldos bajo los que se refugian soldados que tal vez se aburran con
la rutina que supone la paz. Pero
aquí todo es auténtico, eso sí. En
el salón de actos del Instituto
Cervantes, el escritor libanés
Rabih Alameddine imparte una
conferencia sobre su último libro,
El contador de historias. Los asistentes muestran interés por lo que
dice este moderno hakawati, y de
vez en vez dirigen su mirada hacia
la pared, fijándola en alguna de
las fotografías alusivas a los atentados del 11-M en Madrid.
Muestran escenas cotidianas en
los andenes de la estación de
Atocha, El Pozo o Santa Eugenia.
También pequeños detalles en
recuerdo de las víctimas. Flores,
velas encendidas y algún mensaje
solidario. Y por las ventanas se
percibe el mar que envuelve a
esta ciudad por todas partes
menos por una. Es otra de las
señas de identidad de este país
azul, blanco y verde, aunque no
sea aconsejable bañarse en sus
playas, ni en las públicas ni en las
privadas. La contaminación no es
un eufemismo sino una evidencia
sólida. Pero el paseo marítimo, la
Corniche, es otra cosa bien distinta. La gente lo recorre hasta bien
entrada la madrugada, fuman el
arguile, se apoyan en las balaustradas de piedra para contemplar
la Roca de las Palomas, escuchan
música o juegan al backgammon.
En los suburbios, las zonas donde
nunca acuden los turistas ni aquí ni
en ninguna otra parte, salvo que
sean barrios de moda, los campos
de refugiados palestinos. En ellos
y en sus alrededores, el hambre es
un toro que apunta fino. Donde
pone el ojo pone el pitón. Y acierta
siempre. Sus víctimas no pasan a
la historia sino a la estadística. No
las mata Islero, más bien un morlaco sin nombre. Los niños, los más
débiles, tienen el vientre hinchado
como un ocho, multiplicado por mil,
por un millón. Pero así es Beirut, la
ciudad de la luz, donde se apura
con ansia cada segundo como si
fuera el último. La ciudad de los
hakawatis, contadores de historias
que resucitan cada tarde, en los
viejos cafés del centro o la periferia, la magia de la palabra hablada.
Nadie muere mientras alguien lo
cuente y le recuerde, mientras lo
ame con fuerza. La ciudad del tráfico infernal, de los neones multicolores de diseño, para evitar equívocos, que anuncian bancos, hoteles
de lujo y tiendas de firma. La ciudad donde se encoge el corazón
cuando un sonido propio de fiesta
semeja un disparo. La ciudad, en
fin, donde los fuegos de artificio
suceden casi de inmediato al fuego
que destruye y purifica.
En Líbano las distancias no se
miden en kilómetros sino en tiempo. De la capital a las ruinas de
Baalbek, las más importantes del
país, hay 80 kilómetros. Pero ese
dato no interesa a nadie. Es un
viaje de dos horas como mínimo,
al margen de lo que digan los
mapas. Apenas hay señales de
La gente lo recorre la Corniche hasta bien entrada
la madrugada, fuman el arguile, se apoyan en las
balaustradas de piedra para contemplar la Roca de
las Palomas, escuchan música o juegan al backgammon. En los suburbios, las zonas donde nunca acuden los turistas ni aquí ni en ninguna otra parte,
salvo que sean barrios de moda, los campos de refugiados palestinos. En ellos y en sus alrededores, el
hambre es un toro que apunta fino. Donde pone el
ojo pone el pitón. Y acierta siempre. Sus víctimas
no pasan a la historia sino a la estadística.
tráfico en las carreteras, pero los
conductores usan un código basado en los toques de claxon y en la
lógica. Y aparentemente funciona.
Las montañas que rodean Beirut
están sembradas de edificios.
Donde no crecen el cemento y la
piedra hay una vegetación abundante que se va haciendo más
escasa a medida que la sinuosa
carretera se aleja del mar y se
adentra en el interior. Tras una
curva surge el valle de la Bekaa,
uno de los lugares más bellos del
planeta, próximo ya a algunas ciudades sirias, evocadoras de magia
y misterio: Damasco, Palmira,
Alepo… Es un corredor fértil y
bello que une el norte con el sur
del país, un cementerio de restos
fenicios, griegos, romanos y árabes. Duermen, unos sobre otros,
en perfecta paz y armonía.
Los cedros que han hecho famoso
el país desde tiempo inmemorial
están al otro lado de estas montañas hoy desnudas. “Se los llevaron los fenicios, los griegos, los
romanos, los mamelucos, los franceses y todo el que pasó por aquí,
los mismos que nos hicieron grandes en algún sentido”, asegura un
habitante de Chtaura, ciudad a
mitad de camino entre Beirut y
Damasco. Los que quedaron en
pie viven en dos reservas naturales, celosamente custodiados por
gente que los ama. Imaginar estas
montañas peladas cubiertas de
cedros, causa escalofríos. Los
mismos que produce la belleza,
aunque ésta sea imaginada.
Verlas cubiertas de nieve vuelve Diálogo Mediterráneo 49 39
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Recuerdos de amor y guerra
más real este paraíso en la tierra.
Zahle es la capital del Valle. En
las cunetas de las carreteras que
la atraviesan, los vendedores de
fruta ofertan su mercancía. Llaman
la atención los racimos de plátanos. Son pequeños y de un sabor
irrepetible que los hace únicos. Se
cultivan en el valle, donde también
se produce un excelente vino,
cada día más cotizado.
En la mediana de la carretera que
lo cruza en dirección a la frontera
siria, en excelente estado pero sin
señalización de ninguna clase, se
han colocado fotografías a gran
tamaño, engarzadas a las farolas,
de los “mártires”. Todos son niños
guapos y sonrientes. Debieron de
tomarse durante algún acontecimiento importante en sus vidas.
Sólo sus familias o amigos podrán
recordar cómo eran estas víctimas
inocentes antes de ser asesinadas
por Israel en alguna de las guerras. Ahora, su dolor es indebidamente utilizado con fines proselitistas. También, cómo no, fotos
del líder de Hezbollah, solo o
junto a Jomeini, el ayatollah que
En Baalbek las partes que han quedado en pie de
los templos de Júpiter y Baco evidencian lo que allí
hubo con bastante aproximación, sin necesidad de
recomponer mentalmente las piezas que faltan.
acaudilló la revolución iraní, coronando unos arcos horteras de cartón piedra bajo los que discurre la
remozada carretera. En este país
pluriconfesional, la religión, del
signo que sea, tiene un protagonismo excesivo. Tanto como las
ansias de poder. De propios y ajenos. Una y otro no ocasionan más
que dolor y sufrimiento. Y obligan
a que muchas personas tengan
que acarrear con ello de por vida,
poniéndole cada mañana buena
cara al mal tiempo. Si las consecuencias no fueran tan terribles,
las guerras entre Líbano e Israel
podrían compararse con una
pedrea infantil en la que los cabe-
cillas se hubieran puesto de
acuerdo previamente.
Por lo común, las ruinas te exigen
un esfuerzo imposible de la imaginación. Cuando alguien dice “Aquí
estaba…”, ante un montón de piedras de diferentes tamaños, lo
mejor es poner pies en polvorosa,
huir de las explicaciones del guía
como de la peste, antes que nuestro cerebro se funda por culpa de
un sobreesfuerzo, aunque el alma
siga latiendo con fuerza en cada
piedra. No es el caso de Baalbek.
Las partes que han quedado en pie
de los templos de Júpiter y Baco,
evidencian lo que allí hubo con
bastante aproximación, sin necesidad de recomponer mentalmente
las piezas que faltan. A la salida
del recinto, las inevitables tiendas
de souvenirs. Venden reproducciones de esculturas romanas, made
in Italy la mayoría, y supuestas
antigüedades rescatadas quizá de
un vertedero por la pátina de suciedad que atesoran. Y simpatizantes
del grupo chiíta Hezbollah, ofertan
por la calle camisetas amarillas de
algodón egipcio con un kalashnikov
serigrafiado en verde que destaca
en la parte frontal. Ideales para
presumir.
Ignoro cómo será este país, hermoso y dinámico, en tiempo de
guerra. De noches interminables
pobladas de sueños, como si éstos
pudieran conjurar tanta locura, y
lentos amaneceres que arrancan
de lo más oscuro del abismo, de
los gritos que sólo dejan aire en el
cuenco de las manos. Texto y fotografías: JESÚS MAQUEDA
Mezquita de Hariri vista desde la
iglesia ortodoxa de San Jorge.
Imagen familiar en las Rocas de las
Palomas. La rica cocina libanesa se
encuentra por igual en modestos
locales y en lujosos restaurantes.
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