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Lunes, 2 de septiembre de 2013
GIRIMUNHO, DE HELVECIO MARINS JR. Y CLARISSA CAMPOLINA
El tiempo no para en Brasil
El escenario de este film es el Brasil colonial que aún sobrevive en pleno siglo XXI
y en el que habita la mixtura pagana de la cultura negra. Girimunho es una historia
de fantasmas, atravesada por una profunda belleza poética.
Por Juan Pablo Cinelli
El estreno de Girimunho, película de los directores brasileños
Helvecio Marins Jr. y Clarissa Campolina, estrenada y premiada
en el Festival de Venecia y que también formó parte hace un par
de años de la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar
Girimunho fue premiada en el Festival de
del Plata, es una noticia alentadora. En un panorama de estrenos
Venecia y ahora se estrena en la
en donde sólo los productos más taquilleros parecen tener
Lugones.
espacio en las salas, que el circuito alternativo se empeñe en
seguir ofreciendo títulos que apuesten por la poesía es una
empresa bienvenida. Como en cualquier obra poética, lo más sencillo de destacar en Girimunho son sus
recursos formales. Sobre todo la precisión pictórica en la composición fotográfica de los cuadros, que nunca
desperdicia la posibilidad de jugar con el orden geométrico, las perspectivas, las diagonales y la
profundidad. Girimunho desborda de confianza en el poder de sus imágenes. Sin embargo, toda esa virtud
sería inútil, vacía, si sobre ella no se cimentara el fondo poético de esta historia de fantasmas.
El escenario del relato es el Brasil colonial que aún sobrevive en pleno siglo XXI, en donde habita esa
mixtura pagana de la cultura negra que ha tenido que absorber y pervertir la tradición cristiana para no
desaparecer. Bastú y María, viejas amigas que parecen hechas de roca centenaria, disfrutan de los bailes
tradicionales de los que participan cantando o batiendo algún parche. Pero la muerte de Feliciano, marido de
la primera, viene a provocar una fisura en esa calma aparente. Al principio, la viudez parece ser un alivio
para Bastú, pero pronto creerá escuchar al espíritu de Feliciano deambulando por la casa, golpeando las
herramientas que ahora juntan polvo en el viejo taller. “Cuando uno muere, no pasa a través de las puertas
sino que se mete por las grietas”, le dice María, que tiene algo de sacerdotisa (o de bruja vudú) y por eso
parece capaz de comprender el devenir turístico de los espíritus por un mundo al que ya no pertenecen.
También es a través de grietas, las que provoca todo buen relato sobre la piel frágil de la realidad, por las
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que se cuela el texto cinematográfico de Girimunho. Grietas que permiten asomarse a este universo ajeno,
luminoso aun en su perfil más sombrío, que la película propone descubrir.
Ante la presencia de la muerte, Bastú se empuja a ser valiente (“nunca lloro”, confiesa); sin embargo, debe
recurrir a diferentes trucos para enfrentar las sombras que los muertos proyectan entre los vivos y a las que
ella elige personificar en la figura del fantasma, con el que comenzará a dialogar. Ese discutir con el difunto
parece la única forma que encuentra para soportar su nueva vida agujereada por la ausencia. “Voy a dejar
de pensar en vos para poder dormir”, le dice Bastú al alma traviesa de Feliciano, que se empeña en correr
por el taller. Esas palabras no han terminado de apagarse cuando un remolino de polvo surge de la nada en
un camino desierto, lo atraviesa y desaparece, como un fantasma que ha decidido partir. Como ésta, las
imágenes coreografiadas por los directores destilan una fantasmagoría amable que no se resigna a dejar de
ser amenazante. Si fuera posible quitarse de encima todos los años que encorsetan la mirada adulta para
asomarse a Girimunho con ojos de niño, sin duda sería posible ver también al fantasma travieso. En la
oposición entre vejez y juventud, entre tradición y modernidad, entre la muerte y la vida, polos que tanto se
repelen como indefectiblemente se atraen, ahí descansa el alma poética de Girimunho.
“El tiempo no para; los que paramos somos nosotros”, dice la protagonista, y lo que sigue es una sucesión
de planos inmóviles, en donde el río y un suelo anaranjado picado de hojas secas parecen proponer al
espectador la experiencia de poner a prueba ese concepto. La presencia repetida del agua, a veces como
arroyuelo inmóvil y otras como río de torrente sin fin, dialoga de manera directa con aquella afirmación.
Porque el agua siempre corre y en esa carrera bien pueden medirse los ciclos de todas las vidas que, como
cualquier río, fluyen hacia un destino único e impostergable. Ese que parece conjurar la armonía de la última
escena, en donde Bastú y el río se funden en una comunión de hombre y Universo. Ahí la voz de la anciana
da cuenta del carácter a la vez espiralado y moebiano de la existencia, donde comienzo y final parecen casi
tocarse, en una continuidad aparente en la que podría no haber muerte, ni nacimiento, sino simplemente la
vida, yendo hacia adelante a pesar de todo.
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