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EllagoEdiciones La cara oculta de la Luna Pasqual Mas i Usó Premio “Enric Valor de novel·la en valencià 2000” Ellago/Novela Colección Novela A Lola i a Lluís quan a casa hi ha llum. Primera edición, noviembre 2013 © del autor: Pasqual Mas i Usó © de la traducción: Pasqual Vicent Diseño de cubierta: María Amoedo Antas Maquetación: Ramón Pais Martínez © de la edición Ellago Ediciones, S. L. [email protected] / www.ellagoediciones.com (Edicións do Cumio, S. A.) Polígono ind. A Reigosa, parcela 19 36827 Ponte Caldelas, Pontevedra Tel. 986 761 045 [email protected] / www.cumio.com Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de los titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjanse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si precisan fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). ISBN: 978-84-92965-33-5 Impresión: Rocarpe Impresores Depósito legal: VG 804-2013 Impreso en España Índice Camino.......................................................................................................... 11 Tierra. .............................................................................................................121 Cruce...............................................................................................................339 7 Olvidar es un lujo. Antonio Muñoz Molina, Beltenebros Yo voy a cometer aquí varias afrentas porque hablaré, entre otras cosas, de algunos muertos reales a los que no he conocido, y así seré una forma inesperada y lejana de posteridad para ellos. O dicho de otra manera, seré memoria suya sin haberlos visto y sin que ellos pudieran preverme en su tiempo ya perdido, seré su fantasma. Javier Marías, Negra espalda del tiempo Ha sido en su imaginación donde hemos vuelto a nacer, mucho mejores de lo que fuimos, más leales y hermosos, limpios de la cobardía y de la verdad. Antonio Muñoz Molina, Beatus Ille Y aun no cabe lo que siento / en todo lo que no digo. Calderón de la Barca, El mayor encanto, Amor Camino Que los maten a todos era la frase que le amaraba los recovecos más recónditos del cerebro y que, hasta el repentino día de su muerte, ya no pudo borrar del recuerdo. Que liquiden a toda la familia. Deberían matarlos a todos. Que no quede ni la semilla. Toda la familia debe de ser igual… En cada cara una boca, en cada boca una lengua y en cada lengua una afirmación que jamás desaparecería del pensamiento. Carme, de carácter recto pero alegre cuando era necesario, acostumbrada a sacar la casa adelante por la temprana muerte de su madre, todavía no llegaba a la treintena y se tenía que tragar el orgullo mientras veía cómo se llevaban a su hermano esposado y escoltado por la Guardia Civil camino del cuartelillo. En el pueblo era conocida la noticia de que habían capturado a Vicent por las montañas de las Cuevas de Vinromá y de que aquel día lo conducían al pueblo para, más tarde, tras avergonzarlo delante de sus vecinos, expedirlo, como un paquete que se envía a través del ordinario, a Castellón, y, ya en la prisión provincial, darle el pasaporte. Desde los lavaderos públicos hasta el cuartelillo, se había formado un pasillo de espectadores apostados en los márgenes del camino para ver cómo pasaba Vicent con las manos prisioneras a la espalda y, si se terciaba, lanzarle guijarros a las espinillas, 13 Camino no fuera que si apuntaban a la cara o de cintura para arriba le dieran, al fallar su tiro, al vecino espectador del otro lado del fangoso vial. En momentos como éstos, la palabra vecino debería estar prohibida; gentes que han crecido y han jugado y han reído juntas, ahora, por una disputa, se tratan como fieras hambrientas que exigen la primera sangre de la presa para lanzarse al cuello sin piedad. El pasillo que daba la bienvenida al pueblo era, dadas las circunstancias, también el pasillo de despedida. Ahora recibían al fugitivo, pero, en unas horas, apenas le hicieran confesar los primeros indicios que lo pudieran inculpar de un delito, tendrían que trasladarlo a Castellón. Sin embargo, la despedida se hizo esperar bajo la sombra de la libertad de unos días inacabables. La comitiva permanecía dispuesta a hacerle ver a Vicent que ya había llegado al pueblo, que lo habían pillado, que ya estaba de nuevo allí, pero que aquello también suponía un adiós, porque todos se hacían a la idea de que en aquellos días no era necesario haber cometido ninguna maldad para acabar fusilado, muerto tras salpicar la cal de algún muro del término. Matadlos a todos, dijo la Pallola, la de las jacas. Los demás convocados la miraron con sorpresa y, con más miedo que alegría, comenzaron a repetir la frase y a inventar posibilidades de decir lo mismo con otras palabras: Eso es lo que deberían hacer, matarlos a todos, que después a los que queden se les volverá la sangre negra y nos la tendrán jurada, comentó Quimet, el zapatero, que se mostraba tan explícito que resumía el pensamiento de los que allí se habían reunido, a excepción, claro está, de los familiares del perseguido y ya capturado por la justicia. Vicent, con pensamientos confusos, comprendía que aquellos comentarios, si bien no del todo, nacían de la necesidad de justificarse ante todos, de hacer ver que ellos no pertenecían al bando del fugitivo, ahora esposado y conducido a puntapiés y a 14 La cara oculta de la Luna culatazos de fusil reglamentario. Condenar públicamente a Vicent era ganarse un salvoconducto que —sin conjurar sus preocupaciones internas— podía durar hasta que un vecino socialmente mejor situado en aquel momento, o que simplemente lo envidiara o envidiara su trabajo o su negocio, o su compañera o compañero, lo inculpara de cualquier disparate. Los vecinos que formaban los márgenes del pasillo no hablaban entre ellos, gritaban al aire, expulsaban de su interior la fuerza apestosa que tenían que tragarse y la lanzaban contra el desvalido que ahora se exponía ante el pueblo entero representado por una banda de cobardes en comitiva. Les hubiera gustado cantarle las cuarenta a las nuevas autoridades, flamantes cargos municipales y representantes del nuevo orden establecido que se habían hecho con el poder a fuerza de delatar sin mesura alguna a los que les molestaban lo más mínimo, quitándoselos del medio de malas maneras. No obstante, contra éstos no podían gritar y por eso se dirigían contra Vicent, indefenso y con la cabeza baja, pues no quería verles las caras a aquéllos con los que había jugado al chamelo hacía tan sólo unos meses; entonces Vicent no los quería ver con su cara forzadamente agria y con su estudiado gesto de menosprecio, vendiéndolo al diablo. Vicent sabía que, humillando la mirada, les facilitaba el trabajo y no le importaba; era lo bastante listo como para saber que los mensajes peyorativos que le resonaban en los oídos no iban dirigidos a él, sino que eran la rabia contenida que no podían liberar de ninguna otra manera sin que les costara la prisión, como ahora le sucedía a él mismo. Era suficientemente listo como para pensarlo, y suficientemente listo como para creérselo; necesitaba creérselo a fin de no perder la dignidad, de que no quedará en nada el esfuerzo que había protagonizado y de que todos supieran que la libertad le llenaba de orgullo, a pesar de ir con las manos esposadas. Vicent prefería recordarlos como auténticos vecinos por los 15 Camino que había luchado y que no permanecieran en su memoria como una bandada hambrienta de zorras toreando a la gallina asustada y coja que a todas luces era él. Carme, con la niña en brazos, sí que tendría que recordarlo todo sin olvidar detalle: su hermano Vicent, el pequeño de los tres, conducido a los calabozos del cuartelillo mientras ella leía en la cara de los que gritaban el alimento que fermenta y se destila concentrado en un odio de retama. Un odio que se alimenta con los años, pero que, con el paso del tiempo, de mucho tiempo, se convertiría en una pasta angustiosa que, al recordar la escena, le subiría por la garganta y la ahogaría con un nudo seco. Un nudo que le arrancaba las lágrimas frías y solitarias que sorteaban los pliegues de la cara enjuta por la edad. Aquel día se le abrió una herida como un Viernes Santo: dolorosa y ritual, sorda y periódica, como un volcán dormido que de vez en cuando escupía un chorro de lava incandescente. Del resto de hermanos, Pepe no tardaría mucho en marcharse a Francia, Marieta lo seguiría más tarde. Tan sólo Carme, cuyo marido acababa de llegar del frente, tendría que permanecer en el pueblo para revivir en cada esquina escenas que le recordarían el triste espectáculo de ver a su hermano conducido a la prisión por segunda y, de lo que se deducía, por última vez. Que maten a estos asesinos, gritó Cento Garrofa desgañitándose. Que paguen todo el mal que han hecho, continuaba, no sin aumentar la calidad de su voz aguda y sin control. Cento Garrofa, el acequiero nuevo, no sabía, o sí, porque entendía de números y letras y organizaba el acequiaje de una parte del regadío del pueblo, que lo que él pregonaba con tanta convicción, pero no con bastante eco, podía entenderse al revés. ¿Quiénes eran los asesinos? Al hablar en plural, los asesinos bien podían ser unos, bien los otros; ora los que mandaban, ora los que lo hacían antes, y eso se lo hizo comprender una ceja inquisidora, acompañada 16 La cara oculta de la Luna de la mirada estremecedora de uno de los guardias civiles que custodiaban a Vicent. ¡Se calle!, entendió Cento Garrofa y éste agachó la mirada y se descubrió la cabeza, pelada como una rodilla, demostrando sumisión más que respeto. El resto de los vecinos consideró que, tal vez lo mejor sería descubrirse también y aquéllos que iban cubiertos no tardaron un ápice en enrollar la boina como un canuto dentro de la mano: parecía que escondían la oreja de un toro acabada de recibir como trofeo por haberlo matado con éxito en la arena. De repente, una ola de silencio atrapó el gesto de los espectadores y se dieron cuenta de que probablemente se habían excedido, de que su presencia allí ya era suficiente para ser considerados afines al nuevo régimen y de que tanto bramido ni ponía ni quitaba peso en la balanza y, si cambiaban las tornas, si los hechos tomaban otro rumbo, el camino que nunca debió haberse abandonado, entonces, su mutismo se hubiera podido interpretar de otra manera. Sin embargo, ya era demasiado tarde, la hoguera estaba encendida, la llama se había debilitado y en seguida alguien avivaría de nuevo las brasas de la ira. Ahora, Carme, que parecería no ser consciente del peso de Tereseta, aguantaba la mirada de los presentes, como si tomara nota de todos los que estaban allí con el peregrino fin de reprocharles, llegado el día, su comportamiento. Aquello también lo sabían todos los allí presentes y, quizá por ese motivo no sólo pedían que muriera Vicent, sino también toda la familia; de esta forma, si no se encontraban con ninguno de los parientes por la calle durante el resto de sus días, les sería más fácil olvidar que un día solicitaron a gritos la muerte de un hombre que nunca había levantado la mano con el ánimo de dañar a nadie, de un hombre que se había revelado para defender los derechos de los trabajadores, de un hombre que se había entregado a la libertad de la República, de un vecino, al fin y al cabo. 17 Camino En brazos de Carme la Bonaigua, Tereseta, que contaba entonces con pocos años, era de piel tan morena que, si no se viera a primera vista cuánto se parecía a la familia de su padre, sobre todo a la abuela Maganya, no hubiera faltado quien increpara a su madre diciéndole a la cara que era hija de un moro de los que señorearon el pueblo el último año de la guerra; por otra parte, cuando los moros acamparon por el pueblo, Tereseta ya caminaba. El moro que ocupó la casa de Carme, mientras Vicent de Maganya estaba en el frente, le repetía una y otra vez y con ojos casi fuera de las órbitas, que Tú mukier meua, i chiqueta meu chiqueta, y la Bonaigua, sofocada, con la excusa de pedir azafrán o cerillas, salía a la calle como una bala, hasta que el moro acababa el plato de arroz con agallas de bacalao que le había servido y se marchaba, con su vientre de sapo ennegrecido, al refugio de su tropa. La mirada fija, sostenida, de Carme no fue ni de lejos suficiente para hacer acallar la veloz lengua de la Pallola, otra vez la Pallola, que volvía a atacar y, por supuesto, revivió los gritos inculpatorios de los dos grupos de espectadores que se dejaban dirigir en contra del esposado Vicent. Carme pensaba que había de hacer algo e impedir que su Centet fuera a la cárcel, a la cárcel de Castellón, de la que, según se comentaba, ya nadie regresaba. Carme, llena de valor, se imaginó que rompía la fila, que seguía a su Vicent y a los guardias civiles, que entraba en el cerco de los guardias, que se encaraba al guardia con más rayas en las mangas y que discutía sobre el malentendido que tenía por centro a su querido hermano. Senyor Capità, ¡Yo no soy capitán!, Perdone, però no sé de galons, ¡En español y al grano!, Perdone, però en sé bien poco d’espanyol, ¡Al grano y sin detenerse!, Detenido al meu hermano han y el pobre es un troso de pan que no ha matado ni una mosca, ¿Matar ha dicho?, Jo, senyor…, ¿Sabe usté de qué se acusa a su hermano?, El meu hermano és un pan de Sant Antoni, Su hermano 18 La cara oculta de la Luna pertenecía…, Al meu hermano l’enganyaron, ell les acompanyava sens saber on anaven i en cap malesa no posà basa ¡En español, cojones!, y ya está bien de murga que me cago en la sota de bastos y la mando al calabozo, Usté perdone, però…, Su hermano era del comité. Y si el comandante del cuartelillo le arrojaba aquella palabra a la cara sabía que estaría indefensa, porque el comité se había convertido en anatema e incluso los capellanes se habían dado prisa en santiguarse con espectacularidad las pocas veces que escuchaban la palabra tabú. Cuando acabó la guerra, haber pertenecido al comité local suponía un premio seguro consistente en ser detenido y en emprender un viaje quién sabía dónde y por cuánto tiempo. Carme era espabilada y consideró que no le convenía decir ni pío, porque tenía una hija poco comedora por criar y un marido que acababa de llegar del frente con una pierna de la que cojeaba, pues se le había quedado cubierta por la nieve durante demasiado tiempo, cerca de Cañete, donde le estalló una bomba de metralla que le abrió la nuca y tardaron demasiado tiempo en rescatarlo. Claro que iría a implorar. Sin embargo, cuando fuera a pedir clemencia lo haría con sumo cuidado de no acabar ella también entre rejas. Iría con toda la familia, cuando comenzara a oscurecer pero con el tiempo suficiente de volver a casa antes del toque de queda que cortaba la noche como un alambre de silencio y temor. Hay golpes en la vida que, de lo fuerte que resuenan, son como un portazo que en medio de la noche desclava las estrellas, pensaba Manolo Altolaguirre, el de la imprenta, para consolarse y tratar de evadirse del espectáculo que estaba presenciando tras la persiana de su casa. Manolo, tan pronto como pudo, se enroló en un mercante en el puerto de Castellón y, los suyos decían, mi Manolo se ha marchado a Cuba. Carme iría pero en comandita, adargada detrás de su padre, a quien le correspondía hablar y pedirle al comandante del cuartelillo que les dejara ver a Vicent, el hijo que había 19 Camino elegido el camino equivocado, sabe, y las cosas han ido como han ido y ahora, sabe vosté, qué le vamos a haser. Vicent, el padre, sabía que su hijo no era el que se había equivocado, era el destino el que, a contracorriente, se había impuesto a las circunstancias, y la libertad había retrocedido y se había salido del cauce, fuera de madre, a causa de un general de poco más de metro y medio, de nombre Francisco, que había tomado la situación por el ronzal y la había atado al pesebre. Tres años matándose, tres años luchando con todas las fuerzas, tres años de trasiegos continuos y la población, inocente, creía que el infierno se había acabado, que peor ya no se podía estar, imposible empeorar. Sin embargo, una vez más, el destino se equivocaba, porque el general gallego, de apellidos Franco Bahamonde, estaba dispuesto a llevarle la contraria al tiempo de reconciliación que se imponía e inició una depuración de todos los que se habían declarado en defensa de lo que él no quería ni escuchar: la voz tricolor de la Segunda República, y los sedientos fusiles permanecían alerta esperando la orden de revancha del general enano, de nombre curricular Generalísimo de todos los ejércitos, de mote tío Paco o tío Quico u otro que, al ser oído, bien provocaba estremecimiento, bien risa. Vicent, hijo de Josep el Bonaiguo y de Teresa la Sangueta, pues su madre tenía la piel como la carne de la calabaza, seguía el paso que le marcaban los cuatro escoltas que formaban un rombo: dos de ellos lo tenían cogido por las cuevas de los codos y los otros dos, uno delante y otro detrás, con los fusiles preparados para disolver cualquier disturbio que, como todos sabían, no se produciría. Vicent, al notar que los pasos se acortaban, alzó la cabeza y, con alguna dificultad, leyó: Cuartel. El cuartel no era más que una alquería con patio interior habilitada para las funciones de intendencia, porque el pueblo, ¡qué privilegio!, ya tenía cárcel en la villa. Aún así, 20 La cara oculta de la Luna antes de encarcelar al reo, había que tomarle declaración en aquel mismo lugar, donde, unos pocos años después, se edificaría el nuevo cuartelillo con el lema Todo por la Patria. ¿Nombre? Vicent, Vicente, ¿Apellidos?, Clausell Safont, ¿Natural de?, D’ací, del pueblo. De repente, se interrumpieron las preguntas administrativas, el comandante se levantó y, después de arrearle una tunda de bofetadas y algún puntapié, le dijo que lo peor que había hecho era escaparse cuando lo arrestaron la primera vez, cuando fueron al huerto y lo atraparon con la hoz en la mano y un manojo verde de hierba bajo el brazo. Vicent lo recordaba muy bien: Centet, deja la hoz y ven que tenemos que hablar contigo. Y su padre, que presenciaba la escena, mandó al hijo con la mirada que dejara la herramienta en el suelo y acompañara a la pareja de guardias civiles. Que no pasará nada, hijo mío. ¡Qué poco se sabía durante los primeros días, una vez terminada la lucha fratricida, incivil, de lo sedienta de sangre que estaba la serpiente de la venganza! Y Vicent, tal y como se lo ordenó su padre, dejó el haz con cuidado de que no se deshiciera, con la hoz por encima, de contrapeso, y así, con la curva de la herramienta, mantener presionada la hierba; todo un ritual que daba a entender que dejaba el trabajo por un momento, el tiempo de liar un cigarrillo o de beber del botijo que colgaba, sudando, del tronco del olivo. Al cabo de unos pocos días de prisión comprendió que el asunto iba para largo, que las noticias que le ocultaban, y que alguien comentaba en voz alta cerca de los ventanucos de la prisión con el propósito de hacerlas llegar a los presos, hablaban de fusilados y aquello ya era harina de otro costal. Nadie lo libraría del hoyo. Implicar a los suyos sería condenarlos. ¿Cómo maquinar algo que no comprometiera a la hermana que le traía la comida a la prisión? ¿Hacerle esconder un arma dentro de una torta, bajo la sardina y el trozo de tocino? Y después, ¿sería capaz de utilizarla? La única posibilidad 21