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Para limpiarnos el polvo del camino
En un sabio marco de referencia, el año litúrgico, la vida de un cristiano es una vuelta a
empezar, si bien nunca pierde de vista el destino final, la meta señalada: vivir en
Jesucristo el Reino de Dios. En esa continuidad hacia el futuro, por nuestra condición
humana de por sí frágil y pecadora, se necesita, en efecto, una vuelta a empezar para
irnos limpiando el polvo del camino y para renovar nuestra ilusión por lo nuevo.
El adviento es justamente ese tiempo que se necesita para volver a ilusionarnos con lo
que vendrá, que en nuestro caso es la espera de una Persona, la que nos ha de cambiar la
vida. Pero todo tiene su tiempo y su proceso: primero se ha de pasar por la conversión.
Este paso esencial de la vida cristiana necesita la lucidez y la humildad de entrar a fondo
en nosotros y así descubrir las heridas que han ido dejando los manotazos del mal, que
nunca faltan en los que queremos vivir apuntando a lo Alto.
Es verdad que en nuestro camino está la santidad como un don a nuestro alcance, que
además es nuestra meta; sin embargo, con más frecuencia de la que nos gustaría, se
desliza entre nosotros el pecado. Se pone así de relieve que el mal está al acecho y
puede apartarnos del amor de Cristo. El pecado, en todas sus formas, puede afectarnos,
y de hecho nos afecta a cuantos formamos la Iglesia del Señor, sea cual sea la misión
que en ella tenemos. Por eso, no neguemos ni ocultemos nunca nuestra condición
pecadora. Si pasamos por alto esta real situación, nunca daremos paso al cambio que
con ilusión y esperanza nos lleve a lo nuevo. Somos pecadores, y eso nos iguala a todos
los seres humanos. Nuestra única y definitiva ventaja es que los que creemos en Cristo
en medio del pecado podemos contemplar la gracia, el perdón infinito de Dios. Nuestra
conversión la motiva la gratuidad amorosa de Dios que nos perdona y nos arranca de las
garras del mal, curándonos incluso sus jirones. Pero la gracia del Señor es tan generosa
y universal que va creando en el mundo, con sólidas semillas, condiciones para una
renovación interior de cada persona e incluso de las estructuras sociales.
Si he empezado a hablar del adviento de los cristianos y he mostrado la solidaridad en el
pecado con todos los hombres, es para mostrar también la solidaridad en la esperanza de
un cambio que lleve a una vida nueva de nuestra sociedad. Hoy es común hablar de una
profunda conversión de los valores individuales y sociales. Se pone de relieve, como la
causa de muchos de nuestros males, la corrupción de esos valores. Es tal la alarma
social que hoy se está demandando un profundo examen de conciencia colectivo, que
lleve a una regeneración en las actitudes y, por supuesto en las conductas sociales, para
así generar confianza y esperanza.
El Presidente de la Conferencia Episcopal Española, en su discurso inaugural de la CIV
Asamblea Plenaria, nos ayudaba a hacer con estas claras y concretas palabras un claro
diagnóstico de lo que hemos de hacer para un adviento social. “Es una convicción
generalizada y un clamor que resuena en todos los rincones, el que necesitamos como
pueblo una regeneración moral. La noticia de tantos hechos que nos abochornan,
desmoralizan y entristecen debe llevarnos a detectar las causas y a cambiar el curso de
las cosas. No bastan la irritación, los rechazos y la condenación que manifiestan
probablemente en medio de todo la reacción de un sentido moral. Las leyes son
necesarias, pero su vinculación personal debe ser fortalecida con la conciencia ética.
Aunque nadie sea testigo de nuestras acciones, no podemos silenciar la llamada a
evitar el mal y hacer el bien que escuchamos en el interior; aunque ni la policía, ni la
Justicia, ni los medios de comunicación social nos descubrieran —algo cada día más
improbable— no podemos ocultarnos de la luz de la conciencia ni zafarnos del deber
de no traicionar nuestra dignidad personal. Sin conducta moral, sin honradez, sin
respeto a los demás, sin servicio al bien común, sin solidaridad con los necesitados,
nuestra sociedad se degrada.”
De todos modos hay que recordar que el camino de regeneración moral no se detiene en
abandonar el pecado; además hay que abrirse a la construcción de un futuro mejor que
regenere las condiciones estructurales; la conversión, en efecto, ha de llevar a la
recuperación de una conciencia social abierta siempre al bien común, del que puedan
participar todos los “descartados”, que son las víctimas que ha ido dejando a su paso el
pecado social. Y los descartados, como sabemos muy bien, son personas: “Son hombres
y mujeres, ancianos y niños, jóvenes y adultos, con nombres y rostros concretos,
víctimas de situaciones de pobreza real, de exclusión social, del drama de la
inmigración, de precariedad laboral y de la plaga del desempleo, sobre todo juvenil,
junto a otras carencias no sólo materiales, sino también afectivas y espirituales”.
Esta carta de adviento, que va dirigida a vosotros, católicos placentinos, la he escrito
para invitaros a convertiros en testigos del único que nos puede cambiar: el amor de
Dios. Advertid a todos que Dios no quiere el mal; y decid a los cuatro vientos que Dios,
en el rostro de su Hijo, está empobrecido al lado de los pobres.
Santo y misionero adviento.
+ Amadeo Rodríguez Magro, obispo de Plasencia

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