LAS TENDENCIAS HUMANAS. LOS IMPULSOS DE LA

Transcripción

LAS TENDENCIAS HUMANAS. LOS IMPULSOS DE LA
LAS TENDENCIAS HUMANAS. LOS IMPULSOS DE LA MOTIVACION. EL
PLACER, II parte
Prof. Bartolomé Yankovic Nola, Editor
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Tenemos dos objetivos básicos en la vida, dos grandes estímulos que nos hacen
vivir, de forma tal que los impulsos que nos gobiernan tienden a conseguirlos:
o A. La perpetuación: dejar descendencia
o B. La satisfacción de nuestros deseos de placer.
La perpetuación abarca tanto la necesidad de sobrevivir como la de reproducirse.
Para algunos psicólogos es el “instinto de vida”.
La obtención de placer incluye evitar el dolor.
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Los impulsos o tendencias que tenemos para conseguir estos dos objetivos básicos
se agrupan en tres grandes grupos:
o Tendencias a crecer, desarrollarnos, nutrirnos, aprende, investigar,
generar riqueza: son tendencias que nos orientan hacia la madurez y la
seguridad en nosotros mismos, como paso imprescindible hacia la
reproducción.
o Tendencias para sobrevivir en un medio difícil: tendencias a defenderse,
protegerse, encontrar refugio (protección), atacar y vivir en comunidad.
Todas ellas están relacionadas con la estructura cerebral de la amígdala,
con la capacidad para el afecto, y también con la capacidad para la
agresión. Sin afecto no podríamos ser cooperativos ni solidarios; no
habríamos construido sociedades amplias y complejas. La seguridad
colectiva es posible gracias a nuestra capacidad para el afecto y la
cooperación. Cuando no podemos desarrollar bien estas tendencias
caemos en el victimismo, la inferioridad, la autodestrucción y el riesgo
innecesario. Esto último, o vivir peligrosamente es un sistema utilizado con
frecuencia, cuando cuesta demasiado conseguir placer en la vida normal. El
riesgo puede adoptar la forma de consumo de drogas, el desorden,
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conducir a velocidad excesiva… o tirarse desde un puente de altura sujeto a
un elástico… La capacidad para la agresión nos ha hecho aptos para
enfrentar al medio y a los competidores: cultivar, sacrificar un animal,
enfrentar a los enemigos naturales, pelear para asegurarnos el alimento, el
cobijo, defender a nuestra prole, etc.
o La capacidad para la agresión nos mueve a la conquista, a conseguir bienes
para desarrollar nuestra vida… e incluso a asaltar los bienes de otros para
satisfacer nuestras necesidades. Así surgieron las guerras, las invasiones,
conquistas de territorio, tan frecuentes en la historia humana. Cuando hay
dificultades para conducir la agresividad de manera positiva pueden
aparecer las actitudes perversas, criminales, sádicas o autodestructivas.
La necesidad de vivir en comunidad está relacionada con el apego y el
vincularse con otras personas y cosas.
[Todos necesitamos estar vinculados… lo que se inicia
al nacer: el bebé necesita está vinculado con su madre… a
veces se aferra al “tuto”, un pañal con el que mantiene
contacto, probablemente sustitutivo de la madre, con quien
quisieran seguir vinculado, pero debe ir a dormir… Pensemos,
además, por qué a los adultos nos cuesta desprendernos de
cosas, de objetos que vamos acumulando durante la vida.
Solemos decir que “tienen un interés afectivo”. En términos
algo despectivos decimos que las personas que guardan
cosas son “cachureras”].
La tendencia al apego es una buena base para construir una vida en
comunidad; coincide con la experiencia precoz del placer, cuando el bebé
succiona el seno materno. La necesidad de apego se relaciona con la
necesidad de vincularnos con otras personas para protegernos, encontrar
alimento, cuidar las crías o construir proyectos comunes.
o El tercer grupo incluye las tendencias directamente encaminadas a la
reproducción o a la perpetuación. Una vez consumada la reproducción y la
protección de nuestras crías hasta su independencia, la supervivencia de
los humanos deja de tener el sentido que la vida nos ha impuesto. [Tal vez
Ud. ha oído a personas mayores de su familia, por ejemplo, a sus abuelos,
expresiones como las siguientes: yo he cumplido en mi vida; crié a mis hijos
y les di educación…]
El impulso a perpetuarnos no es un impulso generoso hacia la especie: es
fruto de la necesidad individual a no morir y desaparecer… nos
prolongamos, a través de la reproducción, en nuestros hijos. En ausencia de
hijos (o incluso con ellos) se puede sustituir la reproducción biológica con la
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creación de otros productos destinados a sobrevivirnos… aportando
riqueza, cosas nuevas, aportes culturales… [Más de algún escritor, pintor,
músico habla de sus obras como “hijas”; consciente o inconscientemente
espera perpetuarse a través de ellas].
o Los seres humanos podemos perpetuarnos si llevamos una vida fecunda en
ideas y trabajo, con la conciencia de haber contribuido a la marcha de la
especie. Muchas veces en la historia, la procreación, en sentido estricto,
cede el puesto a la creatividad científica, artística, social, económica,
cuando hay personas capaces y con recursos suficientes para dedicarse
fructíferamente – con mayor o menor ambición – a estas actividades, que
sustituyen o subliman la necesidad básica de tener hijos.
o ¿Y qué pasa con nuestra vida si ya tuvimos hijos; ya están grandes, se han
independizado, tienen sus propias familias, etc.? ¿En qué pie queda la
gente que “ya ha cumplido”? El desarrollo cerebral humano permite
alcanzar satisfacciones más allá del ciclo reproductor, de tal forma que a
partir de los 50 años, con la prole asegurada, podemos seguir trabajando,
creando y gozando de la vida sin que esta supervivencia se justifique como
necesidad en el conjunto de la naturaleza. El cerebro humano, en estas
circunstancias sigue generando placer por la vida.
[A nadie la gusta morirse… Quienes aceptan con cierta
serenidad la aproximación de la muerte son las personas que tienen
la sensación de haber cumplido con la vida: “yo ya hice lo mío”,
dicen. Morimos pero dejamos hijos, creación o patrimonio, que nos
da la sensación que algo de nosotros va a quedar; de esta forma
exorcizamos el miedo a la muerte. También sabemos que nuestro
genoma es parte de nuestros hijos, de nuestros nietos… y nos agrada
reconocer en sus rasgos físicos, en gestos, en actitudes… que
nuestros descendientes tienen “cosas nuestras”]
o Surge una pregunta interesante, ¿cómo se explica que sigamos la
orientación de impulsos y tendencias, cuando la mayoría de la población
desconoce su existencia? Explicación: los seres humanos obedecen a los
mismos impulsos y tendencias; las leyes universales de la naturaleza son
obedecidas por todos, sin necesidad de conocerlas. Por ejemplo, todos
obedecemos a la ley de la gravedad, aún no conociéndola. Nadie sube al
techo cuando se cae…
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ALGO SOBRE EL PLACER
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Otro impulso primordial de la vida es satisfacer el ansia de placer. En los primeros
días de vida la experiencia fundamental gira en torno a dormir y satisfacer nuestras
necesidades de alimentación, hidratación y comodidad: el bebé duerme hasta que
lo despierta el hambre, la sed o el malestar. Entonces percibe que lo toman en
brazos, le dan de mamar (nutrición e hidratación), lo asean (comodidad), y se
vuelve a dormir plácidamente hasta que una nueva necesidad lo despierte.
Pasadas una semanas los intestinos le producirán cólicos, dolor de “guata”; para
calmarlo le darán a beber una infusión de comino, desaparecerá el cólico y volverá
a dormir.
Cuando el bebé se da cuenta que es atendido por otra persona, generalmente su
madre, va aprendiendo a diferenciar su propio cuerpo (labios, mejillas, manos) del
cuerpo de la madre (pezón, pecho y cara)… entonces ya lleva cierto tiempo
grabando en su cerebro las relaciones entre necesidad y satisfacción; entre dolor y
consuelo.
Estas primeras experiencias las amplía primero con lo que toca y después con lo
que ve. Así, paso a paso, se establecen las redes de la memoria, donde se
interrelacionan unas y otras experiencias con la sensación de placer o de dolor, de
sentirse protegido y cuidado cuando se siente mal, o de sentirse abandonado en su
dolor. Estas percepciones y experiencias, sean físicas o mentales, quedan
plasmadas en el cerebro del bebé en forma de circuitos neuronales con
intermediarios químicos. Más tarde estos circuitos informarán nuestra manera de
reaccionar, aunque no seamos conscientes de ello, de la misma manera que de
adultos recordamos determinada imagen u olor de nuestra infancia… y el recuerdo
nos inquieta o nos produce bienestar. Así es como aprendemos lo que es el placer,
una combinación de ausencia de dolor y sensación de bienestar. Pero también
aprendemos otra cosa importante: si es posible tener sensación de placer o no es
posible. Si hubiéramos hecho un buen aprendizaje del placer en la infancia…
probablemente no habría tantos trastornos depresivos en la juventud y en la vida
adulta.
El placer se convierte en un móvil de la vida, a la vez que en un medio. Corremos
tras la búsqueda del placer, aunque no lo parezca o lo neguemos. Esta búsqueda
del placer se concreta en comer, en el ejercicio físico, en el sexo, en sentirnos
reconocidos y gratificados; en el éxito, en la responsabilidad o también en
sacrificarse por los demás o en la evasión ante las dificultades.
A veces, en la adversidad, se busca placer en el sueño o en una fantasía delirante.
Gracias al placer por los alimentos se estimulan las estructuras cerebrales
relacionadas con el placer cuando perciben el gusto por determinados alimentos…
si no encontráramos placer en comer probablemente no habríamos sido tan
ingeniosos y audaces en la búsqueda, conservación y transformación de los
alimentos… que han permitido a la humanidad nutrir bien el cerebro mejorando la
capacidad de fuerza e imaginación para controlar el planeta y conseguir la mayor
expansión demográfica.
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El crecimiento demográfico también es consecuencia del placer: es dudoso que sin
placer sexual persistiéramos tanto en el apareamiento. Tanto es así que el placer
orgásmico está asociado culturalmente a un arquetipo (modelo) del placer.
La búsqueda del placer y la huida del dolor son factores básicos para la
preservación y continuidad de la vida; gracias al dolor huimos de los agentes que
puedan agredirnos; si no sintiéramos el contacto con las llamas, moriríamos
abrazados por el fuego.
La experiencia mental del dolor puede ser el sufrimiento, entendido como
percepción opuesta a la felicidad. El dolor puede causar sufrimiento; el placer
puede producir felicidad.
El placer NO es una idea; es una experiencia organizada químicamente en el
cerebro; cuando el cerebro codifica la sensación gozosa, agradable, a veces de
éxtasis, se genera el aumento y difusión por el cerebro de moléculas llamadas
endorfinas.
Estas moléculas no sólo aumentan su difusión con los estímulos directamente
dirigidos a la obtención del placer, sino también con muchas otras actividades,
como el ejercicio físico… incluso, durante el parto, las endorfinas actúan como
inhibidoras del dolor. El aumento de las endorfinas forma parte de la sensación de
placer… Las endorfinas actúan como un freno de la sensación de dolor. Dolor y
placer son antagónicos. Otra fuente de bienestar es la simpatía. También, las
conductas dirigidas a procurar el bien a otras personas, sin necesidad de
correspondencia. El estímulo de la simpatía puede ser fuente de felicidad y está
más arraigado que los principios morales.
Pero el placer siempre nos parece pasajero… fugaz: un contacto amoroso, una
satisfacción intelectual, un gozo sensual, una sonrisa iluminadora, una
complacencia familiar, un abrazo cariñoso, un buen comentario de alguien que nos
encuentre despabilado, el éxito conseguido cuando menos lo pensábamos… etc.
¿Será la felicidad la acumulación de los momentos de placer en un continuo?
Alguien ha recomendado la ilusión como medio para conseguir la felicidad: en
términos neurobiológicos la ilusión es una emoción que facilita la motivación… La
motivación nos empuja a tener proyectos, a seguir interesados en la vida… si este
recorrido es satisfactorio, sentimos placer. Pero esta capacidad para la ilusión no
es general en los seres humanos, ni es constante a lo largo de la vida.
Hay gente mayor que se entretiene sin encontrar satisfacción; se entretiene
matando el tiempo, sólo para hacer menos penosa la espera de la muerte; hay
jóvenes que no encuentran sentido a sus propias vidas y se entregan a la
entretención como manera de matar el tiempo: hay que “pasarlo bien”, dicen,
pero sus vidas parecen vacías; les falta propósito.
Lo cierto es que “hay que pasarlo bien”, pero ese no es el único norte de la vida:
debemos tener proyectos, desear algo, ilusionarnos por algo, proponernos metas,
desarrollarnos como personas…
En los jóvenes que no pueden acceder con naturalidad al placer – aunque tengan
buena salud - sus cerebros no estimulan la producción de endorfinas, las
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“hormonas de la felicidad”. Entonces están condenados a seguir apoltronados
matando el tiempo; a aturdirse con la TV y otros tóxicos, mientras la vida les pasa
de largo.
Quizá, ha dicho alguien, sería útil vivir con mayor imaginación en los deseos; huir
de tantas convenciones sin caer en la irresponsabilidad y disfrutar de las cosas
simples y pequeñas de cada día; donde pueda surgir la ilusión. Small is beautiful ha
escrito alguien… No necesitamos visitar Paris para deslumbrarnos, aunque Paris es
Paris… Podemos disfrutar de cosas simples, en cualquier parte.
[Hace poco una joven arquitecta chilena, de regreso al país después
de vivir largo tiempo en Barcelona… describía maravillas de la gente, la
cultura y la arquitectura catalanas… pero, afirma: “ al regresar a Santiago
he elevado la vista. Ahora disfruto viendo barrios y lugares interesantes y
bellos… que antes no veía. He aprendido a mirar, a ver, a disfrutar... y eso es
posible en Santiago”] Agreguemos a sus comentarios que también podemos
disfrutar de compañía, de la familia, de los amigos; que hay personas, gente
interesante… que es bueno interactuar con buena onda; podemos recibir el
aporte de los demás… y nosotros también podemos aportar. Aun en una
ciudad grande…¿Por qué no conocer a los vecinos? ¿Por qué no saludar en
los ascensores…? ¿Por qué no saludar a la gente que nos recibe cada
mañana en la universidad… al quiosquero de la esquina, etc.?
Bibliografía recomendada: EL CEREBRO DEL REY: vida, sexo, conducta, envejecimiento y muerte de
los humanos. Nolasc Acarín T. RBA Libros, Madrid, España, 2001.
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