Comenzar a leer

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Comenzar a leer
Primera edición, septiembre 2016
© J.J.M. Veiga
© Diseño de cubierta: Pedro Peinado
© Diseño de colección: Pedro Peinado
www.pedropeinado.com
Edición de Antonio de Egipto y Marga Suárez
www.estonoesuntipo.com
Bandaàparte Editores
www.bandaaparteeditores.com
ISBN 978-84-944086-7-0
Depósito Legal CO-1590-2016
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Impreso en España
La bebida te matará. Como acabó con tu madre,
y conmigo. Como acabó con nosotros.
Raymond Carver
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Nunca pensé que abandonaría el pueblo que me vio crecer huyendo, ni que encontraría el valor necesario para hacerlo. Supongo que
una cosa llevó a la otra; tal vez estaba escrito que así aconteciera. Lo
importante es que sucedió y de alguna forma conseguí encontrarme
a mí mismo, o al menos verme como realmente era, sin máscara, sin
las cadenas y los prejuicios que deforman la realidad que nos rodea,
en un viaje sin retorno. Hay acontecimientos que te marcan de por
vida, en los que no existe marcha atrás, al igual que la muerte son
irreversibles y aunque podamos elegir una nueva ruta ésta siempre
estará marcada. El camino está unido irremediablemente al que lo
recorre, como aquella mañana cuando, al igual que tantas otras, me
quedé dormido.
–Vas a llegar tarde al trabajo, ¡maldito bastardo!
Esas palabras las soltó mi padre, o lo que quedaba ya de él, si
alguna vez lo fue. Afortunadamente aún no se había enterado de que
me habían despedido el día anterior.
–Vas a cumplir veintiún años, ¡joder! Ya deberías comportarte
como un hombre.
De la patada que recibí fui a parar al suelo. Estaba acostumbrado, llevaba pegándome desde que tenía uso de razón, con esto último me refiero a mí, él creo que nunca la tuvo. Nunca me planteé
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enfrentarme a él, tal vez porque jamás le había pegado a mi madre,
al menos no lo vi, aunque también puede ser que por aquel entonces
yo fuese un cobarde.
–Holgazán. Nunca llegarás a nada.
Creo que batí un récord. Me vestí en menos de un minuto, a
decir verdad lo hice mientras ése al que llamaba padre me perseguía
gritando y maldiciendo por toda la casa. Salí al porche y de un salto me planté sobre las flores que pacientemente mi madre cuidaba
todos los días. Y eché a correr lo más rápido que pude por los campos de maíz, mientras aquel individuo sin corazón agitaba un bate
de béisbol al viento. Ese día tuve la sensación de que el maíz crecía
muy rápido, esbelto, buscando el sol, pero tal vez fuese una ilusión y
simplemente lo hacía como de costumbre.
–¡Hijo de puta! –gritó.
Le hubiese gritado algo parecido mientras corría, pero mi
mente ya solo reproducía rock and roll, la última canción que había
escuchado la noche anterior por la radio.
Every mornin’ about this time
She gets me out of my bed
A-cryn’, «Get a job»
After breakfast, every day...1
Al llegar a la carretera me detuve. Hacía un día espléndido.
Debí caminar durante media hora. Lo sé porque era el tiempo que
tardaba en llegar a casa de mi tía Sienna. El primero en saludarme
fue Star, el spaniel de su marido. No vi su coche, así que deduje
que aún estaba de viaje. Vendía ventiladores para una compañía de
Ohio. Golpeé la puerta dos veces.
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Get a job (1958). The Silhouettes. Cada mañana a la misma hora, / ella me echa de
la cama / gritando, ‹‹consigue un trabajo››. / Después del desayuno, todos los días.
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Me recibió con un camisón transparente que apenas le cubría
las rodillas. Llevaba unas bragas de encaje ajustadas, tenía un cuerpo
de vicio y sus pezones apuntaban a mis ojos exageradamente. No me
sorprendió verla así.
–¿Hoy no vas a trabajar?, Jerry.
–Me han despedido.
–¿Se lo has dicho a tu padre?
–¿Para qué?
–Te ayudaría a encontrar uno nuevo.
–Antes me reventaría a patadas.
–Posiblemente.
Me devolvió su sonrisa más cómplice y me invitó a entrar.
–¿Has desayunado?
–No es precisamente lo que más me apetece en estos momentos –respondí realizando un gran esfuerzo por mirarle a los ojos.
Era la mujer más hermosa del pueblo, y una bomba de relojería que podía estallar en cualquier momento.
–Veo que hoy vienes con ganas de guerra, Jerry.
No intercambiamos más palabras. Ambos sabíamos lo que
queríamos y un minuto más tarde estábamos en la cama explorando
nuestros cuerpos. Su aroma impregnó toda la sala y acabó llenándome las fosas nasales hasta dejarme aturdido. Caí víctima de un
perfume barato y embriagador que, sin duda, había adquirido en la
tienda del bueno de Vickers. Follamos hasta que las agujas del reloj
marcaron las diez de la mañana, sin descanso, disfrutando de cada
instante, al menos mientras pudimos.
No fueron las manecillas de aquel viejo despertador las que
nos interrumpieron, ni el coche, pues no lo oímos llegar, ni tampoco
su saludo de bienvenida, si es que en algún momento lo hizo. Nos
dimos cuenta de su presencia cuando la puerta del dormitorio crujió
antes de abrirse de par en par. Mi tío Howard había llegado. Sienna
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estaba sobre mí, moviéndose como una fiera, mientras yo apretaba
su culo con todas mis fuerzas.
–¡Me cago en la puta! –dijo.
No pude verle. Tenía los pechos entre mi cara y la puerta,
pero su voz era inconfundible.
En cinco segundos mi tía Sienna se levantó y se plantó frente
a él. Fueron los mismos que aproveché para ponerme de pie entre
la cama y la ventana y buscar mi ropa. Es sorprendente lo despierto
que está uno en esos momentos, con todos los sentidos funcionando
al doscientos por cien. Una vez alguien me dijo que si conseguíamos
controlar la ingente cantidad de hormonas que liberamos durante el
acto sexual podríamos sentir a Dios. Para conseguirlo bastaba con
parar antes de alcanzar el orgasmo y pensar en él. Yo no lo vi, pero
en cambio puedo jurar que sentí la ira de mi tío en el aliento de su
respiración.
–¡Y además con este mequetrefe!
Supe que era cuestión de segundos. Seis para ser exactos. Tres
para reaccionar y el resto para coger mis zapatos, el pantalón y saltar por la ventana. La fortuna no fue la responsable de que estuviera
abierta, era verano y con el calor que hacía nadie en su sano juicio
echaría un polvo con ella cerrada. Suerte tuve para no partirme la
crisma, iba con los pies descalzos trastabillando desnudo sobre el
sobradillo del porche, con los zapatos en una mano y los pantalones en la otra. Salté y caí de culo sobre los rosales de mi tía. Y sigo
manteniendo que tuve suerte, pues al menos no me acicalé con ellos
los cojones.
Me puse los pantalones, como pude los zapatos y salí corriendo como alma que lleva el diablo. De nuevo entre el maíz que parecía crecer muy rápido, como si lo persiguiese el tiempo.
Una hora más tarde llegué al bar de Tom Brackett. De camino había parado en la casa de Joe, un antiguo amigo que no dudó en
prestarme una camisa y unos prismáticos. Y allí estaba, sentado a la
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barra con una camisa a cuadros horrible y sin más compañía que el
bueno de Tom, pensando en dar un vuelco a mi vida, tomándome
un café en el único bar del condado, si no teníamos en cuenta el tugurio del viejo Landis.
No es sencillo cambiar de rumbo, sobre todo cuando está prefijado por contrato, salvo que los elementos conjuren contra uno.
Precisamente eso fue lo que ocurrió, lo que indujo un cambio en mi
triste existencia. No fue entonces mi amarga vida, ni el hogar roto
comandado por un ilustre abogado de la comarca, o la pérdida del
puesto de trabajo como ayudante de mecánico en el taller de Furthman, ni tampoco la escena que había protagonizado con mi tía ante
la mirada atónita de mi tío, ni tan siquiera el conjunto de estos sucesos, motivos más que suficientes para obligarme a coger las riendas
de mi destino. Como ya he dicho, no es tarea fácil afrontar un cambio, muchas veces no basta solo con acumular una serie de desgracias, se necesita un impulso.
–¿Hoy también entras tarde a trabajar? –preguntó Tom.
–Tengo al viejo Furthman acostumbrado –respondí.
–Un día de éstos se va a cansar de ti.
–Déjalo ya, Tom, al menos tienes a alguien que te hace compañía esta mañana.
Todos tenemos virtudes, aunque algunos nunca lleguemos a
conocerlas o a sacarles provecho. A mí se me daba muy bien perder
el tiempo y a Tom Brackett meterse en la vida de los demás.
Miré el viejo reloj de pared y el cartel que Tom había pegado debajo. Al parecer habían organizado un concurso de baile en
Baton Rouge. Me encanta bailar, es el primer paso que doy antes
de intentar acostarme con una chica. Al lado había un almanaque
manchado de grasa. Corría el verano de 1959. Cogí mi vaso y bebí
el resto del café.
Media hora más tarde estaba tumbado en el suelo, en la colina
que se levantaba a doscientas yardas de la casa de mis padres, obser-
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vando con los prismáticos lo que sucedía allí abajo. El viejo se había
largado con su vieja camioneta. Tenía la suerte de cara. Aunque llegase de improvisto lo oiría llegar.
Algunos se preguntaban cómo el hijo del único abogado del
pueblo podía acabar trabajando de ayudante de mecánico. Les diría
que todo tiene una explicación, que haber ido a la universidad no es
suficiente para educar bien a un niño y que el destino para algunos
juega en contra.
Bordeé la colina y me interné en el pequeño bosque de abedules hasta alcanzar el campo de maíz que con tanto ardor cuidaba mi
padre. A veces pienso que el cura habría hecho un bien a la sociedad
si en vez de unirlo a mi madre lo hubiera casado con aquella tierra a
la que tanto adoraba, pero también es cierto que de ser así yo tampoco habría nacido. Recorrí aquel campo como otras tantas veces,
aunque en esta ocasión no huía de mi padre, buscaba mi pasaporte
hacia la libertad.
Entré por la ventana del salón. Me pareció escuchar los pasos
de mi madre en la cocina. Subí hasta mi habitación, cogí el dinero que tenía debajo del colchón, me cambié de ropa y metí en una
mochila un par de camisas, unas camisetas, calzoncillos, un par de
pantalones, calcetines y todo lo que pudiera necesitar para un largo
viaje. Iba a saltar por la ventana, pero decidí bajar por las escaleras.
–¿Hoy no trabajas? –preguntó mi madre tan pronto como
asomé la cabeza por la cocina. Había dejado la mochila en el porche.
–Me he tomado el día libre.
Estaba tan atareada que ni se giró para verme la cara.
–¿Está enfermo Furthman?
–¿No me has escuchado? Me he tomado el día libre.
Entonces se dio la vuelta.
–Tu padre se va a poner furioso.
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