Las turbulentas conexiones de la memoria

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Las turbulentas conexiones de la memoria
Las turbulentas conexiones de la memoria
Nelson Rivera
La mujer es divorciada, tiene 40 años y vive con dos hijos adolescentes. El
caso se inicia en Texas, la madrugada del 30 de abril de 1979. Alrededor de las
2:30 un intruso la despierta. Lo sucedido a continuación agobia: la bestia los
reunió a todos en una habitación, les amarró las manos a la espalda y violó a la
madre y a la hija adolescente, una y otra vez.
Entonces un hombre llamado Clarence Von Williams fue acusado y juzgado en
Louisiana por la violación de las dos mujeres. Mientras Von Williams insistía en
que era inocente, el mundo a su alrededor se derrumbaba. Su esposa inició los
procedimientos que la conducirían al divorcio. La mayoría de sus familiares y
amigos lo condenaron y se negaron a prestarle cualquier ayuda y
consideración. Encerrado en un mínimo calabozo y desahuciado por su mundo
de afectos, uno de sus amigos confió en su inocencia. Buscó un abogado,
comenzó a recoger dinero para pagar la defensa e inició una campaña para
ganar el apoyo de la opinión pública (por ejemplo, imprimió en varios
centenares de bolígrafos la frase ‘Von Williams es inocente’).
No dispongo aquí del espacio necesario para sintetizar los pormenores del
juicio y de las testificaciones de las víctimas. Lo esencial es esto: Madre e hija
reconocieron en el juicio al hombre que las había sometido. Von Williams cayó
abatido ante el anuncio de que la pena correspondiente era de cincuenta años
de prisión. De pronto, su vida había perdido todo sabor, todo sentido.
Von Williams se había hundido y el aparato judicial avanzaba al cumplimiento
de su alta misión, cuando en otro procedimiento policial, que ninguna relación
tenía con el acusado, fue capturado el que sería conocido como ‘el violador de
la máscara’, autor de más de 60 violaciones en varios estados, que incluían a
las dos mujeres que habían señalado a Von Williams. En las actas de su
confesión, el verdadero criminal narró, con detalles que calzaban al milímetro,
los hechos ocurridos aquella madrugada en un hogar de Texas. A Von Williams
le fue reconocida su inocencia. Pero ya liberado su vida no recuperó nunca el
orden que había perdido con las declaraciones de las violentadas. La pregunta,
que se levanta como un escándalo es, ¿cómo es posible que madre e hija
hayan incurrido en el mismo error? ¿Qué factores confluyeron para que ambas
señalaran de forma categórica que había sido Von Williams quien las había
violado?
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La falibilidad del testigo
Hay algo exasperante en la historia de Clarence Von Williams, estructurada
sobre una especie de principio de fragilidad: A lo azaroso y aplastante de la
afirmación hecha por las testigos-víctimas, parece corresponderse la
inesperada vuelta de tuerca, el accidente que, aún cuando no le restituyó los
elementos esenciales de su existencia previa, al menos dejó en claro que no
era un violador. El oscuro e incierto episodio que estuvo a punto de liquidar la
vida de un hombre corriente, reaparece con su misma gratuidad y descontrol
para declarar su inocencia.
Lo que perturba de Juicio a la memoria. Testigos presenciales y falsos culpables
es la ocurrencia, la insistencia con la que el testigo, en particular la víctimatestigo yerra, se equivoca de modo enfático, pero en algunos de forma
extrema: un estudio sobre 29 casos de testigos que inculparon a personas que
nada tenían que ver con los hechos arrojó que sólo en dos de ellos, los
señalados guardaban parecido físico con los autores reales de los delitos. Otro
estudio citado nos recuerda que en Estados Unidos, a lo largo del siglo XX,
fueron ejecutados unos 7 mil condenados a muerte. De ellos, al menos 25 nada
tenían que ver con los crímenes que les atribuyeron, es decir, se trató de 25
inocentes que fueron conducidos a la muerte por las palabras de los testigos.
Elizabeth Loftus, Doctora en Psicología por la Universidad de Stanford y
autoridad mundial en el tema de los falsos recuerdos, ha participado en
centenares de juicios durante las tres últimas décadas. Una perspectiva
sustancial de su libro (escrito en colaboración con Katherine Ketcham) se
refiere a los muchos fallos, deliberados o no, de procesos judiciales, que han
contribuido a la conformación o producción de señalamientos equívocos por
parte de los testigos (como por ejemplo, insinuaciones o preguntas sugerentes
que realizan oficiales de policías en las rondas de sospechosos, o montajes de
sospechosos dispuestos de modo tal, con el propósito de conducir al testigo a
señalar a una determinada persona, dar con un culpable y cerrar el caso, lo
que finalmente mejorará las estadísticas de la justicia). También se interesa
por la capacidad de las víctimas-testigos de memorizar con precisión el
momento del ataque (Loftus cita las conclusiones de la llamada Ley de YerkesDodson, según la cual a mayor intensidad de estrés, menor es la capacidad de
procesar información y almacenarla en la memoria).
Pero estos errores atribuibles al funcionamiento de cuerpos policiales y
tribunales no explican por qué Recuerdo y Verdad no siempre coinciden. Y esta
brecha se torna todavía más dramática cuando se piensa en el peso, en la
rotundez, en la credibilidad casi irrefutable que tiene la figura del testigo, no
sólo entre policías, fiscales y jueces, sino también mucho más allá: entre los
familiares de las víctimas, en los medios de comunicación, en la opinión pública
y en las instancias donde cada persona decide qué puede y qué no puede
adoptar como una verdad.
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Billones de procesadores
Loftus y Ketcham citan la historia contada por Jean Piaget sobre su primer
recuerdo (tenía casi tres años), que mantuvo nítido y vívido hasta que tuvo
quince años. Podía visualizarse sentado en su coche, mientras la niñera lo
paseaba por los Campos Elíseos. Un maleante se aproximó para raptar al niño.
La mujer se interpuso, luchó con el facineroso y le arañó el rostro, hasta que al
aparecer un policía en las proximidades, el desconocido huyó corriendo. Piaget
recordaba todos los elementos de la escena y podía recapitularlos a su antojo.
Hasta que a los quince años, la niñera confesó que tales hechos no habían
ocurrido y que todo había sido una invención con el propósito de ganarse la
buena voluntad de la familia.
Que seamos capaces de representarnos y visualizar las palabras o los
recuerdos de otros, y experimentarlos como propios, es apenas uno de los
indicadores de la maleabilidad de la memoria humana. Los ocho casos que
Loftus reconstruye con pericia detectivesca, así como los muchos otros que
describe al paso, muestran que la memoria, además de borrar la realidad (cosa
que todos hemos experimentado alguna vez) la hace crecer (adiciona
recuerdos, datos o hechos provenientes de otras realidades); la sustituye por
otras (cambia fechas, lugares, personas, hechos y escenas); o rellena con
elementos provenientes de otros momentos-lugares, los contenidos del
recuerdo que está en proceso de reconstruir.
Aunque Loftus se cuida de no emitir conclusiones definitivas (se trata de una
materia compleja, asociada a distintas lógicas: la del suceso, la de las razones
que lo motivaron, las relativas a la conducta del agresor, etcétera) una doble
conclusión se levanta de su experiencia pericial: mientras la vida no nos
reclama a cada instante recuerdos precisos, el papel de testigos nos exige
minuciosidad, detalles, trazos exactos. Y es aquí donde los recuerdos se
someten a la representación historiadora (el concepto es de Paul Ricouer), que
es la necesidad del recuerdo expresado de constituirse en una narrativa y, por
lo tanto, construir (se), rellenar (se), para que esa narrativa proclame una
lógica, un sentido y alcance a cumplir con su finalidad de contar con una
versión acabada, básica o suficiente de lo ocurrido, que es una de las
experiencias de la plenitud humana: decir el qué, el cómo, el quién y el cuándo
del relato.
Juicio a la memoria. Testigos presenciales y falsos culpables
Elizabeth Loftus y Katherine Ketcham
Alba Editorial
España, 2010
Turbulentas conexiones de la memoria | Nelson Rivera | pag. 3

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