MISION KENOBI - Tambo Quemado ediciones

Transcripción

MISION KENOBI - Tambo Quemado ediciones
juan guinot
Misión Kenobi
Misión Kenobi
© Juan Guinot
www.juanguinot.blogspot.com
© Moneda en Llamas, Santiago de Chile, 2014
RPI.: 245.703
I.S.B.N.: 978-956-9343-04-9
Diseño y producción:
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Impreso en Chile / Printed in Chile
La verdad es tan terrible como la muerte,
pero más difícil de aceptar
Philp K. Dick «El hombre en el castillo»
Mi Kenobi
La gente no iba a nuestro negocio de audio-video para gastar, iban para oír tus cuentos de platos voladores. Vos, acodado al
mostrador, manejabas las tertulias con maestría.
Un día te empezaron a decir el David Vincent del pueblo; fue
justo cuando contaste tu propia experiencia: «El perro no paraba
de ladrar. Yo apagué las luces de la casa, me puse contra la ventana, abrí el postigo muy lentamente, apunté con la linterna y la
escopeta a la huerta, después a la ligustrina y nada. De golpe se
me ocurre mirar entre las ramas de unos árboles y, al levantar la
vista, me encontré con una ´estrella´ del tamaño de un pomelo
que, sin emitir ruido, se hizo un puntito de luz hasta desaparecer
en el espacio».
Y tuviste tu segundo gran momento cuando diste a conocer
El caso del Tercer Tipo del campo de San Jacinto: «A media noche, una luz tan fuerte como la del mismísimo sol bañó el interior de la casa. La mujer abrió la puerta de calle y se encontró,
rodeado por esa aura lechosa, a un ser con escafandra naranja
fosforescente».
No te quedaste conforme con el éxito y sacudiste al pueblo
cuando, al encontrar unos círculos de pasto quemado entre un
tendido de alta tensión y un arroyo, dedujiste: «El verdadero interés de los extraterrestres es la recarga de energía».
Nuestro comercio era una caja de resonancia, y tu idea de
que el poblado había sido elegido para formar parte de la red
cósmica de estaciones de servicio de las naves alienígenas fue tan
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creíble que te empezaron a preguntar si habías contactado con
marcianos o si conocías sus platillos por dentro. Y vos, ante cada
pregunta, mirabas hacia la calle, hacías un largo silencio, te pasabas la mano por la cabeza, resoplabas por la nariz y decías: «Todo
se sabrá».
Y, mientras los vecinos esperaban tu contacto del Cuarto
Tipo, se te ocurrió publicar en el diario del pueblo este anuncio
para atraer clientes:
«Robots todavía no vendemos, pero en cuanto se fabriquen Ud.
tendrá la primicia…».
La gente se volvió loca, el negocio recibió más clientes que
nunca para hacerte el encargo del robot. Vos, con cara de científico loco, ante cada pedido, aplicabas la misma respuesta: primero
el silencio, luego una revuelta de pelos y decías «no es el momento, pero no estamos lejos».
Esa respuesta sinuosa hizo que corriera una lista entre los
vecinos para organizar las compras. La fiebre por los robots era
tan marcada que hasta mis compañeros de básquet (incluidos el
entrenador y el cantinero) querían saber cuándo ibas a venderlos. Me rodeaban, me ahogaban y para sacármelos de encima, me
aprovechaba de eso que decían de vos, que eras David Vincent, te
imitaba y con cara de loco les miraba las manos. Y bien que daba
resultado: hacían puñito para esconder el meñique.
Y te fui con el cuento de mis compañeros de básquet, que no
los soportaba más. ¿Qué hiciste? Doblaste la apuesta y metiste
más días de publicidad en el diario.
No lo podía creer. Nuestro negocio estaba hasta el techo de
curiosos, de ésos que van para ver y no gastan ni siquiera en fotocopias. Pero vos, para no defraudar las expectativas, ni bien caía
el sol y cerrabas con llave la puerta de calle, apagabas todas las luces del local, pero dejabas las máquinas encendidas. Te escondías
detrás de un biombo y por las rendijas entre las maderas seguías
las caras, al otro lado de la vidriera, de los vecinos hipnotizados
por el espectáculo de los foquitos multicolores de fotocopiadoras,
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amplificadores, caseteras y radios. Los dos ventanales ovoides de
nuestra vidriera eran los ojos para ver el futuro.
Entre los hermanos empezamos a hablar del tema de los robots: nos preocupaba que los tuvieses escondidos y no nos participaras del secreto. Notaste un creciente clima de dudas en el seno
familiar y un día me pescaste revisando los cajones del mostrador.
No anduve con vueltas y te dije que buscaba al robot. Con las manos calzadas como revólveres entre el cinturón y tu panzota, me
dijiste: «¿Te creíste lo de la propaganda?». Me hiciste sentir tan
estúpido que salí del negocio corriendo y no volví a hablar más
del tema. Pero eso sí, te observé y me empeciné en dar vueltas tus
cartas y descubrirte el juego.
Entonces me metí con las fotocopiadoras. Sospeché que podrían estar vinculadas al tema porque eran las únicas máquinas
de la casa que tenían nombre: Frida y Touluosse. Descubrí que
siempre estaban metidas en las conversaciones familiares y hablábamos de ellas como si fuesen dos hermanas más: «Que la
Toulouse arruga las hojas, que a Frida la hace bolsa la humedad».
Y ahí nomás me acordé de ese chistecito clásico de la ciudad, ese
que decía que tus cuatro hijos éramos una fotocopia y hasta uno
de mis compañeros de grado me preguntó si Frida era mi mamá.
Pero ves como son las cosas, un día te encontré hablando con
Frida, luego con Toulousse y hasta las conversabas cuando había
gente en el negocio. Los clientes no eran estúpidos, venían para
buscar el robot y, al verte susurrarles a las fotocopiadoras, empezaron a sospechar de ellas, hasta que un día encontraste la cerradura del negocio forzada. De camino a la escuela, metidos en el
«cono del silencio» de nuestro Dodge Polara, nos largaste: «La
cosa viene difícil, la semana pasada se metieron en una casa a la
vuelta de la iglesia y se llevaron a uno de los hijos. No se preocupen, ya les voy decir cuál es el plan, pero estas cosas se hablan solo
entre nosotros». Continuamos el recorrido a la escuela en silencio.
A través del vidrio de la ventanilla fui mirando los portones, los
zaguanes y las ventanas de las casas, entre la resaca nubosa de la
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neblina, iba atento a la posible salida de algún Invasor, sabía que
nos estabas hablando de ellos.
Y lo comprobé cuando metiste rejas en las dos ventanas ovoides del local para armar las defensas. Además, le pediste al herrero una estrella amarilla de hierro que amuraste en la pared, al
otro lado de la puerta, y mandaste a hacer debajo un cantero. Era
la señal para que los extraterrestres supieran bien clarito donde
no se jodía.
Pasabas más tiempo afuera que adentro del negocio, sentado
en el borde del cantero, con la estrella sobre tu cabeza y las hojas
de las plantas aupadas en tus muslos. Mirabas el infinito, los ojos
achinados y a mí no me engañaste, andabas en algo más, algo
oculto, algo muy importante y casi se te escapa cuando nos pintaron la cruz roja en la puerta de casa.
Te estábamos esperando para cenar. Escuchamos la manera
grave en que tronó el portón y en casa cundió el pánico. Ibas y
venías por la cocina y a Mamá se le cayeron las fuentes (más que
de costumbre) mientras preparaba la carne mechada con ajo para
la cena. Los cuatro hijos, en respetuoso silencio, seguimos la evolución del drama en cada una de tus apariciones por la cocina:
cara desencajada, aleteo de los brazos, dedos inquietos, pelos revueltos, puteadas entre dientes. Algo no funcionaba bien. Por fin,
te paraste en la cabecera de la mesa, cuando la carne ya no sacaba
humito y, antes de que Mamá nos sirviese la comida, te despachaste: «Nos marcaron con una cruz roja en la puerta. Es muy
probable que esta noche se nos quieran meter. Escuchen bien: saqué el freno de mano del auto para trabar el portón; si alguien
quiere entrar va a hacer mucho ruido, entonces salen para el patio
del fondo y suben la escalerita que está contra la casilla del gas.
Desde ahí trepan y corren por los techos vecinos hasta llegar a la
casa de los Larroque. Les piden ayuda, ellos van a entender».
Estaba todo claro, con solo mencionar Larroque entendí que
seguías hablando de Los Invasores. Tenía presente una charla de
sobremesa en la que nos contaste la historia de abducción de una
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prima de los Larroque. La señora iba sobre la Ruta 41, en su citroneta, de regreso a Giles cuando, entrada la noche y a la altura
de la escuelita rural, un «sol» se le plantó en la luneta del auto y
la bañó de luz. Un vecino la halló hecha una bolita en la parte del
acompañante de la citroneta, en el centro de Giles. Solo el whisky
le devolvió las ganas de hablar, pero la mujer nunca supo explicar
cómo cubrió veinte kilómetros en dos segundos. Estaba claro, los
Larroque sabían del tema.
La noche de la marca roja en la puerta, ni bien acabaste de
impartir las instrucciones del plan de huida, miré a Mamá: ella
te avaló con cara enojada. Si tus cuentos de ovnis me solían quitar el sueño, podrás imaginarte cómo estaba después de esto. La
carne no pasó la tenaza de mi garganta y marcó en mi tráquea
una barrera de por vida para el ajo. Luego fui a dormir, tan alterado como el soldado que se acuesta en la trinchera acunado por
el ronroneo de los aviones enemigos. Desde tu pieza llegaba el
aparato de radio puesto en Onda Corta: entre zumbidos, venían
las voces de locutores de pronto graves y, luego, aflautadas, parecían mensajes marcianos. Se me pusieron los pelos de punta. Te
escuchaba toser y rechinaba la madera cuando dabas vueltas tonel
sobre el colchón. Aterrado, apreté los párpados y, con la sensación
de haber transcurrido el tiempo de un simple pestañeo, al reabrirlos me encontré con la voz radial de Magdalena, señal clara
del pase de la radio de Onda Corta a la AM, o sea, de la noche a
la mañana.
Luego de un desayuno con los párpados a media asta, nos
pusimos el guardapolvo y encaramos para el baño. En el arco
de la pileta te esperamos para la engominada, tu especialidad.
El perfume Paco Rabanne penetró en nuestras narinas y luego
apareciste en el baño con una sonrisa poco creíble. Nos buscaste
en el espejo para hablarnos con el sistema de los peluqueros y
tiraste: «Eran los de las cloacas, están picando la vereda, la casa
vecina también estaba marcada». Tu boca fue la intersección de
los conjuntos Risa y Llanto. Nos embadurnaste de Lord Cheselin
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y, al pasarnos el peine, el dibujo de la raya nos quedó torcido, pero
no dijimos ni mu.
En esos días se instaló un destacamento militar en el pueblo.
Compraste un cuaderno exclusivo para ellos y los tipos venían
a cada rato para sacar fotocopias, no más de una o dos por vez.
Poníamos palos en las hojas del cuaderno (como en el conteo de
los puntos en el truco) y al final del mes sumábamos y ellos decían
que pagarían el mes siguiente. Uno de los militares intentó tirarte
la lengua y se hizo el confidente: «Cuando hice prácticas con la
Brigada avisté un OVNI, ¿usted nunca vio uno? Porque yo escuché algo, vio cómo es la gente en los pueblos». Vos hacías piquito
con los labios, arqueabas las cejas, arrugabas la frente y negabas
con la cabeza. Un día ese mismo militar, mientras te hacía descoser un expediente para fotocopiar la hoja del medio, te dijo: «Le
voy a contar un secreto. Lo hago por usted y por el chiquilín: los
platos voladores se esconden en las nubes, ahí se arman su propia
nube para camuflarse. ¿Sabe cómo se los encuentra? Mire fijo al
cielo y si mantiene la vista, podrá darse cuenta: la nube con plato
volador es la que se mueve en contra de las demás.»
Y vos, meta que te meta con la descosida del expediente, mirando fijo a la máquina, con la boca pegada.
En esos días el negocio andaba vacío y, en el peor momento
de nuestras vidas, se estrenó Star Wars. Nos llevaste al Cine Español y de regreso nos dijiste: «Vieron, era como yo les decía, lo de
El Bien y El Mal». Pero mi cabeza era para Star Wars y, a partir
de ese día, mis noches llegaron con la respiración de Darth Vader
y las mañanas con la cara de Leia.
Te sentiste desplazado. Aprovechaste mi cumpleaños número
ocho para recuperar el centro de la atención. En la madrugada,
casi me cuelgo de los tubos fluorescentes del dormitorio cuando
me despertó un grito: «¡Obi Wan Kenobi!» y, al despegar las pestañas, ví una figura humana con las manos hacia el techo y aferradas a un destello recto. ¿Podía ser Kenobi? Accioné la perilla y
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la ilusión duró dos parpadeos del tubo fluorescente. Cuando todo
fue bañado por el halo blanco te encontré envuelto en una frazada
que cubría deficientemente tu camiseta maya, el calzoncillo con
medio testículo asomado y las medias de tres cuartos de nailon.
La segunda decepción fue ver que la espada láser, la original, de
Star Wars no era más que una linterna con una carcasa plástica.
Te diste cuenta de nuestra frustración y le pegaste un «espadazo»
a los tubos fluorescentes. Hubo explosión y chisporroteos como
en la película y las cobijas se nos llenaros de escamitas vidriosas
y polvo. En total oscuridad volviste con tu serie de esgrima láser
y te lo festejamos. Lo hicimos por vos, por Kenobi, Leia, Luke,
C3PO, R2-D2, Han Solo y Chewbacca.
Pero, con esa actuación, nos estabas queriendo anticipar algo
y una mañana Mamá, antes de la hora de la apertura del negocio,
salió disparada como un cometa y me monté a su cola. Una vez
en la calle te vi: estabas agarrado a las rejas del ventanal ovoide,
te arqueabas, escupías babas, no parabas de convulsionar. Mamá
quiso ayudarte y la sacaste de un manotazo. Salió disparada pidiendo ayuda. Cuando llegué a tu lado ya te habías desplomado
hacia uno de los lados de la puerta del negocio, al pie del cantero
y la estrella amarilla de hierro.
Hubo un trueno. Miré al cielo y me encontré con nubes
regordetas, de bordes perlados y centro negro. Sin bajar la vista te
dije que a mí no me engañabas, que no estabas muerto. El viento
arremolinó una primera racha de lluvia y desafié los pinchazos de
las gotas con los ojos bien abiertos. Entonces, pude ver una nube
que empezó a desplazarse en sentido contrario a las demás y la
seguí hasta que se perdió detrás de las copas de los árboles. Por el
costado del ojo se coló un juego de luces y, al buscarlo, te encontré
en el reflejo de uno de los vidrios ovalados, estabas de pie, sobre
el espectro de tu cuerpo tendido, con los dedos entrelazados a la
altura de la panza, el rostro claro y medio oculto en una capucha
que envolvía tu cuerpo hasta rozar el piso. Las luces de Toulouse
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y Frida se fusionaron con tu figura. Dije que eras Kenobi, mi
maestro. A un rayo lo siguió un nuevo trueno, vibraron los
cristales de los ventanales ovoides del negocio y, mientras tu
imagen se desintegraba, me dijiste: «Que la fuerza te acompañe».
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