PARRAFADA DEL PASTOR (*)

Transcripción

PARRAFADA DEL PASTOR (*)
NARRATIVA,
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PARRAFADA DEL PASTOR
(*)
Javier Rodriguez
- Eh, oiga, por favor, ayúdenos.
Me vocea la mujer desde el borde de la carretera. No contesto, no giro la cabeza hacia sus palabras. Ella insiste y vuelve a insistir, pensando quizá que estoy
sordo como una tapia.
-Señor, oiga, hemos pinchado y no tenemos rueda de repuesto. ¿Estámuy lejos
el pueblo? ¡Ayúdenos! Se va a hacer de noche, llevamos niños pequeños.
No hago caso, ni me inmuto. Mi padre fue pastor, mi abuelo fue pastor, pero
los tiempos cambian y yo fui a estudiar a la capital de la provincia;
por eso soy un
pastor más instru ido de lo habitual. Así que sé mejor que otros pastores cómo se
nos ve desde la carretera, cómo se nos mira. Somos postal, estampa bucólica utilizada por la publicidad, con suerte inspiradores de un arranque de piedad mal
entendida. Como mucho.
Puedes gritar hasta desgañitarte, mujer de la carretera. Te va a dar igual.
Hice magisterio y no saqué las oposiciones, por mucho que insistí no pude con
ellas. Luego tuve que volver, no siempre salen las cosas como uno quiere. Pude
quedarme en la ciudad, buscarme algo, cualquier
cosa, pero mi mujer y yo tuvi-
mos que casamos y hacía falta el dinero, urgente, porque venía una criatura en
camino y ella tampoco tenía trabajo. Quedó el puesto vacante y aquí estoy, desde
hace siete años. Ya no es tiempo de cambiar. Soy el pastor.
Ahora es el hombre quien se separa unos pasos del coche para vocearme.
Creerá que su mujer no grita lo suficiente o no me impone el suficiente respeto,
confiará más en su voz de hombre, recia, altisonante; él me hará escuchar, prestar
atención. Se equivoca.
No le vaya
hacer caso. Por el rabillo del ojo, sin mover-
me un milímetro, puedo verle avanzar unos cuantos metros hacia mí, poner las
manos a modo de bocina.
Las ovejas están tranquilas:
han comido
bien y ya llevan todo el día fuera,
empiezan a tener ganas de recogerse. Nico está al otro lado del rebaño, aburrido
como yo, invadido
por este aburrimiento
suave y aplanador que nos embarga a
(*) Relato galardonado con el primer premio del XXXVII Premio Internacional de Cuentos Lena.
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todos los que andamos en esto. Nico, creo, si supiera rezar rezaría a veces al dios
de los perros para que alguna oveja intentara escaparse y tener así con qué justificar su comida, el buen trato que le damos. Desde aquí puedo verlo, tumbado,
como durmiendo,
aunque de sobra sé que sigue bien despierto. Es un perro bueno,
ya un poco lento por los años pero trabajador y listo. Lo que le falta de rapidez le
sobra en experiencia.
Ni siquiera vaya
molestarme en negar con la cabeza, en alejarme para dejar
de oír las voces, para convencerles de que de mí no pueden esperar nada. Yo estoy
aquí desde antes, tengo mis derechos y ninguna necesidad de marcharme. De aquí
iré a casa cuando éstas se harten de rumiar, sin acelerarme un segundo ni demorarme otro.
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El hombre ha vuelto junto al coche. Su mujer, desde dentro, le alarga un teléfono móvil.
Después de unos segundos, por sus aspavientos entiendo que no ha
conseguido
obtener ninguna ayuda. Seguramente lo intente de nuevo conmigo
cuando empiece a ganarle la desesperación. Pronto anochecerá, y aunque es septiembre, aquí puede hacer mucho frío por la noche, y quizá él lo sepa. Tampoco
es que pasen muchos coches, la verdad; los festivos viene mucho excursionista,
pero hoyes martes, ellos habrán juntado un día libre por cualquier motivo y decidieron que era buen día para ir de paseo. Mala suerte. A mí a veces me pasa también -yeso
que este trabajo te vuelve experto en meteorología-,
que elijo un
rumbo pensando que por ahí es por donde mejor me va a pintar y resulta que se
mete la niebla, o se levanta el viento del norte y me tiene todo el día obligado a
estar de cara al sol, para que no se me cuele por la espalda y me enfríe los riñones.
A lo mejor, si no hubieran tenido el percance, se habrían parado también,
hacerme una foto. Otros lo han intentado antes, y al principio,
a
cuando todavía no
andaba yo ducho en ciertos temas, lo conseguían. Pero ya no. Ahora, en cuanto
veo que uno saca la cámara, me oculto detrás de un árbol. Me muevo despacio,
para que no piensen que me estoy escondiendo,
para que se suban cuanto antes
al coche y desaparezcan, pero alguno tiene la desfachatez de gritarme que espere
un poco, que no me vaya, que le estropeo la foto, y algún imbécil ha habido que
incluso se ha acercado exigiéndome
en mal tono que me quedara, que si no le
había visto la cámara. Faltaría más, cómo no, dónde cree usted que debo colocarme; igual hasta se atreve a pedirme que coja a la niña en brazos, no me sorprendería, que es para enmarcarla y colgarla en la habitación
de los críos, capa-
ces son. Sólo que nunca les doy tiempo a acercarse tanto, antes de eso silbo a
Nico, que se despereza y se levanta ya ladrando, y un mastín leonés bien plantado y de mal humor convence a cualquiera por muy amante de inmortalizar
esce-
nas que sea.
Otros pasan y no paran, claro está. Me verán y contarán historias, a lo mejor
hacen bromas. Somos los que aparecemos en los periódicos,
carbonizados
junto
al ganado tras una tormenta. También fabricamos chiflas y tocamos melodías en
los cuentos infantiles. Y nos aliviamos tras unos arbustos con la primera hembra
que pillamos, agarrándola por las orejas para que no escape, haciéndola
balar de
gusto. Historias que acaban como mucho unos kilómetros más allá, cuando ya nos
hemos borrado del paisaje. Pastores de ovejas, gente que vive en el mundo de
donde vienen los chorizos y la miel, el queso, la lana y otras cosas de todos conocidas, por todos disfrutadas. Eso soy: una frase hecha.
Patrimonio
cultural, como la poderosa imagen del toro bravo o el rechoncho
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michelín
de las gasolineras.
Como ellos, también
visible
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desde la carretera.
Apoyado en mi cachava, recortado contra el horizonte, inmóvil,
rodeado de ove-
jas. El pastor. Si el paisaje es memoria, en la mía, en mi paisaje, hace tiempo que
los coches aparecen tan sólo de refilón, como bichos veloces a los que antes prestaba un instante de atención, lo justo para descubrir dedos señalándome
y caras
de niño pegadas al cristal. Si se detienen dejo de verlos, porque ya no son como
los imagino, y no me gusta Ilevarle la contraria a mi imaginación.
significan tan sólo velocidad,
En mi cabeza
manchas de color, como los postes de la luz que se
cruzan por la vista cuando se viaja en tren y luego, cuando el tren se detiene, pierden encanto. Accidentes del terreno. Aprender a pagar con la misma moneda.
Así que echo a andar en dirección
contraria, viendo que el hombre insiste en
acercarse. Silbo a Nico y lo veo levantarse, luego muevo la cabeza en un gesto
que él entiende y para allá se va, a ladrarle hasta que comprenda
lo antagónico de
nuestros caminos, que la distancia que nos separa jamás podrá acortarse, tan sólo
hacerse más ancha.
Tras la loma, que en seguida coronaré, se ve el pueblo. Mi pueblo es pequeño
pero tiene gasolinera y un taller que arregla pinchazos a cualquier
hora del día.
Aunque claro, quien no conoce no sabe, y se puede tirar esa familia
ahí toda la
noche, sin adivinar que a quince minutos andando por la carretera se llega a la
civilización.
Sí, yo creo que se le puede llamar civilización;
al menos así podemos
lIamarlo quienes conocemos el poder de la lluvia y del viento, de la oscuridad, de
las tormentas. Civilización significa para mí todo aquello que te protege de la naturaleza: antónimo de intemperie.
Callaron
las voces del hombre y los ladridos de Nico. Vuelta a casa. Ya está
aquí el perro.
-Ven Nico, bonito, bien hecho, sí señor.
Tarde o temprano pasará algún coche, mal se tiene que dar para que no pase.
A lo mejor se me diluye la rabia cuando sea viejo, y entonces, si siguen ah͡ les
echo una mano. De momento no es mi asunto. El toro negro y el michelín
de las
gasolineras tampoco hacen nada, siempre se quedan quietos y nadie se lo echa en
cara.
Yo igual.

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