El libro de Pablo Urbanyi, el Zoológico de Dios, se presenta ante

Transcripción

El libro de Pablo Urbanyi, el Zoológico de Dios, se presenta ante
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Guerra y magia.
“El zoológico de Dios” de Pablo Urbanyi, Catálogos, 2006.
La novela de Pablo Urbanyi, El Zoológico de Dios, tiene un comienzo enigmático que
enseguida intriga al lector. Quizá haya que buscar la respuesta en la situación del autor, Pablo
Urbanyi, argentino de origen húngaro, radicado en Canadá, quien piensa en su vida pasada,
particularmente en su infancia, transcurrida durante la Segunda Guerra Mundial. El zoológico de
Dios es pues un texto colocado bajo el signo de la memoria en el que aparecen evocados los
horrores de la guerra y las estrategias existenciales del niño para sobrevivir.
De entrada se desencadena el proceso memorioso. En el primer capítulo el narrador
parece habitado por recuerdos que se imponen a su mente de manera vívida. No sabe si sueña o si
vive “ese famoso último segundo antes de la muerte en el que uno se acuerda de toda su
vida.”(Urbanyi, 2006: 7). El hecho es que “el deseo de regreso estalla en él con más fuerza que
nunca, el deseo de nacer de nuevo”. Manifiesta repetidamente la necesidad de “sumergirse” en la
niebla hasta ver surgir la ciudad de Ipolyság, “que lo vio nacer y lo albergó a pesar de la guerra.”
Se adivina pues el reconocimiento hacia su lugar de origen al tiempo que la necesidad de rescatar
el pasado para reconstituirse. Es consciente por lo demás que su madurez y el tiempo
transcurrido lo llevarán forzosamente a una interpretación de los acontecimientos: “La historia de
su recuerdo no será la misma.” (Urbanyi, 2006: 9). El viaje hacia el pasado desemboca, a veces,
en un “pozo oscuro”, por cuanto reactiva historias familiares y episodios dolorosos, pero junto a
ellos anidan también recuerdos felices.
El relato, dominado por una situación bélica, el segundo conflicto mundial, es presentado como
una epopeya absurda. La sucesión de olas que se abaten sobre Hungría (alemanes, rusos)
involucran a los hombres en una lucha que los supera. Ni siquiera saben lo que les pasa, ni
siquiera saben dónde está el bien y dónde está el mal. La configuración geográfica, la situación
de Hungría como heredera del Imperio austro-húngaro, la composición de su población, que
incluía unos 2 millones de alemanes, judíos, y gran variedad de grupos lingüísticos, son factores
que propiciaron el florecimiento de ideologías contrapuestas. Así el sector alemán de la población
vio con buenos ojos la alianza con Hitler y lo que ello representaba. Los judíos no dejaron
prácticamente de ser perseguidos y asesinados masivamente. Por otra parte, la llegada del
Ejército Rojo fue responsable de violaciones y represión. Cada bloque defendía su ideología
esperando hacerla triunfar sobre la adversa. Ese enfrentamiento, que puede calificarse de épico,
por cuanto se traduce en batallas, bombardeos, genocidios, en nombre de valores antagónicos,
será filtrado por la visión infantil, que suaviza los hechos violentos e intuye las paradojas y
contradicciones de la Historia
En todo el texto hay un balanceo permanente entre referencias históricas verificables y la
esfera de lo subjetivo. Algunos hombres combatían por ideales y otros, simplemente por la
supervivencia. ¿Qué retuvo la mirada de un niño de esos combates y cómo resistió él mismo ante
la tragedia cotidiana ? ¿ Hubo héroes anónimos ? El propio niño no está desprovisto de sueños
heroicos. Daniel Madelénat habla de una epopeya de la interioridad, definición que podemos
aplicar al protagonista, en la medida en que crece y se da un cambio definitivo en su situación.
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El protagonista, llamado Fénix, nace en una ciudad checa, que pasa al territorio húngaro.
El mundo de la infancia, previo a la guerra, es un mundo amurallado y protegido, que se
desmoronará completamente. El narrador adulto parece experimentar una profunda nostalgia por
esa etapa de su vida transcurrida en Ipolyság antes y durante la guerra, “borrosamente recuerda,
como si siempre hubiera estado allí (le basta cerrar los ojos para que, como por arte de magia
vuelvan a parecer) a Judit, a una pequeña ciudad bilingüe, a húngaros y eslovacos, conviviendo
amablemente y odiándose en secreto.” El desplazamiento de las fronteras crea un sentimiento de
extrañeza. Frente a esta inestabilidad, el narrador se refugia en el recuerdo: una “ciudad rodeada
por una muralla como un segundo útero materno.” (Urbanyi, 2006: 10). Nada es fácil en la vida
cotidiana de los habitantes, asediados por enemigos reales e imaginarios, por las privaciones
propias de la época de guerra y por el rigor invernal de Europa Central. A esto se suma el
desapego de los padres.
Los padres del niño, supuestamente de origen noble, apoyan las ideas progresistas del
momento según las cuales la Segunda Guerra Mundial corresponde a “un nuevo nacimiento de la
humanidad, en el que la tecnología, la medicina y otras ciencias dieron un gran paso”. (Urbanyi,
2006:p. 9) Esta creencia es contestada por el adulto que se esconde tras la mirada infantil.
Paradójicamente tienen un comportamiento clasista y no ofrecen ningún apoyo afectivo a su hijo.
En virtud de esa carencia, el niño vive una relación fusional con Judit, la empleada doméstica. La
pareja Fénix/Judit está en el centro mismo de la ficción. Frente al horror de la guerra, los dos
seres se refugian mutuamente en un amor reparador. El tema del amor, del nacimiento del
erotismo, cobra un desarrollo mayor. El texto vuelve una y otra vez sobre esas escenas, que se
desarrollan al margen de las miradas de los adultos, implicados en otros combates.
Fénix y Judit son nombres cargados de simbolismo. Según la etimología, Fénix significa
“el primer hombre eterno”, “el hombre que no puede morir” y Judit, la judía, la mujer liberadora.
En primer lugar Judit cumple una función de auxiliar porque de hecho ayudará al niño a soportar
las violencias de la guerra. “Era posible que Judit supiera o, peor, temiera más de lo que
contaba.” (Urbanyi, 2006: 38). El relato de la guerra que Judit hace al niño cuando le dice que
“los prisioneros van de vacaciones", recuerda los diálogos de la película “La vie est belle”. Pero
Judit es más que un elemento que le permite descodificar la realidad histórica, es un elemento que
lo ayuda a crecer. Esta ficción es pues una ficción de iniciación. El narrador evoca una estrecha
complicidad entre la adolescente de catorce o quince años y el niño de corta edad. Judit hará las
veces de empleada doméstica, maltratada por razones clasistas. Pero ante todo, Judit representa la
femineidad y condensa las figuras de madre, amante y hermana. Ella es quien nutre la
imaginación de Fénix con leyendas del bosque y canciones, preparando así el advenimiento de
un idilio caracterizado por acercamientos tímidos, que evolucionan hacia una precoz relación
erótico sentimental. Esta relación, que puede parecer osada, otorga al relato fuerza y originalidad.
Judit es una muchachita pura que, en primera instancia, cumple la función que debieran
cumplir los padres. Pero poco a poco se va desarrollando entre Fénix y Judit una relación que va
más allá del amor parental. Se trata de un amor desprejuiciado, difícilmente clasificable, a través
del cual el autor parece decirnos que la guerra es más impúdica que el amor.
“Allí (estaba él) observándola. Ella, tal vez por su impaciencia o por el sadismo inocente
del niño, a veces lo amenazaba con el dedo, al niño ingenuo que observaba sus caderas anchas,
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sus pechos en la blusa siempre blanca, su fortaleza de campesina que no necesitaba de bombacha
para protegerse.” (Urbanyi, 2006:21)
“Mientras Judit baña a Fénix se produce el milagro (de la erección). Y, por primera vez,
además de los besos en su boquita, cuello, pecho, Fénix los recibió en sus alrededores, besos que
intensificaron el milagro. Y también, por primera vez, después de que Judit para consolarlo del
“ay”, abriera la boca para cobijar el pequeño milagro.” (Urbanyi, 2006:30).
La audacia de esta descripción viene atenuada por el lirismo sugestivo de ciertos párrafos.
Por ejemplo, la búsqueda del famoso “trébol de cuatro hojas”, promesa de felicidad, desemboca
en la metaforización del sexo de Judit, convertido en espesa “mata de tréboles”. El texto se
vuelve anafórico e insiste en las sensaciones nuevas que descubre Fénix y en el sentimiento de
eternidad propio de la experiencia amorosa. Judit lo inicia al deseo y al placer y es la matriz sobre
la que se configurarán los amores futuros del niño. “El pecado mortal del incesto” se realiza, sin
culpa, a través de esta figura femenina, que no es la madre, y la reconstitución de esa relación se
reduce, ahora, a “un castillo de palabras”. En el caso de Fénix “hacer el amor” es un
descubrimiento natural, anterior a la lectura, o por lo menos contemporáneo a los cuentos orales y
leyendas populares que forjaron su imaginario. Este vaivén entre la leyenda y lo que parece una
aventura autobiográfica realista confiere un aliento épico al relato. Sabemos que el poema épico
incluye frecuentemente una dimensión maravillosa y que su contenido oscila entre la Historia y el
mito.
"Los lugares en que transcurre la ficción se hallan envueltos en una suerte de halo poético
medieval, legendario, casi maravilloso, que se mantiene durante todo el texto.” (Véase la
interesante reseña crítica de Maryse Renaud, en el número 346 de la revista “Les Langues Néolatines”, septiembre de 2008 ). Así, el narrador se remonta a épocas muy antiguas: “la época en
que se fundó Ipolysag, en el siglo XIII probablemente”. Notamos que desea inscribir su historia
en la tradición de un mundo de “fantasmas y gnomos” que ahora sólo forman parte de “los
libros de cuentos infantiles ilustrados”. De este modo sugiere que la relación entre el adulto y el
niño es pura fantasía y no una relación estrictamente autobiográfica. Realidad y leyenda se
mezclan y poseen un mismo estatuto en la mente de Fénix. Cuentos de hadas y mitos lejanos son
igualmente barajados por la cultura popular. “Se decía (por ejemplo) que las vías del tren
llegaban hasta América, un mundo fabuloso de frutas doradas llamadas naranjas.”(Urbanyi, 2006:
12). En varias oportunidades el mito de América pondrá en marcha contingentes de emigrantes,
impelidos por razones económicas o en busca de mayor libertad.
El narrador fue testigo de un mundo que ha cambiado y parece añorar las relaciones
directas y la sencillez de los intercambios de antaño. “La calesita y la confitería de buenas tortas”
recuerdan elementos que nutrían las ilusiones infantiles de los niños de la época anterior a la
guerra. Incluso los valses y las marchas militares del antiguo Imperio austro-húngaro connotaban
un mundo estable. El narrador recuerda el rito del cementerio y la inclusión en una familia de
vivos y muertos que le garantizaba compañía ilusoria para toda la eternidad. Esa continuidad
genealógica será rota por la guerra y la emigración a América. “Aquel que recuerda la historia”
opone la familia o parentela que lo contenía a la soledad presente. En la página 14, el narrador
recalca con amargura “solo en este mundo como ahora”…”Sí, solo a pesar de la superpoblación”.
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Paralelamente a su aventura personal, se desarrollan los acontecimientos que marcan los
hitos de la historia de Hungría: los checoslovacos son desplazados por los húngaros, que efectúan
redadas antisemitas y anticomunistas, y colaboran con el partido nazi. El mundo cotidiano es
presentado de manera infantilmente maniquea: “la llegada de los alemanes buenos para aplastar
y aniquilar para siempre a los rusos malos.” (Urbanyi, 2006: 31). La verdad es escurridiza y, para
algunos, “el ejército alemán es el mejor del mundo”. El narrador establece una analogía irónica
entre “la ferocidad de los alemanes y las fuerzas especiales de hoy, en un mundo libre y
democrático a rabiar” (Urbanyi, 2006: 32), tal vez para relativizar posiciones equivocadas de
aquella época. El adulto que recuerda sale del esquematismo que oponía a los alemanes buenos y
a los rusos malos y sospecha que la realidad pasada era compleja, tanto como la actual.
El narrador puntualiza con desconcierto que “[la] llegada y la partida de los alemanes fue
festejada por muchos”. Cambio repentino de la opinión o simple oportunismo? La sociedad tiene
una actitud pendular. Como en “las democracias (actuales) con los pro y los contra”, las razones
de unos y otros eran o son diferentes. En el plano personal, reaparece la madre de Fénix, pero su
relación con la familia campesina de Judit es injusta. Diferencias religiosas, clasismo,
discriminación, términos que aluden a fenómenos contemporáneos. Todo fue y sigue siendo
posible. En cuanto al padre “supo y sabe hoy que, como miembro del PC., luchaba por el
bienestar del pueblo, al que llamaba la masa informe y al que despreció toda su vida.” (Urbanyi,
2006: 42 ). Todos estos detalles nos muestran las contradicciones del ser humano y la
coexistencia en él de comportamientos inesperados. Tal vez el título de la novela, El zoológico de
Dios, dé cuenta de esta situación en un mundo en el que hay lugar para todos y para todo (este
"zoológico de Dios, expresión húngara equivalente a la muy castiza "viña del señor" de los
españoles). Notemos que el término “zoológico” remite a la animalidad, a la bestialidad que
dormita en el ser humano. Felizmente, el mundo de la “guerra” de los adultos alterna con las
alusiones “al jardín encantado de los tréboles” y los cuentos y leyendas populares que escucha
Fénix.
El narrador juega con dos niveles: la superficie donde transcurre la violencia de la guerra
y el sótano donde toda la familia va a buscar protección contra los bombardeos. El sótano, que
podría parecer un descenso a los infiernos, representa todo lo contrario, un enclave feliz y una
modalidad del paraíso donde se va a cumplir la unión física entre Judit y Fénix. “Afuera un
mundo nevado, adentro, un fuego abierto en el que crepitaba la leña”. El frío externo intensifica
la sensación del placer compartido. En el sótano, Judit, huérfana, reclama más que nunca el amor
del niño. Para Fénix, es una oportunidad soñada, comparable al descubrimiento del fuego y de la
rueda. “Sí, una vez más, allá en el sótano, fue Navidad”, es decir, misterio y magia. “Supo lo que
es unirse al universo”.
Por esta época, Fénix recibe de regalo “un tren eléctrico”. Inocentemente, “Fénix
trajinaba y creaba maravillas con su tren.” Pero el tren remite además al tren de la muerte, que se
llevaba a la gente a los campos de concentración. Una tercera interpretación podría hacer del tren
un símbolo fálico que penetra en el bosque más hermoso del mundo, situado entre los muslos de
Judit. Todos los sentidos se superponen y aluden a una realidad en que el horror alterna con el
amor que hace la vida más llevadera. El narrador precisa que esto no era más que una pausa: “el
frente se acercaba paso a paso, inexorablemente”.
La liberación de Ipolyság comporta hechos violentos. La violencia está en todas partes,
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forma parte de la vida cotidiana y el niño “bebe tragos amargos”. Los rusos se imponen con sus
símbolos y su lema sospechoso: “Viva Stalin”. Sin mayores cambios para el niño, la vida
continúa en el sótano, ajena a los conflictos externos. Así Fénix vivía con” sabor a aventura en
una cueva primitiva, mientras que afuera rondaban los dinosaurios”. Esta aventura, a manera de
un proceso iniciático, le permitirá crecer y salir transformado.
Fénix constata por cuenta propia hechos paradójicos. La percepción de los nuevos
acontecimientos es dudosa: “Las divisiones que llegaron a la pequeña ciudad no eran,
precisamente, la flor y nata de las tropas soviéticas”. Vino otra música, afirma no sin humor el
texto: el “Organo de Stalin”, un instrumento mortífero más. “Los tanques rusos no traían
felicidad” y “en vez de la esvástica traían la hoz y el martillo”. El narrador constata “el retorno a
la civilización, al progreso, a la radio y a la mentira de los medios”. La población civil parece
víctima de la desinformación. Los hombrecitos de la radio (así imaginados por el niño) siguieron
anunciando el inminente triunfo de Hitler y el triunfo también inminente de los Aliados. Sin
embargo, durante la ocupación rusa, Fénix encuentra un padre sustituto en el capitán Vorosoff.
“Tenía una voz de bajo que lo calmaba como las canciones de cuna de Judit. Además sentía la
alegría de ser reconocido por un hombre”. El ruso es muy entrañable. La ficción se va a centrar
en dos objetos fundamentales: el tren y la pistola. La pistola reemplaza el tren y esta sustitución
no es fortuita: simboliza el fin de la niñez y el ingreso en el mundo de los adultos.
Los niños son contaminados por la épica de la guerra y juegan con armas de verdad.
Cuando un kirghiz intenta violar a la madre, Fénix salta heroicamente sobre él, para tratar de
defenderla. Sin embargo, no recibe ningún agradecimiento materno y esto despierta el odio y la
culpa por odiarla y la culpa por no poder amarla. Tal vez pueda parecer excesivo trasladar la
lucha externa entre fuerzas antagónicas a un plano íntimo, pero lo cierto es que en el alma de
Fénix se libra una lucha entre sentimientos de amor y de odio. Es sabido que la violencia externa
anida en la personalidad de los que la sufrieron durante la niñez.
Fénix es un niño y se siente perdido en sus apreciaciones sobre los hechos que se suceden.
Así la llegada de los cosacos, con atributos heroicos, montados sobre caballos, suscita en él el
deseo de emularlos y de montar él también un caballo. Los recuerdos se yuxtaponen y el lector
debe armar el cuadro total de esos días confusos. Detalles, visiones de horror, vienen dados en el
tumulto de impresiones que recibe el niño, siempre suavizadas por las explicaciones de Judit.
Fénix toma conciencia de la realidad de la muerte a través del soldado de los ojos abiertos (lo que
no deja de recordarnos el emocionante poema del joven Rimbaud, “Le dormeur du val”). Esta
escena lo marcará para siempre. El niño irá descubriendo progresivamente toda la gama de
sentimientos (amor, odio) y también la muerte.
El adulto que rememora la guerra, que no puede desprenderse totalmente de las escenas
apocalípticas de esos años, evoca los combates feroces que se libran alemanes y rusos. El lema
“No hay olvido ni perdón” se perpetuará en otros conflictos a lo largo del siglo veinte, que
suponen la exterminación del enemigo y la justificación de la violencia. El lector se ve
confrontado a la problemática condición humana, tan tercamente repetitiva.
Por momentos asistimos a una banalización de la guerra, “cuyos episodios se comentaban
como si fuera un partido de fútbol, o una carrera de caballos”. Predomina la lógica infantil en la
descripción de los acontecimientos: “Los rusos no tenían patines”, y la asimilación de la realidad
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a un cuento de hadas: “Fue un espectáculo, casi un cuento de hadas que terminó bien para los
buenos (los ganadores) y mal para los malos (los perdedores)”. Los valores se invierten: los
buenos pasan a ser malos y viceversa. Sin embargo, la conclusión del narrador adulto es que “con
una guerra, algo muere en el alma, si no el alma misma, y no se recupera más”. En definitiva,
destaca las secuelas psicológicas irreversibles de una guerra, más allá de lo que pudiera parecer
un juego entre buenos y malos. Afirma que volvieron “los tiempos de paz”, algo que se podría
llamar “simulacro de la vida”. Con el tiempo se perderá la memoria del horror y sólo se
reactualizará fugazmente a través de las pantallas de televisión.
Hubo más problemas durante el período de “reorganización”. “La pequeña ciudad se
había despoblado con los muertos por los bombardeos, los judíos que se llevaron…” Desaparece
el sótano, es decir, ese Paraíso perdido, donde tenían lugar los escarceos amorosos de Fénix y
Judit. Judit desaparece del horizonte, víctima de una mina antipersonal”, fenómeno
deliberadamente muy contemporáneo. Fénix comienza la escuela y recibe “educación religiosa
porque Checoslovaquia no era del todo comunista, cosa que explicaba que en la escuela tuvieran
una hora semanal de religión dictada por una monja”. Sin embargo, el capitán Vorosoff subraya
las mentiras enseñadas por la religión y su falsedad demostrada por la ciencia. Otra vez el niño se
halla ante la prédica de valores contrapuestos y frente a la necesidad de sacar su propia
conclusión.
Vorosoff, su amigo, también muere y lo libera de su influencia. Fénix ve con sus
propios ojos que la situación de la población no cambia. “La tarea de limpieza” a la que alude el
texto es un eufemismo, puesto que fue una época de delaciones y de represión, que provocó
migraciones y exilios. Salvo excepciones, la violencia soviética reemplaza a la violencia nazi:
“los alemanes crucificados sin mucha piedad” era “una operación de limpieza más”. Fénix (como
su nombre lo sugiere, el hombre que renace de las cenizas) sobrevive a las tragedias cotidianas y
continúa su camino a la escuela. Los padres permanecen siempre insensibles y distantes y el niño
queda extrañamente solo frente al futuro.
Los chicos jugaban a la guerra, pero “algo no andaba, una nube bajó del cielo, o un vapor
subió del lago, o quizá nada más que niebla, una niebla en la que se hundió el pasado y ahora
vuelve, y trata de contar, peor, explicar.” El pasado, largo tiempo silenciado, se transforma en
una obsesión personal, una obligación de memoria frente a las generaciones futuras, algo que es
preciso contar. Por más que el narrador recurra a los cuento infantiles para disfrazar la realidad,
el recuerdo de la misma es doloroso.
A causa de la ocupación soviética, vivida como un atropello, los padres de Fénix conciben la
ambiciosa aventura que cambiará su vida y su destino: “El vuelo hacia la libertad”, en ese
momento simbolizado por el viaje a América y por la naranja. Gracias a un juego lingüístico, el
narrador opone la naranja promisoria a la “manzana de la discordia” (expresión metafórica),
imaginando un mundo sin conflictos, alejado de los dramas europeos. América aparece mitificada
e invocada como “el mundo maravilloso de allá”. Hay una suerte de conexión entre los libros de
cuentos de los hermanos Grimm y el mundo soñado hacia el cual emigran. La partida suscita
sentimientos mezquinos en los que se quedan al cuidado de las casas y especulan con convertirse
en propietarios. El viaje hacia la libertad supone una larga peregrinación por Europa, antes de
llegar al puerto de embarque. Antes de partir, el niño recupera el libro de cuentos, la locomotora
y sus primeros recuerdos de placer y de desilusión, es decir, lo que constituirá su bagaje
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psicológico del futuro. La partida, incluso si significa la promesa de un mundo mejor, no deja de
estar teñida de un doloroso sentimiento de pérdida. Las imágenes líricas no alcanzan a ocultar el
dolor que implica la partida. Con ella se inicia un peregrinar, una epopeya familiar, no exenta de
sacrificios y coronada de éxitos.
Llegando al final, el narrador evoca el regreso al escenario de su infancia y al tiempo de la
guerra, “treinta y cinco o cuarenta años más tarde”. Aflora entonces la culpabilidad frente a los
muertos,”se celebran ceremonias póstumas, que no pueden cambiar el pasado, y se vive el gran
encuentro familiar entre los que se quedaron en Europa y los que emigraron y vuelven. La
fractura es inevitable, pero los intentos de reconciliación también existen. La ocupación de los
rusos, simbolizada por “la hoz y el martillo”, dura hasta el 89, y el narrador regresa a su tierra en
busca de los tesoros ocultos por su madre. Lo que encuentra son “manchas de sangre”, que
sugieren una complicidad con los criminales de turno o por lo menos una duda al respecto. Algo
no queda claro ni para el narrador ni para el lector. El narrador parece situarse en un terreno
ambiguo de crítica exacerbada de los padres y, al mismo tiempo, de crítica despiadada del mundo
actual.
Es evidente que la Segunda Guerra Mundial desató combates épicos, luchas encarnizadas, entre
bandos que respondían a diferentes ideologías, cuando no teóricamente encontradas. La vida
cotidiana de la población civil también estuvo animada de un sentido heroico de la vida, porque
las circunstancias, las necsidades así lo requerían. En gran medida, la emigración hacia América
supuso también un esfuerzo heroico de ruptura y de adaptación a lo desconocido.Y hasta el niño
Fénix vivió, o creyó vivir en forma heroica. De modo que el lector de esta novela de Pablo
Urbany bien puede, a primera vista, pensar que está confrontado a un relato épico, fundado en
estructuras binarias. Pero no tarda en darse cuenta de que se trata más bien de una ilusión —
hermosa y tenaz ilusión a veces—, y que prevalece finalmente cierto sentimiento de lo absurdo.
Lo absurdo y la indecencia de la guerra, y no del amor, que viene a compensar bajo diversas
formas los trances amargos de la niñez de Fénix. Esta temática, también abordada por Mario
Buchbinder, psiquiatra y escritor de Buenos Aires, en su obra de teatro “El patio”, da lugar en la
novela de Pablo Urbanyi a magistrales desarrollos teñidos de melancolía. Si "la nostalgia es una
maldición que nunca muere", según Pablo Urbanyi, esa misma nostalgia le ha permitido, para
mayor placer del lector, crear un texto de gran delicadeza que no elude el tema de la guerra, pero
en el que priman el instinto de vida propio de la infancia y cierta captación mágica de la vida.
María Cristina Madero
Université de Poitiers

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