NOCHE DE TÍTERES Ricardo Lindo
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NOCHE DE TÍTERES Ricardo Lindo
NOCHE DE TÍTERES Ricardo Lindo - El Salvador Llegaron los músicos. Era necesario apresurarse, pues ya iban llegando, también, los primeros invitados. Fueron encendidos todos los candelabros, los jarrones se poblaron de rosas. Las maceteras de bronce con figuras mito1ógicas habían sido pulidas, y brillaban a la luz de las velas los duendes de los cuernecillos y las patas de cabra, las ninfas y las náyades. Cuando todos los invitados estuvieron presentes, la tormenta cayó. Danzaba la lluvia sobre los techos de la ciudad, un viejo rigodón. Alguien gritó en la noche, pero su grito se perdió en la inmensidad de la lluvia, mientras los notables elevaban sus copas en esa casa profusamente iluminada, como un navío fantasma en media del temporal. -Hay fiesta en casa del intendente -repetían basta los más remotos caseríos las madres a los niños, aunque ellos no participaran de ella. Era el aniversario de la coronación de Fernando VII. Rebosaban las fuentes de viandas y de frutas, la señora del medico hablaba con un pundonoroso militar, mientras bebían un añejo villa español, y el cura hablada de cultivos con un gordo añilero. Al pato sazonado con naranjas siguieron los postres. Sólo un hombre taciturno permanecía ajeno a la fiesta, en un rincón de la sala. Era Maese Alejo, el titiritero. Su intervención tendría lugar al final de la noche. La tormenta se hizo más intensa. El reloj de péndulo hizo saber que eran las doce. El poeta laureado leyó un poema sobremanera pomposo, que comenzaba así: ¡Oh tú Fernando Séptimo el magnánimo desde San Salvador la primorosa, mi indigna lira se alza a tu grandeza... Cuando llegó al último verso (¡Oh sol que alumbras esta humilde tierra!) un fingido entusiasmo rodeo al autor, quien se inclinaba afirmando que los elogios eran demasiado generosos, que sus versos, en realidad, no valían la pena, aunque él creyera exactamente lo contrario. De hecho, mas tarde los envió a un periódico de Madrid, donde fueron rechazados. Habían recibido cientos de versos similares procedentes de las colonias, y además, las circunstancias políticas habían cambiado. Pero en la fiesta del intendente se abre el telón del teatrito. Los muñecos se expresan en la lengua del pueblo, lo cual puede todavía pasar a título de pintoresquismo. Pero sucede algo mas grave: hablan de las ideas liberales y la Revolución Francesa, sugieren, finalmente, que el Rey de España se encuentra prisionero. El intendente enrojeció. Los inquisidores comenzaron a murmurar, y las damas, agitadas, se abanicaban. Algunos militares y el cura, sin embargo, no vacilaron en aplaudir a los impertinentes muñecos. Cuando el titiritero se retiro, comenzaron airadas discusiones. El Intendente abandonó la gala sin despedirse de sus invitados. Al día siguiente circulo orden de captura contra el titiritero, quien fue encarcelado. Muchos años antes, Maese Alejo aprendía su oficio en Bruselas, en un alaboso caserón. Como el taller estaba en el sótano de una taberna, los aprendices tenían acceso a los toneles de cerveza cruda, de los cuales escanciaban, de tanto en tanto, grandes vasadas. El se llamaba por entonces Alexis van Gryckuk. Los belgas lo tomaban por holandés, los holandeses sospechaban que era polaco. Pero entre los aprendices era uno mas, sometido alas ordenes de un maestro divertido y severo que les exigía un infinito registro de voces: el acento del judío, haciendo el cómputo de sus bienes terrenales, el de la doncella escribiendo subrepticiamente una carta de amor, el del viejo Rey Lear mesándose los cabellos en la tormenta. Cuando alguien fracasaba en una inflexión de voz, el maestro lo castigaba golpeándole con el porno de su espada. Los hachones encendidos, sostenidos a los muros de piedra por grandes argollas de hierro, daban a la escena el aire de una conspiración, alargando con sombras extraordinarias la gesticulación de hombres y muñecos. Aun subsistía el odio antiespañol. En la Gran Plaza le habían enseñado el lugar donde rodaron las cabezas de los Condes de Flandes, vic timas del despotismo del Duque de Alba, de siniestra memoria. El panorama que contemplaba Alexis era, sin embargo, muy distinto. Era el día del mercado de las flores, y los puestos de los mercaderes, sobre el empedrado de la plaza, creaban un vasto jardín, al rondo del cual se elevaba la casa del Rey con sus agujas góticas y sus estatuillas que simulaban pajes guardando las torrecillas. Los estandartes de los gremios flotaban al viento, ilustrando con colores vistosos la bota de los zapateros, la llave de los cerrajeros, la cabeza de toro de los carniceros. El sol lavaba todas las cosas, aunque no hubiera logrado disipar el frío de la madrugada. Al cabo de siete años, se detuvo a pensar en esa misma plaza, sentándose en un bordillo de piedra. Comprendió que ya había aprendido del oficio cuanto de labios humanos podría aprenderse, y volvió sobre sus pasos. Nunca mas lo verían sus compañeros y el maestro. Lo demás, tendría que enseñárselo la vida. Dejó su buhardilla, se hizo de un lanchón, recorrió Europa dando presentaciones en pueblos grandes o en simples aldeas. Oía crecer como una marea el rumor de la Revolución: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Se indignó al ver los excesivos privilegios de los nobles, los impuestos que extorsionaban al pueblo hasta dejarlo en la miseria, tomó partido. Cuando la fruición de cortar cabezas comenzó, se incomodó, es cierto, pero siguió firme en sus convicciones. Cuando oyó a un verdugo del pueblo lamentarse de no disponer del moderno invento de la guillotina, se lo reprochó duramente. La Revolución era otra cosa, las grandes ideas tenían otra función sobre la faz de la tierra. Pero la crueldad creció en demasía, y el titiritero se fue de Francia con un dejo de amargura. Atravesó los Pirineos, llego a Madrid. Una noche, durante una borrachera en una taberna de la calle de Puno-en-rostro, un alegre bebedor llamado Francisco Goya bocetó su retrato y se lo obsequió. Él guardó distraídamente el papel manchado de vino y lo extravió poco después, camino a Cádiz, pues unos marinos en el mismo antro le habían hablado con entusiasmo de América y lo habían invitado a partir con ellos. Iban en pos de la gloria y de fortuna. Al tocar tierra al otro lado del Atlántico, Alexis se separó de sus compañeros de viaje. Mas que los vacuos ho nores o el ruido de las monedas le interesaban las ruinas mayas perdidas entre la selva. En la Península de Yucatán vio grandes cabezas de piedra coronadas por cascos, contempló esas pirámides que habían imitado montañas y que el abandono volvió montañas a su vez. Las iguanas salían de las grietas de las antiguas rocas, las raíces de formidables árboles levantaban las piedras de las gradas de las pirámides. En un templete semiderruido, vio un amate protegiendo con su follaje, a manera de techo, las pintur as de los muros. Un día sumergió su rostro en las aguas del mar Caribe, y vio peces de, todos los colores imaginables nadando entre arrecifes de coral. Los rayos del sol se dividían en haces al interior de las aguas, que conmovidas por la luz iban del verde hacia el violeta. Se enamoro en un pueblito de una indígena joven, porque sus ojos eran grandes, oscuros y profundos, como un alma de agua, aunque hablara muy poco. Morena y pequeña, le dio un hijo pequeño, moreno, de grandes ojos negros, y él deseó para el niño la ingenua sabiduría de sus títeres, que habían sido sus primeros hijos. Andando los días, fueron a Guatemala. Como era Semana Santa, represento la Pasión de Cristo. Sus soldados romanos adquirían rasgos bestiales, como los de las pinturas del Bosco, y esgrimían palabras soeces a manera de látigos, pero su Cristo tenia una voz plebeyamente dulce. Un añilero salvadoreño lo conoció entonces, y lo invitó a venir. Maese Alejo se encaminó a San Salvador, en un carromato halado por dos caballos, con sus niños de palo y su hijo de verdad, y su mujer de barro que los cuidaba a todos con sus ojos de agua, respondiendo a los ojos de su hijo, su marido, los caballos, y a los muñecos de palo que tanto había llegado a querer también. Ya había aceptado su destino errante, aunque a veces recordaba su familia y su pueblo junto al mar de Yucatán, donde los peces voladores llegaban a comer a la palma de su mano. Arribaron un jueves al atardecer, y se admiraron del Valle de las Hamacas. Ya caían las primeras lluvias, y las infinitas hojas verdes que pisoteaban los caballos Ie recordaron a Maese Alejo los prados que pintaba Jan van Eyck, antiguamente en Flandes. Pronto hizo el titiritero amistad con gentes de esta tierra y la amó como se aman las grandes cosas simples. Una noche se tendió con su mujer sobre la hierba, a ver las altas estrellas. Cerca jugaba su hijo, buscando plantitas de anís para mordisquear la s hojas. La brisa que mecía la hierba los rozaba al pasar. El se sintió como en la casa de su infancia, cuando el mundo no era todavía cruel. Las madres tejían alas puertas de las casas de piedra. El niño Alexis intentaba vanamente guardar bolas de nieve en los bolsillos de su abrigo. Las leyendas crecían en los labios de las cocineras, junto a una enorme chimenea de leña chisporroteante, que llegado el verano se convertía en la imaginación de los pequeños en casa de jugar o en rincón de escondites. Par un segundo creyó ver en el firmamento el rostro de su madre. Una vez debió subir al techo para destruir, con su padre, un nido de cigüeñas que tapaba la salida de humo de la chimenea, pues comenzaba el frió y pronto tendrían que utilizarla. En la noche de San Salvador, caían las paladas de nieve de una tierra lejana, a cientos de horizontes de distancia. Su mujer le oía hablar de su pasado, y recogía todo en su mirada, como oscuros y profundos espejos que reflejaran la memoria. Ella pensó que su niño que recogía anís hablaría un día de esas pequeñas hojas aromadas como su marido hablaba de la nieve, y tuvo algo como una sombra de vanidad al pensar que también ella seria recordada con tanta dulzura. Un crujido de ramitas quebrándose los devolvió a la realidad. Era una hembra de tacuazín. El pequeño marsupial llevada dos recién nacidos en el bolsillo de su estómago, y se detuvo, midiéndolos con los ojos. Los humanos se quedaron también contemplándolos, y se sintieron profunda, grata, gravemente animales. Cuando el animalito se alejó, se levantaron para regresar a casa, y supieron que eran arrastrados por una ola universal, y que estaban unidos a todo lo que vive y lo que muere. EI niño crecía entre los títeres como si fueran sus hermanos, y cuando sufrían algún rasguño ayudaba a su padre a repararlos. Ella cocinaba para su familia y los amigos que llegaban a casa, que eran varios con frecuencia, y se quedaban platicando basta tarde, con los ojos encendidos por la idea de la emancipación. El asumió la causa de las nuevas tierras. Goya, el pintor, su amigo ocasional, le había hablado de Fernando VII, ese monarca despótico, y a Maese Alejo le pareció absurdo que decidiera de un plumazo sobre lo que debía ser ese continente donde ni siquiera había puesto el pie. En su estrecho y maloliente calabozo, Maese Alejo rememoraba los hechos de su vida. Llamaron a la puerta. Pensó en la creencia según la cual los condenados a muerte repasan su vida antes de la ejecución. Al ver el hacha del verdugo, lamentó que no dispusiera del moderno invento de la guillotina. El verdugo lo miró duramente tras su capucha negra, dejó caer el hacha. Rodó la cabeza del titiritero y rodó un mundo, y era también los Condes de Flandes, y la cabeza del muñeco que, en Guatemala, había sido Cristo entre sus manos. En sus ojos quedaron prendidas la imagen de su esposa, la idea de su hijo. Dos hombres se llevaron el cuerpo, otro retiró la cabeza y se apresuró a lavar el suelo con cubos de agua. Y una voz de mujer grita desesperadament e en la noche, pero la lluvia acalla su voz, danza sobre los techos y grita a su vez: -¡Hay fiesta en casa del Intendente!