El nómada de Aggar iv

Transcripción

El nómada de Aggar iv
El nómada de Aggar iv
La voz de los espíritus
RELATOS DE AG. ESCUDERO
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Ilustración: Befumero | befumero.com
La voz de los espíritus
Relato de AG Escudero
La fiebre le estaba yendo a más y no sabía cómo hacer para impedirlo. La
frente le ardía y no podía dejar de tiritar. Se arrebujó entre las pieles e inclinó
su cuerpo para acercar el pecho y a la hoguera. Aún faltaban varias semanas
para el invierno, pero las noches se estaban volviendo cada vez más frías. El
perro estaba acurrucado junto a él, hecho un ovillo y durmiendo con la cabeza
apoyada sobre las patas delanteras. Refunfuñó entre sueños, levantó la cabeza para echar un vistazo alrededor y volvió a dormirse.
Sintió como si el cerebro se le hubiese convertido en una masa pastosa
y ardiente dentro del cráneo. Los ojos le palpitaban y le zumbaban los oídos.
Tenía la mandíbula dolorida de apretar las muelas para contener la tiritera.
Bebió de la cantimplora con sorbos pequeños. Cuando era pequeño y se ponía
enfermo, aquel era el remedio que siempre utilizaba su madre para aliviarle.
Decía que el agua limpiaba por dentro el cuerpo y ayudaba a sacar afuera la
infección. No sabía si realmente ese tratamiento funcionaba, pero era el único
que podía aplicarse.
El viento aullaba y despertaba ecos que resultaban aterradores para su
mente febril. Escuchó la voz de la estepa a pesar de no estar sumido en la
meditación, pero había algo distinto en ella. No eran los ecos lejanos a los que
estaba acostumbrado. Las voces eran estruendosas, como si rugiesen desde
cada rincón de las montañas con rabia e indignación. No conseguía entender
lo que decían; el bullicio que percibía era tan fuerte que no se podía distinguir
nada. Se tapó los oídos, aunque sabía que era inútil. La estepa no se escuchaba con las orejas, sino con el espíritu.
Volvió a darle un trago a la cantimplora para tratar de volver a la realidad.
Era la fiebre y nada más. Cuando enfermaba, en ocasiones su mente hacía
cosas extrañas. Pero nunca había estado tan mal. No sabía cómo había podido
enfermar de aquella manera. Recordó a los peregrinos afectados por el mal de
la estepa que había visto recorriendo el camino del Árbol y una oleada de pánico le sobrevino. Se aflojó las ropas para dejarse la piel al descubierto. Buscó
por todo su cuerpo con desesperación, temiendo encontrar en algún punto la
mancha negra del estigma. Había visto a demasiada gente contraer la enfermedad de un día para otro, sin ninguna explicación. Comenzaba como una
pequeña sombra en forma de araña en la piel que, día tras día, se extendía
hasta devorar el organismo por dentro y por fuera. Era un mal que procedía de
la misma tierra, pues aquella enfermedad era la misma que estaba acabando
con el propio Ággar.
Estuvo a punto de llorar de alivio cuando se aseguró de que no tenía el
estigma dibujado en el cuerpo. Volvió a colocarse las vestiduras y se arrimó
otra vez a las llamas para volver a entrar en calor.
No llegó a quedarse dormido, aunque tampoco estaba completamente
despierto. Pudo percibir al perro acurrucado junto a su pierna y eso le reconfortó. Ayudaba a alejar el sentimiento de soledad.
El paso del tiempo se volvió extraño, como si lo único que hubiese existido
siempre y lo único que existiría en adelante fuese aquella noche sin límites.
—Se ha hecho tarde, ¿no creéis? Al final, se nos agotó el tiempo. La tierra
ha dejado de ser nuestra.
El nómada trató de alzar la vista, pero apenas podía sujetar el peso de los
párpados. Lo único que le devolvió la mirada fueron las llamas danzarinas de
la hoguera.
—Es hora de partir. Nos vamos de aquí y nos llevamos todo con nosotros.
—Sí. ¿Para qué dejar algo? Lo tuvimos todo, eramos los dueños del mundo. Cultivamos la tierra, la explotamos y la exprimimos. Obtuvimos todo lo
que pudimos sacar de ella. Nos llenamos tanto las manos que se nos empezó
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a caer entre los dedos.
—Pero no queremos irnos, ninguno de nosotros. Resulta irónico, ¿eh, muchachos? Decidimos vivir como si no existiese un futuro; beber de nuestro
mundo hasta vaciarlo. Sabíamos que llegaría el día en que no quedaría nada
más que beber. Todos lo sabíamos. Pero cuando llegó el momento, nos resistimos a desaparecer. Culpamos a nuestros ancestros, a todos los que estuvieron antes que nosotros. Pero nosotros eramos iguales que ellos. No, iguales
no, peores. Y ahora que Ággar nos está echando, lo llamamos injusticia. ¡Injusticia!
Conocía aquella letanía, aunque nunca antes la había escuchado con tanta claridad. No era la voz de la Tierra, de eso estaba seguro. Se parecía más
al murmullo que le acompañaba cada vez que se acercaba a las montañas
huecas. Voces del pasado que habían quedado ancladas en el tiempo. Quizá
estuviese escuchando a los espíritus de la estepa de los que tanto hablaban
los caravaneros. Siempre le habían parecido simples supersticiones. Pero allí,
en medio de la noche esteparia, con la frente hirviendo por las fiebres, le resultaba mucho más fácil de creer, incluso natural.
—¿No os parece gracioso visto ahora? La vida en sí misma. Tanto luchar
por sobrevivir, por conseguir demostrar algo. Al final todo se acaba y ves que
lo que tienes es lo mismo que tenías al principio. Te agarras a una roca para
evitar que el viento te arrastre, cuando la única verdad en la que puedes confiar es el propio viento.
El nómada se desplomó en el suelo y perdió el conocimiento. Le fue imposible saber cuánto tiempo estuvo así, pero no debió de ser demasiado. Cuando volvió a abrir los ojos, las llamas se habían convertido en brasas, pero la
hoguera continuaba ardiendo. Al otro lado del fuego había un hombre sentado
en el suelo con las piernas cruzadas. Daba caladas lentas de su pipa mientras
lo miraba con curiosidad. Con cada exhalación, el humo ascendía hacia la noche hasta disolverse en el aire como un fantasma.
El perro lo miraba con una oreja levantada. Movía la cola muy despacio
y olisqueaba desde la distancia en dirección al desconocido. Por lo demás, no
parecía importarle lo más mínimo su presencia.
—Vaya cara tienes, amigo. Si no haces algo por remediarlo, no creo que
pases de esta noche.
El nómada trato de decir algo, pero se quedó en un murmullo desgarrado
que murió en su garganta.
—No digas nada; ahorra fuerzas. Yo que tú intentaría dormir un poco.
Aguanta hasta que salga el sol. Ahora está demasiado oscuro para encontrarlo, pero a mi espalda discurre una pequeña senda. Síguela y llegarás a una
casa. Allí vive Aura, mi mujer. Ella se encargará de ti.
La oscuridad lo envolvió, aislándolo por completo del resto del mundo. Cerró los ojos y se fue sumergiendo en la inconsciencia con el calor de la lumbre
acariciándole la cara.
Volvió a escuchar la voz del hombre un instante antes de perder de nuevo
el sentido.
—Sería una lástima que te murieses ahora, después de todo lo que has
peleado. No te rindas todavía, ¿eh? Si sigues aquí, ya nos veremos un día de
estos. ¡Mucha suerte!
Despertó con el primer rayo de sol. El dolor de cabeza no había remitido
en absoluto; al contrario, había empeorado hasta hacerse insoportable. Se
ayudó con la vara para ponerse en pie. Los dedos se le resbalaban cuando
intentaba asir con fuerza el cilindro de metal. Tenía la piel pegajosa y los
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labios agrietados. El perro se puso en pie de un salto y soltó dos ladridos secos, como si le animase a moverse.
Más que andar, arrastraba las piernas. La espalda le dolía como nunca
y tenía los ojos tan sensibles que la escasa luz que se filtraba a través del
polvo le llenaba el campo de visión de manchas de colores. De alguna forma,
consiguió encontrar el sendero del que habló el extraño la noche anterior. Las
rodillas le temblaban con cada paso. Se sentía más un anciano que un nómada. Sus piernas, que tanto trabajo habían soportado y tantos kilómetros de
estepa habían recorrido, ya no parecían capaces de aguantar el peso de su
cuerpo. Perdió la cuenta de la cantidad de veces que cayó al suelo. Con cada
tropiezo, el perro le empujaba suavemente con el hocico.
Miró al animal casi con lástima. No podía más, sabía que la próxima vez
que cayese no podría volver a levantarse. Ya no escuchaba a los espíritus de
la estepa, ni tampoco la voz de la Tierra. Por no escuchar, ni siquiera podría
distinguir ya el sonido de su propia respiración. Estaba solo, en el fondo había
estado solo desde que ella se fue, y comprendió que así era como debían de
ser las cosas. Anclarse a un lugar, a unas personas, solo hacía más difícil tener
que partir. Y siempre, tarde o temprano, había que partir de nuevo. Era una
de las primeras cosas que un nómada aprendía en la estepa.
El siguiente impacto contra el suelo lo dejó sin resuello. Sintió el polvo de
la estepa llenándole los ojos y la boca. De modo que así era como terminaba,
en aquel rincón olvidado de Ággar. Su carne se volvería tierra y sus huesos se
convertirían en piedras. Por algún motivo, aquella idea no le causó angustia
ni tristeza. Al contrario, cuando cerró los ojos, en su espíritu solo había paz.
Escuchó el viento, cada vez más lejano. Ya no sentía dolor, solo cansancio.
Respiró hondo y saboreó aquella última bocanada de aire. Después, sencillamente se dejó arrastrar.
Sintió el hocico del perro lamiéndole la mano. Estaba sobre un colchón
blando arropado con mantas hasta la altura del pecho en una habitación a
oscuras. Alguien le había puesto varios trapos mojados sobre la frente en un
intento por bajarle la fiebre, y al parecer había funcionado. Su respiración
volvía a ser firme y tranquila y se le habían pasado los escalofríos. Trató de
incorporarse, pero un fuerte mareo casi le hace perder el sentido. No sabía
cuánto tiempo llevaba allí tumbado, ni tampoco cuándo había sido la última
vez que se había llevado algo al estómago.
La puerta se abrió con un chirrido y una delgada linea de luz cortó la
oscuridad del cuarto. El nómada sintió el instinto de esconderse, de ponerse
en guardia, pero el cuerpo no le obedeció. Fuese quien fuese que estuviese
abriendo la puerta, estaba a su completa merced.
Alguien entró en la habitación, se acercó a la ventana y descorrió un palmo las cortinas. El polvo que cubría el cielo era tan espeso que apenas dejaba
pasar algo de luz, pero sirvió para mitigar las penumbras de la estancia. Era
un sitio sencillo, incluso acogedor, con paredes y el techo bajo. No se parecía
a las tiendas improvisadas que levantaban los caravaneros, ni tampoco a las
ruinas reformadas que había visto en la aldea de Tanin. Aquel lugar lo había
construido alguien con sus propias manos con la madera seca de la estepa. No
era simplemente un lugar donde refugiarse, aquello era un hogar.
La recién llegada era una mujer. El nómada aprovechó que no parecía haberse dado cuenta de que había recuperado el conocimiento para estudiarla
con cuidado. Tenía el pelo largo y ondulado, como si estuviese recién lavado,
y un vestido sencillo con demasiados usos. Había comenzado a perder los rasgos delicados de la juventud, y aunque tenía un rostro amable, las arrugas en
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torno a sus ojos delataban que la vida le había arrebatado todos los motivos
para ser feliz. Pero al fin y al cabo, ¿quién era feliz en la estepa en aquellos
días?
El perro se separó de la cama y fue a saludarla meneando la cola. La mujer le acarició la cabeza con suavidad. Aquella era una de las cosas que menos
le gustaban del animal: se hacía amigo de cualquiera. Cuando el perro volvió
a recostarse junto a la cama, los ojos del nómada se encontraron con los de la
mujer. Lejos de sorprenderse o de asustarse, se limitó a sonreir con tristeza.
—Había llegado a pensar que no despertarías nunca. Ya te daba por perdido.
El nómada intentó decir algo, pero solo consiguió atragantarse.
—No intentes hablar, y deja de moverte. Apenas he conseguido hacerte
beber unos pocos tragos de agua y a saber la de días que llevas sin comer.
Deberías dar las gracias a tu amiguito. Si no hubiese venido ladrando como
un loco hasta mi puerta, ahora mismo serías polvo de la estepa. Toma, bebe
un poco, pero no mucho. Si te llenas el estómago demasiado, acabarás vomitándolo todo.
La mujer le tendió un cuenco y él se puso a beber. Se atragantó y comenzó a toser con una tos profunda y agónica, pero al segundo intento consiguió
hacer bajar el líquido por su garganta. De inmediato sintió como el agua volvía
a regar de vida sus entrañas del mismo modo que la arena se convierte en
barro cuando la riegan.
—Gracias —consiguió decir cuando su garganta dejó de ser un estropajo
seco—. ¿Cuánto... cuánto tiempo llevo durmiendo?
—Te encontré tirado en medio del camino hará ya unos tres días. No sé
cuánto tiempo llevarías allí, pero deduzco que no demasiado o no te habría
encontrado respirando. Estabas ardiendo por la fiebre y no has dejado de
delirar ni una sola noche. Cada vez que entraba a cambiarte los paños de la
frente me confundías con tu madre. Debes de quererla mucho, he perdido la
cuenta de las veces que la has llamado en sueños.
El nómada guardó silencio y sintió una sensación desagradable en las
entrañas. El perro los miró a uno y a otro alzando una ceja cada vez con una
sonrisa de curiosidad.
—Espera, te traeré algo de comer. Aunque te haya bajado la fiebre, no
durarás mucho si no te llevas algo a la boca.
La mujer salió de la habitación y regresó al cabo de unos pocos minutos.
Traía un cuenco de barro repleto de un puré amarillento y grumoso. El nómada no se molestó siquiera en olerlo o probarlo primero. Agarró la cuchara de
madera y comenzó a devorarlo con ansia.
—Más despacio o te sentará mal.
Cuando terminó, se limpió los labios con la manga y le devolvió el cuenco
a la mujer.
—Gracias —dijo inclinando levemente la cabeza. El estómago estaba empezando a darle pinchazos después de tanto tiempo sin usarlo, pero la sensación de volver a tener la tripa llena lo compensaba con creces.
—Hay más en la despensa, pero trata primero de digerir esto. Lo último
que necesitas ahora es una indigestión. —La mujer corrió la cortina para cortar el paso del rayo de luz que cegaba al nómada—. Si vas a pasar unos días
aquí, deberíamos al menos conocer nuestros nombres. Yo soy Aura.
—¿Aura?—Aquel nombre removió algo en su memoria. El recuerdo era
confuso y estaba contaminado por la fiebre—. Sí, ahora me acuerdo. Encontré
a tu marido la noche antes de que perdiese el sentido. Fue él quien me indicó
la senda que conducía hasta aquí. Si está en casa, me gustaría darle las gracias.
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La mujer dio un paso atrás y entrecerró los ojos. Su actitud amable y generosa quedó congelada en una mueca de desconfianza.
—Dudo mucho que fuese mi marido quien te indicó el camino.
—No hay duda de que era él. Me dijo tu nombre, y conocía el camino
hasta aquí. No he encontrado casi ningún indicio de presencia humana por los
alrededores. Incluso me atrevería a decir que el asentamiento más cercano de
aquí está a varios días de marcha.
—¿Dijo cómo se llamaba el hombre que te contó todas esas cosas?
—No, no lo dijo. Pero fumaba una pipa a la hoguera.
La mujer resopló y abandonó el cuarto con un portazo. Aquello era desconcertante. No entendía qué era lo que había perturbado a la mujer de aquel
modo. Quizá estuviese enfadada con su marido y la simple idea de saber que
el tipo andaba rondando por la zona le sacaba de quicio.
A la mañana siguiente, el nómada probó suerte y trató de levantarse de
la cama. Las piernas le temblaban y los brazos le pesaban como si estuviesen
hechos de hierro, pero consiguió mantenerse en pie e incluso y fue capaz de
dar unos cuantos pasos por la habitación. Cuando se cercioró de que volvía a
tener el control sobre sus extremidades, abrió la puerta y salió de la habitación.
La distribución de la casa era muy sencilla; apenas constaba de dos dormitorios y una despensa. No tuvo que deambular demasiado para darse cuenta de que allí no había nadie. Escuchó un ruido fuera. Parecían unos pequeños
pies correteando por el exterior. Después escuchó la voz de Aura. Estaba gritando algo, pero no fue capaz de distinguir lo que decía. Fuera lo que fuese,
obtuvo una risilla infantil y aguda como respuesta.
Salió afuera y se encontró con una escena a la que no estaba acostumbrado. Aura agarraba un azadón con las dos manos y atacaba la tierra de la
estepa con energía. Tenía las piernas y los brazos sucios por la tierra y el polvo
y una tira de tela cubriéndole la boca y la nariz. Junto a ella había un montón
de trapos apelotonados formando una cuna para el bebé que dormía arropado
hasta la barbilla. Cerca de ellos, una niñita con la cara mugrienta corría de un
lado a otro. No paraba de reír mientras el perro la perseguía de un lado a otro
moviendo la cola. La mujer apoyó la herramienta en el suelo para descansar
un poco, fue entonces cuando sus miradas se cruzaron. El silencio duró unos
segundos. Ninguno de los dos sabía qué decir. Al final, fue el nómada quien
se acercó a ella.
—Siento lo que ocurrió ayer —dijo cuando estuvo lo bastante cerca como
para que ella pudiese oírle—. Creo que dije algo que no debía. Algo que te
causó mucha confusión.
La mujer bajó la vista y continuó trabajando la tierra. La niña jugando con
el perro sin percatarse en ningún momento de su presencia.
—No fue culpa tuya —dijo entre resoplidos—. No debí reaccionar así, es
solo que...
Resultaba obvio que no se sentía cómoda hablando de aquello, de modo
que el nómada decidió desviar la atención hacia otro tema.
—Hacía mucho tiempo que no veía niños tan pequeños. Ahí fuera son muy
difíciles de encontrar.
—¿Ya no quedan niños en la estepa? —preguntó ella. Por cómo lo dijo,
debía de llevar tiempo temiendo hacer aquella pregunta.
—Cuándo vivía en las montañas apenas se veía ninguno viajando en las
caravanas, y desde que empecé a viajar solo he encontrado unos pocos en el
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camino que lleva a la ciudad del Árbol, pero nunca tan jóvenes. Cuida bien de
ellos. Son un tesoro en los días que corren.
Aura dejó de machacar la tierra y lo miró con una sonrisa triste en el rostro. Parecía cansada, de espíritu más que de cuerpo. Fuese cual fuese la carga
que soportaba, estaba dejando su huella en ella.
—Ojalá él siguiese aquí. Los quería mucho, ¿sabes? Para él eran su vida.
A veces tengo miedo. Me aterroriza la idea de que no seré capaz de sacarlos
adelante, de que un mal invierno los matará de hambre, o que contraerán el
mal de la estepa. Cuando él estaba no tenía tanto miedo del futuro.
—¿Por qué se fue? No entiendo nada. Si tan importantes son ellos para él,
¿por qué no deja de esconderse en la estepa y vuelve aquí contigo?
Ella lo miró con el ceño fruncido, como si tratase de descifrar la sinceridad
de sus palabras. Después dejó el azadón en el suelo y se sacudió el polvo de
encima.
—¡Tali, deja de jugar y vigila a tu hermano! Y tú, ven conmigo. Quiero
enseñarte algo.
Ella lo guió hasta el otro lado de la casa. Había un pequeño recinto rodeado por una cerca de madera. En mitad del terreno se distinguía un cúmulo de
tierra junto a una gruesa rama seca clavada en el suelo. El nómada entendió
de inmediato que estaba viendo una tumba.
Ambos se acercaron y ella señaló un nombre inscrito con muescas en la
madera. De arriba abajo, podía leerse <<Ganoq>> con letras gruesas y torcidas.
—Ahí está mi marido. Estaba convencida de que tendría que enterrarte
junto a él, pero por suerte te despertaste. No habría sabido qué nombre grabar en el poste.
El nómada miraba la tumba sin entender lo que estaba ocurriendo.
—¿Cuánto hace que murió?
—Más de un invierno. No mucho, y a la vez demasiado.
Sacudió la cabeza, tratando de encajar todas las piezas.
—¿Quién fue el hombre que encontré junto al fuego aquella noche, si no
era tu marido? Sabía tu nombre y sabía dónde estaba la casa.
—No sé qué es lo que viste, pero por esta región de la estepa no pasa
nunca nadie. Quizá fueron las fiebres. Viste cosas que no estaban allí, tuviste
sueños incoherentes, y cuando te dije mi nombre, organizaste todo en tu cabeza para que cobrase sentido.
No podía rebatírselo. Las fiebres que había sufrido habían sido muy fuertes. Sin duda su cerebro le había podido haber jugado una mala pasada. Pero
aquella explicación distaba mucho de dejarle satisfecho.
Pasó los dos siguientes días con ellos, recuperándose poco a poco. Aura
era la tercera persona que le salvaba la vida desde que abandonó las montañas de Fantra, y casualmente las tres veces habían sido gentes con una gran
humildad en el corazón. Resultaba gratificante encontrar aquel tipo de amabilidad desinteresada en un mundo que no parecía no tolerar la vida en su
superficie. Había iniciado un viaje en busca de respuestas, y a pesar de que
aún no había encontrado ninguna, no tenía la sensación de haber perdido el
tiempo.
Al tercer día, cuando el sol comenzaba a ocultarse, Aura y los niños se
fueron a dormir, pero él decidió quedarse fuera un poco más. Necesitaba sentir el aire fresco de la noche, a pesar de la suciedad y el polvo que flotaba en
el aire. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, miró hacia el lugar en la
que acababa de desaparecer el sol y se puso a meditar acompañado solo por
el silencio de la estepa.
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Cuando lo sintió llegar, abrió los ojos.
—Estaba empezando a pensar que no te presentarías —dijo al recién llegado.
—No siempre resulta sencillo encontrar el camino. Hasta la senda más
recta se vuelve un laberinto. Son los recuerdos y emociones las que lo complican todo, las que te atan a un lugar en particular.
Los dos, sentados sobre el polvo de la estepa, contemplaron cómo la noche se iba adueñando del mundo.
—No me dijiste tu nombre la otra vez, pero apostaría mi cuchillo a que es
Ganoq.
—Nombres, nombres. ¿Qué sentido tienen, sobre todo cuando lo dejas
todo atrás? Tú deberías saberlo mejor que nadie, nómada. No le has dicho a
nadie tu nombre desde que abandonaste tu hogar.
El nómada no se sorprendió de que el hombre supiese eso. En aquella
situación, era muy difícil sorprenderse por nada.
—No te quito razón, pero no estás siendo del todo honesto en cuanto a
dejarlo todo atrás. Ese es precisamente el problema, ¿verdad?
—Tú lo has dicho, ese es el problema. El apego, el maldito apego. Sé que
ya no pertenezco a este lugar, que debo continuar a donde quiera que sea,
pero no puedo. —Ganoq se volvió y señaló hacia la casa—. Aura no podría
haberlo explicado mejor. Lo eran todo para mí. Eran mi vida, ella y los niños.
La muerte es así de insensible. No le importan tus planes, ni lo que tienes en
el corazón. Un día vives soñando con ver crecer a tus hijos y al siguiente estás
enterrado en la parte trasera de tu casa. Al menos es agradable volver a tener
a alguien con quien charlar. No sé qué clase de criatura eres, nómada, pero
me alegro de haberte encontrado.
Aura había dicho que su primer encuentro con Ganoq no había sido más
que una alucinación provocada por la fiebre. Pero allí estaban los dos, charlando sobre la vida y la muerte mientras contemplaban cómo el mundo se iba
apagando.
Sin embargo, a la mujer no le faltaba razón en una cosa: sin duda aquello
había sido provocado por las fiebres. El nómada siempre había tenido la capacidad de escuchar los ecos de la estepa, los murmullos que habían quedado
impregnados en el polvo y en las piedras. Pero la enfermedad le había hecho
algo a su cerebro. Quizá hubiese ayudado a abrir aquella percepción, o quizá
tan solo había terminado por volverle completamente loco. Fuese como fuese,
no tenía sentido negar lo que sus sentidos le transmitían.
—Sabes que aquí solo encontrarás sufrimiento, si te quedas —le dijo al
hombre muerto—. Verás crecer a tus hijos y envejecer a tu esposa, pero siempre estarán fuera de tu alcance. Serás una sombra para ellos y ellos serán una
sombra para ti.
Ganoq guardó silencio durante mucho tiempo. Tanto que el nómada llegó
a pensar que se había terminado por fundir con la oscuridad de la noche.
—Tú podrías quedarte con ellos. Aura no es demasiado mayor para ti, y
serías un gran padre para mis hijos.
El nómada negó con la cabeza.
—No es ese mi destino. Esta noche me iré para no volver más. Tu esposa
es una mujer fuerte, Ganoq. Lo he visto en sus ojos. No debes temer por ellos,
estarán bien.
Los ojos de Ganoq se llenaron de tristeza. El viento de la estepa aullaba
de forma lastimera y levantaba el polvo a su paso.
—Tengo miedo de no volver a verlos, nómada. Que se pudra Ággar y se
seque que toda el agua del suelo. No me importa. Pero no soporto la idea de
no volver a ver a mi familia.
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—Hace tiempo perdí a la persona a la que más he querido. La vi marchitarse día a día delante de mis ojos, sin que yo pudiese hacer nada por evitarlo.
Recuerdo perfectamente aquella sensación, era como luchar por conservar un
puñado de agua que se escurre entre tus dedos. Lo último que me dijo antes de apagarse fue que origen y destino son la misma cosa. Que aunque la
muerte sea el fin de todo, no hay que tenerla miedo, porque siempre hay un
reencuentro. Todo sueño tiene su despertar.
—Siempre hay un reencuentro... —murmuró Ganoq con un suspiro.
—Esas últimas palabras siempre me han traído paz de espíritu, aunque
nunca he llegado a comprender qué significaban exactamente.
Se volvió para mirarlo, pero donde antes se encontraba la silueta del
hombre ya solo había viento, sombra y polvo. Sonrió y se puso en pie. Ganoq
había continuado con su camino, y él debía proseguir con el suyo. Dio un suave silbido y el perro llego trotando hasta él.
Antes de adentrarse en la noche esteparia, se volvió hacia las sombras.
Aguardó unos minutos, por si el de Ganoq no era el único espíritu en visitarle
aquella noche. Cuando vio que en la estepa solo quedaban sombras, se dio la
vuelta y continuó su viaje.
Hasta aquí el cuarto relato de la serie El Nómada de Aggar. Si has llegado hasta
aquí, gracias por leerlo hasta el final, ¡espero que te haya gustado! Si es así, ya sabes que me haces un grandísimo favor si lo compartes con tus conocidos. por cualquier vía que quieras.
Cada mes saldrá un nuevo relato, que publicaré en el blog, en formato PDF y EPUB,
como este mismo.
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¡Te espero!
A.G. Escudero
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