dura hasta que se termina

Transcripción

dura hasta que se termina
TEMAS DE REFLEXIÓN
TODO DURA HASTA QUE SE TERMINA
Lord Dunsany - Donde suben y bajan las mareas
Soñé que había cometido un acto horrible, así que el entierro me fue negado en tierra y en mar,
como si no hubiera infierno para mí.
Esperé por algunas horas, sabiendo de esto. Entonces mis amigos vinieron por mí, me llevaron a
un pantanal secretamente y realizaron un antiguo ritual, iluminados con grandes antorchas.
Todo fue hecho en Londres, y ellos marcharon furtivamente en medio de brumas nocturnas, entre
casas perversas, hasta que llegaron al río. Y el río y la marea del mar combatían una contra otra
entre los bancos de lodo, y ambas eran negras y estaban llenas de luces. Un súbito interrogante
se reflejó en los ojos de todos, cuando mis amigos se acercaron a la ribera con sus flameantes
candelas.
Todas estas cosas que vi mientras me llevaban rígido y muerto, las percibí con mi alma, la que
aún habitaba mis huesos, ya que no había infierno que me cobije, ya que se me había negado
entierro cristiano.
Ellos me bajaron por una escalera que tenía verdín, y lentamente me acerqué al terrible fango.
Ahí, en territorio de cosas olvidadas, cavaron una amplia fosa. Cuando hubieron terminado, me
colocaron en la fosa, y súbitamente clavaron sus antorchas cerca del río. Y cuando el agua hubo
crecido tanto que apagó el fuego, las mismas palidecieron y se vieron pequeñas a medida que se
balanceaban con la corriente. Una vez que el glamour de la calamidad se hubo ido, me di cuenta
que se venía el amanecer; y mis amigos se cubrieron las caras con sus capas, y la solemne
procesión se convirtió en un grupo de fugitivos que se deslizaban furtívamente.
Entonces el barro se avalanzó y me cubrió todo a excepción de la cara. Yací solo, con un montón
de cosas olvidadas, con cosas perdidas que la marea ya no tomaba más, con cosas inservibles e
inútiles, y con esos horribles ladrillos que no eran ni de piedra ni de tierra. Yo carecía de cualquier
sentimiento, ya que había sido asesinado, pero la percepción y el pensamiento me convertían en
un alma muy infeliz.
El sol matinal se dilató, y vi las casas desoladas que poblaban las márgenes del río, y sus
ventanas muertas observaban mis ojos muertos, ventanas que encerraban grandes sufrimientos.
Me sentí tan desesperado ante tales cosas que quise gritar, pero no podía, ya que estaba muerto.
Entonces tuve la certeza, como nunca antes la había tenido, que durante todos los años que
estas casas habían querido gritar, estando muertas, estaban mudas. Y supe que hubiera estado
mejor con las cosas olvidadas y perdidas si ellas hubieran podido llorar, pero no tenían ojos ni
tampoco vida. Y yo, también, traté de llorar, pero ya no había lágrimas en mis ojos muertos. Y
supe que el río podría haberse preocupado por nosotros, podría habernos estimado, podría
habernos cantado, pero solo nos barría de atrás para adelante, pensando solamente en las
principescas embarcaciones.
Al final la marea hizo lo que el río no, y vino y me cubrió, y mi alma tuvo descanso en el agua
verdosa, y se regocijó y creyó en el Sepelio en el Mar. Pero con la bajamar el agua se fue
nuevamente, y me dejó solo con barro cruel y entre las cosas olvidadas, que ya no estaban a la
deriva, y con la vista de todas aquellas casas desoladas, y con la certeza que todos estábamos
muertos.
En la lúgubre pared detrás mío, en medio de verdines, olvidados del mar, aparecieron varios
oscuros túneles con sus pasadizos secretos y angostos. Desde ese momento las escurridizas
ratas bajaron para mordisquearme, y mi alma se volvió a regocijar en la creencia que significaría
su liberación de los malditos huesos a los que se le negó el entierro cristiano. Muy pronto las
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Lord Dunsany - Donde suben y bajan las mareas
ratas retrocedieron un poco y murmuraron entre ellas. Jamás regresaron. Cuando me di cuenta
que estaba condenado entre las ratas intenté llorar de vuelta.
Luego la marea volvió y anegó el desagradable barro, y cubrió las desoladas casas, calmando a
las cosas olvidadas, y aliviando un poco mi alma por un rato, en la sepultura del mar. Y luego la
marea me abandonó de nuevo.
Pasaron algunos años, de acá para allá. Hasta que los empleados del Municipio me encontraron
y me dieron entierro decente. Fue la primer tumba en la que pude descansar. Esa misma noche
mis amigos regresaron por mí. Me desenterraron y me pusieron de vuelta en el foso cavado en el
fango.
De nuevo y de nuevo, a través de los años, mis huesos eran enterrados, pero siempre después
del funeral, acechaba uno de aquellos hombres terribles quien, pronto la noche había caído,
venía y me desenterraba, llevándome al mismo foso mugriento.
Y llegó el día en que el último de esos hombres que me habían hecho esta cosa terrible, murió.
Escuché su alma yendo sobre el río, hacia el ocaso.
Y nuevamente tuve una esperanza.
Un par de semanas luego fui encontrado una vez más, y otra vez llevado de ese lugar hacia una
sepultura en tierra consagrada, donde mi alma esperaba poder descansar.
Y una vez más vinieron hombres con capas y antorchas, que me llevaron de nuevo al barro, ya
que la cosa se había convertido en una tradición y en un rito. Y todas las cosas olvidadas se
burlaron de mí cuando me vieron regresar, ya que estaban celosas de mí cuando abandoné el
lugar.
Y los años pasaron por la ribera donde las barcazas negras iban y venían, y el siglo entero pasó,
y yo aún yacía ahí, sin ninguna esperanza, y sin querer atreverme a cobijar esperanza alguna sin
una causa, por la terrible envidia e ira de las cosas que no podían vagar ya más.
Una gran tormenta nos sacudió, y el mar llegó hasta el río con el fiero viento del Sud, más
poderoso que las monótonas olas; y vino con gran turbulencia sobre el desabrido barro. Y todas
las cosas olvidadas se regocijaron, y se entremezclaron con cosas que habían sido más altaneras
que ellas. Y fuera de su curso normal, el mar sacudió mis huesos indeciblemente. Y con la bajada
de la marea mis huesos se fueron a dispersar entre muchas islas y en las costas de tierras
continentales felices. Y, por un momento, mientras estaba tan desunido, mi alma casi fue libre.
Entonces, como legado de la luna, el constante fluir de la marea, deshizo lo que una vez hubo
hecho la bajamar, y rejuntó mis huesos del margen de islas soleadas, y de las orillas
continentales, llevándolos hacia el norte, a las bocas del Támesis, y más tarde conduciéndolos
hacia el oeste, llegando por fin al foso en el barro, donde cayeron mis huesos nuevamente. El
barro los cubrió parcialmente, dejando blancos el resto, ya que al barro ya no le importaban estas
cosas olvidadas.
Luego la marea volvió, y vi los ojos muertos de las casas y de los celos de las cosas olvidadas
que la tormenta consiguientemente no había acarreado.
Y algunos siglos más pasaron sobre el subir y bajar de las mareas y sobre la soledad de las
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cosas olvidadas. Y yo yacía ahí en el descuidado fango, sin nunca llegar a ser cubierto del todo, y
siendo nunca capaz de ser libre, siempre deseoso de la gran caricia de la cálida Tierra o del
confortable envoltorio del Mar.
Algunos hombres encontraban mis huesos y los enterraban, pero la tradición nunca moría, y los
sucesores de mis amigos siempre me regresaban de nuevo al foso en el barro. Al final las barcas
ya no volvieron más, y había pocas luces; los maderos ya no flotaban más, y fueron
reemplazados por maderos arrancados en toda su natural simplicidad.
Al final me di cuenta que cerca mío estaba creciendo una brizna de hierba, y el musgo
comenzaba a aparecer por sobre las casas muertas. Un día algunos camalotes vinieron a la
deriva por el río.
Por varios años miré estos signos atentamente, hasta que tuve la certeza que Londres estaba
muriendo. Entonces tuve una esperanza más, y a ambas riberas del río había ira entre las cosas
perdidas. Gradualmente las horribles casas se fueron desmoronando, hasta que las pobres cosas
muertas que nunca habían tenido vida, tuvieron entierro decente entre las hierbas y el musgo. Y
al final el espino y las enredaderas germinaron. Finalmente las rosas salvajes crecieron sobre
montículos que habían sido desembarcaderos y bodegas. Entonces supe que la causa de la
Naturaleza había triunfado, y Londres había desaparecido.
El último hombre en Londres vino hasta la pared del río, cubierto por una antigua capa que fuera
de uno de aquellos que una vez fuera mi amigo. Luego que se fue, nunca volví a ver de nuevo a
un hombre: ellos desaparecieron junto con Londres.
Un par de días luego de que el último hombre se hubo ido, las aves llegaron a Londres; todas las
avecillas que cantaban. Cuando ellas me vieron por primera vez, apareciendo a mis costados, se
acercaron un poco y conversaron entre ellas.
"Él únicamente pecó contra el Hombre," dijeron; "no es nuestra disputa."
"Seamos buenas con él," dijeron.
Luego brincaron cerca mío y comenzaron a cantar. Fue durante la cercanía del crepúsculo, y de
ambas riberas, y también desde el cielo, y desde los bosquecillos linderos que una vez fueron
calles, cientos de aves estaban cantando. A medida que la luz decrecía, las aves cantaban más y
más; ellas poblaban el aire sobre mi cabeza, cada vez más, en número de millones, hasta que al
final no podía ver más que una hueste de alas fluctuantes reflejando los últimos brillos del sol,
dejando algunos espacios en los que se veía el cielo.
Al final, cuando ya no se escuchaba nada más en Londres aparte de la miríada de notas de tan
exhulante canción, mi alma se levantó de los huesos que había en el foso y comenzó a escalar
en dirección al cielo. Y pareció como si una vereda se abría entre las alas de las aves, y subía
cada vez más arriba, hasta una de las pequeñas puertas del Paraíso que permanecía
entreabierta. Y supe por una señal que el barro ya no me alojaría más, por lo que súbitamente me
di cuenta que podía llorar.
En ese momento abrí mis ojos en la cama de mi casa en Londres, y afuera algunos gorriones
estaban gorjeando en un árbol, con la luz de la radiante mañana de fondo; y aún había lágrimas
sobre mi cara, ya que uno puede difícilmente contenerse durante el sueño. Pero me levanté y abrí
ampliamente las ventanas, y, extendiendo mis brazos hacia el pequeño jardín, bendecí a aquellas
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aves cuyo canto me hubo despertado de las angustiantes y terribles centurias de mi sueño.
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