In Persona ChrIstI En el Cantamisa del Padre Fr. Sergio Aguirre, ofm.

Transcripción

In Persona ChrIstI En el Cantamisa del Padre Fr. Sergio Aguirre, ofm.
pulso de la provincia
In Persona Christi
En el Cantamisa del Padre
Fr. Sergio Aguirre, ofm.
Q
uerido padre Sergio:
Seguramente en alguna
de tus clases de teología,
si no es que en alguna
de las muchas lecturas
que hiciste durante tu formación, te
habrás encontrado con esta frase: “El
sacerdote, cuando ejerce el ministerio,
lo hace in persona Christi”, es decir, en
la persona de Cristo. Pues bien, eso es
precisamente lo que estamos celebrando con tanto regocijo el día de hoy: por
un misterioso designio de su amor, el
“
por un misterioso
designio de su amor,
el Señor te ha elegido
para prolongar en tu
persona el misterio de
la Encarnación cada
vez que, como ahora,
ejerces el ministerio
que has recibido”.
Por: Fr. Manuel Anaut, ofm.
Señor te ha elegido para prolongar en
tu persona el misterio de la Encarnación
cada vez que, como ahora, ejerces el ministerio que has recibido.
Cuando me refiero a esa prolongación
de la Encarnación no lo hago en sentido
metafórico o figurado sino real: es Cristo mismo que se hace presente en ti y
que obra por ti. En el ejercicio del ministerio se verifica eminentemente aquello
que decía san Pablo en otro contexto:
“Vivo, pero no soy yo, es Cristo quien
vive en mí” (Ga 2, 20). En la película El
gran milagro hay una escena impactante. Un sacerdote está celebrando la Eucaristía, y cuando llega el momento de
la consagración desaparece la figura del
sacerdote y en su lugar aparece el Señor Jesús, y entonces comienza a decir
las palabras de la anamnesis en primera persona: “Tomé el pan, lo bendije, lo
partí y lo di a mis discípulos diciendo...”
1. Es Cristo mismo, en efecto, que te pide
prestada tu voz para seguir anunciando
su Palabra. Por tu boca, su voz, joven de
veintiún siglos, vuelve a resonar como
antaño para decir a los hombres y mujeres de hoy: “Conviértanse, porque el
Reino de Dios está cerca”, “No te conOctubre-Diciembre 2011 Boletín provincial
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“
Quizá una de las grandes tentaciones que nos acechan a los sacerdotes es la de creer que siempre tenemos algo importante y sabio que
decir. El tiempo te mostrará que no siempre es así. También podemos
ser elocuentes con nuestro silencio. Deja que sea el Señor quien ponga la Palabra en tu boca y quien selle tus labios, porque el dueño de
la Palabra es él, no tú. Nunca lo olvides”.
deno, vete y no peques más”, “Mujer,
no llores”, “Esto es mi cuerpo”. La palabra que un día dirigiera el Señor a Jeremías hoy se cumple en ti, y para siempre: “A donde yo te envíe, irás; lo que yo
te mande, eso dirás. Mira, yo pongo mis
palabras en tu boca, hoy te establezco
sobre pueblos y reyes, para arrancar y
arrasar, para destruir y demoler, para
edificar y plantar.” (Jr 1, 7.9b-10).
Hoy has sido constituido, padre Sergio,
guardián y portavoz de una Palabra que
habla en tus palabras, pero que no es
tu palabra. La Palabra que pronuncias
cuando ejerces el ministerio no te pertenece: ni tú ni nadie se puede adueñar
de ella, y por eso mismo ni tú ni nadie
la puede domesticar. Sobre todo cuan22 Boletín provincial Octubre-Diciembre 2011
do ella se vuelva incómoda y te ponga
en peligro de malquistarte con sus destinatarios, podrás sentir la tentación
de querer suavizarla o tal vez hasta de
silenciarla, pero entonces habrás de escuchar en ti el eco de la voz del profeta Jeremías: “Me dije: ‘No me acordaré
más del Señor, ni volveré a hablar en su
Nombre’. Pero sentía su Palabra dentro
de mí como un fuego ardiente que abrasaba mis huesos; hacía esfuerzos por
contenerla, pero no podía.” (Jr 20, 9).
A lo largo de tu ministerio tendrás sobrados motivos para anunciar la Palabra. Como dice el autor de la segunda
carta a Timoteo: “Proclama la palabra,
insiste a tiempo y destiempo, convence,
amonesta y exhorta con toda paciencia
y pedagogía.” (2Tm 4, 2). Pero habrá
momentos también en que sientas que
no encuentras qué decir, que las ideas
y las palabras se niegan a tomar cuerpo
en tu voz. Cuando esto suceda, no te
angusties, padre, también el silencio del
mensajero es un gesto profético de interpelación para el pueblo. “Te pegaré
la lengua al paladar”, anuncia el Señor
a Ezequiel, “te quedarás mudo y no podrás acusar a este pueblo, porque es un
pueblo rebelde. Pero cuando yo te hable, te abriré nuevamente la boca para
que les digas: ‘Esto dice el Señor’. El que
quiera escucharte, que te escuche, y el
que no, que lo deje; porque este es un
pueblo rebelde.” (Ez 3, 26-27).
Quizá una de las grandes tentaciones
que nos acechan a los sacerdotes es la
de creer que siempre tenemos algo importante y sabio que decir. El tiempo te
mostrará que no siempre es así. También podemos ser elocuentes con nuestro silencio. Deja que sea el Señor quien
ponga la Palabra en tu boca y quien
selle tus labios, porque el dueño de la
Palabra es él, no tú. Nunca lo olvides. A
este respecto, cuán profunda es la intuición del Padre san Francisco cuando
recomendaba a sus hermanos que iban
entre sarracenos y otros infieles que
anunciaran la Palabra del Señor “cuando les parezca que agrada al Señor”
(Rnb xvi, 7). Y en todos los casos ten
siempre bien presente la exhortación
del Pobrecillo: “Amonesto y exhorto a
mis hermanos a que, cuando prediquen,
sean ponderadas y limpias sus expresiones, para provecho y edificación del
pueblo, pregonando los vicios y las virtudes, la pena y la gloria, con brevedad
de sermón, porque palabra breve hizo
el Señor sobre la tierra.” (Rb ix, 3-4).
2. Desde hoy tus manos son las manos
de Cristo. Por ser el principio de instruOctubre-Diciembre 2011 Boletín provincial
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mentalidad por excelencia, ellas simbolizan el quehacer humano. Ayer, ungiéndolas con el Santo Crisma, el obispo ha
consagrado todas tus obras sacerdotales. Posiblemente hayas notado que
aun después de haberte secado el óleo
de tus manos éstas guardaban el perfume del aceite santo. Ese aroma, querido padre, jamás va a desaparecer de ti,
porque dice el apóstol Pablo: “Nosotros
somos para Dios el buen olor de Cristo,
tanto entre los que se salvan como entre los que se pierden: para éstos, olor
de muerte que conduce a la muerte;
para aquéllos, fragancia de vida que lleva a la vida.” (2Cor 2, 15-16).
Tus manos, padre, han sido ungidas con
el óleo de la vida y por ello no sabrán
transmitir otra cosa más que vida cada
vez que se alcen para bendecir, cuando
tracen la cruz que acompaña a las palabras de la absolución, cuando derramen
el agua bautismal sobre el bautizando,
cuando unjan al enfermo a cuya cabecera has acudido, cuando seques las lágrimas de los afligidos que vengan a ti y,
sobre todo, cada vez que partas y distribuyas el Pan de Vida a tus hermanos.
Pero precisamente porque tus manos
han sido ungidas con el buen olor de la
vida de Cristo, procura que tu vida entera exhale ese aroma. Escuchemos nuevamente la voz del Hermano de Asís:
“Oídme, hermanos míos: Si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es
justo, porque llevó al Señor en su santísimo seno; si el Bautista bienaventurado se estremeció y no se atreve a tocar
la cabeza santa de Dios; si el sepulcro,
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en el que yació por algún tiempo, es venerado, ¡cuán santo, justo y digno debe
ser quien toca con sus manos, toma en
su corazón y en su boca y da a los demás
para que lo tomen, al que ya no ha de
morir, sino que ha de vivir eternamente
y ha sido glorificado, a quien los ángeles
desean contemplar! Considerad, pues,
vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque él es santo. Y
así como el Señor Dios os ha honrado a
vosotros sobre todos por causa de este
ministerio, así también vosotros, sobre
todos, amadlo, reverenciadlo y honradlo. Gran miseria y miserable flaqueza,
que, cuando lo tenéis tan presente a él
en persona, vosotros os preocupéis de
cualquier otra cosa en todo el mundo.
¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las
manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo
del Dios vivo! Por consiguiente, nada
de vosotros retengáis para vosotros,
a fin de que os reciba todo enteros el
que todo entero se os da.” (CtaO 21-24,
26.29).
3. Pero ay de nosotros, que, como el
apóstol san Pablo, somos sabedores de
que hemos recibido un tesoro que llevamos guardado en vasijas de barro (2Cor
4, 7). Es mucho lo que se nos ha confiado y muy poco lo que podemos. Porque
el sacramento del Orden no suprime en
modo alguno la condición humana con
su constitutiva debilidad. Y sin embargo, esa misma debilidad está llamada a
ser fuente de misericordia y de paz para
cuantos se nos acerquen, pues de nosotros, los sacerdotes, se debe decir lo
que la carta a los Hebreos afirma acerca
del sumo sacerdote: “Es un hombre tomado de entre los hombres para servir
a los hombres en las cosas que son de
Dios. Y puede ser misericordioso con los
ignorantes y extraviados, porque también él está lleno de flaquezas” (Hb 5,
1-2).
Cuando Jesús resucitado se apareció en
medio de sus discípulos, encerrados a
piedra y lodo en el cenáculo por miedo
a los judíos, Jesús les muestra las manos
atravesadas por las heridas de las manos y el costado marcado por la lanza y
les dice: “La paz sea con ustedes. Como
el Padre me ha enviado, así los envío
yo.” (Jn 20, 19.21). Unas manos heridas
nos son ofrecidas como fuente de paz y
origen de la misión.
En estos momentos tus manos tienen
todavía fresco el óleo con que han sido
ungidas. Tiempo tendrás para que la
vida te las hiera. Y claro que te dolerá,
pero cuando eso suceda piensa que si
quieres configurarte con Cristo, Sumo y
eterno sacerdote que está glorificado a
la derecha del Padre (cf. Hb 5, 5-7), primero tienes que configurarte con Cristo crucificado. Y será entonces de tus
propias heridas pascuales que manará
la paz que ofrezcas al pueblo de Dios, y
tal habrá de ser tu misión. Para decirlo
con la hermosa expresión que da título
a uno de los libros de Henri Nowen cuya
lectura te recomiendo vivamente por
cierto: como todo sacerdote, has sido
elegido para ser un sanador herido.
4. Para terminar, permite que te com-
parta dos recuerdos. Después de todo
los padrinos tienen que ofrecer algún
presente a sus ahijados. Que estos recuerdos sean mi regalo de cantamisa.
El primero remonta al día de mi ordenación. Una hora antes llegó el obispo que
nos habría de ordenar, fray Raymundo
López, y nos convocó a los ordenandos
en la sala de la casa nueva de Santa Úrsula. Ahí nos habló largamente acerca
“
como todo sacerdote,
has sido elegido para
ser un sanador herido”.
del ministerio que estábamos a punto
de recibir, y entre otras cosas nos dijo:
“Tarde o temprano, tendrán que subir
a la cruz con Cristo, y, como él, también
ustedes oirán voces que les dirán: ‘Bájate de la cruz’; pero si no las escuchan,
por ustedes muchos se salvarán.”
El segundo recuerdo es de cuando estaba estudiando en Estrasburgo. En
cierta ocasión cayó en mis manos una
revista de espiritualidad que ofrecía materiales para la oración. En ese número
aparecía la transcripción de un texto recientemente descubierto en un antiguo
monasterio próximo a Salzburgo. Se
trataba de un pergamino en el que un
sacerdote desconocido de la Edad Media había plasmado su experiencia de
vida sacerdotal. Decía así:
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mensajero de manos suplicantes
y pordiosero que da a manos llenas;
animoso soldado en el campo
de batalla y madre tierna a la
cabecera del enfermo;
como un anciano por la prudencia
de sus consejos y como un niño por su
confianza en los demás;
alguien que aspira siempre a lo más alto
a la vez que amante de lo más humilde.
Un hombre hecho para la alegría,
acostumbrado al sufrimiento,
ajeno a la envidia,
transparente en sus pensamientos,
sincero en sus palabras,
amigo de la paz,
enemigo de la pereza,
seguro de sí mismo.
Fray Manuel Anaut, ofm
Un sacerdote debe ser...
En suma, un sacerdote debe ser...
¡Alguien muy distinto de mí!
alguien muy grande
que sabe hacerse muy pequeño;
un hombre de espíritu noble como si
fuera de sangre real,
pero sencillo como un labriego;
un héroe por haber triunfado
de sí mismo, y también un hombre
que ha luchado contra Dios;
fuente inagotable de santidad
y un pecador a quien Dios
ha perdonado;
señor de sus propios deseos
y servidor de los débiles y vacilantes;
alguien que jamás se doblega
ante los poderosos, pero que se inclina
ante los más pequeños;
dócil discípulo de su Maestro
y caudillo de valerosos guerreros;
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Frágil como un vaso de barro, pero revestido con la fortaleza de Cristo que
te ha ungido, que te ha marcado con su
sello y que te ha dado su Espíritu como
garantía de salvación (2Cor 1, 21-2), hoy,
padre Sergio, eres enviado a los caminos del mundo para anunciar la buena
nueva a los pobres, para dar la libertad
a los cautivos y anunciar la gracia del
Señor (cf. Lc 4, 18-19). Y ante tamaña
empresa es posible que alguna vez te
sientas pequeño, débil, vulnerable y
vulnerado y tal vez hasta indigno. Pero
que ese sentimiento jamás borre de tu
mente que siempre que actúas como
sacerdote, y de un modo eminente en
el altar, Cristo eres tú.

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