En primer lugar, quiero comenzar con una disculpa y un

Transcripción

En primer lugar, quiero comenzar con una disculpa y un
En primer lugar, quiero comenzar con una disculpa y un agradecimiento.
El agradecimiento es para los compañeros de la Asociación de la Prensa de
Guadalajara, por seguir convocando sus premios y por haber fallado en
favor de mi artículo, ‘Cómo hacemos ciudad’, una reflexión crítica, que
cuestiona los cimientos de nuestro modelo de urbanismo y sus
consecuencias para la convivencia en la ciudad. Por esto mismo, gracias
doblemente al Ayuntamiento, que patrocina el premio mientras resiste
críticas que espero que juzgue como lo que son: constructivas.
La disculpa, por otro lado, es obligada, por presentarme de esta guisa: aquí
tienen al ganador de este Libertad de Expresión: con una pata de palo y un
parche en el ojo en vez de una grabadora y una máquina de fotos, con un
garfio afilado en vez de una pluma. Esto es lo que se ha premiado este año:
a un pirata, a un marinero en tierra que se va haciendo viejo lobo de mar, a
un intruso sin patente de corso firmada por el rey, a un guiñapo curtido en
unas pocas batallas, casi todas perdidas.
En realidad, yo no he venido aquí a decir un discurso, como diría García
Márquez, que llamó así al libro donde recopiló sus discursos. Yo no vengo
a decir un discurso, sino más bien a contar algunos episodios entresacados
de mi cuaderno de navegación.
La última vez que nos vimos por aquí, con el Libertad de Expresión del año
2012, estaba a punto de naufragar por penúltima vez. El cierre del
periódico El Día nos dejó a toda la tripulación en la calle, con retrasos en
las nóminas de casi un año y sin indemnización. Los currantes libramos una
batalla de diez huelgas que ni siquiera el sindicato consiguió detener, a
pesar de sus planes sibilinos para salvar los cuatro puestos de trabajo de sus
afiliados. Pero la cosa, vista ahora, no fue mal. Preferimos que nos
arrojaran por la borda a seguir tocando los violines mientras el barco se
hundía. Luego vino un proceso en el que, quién lo iba a decir, nos acabó
engañando hasta el abogado que debía defendernos.
Así que de pronto me encontré literalmente a la deriva, en mitad de la
tormenta, por vez primera despedido, dos días después de despedir para
siempre a mi padre, que fue el golpe más duro.
Fue entonces cuando empecé a ejercer la piratería.
En mitad de la tormenta podría haber rezado o pedido auxilio, haber pedido
a gritos que la marina al servicio de la Corona de turno me lanzase un bote
de salvación y haber contraído una deuda eterna con ellos, una deuda que
hoy estaría pagando con mi silencio y mis parabienes. También podría
haber hecho todo lo contrario: quedarme a resguardo en una isla desierta,
esperando a que los nuestros, si es que eran los nuestros, viniesen a
salvarnos, confiando en que seguramente era cuestión de tiempo, unos
cuatro años o así.
Pero no. Apenas cogí aliento, me volví a echar a la mar con otros
bucaneros indomables. Era una temeridad, pero salimos a una mar
embravecida como nunca y llena de tiburones como siempre. Emprendimos
(pirata, en griego, significa “emprendedor”)… emprendimos un viaje para
buscarnos la vida, sin saber muy bien qué demonios nos esperaba, pero
esperanzados en que en este oficio lo más importante es no perder jamás el
norte.
No os voy a contar mis penas. Ejercer el periodismo durante todo este
tiempo ha sido muy duro y, sin embargo, a veces ha resultado muy
gratificante. Hoy, por ejemplo, es uno de esos días de desbordante
felicidad.
Este premio me renueva por dentro. Porque es un premio ganado por un
trabajo coherente. Coherente con una forma de hacer periodismo, que es la
de este Hexágono nuestro de cada día; y coherente porque lo que hay
escrito se corresponde con lo que pienso, resultado de una reflexión en la
que han influido el seguimiento de la actualidad de mi ciudad, la lectura de
un maestro como Zygmunt Bauman y unas conclusiones maceradas con
sosiego y sin los calentones del Twitter. El artículo premiado, ‘Cómo
hacemos ciudad’, se pone al lado de los indefensos, que en este caso son
los niños que quieren jugar a la pelota en la calle.
De los maestros del periodismo he aprendido que este oficio cobra
verdadero sentido cuando presta voz al más débil. Porque los otros ya
tienen su voz, esa basura con forma de periódico que siempre acaba por
llegar a los buzones. Pero este trabajo, el de saltarse los dictados del que
manda y defender a los más débiles, no es hoy económicamente viable.
Estamos desplazando el periodismo más noble a los quehaceres del
domingo por la tarde, a los ratos muertos del amor al arte, territorio de
bucaneros.
¿Qué os voy a contar que no sepamos a estas alturas? Por eso no quería
venir aquí a soltar un discurso …. No quería amargaros la tarde hablando,
un año más, de que nadie se cree la función del periodismo, y mucho
menos el negocio del periodismo. De que estamos hartos de que en las
facultades y en los discursos nos hablen de la búsqueda de la verdad y nos
citen a Manu y a Kapuscinski, cuando no hay nada de eso si pretendes vivir
de esto. De qué hay un puñado de excelentes compañeros, currantes, muy
válidos, buena gente, que han tenido que dar la espalda a su vocación. De
las presiones que sufrimos los periodistas día sí y día también, o de cómo
nuestras instituciones ajustan cuentas con quienes les son incómodos para,
en cambio, dar de mamar su publicidad, que son nuestros fondos públicos,
a sus mamones y a sus gorrones.
No venía a decir un discurso, pero no puedo dejar de recoger este premio
Libertad de Expresión sin volver a decir que la libertad de expresión sigue
siendo una quimera. No hay libertad de expresión mientras un periodista
está más preocupado en medir lo que escribe que en pensar si es cierto. No
se puede hacer periodismo calculando cuántas pérdidas nos va a producir
un titular. He leído auténticas barbaridades en tuits de políticos de esta
ciudad sin que por ello les falte la nómina a final de mes; decir la verdad a
un periodista, en cambio, le puede seguir costando el sustento.
Sinceramente, es el mundo al revés.
Yo estoy encantado de que el Hexágono se haya convertido en nuestro
velero bergantín, que navega a su antojo en mitad del océano, allí donde
mejor se nota cuándo suben las mareas. Pero si nos quedamos con esta
libertad de expresión estamos condenando al periodismo a la piratería.
Hemos dicho mil veces que sin periodismo no hay democracia, pero
también hay que insistir que sin democracia real no hay periodismo que
valga la pena.
¡Larga vida al Hexágono!

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