La glorificación

Transcripción

La glorificación
mentalidad nueva
La glorificación
Pensamientos 154 - mayo de 2016
La glorificación
La gloria del ser humano es la visión de Dios cara a cara:
«visio facis» en la fe, propia de la condición histórica. Así se
participa de la vida divina. Se trata, por supuesto, de vivir
amando como Jesús ha amado.
A menudo perdemos el norte y buscamos senderos
que complazcan nuestros sentimientos. Entonces nuestro
rostro se oscurece con sombras que dificultan cualquier
po­sible diálogo.
Sucede muy al contrario cuando nos dejamos curtir por
el sol de la Pascua y nuestro cuerpo manifiesta la glori­fi­
ca­ción humana.
fundador del Seminario del Pueblo de Dios
GLOSA
En la espiritualidad bíblica es conocida la sentencia de que si uno ve
el rostro de Dios no puede continuar en vida. Y, sin embargo, el hombre
desea siempre esta experiencia, como bellamente lo canta el salmista:
«Como anhela la cierva los arroyos, así te anhela mi ser, Dios mío. Mi
ser tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver el rostro de
Dios?» (Sal 42,2-3).
Acercarse al máximo a esta aventura es un privilegio espiritual, como
vemos en Moisés: «No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés,
a quién Yahvé trataba cara a cara» (Dt 34,10). O el patriarca Jacob: «Jacob
llamó a aquel lugar Penuel, pues (se dijo): «He visto a Dios cara a cara, y
he salvado la vida» (Gn 32,31).
Una y otra vez nace en las entrañas de todo hombre y de toda mujer
un deseo de eternidad, de transcendencia. Nos encontramos en el inte-
rior más profundo del ser humano, de donde sale, con ansia y alegría, el
grito del deseo de Dios.
Entonces, ¿debemos esperar a dejar la historia para satisfacer este
de­seo nuestro? ¿O existe la posibilidad de hacer aquí una experiencia,
ya en este mundo? Precisamente, aquí nos quiere llevar el autor, que nos
habla de una experiencia de fe y desde la fe.
La fe nos permite «tocar» la presencia de Dios y nos lleva a tomar
con­­ciencia de su acción en nosotros y en los demás. Por gracia divina
podemos vivir, ya ahora y aquí (en el silencio, en la contemplación y en
la oración), la experiencia del Emmanuel, el Dios con nosotros, haciendo
camino hacia la plenitud del cielo: «Ahora vemos en un espejo, en enigma.
Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero
entonces conoceré como soy conocido» (1Co 13,12).
La vida contemplativa se centra, sin embargo, en degustar la reina de
las virtudes: la caridad. Gracias al amor podemos vivir, aquí y ahora, una
experiencia auténtica de Dios, en la vida sencilla y cotidiana. El amor, sin
embargo, no depende de lo que nosotros entendemos o vivimos, sino
de la acción de Dios que se ha manifestado plenamente en Jesucristo,
porque «a Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el
seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18).
El hijo de Dios se ha hecho hombre, ha querido vivir plenamente
nues­tra existencia humana para redimirnos y hacernos entrar en la vida
divina. Por esto, todos sus gestos y palabras revelan el amor misericordioso del Padre. Y solo desde este amor nuestra realidad y la de los demás
se transfigura; así se participa de la vida divina. Se trata, por supuesto, de
vi­vir amando como Jesús ha amado. En efecto, «a Dios nadie le ha visto
nun­ca. Si nos amamos unos a otros, Dios mora en nosotros y su amor ha
lle­gado en nosotros a la perfección» (1Jn 4,12). Pues el amor de Cristo, se
hace visible en el amor fraterno, especialmente hacia los más pequeños
y desvalidos, y esta misma caridad tiene el poder de mostrar al Padre
an­­te el mundo entero.
A pesar de experimentar cada día el aguijón del egoísmo y del pecado —el todavía no— Jesús nos da —ya ahora— la posibilidad de vivir
llenos de vida y rebosantes de su amor. «Nosotros sabemos que hemos
pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no
ama permanece en la muerte» (1Jn 3,14). En esta línea debe entenderse
la frase de Casanovas: A menudo perdemos el norte y buscamos senderos
que complazcan nuestros sentimientos. Entonces nuestro rostro se oscurece
con sombras que dificultan cualquier posible diálogo.
Es cierto: cuando en el centro de la vida no hay amor auténtico, no
po­demos irradiar la luz del Resucitado, nos volvemos «oscuros», opacos
y perdemos la capacidad de diálogo. En cambio, cuando amamos y nos
amamos fraternalmente en el amor de Cristo, somos luz para los que nos
rodean, nos llenamos de vida y resultamos atractivos y bellos ante los
demás. Entonces, los sentimientos egoístas se transforman poco a poco
en los sentimientos del Señor, que son siempre de humildad y bondad.
Sólo así puede haber un verdadero diálogo entre hermanos, cuando,
liberados de la caducidad de los propios y raquíticos deseos egoístas,
buscamos juntos la venida del Reino de los cielos.
Entonces podremos decir que ha brotado en nosotros la vida nueva
de la Pascua: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
ve­­rán a Dios» (Mt 5,8). Es así como la gente sencilla y pobre de espíritu
con­templa la gloria de Dios Padre.
Antoni Boqueras
Seminario del Pueblo de Dios
C. Calàbria, 12 - 08015 Barcelona
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