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JOTA JOTA
Yael Weiss
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Era una noche de sábado cuando JJ marcó por primera vez el
número de la compañía de internet. Siete veces su dedo índice
subió en medio círculo hasta el tope de la marcación y siete veces
escuchó cómo el dial volvía a su posición inicial con el ruidito
del mecanismo bien aceitado. Era fan de su teléfono antiguo.
Aunque sabía que la señorita no tenía la culpa, no fue amable. El
servicio fallaba desde hacía un mes. Y si en un principio exageró
su enfado, la espera en línea, la publicidad obligatoria, la tercera
autentificación de datos, la búsqueda de su número de contrato,
todo esto en una llamada que le costaba hizo que su enojo, de
fingido, pasara a ser real. Colgó furioso.
Por suerte, aquella noche reconectaron el servicio rápidamente.
*
Juan Jaime, o JJ como él prefería, era el orgulloso gerente del
área de frutas y verduras de un supermercado. El domingo siguiente a la referida llamada su asistente de piso no llegó y JJ,
después de unos momentos de mal humor, se encargó de todo
con el cuidado y esmero de un dueño de pequeña verdulería.
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Analizaba la sustancia oscura pegada sobre la cáscara de sus
aguacates —¿sangre?, ¿otra vez? ¿tan mal estaban las cosas?—
cuando una voz preguntó, con un tímido “disculpe señor”, cómo
se escogía un melón. JJ vio el par de tacones. Levantó la mirada.
Una cabellera larga, castaña y suave le provocó la sutil descarga
eléctrica de siempre en el intestino grueso. ¡Sígame por favor!
Guió a la señorita hasta el cajón de los melones. Dio unos golpes
con la yema de los dedos sobre un par de frutos, escogió uno y
olió el pequeño círculo blando de la punta.
—Por la intensidad de su perfume sabes qué melón está bueno.
—Es para una sopa fría.
—¿Hoy?
—No, pasado mañana por la noche. Para el cumpleaños de mi
madre.
—Entonces es mejor que vuelva pasado mañana, tendremos melones fresquitos.
—Es que no sé si pueda.
—Mira, si me dejas tu correo electrónico —dijo JJ—, te aviso si
los melones están excepcionales y te aparto los mejores.
Y así quedaron. Mientras la chica se alejaba, JJ advirtió la calcomanía de precio debajo de sus zapatos de tacón aguja. La etiqueta se despedía de él, casi vertical.
Apenas hubo desaparecido la señorita, alzó los melones podridos
que se hallaban al fondo del cajón y maldijo a su ayudante. Quiso
llevárselos todos en un solo viaje pero un melón rodó de la cresta
de aquella pirámide maloliente. Al intentar detenerlo en su caída,
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se desmoronó el resto y J se encontró en el centro de un caos de
pulpa naranja con penetrante olor a podrido.
*
La noche siguiente, antes de que cortaran otra vez el servicio de
internet, JJ escribió a la chica de los melones. Le había reservado
dos frutos excepcionales y la instaba a pasar por ellos. Quiero ver
de cerca tus melones, murmuró para sí mismo. No era la primera
vez que ensayaba esta técnica de seducción, cruzaba los dedos
por que al fin funcionara. Inmediatamente después escribió un
correo al director de la sucursal para quejarse de su ayudante.
Pero se arrepintió en cuanto apretó el botón “Send”. Había redactado su mensaje muy rápido, posesionado por la fiebre de la
denuncia. Fue al archivo de “Enviados” y releyó el correo a su
superior: el tono era igualado. Además, se mostraba como un
hombre irascible y amargo. Después repasó el mail de galanteo:
ahí era torpe y atrevido. Se acaloró frente a la pantalla lisa, apacible y de momento inútil. Sólo quedaba esperar.
Para distraerse navegó por la red, pero volvía cada par de minutos a su buzón en busca de alguna respuesta por parte de la chica.
¿Habría leído el mensaje? ¿Estaría pensando en una respuesta?
¿No le contestaría por imprudente? Miraba con antipatía creciente la pantalla que le ocultaba lo que sucedía del otro lado. En
cuanto a la respuesta con superior, era temor lo que sentía.
Se entretuvo vagamente con notas sobre las propiedades antioxidantes de la guayaba, el asesinato de un maestro de secundaria
en el Tíbet, el escándalo suscitado por una compañía de telefonía
celular que robaba los aparatos recién regalados a sus clientes:
los carteristas a sueldo espíaban detrás del mostrador y seguían
a sus víctimas. —“Las exigencias actuales no dejan otra opción,
los clientes quieren un aparato de lujo gratuito, pero los ifons no
caen del cielo”, declaraba un inculpado—. JJ puso “me gusta” a
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un chiste de tetas en Facebook, se trasladó a una página de fotos
de actrices desnudas y se fue la señal.
Se preparó algo de comer para hacer tiempo. No había que ofuscarse. Sin embargo, la señal no volvía. Decidió llamar a su madre. Se acomodó frente a su teléfono rojo, pasó las yemas de los
dedos por los contornos biselados del aparato y un escalofrío
placentero le recorrió la nuca.
Pero esa llamada fue un error. En el club —así llamaba el centro
deportivo donde tomaba café— circulaban historias espantosas.
—¡Mamá!, ¿de qué sirve asustarse? —preguntó en cuanto percibió el curso que tomaba la conversación.
Su madre, por supuesto, hizo caso omiso de la pregunta. Repetía
los cuentos con tanto detalle y horror que JJ sospechaba en ello
un placer inconfesado.
—Mamá, ¡esas historias no son verdad! —interrumpió, desesperado.
Pero su madre continuaba, imperturbable, con la narración del
caso de una vecina apuñalada, del sobrino desaparecido de quién
sabe quién, y otras invariantes variables de lo mismo. JJ se resignó a guardar silencio ante aquel rosario de desgracias: cerró
la boca y también las orejas. Soñaba con las cabelleras largas de
algunas mujeres que había conocido cuando, sin aparente motivación, desfilaron por su mente unos macabros tráilers cargados
con aguacates y cuerpos ensangrentados. Cortó de inmediato el
rumbo de sus pensamientos y barrió con la imagen de los cuerpos mutilados, anónimos, que viajan sin dueño por las carreteras
del país. JJ era fiel al lema “Si no te metes, no te pasa”. Y si no
lo piensas, mejor.
—Tú que andas por ahí, como si no pasara nada.
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—Mamá, me cuido.
—Pero ¿y lo que le pasó a tu primo?
—¿Qué tiene que ver conmigo? Se la pasaba en bares y moteles.
Yo no salgo de noche —respondió JJ, ahora distraído con el cordón del teléfono que enrollaba sobre su índice hasta cubrirlo de
anillos de plástico rojo.
—Pero es que vives solo…
—¡Mamá!
—Bueno, pero es que no tengo noticias de la peque.
—Le diré que te hable.
—¡Recuérdale que tiene abuela!
Colgó exasperado. No se atrevía a llamar a su hija. Le había
marcado hacía apenas dos días. Desenredó el cordón de plástico de los dedos, caminó unos pasos, despertó su computadora
y nada de internet. Volvió al teléfono rojo y marcó muy lentamente —como un asesino determinado que economiza la energía necesaria para saltar al cuello de su víctima— el número de
la compañía. Escuchó con gélida serenidad un fragmento de la
novena sinfonía de Beethoven. Se mantuvo imperturbable a lo
largo del laberinto de números y voces que lo llevaban hacia una
persona responsable. Encalló con una desconocida de tono dulce
y ejecutivo. Era la cuarta voz de mujer que lo atendía y expuso
por cuarta vez su problema sin perder la calma. Advirtió un titubeo al otro lado del auricular. Pero la voz prometió un arreglo
pronto. El error técnico se resolvería dentro de las siguientes 24
horas, “porque usted es lo más importante para nosotros, señor
JJ.” Mientras tanto, el señor JJ tendría que ir al trabajo sin saber
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si la chica de los melones aparecería, ni a qué hora, ni tampoco si
su jefe había reaccionado negativamente al mail.
*
Al cumplirse las veinticuatro horas, a las 20:30 de la noche, después de un día en que su asistente no apareció, su jefe le dirigió
una mirada torva pero no comentó nada y los melones volvieron
al cajón general en cuanto anunciaron el cierre de cajas, JJ llamó
a la compañía. Pidió a gritos que le descontaran un mes de cuota
y colgó furioso a media frase.
Estuvo a primera hora en la Procuraduría del Consumidor, donde lo atendieron de maravilla. Se las vio con personas de carne
y hueso, entrenadas para sonreír de manera natural. Rellenó un
formato de queja, con la ayuda de una señora guapetona que se
ocupaba exclusivamente de él. Una vez que el formato estuvo
completo, la señora desapareció tras unos paneles blancos “para
capturar los datos en el sistema”, tras lo cual un consejero personal le explicaría el procedimiento completo y lo guiaría paso a
paso. La señora volvió, muy sonriente, tras una ausencia de casi
cuarenta minutos y lo pasó con el consejero, quien lo mantuvo en
amena conversación hasta que llegó la policía.
Dos hombres trajeados entraron sin anunciarse en la oficina donde JJ trataba en vano de que la plática abandonara el tema del tiro
con arco —que él mismo había desencadenado al acercarse a un
diploma suspendido en la pared— para volver a su problema de
conexión de internet. Los recién llegados se presentaron como
detectives y mostraron una credencial. El consejero al consumidor interrumpió en seco el relato de sus hazañas con arco y flecha
—lo que JJ no había logrado hasta el momento— y salió con precipitación. Porque los hombres venían a hacerle unas preguntas
a JJ, exclusivamente.
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El aspecto de estos sujetos lo confundió. Hasta ese momento, JJ
imaginaba a los policías judiciales de su país mal rasurados, con
lentes oscuros, anillos de oro, modales primitivos y groseros. En
cambio, se encontraba frente a dos hombres atléticos, perfumados, de mirada distante y aguda. Un pavoroso refinamiento se
desprendía de ambos.
Fue una entrevista corta. JJ dio sus datos generales, respondió a
unas preguntas sencillas sobre sus frecuentaciones y actividades
cotidianas. El pequeño interrogatorio incluía preguntas como:
¿Qué aparatos tiene usted en casa?, ¿Se siente satisfecho con el
performance de su computadora?, ¿Para qué la utiliza?, ¿Cuántos correos electrónicos recibe al día?, ¿Cuál es el sitio que más
visita? Los policías no consignaban las respuestas. De pronto,
palomeaban algo en los papeles que habían extraído de sus portafolios. O bien anotaban unas palabras en los momentos más extraños, como si la información no se encontrara en las respuestas
mismas sino en otra parte, en el vocabulario o la actitud de JJ,
en algo que él no podía detectar pero que lo angustiaba y hacía
parecer falso a sí mismo. Para terminar, uno de los hombres sacó
una pequeña cámara digital y le tomó unas fotos. Los policías
guardaron todo en sus maletines de cuero negro y le tendieron un
sobre con su nombre. Debía presentarse en el ministerio público
a primera hora del día siguiente, acompañado de su laptop.
—¿Por qué no se ha presentado? —preguntó uno de los policías
mientras el otro cruzaba la puerta—. Se le enviaron dos convocatorias.
—¿Convocatorias? No, no recibí ninguna convocatoria, no sabía… No tenía…
—¿No revisa su buzón?
—No mucho, detective. Llega pura publicidad.
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—Debería estar un poco más atento. Hasta luego.
—Espere, detective…
—Diga.
JJ juntó fuerzas y se lanzó:
—Sabe… en los sitios de pornografía en internet… las chicas no
parecen menores, no se puede saber al cien, pero no hay niños,
no son sitios ilegales, cuando veo algo irregular detengo el video,
las violaciones son de chiste, las chicas actúan muy mal, en serio
que…
—No se trata de eso, señor, sino de narcotráfico y homicidio.
Y el detective se eclipsó ante un JJ demudado.
*
En el Ministerio el asunto se aclaró por un lado, y se oscureció
por el otro. El aspecto del inspector que llevaría el caso, más
apegado a sus prejuicios, le produjo cierto alivio. El inspector
Correa, agitando sus peludas manos, le hizo las revelaciones siguientes: las señales que emitía su computadora habían detonado
las alarmas de inteligencia. Se trataba más bien de la dirección
IP, o sea su número de identificación en la red. El inspector abordaba los detalles técnicos con abierto disgusto. Su IP trasmitía
con una frecuencia inusual las cinco palabras clave de un grupo criminal. Este tipo de medición se efectuaba sobre todo en
los correos electrónicos y las redes sociales. No, el inspector no
tenía idea de cómo se hacía exactamente, pero lo que sí sabía
era que la inteligencia digital operaba de manera aún primitiva y
podía cometer errores. “En realidad, gruñía el policía, lo hemos
observado durante semanas, hemos intervenido su teléfono y
dudo mucho que usted sea un delincuente. No tiene el carácter.”
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Esta última apreciación ofendió a JJ, pero fingió indiferencia.
Se abstrajo unos segundos para digerir la información –¿Lo seguía la policía?– y atendió de nuevo el discurso del inspector que
ahora versaba sobre las pruebas que harían a su computadora los
especialistas “y ya ellos nos dirán qué procede, por qué su computadora se comporta así y si es necesario seguir investigándolo
a usted”. El inspector Correa guardó silencio, con el ceño fruncido, quizá meditando en los misterios de la informática, y, sin más
preámbulo, dictó la primera pregunta del interrogatorio. Cobró
vida una secretaria inmóvil, casi una piedra, desde el inicio de
la conversación. Se llenó la oficina del adorable repiqueteo de
la máquina de escribir. JJ sentía ahora un agradable cosquilleo
detrás de las orejas y con gusto hubiera alargado la sesión de
preguntas sobre su existencia cotidiana. Sin embargo, en cuanto
calló la Olivetti eléctrica, en el intervalo en que la secretaria entregaba las páginas mecanografiadas y el inspector las recorría
moviendo los labios, una certidumbre menos agradable se abría
paso en su conciencia: la intromisión de la policía en su vida no
sería un evento anodino.
Afuera, se encontró con las banquetas mojadas. Aunque el chaparrón había concluido, JJ se enfundó bajo la capucha de su chamarra.
*
Cinco días tardaron en devolverle la computadora. La veda electrónica de mails y redes sociales debía ser total. “No, ni en su
celular, ni en casa de amigos, ni en cafés; absténgase, es la mejor manera de quedar limpio de sospechas”, había recomendado
Correa.
En casa, inquieto y aislado del mundo, miraba por la ventana de
la sala para localizar a quienes lo seguían. En un inicio pensó
que lo vigilaban desde un coche negro con vidrios polarizados,
aparcado a unos treinta metros de su casa. Dos días más tarde,
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una vecina se subía al automóvil. Sería entonces el carro gris.
No, ése era del señor de enfrente. ¿O llevaban el registro de sus
actividades desde un apartamento del edificio en obra negra de la
contra esquina? Por ociosidad, o quizá animado por un afán de
correspondencia, acomodó sobre su perchero un abrigo largo y
un sombrero, y lo colocó detrás de la cortina de tul, como vigía.
La tortuosidad de la justicia y sus procedimientos estaba en boca
de todos, formaba parte del ambiente nacional. JJ tenía millones de dudas. De momento no tenía ni pantalla ni teclado para
formular preguntas a yahoo! Aunque las cosas no estaban como
para confiar en extraños. Las relaciones con su ex esposa se habían degradado demasiado: imposible llamarla. Su madre se inquietaría en exceso, y contaría todo a sus amigas del club. No
se le antojaba circular en forma de chisme. ¿Los compañeros
de trabajo? La calumnia correría como fuego. ¿La mujer de los
melones? Barrió el concepto de su mente.
Se encontraba solo. Sentado frente a su teléfono rojo. ¡Intervenido! Se recordó sobre las piernas de su padre. En su memoria el
gran hombre enreda el cable de la bocina sobre un dedo índice
calloso, se carcajea y responde con un vocerrón a los hermanos,
primos y tíos que viven en el norte del país, y que él, JJ, sólo
conoció de niño en el entierro y luego nunca volvió a ver… Las
manos fuertes, gigantes, de su padre... ¡Intervenido! Mira con inquina su teléfono querido: bajo el vientre rojo y brillante, debajo
del dial, unos hombres escuchan todo, unos hombres enemigos.
Este acoso emocional, aunque invisible, aunque silencioso, tuvo
un impacto inmediato en su ciclo de sueño, hasta entonces de
una regularidad envidiable. Se descubrió con los ojos pelones
a la mitad de la noche, dando vueltas en pijama por la sala oscura. Repasaba a través de una cámara de cine imaginaria, con
travellings y zooms, las escenas de los dos interrogatorios: las
palabras intercambiadas, la amenaza en la mirada de los policías,
el frío y luego el calor en las oficinas, su propia actuación, todas
las mímicas gastadas a fuerza de repetición. Con el insomnio se
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filtraba, hasta llenar el vaso limpio de la aurora, la brumosa fantasía de una inculpación errónea y una vida detrás de las rejas a
causa de un crimen jamás cometido.
Entre tanto, de día, en el supermercado, desconfiaba de los clientes que tardaban en escoger sus limones o jitomates. Dejó de
asesorar a una señora que desde hacía un par de meses se surtía
de lechugas a diario con el dudoso pretexto de una dieta especial.
JJ le dio la espalda mientras lo saludaba y se refugió en el refrigerador.
Se vestía con más cuidado, revisando la pulcritud de camisa y
pantalón, sobre todo en las mangas y la bragueta; con más elegancia también, como si le fueran a tomar una foto. Seguramente
le tomaban fotos. Advirtió que entre sus prendas dominaba el
color azul y la marca del supermercado. Caminaba más erguido,
más preocupado también. Se daba la vuelta de súbito, seguro de
toparse con la mirada de alguien. La súper conciencia de su aspecto, sus gestos y actividades del diario lo enajenaban, en cierto modo lo desdoblaban: los percibía como pertenecientes a un
mundo inmediatamente anterior, observados justo cuando están
por caducar.
*
Al recibir la nueva convocatoria del Ministerio —ahora revisaba
su buzón postal al salir de casa y al volver— JJ fue a recoger su
computadora. Sin levantarse del escritorio, el inspector Correa
empujó el aparato hacia el compareciente. Informó que algún
malhechor había usado su laptop a distancia para guardar y transmitir información criminal. La policía pondría todo su esmero en
encontrar a los responsables. No, no sabía cómo funcionaba la
usurpación de identidad electrónica, sólo entregaba el reporte del
área de inteligencia informática. Y por favor ya váyase.
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Era aún de mañana cuando salió con la computadora bajo el
brazo. Se encontró con las banquetas mojadas. Penetrar en el
ministerio desencadenaba cambios climáticos abruptos. ¿Cómo
no había preguntado a Correa si cambiar de computadora le permitiría cambiar de IP? ¿O sería más bien un cambio de compañía de internet? ¿Un cambio de domicilio? JJ se mantuvo al
acecho de su colega del área de lácteos. Caminó de arriba abajo
de la línea divisoria hasta que éste se acercó para estrecharle la
mano. En cuanto JJ abordó el tema del IP de las computadoras,
el gerente de lácteos abrió los ojos como platos. “No sé nada de
computadoras”, comenzó a decir pero no hubo tiempo de mayor
explicación porque fue requerido por el despachador de quesos a
granel. “Ahorita vuelvo.” Mas no volvió, ni JJ lo buscó durante
el resto del día.
En casa prendió la laptop. El servicio de internet estaba reconectado. Se lanzó en busca de información. A la palabra virus
y las siglas IP se añadió un amplio y nuevo vocabulario: trojan,
proxies, cookies, firewalls, botnet, blue screen of death. Qué exageración el uso de la palabra “muerte” para designar la pantalla
azul que sigue al crash de una computadora. Aunque la computadora se le presentaba, cada vez más, como una entidad viva
y peligrosa. Se acostó tarde, los ojos quemados, agotado por el
esfuerzo y sin comprender aún del todo el funcionamiento de las
redes de comunicación entre ordenadores.
Como era ya costumbre desde su encuentro con la policía, se levantó en plena noche. En la sala, sobre la mesa, la computadora
estaba viva. Es decir: estaba encendida y la pantalla escribía un
mail. Con el corazón en la garganta, a punto de ahogarse en la
estancia bañada en un silencio sobrenatural y azul, JJ sintió que
sus piernas cedían bajo el peso de su cuerpo. La pantalla escribía
algunos códigos, apareció la foto de un helicóptero, de algunas
armas, más códigos, una lista de nombres, precios en dólares. JJ
se abalanzó sobre el aparato para apagarlo. Le quitó la batería y
desconectó la corriente. Le dio mate. Volvió a su cama a retorcerse entre sábanas por el resto de la noche.
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En la madrugada, tenso como cuerda de violín, casi loco, sensible al más leve movimiento del aire, JJ decidió reconectar su
computadora, afrontarla, ver de qué se trataba el asunto. La pantalla de inicio lo acogió con una foto de cinco hombres decapitados y el mensaje: “deja la pinche computadora prendida o te va a
cargar la chingada, no andamos jugando, si vuelves a la policía te
vaz a tragar tus propios güevos, te tenemos vigilado”.
Se encerró en su cuarto. Se iría esa misma mañana. Sin computadora. Lejos. Sin internet. Escribiría a la propietaria del departamento para saldar adeudos. Antes de partir pasaría por el
súper, que me cambien de sucursal. Voy a hablar con el gerente.
Esto es de vida o de muerte. No le voy a decir por qué. Mejor no
hablo. Ésa es la regla: no hablo. Esta gente está enferma. ¿Por
qué yo? Qué mala suerte. ¿O es el destino? Te cortan la cabeza
vivo. Habrá plaza en otro súper. De ayudante de piso, lo que sea.
Mi ayudante de piso es un idiota. Tengo que inventar algo para
mi mamá. Y para la nena. Más vale padre ausente que muerto.
Algún día le explicaré.
Se acordó de que lo vigilaban. No, no: la policía lo protegía. ¿O
lo habrían abandonado a su suerte? Por la ventana miró la calle desierta y oscura. Del otro lado de la puerta, la computadora
alumbraba levemente la sala.
*
Una pequeña maleta fue suficiente para un poco de ropa y su
neceser. Mandaría una mudanza por los muebles. Eso se hacía
todos los días. En cuanto a su computadora tomó una decisión
intempestiva. No: inspirada. La colocó con mucha evidencia sobre el automóvil aparcado frente a la puerta de su edificio. Si los
asesinos lo acechaban, la recuperarían con toda la información
confidencial y él podría salir, quizá, bien librado. Si no la recuperaban, entonces no lo seguían; y el eventual ladrón se quedaría
con el regalito envenenado.
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En el súper se entrevistó con el gerente general, quien no se
asombró de su partida inmediata ni pidió razones. “Muy bien,
escribo de inmediato a la sucursal de G., ahí necesitan gente. Es
más: de ahí nos llega gente todo el tiempo, ahora todos prefieren
la capital, es más segura.” Casi deseó que le pasara algo horrible al gerente. Había un periódico del día sobre la mesa, vio de
reojo que la primera plana del periódico ostentaba la foto de un
helicóptero accidentado. Desvió la mirada, no quiso saber más.
Viajó en tren. Su asiento daba la espalda al sentido del movimiento. Miró por la ventana cómo se sustraía al paisaje con la
sensación de caer hacia atrás, de retroceder a toda velocidad por
un campo minado, lleno de peligros, aun cuando invisibles para
quien sólo pasa. Al llegar a su destino, compró un paquete de
cigarros. Mantuvo la vista apartada de los diarios. No pensó en lo
difícil que había sido dejar de fumar, encendió el cigarro de manera natural, como si no hubiera pasado ni un minuto entre éste
y el último cigarro apagado hacía siete años. Tiró la colilla sobre
la banqueta de la nueva ciudad. El hecho de que un helicóptero
se estrellara con el secretario de gobernación adentro casi ni lo
escuchó en ningún lado, sacó su mp3 y se sumergió en música
todo el día.
*
Un par de meses más tarde, JJ se desempeñaba como el orgulloso
gerente del área de frutas y verduras de un supermercado de G.
Era un poco menos orgulloso que anteriormente, y más asustadizo cuando lo llamaban de la gerencia general. La obligación
de salir a fumar —por la puerta de emergencia más cercana y en
intervalos que se iban acortando a medida que el vicio tomaba
posesión— lo convertía en un ser cada vez más inquieto, imposible de retener en un sitio fijo. Pero la fruta provenía de regiones menos bárbaras, o quizá los proveedores cuidaban mejor la
mercancía, que llegaba limpia, sin huellas de violencia, para su
gran alivio.
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Sólo había desempacado lo esencial de su mudanza, la cama, la
mesa del comedor, dos sillas, la ropa del diario. El resto seguía
en cajas a pesar del tiempo ya transcurrido en un espacio innecesariamente grande que encontró por el mismo precio que pagaba
en la gran ciudad, y que había llenado de humo.
Una noche, volvió con una nueva laptop, muy barata, muy ligera. Contrató el servicio de internet a nombre de su madre, con
una carta poder falsificada. Peccata minuta. Se metió al perfil de
Blanca. Todos en el súper hablaban de las fotos sexys de Blanca.
Le habían mostrado un par, muy apetitosas. Quería mirar estas
imágenes sugerentes en la tranquilidad de su casa, como todo el
mundo, como todo hombre, y seguramente toda mujer, lo hacía
para solazarse. Buscó a todas las chicas de supermercado y luego estockeó a sus compañeros. Le cayó bien un tal Marcelo que
posteaba notas muy graciosas. Lo buscaría en el súper. El gerente
general, en cambio, le pareció un perfecto idiota. Andando tan
bien las cosas, abrió su correo electrónico sin pensarlo demasiado. Se llevó una sorpresa: lo esperaba un mail de Blanca. Era un
mail colectivo donde invitaba a todos los gerentes del súper, y a
algunos empleados más, al festejo de sus 30 años a fin de mes.
No era tan extraño ese mail, pensó JJ, puesto que su dirección
electrónica seguía en las bases de datos del súper. Encendió un
cigarro, le dio una profunda calada, y confirmó su asistencia detrás de los mensajes de otros colegas más céleres. Ahora tenía
que encontrar un regalo.
En el trabajo todo fue más suave después de aquella inmersión
por las redes, como si en una noche hubiera salvado varios meses
más de adaptación, como si la familiaridad se instalara por fin en
su cotidiano. Sería una exageración decir que se le había pasado
el susto de su reciente aventura en la capital. Pero hay que vivir.
Craso error. Hay tierras, o destinos, que no permiten vivir. Por
lo menos, no como los demás. Un mes más tarde, después de la
fiesta de Blanca donde se divirtió como chamaco —a pesar de
que no consiguió la atención de ninguna mujer y del uso genera-
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lizado de drogas fuertes entre sus compañeros—, y mientras su
vida social en la red alcanzaba su apogeo con decenas de chats y
grupos de amigos, abrió el mail equivocado. Se titulaba “Fiesta
de rojo”. Era otro mail colectivo y su dirección figuraba en copia.
El mensaje no se entendía del todo, el lenguaje era tosco, rayano
en el analfabetismo. Convocaba a una reunión. Algo no sonaba
bien. No conocía al remitente, firmaba “Sabueso” y pedía acuse
de recibo. JJ se hizo el marciano y cerró la computadora. En su
cama se sintió, de hecho, un poco marciano, verde y con antenas.
Por la mañana su bandeja de entrada lo esperaba con un mensaje
de amenazas dirigido sólo a él y que preguntaba qué pasaba, si
había raje, que se presentara de inmediato o su puta madre. JJ
escribió precipitadamente que se trataba de un error, que no sabía
de qué se trataba, que no conocía a nadie, que por su parte iba a
borrar todo para no generar ningún problema. Pues nosotros sí te
conocemos, fue la respuesta, y el problema ya lo tienes. Eres el
empleado del supermercado de G, y antes estabas en la capital,
ya te conocemos. Y como te volvimos a encontrar, ahora nos vas
ayudar. Firmado: Sabueso, el mero culero.
Era increíble la cantidad de información sobre crimen que JJ alojaba en la cabeza. En cuanto leyó el mail, reventó la compuerta
mental que mantenía el horror a raya. Como si cada historia que
le contó su madre se hubiera impreso con fierro candente en su
imaginación, que ahora las devolvía con lujo de detalle. Como
si la nota roja que lo sorprendía en los puestos de revista permeara abundantemente por sus ojos, aunque él desviara la vista.
Como si memorizara las fotografías sangrientas y los titulares de
alarma entrevistos al azar en el transporte público. Como si los
retazos de información escuchados al pasar por radios, televisores y conversaciones ajenas se hilaran dentro de su cabeza en
relatos coherentes, escalofriantes. Como si el ambiente cargado
con noticias de terror se filtrara por sus oídos, nariz y boca, sin
pérdida, para formar una imagen completa del mundo paralelo
del crimen. Conocía mil casos, mil historias. Las imágenes más
aterradoras brotaban en desorden, unas encima de las otras como
puñados de maíz palomero a temperatura del pop.
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Descubrió que su historia le era familiar, la suya y la de cientos y miles más que de la noche a la mañana despiertan con un
cadáver pegado al cuerpo, desdoblados entre un yo aún vivo y
un yo probablemente muerto. Podía entonces comparar los casos más similares al suyo, aprovechar la información, había que
calmarse. Calma. No todas las historias terminan mal, eso no es
posible, va contra las leyes de la vida. Las mejor conocidas son
las que concluyen con los genitales entre dientes y los intestinos podridos al aire libre. Eso es culpa de los periodistas. Gente
depravada. Calma. Los muertos no se pueden defender, quedan
expuestos al morbo público. En cambio, los casos de éxito, o sea
de supervivencia, conservan un perfil bajo y secreto. Lógico. No
había que ir con la policía ni continuar en contacto con el Sabueso, eso era vox populi. Había que calmarse. Según el Sabueso, lo
habían perdido de vista una primera vez. O sea: tienen sus fallas,
y existen oportunidades. Probablemente no lo vigilaban tan de
cerca. Había rendijas. Preparó una maleta mínima y abandonó el
lugar esa misma mañana, sin tomarse la pena, como en la ocasión
anterior, de pedir mudanzas, avisar a jefes y familiares, entregar
computadoras. Desconectó su teléfono rojo. En un abrir y cerrar
de ojos desapareció.
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