el antipueblo

Transcripción

el antipueblo
EL ANTIPUEBLO
Sony Labou Tansi
El Aleph · ElCobre
· Ediciones ElCobre
EL ANTIPUEBLO
S o n y L a b o u Ta n s i
Colección Casa África
T í t u l o o r i g i n a l : L’ a n t é - p e u p l e
© Editions du Seuil, 1983
Diseño gráfico: G. Gauger
Primera edición: agosto de 2010
© de la traducción: Manuel Serrat Crespo
La edición de este libro ha sido
patrocinada por
© de esta edición: Grup Editorial 62, S.L.U.,
El Aleph Editores
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Depósito legal: B-33872-2010
ISBN: 978-84-7669-963-8
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EL ANTIPUEBLO
Sony Labou Tansi
El Aleph Editores
ElCobre
Tr a d u c c i ó n d e l f r a n c é s d e M a n u e l S e r r a t C r e s p o
A mis muertos—
Por palabras
Que sean calaveras—
Porque morir
Es soñar otro sueño.
Uno
La primera vez que la muchacha de gafas le sonrió,
Dadou no le prestó atención alguna. Sólo recordó el
modo casi religioso con que todo el mundo le llamaba
«señor director». Los chiflados hablaban de «ciudadano director», pero con el mismo olor a culto. Había
devuelto la sonrisa con una pequeña inclinación de
cabeza. Luego, la sonrisa de la muchacha se había repetido dos, tres, cuatro, numerosas veces. La había vestido, incluso, con un breve movimiento de labios que
Dadou se explicó claramente. Pero, ¿qué diablos se le
había perdido a él entre el lodo de esas pequeñas chifladas de la nueva generación? No es que fuera virtuoso. Sencillamente le repugnaban. Aquellos microbios
con su modo de actuar. Contaban ya, a sus veinte
años, con un centenar de caballeretes entre las piernas.
El desdén se convertía en náusea.
Se puso en marcha el contoneo de nalgas, las zonas
más hermosas de aquellos diablos. Electrizantes. Dadou volvía a mirar siempre antes de escupir. Miraba
dos veces y sólo escupía una. Aquellos cuerpos, con
sus contornos, eran sin embargo cuerpos con problemas; suculentos para la vista, pero era necesario
detenerse en la simple locura de la mirada, saciar la
vista.
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A la muchacha de las gafas, Dadou la había contemplado durante seis meses. El fin del curso se acercaba; afortunadamente. Vendrían las vacaciones y todo
volvería a su sitio, olvidaría. Olvidaría todos esos
tecnicismos que el diablo había metido en un corpiño
tan deslumbrador como tendencioso y contra los que
Dadou se había sorprendido luchando, a veces, con un
exceso de buena voluntad que desembocaba en nerviosismo. Luego se había convencido de que tenía «derecho» a contemplarla. Ella se ofrecía a su vista de un
modo siempre resbaladizo, en momentos y lugares resbaladizos. Dadou se lanzó a la exploración de ese
cuerpo, delicioso, armonioso, subversivo. Lo había
adivinado en ciertos lugares, a ciertas profundidades,
con la vacilación de un bebé que descubre el fuego,
pero sólo cuando se hubo convencido de que él,
Dadou, el señor ciudadano director, no estaba enamorado de una chiquilla. ¿Qué aspecto tendría un ciudadano director enamorado de una chiquilla? Sin duda el
de un gran cerdo en una gran pocilga.
Aquella mañana, ella había acudido a su despacho
con la sonrisa de siempre. Al verla, Dadou había tomado sus «precauciones», apresurada pero resueltamente.
—Buenas tardes —dijo ella sentándose en una esquina de la mesa.
—Añada señor director, por favor —precisó Dadou.
Ella no añadió nada. Dadou levantó los ojos. Como
un cuerpo resplandeciente que se dispone a abandonar
la vida, jadeaba con toda su carne y sus ojos sobresalían un poco, atormentados por una pesada... ¿desesperación? No tenía la edad de los desesperados. Ni
siquiera su mirada formal. Ni el temblor de los labios.
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—¿Deseaba usted verme?
—Sí —dijo ella sencillamente.
—¿Para qué?
Ella no contestó. Acercó la silla y se dejó caer en
ella. Su rostro había estallado; la piel, aunque hermosa
y suave, se había vuelto salvaje, amarga a la vista. Los
ojos resplandecían, desprendiendo brillos y sombras
que los convertían en una especie de desbordamiento
sobre ese cuerpo de súbita sequedad.
—¿No quiere usted hablar?
Los ojos se dilataron, pero los labios, secos ahora,
no se apartaron para dejar pasar la habitual boca en la
que Dadou había colocado una sonrisa de un blanco
carnal, un intenso blanco de nácar.
—Si no quiere usted hablar, retírese.
No se retiró. Aguantaba el dolor; lo miraba, casi
aturdida. Con insistencia, con tozudez. Dadou seguía
leyendo su informe. Levantó los ojos. Ella tenía otro
rostro.
—¿En qué clase está usted?
—En quinto de pedagogía.
Su voz era trágica. Dadou bajó la mirada. Cuando
la levantó de nuevo hacia ella, dos hilos de bronce
tatuaban sus mejillas.
—¿Por qué llora?
—No...
—Pero está llorando.
—Me alivia.
Ella se puso de pie y, lanzándole una mirada, sonrió.
Dieron las cinco. Dadou hizo sonar un timbre. La
señorita Sayou, la secretaria, abrió y entró.
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—¿Ciudadano director?
—¿Ha llegado mi chófer?
—Aguarde, iré a informarme, ciudadano director.
Cerró de nuevo. Dadou se sintió más solo que
nunca. Contempló el gran retrato del presidente de la
República que colgaba de la pared, justo frente a él.
Pensó que la fotografía era buena. A veces, él, Dadou,
Nitu Dadou, el director de la Escuela Normal femenina de Lemba-Norte, sentía unas curiosas ganas de ser
el presidente. Evidentemente, tales ganas eran muy
grotescas. Y su propia vida —o la vida en general,
todas esas cosas—, era igualmente grotesca. Se había
casado con una joven maestra, nueve años antes,
porque a su edad, en esa sociedad cien veces más grotesca que él mismo, también los demás se casaban.
Había tenido dos hijos, sencillamente porque, antes
que él, otros en la región, habían tenido dos hijos a los
treinta y nueve años. Además, había esperado mucho
en un lugar donde los alumnos de secundaria, con dos
o tres hijos, eran a su vez padres de alumnos. Era director de escuela normal, ex alumno de la Universidad de
Lovaina (donde se sumó a los partidarios de Lumumba), sencillamente porque la enseñanza era la única
rama del árbol administrativo en que lo grotesco era
menos grotesco, lo absurdo, menos absurdo y lo intelectual, menos imbécil. Y también, claro, porque otros
a su edad, o más, o menos, habían sido directores de
escuela normal. Lo nombraron director de una normal
de chicas porque le reconocían un atisbo de virtud.
Para sí mismo, ese atisbo de virtud era sólo un peldaño
de lo grotesco que conducía a esas alturas donde todo
pierde su savia primigenia.
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—¡Es grotesco que el chófer no haya llegado! —exclamó.
Se levantó, miró por la ventana. Iban a dar las seis;
la muchacha seguía allí, apoyada en un joven eucalipto. Las ramas del árbol oscurecían su rostro. Tenía
ese aspecto sombrío de las pinturas clásicas. Callaba
casi hasta un punto en el que nadie nunca había
callado ante él; nadie en absoluto habría permanecido hasta ese punto inmóvil ante sus ojos, inmóvil y
hermosa. Dadou volvió a hacerse la pregunta una vez
más: ¿estaba él, el señor director, enamorado? Parecía que la respuesta era no; un no que brotaba de
todos los rincones de su carne. Incluso estaba convencido de que no lo estaría nunca en la vida —amor
tal vez, pero no con esos cuerpos de la joven generación—. Sintió sed de un viejo disco de Ley. Tatareó el
estribillo:
Banda yangaï bomwana
nazwka te kaka Nzambé
nako kwamisa.
Había cambiado la última palabra del estribillo
para adaptar la canción a su propia dimensión; Ley
había hablado de «rogar a Dios», él encontró la palabra kwamisa: en una de las lenguas del país, cabrear a
Dios; es más humano, menos grotesco y a Dios debe
de gustarle. Tuvo ganas de sonreír, pero la sonrisa no
llegó a brotar. ¿Qué le habría ocurrido, en esa ciudad,
a ese diablo de chófer?
Se había acostumbrado a esperarlo todo. Un director
de normal, a veces, no tenía con qué tomar el autobús.
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Entonces tomaba «el tren de las once» durante varios
kilómetros; así llamamos nosotros a los pies: el tren de
las once o el padre de los medios de locomoción. Dadou
decidió regresar a pie; el tren de las once, amigo mío.
La muchacha caminaba delante de él. Tenía unos
andares nobles, no los de una cualquiera. Dadou cambió rápidamente de camino para que no sospecharan
de sus intenciones. Aquí la gente se fijaba en todo. Si
se deseaba vivir en paz era preciso desconfiar, conceder
especial atención a cosas que a priori no la requerían.
Algunos habían muerto porque habían descuidado esa
faceta de la vida en esta ciudad del sol, de lodo y
angustias. No es que Dadou tuviese miedo del destino
o quisiera guardar las apariencias. Pero de todos
modos era grotesco tener la pinta de un joven de treinta y nueve años que sigue a una muchacha —deliciosa
sin duda— como un perro.
En la siguiente esquina, ella se le plantó delante. Él
se detuvo, sin saber por qué.
—¿A dónde va?
—A Matongué.
—Está lejos.
—Sí; está lejos.
—Tendría que haber cogido el autobús.
—Es por dinero... No siempre se tiene.
—Sí, es por el dinero.
Caminaban juntos. «Cuando una mujer es hermosa y
os negáis a encontrarla hermosa, decíos que hay gato
enamorado». Lo había leído en alguna parte. «Pero no
es una mujer», se dijo. Una niña, una cría de la nueva
generación; sintió muchas ganas de escupir. Pero ella lo
vería —y si lo ve, si lo adivina, podría haber complica16
ciones—. Era hermosa, las mujeres hermosas se vengan
siempre. Se repitió una vez más que era preciso negar a
esa cría el título de mujer, aunque tuviera los mismos
olores que una mujer de verdad. Los profundos olores
de una mujer hecha y derecha. Dadou no podría resistirse a los olores, era incluso demasiado sensible a ellos.
Cuando encontraba un olor redondo se divertía lanzándose sobre la presa, y cuando la conseguía, seguía respirándola hasta llenarse las narices; eso le hacía más
hombre. Le gustaba: un hombre al rojo vivo, crecido,
acentuado, que ya sólo olía la mujer y el fuego del amor.
Caminaban. De momento, Dadou se propuso que la
muchacha era sólo una cría —una cría preciosa—, y
la decisión provisional se convertía lentamente en definitiva. Lo provisionalmente definitivo puede transformarse en definitivamente provisional; contaba con esta
última posibilidad. Pero el olor de la chiquilla le roía
las venas y el corazón.
—¿A dónde va, ciudadano director?
¡Ah!, todo volvía a la normalidad —sonrió al pensar que la cría había comprendido su papel—, estaba
muy bien que le llamara así: ciudadano director.
—A M... Matongué.
—¿Y su chófer?
Volvió a sonreír. Realmente estaban entrando en la
esfera de sus atributos. Sólo faltaba ese olor a culto
que todo el mundo ponía en su querido «ciudadano
director». Faltaba también aquella savia de admiración en la voz; pero acabaría poniéndolo todo en su
lugar pues el lugar estaba allí. Vacío, esperando.
—¡Oh, hija mía! El chófer es de vuestra generación,
habrá ido a ligar con las mu... muchachas en alguna
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parte. Y con el coche del Estado; aquí la propiedad
pública ya no existe...
—Todos somos de esta generación —dijo ella.
—Da vergüenza.
—Vergüenza y miedo.
—Sí.
—¿Más miedo que vergüenza?
—N... Sí.
Dadou recordó el principio pedagógico que prohibía contrariar brutalmente a un niño. Incluso se sintió
feliz de que la palabra niño le germinara en una carne
que comenzaba a escapársele. Escapársele sería, además, decir demasiado; digamos que había introducido
la confusión en el fondo de su ser.
—¿Usted no liga con las chicas?
No esperaba esa pregunta. Por eso no tenía preparada una respuesta. Silencio. Pero el silencio era una respuesta desastrosa. Quiso intentar un no bien dicho, un
no como sabemos decirlo entre nosotros: bien rotundo,
definitivo; pero, ¡un no con retraso...!
—No.
—Tiene usted suerte.
—No es cuestión de suerte, sino de convicción.
—Pero, ¿qué es la convicción? Me sorprendería
usted, ciudadano director. Nunca se está totalmente
convencido de detestar a las mocosas bonitas. Se
ponen remedios. A veces horribles. A veces artificiales.
A veces... grotescos.
Recordó que en la escuela las chicas le llamaban en
secreto el señor Grotesco, por el abuso que hacía de la
desafortunada palabra. La elección de este término era
una evidente provocación, una audacia, casi una temeri18
dad. A Dadou no le gustaban las temeridades, y más si
eran de una cría. Se propuso encontrar un procedimiento para establecer una paz duradera con esa chiquilla,
debido a su profundo realismo y, hasta cierto punto,
como un reconocimiento por su modo de pronunciar
la palabra grotesco. A fin de cuentas, tal vez fuera una
palabra sin carga alguna. Dadou se sofocó. ¿Cómo conseguía aquella cría llevar la conversación a terrenos tan
escabrosos? Y con tanta facilidad y ligereza. Tosió.
—Es evidente que hay excepciones; aunque escasas.
Gente que, para estar a la moda, huye de la virtud;
pero la virtud existe. Se oculta a nuestra espalda; nos
asalta en el momento oportuno. La gente echa a menudo las patas al aire porque piensan que la buena conducta está pasada de moda.
Todas aquellas palabras no tenían sentido alguno.
Estaban hablando por hablar.
—Es grotesco.
—¿Quién le ha enseñado esa palabra?
Advirtió por primera vez la brecha que el tratamiento de usted establecía entre ellos; pero no podía volver
al tú sin riesgo de malentendido. Dadou decidió proseguir con el usted.
—¿Qué palabra?
—Grotesco.
—¿Cree usted que es una palabra rara?
—Hay matices en los que la palabra más vulgar
puede ser considerada como una palabra rara.
—En todos sus matices, grotesco me parece una
palabra corriente.
—¿Cómo se llama usted?
—Yavelde.
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—Es usted una chica inteligente.
—Eso no cuenta mucho en una mujer. Las mujeres
se equivocan. El engaño forma parte de su belleza.
El silencio había durado mucho tiempo. No pudo
apagar la palabra mujer que ella había encendido por
dos veces en su interior. Sus pasos resonaban en la
acera en ese instante desierta de las avenidas de Limété: chiquilla, chiquilla, chiquilla...
—Hasta la vista, ciudadano director.
—¿Ha llegado ya?
—Sí, vivo aquí.
—¿En casa del comisario de zona?
—Es mi tío; pero no es malo.
—Su tío se equivoca. A las crías hay que vigilarlas.
Ella se rió. Le hizo sentirse cómodo el que ella se
riera como una puta. Había estado a punto de echar
abajo su consideración despectiva de los chavales.
—Tranquilícese, ciudadano director; mi tío no ha
hecho nada para que siga virgen a mis dieciocho años.
Dadou siguió caminando. La calle apenas estaba iluminada. Se cruzó con algunos transeúntes. Todavía estaba lejos de su casa. Demasiado lejos para sus piernas
que comenzaban a ceder. Miró el reloj: las nueve; ¡ese
maldito chófer caliente!; no se lo perdonaría, no se lo
perdonaba. Se le habían hinchado las narices. Hacerme
andar como un patán. El sudor, los zapatos de cuero
que le destrozaban los calcañares. ¡Qué jodido mundo!
En el puente Gady, las bandadas de vendedoras graznaban: ¡baka cien! ¡baka doscientos!* Era, hasta cierto
punto, la atmósfera que respiró durante un viaje a Har*Grito con el que se anuncian los precios.
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lem; sólo faltaban los negros metálicos que tratan a los
blancos de caraduras. El bárbaro hedor de las inmundicias, el vaivén, las músicas, los gritos, las llamadas a la
vida. Todo eso es sagrado. El infierno nos es sagrado.
Hacemos un culto del popurrí. Y se oye cantar, después
de medianoche, con voz extrañamente hermosa, al
árbol del que colgaron a los conjurados de Pentecostés.
Todavía se puede ver a los ahorcados flotando en el aire
mientras los perros ladran con fuerza. Dadou creyó oír
la canción del árbol: apresuró el paso, maldiciendo al
chófer de mierda.
—Mañana se va a enterar de lo que vale un peine.
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