M.ª Ángeles Corpas Aguirre
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M.ª Ángeles Corpas Aguirre
el laicismo del méxico revolucionario en el modelo de separación de la segunda república M.ª Ángeles Corpas Aguirre uned introducción La propuesta El decisivo 1939: México y España, puesta en marcha por la Cátedra del Exilio y el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana, posee una doble virtualidad. En sus respectivas trayectorias nacionales, 1939 se constituye en un parteaguas. Para España, el final de la Guerra Civil y el inicio del exilio supusieron una «ruptura crucial».1 Para México, el mandato de Ávila Camacho (1940-46) representó el viraje hacia un «gobierno moderado» y, por tanto, un «punto y aparte» respecto al cardenismo y su consolidación del Estado Revolucionario.2 En la esfera internacional, el periodo 1931-39 certificaría la precariedad e ineficacia de la Sociedad de Naciones como instrumento garante de paz. En el caso que nos ocupa, 1939 representa el reverso de la moneda. La liquidación del proyecto republicano postergó varias décadas su legítima pretensión de modernizar la sociedad y secularizar las instituciones. La reacción frontal contra el sistema histórico de confesionalidad, acabó yugulando la implantación del laicismo como «pórtico» del Estado moderno.3 Un modelo de separación refrendado constitucionalmente, que inspiró nuestro actual ordenamiento y que fue deudor, entre otros, del mexicano. Así, el principal objetivo del presente artículo será definir los perfiles de esta influencia mutua. Especialmente, el nexo representado por un Estado laico en sociedades profundamente impregnadas de lo religioso. Un Estado depositario de identidades nacionales con profundas raíces dialécticas, a la vez garante y eje de los cambios sociopolíticos y económicos. Tanto la Revolución Mexicana como la Segunda República y la Guerra Civil, representaron momentos de transformación decisivos para entender el siglo XX de ambas naciones. Una vocación de cambio con numerosos elementos comunes, nor1 malmente identificados con la agitación social implícita en la destrucción de intereses agrarios tradicionales. Sin embargo, debe señalarse la importancia del factor religioso dentro de esta influencia mutua. La alteración del statu quo jurídico en materia de separación, trasciende con mucho una simple evolución normativa. La apuesta por la laicidad fue una palanca ideológica de profundas raíces liberales, cuya potencialidad fue igualmente reconocida y rechazada. En las últimas décadas, la creciente revalorización del modelo constitucional de 1931 ha estado ligada a una corriente de pensamiento jurídico-político que ha subrayado su condición de precedente democrático moderno, por encima de evaluaciones como proceso fallido. En consonancia con el pensamiento de Fernando de los Ríos, la vertebración de una ética pública adscrita a la secularización es concebida como última etapa de la modernidad. Un planteamiento que «identifica a la democracia con el pluralismo, la libertad ideológica, religiosa y de conciencia, y con la separación entre la Iglesia y el Estado».4 En definitiva, que piensa la laicidad en la España del Presente como un objetivo aún por desarrollar. En este sentido, los principios que sustentan nuestra actual Carta Magna (neutralidad y separación) han sido valorados como un «todavía no» que se busca superar.5 el horizonte de la laicidad en méxico y españa ¿Por qué la nación española no vence los estorbos que la detienen? ¿Por qué no vuelve a ser señora de sus destinos? (...) Cuando la vemos «en el comienzo del camino, clavada siempre allí su inmóvil planta» le deseamos un cataclismo regenerador como el de Rusia. O como el de México.6 En el primer tercio del siglo XX, el proceso de modernización en México y España se plantearía como necesidad inaplazable para perfeccionar las estructuras del Estado nacional construido en el siglo anterior. Una de sus trabas fundamentales radicaba en articular fórmulas satisfactorias de relación con la Iglesia, fuertemente imbricada en los ámbitos económico y educativo. La desamortización o el límite a determinadas órdenes se habían convertido en instrumentos decimonónicos para deslabonar ambas instituciones. Especialmente en cuanto pudieran perjudicar los intereses agrarios tradicionales y la articulación de los mercados nacionales. Por tanto, la «cuestión religiosa» se convertiría en factor decisivo en la modulación de los procesos políticos. Respecto a Europa, la España de los años 20 y 30 representaba un anacronismo. La Iglesia española, fuertemente ligada a la tradición, actuaba como aparato ideológico del Estado. Constituía y era percibida como un obstáculo para el progreso; una cuestión que para algunos podría explicar el «movimiento de reacción» contra la carga de confesionalidad histórica puesto en marcha por la política republicana.7 2 En el caso mexicano, el proceso revolucionario había tenido un innegable carácter re-fundacional. Si el México decimonónico nació de la Independencia, el del XX lo haría de la Revolución. Desde el punto de vista de su identidad nacional, la dialéctica entre los fuertes lazos tejidos con España y su «negación liberadora» fructificó en una fórmula que incorporaría la religiosidad popular, desprendiéndola de la confesionalidad como mecanismo de control social.8 La formulación jurídico-política de este planteamiento consolidó a México como referente: la experiencia lograda de un Estado laico federal. Más allá de los lineamientos constitucionales, el republicanismo español bebió intelectualmente del modelo mexicano. De modo especial en los debates sobre la laicidad.9 Entre la Reforma juarista y la consolidación revolucionaria, las bases del México contemporáneo se unieron estrechamente a las de la laicidad de su Estado. Es decir, separación de los «negocios eclesiásticos» de los «negocios del Estado», no intervencionismo educativo y control sobre las Iglesias o jurisdiccionialismo.10 Esta revitalización modernizadora era interpretada en las fuentes liberales como la remoción de las trabas residuales del Antiguo Régimen, reaccionarias al cambio y lastres en la construcción nacional. El carácter universal del catolicismo, su estructura piramidal, la presencia de una figura de autoridad foránea como la papal, constituían factores para su identificación como polo conservador.11 Por su parte, ambas iglesias nacionales desarrollaron una fuerte prevención ante la pérdida de privilegios económicos y sociales. En el siglo XX, la cuestión superó el rechazo del anticlericalismo y los procesos desamortizadores. La batalla se dirimió en la construcción de unos Estados verdaderamente democráticos, libres de injerencias estamentales. el modelo de separación en la constitución de 1931: límites del derecho de libertad de conciencia En Europa, la separación entre Iglesia y Estado quedó refrendada por la Ley de Separación francesa de 1905 y la Constitución de Weimar de 1919. Ambas fueron el resultado del proceso de secularización decimonónica, que caminaba decididamente un «orden civil de convivencia, cuyas instituciones estaban legitimadas por la soberanía popular y ya no por elementos religiosos». De esta forma democracia representativa y laicidad quedaron unidas.12 En el caso francés, las creencias quedaron relegadas a una esfera personal y las confesiones fueron consideradas como asociaciones privadas sometidas a Derecho común. Este abandono de todo vestigio de confesionalidad sociológica y cierto trato desfavorable a las confesiones consagró el modelo laicista por excelencia, donde «el Estado no reconoce, ni paga, ni subvenciona ningún culto» (art. 2). Como resultado del proceso revolucionario, la laicidad fue concebida como separación y neutralidad y se sostuvo en la radical igualdad entre ciudadanos.13 3 En Weimar, este principio quedó mitigado por los principios de paridad, coordinación y autonomía de las Iglesias (art. 137). Una reminiscencia de pluriconfesionalidad, que valoraba positivamente a las confesiones reconocidas, equiparándolas con corporaciones de derecho público. Organizaciones que formaron parte del Estado, por cuanto participaban de algunas de sus prerrogativas, como el impuesto religioso. Se trataba de una propuesta destinada a consolidar la naciente democracia alemana, surgida de las ruinas del II Reich y del rechazo de las fórmulas revolucionarias del espartaquismo.14 La Constitución de 1931 fue resultado de la confrontación de estos precedentes en el seno de la Comisión. Sin embargo, la diferencia fundamental con aquéllos fue que la proclamación de derechos fundamentales no fue sólo programática, sino preceptiva y vinculante. Es decir, derechos protegidos por el Estado mediante recurso de amparo ante el Tribunal de Garantías Constitucionales (art. 121.b).15 Suya era la competencia exclusiva para legislar y ejecutar todos los asuntos concernientes a las confesiones (art. 14). Un planteamiento complementado por el principio de igualdad y no discriminación, basado en opiniones o creencias distintas (arts. 25 y 41.2). Al Estado también quedó conectada la libertad de conciencia o pensamiento (art. 27) y sus proyecciones: libertad religiosa, de expresión e información (arts. 38 y 34), asociación y reunión (art. 39) y enseñanza (art. 48). En este sentido, la Iglesia fue desplazada de sus tradicionales ámbitos de influencia educativa (art. 48.1), atribución esencial del Estado, gratuita, obligatoria, laica y plural. Un aspecto capital en la formación y reproducción de las élites y los cuadros burocráticos, así como en la instrucción moral básica de la población. A pesar del esfuerzo que representó la puesta en marcha del Ministerio de Instrucción Pública durante la Restauración, no había solidificado un auténtico sentido de la educación como derecho individual, cuya prestación comprometiera las obligaciones nucleares del Estado. Con posterioridad, uno de los aspectos que más retroalimentó la depuración franquista sería precisamente la educación pública. La vocación cultural y pedagógica de la Segunda República quería ser un agente revolucionario para mentalidades y conciencias. En esta batalla ideológica, los sectores ultramontanos se sintieron particularmente amenazados. El sistema adoptado para la relación con las confesiones tipificó la prevalencia de la laicidad (principio informador) sobre la libertad religiosa (art. 26).16 Como es conocido, la intervención de Manuel Azaña, en tanto que líder de Acción Republicana, fue decisiva para su aprobación definitiva. A diferencia del caso mexicano, insistió que el texto constitucional reflejara explícitamente el contenido de la separación Iglesia-Estado. La actividad educativa de las órdenes religiosas, especialmente la de los Jesuitas, incidía en lo que llamó «salud» del Estado. En ella radicaba «el secreto de la situación política» española, y, por tanto, no podía re4 flejarse en una ley especial: «Si no lo hacemos, es posible que no podamos hacerlo mañana».17 Así, la regulación de la libertad religiosa quedó sometida a un derecho especial desfavorable. Se prohibió la financiación pública de las confesiones y su capacidad para adquirir o conservar bienes distintos a vivienda y fines misionales. Las órdenes religiosas que incluían en sus votos la obediencia a un poder distinto del estatal fueron consideradas peligrosas y disueltas. Les quedó prohibido el ejercicio de la enseñanza, la industria y el comercio. Sus bienes quedaron nacionalizados y se las sometió a leyes tributarias que eliminaban cualquier exención o trato fiscal beneficioso. La redacción definitiva del art. 26 acabó definiendo el núcleo del modelo adoptado. Para algunos autores, respondió más a una percepción teórica que a una realidad política y frustró la solución al problema. Máxime porque las medidas adoptadas eran más propias de sistemas intolerantes que la República pretendía superar.18 Más allá de las consecuencias personales, la medida frustró una solución definitiva al problema histórico. La limitación del derecho de libertad de conciencia en el plano colectivo otorgó un elemento decisivo que activó la reacción de la derecha contra el sistema.19 A posteriori, Manuel Azaña reflexionaría sobre las deficiencias del periodo, interpretando que esta apuesta arriesgada torció el rumbo y comprometió el porvenir de la República.20 Desde un punto de vista jurídico-político, el recorte negativo en la laicidad realizado por la Comisión Constitucional introdujo el proyecto de secularización social republicano en una tensión dialéctica. Un movimiento pendular que debía liquidar sin sospecha la secular intromisión eclesiástica y liberar los cimientos del Estado moderno. La imbricación histórica de ambas esferas fue proporcional al empeño de la Segunda República por librarse de ella, protegiendo los cambios de sus adversarios.21 El abandono de la fórmula de Weimar («No existe Iglesia estatal», art. 137) en favor del laicismo («El Estado Español no tiene religión», art. 3) ha sido justificado por algunos juristas como el más «congruente con nuestra historia».22 El rechazo de la vía concordataria y el sometimiento de la Iglesia Católica a estos condicionantes definieron la cuestión religiosa como «debilidad» de la Segunda República.23 La relación entre ambas instituciones quedaría planteada en clave de antagonismo institucional y no de derechos en materia religiosa. De otra parte, los sectores católicos plantearon la cuestión religiosa como defensa de privilegios tradicionales, identificando ortodoxia doctrinal y conservadurismo político-cultural. Su falta de habilidad para abordar una política religiosa más sensata, estrechó hasta el límite los márgenes de entendimiento. La deriva del Gobierno hacia posiciones extremas, y los episodios de anticle5 ricalismo violento fueron desastrosos para la República, manchando un crédito hasta entonces diáfano e ilimitado.24 Entre los sectores conservadores se difundió una imagen de persecución sistemática y de la Constitución como símbolo negativo. La recepción cautelosa del nuevo régimen se tornó en oposición creciente del episcopado. Pío XI refrendó su valoración de la labor legisladora republicana como «atropello legal» (Dilectisima Nobis, 3 de junio de 1933). Su llamada a la movilización de los católicos contra los «peligros» de la sociedad civil minó la posibilidad de articular propuestas más allá de la crítica sistemática. Dada la inexistencia de un catolicismo político explícito en la escena española, la problemática resultaba especialmente compleja. Aunque la religión católica resultaba una adscripción mayoritaria y transversal, la amalgama de intereses entre la jerarquía eclesiástica y los sectores conservadores (políticos o sociales) fue dinámica a lo largo de los treinta. La identificación del problema religioso como amenaza o agresión facilitó las movilizaciones y permitió identificar el programa reformista de 1931 con una alteración esencial de los valores nacionales. La violencia, una política de comunicación confusa o la manifiesta antipatía por órdenes como la Compañía de Jesús, facilitaron la difusión exponencial de este contrafuerte ideológico en la legitimación antirrepublicana. Por tanto, el proyecto republicano de modernización del Estado quedó enconado por la cuestión religiosa, «punto neurálgico de las Constituyentes republicanas».25 Un problema no resuelto, que calibró mal la imbricación de la Iglesia católica en el tejido social y su capacidad invertir el sentido de los cambios: «su influencia en el país era evidente. Provocarla a luchar apenas nacido el nuevo régimen era impolítico e injusto; por consiguiente, insensato».26 El intento de promover una cimentación secular del orden civil derribaba la tradicional función legitimadora de la confesionalidad. La convergencia de fuerzas conservadoras, tanto en 1933 como en 1936, encontró en la victimización del catolicismo una potente herramienta ideológica de cohesión política y dinamización social. el constitucionalismo social mexicano en la segunda república Como se ha comentado, el ánimo del Constituyente de 1931 sintonizó con el mundo de Weimar, que formuló la noción de libertad como prestación de un Estado social. Una conquista enraizada en las aportaciones liberal, democrática y socialista.27 En este sentido, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 se incardina en esta evolución como pionera en el reconocimiento de derechos sociales. Su ordenamiento sobrevuela la herencia del constitucionalismo liberal y sus garantías individuales, para ensancharlas hacia la democracia social. En ella, el individuo no sólo es sujeto de derecho, sino partícipe de los beneficios materiales y culturales derivados del progreso. 6 El papel del Estado como garante de los cambios caracteriza al texto mexicano como referente del modelo universalizado por Weimar y recogido por la Constitución española de 1931.28 Más allá de sus lineamientos, este grupo generacional de textos expresan cierta simbiosis política al recurrir a fórmulas coetáneas para encauzar sus respectivas realidades nacionales. En este diálogo e intercambio, la Segunda República recibe el bagaje del proceso revolucionario mexicano, solidificado en 1917. La Constitución mexicana había consagrado una República Federal representativa y democrática. Un sistema que diseñó un poder ejecutivo, apoyado en una presidencia capaz de garantizar unidad política y eficacia. Aglutinó en un solo pacto la pluralidad de proyectos de nación que habían sido enarbolados por las diversas facciones revolucionarias. El Constituyente convocado por Carranza adecuó la Constitución de 1857, retomando los ideales revolucionarios incardinados en el espíritu de las Leyes de Reforma (1873): propiedad de los bienes, Reforma Agraria (arts. 27 y 123), educación obligatoria, laica y gratuita y la separación entre las corporaciones religiosas y el Estado (arts. 3 y 130).29 En aplicación del nuevo ordenamiento, la Iglesia fue reducida a su función espiritual. Se le prohibió establecer o dirigir escuelas, conservar, adquirir o administrar bienes (arts. 3 y 27-II), patrocinar o dirigir instituciones de beneficencia (art. 27-III). Las órdenes monásticas quedaron suprimidas (art. 5) y vedada su participación en órganos de gobierno (arts. 55 y 58). Un proyecto que afianzó la institucionalidad posrevolucionaria de supremacía del Estado: Es claro que la obra legislativa que surge de este Congreso, como punto admirable de la gran Revolución Constitucionalista, había de caracterizarse por su tendencia a buscar nuevos horizontes y a desentenderse de los conceptos consagrados de antaño en bien de las clases populares que forman la mayoría de la población mexicana, que han sido tradicionalmente desheredadas y oprimidas.30 Sin obviar la particularidad de sus contextos, el análisis de las normas jurídicas de 1917 y 1931 presentan coincidencias de carácter, estructura y prioridades en sus ordenamientos. Nacidas en circunstancias de inestabilidad política, exacerban formalmente sus manifestaciones. No sólo fueron leyes fundamentales, sino que pueden considerarse textos programáticos fundacionales, que liquidaron sistemas lastrados por instituciones decimonónicas.31 Revolución Mexicana y Segunda República consagran Estados laicos, que concentran su labor en construir un espacio cívico moderno, contra el fantasma del jesuitismo y las manos muertas. Un intervencionismo estatal, garante de la justicia social e instrumento para liquidar los privilegios ligados a la propiedad. En cierto sentido, se identificaba el clericalismo como un síntoma que había obstaculizado los esfuerzos regeneracionistas y que debía ser extirpado. 7 Los artículos más innovadores y prolijos del texto mexicano son los referidos a la propiedad (art. 27), legislación del trabajo (art. 123) y educación (art. 3). El tratamiento de los derechos familiares y sociales (arts. 43-48) es donde el texto español presenta claras similitudes. Formalmente, la organización territorial española no incorporó el federalismo mexicano, propio del contexto americano. Sin embargo, la identidad del Estado (art. 3) descansa en la armonización de sus regiones, concebidas como autónomas. Una tensión territorial subyacente, que hacía que ambos ordenamientos fuesen minuciosos al enumerar sus competencias (arts. 14-15 y 27, respectivamente). El caso mexicano enfrenta el fantasma del centralismo, concibiéndose como federación de entidades autónomas no subordinadas, articulada en función de un sistema de competencias. En España, la fórmula del Estado integral evitó que el federalismo pudiera mermar su entidad frente al peso histórico de las regiones. De tal modo, era dentro de los márgenes del Estado integrador donde debía desarrollarse su especificidad. En América, la descentralización vino asociada a la orientación ideológica de los Estados independientes, mientras que en España guardaba una estrecha conexión con el desarrollo de los nacionalismos periféricos, marginados de los circuitos de poder de la Restauración.32 Los paralelismos más claros referidos al poder ejecutivo fueron la no pertenencia del Presidente al estamento eclesiástico (art. 70 en España y 82 en México), ciertas limitaciones en el mandato (arts. 71 y 83) y la inexistencia de vicepresidente (arts. 74 y 84). El Tribunal de Garantías Constitucionales (arts. 105 y 121) ha sido reconocido como influencia directa del Juicio de Amparo mexicano (arts. 103 y 107). Un mecanismo vital, que garantizaba la protección de los derechos sociales de posibles abusos de autoridad. Un precedente retomado en el Tribunal Constitucional de 1978, que consagraba una concepción garantista y un rechazo de la arbitrariedad, todavía presente en las instituciones administrativas del liberalismo.33 Tratándose de países sociológicamente católicos y oficialmente laicos, las relaciones con la Iglesia recibieron especial atención en sus respectivas legislaciones. Ambas establecían como requisito modernizador una separación de corte laicista, que desechaba claramente la vía concordataria como sistema de relación con las confesiones. Una deriva que estaba estrechamente relacionada con la evolución experimentada por la Iglesia. Las Encíclicas de León XIII Inmortate Dei (1885) y Rerum Novarum (1891) habían permitido que la institución tuviera bien definidos los términos de su relación con el poder civil: distinción sin separación y colaboración sin confusión.34 Si bien se trataba de una interpretación tardía e incompleta de los desafíos de la contemporaneidad, definía con precisión su papel en el seno de los Estados modernos. Tal reconducción encontró cierta correspondencia en la relajación de las políticas laicistas. 8 En el caso mexicano, la búsqueda de «fórmulas de reconciliación» con la jerarquía católica durante el porfiriato (1876-1910), permitió su incorporación a las estructuras del poder. Aunque el régimen se mantuvo nominalmente liberal y laico, las leyes de Reforma no tuvieron aplicación efectiva. Un paréntesis que permitió a la institución eclesiástica recuperar terreno perdido.35 En el caso español, la Restauración había supuesto para la Iglesia la recuperación de importantes parcelas de poder. En 1876, la aprobación en Cortes Constituyentes del principio de libertad religiosa y su incorporación a la Carta Magna atrajo la atención directa del Vaticano. En 1882, la encíclica Cum multa, dirigida al episcopado español, quiso resolver la controversia liberal-carlista sobre las relaciones con el Estado. Un posicionamiento que denunciaba tanto a quienes «defendían una religión totalmente separada de la política» como «a cuantos confundían la primera con la segunda».36 La sintonía de ambos ordenamientos, que hundieron sus raíces en la secularización como fuente de soberanía, emparentó Segunda República y nacionalismo revolucionario mexicano. La lectura de los acontecimientos españoles nutrió los atributos de la mexicanidad. De un lado, encontró en esta «revolución sin sangre» las respuestas a la aplicación tardía y difícil del orden constitucional de 1917. De otro, advertía los peligros que podían obstaculizarla. Especialmente la necesidad de colmar los abismos entre facciones.37 Una interpretación política bidireccional, leída en clave nacional e ideológica, que acabó transformando decisivamente las imágenes prefijadas de ambos países. Un reflejo al otro lado del Atlántico de las dudas y controversias propias acerca del alcance y métodos para culminar la gran ruptura social del primer tercio del siglo XX. En España, la coalición antimonárquica de 1930 compartía una valoración negativa de la confesionalidad, representada simbólicamente en la permanencia de la alianza trono-altar. La lucha mexicana contra el carácter arcaico y reaccionario de los patrones políticos establecidos, despertó un sentimiento de afinidad, mantenido incluso más allá de 1939. La instauración en España de un régimen legitimado por una visión ultraconservadora del catolicismo, cercenó el proceso histórico de conformación de la laicidad, sólo recuperada en 1978.38 notas TUSELL, Javier: Dictadura franquista y democracia, 1939-2004, Barcelona, Crítica, 2005, p. 11. 2 Sobre el «bajo perfil político» de Ávila Camacho, véase: FERNÁNDEZ, Íñigo: Historia de México, México, Panorama, 2008, p. 82. Una valoración de ambos mandatos en: GARCÍADIEGO, Javier: «La oposición conservadora y de las clases medias al cardenismo», Istor, n.º 25 (verano 2006), p. 48 y CARBÓ, Margarita: Ningún compromiso que lesione el país... Lázaro Cárdenas y la defensa de la soberanía, México DF, Plaza y Valdés, 2002, p. 103. 1 9 En este sentido: Gustavo SUÁREZ PERTIERRA utiliza este calificativo para referirse al artículo 3.º de la Constitución de 1931: «El Estado Español no tiene religión oficial». Al respecto, léase su reflexión en: «El laicismo de la Constitución republicana», en LLAMAZARES FERNÁNDEZ, Dionisio (ed.): Estado y religión. Proceso de secularización y Laicidad, Madrid, Universidad Carlos III-BOE, 2001, p. 57. 4 Gustavo Suárez Pertierra y Dionisio Llamazares Fernández, son considerados maestros de esta corriente jurídica. Al respecto: PECES BARBA, Gregorio: «Ética Pública, Ética Privada», Anuario de filosofía del Derecho, n.º 13-14 (1996-97), pp. 531-544. 5 LLAMAZARES FERNÁNDEZ, Dionisio: Derecho de libertad de conciencia, vol. I, Madrid, Civitas, 2002, p. 330. Sobre la postergación de una laicidad plena en nuestro actual ordenamiento, véase: SOUTO PAZ, José Antonio: «La laicidad en la Constitución de 1978», en LLAMAZARES FERNÁNDEZ, Dionisio (ed.): Estado y religión..., cit., p. 228. 6 La cita pertenece a Pedro HENRÍQUEZ UREÑA: Obra crítica, México, FCE, 1960, p. 188. Aparece extractada por ABELLÁN, José Luis: «España-América Latina (1900-1940): la consolidación de una solidaridad, en Revista de Indias, vol. LXVII, n.º 239 (2007), p. 27. Algo posterior a la del mexicano Alfonso Reyes, la actividad en España del filólogo dominicano Henríquez Ureña se circunscribe al Centro de Estudios Históricos de Madrid. Sus observaciones sobre las «deficiencias» de España en la década de los 20 resultan elocuentes en el caso que nos ocupa. 7 Para algunos autores, la instalación de corrientes anticlericales de raíz intelectual tendría más que ver con este planteamiento que con el acopio de bienes materiales por la institución eclesiástica: PALACIO ATARD, Vicente: «Iglesia-Estado», Diccionario de historia eclesiástica de España, Madrid, CSIC, 1972, vol. II, p. 1179. Sobre su correspondencia en la acción del constituyente, véase: SUAREZ PERTIERRA, Gustavo: «El laicismo...», cit., p. 60. Una perspectiva eclesial sobre esta relación dialéctica: ROUCO VARELA, Antonio Mª: «Antecedentes históricos de las relaciones actuales entre la Iglesia y la comunidad política en España», Salmanticensis, n.º 21 (1974), pp. 217-234. 8 Sobre el proceso descolonizador y la «evolución por reacción» de las democracias iberoamericanas, véase: SACHICA, Luis Carlos: «Evolución constitucional y democracia en Iberoamérica», III Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, México, UNAM, 1987, p. 436. Sobre el componente religioso como uno de los pilares que sustentan el «Hispanismo conservador», véase: PÉREZ MONTFORT, Ricardo: Hispanismo y Falange: los sueños de la derecha española, México, FCE, 2003, p. 16 y ss. 9 Niceto ALCALÁ-ZAMORA señala el caso mexicano como el modelo que más hondamente influyó en el ordenamiento de 1931 en materia religiosa: Los defectos de la Constitución de 1931 y tres años de experiencia constitucional, Málaga, Patronato Niceto Alcalá-Zamora y Torres, 2002, p. 29. 10 Las Leyes de Reforma (1859-60) decretaron la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la separación Iglesia-Estado, la creación del Registro y del matrimonio Civil y la secularización de los cementerios. Para algunos juristas, que la laicidad del Estado Mexicano aparezca inscrita en una ley secundaria (Ley de Asociaciones Religiosas y Culto público) y no claramente reflejada en del texto constitucional de 1857, sería causa de la pervivencia de formas de sacralidad católica. Al respecto, véase: BLANCARTE, Roberto: «Definir la laicidad (Desde una perspectiva mexicana)», Revista internacional de Filosofía Política, n.º 24 (2004), p. 18 y ss. 11 Tal es el sentido de la regulación del artículo 130 de la Constitución mexicana de 1917, 3 10 respecto a las iglesias y sus miembros. Se les consideró sin personalidad jurídica alguna, por depender de una «autoridad extranjera». Por tanto se les prohíbe el acceso a la propiedad o la participación en la política interna, desde la opinión al voto. Al respecto.: FERNÁNDEZ, Iñigo: Historia de México, México D.F., Panorama, 2008, pp. 34-36. 12 BLANCARTE, Roberto: Laicidad y valores en un Estado democrático, El Colegio de MéxicoMinisterio de la Gobernación, México, 2000, p. 117 y ss. 13 Una panorámica jurídica sobre la Ley francesa como modelo de laicidad estricta puede verse en: LLAMAZARES FERNÁNDEZ, Dionisio: Derecho de la libertad de conciencia, Madrid, Civitas, 2002, pp. 151-152; BLANCARTE, Roberto: «Definir la laicidad...», cit. p. 17 y FERNÁNDEZ-CORONADO, Ana (dir.): El derecho de la libertad de conciencia en el marco de la Unión Europea, Madrid, Colex, 2002, pp. 84-85. 14 Algunos autores han denominado a esta fórmula «separación coja», por cuanto cedía a la confesión religiosa cierto grado de autoridad pública. Otros, han subrayado que la fórmula del art. 137 implantaba un sistema de separación con concesiones de tipo histórico. Al respecto, véase. ZABALZA BAS, Ignacio: «Influencia de la Constitución de Weimar en el proyecto de Constitución de la Segunda República», en LLAMAZARES FERNÁNDEZ, Dionisio: Estado y religión..., cit., p. 124 y ss. 15 Al respecto, véase LLAMAZARES FERNÁNDEZ, Dionisio: Derecho de la libertad de conciencia... cit., p. 154 y ss. 16 En este sentido, el caso español se aproximó más al constituyente mexicano que al europeo de Weimar, que no concebía a las Iglesias como elementos subversivos o reaccionarios al avance político: ZABALZA BAS, Ignacio: «Influencia de la Constitución de Weimar...», op. cit., p. 128. 17 El planteamiento de Azaña ha sido definido como una transacción entre republicanos y socialistas: REINA, Víctor y REINA, Antonio: Lecciones de de Derecho Eclesiástico Español, PPU, Barcelona, 1983, p. 201. Es decir, se pretendió acercar posiciones hacia los grupos que pretendían disolver constitucionalmente todas las órdenes religiosas, ofreciendo a los sectores más anticlericales el sacrificio de la más influyente: Al respecto, véanse: JULIÁ, Santos: Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940), Barcelona, Taurus, 2008, pp. 296-299 y SUAREZ PERTIERRA, Gustavo: «El laicismo...», cit., p. 77. 18 SUÁREZ PERTIERRA, Gustavo: «El laicismo...», cit., p. 79. 19 El «agotador» artículo 26 provocó la dimisión de Alcalá Zamora de la dirección del Gobierno, asumida por Azaña y el traspaso de Fernando de los Ríos a la cartera de Educación. Al respecto: JACKSON, Gabriel: La Segunda República, Madrid, Crítica, p. 73 y BECARUD, Jean: La Segunda República española, Madrid, Taurus, 1967, p. 112 y ss. 20 La reflexión de AZAÑA sobre la Ley de Congregaciones Religiosas (art. 26) se recoge en: MARTÍ GILABERT, Francisco: Política religiosa de la Segunda República española, Pamplona, Universidad de Navarra, 1998, p. 88. Un diagnóstico sobre el laicismo del periodo en: SUAREZ PERTIERRA, G.: «La cuestión religiosa: vigencia de la Constitución 25 años después», Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Cediol, n.º 40, 2002, p. 48 y MARTÍNEZ-TORRÓN, Javier: «Derecho de Asociación y Confesiones Religiosas en la Constitución de 1931», en LLAMAZARES FERNÁNDEZ, Dionisio (ed.): Estado y religión..., cit., p. 168 y ss. 21 Sobre el desmontaje jurídico de la confesionalidad y el blindaje del modelo republicano por el Gobierno Azaña: GONZÁLEZ-ARES FERNÁNDEZ, José Agustín: «La libertad religiosa en el ordenamiento jurídico de la Segunda República», Anuario de la Facultad de Derecho de Ourense, n.º 1, (2005), pp. 261-278. 11 LLAMAZARES FERNÁNDEZ, Dionisio: El derecho de la libertad..., cit., p. 156. Fernando de los Ríos fue el representante esta posición, que definió como modus vivendi. Al respecto: TOMÁS Y VALIENTE, Francisco: «Estado e Iglesia, 1808-1978», Obras completas, Madrid, Marcial Pons, 1996, vol. III, p. 2575 y CONTRERAS CASADO Manuel y MONTERO GIBERT, José Ramón: «Una constitución frágil: revisionismo y reforma constitucional en la Segunda República española», Revista de Derecho Político, n.º 12 (1981-82), pp. 36-41. Sobre la posición del entonces ministro de Justicia, Fernando de los Ríos: PECES-BARBA, Gregorio: «Las relaciones entre la Iglesia y el Estado en Fernando de los Ríos» y ZAPATERO, Virgilio: «El Edicto de Nantes de Fernando de los Ríos», ambos en LLAMAZARES FERNÁNDEZ, Dionisio (ed.): Estado y laicidad..., cit., pp. 47 y 13, respectivamente. 24 Véanse: ALCALÁ ZAMORA, Niceto: Memorias, Barcelona, Planeta, 1977, p. 185 y Los defectos de la Constitución de 1931 y tres años de experiencia constitucional, Málaga, Patronato Niceto Alcalá-Zamora y Torres, 2002, p. 79 y ss. 25 REINA, Víctor: «Iglesia y Estado en la España contemporánea», Revista Jurídica de Cataluña, n.º 2 (1983), Barcelona, p. 411. 26 Cita del jefe del Partido Republicano Radical LERROUX, Alejandro: La pequeña historia, Barcelona, Mitre, 1985, p. 109. Sobre la incidencia de este planteamiento y la victoria de la derecha en 1933, véase: DAZA MARTÍNEZ, Jesús: «El trasfondo ideológico-político del conflicto Iglesia-Estado en la Segunda República española», en LA PARRA LÓPEZ, Emilio y PADRELLS NADAL, Jesús (eds.): Iglesia, sociedad y Estado en España, Francia e Italia (ss. XVIII al XX), Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Abert, 1991, p. 533 y ss. 27 PECES-BARBA, G.: «Los valores superiores», Jornadas de estudio sobre el título preliminar de la Constitución, Vol. I, Madrid, 1988, pp. 35-55. 28 Al respecto: MARTÍNEZ BULLÉ-GOYRI, Víctor: «Las garantías individuales en la Constitución mexicana de 1917», en AA.VV.: Estudios jurídicos en torno a la Constitución mexicana de 1917 en el septuagésimo quinto aniversario, n.º 132 (1992), UNAM, México DF, pp. 1-18 y GARCÍA LAGUARDIA, Jorge Mario: «Universalidad, autonomía y Constitución en América Latina», I Conferencia Latinoamericana de Legislación Universitaria, Quito, Universidad Central de Ecuador, 1977, pp. 11-30. 29 Balance presidencial en: «Discurso de Venustiano Carranza al abrir el Congreso Constituyente sus sesiones. 1 de diciembre de 1916», México, 500 años de documentos, Biblioteca Garay, disponible en: http://www.biblioteca.tv/artman2/publish/1916_209/Discurso_de_Venustiano_Carranza_al_abrir_el_Congre_1266.shtml (última consulta 13-VI-10). Un análisis de los decretos de reforma a las Adiciones del Plan Guadalupe y la convocatoria de elecciones, en: GONZÁLEZ OROPEZA, Manuel: «Los Constituyentes y la Constitución de 1917», Anales de Jurisprudencia, n.º 248 (2000), México D.F., UNAM, pp. 289-334. El artículo 3 y su complementario, el 130, confirmaron la separación Iglesia-Estado: «la enseñanza es libre, pero será laica la que se dé en los establecimientos particulares» (art. 3); «corresponde exclusivamente a los poderes federales ejercer en materia de culto religioso y disciplina externa (...) El Estado y la Iglesia son independientes entre sí» (art. 130). Al respecto: GARFIAS, Luis: La Revolución Mexicana, Panorama Editorial, México, 2006, p. 181. 30 Extracto del discurso de Luis Manuel Rojas dirigido a Venustiano Carranza en la sesión de clausura del Congreso Constituyente el 5 de febrero de 1917, en: GARFIAS, Luis: ob. cit., p. 183. 31 Al respecto, véase el planteamiento de VILLABONA, M.ª Pilar: «La Constitución mexicana de 1917 y la española de 1931», Revista de Estudios Políticos, n.º 31-32 (enero-abril 1983), p. 199 y ss. 22 23 12 Al respecto: TOMÁS y VALIENTE, Francisco: «El Estado integral: nacimiento y virtualidad de una fórmula poco estudiada», Obras completas, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1997, vol. III, pp. 2041-2054. 33 A pesar de su prolongada existencia, es a partir de 1917 cuando el juicio de amparo protege específicamente derechos sociales. Su influencia en el ordenamiento español no sólo queda ampliamente reconocida en 1931, sino también en 1978. Al respecto: FIX-FIERRO, Héctor: El juicio de amparo en México, México D.F., Porrúa, 1964 y Origen y repercusiones de la primera Ley Federal del Trabajo, México, Secretaría del Trabajo y Previsión Social, 1981 y GÓNGORA PIMENTEL, G.: Historia del amparo en México, México D.F., Suprema Corte de Justicia de la Nación, vol. VI, 1999. 34 Sobre esta actualización del magisterio eclesial en León XIII: CÁRCEL ORTÍ, Vicente: Historia de la Iglesia. La iglesia en la época contemporánea, Madrid, Palabra, 1999, p. 249 y ss. 35 Al respecto, véanse GONZÁLEZ, M.ª del Refugio.: «Las relaciones entre el Estado y la Iglesia en México» en Derecho fundamental de libertad religiosa, México DF, UNAM, 1994, p, 345 y ss. y BLANCARTE, Roberto: «Definir la laicidad...», cit., p. 21 y HALE, Charles: Las transformaciones del liberalismo mexicano, México DF, Editorial Vuelta, 1991. 36 CÁRCEL ORTÍ, Vicente: Historia de la Iglesia en la España contemporánea, Madrid, Palabra, 2002, p. 116. 37 Sobre la influencia de los acontecimientos españoles en México: BUSSY GENEVOIS, Danièle: «Parricidas a medias: la prensa mexicana y la proclamación de la Segunda República española», en LUDEC, N. (coord.): Centros y periferias en el mundo hispánico contemporáneo: homenaje a Jacqueline Covo-Maurice, Bordeaux, Pilar, 2004, pp. 59-74. 38 Al respecto: CORPAS AGUIRRE, M.ª Ángeles: «La laicidad en el primer bienio. Un factor de modernización controvertido para el Constituyente republicano», en CASAS SÁNCHEZ, José Luis y DURÁN ALCALÁ, Francisco (coords.): El republicanismo ante la crisis de la democracia. Una perspectiva comparada (1909-1939), Priego de Córdoba, Patronato Niceto AlcaláZamora, 2009. 32 13