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Giuseppe Scaraffia
LOS GRANDES PLACERES
TRADUCCIÓN DE FRANCISCO DE JULIO CARROBLES
EDITORIAL PERIFÉRICA
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PRIMERA EDICIÓN:
mayo de 2015
I piaceri dei grandi
TÍTULO ORIGINAL:
© Sellerio Editore, 2012
© de la traducción, Francisco de Julio Carrobles, 2015
© de esta edición, Editorial Periférica, 2015
Apartado de Correos 293. Cáceres 10001
[email protected]
www.editorialperiferica.com
ISBN:
978-84-16291-15-1
D E P Ó S I T O L E G A L : CC -138-2015
IMPRESIÓN:
IMPRESO EN ESPAÑA
–
Kadmos
PRINTED IN SPAIN
El editor autoriza la reproducción de este libro, total o
parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre
y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
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Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El fotógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
J ORGE L UIS B ORGE S, «Los justos»
(La cifra, 1981)
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BOXEO
Al principio, todo el mundo estaba de excelente humor. Fitzgerald se había comprometido a cronometrar rounds de tres minutos entre dos amigos escritores, Ernest Hemingway y Morley Callaghan, pero
la sangre que goteaba de la boca de Hemingway hizo
que Fitzgerald olvidara anunciar el final del primer
round. Tras haber intentado golpear a Morley, Ernest
recibió un puñetazo en la mandíbula que lo dejó K.O.
«¡Oh, Dios mío! ¡Se me ha olvidado y el round ha
durado cuatro minutos!», se excusó Fitzgerald, pero
Hemingway, irritado, replicó: «¡Si quieres ver cómo
me dan una paliza no tienes más que decirlo. ¡Pero
no digas que ha sido una equivocación!». El episodio, del que existen varias versiones, creó una serie
de malentendidos entre los protagonistas. En realidad, Ernest no podía soportar verse arrojado a la lona
delante de alguien como Scott, que además de ser
uno de los grandes se había portado con él de manera sumamente generosa.
A Hemingway le gustaba hacerse fotografiar con
el torso desnudo, con los puños apretados, en la pose
del célebre John J. Sullivan. Subirse al ring estaba de
moda entre los americanos de París. Ezra Pound corregía los manuscritos de Hemingway a cambio de
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lecciones de boxeo. Pero el más singular de todos
sigue siendo sin duda el dandi surrealista Arthur
Cravan, que con dos metros de altura y cien kilos de
peso, quedó K.O. en el primer round ante el peso
pesado negro Jack Johnson.
Desde el principio Cravan no había tenido demasiadas dudas sobre el resultado final y se había puesto en guardia para proteger de los duros golpes del
campeón del mundo aquel rostro tan amado por las
mujeres. Al ver cómo temblaba, Jack Johnson fue llamado al orden por el árbitro porque insistía en darle
al poeta patadas en el culo. Un gancho en la oreja izquierda puso fin al tragicómico episodio. Pero sólo
en la realidad, porque desde entonces Cravan se dedicaría a ensalzar su propia resistencia: según él, habría aguantado durante sus buenos siete rounds antes
de tirar la toalla.
Por supuesto, no eran los primeros en dejarse atraer
por la violencia bien regulada de este deporte, que
tuvo entre sus más ilustres practicantes al gigantesco
Alexandre Dumas y al musculoso Theóphile Gautier.
Byron prefería la modalidad francesa, la Savate, una
técnica mixta de puñetazos y patadas, inspirada en
las artes marciales orientales, que fascinó también al
plácido Rossini. «Nuestro boxeo es absolutamente
idéntico al inglés, salvo que es todo lo contrario»,
puntualizaba Dumas, compensado por Tyson, que en
una entrevista declaró: «Soy el Edmond Dantès del
boxeo», rindiendo homenaje al héroe de El conde de
Montecristo.
Para el boxeo no había límites de sexo.
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A los treinta y nueve años Colette, amenazada por
la amante de su futuro marido, recibió con éxito lecciones de pugilismo.
Fue Jack London quién transformó a los boxeadores en protagonistas, convirtiéndolos en héroes
proletarios, obreros de día y boxeadores de noche
para alimentar a la familia. Pero la pureza del diletante chocaba, en sus páginas, con la corrupción de los
combates amañados y las apuestas. «Cuando combate, verás al viejo irlandés salvaje que bulle en sus venas y guía sus puños. No es que pierda la sangre fría:
es un iceberg ardiente y helado al mismo tiempo.»
Ni siquiera cuando estaba embarcado dejaba London de entrenarse todos los días.
El idealista Albert Camus veía el boxeo como un
deporte «absolutamente maniqueo». No lo consideraba un juego, como el fútbol o el tenis, sino «un rito
que lo simplifica todo. El bien y el mal, el vencedor
y el perdedor». Para otros era más inmediato. Roger
Nimier tenía que desahogar su sed de batirse en el
ring: «Me siento atraído por el sudor y la sangre, por
la gratuidad de las cosas. Y poder batirme de verdad
me parece estupendo». Para Norman Mailer el boxeo
era un modo de darle sentido a la violencia que a
ratos lo poseía, arrastrándolo a las peleas de bar. En
El desafío evoca la confrontación que tuvo lugar en
1975 entre el descarado Cassius Clay y el tranquilo
e invicto George Foreman, concentrándose en la preparación y en los caracteres de los campeones.
En Cuarteles de invierno, de 1982, Osvaldo Soriano transformó el boxeo en una lucha por la libertad
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de su propio país, Argentina. Lo mismo había hecho
Luis Sepúlveda en Campeón. En 1968 el célebre combate entre Benvenuti y Griffith abrió un debate entre Pasolini, hostil a la derecha, encarnada a su parecer por Benvenuti, y Arpino, que no soportaba aquella
instrumentalización política del deporte. Pero el más
emblemático de los enfrentamientos fue el que tuvo
lugar en 1938 entre Max Schmeling y el negro americano Joe Louis: el campeón nazi se desplomó en la
lona al cabo de pocos minutos echando por tierra
cualquier discurso sobre la supremacía aria.
«Escribir sobre el pugilismo», declara Joyce Carol
Oates en su Mike Tyson, «significa escribir de nosotros mismos, y nos obliga a indagar no sólo en el boxeo, sino en los confines mismos de la civilización,
en qué es o qué debería ser humano; sobre el ring
violentamente iluminado, el hombre puesto al límite
cumple un rito atávico.»
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