memorias de cesar bertomeu de la guerra civil española y de la

Transcripción

memorias de cesar bertomeu de la guerra civil española y de la
MEMORIAS DE CESAR BERTOMEU
DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
Y DE LA POSTGUERRA INMEDIATA.
BIOGRAFIA
César Bertomeu Menéndez, nació en Carcagente (Valencia), el día 24 de Junio de
1.919. El nacer en esta población fue circunstancial, ya que su padre, funcionario del
Estado de la Generalitat de Cataluña, con residencia en Barcelona, estaba disfrutando de
sus vacaciones veraniegas cuando aconteció el suceso. El día Io de Julio regresaron a
Barcelona. Esta es la razón por la que se considera más identificado con su origen
catalán.
Su educación transcurrió en su infancia en una escuela de pueblo, que hoy en día
está unido a la Ciudad Condal, Hospitalet del Llobregat. Más tarde cursó sus estudios en
la Escuela Francesa de Barcelona, hasta el tercer curso del bachillerato. Ingresó en el
Instituto Balmes, adosado a la Universidad, para finalizar de forma oficial el año 1936.
Siempre consideró un privilegio el poder contar, en su último curso 1935-36, con un
gran profesor, Guillermo Díaz Plaja. Fue un regalo recibir las enseñanzas de esta gran
persona.
El 18 de Julio de 1936 estalló la guerra civil. Fueron llamados a filas todos los que se
hallaban en edad militar. Para paliar el vacío de profesorado que se produjo en la
enseñanza, la Generalitat convocó unos cursos intensivos, para los estudiantes que
preparaban su ingreso a la Universidad y deseasen ingresar en el Magisterio, para cubrir
las plazas vacantes. En los exámenes de Junio de 1937 obtuvo el n° 2. Fue destinado al
GRUPO ESCOLAR EDUARDO BENOT de Manresa, ejerciendo durante un año. En
Junio de 1938 fue llamado a filas, recién cumplidos los 19 años. Concluida la guerra
civil el 1 de Abril de 1.939 , en la que intervino en el bando republicano, fue llamado a
incorporarse en el ejército nacionalista a finales de ese mismo mes de Abril
Fue desposeído de los títulos otorgados por la Generalitat, por consiguiente tuvo
que optar por otros medios de subsistencia, entre ellos, peón, delineante, vendedor y jefe
de sucursal de la firma RAMÓN VIZCAÍNO, S.A., empresa emblemática de la
industria del frío. Esta última actividad le llevó a conocer otros países y otras culturas.
Viajó por parte de Europa. Conoció Marruecos, el Sahara, Mauritania y Méjico. Al
llegar la democracia, se enmendó la injusticia cometida por la dictadura y le reintegró
en su cargo, pudiendo elegir entre una jubilación anticipada o el reingreso como
funcionario del Estado en el Ministerio de Cultura. Eligió el reingreso, ya que le
quedaban dos años para cumplir la edad de jubilación. Al encontrarse vacante la plaza
de secretario del Museo Arqueológico de Sevilla y residiendo en esta ciudad, no tuvo
1
duda alguna, pues siempre le interesó todo lo relacionado con la antigüedad. Al ejercer
en su nuevo destino, llegó a formar parte de un grupo entrañable, según sus propias
palabras. En particular, una persona le causó una impresión sólo comparable, a la que en
su juventud sintió por el profesor Guillermo Díaz Plaja. Fue el director del Museo,
Fernando Fernández. Reunía un caudal de cultura encomiable y siempre dispuesto a
resolver tus dudas en los temas relacionados con su ámbito. Consideraba una delicia
conversar con él. Por dicho motivo, después de jubilarse, sintió la necesidad de
mantener viva tal relación.
.toco vu ;^r^iüüQi PTA-^r^iüuL
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MINISTERIO DE LA PRESIDENCIA
del Ministerio de la Presidencia del
dia 21 efe
Febrero
de 1983 publicada en el
((.Boletín Oficial del Estado» de esta fecha,
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D.
CESAR BERTOMEU Y MENIENDEZ
ha sido nombrado funcionario del Cuerpo Administrativo de la Administración Civil del Estado.
En su virtud, el Ministro de la Presidencia del
Gobierno, y en su nombre el Director General de la
Función Pública, expide el presente Título que le habilita
para ejercer esta carrera con los deberes y derechos
establecidos en las leyes.
Madrid, a 9
de
Marzo
de 19 33
EL DIRECTOR GENERAL DE LA FUNCIÓN PUBLICA,
TITULO
DE
FUNCIONARIO DEL CUERPO ADMINISTRATIVO
DE LA ADMINISTRACIÓN CIVIL DEL ESTADO
VEí\!EMDEZ,
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u n c i o n a r i ü c s l Cuerea Genera
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Í'"! '_¡n nuiivo t r i e n i o so i d antigüeCad c¡e su s e r v i c i e ,
."üCcnücido J tiüdcs l o s e r ' e c t c £ , Qiira l e aue se 0.0 ;L¡
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oració Í:U¡; -¿pera alcanzar ce su recco proceder.
beviilc;, a Giuj y siene c!e Septiembre d= mil nov/ecier
Ci'iC-n'.-a
y
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ILWÜ. SR. OELEGAÜO PROVINCIAL DE CULTURA DE LA JUNTA DE ANDALUCÍA. SEVILLA.
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INTRODUCCIÓN
Los hechos que se relatan en estas memorias pertenecen a un pasado que ha llegado a
nuestros días con el nombre de GUERRA CIVIL ESPAÑOLA. Mucho se ha escrito
sobre este dramático periodo y que a uno, por razones de edad, le ha correspondido vivir
en su integridad. Todas las secuencias que iré desgranando, apoyado en mis recuerdos
son reales, narradas a lo vivo, aunque algunas de ellas puedan considerarse demasiado
crudas.
La primera parte se desarrolla casi en su totalidad en el frente del Ebro, a lo largo de
un sector que abarcaba desde el vértice La Gaeta, situado al oeste de la sierra de
Fatarella, hasta las sierras de Pandols y Cavalls, al sur de la zona, en un arco de 20-25
km de distancia en línea recta, entre cuyos límites se libraron las batallas más cruentas
en las que intervino nuestra unidad, el 4o batallón Thalmann, de la XI brigada
Internacional.
Dos personajes destacan sobre cualquier otro que hubiera conocido en tan
dramáticas circunstancias. El comisario Celestino Domínguez, en el que concurrían dos
actitudes en su forma de comportarse, un valor que rayaba en lo temerario y una
crueldad despiadada. Estas dos actitudes sólo tenían un nexo común. La sangre fría con
las que eran ejecutadas.
El otro, Aniano García, un ser singular y con una personalidad sorprendente. Había
aparecido en nuestra unidad en un "lote" de voluntarios. Nada más llegar, tuvo un
enfrentamiento verbal con el teniente Malpesa y el comisario, al negarse a recibir el
arma que le entregaban. Hubo un intercambio de frases, hasta que terminaron por
hacerle la pregunta adecuada: ¿Por qué razón se había presentado voluntario? Les
contestó, con el mayor aplomo, que se había presentado para ayudar al que lo
necesitase, pero no para matar a nadie. Fue tal la sensación de sinceridad que acompañó
su respuesta que decidieron dejarlo por imposible, con un: "¡Ya veremos!" Más tarde,
por su comportamiento en el campo de batalla, se ganó el respeto de todos.
Otro personaje, el sargento de la 2a batería del 13 regimiento de artillería ligera de
Segòvia. Su comportamiento influyó de forma drástica en nuestras vidas. Para algunos,
así fue. Debía sentir un odio cerval hacia todo aquel llegado de la llamada zona "roja",
pues no encuentro explicación, medianamente razonable, a su enfermizo empeño en
humillarnos y complacerse en hacernos la vida imposible en el cuartel.
Por último, el corone! D. Julio Sáez Ortega. A él debo, sin duda alguna, el que hoy
pueda sentarme frente a estas cuartillas para relatar mis experiencias de unos tiempos
difíciles que marcaron nuestras vidas. Mi relación con dicho militar fue muy corta, tan
solo durante un par de dias. A lo largo de mi exposición se entenderá por qué, en tan
breve espacio de tiempo, llegué a conocer la parte humana que oculta la rigidez de un
uniforme. Durante los casi tres años de mi relación con el ejército, jamás sentí tal grado
de afinidad, simpatía y agradecimiento como el que despertó en mí el corone!.
Barcelona, junio de 1936. El patio del Instituto Balmes, situado en la Plaza de la
Universidad, se halla repleto de estudiantes moviéndose de un lado para otro, dando el
último repaso a sus apuntes. Para algunos, era el último examen que nos permitía
acceder al título de Bachiller. En nuestra aula del 6o curso éramos unos 40 alumnos.
Entre todos, había un grupo que congeniábamos en muchas cosas. Recuerdo todos sus
nombres: Rafael Estartús y su hermana Paquita, Carmina Melo, Herminia Javaloy,
Federico Mensa, Enriqueta Prats, Manuel Vela, José Cutillas, Francisco Domènech,
Carles Niubó, Lola y Pilar Arbuniés, José Barceló y otra muchacha gordita a la que
llamábamos cariñosamente " mamá Valeta". Con Rafael y su hermana Paquita podría
decir que éramos como hermanos. Los dos eran unos estudiantes brillantes. Rafael,
excepcional, había conseguido pasar todos los exámenes de todas las asignaturas del
Bachillerato del primer año hasta el 6o, con nota de matrícula de honor, excepto en
dibujo, que se le daba fatal.
Estartús, Cutillas y yo, éramos socios del Centro Gimnástico Barcelonés, situado en
la calle Joaquín Costa, que desemboca en la Plaza de la Universidad. Todas las mañanas
a las siete acudíamos al gimnasio. A las 8 nos duchábamos y desayunábamos en una
granja situada en los bajos del gimnasio y a las 9 en punto entrábamos en el instituto
Balmes. Todo transcurría con la monotonía y tranquilidad de cualquier entorno
estudiantil, ajenos a la tragedia que se cernía sobre nuestras vidas.
Durante este último curso, tuve la suerte de contar con un gran profesor en la
asignatura de Literatura, Guillermo Díaz Plaja. Su personalidad y su particular forma de
interpretar las relaciones profesor-alumno, influyó notablemente en el desarrollo de
nuestra formación cultural, particularmente entre los que sentíamos una profunda
inclinación hacia las letras. Nunca agradeceremos lo suficiente a D. Guillermo, todo lo
que sus enseñanzas significaron para nosotros.
Barcelona, 18 de Julio de 1936. Alzamiento militar. Negros nubarrones se ciernen
sobre nuestra nación. Estalla la guerra civil. Durante los primeros días el caos se
apodera de Barcelona. Distintos grupos extremistas se mueven por la ciudad
enarbolando sus banderas, con sus signos ideológicos que les identifican. Cada uno obra
por su cuenta. El Gobierno de la Generalitat se ve incapaz para controlar aquellos
primeros días, en que piquetes de grupos armados se dedican a localizar personas y
locales que huelan a "fachas" o curas.
En estas fechas, mi familia habitaba en un piso situado en el chaflán de las calles
Urgel y Sepúlveda. Justo en el chaflán superior de la calle Urgel y Avenida de Las
Cortes Catalanas, existía un bar frecuentado por estudiantes. A los pocos días de
producirse el alzamiento, unos cuantos compañeros del Instituto nos encontrábamos en
dicho bar, comentando los acontecimientos. Esto sucedía a eso de media tarde, entre las
seis y las ocho. De pronto, nos vimos sorprendidos por la irrupción en el local, de un
grupo de gente armada. No nos dieron opción de preguntar pidiendo explicaciones. Nos
empujaron, de mala manera, a los cinco o seis que estábamos conversando y nos
sacaron a la calle. Allí les esperaba una camioneta y nos hicieron subir a ella. No es
necesario decir que una sensación de miedo se apoderó de nosotros. Les rogamos que
nos dijeran a dónde nos llevaban y que, por lo menos, nos permitiesen hacer una
llamada telefónica a nuestro domicilio, ya que nuestros padres estarían inquietos si
tardábamos en regresar. Les suplicamos una y otra vez. Su contestación fue que no
hiciéramos preguntas, que ya tendríamos ocasión cuando llegáramos a nuestro destino.
No tardaríamos en saberlo, una "checa". Un edificio grande, del cual este grupo, se
había incautado para sus propios fines, como ocurría con tantos otros por aquellas
fechas. Estaba situado en el Paseo de San Juan, por encima de la Plaza de Jacinto
Verdaguer, cruce con la Diagonal, en su acera derecha. Nos hicieron entrar en un
amplio vestíbulo en el cual habían 4 ó 5 personas armadas con fusiles, de pie y
fumando. En un lateral, una mesa y un par de sillas ocupadas por dos individuos y
encima de ella, una pistola. Uno de ellos fue anotando nuestros nombres, dirección,
nombre de los padres, nuestras actividades y la de nuestros padres, etc. etc. Toda una
serie de datos, propios de una comisaría de policía. Concluido el interrogatorio del
primer individuo, el otro nos hizo sacar todo lo que llevábamos en los bolsillos, que era
bien poco, y realizó
un superficial cacheo. A continuación nos devolvió nuestras
pertenencias. Uno de ellos nos indicó que le siguiéramos y nos condujo a una planta
inferior. A todo esto no dejábamos de preguntar cuándo nos permitirían comunicar con
nuestras familias. Siempre la misma respuesta: "A su debido tiempo".
Descendimos por una estrecha escalera y en dicha planta nos metieron en una
amplia habitación, apenas iluminada por una luz mortecina de una sola bombilla. Era un
ambiente tenebroso que encogía el espíritu. Al entrar en la estancia, nos dimos cuenta de
que no estábamos solos. Habría como unas treinta o cuarenta personas más. Como no
había sillas, ni dónde sentarse, la mayoría lo hacían en el suelo y unas pocas
permanecían de pie. En el fondo, en un rincón, un grupo de cuatro o cinco me dio la
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impresión de que rezaban. Los demás, sumidos en un silencio agobiante, con los codos
apoyados en sus rodillas y las manos en las sienes. Quizás, los pensamientos que bullían
en sus cabezas, no les hacía presagiar nada alentador para su destino.
Avanzada la noche, ya de madrugada, nos fueron llamando por nuestros nombres.
Escuché el mío en tercer o cuarto lugar. Serían alrededor de las cinco. Sentí una especie
de aprensión y subí por las escaleras envuelto en una incertidumbre de negros presagios,
que más tarde comprobé que eran infundados.
Fui introducido en una sala donde, en una mesa larga estaban sentados, como si de
un tribunal se tratase, cinco personas con cinco pistolas sobre la mesa (no sé si a título
de coacción o demostración de quién mandaba allí). Uno, que usaba bigote y barba,
ocupaba el centro. Fue el último que intervino en el interrogatorio. Sobre la mesa había
unas cuartillas escritas. El primero que se dirigió a mí se refirió a una lista que tenía en
sus manos. Sin preámbulos, me espetó que en dicha lista figuraba mi nombre y que
dicha lista la habían requisado, entre otros documentos, en un local de Falange
Española. Querían saber qué actividades desarrollábamos los falangistas. Naturalmente,
a pesar de las circunstancias nada tranquilizadoras en que me encontraba me di cuenta
de que de una falsedad querían obtener una declaración incriminatoria. Esto era
evidente, por mis antecedentes personales y familiares, contrarios a una ideología que
me achacaban. Así que, negué rotundamente que mi nombre apareciese en tal lista. El
segundo individuo terció en el interrogatorio diciéndome que era mejor que no negara la
evidencia. Me mostró la lista, con el anagrama de Falange en una esquina, en la cual
figuraba mi nombre. Evidentemente la lista era falsa y así lo dije. El tercer individuo
intervino de inmediato preguntándome, qué hacía en un lugar conocido por ser
frecuentado por simpatizantes de Falange. Le contesté que era un bar próximo a mi
domicilio, en el que solíamos citarnos con nuestros compañeros del Instituto. Allí sólo
se hablaba de deportes, de la última película o jugábamos partidas de ajedrez. Cosas
lúdicas, o banales, pero nada relacionado con la política. El cuarto individuo, casi
gritando y en tono amenazador, me dijo que todo estaba muy claro y que ya se había
cansado de escuchar mis embustes. Entonces se me ocurrió contestarle que no mentía,
pues mi padre estuvo preso por los sucesos de Octubre del 34, a causa de sus ideas
políticas de izquierdas. Esta declaración fue sin duda, el detonante de que mi situación
diera un giro total. La quinta persona, el de bigote y barba, que hasta aquel momento
había permanecido callada y que a mi, desde el primer instante me dio la impresión de
ser el que más autoridad tenía, intervino en el interrogatorio preguntándome: "Dices en
tu declaración que tu padre era funcionario de Correos. ¿Qué cargo ocupaba?" Le
contesté: "Era Inspector de Correos de Cataluña". A continuación tomó unos folios
escritos que tenía sobre la mesa, y que yo imaginé que se trataba de las notas del
interrogatorio al que habíamos sido sometidos al entrar en la "checa". No dijo más. Acto
seguido se levantó y se acercó a uno que estaba allí cerca, de pie y con un fusil. Supuse
que sería alguien que su misión era la de llevar y traer órdenes. Cambiaron no más de un
par de palabras. Y éste último se ausentó de la estancia. Hubo un prolongado silencio.
Sólo cuchicheos entre los cinco de la mesa, que interrumpieron cuando apareció el que
se había ausentado acompañado de otra persona. El último en interrogarme, el de bigote
y barba, se levantó y se aproximó al recién llegado. Los dos mantuvieron una corta
conversación. A renglón seguido, sin explicaciones y sin pedir disculpas, el que parecía
mandar, se dirigió a mi diciéndome: "Ya te puedes marchar".
Más tarde, una vez recuperada la tranquilidad y pensando en todo lo sucedido, intuí
que la persona que entró en último lugar, debió ser algún empleado de Correos y por tal
circunstancia conocía a mi padre.
Pasado aquel trago amargo regresé a mis actividades cotidianas. Mi padre me
facilitó un documento con sello oficial, que "acreditaba", por así decirlo, mi condición
de persona afecta al estado democrático.
A finales de Mayo o principios de Junio, apareció un anuncio en los tablones del
Instituto en el que se facilitaba, a todo aquel que terminaba el bachillerato en dicho año,
la posibilidad de acceder a una plaza de magisterio, mediante unas oposiciones que
podríamos preparar a lo largo del año, en un edificio facilitado por la Generalitat situado
en el Paseo de Gracia, en su acera izquierda, chaflán con calle Provenza. Esta
convocatoria era una consecuencia de la llamada a filas del personal docente en edad
militar, circunstancia en que se encontraban gran número de maestros que ejercían en la
comunidad de Cataluña. Esto fue como un canto de sirenas para nosotros, muchachos de
17 años cuya vocación eran las letras, y se les ofrecía la oportunidad de ejercer una
actividad con tanta responsabilidad como es la enseñanza.
Fui destinado al "GRUPO ESCOLAR EDUARDO BENOT", de Manresa. Durante
el horario oficial de clases, impartía mis enseñanzas. Por las tardes, de 6 a 8, me
dedicaba a dar clases particulares. Las cobraba en especies (hortalizas, frutas, harina,
etc. etc.), ya que en Barcelona escaseaban los alimentos. A las ocho y media tomaba el
tren que me dejaba en la ciudad condal.
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Diari Oficial de la Generalitat <!c Catalunya. — Ni'iin, 183.—Divendres, '2 juliol 1937
de Tor;\ tic Riubregós una .subvenció de 1.20,00o píes., a ruó de ,pesse,tert i<¡,ix>o per i-udrmcuim de Ics vuit dc, jiciiilv'tu'ic·i computables ruin n graim,
'(l'acord iniih los prescripción* de Varticlo I.' del Decret del 19 d';iliril i l'infunne dol Servei 'l'èeiiie d'Arquitectura.
Tercer. — ¡,a subvenció que es concedeix pel present Decret serà pagada
del crèdit extraordinari de 3.000,000 de
pessetes concedit al Departament de
Cultura per a aquestes atencions pel
Decret del 19 d'abril proppassat, en els
dos terminis previstos per l'art. 6.' del
Decret de In mateixa data que regula
la concessió de subvencions per a construcció i adaptació d'edificis escolars :
el ¡primer, quan s'hagi cobert l'edificació, i el segon, en acabar les obre.1;,
previs els tràmits establerts pel mateix
article.
Barcelona, ;Q de juny del 1037.
El Constllcr <1c Cultura,
proppassat (rectificada per la del 20
del mateix mes) per a la provisió definitiva de ICH plaers de Meslrv i amb
el MOU auna! de 5,01,0 ptes. cadascun :
Ver d ¡ïiirceluiïa
Anna Maria 'í.ópe/ i Salas.
Per al ¡'la de Ih·sl··i ¡ Ilarcdouès)
Dolors Guasch i Carbó.
l\r
A:ituiii
a ihiu',/,1
Ardèvo!
:
[Maresme)
Angriil.
Ver -,1 Fígols
(Herçuedà)
Guillermina ücltran i l'uigdueta.
i'er a Salt (Girones i Li Selva)
Manuel X a / a r i o i rístivill,
. Ver ,1 Reus [Jlaix Camp)
Palmira fiadora i Timoneda.
Itubcrt l-\:lip i Alsina.
Josep (',<;inis i Mani.
Riisa Olostí i Ferré.
Teodor rioicr 1 Aragonès.
CAIU.!:S Pi I SrjNYKit
Ver a VeràlA
[Baix
F.brc)
[•'ranéese Cubrí i Aiifilèfi.
Viatea lo* relacions ric Mrilr»") d'Kiiiitnit ij'rlnniri de !u C c i u - m l l i u t <|tte
110 hnu pre.-t ,pt r e s a l ó del càrrec, o l'lmn
renunciat o lian cessat en l l u r e x e r c i c i ,
I fe resolt :
i'rinicr, — tíón d e c l a r a t s cc^nmiH ".•*
l'rr
Kiuil'iii
l^'èsar
j'iau
Maiia
íll.t^i1-)
d M.iurr-.i
llala^'iici'
Haitiiiiuu
lli;;'"" 1
Hoiivchí
i ' i.i!nli:irt.
i
Meiit'-nde/..
Viñas.
i
Vila.
seníat els Mestres que segueixen : Assumpció Colillas i Rambla, Joan Amil
i Salji:], Antoni Veciana i Canals, Gaspar ]'',s([iier<la i Viana, Ijiiília Llanas i
l'iniés i Alfred Gallart], de Barcelona;
Teresa Carreras i Dotill, de Girona, í
M'creo Uallarà i Guitart, di_- Sabadell.
Tercer. — Per a proveir les vacants
produïdes 3u:t> les cessacions i renúncies anteriors i les places de nova creació corresponents a les escoles del Masroig i Avinyó, a proposta del Consell
de l'Ivscola Nova Unificada, són nomenats Mestres de la Generalitat, en !es
matei.xes condicions d'interinitat i noTnies d'adaptació fixades en l'Ordre del
17 dol nies de març proppassat per a !a
provisió definitiva de les places de Mestre, i amb e! sou anual de 5,000 ptes.
cadascú :
Per a Barcelona
Pere Armengol i Noguer.
Conrad üatlle i Comes.
.-•
Klorenei Fraile i Roca.
.-^
Ji.scp Güell i Brunet. J'i«i'|i G u i t a r t i I : íiura,
lioInrH f'ari'-i 1 Villamiïr.
Per
a lUiïltiUin.i
{llarcclonis)
Jaume Caballé i Grifuj.
I.leó Mar/11 i Giró.
M
Debo añadir que fue una fascinante experiencia, aunque corta, pues duró exactamente
un solo curso, ya que en el verano del 38 nos tocó a nosotros, la quinta del 40 (que se
nos bautizó con el nombre de la quinta del "biberón"), el turno de ser llamados a filas.
Ocurrió allá por el mes de Julio o Agosto. Nuestra leva fue concentrada en las afueras
de Sitges, en lo que hoy en día es un campo de golf, alojándonos en tiendas de campaña.
Desde aquel momento habíamos entrado a formar parte de la que sería nuestra unidad
militar, el batallón Thàlmann, 4o batallón de la XI brigada Internacional.
Por la mañana, al toque de diana, se nos instruía practicando ejercicios militares
exhaustivos con armas. El primer día con fuego de fogueo y los siguientes con fuego
real . Al tercer o cuarto día nos despertó un toque de diana prematuro. Aún no había
amanecido. Nos hicieron formar en dos largas hileras mirando al frente. Transcurrido un
breve espacio de tiempo apareció un pelotón armado que custodiaba a tres personas.
Estas fueron colocadas a unos 25 m. de nosotros, delante de un talud. Nos dimos cuenta
de lo que esto significaba: una ejecución. Un oficial de las brigadas internacionales (no
sabría decir si era alemán, checoslovaco o de otra nacionalidad de habla alemana), nos
dirigió una breve alocución, informándonos de que los voluntarios extranjeros de las
brigadas internacionales estaban allí, en España, para ayudar a nuestro pueblo en su
lucha contra el fascismo, no para humillarle, cometiendo actos como el cometido por los
tres militares que iban a ser fusilados. Corrió el rumor de que habían violado a una
muchacha del pueblo. Dos cosas nos impresionaron. Presenciar una ejecución en frío y
en directo, y que los tres que iban a morir pidieran perdón al pueblo español por su
comportamiento. Seguidamente, al unísono, gritaron "¡Viva la Internacional! ¡Muera el
fascismo!", a renglón seguido entonaron "La Internacional": "Arriba parias de la
tierra...", que no terminaron, pues eran abatidos por una descarga cerrada. No es posible
expresar lo que uno siente cuando te encuentras, de sopetón, con la cruda realidad de la
guerra, cuando aún no has entrado en la contienda.
Transcurridos 6 ó 7 días llegó la hora de iniciar la marcha hacia nuestro próximo
destino que, para muchos, sería el último. Montamos en unos camiones y emprendimos
viaje en dirección al río Ebro. Cada camión era ocupado por unas 20 personas,
mezclados españoles y extranjeros. Estos últimos, comenzaron a animar el viaje
entonando a coro canciones bélicas alemanas, una tras otra. A lo largo del trayecto nos
invitaron a que les acompañáramos, y así lo hicimos. Poco a poco fuimos cogiendo, si
no la letra, si el son y el ritmo. Fueron unas horas de confraternidad y camaradería.
12
ROT FRON
ROTE FRONT
(Versión en alemán)
(Vers ion fonética)
Wir sing geboren
Wir sind geboren,
Tateb zy fíkbrubgeb,
Taten zu vollbringen,
Zu uver binden
zu überwinden,
Raun un weltenall,
Raum und Weltenall,
Aus aller flügel
aus aller Flügel
Unsempor swingen,
uns emporschwingen,
Beim ersllag
beim Erschall
Saurender motorenchal.
Sausender Motorenhall.
Drüm hòher, und hòher,
Drumm hoeher, und hoeher
Und hóher...
undhoeher...,
Wir steigen tros has und hon,
wir steigen trotz Hass und Hohn,
ein ieder, propeler, sing surren
ein jeder Propeller singt und surrt
rot fron, wir sutzen
rote Front, wir stützen
die Soviet Unión.
die Sowjetunion.
FRENTE ROJO
(Traducción al castellano)
Hemos nacido
para llevar a cabo hechos,
y superar
espacio y universo
llevados por todas
las alas
con el sonido
y zumbido del roncar del motor.
Por ello hacia arriba y arriba...y arriba,
puestos a pensar en el odio y burla
cada una de las hélices zumban,
frente rojo, nosotros saludamos
a la Unión Soviética.
13
THAELMANN BATALLÓN
THÀLMANN BATAJLLON
(Vers ion fonética)
(Traducción al alemán)
Rur die trommel
Rührt die Trommel,
felt die bayonete,
feilt die Bajonette,
forwer mars
vorwaerts marsch,
die sic its unsen long,
der Sieg ist unser Lohn,
mit de rote fanne
mit der roten Fahne,
brech die Kete
brecht die Ketten,
aus und Kampf
auf in den Kampf,
das Thaelmann batallón.
Das Thálmann Bataillon
Die haimat is weit,
Die Heimat ist weit,
doj sing is berait,
doch sind wir bereit,
wir kempfen
wir kámpfen und
ein sigen für dich,
siegen für dich
¡ Freihait!
¡ Freiheit!
THÀLMANN BATALLÓN
(Traducción al castellano)
Tocar el tambor,
afilar las bayonetas,
adelante, marchen
La victoria es nuestro galardón,
con la bandera roja,
romped las cadenas
vamos a la batalla,
el batallón Thálmann
La patria está lejos,
pero nosotros estamos dispuestos,
nosotros combatimos y
venceremos por ti.
¡Libertad!
14
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Algunos se hacían entender en un español bastante aceptable. Otros apenas lo
chapurreaban y varios de ellos hablaban francés. Así transcurrió todo el trayecto hasta
llegar a Vinebre . Allí nos dejaron los camiones. Seguimos a pie un corto trecho y en
este punto, en las afueras de la población, acampamos. Sería sobre media noche, cuando
un oficial nos indicó que podíamos
descansar hasta que nos avisaran. Tengo la
impresión de que nadie durmió durante las tres o cuatros horas que duró aquel
duermevela.
Transcurrido ese tiempo, nos indicaron que nos preparásemos para emprender la
marcha. Debíamos caminar en silencio y en fila india, por sendero entre matorral, algún
que otro árbol y rocas. Así lo hicimos durante una media hora, hasta que alcanzamos la
margen del río. Allí nos esperaban unas 15 ó 20 personas, y, a lo largo de la ribera se
hallaban alineadas en el agua, gran número de embarcaciones, la mayoría neumáticas y
otras de madera. Fuimos distribuidos por secciones frente a las embarcaciones. Un
oficial alemán nos informó sobre nuestra misión y se nos facilitó dos palabras de
contraseña. Una pregunta y una respuesta. Se no indicó que un "guía" (supongo que se
trataba de alguien que conocía aquella zona) conduciría nuestros primeros pasos al
alcanzar la otra margen del río. A continuación fuimos entrando en las embarcaciones.
El silencio era absoluto. La tensión al máximo.
Las embarcaciones, a impulsos de remos manejados suavemente, se fueron alejando
de la orilla con rumbo a lo imprevisto, a lo que nos esperaba en la otra orilla, sumida en
una impenetrable oscuridad. Era una noche sin luna. Nos deslizábamos lentamente y
transcurridos unos quince o veinte minutos, recalamos en la otra orilla. Inmediatamente,
el capitán nos indicó que nos pusiéramos en marcha tras el "guía", manteniendo el más
absoluto silencio. Avanzamos tras ellos, remontando una pendiente hasta que
alcanzamos las vías del ferrocarril. Se respiraba una calma ominosa y nada hacía pensar,
que tras ella, nos esperaba todo un ejército dispuesto a frustrar nuestros objetivos. El
capitán ordenó al "guía" y dos números que se adelantaran, como avanzadilla de
exploración, a lo largo del ferrocarril. Al rato, uno de ellos regresó y habló con el
capitán. Este destacó a una sección que se adelantó acompañada del que vino a
informar. El resto seguimos tras ellos hasta alcanzarles. Se habían detenido cerca de lo
que parecía una caseta de peón caminero, en la cual se apreciaba una tenue claridad y
una sombra moviéndose. El capitán ordenó que una sección rodeara e irrumpiese en la
caseta. Tomamos los cuatro primeros prisioneros del ejército nacional, que sin duda
estaban muy lejos de esperar tal visita, pues se hallaban prácticamente en paños
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menores. Lo que no entiendo, qué era lo que hacían allí aislados, en la caseta, cuatro
soldados.
Seguimos nuestro camino remontando otra pendiente hasta alcanzar una carretera
comarcal, por delante, la avanzadilla. En un lugar determinado, a la altura de un mojón
de carretera, nos detuvimos advertidos por uno de la avanzadilla. A poca distancia se
observan tres construcciones rústicas que se utilizarían para guardar aperos, grano o
ganado. Estaban ocupadas (como se comprobó más tarde) por un centenar de militares
distribuidos entre las tres. Frente a una de las naves, tres militares sentados junto a una
pequeña hoguera. Sería para iluminar pues no hacía ni pizca de fresco. Este espectáculo
nos pareció algo insólito y por demás inconcebible, pues la guerra no había terminado.
No se les dio tiempo a reaccionar. Esto me hizo pensar que, daban por hecho que al
alcanzar el Ebro, lo que vendría después sería una simple excursión, un paseo. De ahí
deduzco que "bajaran la guardia". Hasta ese momento todo marchaba sobre ruedas, ya
que se había capturado sin disparar un solo tiro, alrededor de un centenar de prisioneros.
Aparecieron dos "todoterreno" ocupados por oficiales de alta graduación. Se bajaron
y extendieron un mapa sobre el capó de uno de los vehículos. Cambiaron impresiones
con nuestro capitán y, transcurrido apenas un cuarto de hora, regresaron por donde
habían venido. Las primeras luces del alba asomaron por el horizonte. El capitán dio la
orden de desplegarnos e iniciar la marcha, avanzando hacia el oeste por ambos lados de
la carretera comarcal, hasta alcanzar las cercanías del pueblo de Fatarella,
desplegándonos en un movimiento envolvente y de aproximación al núcleo urbano. Fue
al comienzo de nuestro bautismo de fuego. Surgió una patrulla y nos dio el alto y sin
esperar respuesta abrió fuego sobre nuestras unidades. El intercambio de disparos duró
breves instantes ya que se trataba de un grupo de pocos efectivos, y, al darse cuenta de
que eran muy inferiores en número, dejaron de oponer resistencia y se entregaron. Era
una unidad de seis militares que sufrió dos bajas por nuestro fuego. Uno de ellos
falleció al poco rato. Le enterramos allí mismo, en las proximidades del pueblo. Ellos
nos informaron de que no había otras fuerzas en el lugar. El capitán indicó a uno de los
prisioneros que podían hacerse cargo de las pertenencias del fallecido.
Proseguimos nuestro avance bordeando la Sierra de Fatarella entrada ya la mañana, y
con el sol a nuestras espaldas hicieron acto de presencia, por primera vez, los "moscas"
(así bautizamos a los aviones de caza del bando republicano), que descendiendo sobre
unas alturas situadas al otro lado de un barranco, comenzaron a ametrallarlos en
sucesivas pasadas, contra un invisible enemigo. Su fuego era respondido con ráfagas de
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ametralladoras antiaéreas. Al poco rato, oímos silbar sobre nuestras cabezas el paso de
los obuses. Había entrado en acción la artillería. Alcanzamos unas alturas que
dominaban un valle cruzado por un riachuelo y más lejos, las casas de un pueblo en
tierra de nadie que más tarde supe que era La Puebla de Massaluca. Se nos ordenó parar
y abrir trincheras. A eso del mediodía se extendió el rumor de que nuestro avance se
había detenido, porque en el bajo Ebro, en la zona de Tortosa, no se había logrado
cruzar el río y tender puentes, para que unidades motorizadas propiciaran una ofensiva
con posibilidades de éxito. Así que, la euforia de los primeros instantes de aquel camino
de rosas se esfumó, gracias a la rumorología que en este caso resultó cierta. Esto sucedía
en Agosto de 1938.
Pocos días más tarde, pasaron un aviso para que el que hablara francés o alemán se
presentara en el puesto de mando. Acudí a la llamada. Un capitán me presentó a un
alemán con graduación de teniente. Mantuvo conmigo una corta conversación en
francés y a continuación, dirigiéndose al capitán le dijo: "C'est parfait, ça va". El dicho
teniente era experto en "guerra química"'. Esto me causó una sensación de cierta
intranquilidad, ya que daba la impresión, de que existía la posibilidad
que fuera
utilizada este arma en un futuro próximo.
A partir de aquel instante, siempre que las circunstancias lo permitían, se aleccionaba
a las distintas unidades de cómo se debía actuar ante la eventualidad de la utilización de
armas químicas. Aprendí cosas sobre esta mortífera arma, que jamás entró en mi
imaginación que pudieran llegar a formar parte de mis conocimientos. Se informaba a
las distintas unidades
que, si llegaba el caso, se distribuirían entre las unidades
caretas antigás y productos "adecuados". Jamás supe cuales eran dichos productos, pero
sí podría decirse que me convertí en "experto", entre comillas, en guerra química.
Meses más tarde recordé una frase de Díaz Plaja, que resultó profètica: "Cualquier
conocimiento que asimiléis y creáis que no sirve para nada, no lo echéis en saco roto,
quizás es que no ha llegado su momento".
Mientras esto sucedía, conocimos al comisario político de nuestra compañía,
Celestino Domínguez. Un personaje fuera de lo común, de cualquier forma que se
analice su personalidad. Un valor al límite de lo temerario y una crueldad fría y
despiadada, que me colocó en situaciones angustiosas que no tardaría en experimentar.
Despuntaba el día y los que no estábamos de guardia fuimos despertados por un
intenso fuego de artillería y la explosión de los obuses, que impactaban sobre nuestras
posiciones, que al instante se mezclaba con los silbidos de los obuses que cruzaban
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sobre nuestras cabezas, procedentes de las baterías republicanas. Un duelo artillero que
se prolongó durante un buen espacio de tiempo. Las primeras bajas se producían
acompañadas con gritos y lamentos desgarradores de las víctimas. Una breve calma fue
aprovechada para retirar muertos y heridos. El corto respiro fue interrumpido por el
roncar de gran número de bombarderos que descargaron su mortífera carga sobre
nuestras líneas. Esta situación se prolongó durante toda la mañana, en continuas pasadas
de los aviones que no lograban frenar nuestras baterías antiaéreas, a pesar de ser
derribado algún que otro avión enemigo. Entre el fragor de los estallidos, un
maremàgnum de quejidos y una inmensa polvareda, se originaba un sangriento
escenario de una tremenda carnicería. En tales circunstancias conocí a otro personaje
que me impactó tanto como el comisario Celestino Domínguez. Acudía de un lado a
otro atendiendo a los heridos con los primeros auxilios, vendando sus heridas, haciendo
torniquetes para coartar hemorragias, dándoles agua, etc. etc. Incluso cargando con los
que parecían más graves y llevándolos al puesto de socorro, ya que los camilleros no
daban abasto para acudir a un número tan elevado de bajas. Este punto de atención
estaba totalmente saturado, y muchos de los heridos fallecían antes de ser atendidos.
Tan sólo se disponía de dos sanitarios, los cuales poco podían hacer por los más graves,
con los medios tan elementales y escasos que tenían a su alcance. Su evacuación era
prácticamente imposible hasta que no llegara la oscuridad, pues los transportes rodados
no podían aventurarse a llegar hasta nuestras posiciones.
Esta persona se arriesgaba constantemente, acudiendo allí donde los que caían
heridos requerían ser auxiliados. Su nombre no se ha borrado de mi memoria, Aniano
García. Lo mismo que el del comisario Celestino Domínguez. Y, aunque parezca raro,
por las mismas razones pero por distintos conceptos. Ambos derrochaban valor y una
temeridad increíble en sus actuaciones, pero al mismo tiempo, Celestino mostraba una
crueldad sin límites, matando sin contemplaciones a los que presos del pánico, salían
huyendo abandonando su arma, incapaces de soportar aquel infierno de sangre y fuego.
Más tarde supe que era una regla generalizada, no escrita, en las guerras. Los mandos se
convertían en jueces y ejecutores para frenar las deserciones a causa del pánico. No
había lugar a apelación. Es un botón más de la tragedia que acompaña a cualquier
guerra, aun que ésta se considere justa. No hay nada más injusto que la propia guerra.
En nuestro flanco izquierdo se desarrollaba la acción más fuerte y violenta, pues el
fuego de artillería aumentó su intensidad. Los obuses de las baterías nacionales batían
las alturas y laderas del vértice Gaeta. Los camilleros no podían retirar tantas víctimas
21»
dejando a muchos sobre el terreno y ellos mismos, los camilleros, algunos eran abatidos
por la intensidad de los bombardeos que barría nuestras posiciones. Las bajas eran
importantes por ambos bandos, pues por el oeste del vértice Gaeta veíamos también a
los camilleros del bando nacional retirar a sus heridos. Decenas de combatientes
quedaban sobre el terreno. A eso de media tarde la situación se complicó aún más. Una
oleada de atacantes surgió entre un infernal griterío, lanzándose sobre nuestras defensas
de alambres. El fuego de nuestros fusiles y ametralladoras abatían las primeras líneas de
asaltantes. A pesar de nuestra resistencia, llegaron hasta ellas. Fue algo alucinante.
Montones de cuerpos quedaron colgando, inertes, sobre dichas defensas, y, los que les
seguían trataban de pasar sobre ellos sin cesar en su griterío, entre cuya jerga, para
nosotros ininteligible, parecía escucharse el nombre de Alá. Daba la impresión, o que
estaban drogados, o habían consumido una buena dosis de alcohol. Sólo así entiendo su
desprecio a la muerte.
Al anochecer, los nacionales habían conquistado el vértice Gaeta. Siguió un periodo
de calma, donde sólo podía escucharse el lamento de los heridos que yacían sobre el
campo de batalla. Los camilleros habían trabajado a destajo y también habían sufrido
bajas. Estaban literalmente agotados. No se les podía exigir más. No recuerdo a quien se
le ocurrió, a Barceló, o a Niubó, o a otro de mis compañeros más allegados, que dijo:
"De ésta, vamos a salir muy pocos para poder contarlo. Propongo que nos
intercambiemos objetos personales, o algo escrito, para el que sobreviva se comprometa
a entregarlo a nuestras familias". Estuvimos todos de acuerdo y así lo hicimos.
Cansados y todavía con la tensión de los combates sostenidos, nos recostamos sobre los
parapetos de las trincheras y tratamos de descansar. Así transcurrieron 4 ó 5 horas sin
escuchar un solo disparo.
Pasada ya la medianoche, fuimos advertidos de que debíamos prepararnos para una
acción. El capitán de nuestra compañía junto con el comisario Celestino,
nos
condujeron en dos camiones del ejército, a lo largo de un camino infernal, propio para
un "todoterreno", utilizando sólo las luces de posición. En cosa de media hora
(habíamos recorrido tan solo unos 10 km) llegamos a una carretera que, según supe más
tarde, conducía a Corbera, en manos de las fuerzas nacionales. Cruzamos dicha
carretera y seguimos un poco trecho más, finalizando nuestro recorrido en la ladera de
la Sierra de Caballs, en su vertiente este, hasta una casa rural en ruinas, donde ya se
encontraban los restos de otra compañía de nuestro batallón. Con los supervivientes de
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una y otra se rehizo una nueva unidad. El capitán de la nuestra se puso al mando ya que
el de la otra había muerto en el combate.
Todavía era noche cerrada. El capitán nos dijo que podíamos descansar a placer.
Teníamos todo un día por delante y al llegar a la puesta del sol seríamos informados de
nuestra misión, recibiendo las instrucciones pertinentes.
Con estas perspectivas nos dedicamos a conciliar el sueño, que bien merecido
teníamos, y más tarde a escribir a nuestras familias y a '"vagabundear" por lo que
quedaba de la masía hasta que, al atardecer, fuimos requeridos para ser informados
sobre nuestra misión.
Ante nuestro asombro fueron distribuyendo, por cada cuatro o cinco soldados, un
cencerro de ganado. A continuación, el capitán nos informó de nuestro objetivo.
Teníamos que recuperar, antes del amanecer, las posiciones perdidas el día anterior por
las fuerzas situadas en nuestro flanco izquierdo, que habían sido diezmadas. Nos explicó
la estrategia a seguir. Fue todo cuestión de una hora. Nos desplegamos en dos hileras,
una detrás de otra, avanzando por la ladera menos empinada. Se trataba de recuperar las
lomas situadas a la derecha de la cota más elevada. Era la medianoche. El capitán y los
sargentos habían sincronizado sus relojes. En la oscuridad reinante empezaron a
escucharse balidos de cabras y sonidos de cencerros que por momentos se iba
incrementando. Por
lo que supimos más tarde, gran número de cabras con sus
respectivos cencerros, eran achuchadas utilizando algunos perros, hacia las lomas
ocupadas por las fuerzas nacionales. Al mismo tiempo se nos dio la orden de iniciar
nuestro avance. Teníamos que converger hacia las lomas que se pretendía recuperar. Se
ordenó
a los combatientes que llevaban el cencerro colgado que se adelantaran,
haciendo sonar sus badajos. Si no fuera por las circunstancias, yo diría que era algo
cómico, o más bien grotesco. Pero tengo que reconocer que este ardid resultó totalmente
eficaz, convirtiéndose en un éxito total. Quizás el desconcierto que originó en el
enemigo, al ver llegar a sus posiciones atacantes con cuernos y cuatro patas, brincando y
balando, les dejó confusos y atónitos e incapaces de reaccionar a tiempo.
No había amanecido y las posiciones perdidas el día anterior se habían recuperado.
Esta acción se saldó con pocas bajas. Siguieron unas horas de calma, algo más de un
día. Ambos bandos necesitaban tiempo, para retirar a sus heridos y sus muertos del
campo de batalla, y a la necesidad de reponer fuerzas y vituallas. Transcurrido ese
periodo de agradecida tranquilidad el infierno se abatió sobre nuestras posiciones. Al
despuntar las primeras luces del alba, surgieron sobre nuestras cabezas los bombarderos
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nacionales, que comenzaron a descargar su mortífera carga en sucesivas oleadas, una
tras otra. Así durante toda la mañana. Nuestra artillería antiaérea fue acallada
definitivamente por los masivos bombardeos nacionales. Se habían terminado
los
momentos de calma. Se retiraba como se podía a nuestros muertos y heridos. El
comisario Celestino y Aniano se multiplicaban en esta labor apoyando a los camilleros.
Enterramos a los muertos. Enterramos es un decir. Les colocamos en huecos más o
menos profundos entre las grietas de rocas y los cubrimos con piedras, dejando alguna
señal que identificara el lugar donde habían sido colocados sus cuerpos. Entre ellos a
dos compañeros del Instituto, Barceló y Grimau. Guardé sus pertenencias por si algún
día podía entregarlas a su familia, tal como habíamos convenido.
Apenas hubo tiempo de culminar esta triste labor. La artillería nacional abrió fuego
sobre nuestras líneas. Seguidamente la infantería cargó sobre nuestras posiciones.
Cundió el pánico entre algunos combatientes, abandonaron sus armas y salieron
corriendo huyendo de un peligro, pero se encontraron con otro, el comisario Celestino
(¡qué nombre más sarcástico!). Con la mayor sangre fría fue abatiendo, con su pistola, a
los que se ponían a su alcance, gritando: "¡Cerdos, cobardes...! Cerca de allí, entre una
barahúnda de estallidos, olor a pólvora y una lluvia de cascotes, trozos de metralla y
piedras, corría hacia el puesto de socorro, cargando con un herido, Aniano, desplegando
como siempre, una actividad incansable. Tras él, unos camilleros transportaban a otra
víctima, cuando el estallido de una granada, alcanzó a uno de los camilleros, Celestino
me gritó: ¡"Maromo, coge la camilla"!. El cargó con el camillero herido y yo la camilla,
ayudado por el que resultó ileso. Llegamos al puesto de socorro antes que el comisario.
El responsable del puesto era un conocido de Barcelona. El hijo del propietario de un
establecimiento de electrodomésticos, radios y discos, situado en la Ronda de la
Universidad, cerca de la plaza del mismo nombre, donde los estudiantes comprábamos
alguna que otra cosa. Inmediatamente fue a atender al herido y al instante se vino hacia
mi. Me dijo: "Oye Cesar, no sé qué hacer..." Le contesté: "No te entiendo ¿Qué quieres
decir con esto?" No le dio lugar a contestarme, pues en ese instante llegó Celestino con
el camillero herido a cuestas. Con cara de irritación, por lo que él debió considerar una
actitud pasiva ante tales circunstancias, le gritó al enfermero: "¡Qué diablos haces ahí de
charla, atiende al muchacho!". Dejó al herido que él había transportado hasta el puesto y
algo debió ver en aquella escena que le pareció fuera de lugar. Se aproximó al herido
que el camillero y yo habíamos acercado al lugar de socorro y miró su herida. Entonces
presencié una de las escenas más crueles, si no la que más, que yo he presenciado en mi
22
existencia. Le atizó una patada en el costado, gritando la misma frase: "¡Maldito cerdo
cobarde! ¡Levántate!". El comisario se dio cuenta de que se había autolesionado. El
infeliz se agarró a las piernas de Celestino suplicando: "¡No me mates, no me mates...!"
El comisario sacó la pistola apuntando a la cabeza y disparó. No ocurrió nada, había
agotado la munición. Entonces gritó a su enlace: "¡Pégale un tiro!" El desgraciado se
levantó como un autómata, con la mirada vacía, perdida, como si ya estuviera muerto.
Un disparo del enlace, acabó con su vida.
Regresamos a nuestras posiciones que , a pesar del intenso fuego de los nacionales, se
mantenían. El capitán de nuestra compañía había caído herido y fue evacuado. El
comisario fue requerido para presentarse en el puesto de mando. Mientras la ofensiva de
las fuerzas franquistas se iba incrementando con nuevas oleadas de asaltantes. El fuego
de artillería había sido sustituido por un intenso fuego de morteros. La gran sangría de
bajas iba mermando nuestra resistencia. Me di cuenta de que aquello era el fin. La
desmoralización había hecho mella en todos. Pero aún me aguarda presenciar, dentro de
los horrores de una guerra que me había tocado vivir y sufrir, una de las escenas más
espeluznantes que pueda uno imaginar, que yo tacharía de sangriento surrealismo. A
unos diez o quince metros del lugar en que yo estaba situado, en la misma trinchera,
impactó uno de los obuses. Volaron por los aires mezclados, trozos de carne y
miembros humanos, metralla, piedras y jirones de ropa. La onda expansiva que originó
el estallido, fue de tal violencia, que a los que nos cogió próximos a ella, fuimos
lanzados contra el parapeto y, por unos instantes, nos dejó aturdidos. En medio de aquel
infernal maremàgnum acompañado de humo y polvo, surgieron las figuras de dos
personas casi irreales, cubiertas de sangre y harapos, una de ellas, portando en su mano
izquierda la parte del brazo derecho que la metralla le había seccionado. Arrastrándose
y en un gesto desesperado, intentó levantarse gritando: "¡Sanitario, sanitario ...!"
Apenas puesto en pie, cayó desplomado. Murió desangrado. El otro no corrió mejor
suerte. No había dado ni siquiera media docena de pasos, cuando se derrumbó. La
guerra le hace a uno insensible, a fuerza de convivir con sus horrores. Esto ocurría en
cualquier día del mes de Diciembre de 1938.
Era consciente de que habíamos llegado a una situación irreversible. La aviación
republicana había sido borrada del espacio aéreo. La artillería hacía tiempo que fue
acallada por los bombardeos masivos. No sé a qué esperaban nuestros mandos para
ordenar la retirada.
23
En plenas reflexiones harto pesimistas, las fuerzas nacionales iniciaron una nueva
ofensiva con unidades frescas, en tanto que nosotros, las fuerzas republicanas, nos
hallábanlos exhaustos y agotados, sin recibir relevo alguno desde hacía tanto tiempo que
ya lo había olvidado.
Por el flanco que cubría nuestra sección, bastante reducida en sus efectivos, se
desplegaban las fuerzas nacionales en número cuatro veces superior, conducidas por un
capitán que enarbolaba una bandera nacional en una mano y una pistola en la otra,
haciendo gala de un arrojo y valor que sin duda contagiaba a su gente. Muchos eran
abatidos pero los demás seguían avanzando. El que parecía inmune a las balas era el
capitán.
Ante la avalancha que se nos venía encima, nuestro sargento, un alemán curtido en
estos lances, ordenó la retirada hacia posiciones más favorables, próximas a la cima
recién conquistada, pues era evidente que en breves instantes, dada la superioridad
numérica de nuestros atacantes, seríamos arrollados.
En nuestras mentes (estoy seguro de hacerme eco del pensamiento del resto del
grupo) cundía el deseo de batirnos en rápida retirada, pues ni el sargento, ni los
voluntarios extranjeros, ni los españoles, queríamos exponernos a caer prisioneros.
En estos instantes de incertidumbre ocurrió algo inesperado. Cuando las unidades
atacantes se hallaban a menos de 25 m de nuestro grupo (reducido a una docena de
efectivos), surgieron cuatro personas por el flanco derecho de las fuerzas que nos
acosaban. A estas cuatro personas las identificamos inmediatamente, eran el comisario
político y su ayudante, el teniente Malpesa y el teniente alemán experto en guerra
química. Con decisión inaudita se metieron literalmente entre la masa de atacantes,
conducidos por su valeroso capitán, disparando a diestra y siniestra, abatiendo a cuantos
hallaban a su paso. Estos, al portar rifles, no disponían de la agilidad necesaria para
manejar su arma. Mientras, el enlace, desde una posición a cubierto colaboraba
eficazmente con su rifle. No me cabe duda alguna de que esta operación la habían
decidido, dada la urgencia de las circunstancias, sobre la marcha.
Nuestro sargento no tardó en darse cuenta, desde nuestro "observatorio"
privilegiado, que el objetivo de los recién llegados era el capitán que enarbolaba la
enseña y con su arrojo, enardecía a sus fuerzas contagiándolas de su espíritu combativo,
acompañado todo ello con estrofas guerreras y consignas bélicas.
Lo que estoy relatando, desde que aparecieron en escena las cuatro personas
mencionadas, se desarrollaba a velocidad de vértigo, apenas duró un espacio de breves
24
segundos. El capitán, al darse cuenta de lo que sucedía en su flanco derecho, se revolvió
con rapidez y al más próximo, el comisario, que había llegado a unos 6 ó 7 m de él, le
disparó, acertando en el blanco, pero, quizás por la rapidez de la acción, la herida no era
grave, pues tras caer al suelo, Celestino se levantó inmediatamente. Estos instantes que
invirtió el capitán para deshacerse de su enemigo más próximo, fueron fatales para él,
ya que el teniente Malpesa, situado a poca más distancia y más diestro que el comisario
en el uso de las armas, no falló y sus certeros disparos abatieron al capitán, hiriéndole de
muerte.
La situación dio un giro de 180° . Todo el empuje de las fuerzas que nos acosaban
sufrió un colapso, al ver derrumbarse lo que era el símbolo y motor de su euforia bélica.
Nuestro sargento no lo dudó ni un instante. Se dio cuenta inmediatamente del momento
psicológico que atravesaba nuestro enemigo y empezó a gritar: "¡Vorwàrts! ¡ Vorwàrts!
"¡A por ellos!". Y con enorme entusiasmo inició las estrofas del himno de nuestro
batallón: "Rührt die Trommel, feilt die Bajonette,..." Todos le coreamos con energía, al
par que abandonábamos nuestras posiciones y nos lanzábamos en una acción con todos
los ingredientes de suicida.
Pero el sargento sabía lo que se hacía. El desconcierto había hecho mella en unas
unidades bisoñas en estas lides y que sus mandos fueron incapaces de atajar. Iniciaron
una tímida retirada que al instante se generalizó, convirtiéndose en apresurada, máxime,
cuando nuestros efectivos se vieron aumentados, inesperadamente, por otros que
aparecieron por allí.
Todos éramos conscientes de que aquélla era una situación ficticia. El teniente
Malpesa ordenó que regresáramos a nuestras posiciones de partida. Al hacerlo observé
que Celestino, con una pierna vendada, estaba junto al capitán abatido por el teniente.
Todavía estaba con vida. Asía con su mano derecha un crucifijo que colgaba de su
cuello y le había pedido agua al comisario. Malpesa se acercó y le preguntó al herido si
deseaba formular
algún deseo que él pudiera satisfacer.
Este le contestó
afirmativamente. Que no abandonáramos su cuerpo sobre el terreno, a merced de las
alimañas y su tumba fuera cubierta con la enseña nacional que el portaba y con su gorra.
A continuación, sin el más mínimo signo de resentimiento, sus últimas palabras,
dirigiéndose a Malpesa, fueron: "Tu sabías lo que hacías". O sea, que él hubiera actuado
igual. Supongo que éste era el significado de su respuesta. Por éste y por otros muchos
detalles y bajo la perspectiva del tiempo transcurrido, no entenderé nunca las razones de
cualquier guerra.
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El último recibo que remití a mi padre para que cobrara la diferencia de haberes, se
lo envié desde el frente del Ebro, exactamente el 31 de Diciembre de 1938, tal como
reza el original y que acredita el sello de la Generalitat, departamento de Cultura. Mi
padre ya no pudo hacerlo efectivo. Sólo dispuso del tiempo suficiente para presentarlo y
que se lo sellaran.
Apareció el comisario con un capitán que venía a relevar al herido. Más tarde nos
enteramos de que era un veterano sargento del ejército y que, debido a la carencia de
mandos, lo habían asimilado a capitán. Recibimos órdenes de mantener, a cualquier
precio, nuestras posiciones hasta el anochecer. Comprendimos que se acercaba el
momento de la retirada y, lo que se pretendía, era iniciarla en las mejores condiciones
posibles aprovechando la oscuridad de la noche y sin que el enemigo se apercibiera.
Aquellos fueron los últimos momentos que pisamos la Sierra de Pandols de tan trágicos
y dolorosos recuerdos por los amigos caídos, durante las sangrientas jornadas
transcurridas en sus laderas. También fue la última vez que vi al comisario Celestino
Domínguez y jamás supe qué fue de él.
Bien entrada la noche emprendimos la retirada en fila india y guardando el más
absoluto silencio, no sin antes haber prendido, a lo largo de las posiciones que
ocupábamos pequeñas hogueras espaciadas. Eran las 9, la hora fijada. Emprendimos la
retirada a buen ritmo y en unas 3 ó 4 horas, bordeando la Sierra de Cavalls y siguiendo
por la carretera de Aseó, llegamos a las proximidades de esta población. Allí se nos
informó de que nuestra compañía había sido designada para señalar el camino hasta la
margen del río, desde donde partía un improvisado puente de tablas situado sobre
barcas, con el objetivo de que los que iban llegando no se confundieran. Reanudamos la
marcha y alcanzamos el ferrocarril. Seguimos por él hasta la caseta del peón caminero y
allí se nos indicó que habíamos llegado al punto clave de la retirada. Justo enfrente de la
caseta, a unos 50 metros se hallaba la margen del río y el improvisado puente citado. El
cruce de la pasarela debía hacerse espaciado, para evitar que la fragilidad del tendido no
sufriera un daño irreversible. El cruce del río debía efectuarse antes del amanecer.
Teníamos 5 horas por delante. No fue necesario tanto tiempo.
Nuestra unidad había sufrido una enorme sangría. Al reagruparnos en la orilla
opuesta y efectuar un recuento, se confirmó que nuestras bajas superaban el 60%. El
punto de referencia del cambio de dirección en el recorrido era la caseta del peón
caminero. Sorteamos las guardias entre seis. Dos por turno. A mi me correspondió la
última. Entré en la caseta a descansar y eché una ojeada a mi alrededor. Sólo
26
GSSHA |BEHTOMíiU láSflEí<l>E2, PROFESOR UKL GRUPO ESCOLAü "BDUEAxíDO 3ENOT"
\\
BS LA OBNEHALIDAD DE CATALUÑA:
Autorizo a ral padre Agustín Bartomeu y Sancho, par«. que en
tai nombre, cobre l a d i f e r e n c i a do haberes del caes «Je l a f e :•
oh», que por el cergç a r r i b a iudicado me corresponde p e r c i b i r , f
II de Diciembre de 1938.
BL
disponíamos de un par de velas. En aquella reducida estancia había sacas de
correspondencia acumulada, un hornillo y diversos utensilios. Se me ocurrió matar el
tiempo cometiendo una indiscreción, pero pensándolo bien, creo que a nadie le
importaría. Comencé a tomar cartas de la primera saca que me vino a mano, leyendo los
nombres de sus destinatarios y parte de su contenido. Cual fue mi sorpresa cuando,
después de echar un vistazo a una docena de ellas, la siguiente aparece como
destinatario mi nombre. Era de una muchacha que conocí durante la preparación de las
oposiciones en el local del Paseo de Gracia y que más tarde fue mi esposa. Estaba
enfrascado en la lectura de la misiva cuando mi compañero me advirtió que estaba
pasando el último grupo en retirada. Guardé la carta y salí. El capitán nos indicó, que
como el cruce del río se había efectuado antes de lo previsto, nos mantuviéramos en
nuestro puesto hasta completar el tumo de guardia, por si llegaba algún rezagado.
No había transcurrido ni media hora desde que el capitán nos dejó, cuando
percibimos que alguien se aproximaba. Dimos el alto pronunciando la palabra clave.
Recibimos la respuesta correcta. Cuál sería nuestro asombro cuando vimos aparecer
entre las sombras a Aniano García, cargando con un herido sobre sus hombros.
Corrimos a su encuentro y nos hicimos cargo del lesionado. Ante nuestra perplejidad,
Aniano volvió rápidamente sobre sus pasos por donde había venido. Le gritamos:
"¡Aniano, qué haces! ¡A dónde vas!". Nos contestó: "He dejado en la carretera..."
Nuestra sorpresa fue mayúscula. No podíamos creerlo. Le dije a mi compañero que se
quedara y salí tras él. Efectivamente, había otro herido en la camilla. Entre los dos le
llevamos hasta la caseta. Allí sería recogido para su traslado a la orilla opuesta.
Hoy en día, la gesta realizada por Aniano, me parece algo humanamente imposible. A
la camilla le había atado, en sus asideras delanteras un correaje que a su vez lo había
sujetado a su cuerpo a modo de cinturón. Así pudo trasportar a un herido en la camilla y
el otro, cargándolo en sus hombros. Expresado de tal forma, parece razonablemente
posible que tal hazaña pudiera realizarse. Lo que ya no me entra en la cabeza es que,
para culminar su objetivo en tales condiciones, tuviera que caminar, como mínimo, un
recorrido de unos tres kilómetros.
Mi compañero se había acercado a la pasarela advirtiendo lo ocurrido. Fueron los
últimos instantes de nuestra permanencia en las márgenes del río Ebro. Desbaratamos la
pasarela y nos aproximamos a una carretera comarcal, donde esperaban media docena
de camiones. Se instaló en ellos a los heridos y enfermos. Quedamos allí alrededor de
30 o 35 personas. Se nos dio a entender, que a partir de aquel momento la retirada se
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efectuaría por nuestros propios medios, evitando las carreteras principales. El objetivo
era alcanzar la frontera a toda costa (esto no lo decían los mandos, lo intuí por mi
cuenta), cruzando toda Cataluña de sur a norte, a través de una orografía complicada de
montañas, valles, tramos de carreteras comarcales, etc. etc. Sin avituallamiento y
careciendo de lo más imprescindible, contando sólo con el azar y nuestra capacidad de
supervivencia sobre el terreno. Emprendimos la marcha a media mañana. Sobre nuestras
cabezas sobrevolaban aviones de reconocimiento.
A media tarde llegamos a Lloá (estamos en enero 1939). Era un día nublado y
lloviznaba ligeramente. Era un pequeño pueblo, y nos aproximamos a una de las
primeras casas solicitando cobijo para resguardarnos. Nos cedieron un establo al que
nos acompañó una muchacha del pueblo. Poco más tarde se acercó la dueña del establo
acompañada por la muchacha , un hombre entrado en años y otras tres mujeres del
pueblo. Nos ofrecieron algo de comer y un par de botas de vino. Estoy seguro de que
aquella pobre gente no andaba sobrada de alimentos. Más tarde tuve ocasión de
conversar con la muchacha y le pregunté si tendrían algún calzado, alpargatas o botas
viejas que no les sirvieran, pues las mías estaban destrozadas, prácticamente caminaba
sobre mis plantas que las tenía hechas polvo. Me trajo un par de botas de campo en
bastante buen estado. Me dijo que eran de su hermano, del cual hacía varios meses que
nada sabían de él. Se lo agradecí sinceramente. Pasamos la noche "confortablemente".
Antes del amanecer reanudamos nuestro camino, en silencio, para no despertar a
aquella buena gente. La llovizna había cesado, pero el cielo permanecía cubierto. A todo
esto, el capitán se acercó a mi diciéndome que el comisario le había informado de que
yo conocía bien Cataluña, por si en algún momento necesitaba información sobre el
terreno que pisaba. Por lo visto había llegado el momento. Caminamos un buen trecho y
en un lugar que consideró apropiado, bajo un enorme pino, desplegó un mapa. Visto lo
que teníamos por delante, opiné que lo más seguro era seguir en dirección al macizo del
Montblanc, para evitar tropezamos con patrullas avanzadas de las fuerzas nacionales,
pues seguramente éstas, se moverían por carreteras principales que comunicaban
núcleos de población importantes. A todo esto, caí en la cuenta de que desde que
emprendimos la marcha a partir del Ebro, en el punto en que los camiones recogieron a
heridos y enfermos, Aniano García se había esfumado. Como en el caso del comisario
Celestino, fue la última vez que formó parte de mi vida durante las sangrientas jomadas
de la batalla del Ebro. ¿Qué sería de ellos? Un interrogante que quedará para siempre
sin respuesta.
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Al llegar a Gratallops hicimos un breve descanso y continuamos hasta Torroja.
Desde allí nos adentramos en un terreno accidentado que culminaba en cotas de poca
altura. Bordeamos el puerto de Alforja y descendimos hasta una carretera comarcal.
Todo transcurría sin contratiempo, hasta que bien entrada la tarde, cruzada la carretera
comarcal, cerca de Picamoixóns y próximos a la carretera de Valls a Montblanc, nos
tropezamos con una patrulla nacionalista. Nos habían visto antes que nosotros a ellos.
Hicieron unos disparos al aire y nos conminaron a deponer las armas. Creo que entre
nosotros nadie deseaba caer prisionero, y, mucho menos el capitán. Así que les hicimos
frente, máxime cuando nos dimos cuenta, de que no eran más de media docena de
efectivos y los nuestros una treintena. Así y todo nos causaron media docena de bajas.
De la patrulla, alguno debió caer. No teníamos otra opción que dejar a los heridos sobre
el terreno y abandonarlos a su suerte. Amparados en las sombras de un cercano
anochecer nos dirigimos a la ladera este del puerto de Lilla (era Enero de 1939).
Desde aquel momento, adoptamos todo género de precauciones al aproximarnos a
cualquier vía de comunicación, aún tratándose de caminos locales. Por tal motivo, al
llegar a las cercanías de la población de Montblanc, y observar movimiento de tropas
nacionales, que ya no se trataba de simples patrullas, nos internamos en la sierra,
dirigiéndonos hacia el norte, salvando barrancos y quebradas, subiendo y bajando
laderas, con lo que nuestro objetivo tropezaba cada vez con nuevas dificultades. La zona
de Montblanc tiene zonas muy peligrosas, que se convierten en trampas en la oscuridad
de la noche. Perdimos a tres muchachos que se precipitaron por un cortado. Escuchamos
unos alaridos angustiosos, y al aproximarnos al lugar de donde habían salido, sólo
pudimos apreciar un cortado sin fondo, de impenetrable oscuridad.
Cansados y hambrientos y algunos enfermos, seguimos nuestro camino. Perdimos la
noción del tiempo. No podría decir si fueron tres, cuatro o cinco días, cuando
alcanzamos las espaldas del Tibidabo, cubiertas por extensos bosques de pinos y entre
el verdor de los árboles, algún que otro chalet. Era temprano. La mañana de un día
cualquiera. Soplaba una ligera brisa, fresca pero agradable. Experimenté, por primera
vez después de tantas y tantas jornadas de angustia, de dolor y de muertes, la sensación
de una inmensa tranquilidad. Pronto volví a la cruda realidad. Una vez más, y fueron
tantas, me toco presenciar una de esas escenas tan crueles y despiadadas, como absurdas
e inútiles que puedan darse en una guerra. No esperaba esa reacción del capitán. Quizás
un arrebato de furia vengativa, por sentirse derrotado, se apoderó de él. En la terraza de
un chalé que nos cruzamos por el camino, apareció la figura de un hombre de mediana
32
edad, agitando una bandera nacional y acogiendo nuestra llegada con jubilosos gritos de
: "¡Viva Franco! ¡Arriba España!" Quedamos estupefactos y tardamos en reaccionar. El
hombre continuaba agitando su bandera y gritando "¡Viva Franco!". Indudablemente
tenía que estar ciego o padecer de una mala visión, pues confundir a un grupo derrotado,
andrajoso, cansado y con un aspecto más que deplorable, con la llegada de unidades de
un ejército victorioso, bien pertrechado y, hasta podría decir, acicalado, era inconcebible
y su error lo pagó caro. El capitán, furioso, se dirigió a una escalerilla que daba acceso a
la terraza y, sin entrar en ella, le descerrajó un par de disparos con su pistola. Vimos
caer al hombre, no se si muerto o herido, sobre la terraza. En aquel momento estuve
tentado de perderme y dirigirme a Barcelona. Lo pensé mejor y decidí seguir con el plan
que tenía in mente, no sin antes decirle al capitán que fue un acto sin sentido, y que
podía acarrearnos problemas si caíamos prisioneros, a él sobre todo. También los
demás, que escucharon mis palabras, me apoyaron. El capitán dijo que fue un acto
instintivo (¿?).
Desde aquel momento, la relación entre el capitán y el resto del grupo fue más bien
fría, limitándonos a conseguir el objetivo común de evitar caer prisioneros y alcanzar la
frontera. El mío era otro, aunque los demás lo ignoraban. Proseguimos nuestro camino,
y la iniciativa de escoger la ruta el capitán la había delegado en mi, por el conocimiento
del terreno en que nos hallábamos y que yo asumí sin dudarlo, pues tal circunstancia
facilitaba mis planes de dirigirme a La Roca, próxima a Granollers. Había previsto que
en dicho punto dejaría el grupo, para proseguir en solitario mi propia suerte. Era una
idea que venía madurando desde que iniciamos la retirada del río Ebro.
Caminamos por la ladera oeste de la sierra de Colceroles hasta alcanzar el Vallés. Al
llegar a este punto observamos que por la carretera de Barcelona en dirección a
Granollers circulaba algún que otro camión cargado de gente. A pie, no vimos ningún
grupo, pero sí algún coche. Tampoco observamos fuerzas nacionales, ni motorizadas, ni
a pie. Intuí que habrían hecho un alto al alcanzar Barcelona, o que estaban aplicando
aquello de: "A enemigo que huye, puente de plata". Llegamos a La Roca sin
contratiempo, bien entrada la noche. Toda actividad bélica parecía haber cesado. Un
éxodo en dirección a la frontera se había iniciado hacía ya varios días, según pudimos
constatar por los restos y objetos abandonado en las márgenes de la calzada: latas,
botellas, cascaras y pieles de fruta, papeles, etc. etc. Era de suponer que los más
rezagados, entre los que se contaba nuestro grupo, serían alcanzados y capturados en
cuanto las fuerzas nacionales se pusieran en movimiento. Esto es lo que quería evitar
33
respecto al buen fin de mis proyectos. Al capitán se le notaba nervioso e intranquilo,
evidentemente temeroso de caer prisionero, por eso creo que tomó una decisión estúpida
y que no servía para nada, dadas las circunstancias: establecer turnos de guardia para
pasar la noche (estamos en Febrero de 1939). A ésta, por demás inútil medida, no puse
ningún reparo. Incluso la apoyé ofreciéndome para el primer turno, ya que tal situación
facilitaba mis propósitos. Estableció dos puestos, por turno, que se situarían, uno en la
parte norte, junto al canal de riego que transcurría entre La Roca y Granollers y el otro
en el sur, junto a la carretera comarcal.
Era ya la medianoche, ocupé mi turno de guardia junto al canal. Transcurrida una
hora aproximadamente y, en un silencio que me hacía suponer que el resto de mis
compañeros se hallaban sumidos en el primer sueño, me despedí de aquel grupo, sin
anunciarlo y lo más sigilosamente posible, amparado por la oscuridad reinante, y
deslizándome a lo largo de la senda que transcurría paralela al canal en dirección a
Granollers. Una nueva singladura para mí. La Roca dista de Granollers unos cuatro
kilómetros. Los primeros 150 ó 200 m. los recorrí sumergido hasta la cintura, dentro del
canal, con objeto de que la silueta de mi figura no me delatase, ya que la vegetación
escaseaba en ese primer tramo y era noche de luna, a pique de sufrir una hipotermia ya
que hacía bastante frío y el agua no estaba precisamente templada.
Tan pronto salí del canal caminé ligero hasta avistar el pueblo. Al aproximarme a
sus aledaños, en el silencio que imperaba, se escucharon nítidamente, las campanadas
de la torre de la iglesia, desgranando las horas. Las tres de la madrugada. Crucé la
carretera por el sur del pueblo y emprendí el camino hacia Canovellas y Atmetlla del
Vallés, punto final de mi objetivo. Con ánimos renovados recorrí los últimos
kilómetros, y, cuando pisé los primeros metros del pueblo experimenté una sensación de
alivio y no pude evitar exhalar un profundo suspiro. Dejaba atrás, horas, días, meses de
combates sangrientos, de crueles escenas, de gestos abnegados, de valor, de muertes
absurdas, de asesinatos, diría yo... Todo un rosario de muestras de los horrores que
acompañan a todas las guerras.
En la Atmetlla solía pasar la época de verano la familia de los Melo. Su hija Carmina
era compañera mía de estudios del mismo curso, en el instituto Balmes. Nos unía algo
más que una simpatía mutua. Era como una atracción personal, preludio de cualquier
romance. Por eso mi empeño, tras la retirada del Ebro, de alcanzar la Atmetlla, ya que
ante la incertidumbre de lo que podría encontrar en Barcelona, desconociendo la suerte
que podía haber corrido mi familia, opté por lo más seguro, aterrizar en un lugar en el
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que sabía sería bien acogido. Nunca podré agradecer lo suficiente a la familia Melo todo
lo que hicieron por mi (era Febrero de 1939).
Era a media mañana cuando me presenté, maltrecho, sucio, desastrado, con barba de
muchas semanas, por lo que no es de extrañar que tardaran unos momentos en
reconocerme. Lo primero que me dijeron es que me metiera en el baño y me aseara,
después ya vendrían las efusiones. Me di un buen baño caliente que fue gloria pura y
por fin, pude relajarme por completo. Me proporcionaron ropa limpia de su hijo Juan y,
por primera vez en tantos meses que ya lo había olvidado, pude gozar del sueño en una
mullida cama. Me despertaron a media tarde para advertirme de que una patrulla se
acercaba por la carretera. Yo les había explicado mis intenciones de no caer prisionero.
Me dijeron que era mejor que me ocultara en el interior del pueblo, ya que la casa de los
Melo era un chalet de dos plantas, situado en las proximidades del acceso al pueblo. Me
llevaron hasta una vieja casona, cuyos dueños eran amigos, y me alojaron en un sobrado
o buhardilla. Allí estuve durante un par de días. Me comunicaron que por las noticias
que transmitía la radio, consideraron que ya no era necesario ocultarme. Las fuerzas
nacionales habían rebasado Gerona y se encontraban prácticamente en la frontera. Era
evidente que la guerra había terminado.
Permanecí disfrutando de la hospitalidad de la familia Melo un día más, ya que ellos
habían decidido regresar a Barcelona y llevarme consigo. Salimos al día siguiente y
llegamos sin novedad a la ciudad. Todo se había desarrollado según mis cálculos desde
que abandonamos el Ebro, por lo que podía considerarme afortunado, de haber
sobrevivido a tantas calamidades y peligros, y, a las que tantos otros, la mayoría, no
tuvieron la misma suerte. Era mediodía cuando entramos por la Diagonal. El aspecto de
la ciudad me recordó los inicios del conflicto, pero con los personajes invertidos.
Camiones y coches enarbolando banderas nacionales recorriendo las calles con el
objetivo, algunos de ellos, de localizar "rojos". Les dije que me dejaran a la altura de
Roger de Flor, que era donde habitaba mi tío Francisco, hermano de mi madre. Acerté,
pues allí se hallaban acogidas mi madre y mis hermanas Carmen y Maruja. El encuentro
fue, como os podéis figurar, de lo más emotivo, ya que me daban por desaparecido.
Abrazos y besos entre sollozos y risas. Estuvimos hasta bien entrada la noche
contándonos cosas. Mi padre había tomado el camino del exilio hacia Francia, como
tantas otras miles de personas, que no podían esperar otra cosa de los nacionales más
que duras represalias, en particular, aquéllas que habían ejercido algún cargo en la
Generalitat de Cataluña (Febrero de 1939).
36
A partir de tal fecha se trataba de sobrevivir partiendo de cero, ya que con la llegada
del nuevo régimen, la moneda de la República perdió todo valor, fue anulada. Conseguí,
por recomendación, un trabajo en la construcción, de peón, cargando camiones de arena
en la playa de La Mina, con una jornada de sol a sol, es decir, del amanecer al atardecer,
con un salario de 16 pesetas por jornada. Este y retirar escombros en la ciudad, eran los
trabajos más asequibles en los primeros días de la postguerra. Terminé con callos en las
manos y con una experiencia positiva. Aprendí a valorar el trabajo del más humilde de
los obreros. Sin ellos, los ingenieros y los arquitectos no podrían culminar sus
proyectos.
Así transcurrían mis días, cuando se esparció el rumor derivado de ciertas noticias
aparecidas en la prensa, que Franco pretendía ocupar Gibraltar. A los pocos días fuimos
requeridos, a través de la prensa y de la radio, todos los que habíamos servido en el
ejército "rojo", a presentarnos en las oficinas de reclutamiento de los distintos distritos.
Acogí esta noticia como un mal fario. La posibilidad de verme involucrado en otra
contienda. Fuimos incorporados al ejército nacional. Yo fui destinado a un grupo que
fue embarcado en vagones de ferrocarril, de transporte de ganado el 20 de Abril de
1939, con destino desconocido.
37
SEGUNDA PARTE DE LAS MEMORIAS DE CESAR BERTOMEU.
El viaje duró un par de días. Nuestro destino era Segòvia. En concreto el cuartel del 13
Regimiento de Artillería ligera. El trato que recibimos durante el recorrido fue correcto.
No notamos, por parte de los oficiales del ejército nacional, ninguna animosidad por las
circunstancia de proceder de lo que denominaban "ejército rojo". Entramos en el patio
del cuartel y nos distribuyeron en "baterías" (similar a "compañía" en el ejército de
infantería). No podía imaginar que en aquel preciso instante, entraba a formar parte de
una cadena de acontecimientos que nos llevarían a situaciones dramáticas e
imprevisibles. Nos asignaron un sargento de los que en el argot militar, llamaban
"chusqueros". Un hombre cercano a la cuarentena, inculto y con pocas luces. Por dicho
motivo creo que su carrera militar se había estancado, pues no daba para más. Supongo
que su mayor aspiración sería mandar sobre alguien y complacerse en humillarlo. Había
empezado con mal pie mi estancia en Segòvia. "Vamos a ver que clase de "rojillos" nos
han enviado". Con estas palabras comenzó a pasar lista con algún que otro chascarrillo
de mal gusto, de su propia cosecha. Fuimos ubicados en una amplia habitación en cuya
puerta rezaba: 2a batería. Al toque de retreta apareció el susodicho sargento para pasar
lista reglamentaria: "A formar los "rojillos". Empezó a pasar lista y al mismo tiempo a
desgranar "sus gracias". "El cabrón fulano de tal... el rojillo cagón... el caramono..." etc.
etc". Nadie se quedó sin su respectivo "apodo". Lo cierto es, que no queríamos darle el
gusto de demostrar que sus insultos nos molestaban.
Cuando el sargento salió de la estancia, cada uno hizo sus comentarios sobre el
personaje que nos había correspondido. También coincidimos en que se trataba de un
caso aislado y que sus superiores eran ignorantes del comportamiento de su
subordinado. Por tal motivo decidimos no dar importancia a los desahogos de tal sujeto,
mientras no se produjeran agravios "físicos". Antes de acostarnos, estuvimos
dialogando sobre la posibilidad de que esto pudiera producirse, dada la perversa
idiosincracia del sargento. Uno del grupo dijo: "Si a mí se atreve a levantarme la mano,
no respondo de mi reacción. Quizás me la juegue". Otros varios se manifestaron en el
mismo sentido. El resto, aún estando conforme por lo escuchado, adujeron que había
38
que meditarlo estudiando los pros y los contras. Lo cierto es, que habia unanimidad
respecto a que era necesario tomar alguna medida, para evitar que aquella situación se
agravara. Decidimos esperar a la próxima revista de diana, para ver el comportamiento
del sargento, a la vista del cual, sería el momento de tomar una decisión de acuerdo con
la actitud del personaje. Llegó la mañana del siguiente día y apareció un nuevo sargento
a pasar revista. Por lo visto el que nos amargaba la existencia, estaba indispuesto y por
lo tanto de baja. Durante vanos días gozamos de una tranquila normalidad que se
respira en cualquier cuartel, siempre que uno se atenga a las normas de disciplina en que
se asienta el mundo castrense. Me dediqué , durante el tiempo libre, a pasear y a
disfrutar de la ciudad y de sus entornos, descubriendo todos sus encantos que sólo
conocía por referencias. Una de las tardes, paseando a orilla del Eresma y contemplando
la majestuosidad del Alcázar, no puede resistirme a la tentación de escribir una poesía,
humilde pero sentida, con la certidumbre de que algún día la abandonaría.
Mis paseos eran en solitario, pues no hallé entre mis compañeros, ninguno
compatible con mis aficiones. Mantenía con todos ellos una buena relación, no más allá
de la convivencia cuartelaria.
Así transcurrían los días, dentro de una placidez sólo turbada por el recuerdo del
sargento que nos había correspondido en suerte.
Esta situación se mantuvo durante diez o doce días. Una mañana, al toque de diana,
apareció por la puerta el sargento de marras, con cara de pocos amigos, como si le
hubieran privado durante un tiempo de su distracción favorita: amargarnos la vida. Dio
la orden de: "¡A formar!" a renglón seguido empezó a pasar lista, utilizando el sistema
que tanto le divertía, adjudicando a cada cual el "apodo" que antes acudía a su
descerebrada mente. Por lo visto, no le hizo ni pizca de gracia que nuestra actitud fuera
totalmente impasible, antes bien, esbozáramos ligeras sonrisas. Esto le hizo perder la
compostura, pues al próximo que seguía en la lista, acercándose a él, le asestó un golpe
en el pecho con el revés de la mano, diciendo: "¡Esta guerrera está sucia!. ¡Eres un
cerdo! ¡Os quiero a todos bien aseados cuando paséis revista...!" Nos cogió a todos por
sorpresa. Se nos borró todo amago de sonrisa. Los acontecimientos que temíamos, se
estaban acelerando. El sargento se dio cuenta inmediatamente que su acción nos había
afectado. Esto le llenó de satisfacción. Dio fin a la revista dando un fuerte pisotón al
último de la serie, al tiempo que le recriminaba: "¡Eres un torpe, grandísimo animal...!"
Habíamos alcanzado el climax de la situación. Faltaba una pequeña chispa que hiciera
estallar el problema.
39
ós, inmortal Segòvia.
Adiós, cristalinas aguas,
que en lento y suave letargo
Sanan el-pie de tu Alcázar.
*Ya rauda y veloz,
te pierdes en la distancia,
ocultándose, tras Cas brumas,
las cumbres delÇuadarrama.
Adiós, Segavia, como saCudo
postrer que te ofrece mi alma,
un corazón triste,
vierte por tí una lágrima.
nía no volverán
aquellas doras pasadas,
a copiaren tu fcresma,
claros de verde mañana.
5V? las leyendas de pudra
que eternizan tus murallas,
volverán a recoger
voz de curiosas miradas.
Adiós, Segcrvia...
Sueña en La noclie tu Alcázar.
Segòvia a 20 de mayo de 1939.
C£/AC2,
Aquella mañana transcurrió en la sierra, en las estribaciones del Guadarrama,
próximo a "La mujer muerta", libres por unas horas de nuestro particular Vía Crucis.
Las maniobras finalizaron a media tarde y regresamos a nuestro acuartelamiento a la
hora del toque de fagina. No es necesario explicar por qué reinaba la tensión en nuestra
unidad, la 2a batería, al terminar la cena. Estábamos expectantes ante la proximidad de
la revista de retreta, por lo que pudiera ocurrir durante el transcurso de la misma. Sonó
el toque y se abrió la puerta. En lugar del "malo" apareció el "bueno". El desenlace de
la situación se postergaba. Alguien le preguntó al "bueno" qué le pasaba al "malo". Le
informó que no le pasaba nada, había ido a revisión, y que la lista de diana la pasaría de
nuevo el "malo".
Teníamos toda una noche por delante para reflexionar y tomar decisiones sobre la
actitud a tomar ante las más que probables, nuevas provocaciones del nefasto individuo.
Los más vehementes opinaban que había que terminar, de una vez por todas, con las
humillaciones a que nos sometía, tanto psíquicas como físicas, aunque estas últimas
podrían encuadrarse en el grupo de "ligeramente físicas", pero no menos humillantes.
Los más exaltados se mostraron a favor de una respuesta contundente. Otros más
sensatos, opinábamos que la agresión a un superior en el ejército tenía penalización muy
grave y más en los tiempos que corrían, recién terminada la guerra. Nos arriesgábamos a
un consejo de guerra sumarísimo. Alguien señaló que sería muy improbable que se
condenara a 60 personas a ser fusiladas, pues se levantarían voces, no sólo en España
sino también en el extranjero, queriendo saber cual había sido el delito que habíamos
cometido y por qué. Seguimos analizando los pros y los contras de la actitud que
íbamos a tomar durante buena parte de la noche. Nos adherimos a lo que alguien había
apuntado. Que sería difícil entender, dentro y fuera de España, que se condenara a ser
pasado por las armas a un grupo de más o menos 60 personas. Para ello era preciso que
todos nos comprometiéramos a asumir, llegado el caso, la responsabilidad colectiva. A
ello nos juramentamos. Nadie desertó ni puso objeción alguna. Esta decisión fue tomada
por un grupo de jóvenes que apenas habían cumplido 21 años, hacía cuatro días que
eran unos imberbes.
Las guerras, o te destruyen, o te hacen madurar a pasos agigantados. Amanecía un
nuevo día y con él el toque de diana. La suerte estaba echada.
Se abrió la puerta y apareció nuestro destino personificado en el denostado sargento.
Comenzó a pasar lista como era habitual en él, desgranando toda clase de insultos e
improperios, acompañados ahora de manotazos sobre la guerrera "limpiando", no sé
41
cual suciedad. Parece que la pasividad con que eran recibidas sus "gracias" le animó a
ser más expresivo. Por pura coincidencia, al próximo que nombró fue al que más se
había mostrado dispuesto a correr los riesgos que podría entrañar, responder utilizando
la violencia contra la agresividad del sargento. Dicho y hecho. Cuando se acercó a él le
dijo: "¡Eres un hijo de cerda, un ma...!" No le dio lugar a terminar la frase. Al mismo
tiempo que la iniciaba, había levantado su brazo con la evidente intención de atizarle un
revés en plena cara con el dorso de su mano. El agredido, ante la cara de profundo
asombro del sargento, agarró su muñeca antes que su mano impactara en su rostro. Casi
instantáneamente, su compañero de fila, le largó al agresor un tremendo puñetazo en
plena mandíbula. Esto fue como la señal de la participación colectiva, según lo
convenido la noche anterior. Una rociada de puñetazos y patadas se abatieron sobre el
personaje. El tumulto apenas duró un par de minutos. Los suficientes para que el
"desgraciado" quedara inconsciente y maltrecho sobre el suelo. Antes, alguien se había
encargado en pleno ajuste de cuentas, de cerrar por dentro el acceso al recinto. El ruido
que se formó fue escuchado en la batería contigua a la nuestra, e inmediatamente oímos
el intento de abrir la puerta y al no conseguirlo, escuchamos la voz perentoria del
sargento de la unidad próxima: "¡Abran la puerta! ¡Os lo ordeno!" Al desahogar nuestra
ira, nos habíamos retirado todos a un lateral de la estancia, dejando en medio de la sala
inconsciente, el cuerpo del sargento. Fui yo quien se acerco a la entrada y dio vuelta a la
llave. Entró el sargento, y al contemplar el panorama no pudo ocultar su cara de estupor
y asombro ante el espectáculo que tenía ante sus ojos. Inmediatamente ordenó avisar a
los camilleros que llegaron al instante y se llevaron al lesionado.
Nunca supimos, hasta que punto alcanzó la gravedad del estado en que habíamos
dejado al maltrecho sargento. Inmediatamente nos ordenó formar y se dirigió a todos
nosotros: "Supongo que os daréis cuenta de la gravedad del lío en que os habéis metido.
No importan las razones que tuvierais. Estáis en el ejército y las consecuencias que os
puede acarrear serán graves." No dijo más. Apenas había pronunciado estas palabras
entró un capitán acompañado de un teniente . Nos miró con ojos severos y dijo: "Los
responsables de esta acción que tengan el valor de dar un paso al frente". Todos, como
un solo hombre, avanzamos un paso. El capitán nos miró fijamente: "Supongo que os
daréis cuenta de que esto es un acto de rebelión". A continuación añadió: " La batería en
pleno queda arrestada, y no podrá nadie abandonar la estancia hasta nueva orden". Estos
hechos sucedían entre el 18 y el 19 de Mayo de 1.939. Cuando se retiró, entramos en un
proceso de intercambio de impresiones, plagadas sin duda alguna, de cierta dosis de
42
inquietud y nada agradables presagios, pero con un fondo de esperanza, pues no nos
pasó por alto que tanto la actitud del sargento como del capitán, diría yo, dejaban
entrever que conocían las causas que podrían habernos inducido a tomar tan drásticas
medidas. Decidimos tomarnos las cosas con filosofía y no adelantarnos a los
acontecimientos. Yo me dediqué a escribir a mi novia Matilde, de forma natural, sin
comentarios de lo sucedido ya que toda nuestra correspondencia pasaba por la censura.
Cuando sonó el toque de fagina, nadie se acercó a la batería. Como la orden que
habíamos recibido era taxativa, no podíamos salir hasta que no se nos ordenase.
Permanecimos a la expectativa. Pasó la hora del almuerzo y allí no apareció nadie.
Al haber transcurrido tanto tiempo, más de cuatro horas después del incidente,
empezamos a albergar cierta esperanza de que el castigo no sería de carácter
irreversible. Seguramente, los mandos militares estarían evaluando el problema que
tenían entre sus manos, y no querían correr el riesgo de tomar decisiones precipitadas.
Nos quedamos sin comer. Algunos tenían unas cuantas galletas, otros chocolate y
alguna que otra bolsita de frutos secos. Se reunió toda la existencia comestible en un
montón y se repartió entre todos. Era tan poco que solo sirvió para engañar el hambre.
Si bien es cierto que en aquellos momentos, lo que más nos preocupaba no era
precisamente el hambre. Llegó el toque de retreta y más tarde el toque de silencio y
como si no existiéramos. El hambre ya se hacía notar, pero al mismo tiempo, también el
optimismo de todo el grupo iba en aumento. Eran muchas las horas transcurridas y entre
nosotros cundía el convencimiento de que, al no haber tomado nuestros mandos una
decisión, después de transcurrir todo el día, teníamos todas, o casi todas las
posibilidades de habernos librado de lo peor. Aquella noche, a pesar del hambre,
pudimos conciliar el sueño. Antes de acostarme, quise evadirme de los pensamientos
nada reconfortantes que se acumulaban en mi cabeza y, no se me ocurrió nada mejor,
que escribir a mi novia.
El toque de diana nos cogió, a casi todo el grupo, despierto y levantado. Habíamos
terminado nuestro aseo personal, se abrió la puerta, apareció un sargento y ordenó
formar. Pasó lista y nos indicó que cogiéramos nuestras pertenencias. Formamos
nuevamente y a continuación dio la señal de marcha, dirigiéndonos a la salida del
cuartel. En el retén de guardia nos fueron entregando bolsas con raciones de campaña.
Salimos del cuartel y en formación, cruzamos por la ciudad en dirección a la estación.
Nos mirábamos unos a otros con caras de interrogación. ¿Cuál sería el próximo destino
que nos aguardaba?. Al llegar al ferrocarril conseguimos hacernos con unos periódicos.
43
El sargento nos miraba con cierta curiosidad al ver que prácticamente devorábamos
las noticias, buscando cualquier detalle sobre lo acaecido en el cuartel. Nada de nada,
como si no hubiera ocurrido nada. Llegó un teniente y cambió unas palabras con el
sargento. Pronto apareció un tren de viajeros. Los dos últimos vagones estaban vacíos.
Los habían reservado para nuestro traslado. Nos dieron la orden de subir y ocupar los
asientos. Al pasar junto a una ventanilla en la que se asomaba un viajero, le
preguntamos hacia donde se dirigía el tren, nos contestó que a Valladolid.
Tardamos en llegar a la ciudad pucelana una eternidad, parando en todas las
estaciones y apeaderos. Dentro de lo pesado del viaje no nos vino del todo mal, ya que
nos dio lugar a escribir a nuestros familiares y novias, comunicándoles las novedades,
dejando pendiente de terminar nuestras misivas hasta tanto no llegáramos a nuestro
destino y conociéramos nuestras nuevas señas. Llegamos a Valladolid a las 10 de la
noche. En la estación nos esperaban tres viejos camiones del ejército, sin asientos, lo
que nos hizo suponer que no iríamos demasiado lejos, y así fue, llegamos a un extenso
bosque de coniferas, próximo a un pueblo llamado Pinar de Antequera, situado unos 5
kms. de Valladolid en la carretera que nos lleva a Puente Duero. Cruzamos un arco en el
que podía leerse: Parque de Artillería, n° 7.
Era un lugar que recordaba algunas zonas de Cataluña, con grandes extensiones de
pinares que yo había recorrido, por mi afición a la recogida de setas. Fue pues, una
agradable impresión que valoramos todos como una gran suerte, al comparar aquel
lugar con la estancia en un cuartel. Al mismo tiempo, nos hacíamos todos una pregunta:
Algo fallaba en aquel puzle en el que la última pieza no encajaba ¿cómo era posible que
ante la seguridad de recibir, un más o menos grave correctivo por nuestra acción, esto se
había convertido en unas "idílicas" vacaciones en el campo?. Desgraciadamente, poco
tiempo tardamos en averiguar que , la pieza última del puzle encajaba perfectamente en
aquélla, me atrevo a decir, rocambolesca situación.
Aquel recinto no estaba vallado. Estaba rodeado de alambradas y en uno de los
laterales se hallaban tres o cuatro grandes naves, si mi memoria no me falla. Cada una
de ellas capaz para albergar entre 100 y 125 personas. Nuestro grupo fue dispersado,
repartido entre todas las naves. Desde la campaña del Ebro, durante la cual había
existido un profundo lazo de amistad y afecto con mis compañeros, ese sentimiento
pasó a ser sólo un recuerdo. Cuando salí de Barcelona en dirección a Segòvia, no eran
amigos los que me rodeaban, eran nuevos conocidos, y nada más. Al llegar a Pinar de
Antequera trabé pocas amistades. Fueron pura coincidencia, todos catalanes, que
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congeniábamos en muchos aspectos. Recuerdo perfectamente sus nombres porque los
tengo anotados en el dorso de una fotografía: Luis Gasull; Balbino Digón; Antonio
Arechavala y Narciso Puig. Puede decirse, sin asomo de petulancia alguna, que su
amistad con mi persona les salvó la vida, excepto a uno de ellos. Narciso Puig. A su
debido tiempo, manteniendo el relato de los hechos tal como se desarrollaron
cronológicamente, conoceréis las circunstancias tan imprevisibles como desgraciadas
que coincidieron para que fuera yo, precisamente yo, quien le enviara al encuentro con
su fatal destino.
Cerca de la entrada había una edificación con varias habitaciones. Una de ellas era el
despacho del coronel D. Julio Sáez Ortega, jefe del Parque de la Rubia, del cual
dependía el Parque de Artillería n° 7. Había otras instalaciones, que más bien eran unos
habitáculos individuales, en cuyo interior se apreciaba una pequeña mesa de carpintero
y fijada a ella, una mordaza para sujetar piezas. Sobre la mesa, una llave inglesa y
alguna otra herramienta. Estos pequeños recintos estaban construidos con sacos terreros.
Distribuidos por toda la zona, se hallaban varias bocas de acceso a un subterráneo que
ocupaba buena parte del subsuelo del Parque, y convertido en almacén de munición
previamente desactivadas. Este era el escenario, descrito en breves rasgos, que darán
una idea del entorno.
Transcurrió nuestra primera noche con cierto optimismo y cierta expectación por
conocer la clase de actividades que nos tenían reservadas. Por la mañana, al toque de
diana y la correspondiente revista, fuimos distribuidos en grupos. A unos, nos
correspondió descargar unos camiones, creo que aquél día eran dos, otros fueron
ocupando los recintos antes descritos y otros a servicios diversos. Estas actividades se
alternaban siguiendo un orden correlativo. Al acercarnos a los camiones, se me abrieron
los ojos a la cruda realidad. La última pieza del puzle había encajado definitivamente en
su lugar, en su punto y hora. Los vehículos venían cargados con obuses que no habían
estallado y habían sido recuperados de los distintos lugares en que habían impactado.
Formamos una hilera y nos pasábamos, de uno a otro, las piezas que nos iba entregando
uno que se había situado sobre el camión. El último de la fila, depositaba su letal
mercancía a la entrada de los habitáculos antes referidos. Como es de suponer y no es
difícil adivinarlo, hasta que no finalizó la tarea de descargar los camiones, estuvimos
sometidos a una tensión que rayaba en insoportable. Estábamos en paz y volvíamos a
experimentar sensaciones parecidas a las que habíamos soportado en el Ebro.
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Al día siguiente, me correspondió el turno "benigno". Acoplado a servicios varios.
Tareas de limpieza, ayuda al taller mecánico o enfermería, etc., etc. Quizás lo hicieron
así para dar lugar a recuperarnos de la tensión sufrida en el anterior servicio. Pero me
faltaba experimentar lo que yo suponía, lo peor. Al tercer día me correspondía entrar en
el habitáculo. Un artificiero nos iba aleccionando sobre cómo debíamos actuar. Sujetar
bien con la mordaza el obús en vertical, y con la llave inglesa desenroscar lentamente la
espoleta. Esta operación era la más peligrosa y difícil, pues casi todas las espoletas
estaban dañadas por el impacto fallido. Lo demás era sencillo. Retirada la espoleta, se
dejaba a un lado y se procedía a retirar el fulminante, que se dejaba en otro lado de
forma ordenada. Muchas veces, demasiadas, la espoleta se resistía a ser desenroscada y
entonces el sudor bañaba nuestra frente. Cualquiera puede suponer, aunque sea a través
de un simple relato, la tensión a que estábamos sometidos durante la jornada. Después
de mi primera experiencia encerrado en aquel siniestro habitáculo, diría yo, me prometí
a mí mismo que ya no volvería a aquel agujero. Tenía que ingeniármelas para lograr mis
propósitos. A medio día, cuando nos dirigíamos al comedor, me acerqué al artificiero y
le pregunté: "¿Si estallara una de esas granadas que estamos desactivando, no
repercutiría en el parque?". Con la mayor naturalidad me respondió: "No, por eso el
trabajo se realiza dentro de los habitáculos y los sacos amortiguarían la onda
expansiva". No mencionó a la persona que estaría manipulando el artefacto, ni tampoco
hizo referencia alguna, a que pudieran originarse explosiones en cadena por el efecto de
simpatía.
Mientras consumía mi rancho, mi cabeza iniciaba un proceso de intentar imaginar
posibles alternativas, para tratar de encontrar una solución definitiva, ya que, en
principio había decidido que como inmediato, era abandonar el recinto tan pronto pasara
la revista de la mañana, lo cual suponía un riesgo. Esto me llevó a dar unos paseos por
el recinto, acercándome al edificio donde se hallaban ubicadas la oficina, la enfermería
y el retén de guardia, etc. En la fachada del edificio, junto a una de las puertas, había
una pizarra donde cada mañana aparecían notas y avisos. La mayor parte de ellas eran
para solicitar especialistas de diversos trabajos, los cuales debían presentarse en las
oficinas después de la revista de la mañana. Pensé, que quizás esto podría, con algo de
suerte, darme la oportunidad que buscaba. Así que al pasar revista por la mañana,
cuando el sargento pronunció mi nombre: "¡César Bertomeu"! Yo mismo contesté: "En
el hospital" (era la norma que cuando alguien había caído enfermo o lesionado, su
compañero anunciara su baja. Entonces el sargento procedía a pasar su ficha sin más)
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A partir de aquel momento, me preocupé de escabullirme sin llamar la atención. Me fui
aproximando a un lugar poco visible de las alambradas que circundaban el recinto,
busqué un espacio para colarme entre ellas y accedí al exterior. Me alejé entre los
cultivos de cereales y otras plantaciones y me las arreglé para pasar el día ofreciéndome
a los campesinos para ayudarles en su tarea a cambio de un plato de comida. Jamás me
hicieron una sola pregunta. Noble y buena gente la de aquellos campos de Castilla.
Durante el tiempo que permanecí en el campo, tuve tiempo de reflexionar sobre el
lugar a que había sido destinado. No se parecía en nada a un destacamento militar. No
hacíamos guardias. Sólo se nos utilizaba para realizar un trabajo peligroso y a mi
parecer absurdo. Si añadimos a esto, que las personas que se hallaban en aquel lugar al
que fui destinado, eran más bien de dudosa moralidad por su forma de conducirse (me
refiero a su forma de expresarse, empleando palabrería obscena y grosera). Muchos de
ellos eran nombrados y más conocidos por sus apodos: "El Negro", "El Navajas", "El
Chuleta", El Mamporro", etc. Por ello, ya no tuve duda alguna, de que aquel era un
lugar de castigo al que se nos había condenado para redimir nuestra culpa. Podría decir
que por el ambiente que allí se respiraba, podrían contarse con los dedos de una mano
las personas con las cuales yo podría sentir cierta afinidad, como ocurrió con Narciso
Puig, un muchacho que no me explico como pudo llegar allí, pues se trataba de un ser
apocado y tímido, incapaz de negarse a servir de "criado" a los cabecillas. Me daba
lástima.
Cuando se aproximaba la revista de retreta, emprendí el camino de regreso para estar
presente antes de la hora, pues mi ausencia podría considerarse un delito de deserción.
Este primer día de escapatoria se desarrolló sin contratiempos. Así que cada vez que me
correspondía ocupar el denostado habitáculo, procedía con el mismo plan, y así
continué, consciente de que no hay que tentar demasiado a la suerte. Por eso, cada día
me acercaba a la pizarra, con la esperanza de que apareciera en la misma algo a lo que
pudiera agarrarme. Cuando después de haber faltado 4 ó 5 veces a cubrir mi puesto,
utilizando la misma estratagema, comencé a sentir cierta desazón, pues entendía que se
estaba agotando mi ración de suerte. Así que, cuando aquel día me aproximé a la pizarra
y observé que se solicitaban "químicos", me lié la manta a la cabeza y decidí
presentarme. Los únicos conocimientos que yo tenía de química eran los del
Bachillerato y una pizca más, por mi relación con el que luego fue el esposo de mi
hermana Maruja, que era farmacéutico y trabajaba en los Laboratorios Hermes y
posteriormente llegó a ser Director de la Bayer en España.
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Ni corto ni perezoso me presenté en la oficina del Coronel. Estaba hecho un flan,
pero estaba decidido a agotar la más mínima posibilidad de hallar una salida a tal
situación. Esperé en la antesala apenas unos minutos hasta que escuche la voz del
Coronel: "Pasa". Entré, me cuadré: "A sus órdenes, mi coronel". Estaba escribiendo
algo. Levantó la cabeza y me miró como "inspeccionando" mis conocimientos. " 6 Tú
eres químico?" Me preguntó. Yo le contesté: "Exactamente aún no lo soy. Soy
estudiante, en periodo de prácticas". Siguió mirándome fijamente. "¿Dónde hacías tus
prácticas?. Contesté: "En el laboratorio de la Universidad y en los Laboratorios Hermes
de Barcelona". Siguió un corto silencio, sin dejar de mirarme fijamente. A continuación
me dice: "Escribe en la pizarra la fórmula del ácido sulfúrico". Me aproximé a una
pizarra que estaba colgada en una de las paredes de la habitación y escribí: SO4H2.
Seguidamente me indica que escriba la del cloruro de sodio. Escribo ClNa. Así continuó
con un par o tres de fórmulas más, que cualquier estudiante de Bachillerato no tendría
dificultad alguna en plasmar sobre el encerado. El aspecto de su cara y la forma de
mirarme me produjo la impresión que, a pesar de ser correctas las fórmulas, el coronel
tenía la intuición de que yo no era un químico. Así que dejando a un lado las fórmulas y
sin más rodeos, me largó: " Ni yo soy químico, ni tú tampoco. Vamos al grano". Giró su
sillón 180° y me mostró lo que tenía a sus espaldas. Al ver aquello, no puede reprimir
una expresión de incredulidad, que no pasó desapercibida para el coronel. Este me
preguntó: "¿Acaso estos obuses que estás viendo tienen alguna característica que tu
conozcas? ¿Podrías detallarlas?" Repuesto ya de la impresión,
le contesté
pausadamente, con aplomo y seguridad. "Mi coronel, el primero corresponde a una
munición cargada con un gas vesicante iperita. El segundo cargado con gas asfixiante
fosgeno; el tercero, con gas estornutatorio aminocloroarsina; el cuarto..." "¡Basta.
Basta!" No me dejó terminar. Su cara se le iluminó como si se hubiera quitado un gran
peso de encima. Se dirigió a mí, desde aquel momento, casi en términos coloquiales,
dejando entrever el lado humano que todo militar lleva consigo, oculto tras la rigidez y
disciplina castrenses, consustancial al servicio que prestan, llevados por su vocación. La
conversación que siguió fue entre dos personas, sin ningún protocolo militar. Me
preguntó: "¿Dónde aprendiste todo esto? Le expliqué cómo y cuándo. El coronel no
dejó de asombrarme. Me dijo: "Muchacho, siéntate y cuéntame todo lo relacionado con
este asunto detalladamente". Llamó al asistente y le mandó a por dos cafés. "¿Te
apetece, no?" Qué le iba a decir yo. Acepté y le di las gracias. Aquello se había
convertido en una charla de cafetería. En todo el tiempo transcurrido desde que me
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enrolaron a una unidad militar, jamás había experimentado tal grado de complicidad con
un militar y menos de alta graduación. Después de una prolongada conversación, en la
que contesté a todas las preguntas que me iba formulando, me comunicó que iba a
encomendarme una misión relacionada con el tema que habíamos tratado. Me dio el
encargo de escoger a cuatro compañeros y que después del almuerzo me presentara en
su despacho para recibir las correspondientes instrucciones.
Abandoné esta entrevista con el ánimo liberado de todas las tensiones pasadas.
Durante el almuerzo me puse en contacto con los compañeros que mejor congeniaba.
Balbino Digón, Luis Gasull, Antonio Arechavala y Narciso Puig. Les expuse el tema y
todos lo acogieron alborozados. Terminado el almuerzo, serían las tres o tres y media
de la tarde, me dirigí a los aposentos del coronel y pregunté a su ayudante si estaba
visible. Me informó, que había recibido órdenes expresas de llevarme a su despacho tan
pronto yo hiciera acto de presencia. Me condujo hasta la puerta, la abrió y entré
solicitando el correspondiente permiso.
"Pasa", me indicó. Me cuadré: "A sus órdenes, mi coronel". "Acércate y toma
asiento". En mi interior agradecí que continuara usando un tono informal al dirigirme la
palabra. "Vas a hacerte responsable de un grupo reducido de nueva creación. Para ello,
voy a imponerte los galones de cabo. Eso será mañana por la mañana, que te presentarás
a mí acompañado por tus compañeros. Te entregaré un sobre con las instrucciones
correspondientes y un talonario de volantes para los desplazamientos oficiales, que tú
rellenarás y autorizarás con tu firma, cada vez que alguien del grupo, por razones del
servicio, se traslade". Continuamos hablando sobre distintas cuestiones relacionadas con
el tema. El coronel era muy minucioso y no quería dejar nada a la improvisación. De
vez en cuando me preguntaba: "¿Lo has entendido bien? ¿Hay algo que no tengas
claro?" Ante mi afirmación de que no había ningún problema sobre lo que se esperaba
de mí, llevar a buen fin la misión que me encomendaban, me mostró su complacencia y
dio por finalizada la entrevista, no sin antes preguntarme una vez más: "Si te ha
quedado alguna duda, estamos a tiempo de resolverla". En ese instante, acudió a mi
mente una incógnita que bullía en mi cabeza desde el día en que aparecí por aquel lugar.
"Perdone, mi coronel, ¿Podría hacerle una última pregunta, no relacionada con el tema
de mi misión?". "Puedes preguntar y si está dentro de mis atribuciones, te responderé".
Mi pregunta fue: "A este destacamento llegan camiones cargados de obuses recuperados
de lugares donde impactaron y no estallaron. ¿No hubiera sido mejor, como suele
hacerse, hacerlos estallar o desactivarlos en el lugar donde cayeron, utilizando personal
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especializado? Se evitarían muchos riesgos. No solamente durante su traslado, sino
también, en su descarga y almacenaje". No me interrumpió ni una sola vez. Dejó que yo
terminara mi pregunta. En mi fuero interno pensé, que el coronel compartía mi opinión
y su contestación no hizo más que ratificarme en ella. Siguiendo la misma actitud
coloquial que había utilizado dirigiéndose a mi, respondió: "Muchacho, yo soy militar y
los militares nos basamos en la disciplina. Recibimos órdenes y las cumplimos, sin
preguntar". Si no dijo eso, fue algo muy parecido. "Gracias mi coronel".
Nos despedimos hasta el día siguiente por la mañana. Temprano, después del
desayuno, nos presentamos los cinco en el despacho del coronel. Allí nos esperaba con
su ayudante. Me entregó un sobre con el contenido que ya me había anunciado el día
anterior. No recurrió al saludo militar para despedirse de nosotros. Nos fue dando la
mano uno a uno, mostrando un aspecto de complacencia y añadiendo: "Buena suerte,
muchachos." Toda mi relación con el coronel se reducía, tan solo, a un par de días. En
ese brevísimo tiempo de convivir con una persona, llegué a la conclusión de que
muchas veces nos precipitamos en juzgar a nuestros semejantes. Su ayudante nos
acompañó hasta una furgoneta militar que nos aguardaba. Nos acomodamos en ella y le
indicó al chófer que se dirigiera a la carretera de Quintanilla. Los cinco nos miramos
unos a otros con un semblante de satisfacción que no podíamos ocultar. Dejábamos
atrás toda una pesadilla. Durante el recorrido, que apenas llegó a la hora, charlamos
animadamente y el ayudante del coronel que lucía las dos estrellas de teniente, intervino
en nuestra conversación, preguntándonos cosas relacionadas con nuestra estancia en el
ejército "rojo". Dirigiéndose a mi dijo: "Le caíste muy bien a mi jefe. Estaba
preocupado por resolver el problema que habían dejado en sus manos, referente a la
desactivación del arsenal de munición con gases".
Durante la conversación nos informó sobre nuestro próximo destino. Finca Retuerta.
Cruzamos el pueblo de Sardón de Duero y un par de kilómetros más adelante llegamos
a nuestro destino. Aquello no era una finca. Era un antiguo convento o un monasterio.
Adosado a él, un muro siguiendo un trazado rectangular formaba un extenso patio. En
dicho rectángulo, al lado opuesto del convento o lo que fuere, había un conjunto de
estancias, utilizadas como cuartel donde dormía la guarnición encargada de la custodia
del lugar. A continuación viviendas para un par de familias de campesinos que se
ocupaban de los huertos y en medio de dichas estancias estaba nuestro dormitorio, en
cuya puerta rezaba: GRUPO ANTIGÁS. Nuestra llegada fue recibida con cierta
curiosidad, tanto por la reducida guarnición como por el elemento civil del lugar. Salió a
53
recibirnos un paisano cubierto con una boina que saludó, con un apretón de manos al
teniente. Cambiaron unas palabras entre risas. Alguien había dicho algo gracioso.
Instantes después el teniente me llamó y me presentó a su interlocutor. "Este es Manuel
Poncela, artificiero". Es el responsable del arsenal y al que deberás consultar, si surge
cualquier anomalía en la mecánica de la desactivación de los obuses. El coronel espera
que forméis un buen equipo". A continuación dejamos nuestras mochilas en nuestro
aposento. El teniente me llamó para que le acompañara, junto con Poncela, para
mostrarme el arsenal. Entramos en el "convento" que ocupaba una gran superficie y
descendimos al sótano, extensísimo, que ocupaba todo el subsuelo del edificio. Estaba
repleto de obuses perfectamente ordenados y clasificados según el tipo de gas que
contenían. A primera vista, por su número, calculé que sería necesario un año o más
para desactivar todo aquel material.
Al salir de esta inspección ocular, nos dirigimos a la planta superior del edificio,
donde se hallaba el despacho del teniente que estaba al mando de una unidad de
vigilancia, responsable de la custodia y seguridad del edificio que albergaba el arsenal.
Nos recibió el citado oficial y el teniente ayudante nos presentó: "El teniente Delgado,
al mando de la unidad de vigilancia. Cabo César Bertomeu, responsable del Grupo
Antigás, cuya misión es proceder a la desactivación del arsenal químico." Hechas las
presentaciones, el teniente anfitrión nos invitó a tomar asiento y nos invitó a una copa
de vino de la ribera del Duero (la hora del almuerzo estaba próxima). Fue un rato
agradable. El teniente Delgado me dio la impresión de una persona sociable, natural, sin
rigidez militar. Finalizada la reunión cada cual tomó su camino. El teniente ayudante
regresó a Pinar y yo me dirigí al aposento que nos habían asignado. En la fotografía
adjunta, tomada en el patio de Finca Retuerta, aparece la totalidad del GRUPO
ANTIGÁS, y en el dorso de la misma, los nombres de cada uno del grupo. Abajo, lugar
y fecha.
Durante el almuerzo, tuvimos ocasión de entrar en contacto con los miembros de la
unidad de vigilancia, casi todos procedentes de tierras castellanas, campesinos recios,
fuertotes, con los que congeniamos rápidamente. Una cosa me llamó la atención.
Nuestro rancho era en buena parte diferente. Abundaba en productos lácteos y
mermeladas como postre. Más tarde me enteré de que, alguna autoridad de Sanidad
Militar había recomendado que los que "manipulaban" gases "venenosos", tenían que
tomar abundantes productos lácteos y mermelada (¿?). Una nueva experiencia había
comenzado para todos nosotros, los cinco, entrando en un periodo de normalidad que
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jamás hubiésemos podido imaginar. Aquello había pasado a ser para nosotros, pensando
en pasadas experiencias, como unas vacaciones pagadas. Un lugar con un encanto
natural, junto a la ribera del Duero, bordeada por alamedas y otras especies vegetales.
¿Qué más se puede pedir? Nuestro trabajo no era en absoluto penoso y ni siquiera
peligroso, a no ser que surgiera algún imponderable o algo imprevisto, cosa por demás
improbable. Estábamos exentos de turnos de guardia y toques de ordenanza. Excepto
por pequeños detalles (censura de nuestra correspondencia, comidas y limitado el
tiempo hasta las 10 de la noche, en que debíamos incorporarnos a nuestra estancia),
disfrutábamos de una independencia comparable a la de cualquier civil.
Entramos en relación con nuestros "vecinos" del piso superior. Una familia de
campesinos, los López Hergueda. El padre, la madre y la hija mayor se ocupaban de la
huerta de la finca y otras labores y la hija menor, María, nos lavaba la ropa y cosía los
descosidos. Eran personas humildes y con un gran corazón. Llegamos a sentir por ellos
un gran aprecio. Hacíamos "rabiar" a María cuando les decíamos a sus padres que era
nuestra novia.
A mediados de Agosto, nos enteramos de que en las últimas semanas se había
fusilado a más de cien personas, entre ellas a varias mujeres, lo que nos hizo pensar que
nos habíamos librado, no sé por qué razón, de correr la misma suerte(¿?).
Todas las tardes, a partir de las 5, quedábamos libres de nuestras obligaciones. Nos
desplazábamos a Sardón, que distaba unos dos Km. escasos, o nos acercábamos a
Quintanilla, a unos 6 Km.
Los sábados y los domingos eran festivos para mis compañeros, pero no para mí, que
tenía que rellenar los partes del trabajo realizado de lunes a viernes y enviarlos a mano,
con uno de mis compañeros, al coronel en persona.
Había destinado para este menester a Narciso Puig, pues se trataba de un muchacho
tímido y apocado, incapaz de relacionarse con muchachas del pueblo y en el baile local
permanecía solo en un rincón. Así le daba la oportunidad de que dispusiera a su antojo
de todo el día para acercarse a Valladolid, ir al cine, entrar en una pastelería o alquilar
una barca y remar por el Pisuerga. Estuvo encantado con mi decisión. Pero el sino de
algunas personas, viene marcado por una serie de circunstancias imprevisibles, que le
conducen inexorablemente a un fatal desenlace.
Llegó la Navidad y con ella las nostalgias de nuestras familias. Había transcurrido
más de seis largos meses sin disfrutar de un solo permiso, y aquellas fechas traían a
nuestras mentes recuerdos pasados que nos producían cierta melancolía. La familia
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López Hergueda, en su humilde condición y quizás dándose cuenta de que echábamos
en falta el calor de la familia, nos ofreció compartir con ellos tal festividad. Sin pensarlo
dos veces aceptamos complacidos, renunciando al "menú" extraordinario que nos
ofrecía la cantina del ejército. Aportamos , como no, nuestro granito de arena para tal
invitación. Contribuimos con unas botellas de vino, otras de cava y un par de tartas.
Como eran gente creyente, habían elaborado un humilde belén con un grupo de figuras
tradicionales: el niño Jesús, María y José, la vaca y el buey, corderos y pastores, la
aguadora y el río plateado. Como es lo propio en estas fechas y más en los pueblos, se
cantaron villancicos.
Todo transcurrió en un ambiente con calor familiar, lo que contribuyó durante horas
a que olvidáramos la lejanía de nuestros hogares. Pasó la Navidad y entramos en un
nuevo año. Dentro de las circunstancias y hallarnos lejos de nuestros hogares, debo
añadir que podíamos darnos por satisfechos. Nuestra estancia en Finca Retuerta se
parecía más a un lugar de "reposo" que a un cuartel, por los privilegios que gozábamos
por pertenecer al Grupo Antigás que daban por supuesto nuestros mandos, realizábamos
un trabajo peligroso.
Un buen día de primeros de año, me llamó a su despacho el teniente Delgado: "Veo
en tu correspondencia que pides a tu familia, tramiten la documentación para solicitar
prórroga de estudios, para convalidar los realizados en la zona republicana. Te propongo
lo siguiente. Yo soy teniente provisional y ahora que ha terminado la guerra, todos los
oficiales que están en mi situación, tenemos que someternos a un examen para adquirir
la condición de "efectivo". En álgebra y trigonometría estoy pez. Si tu me ayudas a
aprobar estas asignaturas, te aseguro que te conseguiré tu prórroga. Mi padre es general
y me echará una mano". Como no tenía nada que perder, acepté. A partir de aquel día
(finalizaba el mes de Enero), de 6 a 7 de la tarde, entraba en su despacho e iniciábamos
un repaso de los temas que se le atragantaban.
Se trataba de conocimientos elementales de las disciplinas que me había expuesto y
sobre las cuales, no había dificultad alguna para poder llevar a buen fin el compromiso
que había adquirido con el teniente, máxime, cuando éste se tomó en serio asimilar lo
más rápidamente posible, las clases que yo le iba impartiendo. Esta actividad fue
gratificante para mí, pues me recordó tiempos pasados todavía recientes en mi memoria.
Así fueron transcurriendo los días de forma rutinaria, sin novedades dignas de mención
y al llegar la primavera, mediado el mes de Abril, se acercó a mí Balbino y me propuso,
lo que a mí me pareció algo descabellado, ir a Barcelona, pues dentro de unos días era el
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cumpleaños de su novia y estaba loco por verla. Como es natural le contesté que
efectivamente estaba loco, pues si se marchaba sin permiso le podría acarrear graves
consecuencias. Me contestó algo que me dejó estupefacto. "No, si yo pensaba pedírtelo
a ti". Le contesté: "¿Quién crees que soy yo para darte un permiso?. Esta vez mi
asombro llegó a sus límites cuando escuché lo que pasaba por su magín. Me expuso:
"Verás. Cuando mandas a Narciso a llevar el parte semanal a Pinar de Antequera, tú le
entregas un volante autorizando el desplazamiento de "fulano de tal", para que se
traslade de Sardón a Pinar de Antequera en misión de servicio y regreso. Lo firmas tú y
lo sellas con el sello oficial. Lo que yo digo es, que extiendas un volante a mi nombre
autorizando mi desplazamiento de Sardón de Duero a Barcelona en misión de servicio
y regreso. Lo firmas y estampas el sello oficial. Lo demás corre por mi cuenta, y te doy
mi palabra de honor que no te involucraré en este asunto pase lo que pase".
En un principio me negué rotundamente, por la responsabilidad que recaía
exclusivamente en mi persona. Pero al intervenir en el asunto, Gasull, Arechavala y
Puig, apoyando a Digón si éste se autoinculpaba, en caso de surgir algún problema
durante el trayecto, y, aún pensando que cometía una "imprudencia temeraria",
claudiqué ante la unanimidad de criterio de mis compañeros. Dicho y hecho, a
regañadientes le extendí el volante y como mi tocayo, me dije: "Alea jacta est".
Desde el momento en que salió Balbino por la puerta, permanecí con cierto grado de
tensión y, por qué no decirlo, cierta intranquilidad. Afortunadamente, esta situación
duró una semana, el tiempo que Digón me había pedido. Cumplió su palabra y todo fue
como una seda.
Entramos en el mes de Mayo y el teniente Delgado había hecho grandes progresos
y él mismo lo reconocía así. Me dijo que había hablado con su padre de mi situación y
el compromiso que me había ofrecido. La respuesta que recibió fue que no habría
ningún problema. Así que con tal seguridad escribí a mi familia en tal sentido. En los
primeros días del mes de Junio, al finalizar nuestra tarea de desactivar obuses, me enteré
de que el teniente había salido de Finca Retuerta en dirección a Valladolid. En principio
di por sentado que se trataba de una diligencia normal, como había sucedidos otras
veces, pero al transcurrir 3 ó 4 días sin tener noticias, pensé que su ausencia sería debida
a los exámenes que tenía en puertas. Lo cierto es que no supe más de él. Transcurrían
los días con normalidad. Nuestra vida se deslizaba en plena rutina. Nuestro trabajo
diario. Nuestras salidas a Sardón o a Quintanilla. Alguna que otra escapada a Valladolid
y a pescar en el río. Seguro que nuestro servicio militar sería la envidia de los que lo
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estuvieran cumpliendo en otros lugares. El tiempo se deslizaba plácidamente y nada
hacía presagiar que las cosas cambiaran.
Llegamos así al mes de Septiembre. Nuestro trabajo de desactivar el arsenal de
gases estaba próximo a finalizar, sin haber sufrido contratiempos ni situaciones
alarmantes. Calculé que a finales del mes en curso o a lo más tardar, a primeros de
Octubre, el Grupo Antigás habría culminado la tarea que se le había encomendado. El
sábado, día 14 de Septiembre, con el parte de trabajo semanal, entregué a Narciso Puig
una nota para el coronel informándole de tal circunstancia, quedando a la espera de
nuevas órdenes. Al regreso de Narciso éste me entregó la respuesta del coronel,
felicitando a todo el grupo por un trabajo bien realizado y añadía que, oportunamente,
recibiría nuevas órdenes. Aquel día, para celebrar los parabienes de nuestro superior,
destapábamos una botella de cava que reservábamos para tal circunstancia. Fue la
última copa de cava que nuestro infortunado amigo Narciso apuró, antes de enviarle al
encuentro con su fatal destino.
El siguiente sábado, 21 de Septiembre, un sábado como otro cualquiera desde que
llegamos a Finca Retuerta, sobre las 10 de la mañana, entregué el parte del trabajo
semanal a Narciso para llevarlo y entregarlo al coronel en Pinar de Antequera. Fue la
última vez que vimos a nuestro infortunado amigo. Estábamos almorzando cuando
escuchamos como un lejano cañonazo. En principio no nos sorprendió, pero, a renglón
seguido, se pudieron escuchar una serie de explosiones continuas que culminaron con
un tremendo estallido. Aunque sonaba lejano, era lo bastante intenso para suponer que
algo gordo había estallado. Por la dirección del sonido , procedía del entorno de
Valladolid, nuestra ubicación fue casi instantánea: Pinar de Antequera. No nos
equivocamos.
Como estábamos aislados no teníamos forma de recabar información. Nuestra
inquietud iba en aumento, en particular por saber noticias de nuestro compañero, aunque
teníamos esperanzas de que, por la hora que era, hubiera entregado el parte y hubiera
salido del Pinar. Al llegar la tarde, sobre las 5, tuvimos las primeras noticias. Había
estallado el polvorín del Pinar. La confusión sobre el número de víctimas era grande. Se
hablaba de más de un centenar, más tarde se fue ampliando. Entre las víctimas se
hallaban el coronel y su hijo, que era artificiero.
Al llegar la noche y comprobar que no llegaba Narciso, un negro presentimiento
nos invadió a los cuatro. La última esperanza es que estuviera entre los heridos y no
hubiera podido comunicarse con nosotros. Temamos otro problema, no saber a quién
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dirigirnos ni a quién llamar desde el único teléfono que había en Finca Retuerta. El
despacho del teniente, donde se hallaba el teléfono, estaba cerrado y nadie sabía donde
estaba la llave. Aquella noche la pasamos fatal. Esperábamos que alguien del ejército se
acercara a recogernos, para colaborar en la ayuda que sería necesaria prestar en un caso
de tal envergadura, pero por lo visto nadie se acordó de nosotros. Supongo que al ser un
grupo tan reducido se olvidaron de nuestra existencia. A la mañana siguiente, domingo
22, decidimos trasladarnos los cuatro a Valladolid y acercarnos a Pinar de Antequera y
a La Rubia, para recabar información directa y ofrecernos para lo que fuera necesario.
El lugar del siniestro, en el que nosotros habíamos pasado varios meses antes de
incorporarnos al Grupo Antigás, ofrecía un aspecto desolador. Acerca del número de
víctimas corría el rumor de que podría estar próximo a las doscientas. Por muchas
vueltas que dimos acercándonos a los lugares de asistencia, no hallamos el más leve
indicio de la suerte que pudo correr Narciso. Regresamos a Finca Retuerta
profundamente afectados. En los primeros días de Noviembre recibí el permiso tan
esperado autorizando mi traslado a Barcelona. Esta noticia, que en otras circunstancias
la hubiera considerado como un regalo navideño anticipado, la acogí con cierto sabor
agridulce. Yo me iba y otro se quedaba para siempre.
Dicen que el tiempo todo lo borra. No es cierto. Han transcurrido seis décadas y
todavía acuden a mi mente recuerdos de una fecha: sábado, 21 de Septiembre de 1940.
Las 10 de la mañana. Como todos los sábados, a la misma hora, entregaba a mi
compañero, Narciso Puig, una hoja escrita con el parte semanal del trabajo realizado. Lo
que ignorábamos mi amigo y yo, ironía del destino, es que en dicha hoja también estaba
escrita su sentencia de muerte.
Sevilla 5 de Abril de 2004
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DOCUMENTACIÓN.
En la rememoración de estos hechos me faltaban dos datos fundamentales: uno era el
nombre del Coronel responsable del polvorín, gracias al cual salvé la vida, al enviarme
a Finca Retuerta. Segundo, la fecha exacta en que tuvo lugar la explosión que le costó la
vida a unas doscientas personas entre ellas al propio coronel y a su hijo. Sabía con toda
seguridad que se trataba de un sábado en el otoño de 1940.
Mi yerno Antonio Albert se ofreció a recabar información entre sus amistades de
Valladolid para intentar esclarecer ambas incógnitas.
José Manuel Hernández, profesor de Geografía e Historia en un Instituto de
Valladolid y su mujer Marisa Gallego tras consultar la hemeroteca del periódico El
Norte de Castilla en las fechas que le proporcionamos y no encontrar nada, lo comentó
con su suegro, el cual tenía un amigo que resultó ser el hijo menor del coronel jefe del
Parque de la Rubia y responsable del polvorín del Pinar de Antequera.
D. Julio Sáez Ortega ascendió a coronel en 1937.
Los hechos (según la narración del hijo menor del coronel que a la sazón tenía 15
años y que a él se lo contó el chófer de su padre) fueron los siguientes: Sobre las dos de
la tarde del sábado 21 de Septiembre de 1940, fiesta de San Mateo en Valladolid,
estando el coronel almorzando con su familia en el Parque de la Rubia recibió una
llamada telefónica informándole de que se había declarado un incendio en el polvorín,
sito en el Pinar de Antequera, distante unos cuatro Km. Inmediatamente se desplazaron
allí, el coronel, su ayudante el capitán Redondo, el maestro artificiero Carlos Sáez
Antón, hijo del coronel y el chófer.
Dice que cuando llegaron pretendieron cerrar los respiraderos de un montículo por
donde salía humo. En ese momento se produjo la primera explosión pillándoles de lleno
al coronel, a su hijo y al capitán. El chófer que se había quedado junto al coche, fue
desplazado contra un pino por la onda expansiva, sufriendo una fractura de clavícula y
una conmoción cerebral.
El balance final de fallecidos como consecuencia de las sucesivas explosiones fue de
152 personas entre las que estaría Narciso Puig.
EPILOGO
Mi yerno Antonio y yo, pensamos que sería un buen colofón dar fin a esta narrativa de
unos hechos acaecidos, hace ya seis décadas, regresando a lugares del pasado que tanto
significado, diría más, influyeron de forma decisiva en mi supervivencia. Este periplo
nos condujo a dos lugares clave: Abadía Retuerta y Pinar de Antequera.
El viernes, día 4 de Junio del 2.004, iniciamos el recorrido. Salimos de Sevilla a las
6 de la mañana. Almorzamos en Peñafíel y a renglón seguido tomamos la dirección de
Quintanilla de Arriba. Rebasada esta población, a un par de Km. se halla la Finca Vega
Sicilia, con sus hermosos viñedos, origen de sus ya famosos vinos de la ribera del
Duero, cuya tradición vitivinícola se remonta al siglo XII. Un paso más adelante nos
sorprende tropezamos con un gran hotel de cinco estrellas, el Hotel Arzuaga, de,
relativamente, nueva construcción, la cual no desentona con el paisaje. Sus muros,
construidos con grandes bloques de piedras rectangulares, dan la impresión de que se
haya querido darle un cierto aspecto monasteril. En dicho hotel, y por pura casualidad,
encontramos a un obrero que había trabajado en la restauración de la Abadía Retuerta.
Esta persona nos informó que, en el Mesón de Quintanilla de Onésimo, paraba todos los
días un tal "Peroles", apodo por el que era conocida toda la familia. Nos dirigimos allí y
en la plaza del pueblo entramos en el mesón, pedimos unos refrescos y a la señora que
nos atendió le preguntamos por el tal "Peroles". En el salón había sólo una persona
viendo la televisión. La que andábamos buscando. Charlamos con él y le expusimos
nuestros deseos. Conocer todo lo relativo a la Abadía desde mi experiencia de los años
1.939 - 1.940. Fuimos de sorpresa en sorpresa. Nos informó de que, aparte de sus
propios recuerdos, el que podía facilitarnos más detalles y con la máxima autoridad, en
lo concerniente a la Abadía, era su propio hijo Manuel de la Rosa Pérez que era el
encargado de atender visitas y otras actividades relacionadas con los dueños del
complejo. Abadía Retuerta, con sus extensos viñedos, había sido adquirida por el
Laboratorio Novartis. A nuestro parecer, esto fue una circunstancia esencial para que
éste magnífico conjunto fuera rehabilitado y recuperase su verdadera dimensión
monumental, digna de ser admirada.
Nos hicimos una fotografía frente a la misma puerta y ventana que aparecen en otra,
realizada el 10 de Noviembre de 1.939, en la que figura el Grupo Antigás. Mi yerno y
yo salimos muy satisfechos de tal visita. Manuel de la Rosa me solicitó que le remitiese
una copia de dichas fotos, tanto de la antigua como de la actualizada para incorporarlas
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al museo de la Abadía, como un elemento más de las efemérides por las que transcurrió
la historia del monumento.
Al despedirnos de nuestros nuevos amigos y dejar atrás unos emotivos recuerdos,
tuve la sensación, por unos instantes, de haber regresado al pasado y en mi mente el
rostro de mi compañero Narciso.
Llegamos a Valladolid y los amigos de mi yerno habían organizado una reunión con
el hijo del coronel Julio Sáez. Fue un agradable encuentro y una satisfacción para mi, ya
que tuve la oportunidad de conocer al hijo del militar, cuya existencia desconocía, y,
que a su padre debo, mi alejamiento de aquel nefasto lugar, el "Destacamento" de Pinar
de Antequera. Ante mi petición, no tuvo inconveniente en facilitarme una fotografía de
su padre, para que aparezca en la breve descripción de su personalidad que relato en
estas memorias, desde mi subjetivo punto de vista.
El sábado, día 5 de Junio, nos acercamos a Pinar de Antequera, al lugar donde
estaba ubicado eP'Destacamento", tratando de hallar vestigios de la gran explosión
ocurrida el sábado 21 de septiembre de 1.940. Nuestros amigos de Valladolid, guiados
por los datos que yo les iba facilitando, no tardaron en localizar a unos 350 ó 400 m de
la carretera de Valladolid a Puente Duero, en los límites occidentales del pinar, una
especie de cráter o enorme socavón, que no dudaron en relacionarlo con el desastre
mencionado. En el fondo de dicho socavón había agua. Con esta última inspección
dimos por finalizada nuestra visita a lugares del pasado, testigos de los hechos que se
relatan en la segunda parte de mis memorias.
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Fotografía hecha por mi yerno Antonio Albert, de la reunión que nos prepararon
nuestros amigos de Valladolid el día 4- VI -04, después de visitar la Abadía Retuerta.
Dando la espalda y de izquierda a derecha:
Con camisa rosa, el Sr. Gallego, suegro de D. José Manuel Hernández, catedrático de
Geografía e Historia (con camisa amarilla). Junto a él, su esposa Marisa Gallego.
De frente y de izquierda a derecha:
César Bertomeu Menéndez y con traje y corbata D. Juan, hijo menor del coronel D.
Julio Saez Ortega.
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DOCUMENTOS QUE SE ADJUNTAN
F
Título de funcionario del Cuerpo Administrativo de la Administración Civil del
Estado, con fecha de 21 de Febrero de 1983.
2o Solicitud de reconocimiento de antigüedad y por tanto de jubilación, con fecha 17 de
Septiembre de 1.985
3 o Fotografía del coronel D. Julio Sáez ortega, tomada de otra enmarcada, en la casa de
su hijo menor, en Valladolid.
4o Diario Oficial de la Generalitat de Catalunya, n° 183 Viernes, 2 de Julio de 1937,
donde se me adjudicaba plaza de Maestro en Manresa.
5o Canciones que cantaban los brigadistas internacionales de origen alemán, enrolados
en el 4o batallón Thálmann, de la XI Brigada Internacional.
6o Sobre mapa, lugar por donde atravesó el Ebro el batallón Thálmann y sector en el que
nos movimos durante la "batalla del Ebro".
7o Recibo original, remitido a mi padre desde el frente del Ebro. No lo pudo cobrar.
Sólo pudo sellarlo para autorizar su cobro en pagaduría.
8o Sobre mapa, lugar por donde efectuamos la retirada los sobrevivientes de mi batallón
y recorrido que hicimos a pie.
9o Sobre mapa, continuación de dicho recorrido, eludiendo las carreteras principales.
10° Mi huida, en solitario, desde Granollers hasta la Atmella.
1 I o Poesía a Segòvia, escrita en Segòvia el 20 de Mayo de 1939
12° Carta escrita a mi novia desde Segòvia, un mes después de mi llegada, como se
comprueba leyendo el segundo punto y aparte. El dorso de la misma carta indica que se
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terminó de escribir en Pinar de Antequera. ¿Qué ocurrió para que habiendo sido
destinado a una unidad del 13° Regimiento de Artillería Ligera de Segòvia, transcurrido
un mes, fuéramos trasladados al Parque de Artillería n° 7, en Pinar de Antequera
(Valladolid)? Aquello no era un Parque. Era un lugar destinado a "purgar culpas". Era
una bomba que en cualquier momento podía estallar. La fecha 21-IX-1940 lo confirma.
12° Sobre mapa, ubicación del Parque de Artillería n° 7, en Pinar de Antequera y de
Finca Retuerta en Sardón de Duero, ambos en la provincia de Valladolid.
13° Carta a mi novia fechada en Pinar de Antequera el 9-06-1939.
14° Fotografía del Grupo Antigás en el patio de Finca Retuerta. Debajo los nombres de
los que formábamos el grupo.
15° Carta a mi novia, desde Sardón de Duero, 15 días antes de la explosión del polvorín
de Pinar de Antequera.
16° Abadía Retuerta y su entorno, actualmente.
17° Foto mía , entre los "Peroles", en el mismo lugar, donde se hizo en 1939 la
fotografía del "grupo Antigás" (4-06-2004)
18° Con el profesor José Manuel Hernández en Pinar de Antequera, (5-06-2004).
19° Foto con los amigos de Valladolid, en la que aparece junto a mí, con traje marrón,
D. Juan Sáez Ortega.
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