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Eduardo Cubera Pereira
LOS BOLINDRES DE BARRO
(Recuerdos de mis días azules)
Plasencia
2014
A mis padres, por todo. Para ellos estas páginas que
no les llegaron a tiempo.
A mi hermano, protagonista también de mi historia.
A Mari Carmen, que ha completado mi vida
A mis hijos, siempre.
A Miguel, todo el futuro.
Los textos son propiedad del
autor o, en su caso, de los
herederos que marque la Ley.
Fotos de las familias Cubera-Pereira,
Excepto pág. 97 y 196, cedidas por
Pepe Ávila Díaz; pág. 217 de la
Fundación Joaquín Díaz.
© Eduardo Cubera Pereira, 2014
ISBN: 978-84-697-0074-7
Depósito Legal: CC-109-2014
Imprime:
Artes gráficas PEDRO ARROYO
Plasencia
En el principio fue el barro. La extraordinaria
metáfora del Génesis nos ha presentado a un Dios alfarero: “Formó Dios
al hombre del barro de la tierra”. Desde entonces el barro ha sido suelo
y vivienda, torre y labranza, utensilio y vasija, fermento y estructura, unido ya para siempre a nuestra vida sobre la tierra. El barro es el material
sobrante de aquel primer instinto creador.
José Manuel REGALADO
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HOYOS
I
HOYOS
Mi pueblo
Una de las señoras ayudaba a otra a devanar una madeja de lana.
Estaba viendo la película “Las chicas del calendario”. En cualquier momento, mientras se me aparezca una escena parecida yo también la
sentiré como una vivencia propia. Mi madre ha sido la mejor en muchas
cosas. Una relacionada con lo anterior es que sabía hacer punto como
nadie. Le bastaba ver una muestra para repetir el modelo y tipo de punto
a la perfección. Y para comenzar esas labores yo también le ayudaba
a devanar las madejas convirtiéndolas en perfectos ovillos. Aunque a
veces, por mi torpeza, ella acababa sustituyendo mis brazos por el respaldo de una silla.
Nuestra memoria subsiste gracias al olvido. Esta frase que parece
una paradoja, es sin embargo absolutamente cierta. El olvido es el jefe
de la limpieza que va barriendo nuestros archivos mentales en desuso
para hacer sitio a otros nuevos. Y recuperarlos, antes de que llegue
nuestro formateo definitivo, es algo que todos nos hemos planteado alguna vez.
Lo lógico, no la motivación comercial de famosos y famosas, es
afrontar esa tarea cuando ya se tienen ciertos años. Bastantes son, como
en mi caso, si se ha pasado la barrera de los sesenta.
Aunque yo haya necesitado la ayuda de dos cortos retiros parciales, por bajas médicas, para iniciar mi proyecto. Y la jubilación definitiva para rematarlo.
Mis propósitos llevan muchos años gestándose. No como si el
conseguir escribir un libro fuese la tercera meta obligatoria para completar mi vida, aunque ya llevase en el haber las otras dos, plantar árboles y tener hijos. Desde siempre había sentido la necesidad de plasmar
tantos recuerdos queridos para mi, el testimonio de una época, lo que
se perdió. Todo, o algo, de lo que mis hijos o nietos nunca conocieron.
La última chispa que me animó a empezar a recopilar mis notas y
darles forma fue la lectura de “Los Días Azules”, de mi querido amigo
José Manuel Regalado. Esa es la pluma de un verdadero poeta que recomiendo a todo lector. Mi intento es solo para los recomendados, que
por ser mi familia o mis amigos, sabrán perdonarme.
Entre los planteamientos de qué poner para comenzar a contar
mis historias se me ofertaba, demasiado fácil, más bien simple, la justificación del título, que dejaré para más adelante, por no ofender a los
lectores cuya experiencia basta para explicársela, ni tampoco a los que
no la hayan descubierto, so pena de que abandonen estas lecturas, antes
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Los Bolindres de Barro
de empezar, por falta de sorpresas.
Así que optaré por una salida más clásica, por mis principios.
Nací, o me nacieron, en Hoyos. He vivido en otros pueblos, pero
sobre todos ellos Hoyos es el único que me llena de orgullo al decir:
Soy de la Sierra de Gata y mi pueblo es Hoyos. Antaño “Los Hoyos”, el
artículo que le precedía aparecía en los mapas antiguos, lo descubrí no
hace mucho, mirando una reproducción de uno del siglo XVIII. Luego
se suprimió en la oficialidad, pero no del todo en el uso popular de los
mayores de la comarca:
-Me voy a Los Hoyos, que tengo asuntos de juzgao.
Avisaba no hace muchos años cualquier peraliego o acebano para confirmar su obligada marcha hacía el pueblo vecino, Hoyos,
Cabeza de Partido Judicial.
La carretera sube hacia las tierras de Salamanca. Pasó por Coria y
Moraleja, luego Perales y el Puerto que intercambian complemento por
nombre, Perales del Puerto, Puerto de Perales; entre ambos la comarcal
se abandona hacía la Cruz Mocha, la primera loma desde la que se divisa Hoyos. Un grupo de casas abigarradas en torno a su iglesia. El campanario preside la pequeñez del pueblo. Alrededor de sus piedras destacan
los verdes de los montes; en primavera, pinceladas de morados brezos;
en otoño la rica gama de los tonos cálidos de los castaños.
Aquí los canteros gallegos dejaron su impronta en una maravillosa y variada colección de dinteles y columnas, en ventanas y puertas.
Además sus mujeres legaron la tradición de los encajes de bolillos.
Es un pueblo limpio, con la frescura de las aguas de sus
regatos.
Cada vez que he regresado a Hoyos se acumulan en mí un
montón de placenteras sensaciones que van llenándome sin saturarme.
Siempre tuvo y tiene un olor característico, que me permitiría identificarlo con los ojos cerrados incluso entre otros pueblos de la Sierra de
Gata. Es una suma de múltiples aromas: De los granitos de sus casas y
calles mojados por la lluvia, del humo de los helechos secos que inician
el fuego de los hogares, de los tomillos, jaras y brezos de sus montes,
de los azahares de sus naranjos, de los primeros aceites recién exprimidos en sus almazaras, de las resinas de sus bosques de pinos, convertidas en la pez que protege las tinajas de sus lagares, y de los pitarras que
en ellos se engendran.
El cariño se adquiere por la abundancia de los contactos. Yo se
lo guardo a Hoyos aunque la frecuencia de mis visitas se limitaran a
pasar cortos periodos veraniegos en casa de mi abuela Victoria y de mi
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I
HOYOS
tía Pura.
El tiempo más largo, y del que obviamente no puedo tener recuerdos tan tempranos, va desde mi nacimiento hasta los siete meses, en
que por cambio de destino en el trabajo de mi padre, nos trasladamos
a vivir a Coria.
La primera luz de este mundo la recibí comenzada ya una tarde
de un sábado otoñal, en el barrio que por más pobre destacaba entre
los mayoritariamente humildes del pueblo. Siempre lo conocí por “El
Escobar”, hasta que muchos años después me enteré que su nombre
oficial, por lo menos para Correos, era “Barrio del Cristo”, ostentoso lo
de barrio para una hilera y media de casas bajitas asentadas en la ladera
de una pequeña loma que apunta hacia montes con mayor altura como
Moncalvo y Jálama. Y el complemento divino en honor a una imagen,
que por tamaño y belleza se podría cobijar en iglesia de mayores dimensiones, más que en la pequeña capilla de la ermita donde se encontraba,
en las puertas del barrio, dividiendo la carretera en dos ramales, hacia
Cilleros por su derecha, y por la izquierda hacia El Calvario, pasando
por los prados donde se celebraban las ferias de ganado, en las afueras,
hasta enlazar con la carretera de entrada al pueblo procedente de Perales del Puerto.
Mi madre me alumbró en octubre, el día 13, con la primera premonición de buena suerte que el supersticioso número conlleva, al adjudicárseme el nombre del santo del día, por escapatoria materna frente
a la continuidad del de mi abuelo paterno, Paulino, que tenía la opción
de reserva.
-¡Qué niño más feo!, ¡Pobre hijo!
Fueron las primeras informaciones que sobre mi aspecto llegaban
a los oídos de mi madre desde la evaluación subscrita por mi tía Pura,
al recogerme en sus brazos y una vez depositado en ellos, tras el parto
dirigido por D. Tomás, médico del pueblo.
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Los Bolindres de Barro
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HOYOS
Menos mal que al cariño de mi madre no le parecía tan desfavorecido, justificando ella que todos, o la mayoría de los niños recién
nacidos no son bonitos en sus primeras horas.
En cada uno de mis regresos a “El Escobar” siempre me enseñaban, mi madre, o mi tía Pura, o mi abuela Victoria, cual era la casa
donde yo había nacido, aprovechando que había que pasar por su puerta camino de la de mi abuela. Era pequeña y más bajita que lo que le
correspondería por tener una sola planta. Su tejado con tan poca altura, que hasta con una reducida estatura se podían tocar las tejas de
su alero. La puerta partida en horizontal en dos hojas independientes.
La superior tenía la cerradura, aunque solo se echaba la llave por la
noche; la inferior tenía una tranca de fácil acceso incuso desde fuera.
Por delante de ambas partes, en verano, una cortina gris con dos franjas
claras paralelas en la parte baja. El interior dividido en dos, un espacio
comedor-cocina en la entrada y una alcoba al fondo. El suelo de barro
y el techo de teja vana. Era el denominador común y absoluto de todas
las casitas del barrio
Muchas veces me recordaba mi madre:
- No sé cómo no te fuiste de una pulmonía, con el frío que se metía en aquella casa “tejivana”. (localismo con el que mi madre se refería
a teja vana, es decir sin otro techo que el tejado)
La única nota destacable que la diferenciaba era la gran
peña que sobresalía de su fachada, en el suelo, junto a la puerta, cual
resto de parto inacabado del monte que logró aflorar en un apéndice
convertido en provechoso apoyo de cimientos.
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Barrio El Escobar. Yo nací en la casa que tiene una
peña delante de la entrada, la segunda a la derecha.
Al nacer ya tenía un hermano, o mejor, mi hermano tuvo
un hermanito, puesto que Emilio siempre ha sido, claro, mi hermano
mayor. Y su protección fraternal aún no había aparecido en su consciencia cuando estuvo a punto de no ser inaugurada nunca.
La anécdota, recordada por mi madre, y sucedida mientras me
amamantaba, tuvo como principal protagonista a mi hermano, Emilio.
Debido a la normal poca paciencia de su edad, sólo tenía los cinco años
que me lleva, se acercó con una naranja en una mano y un cuchillo en
la otra, con la intención de que mi madre se la pelara. Y en el momento
que el acero estaba sobre la vertical de mi cabecita, se le cayó, pasándome, ¡por fortuna!, al lado de mis cabellos.
Mi madre era nerviosa sin pasar nada, conque ya se puede suponer el incremento de sus nervios producido por el accidente, y la
consiguiente descarga de su tensión mediante la promesa del azote en
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Los Bolindres de Barro
el culo de mi hermano. Las tortas infantiles siempre han sido el resultado del desbordamiento de los nervios de sus progenitores. De todas
formas, no recuerdo ni una de mis padres, si acaso la amenaza, o como
mucho el lanzamiento de la zapatilla con mala puntería intencionada
de mi madre.
Pasados los años, el dramatismo en que todo pudo acabar se olvidaba al recordar la escena con buenas risas, o con carcajadas si es mi
hermano el narrador del mismo episodio.
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Mis padres con Emilio, mi hermano.
Hoyos,1950
HOYOS
Días en Hoyos
Conservo vagamente mis propios recuerdos de mi primer regreso
a Hoyos.
Sucedieron cuando hacía poco que había cumplido los tres años.
Fue en otoño, en noviembre; me habían mandado al cuidado de
mi tía Pura y de mi abuela Victoria, porque mi madre estaba embarazada, y próximo el momento de dar a luz un nuevo hermanito.
En esa época aún vivían, también en Hoyos, mis abuelos paternos. Mi abuelo Paulino, al que San Eduardo le privó de la transmisión de
su nombre, era de mediana estatura, disminuida por el encorvamiento
que produce una edad avanzada y sobre todo una vida de fuertes trabajos. Tenía un viejo y deformado sombrero de fieltro. Caminaba con la
ayuda de un bastón metálico que en su primer uso había sido el sustento
de un paraguas. Fumaba picadura liada, que encendía con útiles ya conocidos por los primeros arcabuceros: un eslabón de acero, una piedra
de sílex y un trozo de mecha. De esta, por extensión, el nombre de mechero para todo el conjunto que él utilizaba, y para todos sus sucesores
más modernos de una sola pieza.
Mi abuelo Paulino emigró a la Argentina a principios del siglo pasado. Tras unos años en Mendoza sin lograr la fortuna esperada optó por
regresar a Hoyos, donde le esperaba su esposa. En Argentina se quedó
un hermano que viajó con él, y con ese origen otros Cubera habrán ido
desde entonces engrosando los censos de las Américas castellanas
La mujer de mi abuelo Paulino era mi abuela Ángela. Ambos fueron panaderos, no propietarios, en hornos y tahonas alquilados en el
mismo Hoyos.
Regresando a mi estancia otoñal en Hoyos, pasé aquellos días
en la casa de Don Mariano, en el pueblo, no en la de mi abuela de “El
Escobar” .
Don Mariano era un republicano convencido. Era licenciado en
Derecho, pero las purgas políticas le habían relegado a ejercer como
procurador.
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Los Bolindres de Barro
I
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En esa época, y durante bastantes años más, Hoyos tuvo Juzgado
de Primera Instancia, como correspondía a su categoría de Cabeza de
Partido.
Don Mariano rondaría los sesenta. Era de aspecto bonachón,
acorde con cierta gordura.
En su cráneo, casi sin pelos, un piel lisa y brillante, interrumpida
por alguna vieja cicatriz de pitera infantil.
Repartidas por su cara, incluso junto a sus párpados, las pequeñas señales que las quemaduras de una explosión de pólvora le dejaron
mientras rellenaba unos cartuchos de caza.
Don Mariano en casa se ponía batín y pantuflas. Cuando iba al
juzgado vestía traje de chaqueta, corbata y sombrero de fieltro marrón.
El segundo por la izquierda es el abuelo Paulino, el primero es su
hermano Justo Cubera Méndez. Emigraron a Argentina sobre 1910. Justo
echó raices allí.
La foto está tomada en Mendoza
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Su casa estaba en una de las calles céntricas y principales del
pueblo, la calle Mayor. Y comparada con las casinas de “El Escobar” se
me antojaba como un palacio enorme.
Ya desde su entrada, la gran puerta que cerraba un arco de medio
punto le daba, ante mis ojos, el aire de un viejo castillo. Tras franquearla, unas escaleras de cantería, blancas gracias al cepillo de raíces y a
la sosa con los que constantemente las fregaba mi tía. Antes las había
barrido con una pequeña escoba, sin palo, hecha por mi abuela Victoria
con un buen manojo de tomillo de campo o ciacina.
Junto al primer tramo una ventana circular, protegida por una
reja de una centrada cruz de hierro; aunque pequeña aportaba la luz
necesaria.
En la primera planta, dos dormitorios. Uno principal, el de Don
Mariano, amplio como para albergar su despacho, con mesa y mueble
biblioteca, y su cama tras unas cortinas en un apartado de alcoba.
El otro dormitorio era el de mi tía Pura. Más pequeño, con su
cama y su armarito de madera de espejo en la puerta. Una mesilla de
noche y al lado, en un rincón, lo que más me llamaba a atención, ¡una
pequeña pila con un caño! ¡Jo, qué suerte!, un grifo en casa. Aquí no
hacía falta, como en Coria, ir a por agua todos los días a la fuente.
Bueno, en realidad había dos grifos en la casa, el otro estaba en
el fregadero de la cocina. Y esta, aparte de su buen tamaño, guardaba
otra novedad para mi. Tenía una cocina de hierro, de aquellas conocidas
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Los Bolindres de Barro
como bilbaínas, porque ponían la marca y debajo Bilbao, con sus dos
fuegos, su barandilla dorada y hasta su depósito para calentar agua, con
su pequeño grifo y todo.
Frente a la cocina un pequeño comedor, con todos los muebles
de artísticos torneados en madera de nogal, incluidos la mesa rectangular, sus cuatro sillas, un armario vitrina con vajilla y cristalería, y un aparador sobre el que destacaba un aparato de radio. La primera radio que
yo había visto y escuchado. En un elegante diseño exterior de madera,
terminada en forma arqueada.
En aquel comedor recuerdo haber visto los primeros periódicos,
que recibía Don Mariano, el ABC y el “Digame”,(Rotativo Gráfico Semanal aparecía sobre su nombre). Este segundo, más llamativo para mí
por su casi exclusiva dedicación a la información taurina, con titulares
en tinta roja, complementada con numerosas fotos en blanco y negro o
con tintes sepias en la portada y contraportada.
Aunque lo más maravilloso, por la abundancia de colores, eran
los álbumes que Don Mariano me dejaba, con cromos de parejas con
trajes típicos de todos los países del mundo. Gentileza de las colecciones de Nestlé, lo que al tiempo descubría los muchos chocolates que
había tenido que disfrutar Don Mariano para completarlos. De tantas
chocolatinas y medias libras guardaba también los papeles de plata, que
había ido juntando con gran paciencia y artesanía para confeccionar
perfectas y pesadas esferas.
En la planta superior, volviendo a la casa, todo una gran desván
donde se guardaban, además de algún viejo cachivache, las pocas botellas del buen pitarra que el mismo Don Mariano había cosechado en
su pequeña viña, las reservas de patatas y cebollas, un par de cántaros
de aceite, algunas cestas de castaño, en otoño una con almendrucos y
nueces, otra con perfumados membrillos.
Al final del pasillo, junto a la cocina, se abría la puerta hacia
una galería en balconada, que terminaba en las escaleras que descendían hasta el patio-corral. Aquí, uno de los buenos naranjos que tanto
abundan en los pueblos de la sierra. Con frutos del mismo tipo que los
que por entonces bajaba algún naranjero para vender hasta Moraleja o
Coria.
El naranjo tenía la cercana compañía de un mandarino, del que
por injerto se había separado, siendo la otra mitad de sus frutos dulces
limas de formas redondeadas, terminadas en un saliente pico cónico, y
guardando únicamente la semejanza de los mismos amarillos interiores
y exteriores con sus ácidos primos.
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HOYOS
Por el corral picoteaban a su antojo unas cuantas gallinas y un
arisco gallo. En alguna época recuerdo haber visto allí, por primera vez,
un hermoso pavo común con sus colgantes y rojizos “mocos”.
Con mayor y propia libertad se movía el gato o gata que siempre
acompañó a la casa.
Junto al corral, un cobertizo transformado en el lagar donde recuerdo a Don Mariano dirigiendo a mi tío Emilio en las faenas del nacimiento de sus mostos. Aquellos claretes se impregnaban de las caricias de la pez que recubría las tinajas mientras alcanzaban en su lento
reposo el mejor de los cuerpos. Siempre han tenido fama los vinos de
Cilleros, pero en la finura los de Hoyos son primeros, (perdón por el
pareado, como suele suceder, ha sido sin intención). En el mismo lugar
de honor se colocan sus aceites, de mínima acidez, con una suavidad
digna de óleos para dioses.
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HOYOS
Mi abuela Victoria y mi tía Pura
Por aquellos días otoñales de estancia en Hoyos frecuentaba, lógicamente, otra casa, la de mi abuela Victoria, también en El Escobar.
Al igual que en la que yo nací, y todas las demás del barrio, era
pequeña y teja vana. Cocina a la entrada, con el hogar en el suelo, al
amparo de una chimenea pequeña. Luego dos alcobas muy pequeñas.
Atrás, fuera ya, un corralillo diminuto.
Mi abuela Victoria era la madre de mi Tía Pura, de mi madre,
de nombre Prudencia, de mi Tío Román y de mi Tío Emilio. Ese era su
orden por edades de mayor a menor. También nacieron otros cuatro
hermanos que no alcanzaron unos días de vida
Mi abuela no era viuda, aunque vivía desde hacía muchos años
como tal. Desde la guerra, su marido, el abuelo Justo, un activo republicano, al que nunca conocí, tuvo que salvar la vida huyendo de los
“nacionales” por tierras pacenses, para asentarse en Madrid y quedar
allí definitivamente creando una nueva familia.
La abuela Victoria era menuda, delgada y bajita, tanto que a estas tres cualidades se le podría anteponer un “muy”. La boca hundida
por falta de dientes propios o postizos. En sus últimos años, con gafas
de cristales muy gruesos, que no remediaban lo rudimentario de las
deficientes operaciones de cataratas de entonces, bueno, realmente el
deficiente en su técnica era el oftalmólogo que la atendió. Toda su piel
curtida de soles y fríos, recorrida por múltiples arrugas, y sin embargo
con la suavidad de una niña. Recuerdo sus manos con un tacto agradable mientras me enseñaba a jugar al Pico Pico:
—Pico, pico, vellorico,
vendo la vaca en veinticinco.
—¿En qué lugar?
—En Portugal.
—¿En qué calleja?
—En Moraleja.
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—Esconde la mano
detrás de la oreja ..
Cuando te abrazaba sentías su gran humanidad, acompañada
por un ligerísimo olor a la lumbre del hogar con aromas de tomillos y
jaras.
Siempre con vestido negro ceñido por su mandil y entre ambos su
faltriquera. Mi abuela, y todas las abuelas, tenían faltriqueras, los bolsillos eran de los hombres. Un pañuelo anudado con dos nuditos sobre la
parte superior de la cabeza.
Mi abuela Victoria no sabía leer ni escribir, no tuvo oportunidad.
Tampoco logró aprender más que cuatro frases coloquiales en un mal
francés para defenderse durante los nueve años que vivió cerca de Paris.
Pero era lista en la vida.
Al recordarla todavía vive en mi. Y luego también, junto con todos, por lo menos un poco, mientras alguien lea estos recuerdos.
Todo lo que tenía de pequeña en lo físico, era grandeza en su
bondad y en su cariño.
-¡Muchacha, no le pegues al “dagal”!
Le oí decir más de una vez para salvar a algún crío de una “galleta” maternal. (Por la Sierra de Gata, “dagal” es la adaptación extremeña
de zagal. ).
En los años de mocedad de sus hijos Román y Emilio tenía por
norma no cerrar la puerta de la casa por las noches, hasta que ellos
hubieran regresado. Decía que debía encontrarse franca por si se diera
el raro caso de alguna huida de pelea. La puerta no debía entorpecer el
socorro del hogar.
Mi tío Emilio, heredero de toda la sorna de su padre, conseguía
exasperar a la abuela Victoria con sus ideas. Como aquel día en que
iban a apañar aceitunas en el olivar de Don Mariano, que estaba justo
detrás de El Escobar. Mi tío llevaba del ramal a su burrita, en la que
iban montados su hijo Romanín y mi hermano Emilio, y se empeñó
en hacerla subir por un desnivel entre dos bancales, desatendiendo los
avisos de la abuela.
-¡No pases por ahí a la burra, que va a tirar a los dagales!
Mi tío respondió:
-¡No tenga usted cuidado, madre, que no pasa nada!
Y claro que pasó, al primer traspié de la burrita al querer salvar
el escollo su cincha se aflojó, girando la albarda hasta su vientre y sus
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HOYOS
infantiles jinetes fueron, sin remedio, al suelo. La bronca de la abuela se
mezclaba con las risas de todos en la caída incruenta.
Si algún defecto podría achacársele a la abuela Victoria, o sería
virtud, era la de no admitir a la primera cualquier obsequio u ofrenda. A
veces con el arrepentimiento de su tardanza. Como la ocasión en la que
su hija, mi tía Pura, le insistió:
-Madre, ¿quiere un poco de café?
Mi abuela, como siempre, respondió:
-No, no hija, tómatelo tú.
Tras el segundo o tercer ofrecimiento se sucedieron los rechazos :
-No, para ti hija,.
-No, bue…
La sílaba final, que ahora completaba la aceptación, llegaba demasiado tarde. No le dio tiempo a pronunciarla. Mi tía cansada de insistir, estaba ya empezando a beberse el café desdeñado. Y mi abuela en
lugar del café calentito se estaba tragando sólo sus ganas.
Mi tía y la propia abuela coincidían en las risas cuantas veces
narraban esta escena.
La Tía Pura
La Tía Pura, igual que su madre, era toda bondad y cariño, siempre entregada a todos.
De pequeña, en Francia, adquirió una buena formación, incluido
el idioma francés con el acento académico más genuino de las auténticas parisinas. Las demostraciones de este dominio eran particular
y repetidamente solicitadas por su padre, el abuelo Justo, republicano
de pro, cuando le hacía cantar La Internacional en el francés que él no
lograba.
En su juventud, en Hoyos, destacaba por su educación y elegancia. Bailaba como nadie, ya fueran valses, pasodobles o tangos. También
los cantaba con gran estilo. Conocía las letras de todas las canciones
que dieron fama a Imperio Argentina, Concha Piquer y, sobre todo, a
Carlos Gardel.
La Tía Pura se quedó soltera, y no por falta de pretendientes. Pero
el que ya era su novio formal justificó su ruptura por un desliz que tuvo
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con otra cuando marchó a la mili. Bueno, la del desliz le hizo creer
falsamente que había quedado embarazada. El desengaño la alejó del
matrimonio para siempre. Yo creo que por eso la canción en la que más
sentimiento ponía era aquel bolero de Agustín Lara que decía:
Solamente una vez
amé en la vida,
solamente una vez
y nada más….
Aquel único novio intentó el regreso cuando había enviudado, ya
con más de setenta años. Demasiado tarde para la Tía Pura.
Pura, así la llamaban todos, dedicó su vida a cuidar de la de su
madre. Se quedó en Hoyos y trabajó siempre en casa de Don Mariano,
hasta que este falleció, antes pudo disfrutar durante largos años de la
buena mano que mi tía tenía para la cocina. Guisaba con creatividad y
con mayor arte que muchos profesionales. A ella fue a la primera que le
vi utilizar las pastillas de caldo Avecrem, en los años cincuenta, cuando
aún la publicidad desbordante en radio o televisión no las habían hecho
tan populares.
En mis cumpleaños siempre nos mandaba un paquete con nueces,
avellanas, almendrucos y ¡media libra de chocolate con leche, Nestlé
por supuesto!.
También mis sobrinas y mis hijos llegaron a tiempo de poder disfrutar
de sus cuidados y de su felicidad.
La Tía Pura
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HOYOS
Tío Román y tío Emilio
Los hermanos de mi madre eran mis tíos Román y Emilio, que
guardaban buenas dosis de arte y valentía, cualidades adjudicadas en el
mismo orden que los nombré, y que pudieron demostrar con ocasión de
que uno de los riquillos del pueblo les ofreciera en su juventud la oportunidad de lidiar y matar un novillo en la plazuela que hay tras la iglesia,
en las fiestas de San Lino, patrón del pueblo. Román que iba de matador
no hubiera pasado el trago sin el hermano subalterno. Emilio ya se había
fogueado con las eralas en las tientas de la Dehesa de San Pedro. Las dos
cualidades indispensables para llegar a figura se repartían, como ya dije,
entre los dos hermanos, el arte para el espada y el valor para el peón.
El toreo no fue la única faceta artística en la que destacaron, quizá siguiendo la tendencia de tantos en la época de tomar esas puertas
para alcanzar el ideal de salir de la pobreza.
Así, su otra afición eran el cante y el baile flamencos .Y al igual
que ante las astas, los dos hermanos también se complementaban sobre
las maderas de las tabernas.
Román garganteaba con dignidad en los finales de los cuarenta,
imitando los estilos de Pepe Mairena, Manolo Caracol o el Príncipe Gitano, estrellas de la copla de entonces.
Emilio le acompañaba con sus palmas y taconeos, con la misma
calidad autodidacta. Lastima de padrinazgo, otros con menos méritos
llegaron a los teatros.
Lo que no les podía quitar nadie era su reconocida fama y su
buen éxito entre las mozas de su generación. Sobre todo mi tío Román
que parecía un artista capaz de desencadenar los temores en su novia,
mi tía Gregoria, cuando se marchó a trabajar a San Sebastián, junto con
mi padre, y ella le mandó una foto con esta dedicatoria: “No me olvides
por mujeres”.
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En los días en que yo ya estaba entre ellos, vuelvo a mi estancia
en Hoyos, mis tíos ya habían sentado la cabeza por obligación matrimonial.
Mi tío Román, después de casado con mi tía Gregoria, ya nombrada, trabajaba conduciendo los camiones de la fábrica de harina de
Hoyos. Y vivía en el pueblo, no en el Escobar, lo que era signo de alguna mínima prosperidad. (El Escobar era el extrarradio simplemente
por tener que atravesar un corto espacio casi sin viviendas a la salida
del pueblo). Su prosperidad, repito, la avalaba su casa, mas grande que
cualquiera de las de El Escobar, en dos plantas, con los cánones arquitectónicos típicos de todas las de los pueblos de la Sierra. Abajo la
cuadra, junto a ella tres o cuatro peldaños de cantería para acceder a
la puerta de la propia vivienda, luego un tramo de escaleras de madera
para alcanzar las habitaciones de la planta superior. Todas pequeñas,
pero claramente diferenciadas en comedor, dos alcobas y cocina.
De la casa del tío Román tengo claramente grabada la imagen
de la cuadra. Debido a mi corta edad, cuando entraba en ella tenía la
impresión de que me perdería entre el espesor vegetal de su suelo. La
abundancia de la cama que los helechos y hojas de mazorcas formaban
para la higiene y descanso de la burra allí domiciliada, se me antojaban
como una selva capaz de engullir lo poco de mi estatura.
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-Toma, siéntate a almorzar.(En la Sierra, el desayuno era el almuerzo, y este la comida. La que sí coincidía en denominación con
otros lugares era la cena)
-No, muchas gracias, tía, yo ya he desayunado.
Y menudo desayuno tan dulce, el café con leche condensada de
mi tía Pura, acompañado de unos buenísimos churros, ¡unos jeringos!.
Yo tenía la fortuna de no tener que almorzar ¡nada menos que sopas!. Ya
me costaba tomarlas en comidas o cenas como para tenerlas que tragar
¡en ayunas!
Mi tío Emilio, casado ya también, seguía viviendo en el Escobar,
en otra casina semejante a la de mi nacimiento, y en la misma calle, un
poco más arriba.
En los mismos días, tras desayunar en casa de mi abuela, un delicioso café, que mi tía Pura enaltecía con leche condensada, una mañana me acerqué hasta la casa de mi tío Emilio.
En la calle, en la puerta, estaba toda la familia, mi tío, mi tía
Carmen y mi primo Romanín. Todos sentados en banquetas alrededor
de una mesa baja dispuestos a comenzar lo que era su desayuno más
habitual, una misma fuente para compartir en ella unas sopas de tomate
calentitas.
Mi tía Carmen me ofreció una cuchara al tiempo que me invitaba
a compartir su desayuno:
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El hermanito muerto
Este primer retorno a Hoyos tocaba a su fin. Una mañana me avisó mi tía Pura que mi padre había llegado a recogerme. Recuerdo con
mucha ilusión su imagen mientras subía por las escaleras de la casa de
Don Mariano, observada por mí desde dentro, tirado en el suelo, a través de la holgura en la parte baja de la puerta.
Mi alegría era ajena a la mala nueva, el nuevo hermanito había
nacido muerto. Esa misma mañana, ya en la casa de Coria, mi madre
me mostró en una pequeña caja de cartón el cuerpecito del infortunado
hermano. Fue algo natural, el dramatismo no había entrado aún en mis
sentimientos. Era el primer contacto con la muerte y yo no lo sabía.
Hace poco me contaba Tere que aquella mañana, aún estaba
acostada con su hermana Conchi, en la misma habitación de la tita Eugenia, cuando esta última preguntó ante la entrada de la señora María,
que venía de asistir a mi madre:
-¿Qué tal?
Y la respuesta triste de ella:
-Pues mal, el niñito ha nacido muerto. ¡Pobrecito, con lo bonito
que era!
Al poco llegaron a mi casa la señora María y su hija Tere que se
hicieron cargo y se llevaron la caja hacia el cementerio.
Durante años las predicaciones de los curas producían en mi
mente infantil algún desasosiego, pues según decían, los que nacían
muertos, como el pobre hermanito, iban al Limbo por los siglos de los
siglos, por siempre; siempre perdido en no se sabía dónde; nunca podría
llegar al Cielo, al que, para mí, debería tener mayor derecho por no haber podido nacer siquiera. Sin ninguna lectura teológica, ya hacía muchos años que yo había descartado tal cuento, muchísimo antes que así
lo reconociera hace muy poco la propia curia. Tiempos y veces después
de ver aquel cuerpecito inerte he añorado su vida, la compañía que no
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tuve de aquel malogrado hermano, sin nombre siquiera.
II
CORIA
I I CORIA
La casa de Coria
Saltemos estos mis primeros siete meses, sin más vivencias que
destacar que las ya contadas, y no propiamente recordadas, por mi
poca edad, claro.
Al llegar mi primer mayo nos fuimos de Hoyos.
Coria se domina con la vista desde las cuestas de Torrejoncillo
o desde la loma donde está su ermita; abajo, las vegas y los plateados
del Alagón; arriba, asomada sobre un balcón la Catedral, que sobresale
como una madre enorme amparando la pequeñez de las casas. Todo se
convierte en cuadro con el marco infinito de cielos azules salpicados de
suaves algodones.
Nos trasladamos a Coria, como ya dije, por el nuevo trabajo de mi
padre. Convenía que, como cobrador de autobuses, perdón, en aquellos
años eran simples coches de línea, sin tanto tamaño ni las pretensiones
del significado actual. Convenía, decía, que mi padre fijase su residencia en el origen de la línea que tuviese que cobrar.
Coria era un pueblo muy grande comparado con Hoyos. Las diferencias incluso han aumentado con los años.
Fuimos a vivir a la calle Silverio Sánchez, ancha y en su mayor
parte engorronada, es decir, pavimentada con gorrones, que así se conocen en Coria los cantos rodados. Entre ellos algún trozo que los había
perdido y dejaba descubierta la tierra, proporcionando los huecos necesarios para algún que otro charco en los días de lluvia.
Las irregularidades naturales del terreno, incrementadas por pavimento tan desigual, hacían aquella calle nada apropiada para unos
pies de niño pequeño en vías de empezar a andar. Eso explicó mi retraso. No me solté hasta los catorce meses. Los intentos y caídas fueron
tantos, que por culpa de ellos, contaba mi madre, parecía que me iba
a salir un cuernecillo en la zona de la frente donde se acumulaban los
chichones.
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
1952
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La nueva casa, (y no la casa nueva, porque lo nuevo era solo el
cambio de domicilio), era grande, comparándola con la única referencia conocida hasta entonces, la casita de Hoyos. En un baremo actual
se encuadraría en las controvertidas viviendas para jóvenes, por sus
pocos metros cuadrados.
Coincidía con la de “El Escobar” sólo en el tipo de puerta, también partida, ahora más fuerte y en la hoja inferior con gatera, (orificio
circular para facilitar la libertad de salidas y entradas de gatos), tapada
en este caso con alguna tabla al no tenerlos propios, ni ganas de visitas
de los extraños.
En la misma entrada una habitación, que hacía de comedor y
servía de acceso a las demás. Al frente, a dos alcobas, (dormitorios sin
ventanas, aclaro para las nuevas generaciones). Una para los hijos y la
otra para los padres. A la derecha, unas escaleras y, aprovechando el
hueco bajo estas, una pequeña alacena con celosía de madera. Eran las
neveras y despensas de entonces. Fuera, superados los tres primeros escalones, un descansillo en triángulo, de giro y reducción de pendiente,
con una rinconera que albergaba la tinaja del agua. El siguiente tramo
ascendía recto hasta la cocina. A la misma altura, al llegar, a la derecha,
se accedía a la troje, especie de trastero, en la que no convenía pisar
mucho por no disponer de base resistente, sólo unos delgados largueros de pino para apoyar el cañizo que sujetaba el techo de una de las
alcobas de abajo.
El suelo de toda la casa lo pavimentaban unas baldosas gruesas
cuadradas de barro rojizo cocido, ásperas y ajenas a finos pulimentos
El mobiliario atendía a la austeridad propia de la época, bueno,
a la austeridad propia de cualquier familia obrera de la época. En la
entrada, la mesa-camilla, con su faldilla, tarimilla o tarima y brasero de
picón, sin olvidar los necesarios complementos de éste: su alambrera
y su badila. A su alrededor, cuatro sillas, dos de ellas de enea con respaldos y patas torneados, rematadas por barniz negro; y otras dos de
estilo modernista, marrón muy oscuro, con respaldo curvo y asiento
en tablé acartonado donde aparecía en relieve una cabeza de mujer.
Junto a la pared de la izquierda un baúl, sobre unos pies de madera.
Al lado de este una máquina de coser Alfa, que tapaba los desnudos de
sus hierros y maderas bajo unas floreadas fundas de tela que le había
confeccionado mi madre.
Arriba, en la cocina, fijada en la pared unas espeteras de madera
para soportar tapaderas y platos. Bajo ella una mesa pequeña, de las
llamadas tocineras, usada en este caso para sentarnos a comer, por
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Los Bolindres de Barro
eso tenía cubiertas sus maderas bajo una gruesa capa de pintura verde.
Disponía de su propio cajón para guardar unos pocos cubiertos: un cuchillito de cocina pequeño, cuatro cucharas y otros tanto tenedores de
aluminio; cuchillos de mesa, sólo dos, para el padre y la madre. Siempre
relaciono aquella mesita con unas sopas, las más habituales eran de pan
con patatas, de ajos o de tomates. Entonces no era amigo de ninguna
de sus variantes, por el contrario ahora es muy rara la que no me guste.
Y junto a la mesa dos sillas de eneas, bajas, acordes con su altura. El inventario de asientos terminaba con dos de menor entidad: una
pequeña banqueta y mi sillita de madera clara, también con asiento de
enea. Digo bien mía porque su tamaño sólo la hacía apropiada para el
mío. Eso hacía que yo la pudiese manejar, y al igual que la banqueta
que la acompañaba en proporciones, se convertían muchos ratos en juguetes imaginados. Así la sillita podía transformarse en coche, acordeón
o chozo en función de variar sus apoyos en vertical, lateral o invertida.
La banqueta, con idénticas variaciones, en caballo o burro, toro, buey
o vaca, cuando no en simple bolera para desplazar con vaivenes en su
vientre uno o dos bolindres de barro.
Por las noches llegaba la luz a las casas. Y digo llegaba porque
la iluminación no dependía de nosotros, ni de ningún vecino La daba
el ayuntamiento, como si tratara de imitar el manejo de aquella otra
primera luz bíblica del Génesis, pero ahora limitando su tiempo, desde
el atardecer, al alba. Teníamos dos bombillas, a 125 voltios. La de la entrada vestida por una tulipa de cristal, con forma de cáliz floral invertido,
colgada sobre el centro de la mesa camilla. La de la cocina desnuda,
dejaba ver su portalámparas de latón con rosca de porcelana. Cada una
con su cordón trenzado hasta llegar a su propio interruptor de china y
llave de madera.
A menudo se iba la luz, cosa segura si coincidía con algo de
tormenta. Y en estos casos su ausencia solía ser definitiva para toda la
noche. Por lo frecuente de aquellos apagones había que tener siempre
a mano el candil, bien preparado con su aceite y su torcida de algodón.
No me perdonaría si olvidara los cuadros que adornaban la pared
de la izquierda de la entrada, la única de paño completo, sin puertas, y
por eso con la exclusividad de poder sustentarlos.
Eran dos laminas en color, bajo sendos cristales, enmarcados con
papel granate adhesivo en los bordes, y que pendían de trenzados cordones de seda también granates a juego.
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I I CORIA
Eran las mejores fuentes de inspiración de historias en mi mente
infantil. Uno, representaba la violencia del acoso de varios perros a
un jabalí. ¡Jo¡, yo conocía lo que era un jabalí gracias a aquel cuadro
muchos años antes de poder verlos en los documentales de la tele, y en
estos antes de algún esporádico encuentro directo en la naturaleza. El
otro, más relajante. Era una escena costumbrista dominada en primer
plano por un cazador antes de la partida, o ya de vuelta, encendiendo
relajadamente su pipa y cubierto por un sombrero de oscuro fieltro. Al
fondo una mujer con una cesta de mimbres, al lado de unas casitas
idealizadas por las flores de las macetas de sus ventanas o los hilillos de
humo de sus chimeneas. Ahora se me antojan que de aldea anglosajona.
Las imágenes fijan nuestros recuerdos. Refrescaré ahora algunas
otras de las primeras que apoyan los míos en aquella casa.
Mi cuna, que era de tablas de madera pintadas de un azul claro,
algo grisáceo. Tenía dos apoyos curvos, para facilitar el arrullo con su
mecer. Mientras la usé estaba en la misma habitación de mis padres, seguramente hasta cerca de los dos años. Cuando todavía no sabía andar
era ya capaz, cuando despertaba por las mañanas, de abandonarla y
subirme desde ella hasta la contigua cama de mis padres. Terminada la
escalada me acurrucaba entre ellos, con un ratito de felicidad compartida, antes de levantarnos.
Mi chupete, compañero de recuerdos compartidos con la cuna.
No me recuerdo usándolo, aunque bien podría por lo tardío de su abandono, involuntario como le suele suceder a cualquier crío, cosa que
sucedió cierto día que mi padre lo cogió, aprovechando algún momento en que no estaba en mi boca, y lo arrojó al tejado de una vieja casa
deshabitada, enfrente de la nuestra.
Supongo que la pérdida provocó mi correspondiente disgusto,
pero mi padre nunca me ocultó a dónde había ido a parar. Por eso, un
par de años más tarde, con ocasión de las obras de una nueva casa en el
mismo lugar de la que guardaba mi chupete, vi caer, ¡qué casualidad!,
lo que de este quedaba entre unos trozos de viejas tejas. De los restos
de su deteriorada goma aún se deducía su color amarronado y su forma
de pera.
La ventana de la cocina, y la única que la casa tenía, estaba situada en su fachada, justo sobre la puerta de entrada de la vivienda.
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Los Bolindres de Barro
I I CORIA
Era pequeña, de dibujo sencillo y clásico, con sus cuatro cristales
sujetos por masilla a la cruz del marco de madera.
Recuerdo, contemplando tras ella, la lluvia, la primera vez que vi
llover mucho, con tal intensidad que casi no se podían ver las casas de
enfrente. Luego, al abrirla, cuando el agua cesó de caer, el olor inolvidable de la tierra mojada en los primeros días del otoño.
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Los Bolindres de Barro
Inyecciones y caramelos
Mi madre nos hizo a mi hermano y a mí unos trajes de verano
en tela de gabardina, con los que posamos en la que pueda haber sido
la mejor foto de nuestra vida, o por lo menos en la que más guapos nos
sacó Karpint, el fotógrafo oficial de Coria durante varias generaciones.
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Los caramelos, con forma casi de perfectos ortoedros, de vistosos
colores, bajo celofán transparente. Así eran los primeros que recuerdo,
en limitado plural. Me los regaló mi madre el día que cumplí cuatro
años. Entró a comprarlos en una tienda de ultramarinos que estaba al
lado de la famosa zapatería de Coria llamada Covilo. Yo la esperaba
enfrente, sentado junto a “La Casa Nueva”, una casa grande, de ricos,
con unas oficinas bancarias en la planta baja. Al lado, la puerta de la vivienda tenía sus dos hojas muy oscuras llenas de labrados y laboriosos
relieves con motivos vegetales. Sé perfectamente cuál es la casa, y allí
se encuentra igual que entonces, salvo por el envejecimiento notorio de
sus maderas y la desaparición del banco.
Próxima a esta casa grande, que además tenía ¡tres alturas!, había
otra de planta baja, pero de igual rango social, si no más. Excepcionalmente, entre ambas estaban un par de modestas casitas, aguantando
con su humildad tanta ostentación de sus vecinas.
Esta segunda, la de gran alcurnia, se consideraría por cualquiera
que la viese en la actualidad toda una vivienda de lujo. Era “Villa Teresa”, el chalet de Doña Teresita, una rica soltera. Ante mis pocos años era
un palacio digno del mejor libro de cuentos infantiles.
Tenía en su cerramiento exterior un muro de cantería de no más
de un metro de altura. Sobre este se asentaba una verja de hierro artísticamente forjada, terminada en perfectas puntas de lanzas. Tras ella,
unos jardines armónicos, con unos bien podados setos, que limitaban
cada una de las parcelas con plantas, unas con flores, otras con arbustos y entre ellas palmeras, como altivas representantes del mundo de los
árboles acordes con la dignidad de su morada. Nada de simples olmos
como los que un poco más arriba bordeaban la carretera.
Junto al camino que conducía a la casa, un estanque de fantasía.
Era de forma ovalada, con un bordillo de azulejos azules y dos graciosos
surtidores simétricos, con forma de peces, apoyados en su cola. Las parábolas de sus chorritos salpicaban la superficie, y bajo su transparencia
se veían nadar unos peces rojos. Esos sí que eran raros. No se parecían
en nada a los barbos o bordallos que vendía Macanchi, un vecino de
mi calle que era diestro en el manejo de los trasmallos, y que en otro
momento merecerá más líneas.
Por último la propia casa. Toda llena de brillos, de ladrillos esmaltados en las paredes. Y en el tejado, uf!, el no va más, todas las tejas
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Los Bolindres de Barro
vidriadas, con un coordinado reparto de sus colores: rojas, verdes, azules y amarillas. Eso no eran tejas de barro, más parecían ser las tejas de
caramelo del cuento de los Hermanos Grimm: “Hansel y Gretel” o “La
Casita de Chocolate”.
Las inyecciones, ¡Jopelines!, qué contraste con los dulces recuerdos que motivaron las descripciones anteriores. Pero es que en mi infancia las inyecciones parecían estar de moda. A lo mejor es que si el
dolor iba anexo parecía incrementar el poder curativo de la indicación
médica, o sería que los laboratorios no se habían empezado a preocupar de hacernos adictos a sus boticas con presentaciones más atractivas
y reñidas con el sufrimiento.
En cualquier caso, yo las empecé a probar muy pronto, sobre
los tres años. Y lógicamente no me prestaba fácilmente a la tarea, tanto
es así que tras la sorpresa de la primera puya de aquella practicanta, el
segundo día, mi mansedumbre se transformó en tal rigidez que la jeringuilla de cristal rebotó en mi glúteo, rompiéndose en la caída.
Quizá por la mala experiencia de las primeras inyecciones, meses o algún año después, en posterior administración de otro punzante
tratamiento, mi madre me llevó a un nuevo practicante. Me había preparado convenientemente, (las mejores psicólogas son las madres), con
avisos previos de:
-No tengas miedo, este practicante pincha mejor, casi no te va a
doler.
Y así resultó. No sólo con ocasión del cambio, al para mí, más
normal desempeño del hombre como picador de toros y glúteos, sino
que aprendí desde entonces a no temer las que luego en mi vida me han
puesto.
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Agua
Sabido es que el origen de la vida estuvo en el agua, y el mío
también, porque mi madre siempre contaba que llenando el cántaro en
la fuente, desaparecida muchos años y ahora restaurada, situada en la
entrada de “El Escobar”, fue la primera vez que mi padre se atrevió a
hablar con ella. Así se iniciaban entonces los noviazgos, cara a cara, ¡y
no por internet!, que no puedes saber si la de la cita va a ser patizamba.
El final de ese inicio de relaciones Cubera-Pereira no fue tan romántico.
Mi madre, con los nervios, golpeó lo mínimo, pero suficiente, el cántaro
de barro como para romperle un poquito la boca y recibir la posterior
bronca de mi abuela al llegar a casa.
En Coria no teníamos agua corriente en casa. Tampoco la habíamos tenido en Hoyos, en El Escobar, aunque ya la había en casa de Don
Mariano. Mi padre siempre presumía orgulloso de que en su pueblo,
aunque más pequeño, se habían metido antes las tuberías. De ese orgullo hemos participado siempre sus hijos al compartir su mismo pueblo
de origen .
Era una tarea más el tener que mantener una pequeña provisión
en la tinaja del líquido elemento, (en realidad un compuesto, según
los químicos), algo que ahora muchos sólo conocen por documentales
televisivos, como trabajos de algunos pueblos nativos de África, y que
como en ellos recaía entonces sobre el género femenino, mayormente
la madre, con la ayuda de abuelas o hermanas en las familias que las
tuviesen, que no era nuestro caso. Yo acompañaba a mi madre hasta el
caño más cercano, en la primera esquina de otra calle que atravesaba la
nuestra. Era agradable escuchar el sonido del agua llenando los cántaros, con escalas de tonos bien diferenciados, desde los graves al empezar a recibir los primeros chorros hasta los más agudos que avisaban de
su inminente llenado.
Sobre el acarreo del agua, años más tarde, viviendo en Plasencia,
discutía mi padre, durante las tertulias de las atardecidas estivales, con
“El Maño”, el Sr. Gregorio, el vecino que trabajaba en teléfonos, discutía, decía, que era casi imposible lo que este proponía, la proeza de sus
paisanas las aragonesas, y que era el poder acarrear agua con cinco
cacharros a la vez, ¡nada menos!, y de la siguiente guisa: uno sobre
la cabeza, apoyado en su correspondiente rodillera, dos bajo sendos
brazos, apoyados en las caderas, y otro par colgando, uno de cada
mano. Al poner como ejemplo de aguadora a su propia madre, fallecida
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Los Bolindres de Barro
hacía años, mi padre, por respeto, no entró en demasía en la disputa, y
mucho menos en la oferta del “apuéstate algo”, costumbre que nunca
le tentaba y cuyo rechazo aplicaba como buen ejemplo para sus hijos.
Aunque más tarde, ya en casa, comentaba con mi madre la incredulidad
de llevar tal número de cántaros, no solo por su peso, sino por la imposibilidad de desplazarse, al impedirlo la limitación del movimiento de
las caderas, ocupadas en sus apoyos.
Lo máximo del porteo del agua no fue la única historia que sumaba en la fama de fabulador del bueno de “El Maño” . Otra, más increíble aún, era la historia de que en cierta ocasión , su padre, allá en
tierras de Aragón, dejó a la intemperie una garrafa con vinagre. Y tras
unos meses el agrío ácido se había tornado en exquisito vino, justo al
revés del proceso natural y lógico.
Gracias al agua, vuelvo a Coria, y a su higiénico empleo sobre las
coladas de la ropa, se producían de tarde en tarde unas largas y lúdicas
excursiones para los que no teníamos que aplicarla.
De todas ellas recordaré ahora una, por dos imágenes personales.
Íbamos a lavar la ropa al río.
Mi madre, con una carga voluminosa de ropa y su buen trozo
de jabón de sosa casero, todo ello llenando ¡el barreñón!, que llevaba
apoyado en la cabeza con la ayuda amortiguadora de una rodillera, útil
este elaborado con tiras de restos de tejidos o mantas viejas en forma
de rosca. (Con perdón por la pedantería aclaratoria: en geometría se
conoce como toro o toroide generado por un círculo). Con una mano
ayudaba a veces al equilibrio de tal bulto, y con la otra llevaba el lavadero de madera.
Mi hermano, por su mayor edad, caminaba con independencia,
y mi abuela Victoria, que bajo un brazo, apoyado en la cadera, llevaba
la tajuela de madera, indispensable apoyo para rodillas de lavanderas, y
más aún sobre los habituales cantos rodados de las orillas de los ríos.
Dentro de la tajuela el hatillo, con la comida para la jornada, y con la
otra mano asía la mía para cruzar todo Coria, en dirección sur, poco
más de un kilómetro camino de las riberas del Alagón.
Llegamos hasta una glorieta cerca del puente de hierro, construido en los años veinte, casi dos siglos después de que el puente romano
se quedara sin cauce debido a desplazamientos del terreno provocados
por el terremoto que destruyó Lisboa en 1755, y que en Coria también
derrumbó la cubierta de la catedral, sepultando a muchos fieles que
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I I CORIA
estaban en misa en esos momentos. El quedarse sin utilidad el antiguo
puente y la tardanza del nuevo sustituto fue origen del dicho popular:
“Coria tiene un río sin puente y un puente sin río”.
Las improntas que refería, como suele ocurrir se graban más los
malos ratos, fueron las siguientes. La primera, el atraganto que me produjo, durante la comida fluvial la deglución de una yema de huevo cocido; integrantes siempre anexos de los menús campestres de la época.
Cualquiera que haya llenado su boca con una yema cocida sabrá del
aprieto de tragarla entera, máxime si boca y garganta no habían cumplido los cinco años. Desde entonces, se comprenderá, si el huevo está
cocido me atraen más las claras.
La segunda, más tarde, cuando me disponía a “hacer o dar de
cuerpo”, en lenguaje más llano, “hacer caca”. Y al agacharme para abonar con mis orgánicos restos los suelos de aquella alameda, un trozo de
chatarra alcanzó mi trasero infantil. Difícil suerte de herida dado que
por entonces eran raramente escasos los trozos o piezas de hierro abandonados, gracias al peculio de su recogida.
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
Pajaritas de papel
Los nombres de las infancias se pierden, o quizá no llegaron a
prenderse todos en los rincones de mi mente, ocupados tan sólo por
los de las personas más allegadas familiar y afectivamente. Por fortuna
existen los archivos mejor organizados en el interior de los que ya eran
adultos de aquellos años.
Yo acudí a consultar los míos, aprovechando la buena memoria
de la abuela. Ese es el título que desplaza al de madre con los relevos
generacionales.
Llevaba apuntados un montón de dudas sobre nombres de aquellos vecinos de la calle Silverio Sánchez, de Coria, en la década de los
cincuenta. Fui requiriendo las respuestas de mi madre, dosificándole
cada nueva pregunta, consciente de la recuperación de emociones que
conllevaban.
Puedo recordar que en el mismo lado de la calle que nuestra
casa, pasando la contigua, que era la de la Señora Vale, vivía un matrimonio de edad avanzada.
El marido pasaba ratos entretenido en el arte de la papiroflexia.
Concretamente en hacer pajaritas de papel de periódico, (raro material
por entonces entre las gentes de esa calle y de todo el pueblo).
Eran unas pajaritas de variados tamaños. Yo creo que este buen
hombre era un experto geómetra capaz de dividir con exactitud los
grandes rectángulos de las hojas del ABC en los cuadrados iníciales de
sus obras, sin desperdiciar un centímetro cuadrado, No hay duda, ¡dominaba a simple vista los objetivos procedimentales del máximo común divisor!
Y muchas de esas pajaritas, todas de dobleces perfectas, se convertían, por la bondad de aquel anciano, en un mágico obsequio para
mis ojos y manos.
Ahora, por la información materna, sé que se trataba del tío Julián, el marido de “la tía Serrana”. La importancia de los motes en Coria,
como en muchos pueblos, se demuestra con su perdurabilidad en los
recuerdos de los ochenta y muchos años de mi madre, por encima del
olvido de sus propios nombres.
También me informó que él era un hombre jovial y muy bromista
en sus tiempos. Atrevido, hasta el punto de ser capaz de salir al encuen-
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tro de algunos que traían una carga de paja para vender, apalabrar falsamente su compra y precio y, con la misma falsedad, encargarles que se
la descargaran en la puerta de cualquier tinado ajeno, de cualquier otra
calle alejada de la suya, para evitarse el cobro de la broma.
Su mujer, la tía Serrana no se quedaba atrás en sus chanzas. El
bautismo de su apodo recibido en honor, no a su origen geográfico, sino
a la lozanía de su cuerpo en sus años jóvenes.
La tía Serrana acostumbraba a sentarse en la calle, junto a su
puerta, en ociosa postura de brazos cruzados y con las manos recogidas
entre axilas y pecho. Estando de esta guisa, recuerda mi madre la anécdota, de que al preguntarle una mujer que pasaba, por convencional
cortesía:
-¿Qué hace usted, tía Serrana?
Ella le espetó:
-Pos que voy a hacer….,¡Aquí,” jalagando” las tetas!
- ¿Jala qué?
Interrumpí a mi madre, ante la sorpresa del vocablo.
-“Jalagando”. Jalagando se decía a acunar a un niño entre los
brazos.
Me explicó mi madre.
Siendo yo una muchacha, -continuó recordando Pruden, inspirada ahora por el verbo “jalagar”-, estuve con mis padres y hermanos
trabajando en Jaraíz, en los secaderos de pimientos. La patrona que nos
daba los jornales le ofreció a mi madre hacerse cargo de mí, es decir, a
cambio de mi comida como único sueldo, a cuenta de que me ocupara
de cuidarle a su hijita.
-Y los días que atendí a la “niñita”, gorda y casi más grande que
yo, fueron pocos ,o quizá solamente uno, porque para librarme de su
carga yo la pellizcaba para provocar con sus llantos el reclamo de su
madre, y con ello la liberación de mi tarea.
Vuelvo a los recuerdos propios. Los míos de la calle de Coria. De
otros vecinos. Como la “Chon Gorda”. Chon por abreviación derivada
de Concha, de Concepción. El calificativo, aunque merecido por su volumen, era por subrayar la singularidad de estar gorda, que destacaba en
un conjunto habitual de mujeres con mejores proporciones, causadas,
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Los Bolindres de Barro
no por modas, como ahora, sino por la alimentación ajustada o escasa
de la época. El ser gorda o gordo entonces era casi un milagro.
La Chon Gorda vivía en el otro lado de la calle, pero no enfrente
de nosotros, varias casas más arriba. Se dedicaba a vender verduras y
hortalizas.
De ella perdura, amén de su volumétrica figura, el reencuentro
años más tarde. Estuvo de huésped unos días en nuestra casa de Plasencia, mientras operaban a su hijo de una hernia. Y para dar noticias de su
evolución a su marido en Coria no hubiera necesitado, por sus voces,
el único teléfono de la vecindad, el del Señor Gregorio, El Maño, desde
el que repetía el motivo de la prolongación de estancia clínica de su
vástago:
-Oye Juan, que no me puedo ir todavía, ¡que Felipe no mea!
Y continuaba:
-Me oyes, que hasta que no “echi” la “nestesia” no le dan el alta.
Ante la incomprensión del diagnóstico por parte de su marido,
terminaba repitiendo y gritando:
-¡Que Felipe no mea,…. que no meaaa!
Junto a la casa de la Chon Gorda estaba la de la señora Petra y
su hijas.
La señora Petra era viuda. Su marido, el señor Honorio, había
sido un buen carpintero, que pese a la experiencia en su oficio, se cortó
un dedo por el que también perdería la vida, al abrir en su herida la
puerta a una infección de tétanos, que resultó incurable.
Las hijas de la señora Petra eran tres guapas chicas, ya mozas.
(Sus nombre los recuperé gracias a la memoria de Conchi), la mayor se
llamaba “Quili”, de Aquilina, la mediana Marina y la menor Purita. De
ellas recuerdo, que junto a otras más de su edad y algunos chiquillos,
nos llevaron a un largo paseo hasta más allá de las últimas casas del
pueblo, por la carretera del cementerio.
De aquella excursión pedestre, tengo grabadas en mi pensamiento las primeras canciones infantiles que cantaban esas muchachas :
-Ahora que vamos despacio,
vamos a contar mentiras.
Por el mar corren las liebres,
Por el monte las sardinas…
Yo no conocía el mar, pero sí las liebres, montes y sardinas. No
reparaba en el aviso del engaño, sino en la magia de la propia mentira.
¡Jo!, ¿Cómo correrían las liebres por el agua?,… ¿y las sardinas
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I I CORIA
por el monte? Habrían escapado de las cajas de madera en las que yo las
había visto vender, allá por el Royo, cerca del Castillo de Coria.
O aquella otra, no menos sugerente, de :
-¿Dónde están las llaves
Matarile, rile,rile,?
-¿Dónde están las llaves,
Matarile,rile,lón?....
¿Quién habría arrojado las llaves al mar?
¿De qué casa, molino o palacio serían aquellas llaves?
En otra de las casas de la hilera de enfrente vivía la familia de
Ambrosio y Enrique. En la época de mis cinco años, Enrique tendría
unos nueve y Ambrosio unos doce. Sus imágenes vienen a mí acompañándoles a buscar leña.
En mi casa el fuego de la cocina se mantenía con carbón, de
aquel que pregonaban los que lo vendían como :
-¡Al buen carbón, carbón de encinaaa!
En casa de Ambrosio y Enrique el combustible utilizado, en ocasiones, eran los recortes de los troncos que se producían en el aserradero
de Sendín, supongo que se podían conseguir bastante más baratos que
el ya económico carbón vegetal, no sé si hasta gratis, porque no recuerdo que ninguno de los hermanos entregase alguna moneda a cambio de
llenar aquel baño de cinc con las astillas y trozos recogidos.
La serrería se encontraba lejos, bueno a mí me lo parecía al superar los límites habituales de mi calle. Después de ésta había que cruzar
la carretera de la ermita, y entrar en el barrio de Moscoso, situado ya en
los extrarradios orientales del pueblo.
Las ganas de acompañarles, aparte de encontrarse en la ilusión
de la lejanía de la misma expedición, estaba en que durante el trayecto
de ida me transportaban algún rato, entre ambos hermanos, metido en el
baño vacío, aportándome el regocijo que ya se puede suponer.
También casi enfrente de nuestra casa estaba la del matrimonio
Domingo y Dioni; ella vertiendo en todos, fuesen sobrinos o no, el cariño que no pudo emplear en los hijos que no le llegaron; él era hermano de la señora María, (que merecerá mi atención más adelante).
Recuerdo su casa una noche de verano, en la que agasajaban a unos
parientes franceses, el banquete de buenas viandas de matanza culminó
en los postres con unas hermosas sandías alargadas. Después de cenar
todos se sentaron con los demás vecinos a tomar el fresco, mirando el
cielo lleno de estrellas. A los forasteros les sorprendía poder observar tal
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Los Bolindres de Barro
cantidad gracias a la poca luz que había en la calle; en su gran ciudad
francesa la buena iluminación de las calles impedía que llegara la de las
estrellas.
Domingo siempre andaba con su hermano Olegario, trabajaban
las mismas tierras, criaban los animales en común y juntos estaban también en la diversión. A los dos los recuerdo en sus últimos años sentados
juntos en una barrera de los modernos tablados de la plaza, viendo los
toros de San Juan. Tenían una cara jovial de mofletes enrojecidos y un
trato siempre agradable.
A finales de verano, aún se salía por las noches al fresco de la
puerta. En esas entretenidas veladas, -no habían llegado los televisores,
ni siquiera la radio-, mientras algunas vecinas desgranaban millo, otras
amasaban higos secados al sol para terminar de convertirlos en pasos.
A veces se contaban cuentos; y cuando se acababa el repertorio alguien
jugaba con la pega:
- ¿Quieres que te cuente el cuento de María Sarmiento que nunca
se acaba?
Y el sí de algún pequeño daba pie con su petición para que la
rueda continuase:
-Yo no te digo que sí ni que no, que si quieres que te cuente el
cuento de María Sarmiento?.
Dependiendo del que contase la pega, había quien sustituía lo de
“María Sarmiento” por “el Cuento de las Medias Azules”.
En las conversaciones de los mayores escuché por primera vez
hablar del cine, de una película que se titulaba “las Zapatillas de Cristal”,(versión de “La Cenicienta” en comedia musical). Y el cine también
se empleaba como chanza para irse a dormir con la frase: “Me voy al
cine de las sábanas blancas”.
I I CORIA
tonos que le servían de muestras. A mi me hizo unas preciosas botas
combinando con gran gusto dos tonos de piel: en marrón clásico para
puntera y contrafuerte o talón, y en beige para lengüeta y las dos palas
o laterales. Me cargué las botas, y a mí mismo, el día que me subí a un
motón de gravilla bien impregnada de alquitrán.¡ No, perdón!, las botas
se estropearon quemadas en un montón de cal dispuesto para alguna
obra. Lo que si me manché en el montón de alquitrán, con otra bronca
y otro día, fue una cazadora gris que había salido del reciclaje de un
uniforme de mi padre.
Y justo fuera de mi calle, en la explanada de los coches de línea,
apareció alguna vez “un charlatán”, que así se les llamaba a los vendedores ambulantes, por lo mucho y alto que hablaban con su altavoz,
para atraer a los clientes hasta su camioneta llena de diversas mercancías, desde mantas y colchas, pasando por vajillas y cuberterías, lozas y
porcelanas , hasta peines y alguna pluma estilográfica.
Por mi calle pasaban alguna vez personas de diversos oficios:
Un mielero, con su cántaro y su cuartillo de hojalata para medir
sus ventas. En otro cántaro pequeño llevaba arrope, que eran trozos,
casi planos, de calabaza tapados por la misma miel espesa en la que se
habían cocido. Aquí se llamaba aguamiel. Cuando llegaba o se iba se
escuchaba su reclamo:
-¡El mielero!, ¡A la rica miel!, ¡Miel de encina! .
Un zapatero artesano venía de Torrejoncillo, con una regleta especial de madera, con un tope fijo en su parte posterior y otro deslizable
en la delantera para tomar la medida del pie. Amén de algún par encargado en su anterior viaje traía algunos recortes de cueros de distintos
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
El quico
Por bajo, al lado de nuestra casa, vivía la familia de Macanchi. El
experto pescador con trasmallos que ya he mencionado. Su nombre era
Julio. Era algo pariente de mi madre.
Nunca supe el porqué de la adjudicación de tal mote. Ahora se
me podría antojar que tal vocablo podría ser el homónimo de algún jefe
sioux, comanche o apache; sobre todo después de haber visto el retrato
del gran jefe de los apaches conocido por Gerónimo, en alguna biografía ilustrada.
Recupero esas coincidencias en su físico: sus ojos rasgados, su
piel morena, curtida por los soles de los ríos, su gran estatura y toda su
fortaleza física. En las dimensiones no bien mesuradas por mi escala
infantil, yo pensaba que mi padre era el hombre más alto y fuerte que
existía. Cuando conocí a Macanchi surgieron las dudas en las idealizadas grandezas físicas paternas.
Las enfermedades graves no saben de esas fortalezas. Un cáncer
se llevó todas las de Macanchi en su joven madurez, y pocos años más
tarde repitió el mortal envite genético con un hermano suyo, Eladio, de
semejante solidez, cuando éste también había cumplido poco más de
los cuarenta.
Con relación a la mujer de Macanchi, Lucinia, vino a mi memoria una historia protagonizada también por ella, con motivo de un
encuentro que tuve hace poco. Me hallaba en mi carnicería, (no de mi
propiedad, sino la habitual de mis compras), y estando el carnicero
despachándome llegó un niño de unos ocho años, de aspecto agradable, bondadoso, casi angelical, y al que se podría calificar de ya raro
ejemplar en peligro de desaparición, debido a lo poco habitual que es
hoy día el comportamiento educado que mostró. Algo que era de lo más
común y fácil de observar en la época de mi infancia.
Cualquiera diría que este niño se había escapado de la portada
de Ruedaespejos, del catón de la Enciclopedia Álvarez, o de cualesquiera otros libros de los años cincuenta, con aplicados y repeinados niños
en sus portadas.
Así lo corroboró con su cortés saludo en la entrada:
-¡Hola, buenos días!
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ción:
Y con el mantenimiento de las mismas atentas reglas en su peti-Quiero un pan y seis muslos de pollo, por favor.
Todo lo expuesto verbalmente por el niño, sin olvidar la propia
importancia de estar haciendo un recado, subrayaban una actitud e independencia loables.
La superprotección habitual de los padres de hoy día no se presta
para completar los objetivos curriculares prácticos de la independencia
individual y la buena urbanidad.
Estoy seguro que si en la actualidad, le decimos a cualquier niño
o niña de su edad:
-Te voy a mandar a un recado…
Nos miraría con doble extrañeza: Una por la ignorancia del término “recado” y otra por la perplejidad de que alguien, no ya su padre,
qué también, se atreviese a mandarles algo.
Tan inusual encuentro me transportó a los años en que sí era normal hacer recados. Y no sólo atendiendo a las demandas familiares, ya
fuera de madres, tías y abuelas, sino que se incluían las de cualquier
buena vecina que de ti echase mano.
En una encomienda de una de estas últimas me vi llamado en
mi infancia coriana, una tarde de primavera, creo que de un miércoles,
porque era el día en el que se empleaban en la carnicería en preparar y
llenar unas frondosas morcillas de quico.
Y sí, fue la mujer de Macanchi, el pescador, la que me solicitó
para el recado.
-¡Anda bonito! Toma esta peseta y vas a buscarme una morcilla
de quico a donde la tía Pelliquera,(mote de la carnicera, de nombre María)
Y al mismo tiempo me daba un tazón de frágil loza, (aún no se
tenían noticias de los plásticos), blanco y viejo como delataban algunas
mellas en su borde.
La integridad del tazón estuvo a salvo en la ida y, milagrosamente, también en la vuelta de la carnicería, a pesar de mi tropiezo con algún gorrón más sobresaliente que los demás. No corrió la misma suerte
la morcilla de quico, que en la caída llegó a saludar, rodando, el suelo,
atrapando en su exterior tripa un rebozado de arenillas y tierra.
En mi intento de reparar su aspecto empecé a frotar con mis dedos. Pero el cuidado de la limpieza no evitaba que con el roce se des-
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
pellejara la tripa, por lo que desistí de continuar con el arreglo.
Dejé el quico en el fondo del tazón y volví a ocultarlo con el
mismo papel de estraza que me lo habían tapado en la carnicería.
Apenas cumplí su entrega, salí pitando, antes de que su dueña
tuviese tiempo para descubrir el deteriorado aspecto de la morcilla.
Ni siquiera paré por el incentivo de las palabras que me gritaba:
-Eduardín, espera un momentino, que te voy a dar una perra gorda pa que te compres unos confites.
Y yo sin detenerme respondía:
-No, no hace falta, muchas gracias.
Seguramente que con un poco de agua limpia se pudo deshacer
fácilmente aquel entuerto. Pero más seguro fue que sentó la desconfianza hacia el recadero y las ganas de no volver a repetirme el encargo.
Escuchando el mar
En la casa contigua a la nuestra vivía la señora Vale con sus hijos.
La señora Vale, diminutivo de Valeriana, era viuda, por eso iba
siempre vestida de negro y así la recuerdo. Era delgada, de ojos claros,
acordes con atisbos de algunos cabellos rubios entre otros castaños, ya
casi relevados totalmente por la mayoría de canas. Su piel era muy morena, curtida por la vida más que por el propio sol.
Uno de los dos hijos mayores estaba haciendo la mili en Ceuta.
Una vez que vino con su permiso reglamentario trajo una cajita, adornada toda por pequeñas conchas, y además una gran caracola. Fue la primera vez que oí hablar del mar y de su grandeza. La imagen que llegué
a tomar vino inspirada por poder oírlo con aquella enorme caracola.
-Toma, póntela en la oreja. Verás como se oye el mar.
Y era verdad, ¡Qué asombroso!. Cómo se podía oír el mar con lo
lejísimos que debía estar.
La única hija, Vicenta, se había visto afectada por un ataque de
poliomielitis, aunque, por suerte, en un grado levísimo, y en una sola
pierna por lo que no necesitaba muleta ni ningún otro suplemento. Baste decir que con su pequeña merma física podía mantener alguna que
otra carrera, incluidas las que como buena coriana tuviese que dar durante las fiestas de San Juan en las calles del recorrido del toro.
Después de Vicenta venía el más pequeño. Se llamaba Cruz,
Crucito para su madre y por ende para todas las vecinas. Era unos meses mayor que yo, y se convirtió en mi mejor incentivo para soltarme a
andar. Yo anduve por envidia, al observar cómo Cruz había logrado la
independencia de abandonar su castillejo antes que yo el mío.
El castillejo era un ortoedro de madera, en el que se introducían
a los pequeños que todavía no andaban, a modo de parque vertical,
y muy estrecho, para evitar golpes ante cualquier desequilibrio, en el
caso de que uno se levantara de la tabla, que en su parte media hacía la
función de asiento.
Las miserias de aquellos años y la falta de agua en casa promovían, algunas veces, deficiencias higiénicas. En el caso de la señora Vale
se traducía en erradicaciones ocasionales de parásitos del cabello, es
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Los Bolindres de Barro
decir, en despiojarse, y despiojar a los miembros menores de su familia,
los de su alcance,
Así, era frecuente, de semana en semana, verla sentada en la calle, junto a su puerta, pasar lenta y repetidamente una peineta de púas
por ambos lados, las más finas utilizadas para atrapar a los piojos de las
cabezas de Cruz o de Vicenta.
Estas faenas se acompañaban de los muchos ¡ay! ,que provocaban los enganchones de los pelos en las estrecheces del peine .
Eran obligadas las paradas tras cada pasada para comprobar, sacar y tirar la cosecha atrapada de sus habitantes.
Se veía que para la señora Vale esta tarea era toda una sesión
de relajación, que estaba siempre dispuesta a prolongar ofreciendo sus
servicios a los hijos o hijas de otras vecinas.
En nuestro caso, la respuesta de mi madre no podía ser nunca
más negativa. Ya evitaba ella las presencias de tales habitantes en nuestras cabezas, gracias a los buenos lavados con aquellos buenísimos trozos de jabón casero de sosa que ella misma fabricaba.
Este jabón bien merece la pausa, para la referencia de su elaboración.
Sobre todo por su magia. Quién podría creer que en la pringue
de las grasas estaría el mismo origen de aquel destructor universal de
suciedades.
Porque así comenzaba su fabricación, reciclando los pocos aceites y grasas domésticos que se desechaban entonces. Y que se guardaban en alguna olla vieja de barro hasta tener suficiente cantidad.
Luego se ponían a hervir lentamente en un caldero, junto con
la adecuada cantidad de sosa cáustica, en forma de laminillas cristalinas. La mezcla, aún caliente, se vertía en los moldes de cajas viejas de
zapatos, forradas en su interior con papel de periódicos para facilitar su
posterior extracción cuando ya estaba solidificado. Luego antes de que
endureciera en demasía se cortaba en trozos de tamaño adecuado, en
cantones, para su generalizado uso, fuese en la limpieza de suelos, el
fregado de la loza, la colada de las ropas y, por supuesto, como el mejor
gel y champú para todo tipo de pieles.
¡Ya quisieran los jabones, geles, detergentes, quita grasas y toda
suerte de multi-limpiadores actuales poder competir en todos sus usos
con la eficacia del jabón de sosa casero!.
I I CORIA
tirar adelante con toda su familia. En su viudedad no podía contar con
ningún tipo de pensión, inexistente en esa época para los que vivían de
las tareas del campo. En su casa apenas se subsistía con lo que sacaba de una pequeña huerta y el trabajo de los hijos mayores. En alguna
temporada tuvo la iniciativa de ayudarse con la venta de caramelos y la
poca ganancia que le podía quedar; los ofrecía desde su misma casa en
una cesta baja de mimbres claros.
La señora Vale era sobre todo una buena vecina. Con loable instinto de protección, por su edad, hacia otras más jóvenes como mi madre. Cosa que demostraba en cualquier ocasión. Por ejemplo, llevándose para aclarar y tender, sin avisar, la ropa enjabonada que mi madre
había puesto a solear sobre los gorrones del suelo, a lado de la puerta.
Con los años, cada vez que he recordado la calle de Coria, la
calle Silverio Sánchez va siempre unida al recuerdo más humano de la
señora Vale.
Nosotros nos fuimos de Coria. La señora Vale siempre vivió en
esa calle. Y su alma sigue allí.
Volviendo a la señora Vale, no podría olvidar sus arrestos para
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
La mejor familia
La señora María y el señor Benito, y su familia, han grabado en
mi alma la huella emocional más feliz que cualesquiera gente haya conocido nunca.
Si Coria, o mi infancia, tienen una gran importancia en mi vida,
es por ellos.
Su bondad fue, es y será real, propia de ellos. No está adjudicada
a sus personas por el idealismo de mi infancia. Ha sido patente y demostrada ante todos los que los conocieron, a través del cristal más crítico
del mundo de los adultos, incluido el mío.
Yo desde aquí, así lo constato. Si de algunas personas, fuera de
las de mi familia, he podido sentirme totalmente orgulloso de compartir
aquellos días de la infancia, han sido ellos; vida corta que hubiera deseado se alargara por siempre para disfrutarlos. Siempre la señora María,
su esposo el señor Benito, y sus hijos Tere, Julián, Conchi y Antonio,
siempre, siempre.
La ilusión de cielos o reencarnaciones se justificaría tan solo con
la posibilidad de volver a convivir con ellos.
Con la familia del señor Benito y la señora María.
Romería de la Virgen de Argeme. Coria1953
La señora María tenía una buena mata de pelo negro y rizado. El
señor Benito llevaba siempre una boina; años más tarde la cambió por
un sombrero de alas cortas, al principio solo cuando salía de La Isla. Los
dos con la mejor belleza de la que se puede presumir, un buen gesto
siempre. Si recuerdo sus caras, escucho sus voces, ambas de timbres
finos y tonos cálidos.
La señora María y su familia vivían enfrente de nosotros. Su casa
era un poco más grande que la nuestra. Además tenía corral, la nuestra
no. Había un pesebre para una pareja de bestias, casi siempre mixta, caballo y burro, burra y yegua, o combinaciones de estas especies con sus
híbridos mulares, procurando que igualaran en su alzada para una mejor suma en el esfuerzo de las yuntas. Aparte había sitio para las gallinas.
Incluidas, por amabilidad, tres o cuatro nuestras que albergaron junto
a las suyas durante alguna temporada. Creo que hasta que mi madre se
aburrió de ellas y les fue dando el finiquito en la cazuela.
En la casa el mobiliario de semejante humildad que el nuestro.
Con el denominador común de las sillas. Las altas para la mesa y las
bajas con más polivalencias térmicas: arrimarse a la lumbre en invierno
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Los Bolindres de Barro
o tomar el fresco en la puerta las noches de verano. Entre ellas sobresalía un grupo de tres que unidas formaban una sola pieza, en modo de
verdadero tresillo. Y todas con su respaldo negro de madera torneada
y su asiento de enea.
En la entrada, una pequeña habitación, que servía de paso a las
alcobas y también de comedor ocasional,(el habitual era la cocina en
todas las casas de la vecindad). Y en una de sus paredes dos cuadros, en
este caso de bellas mujeres, morenas, con ojeras en sus miradas sugerentes, en trajes de flamencas, en estilo modernista de los años veinte.
Se diría que copias del estilo de Julio Romero de Torres. En la pared de
enfrente varios platos de loza colgados, que por bellos dibujos se empleaban de adorno los más de sus días. Sólo se utilizaban en grandes
ocasiones o para agasajar alguna excepcional visita.
En la planta de arriba la cocina, amplia, con una gran chimenea,
en la que además de llares, trébedes, pote para calentar el agua y caldero o sartén de buen tamaño, aún sobraba sitio para cobijar bajo su tiro
a dos adultos y otros tantos pequeños.
Por la pistas del corral, su pesebre y sus bestias es fácil deducir
que el señor Benito era agricultor. Como lo eran la mayoría de las gentes
de mi calle y de todo Coria.
Se practicaba entonces, por necesidad, una agricultura de subsistencia. Entre sus tareas la era; en el comienzo del estío la chiquillería
podía disfrutar con las faenas en el ejido. ¡Menudo carrusel! El poder
dar vueltas y vueltas montado en el trillo. No importaba el calor. El entretenimiento prevalecía. Y no era la única diversión. Cómo olvidar los
saltos desde los bordes más altos del carro al montón de paja que iba
llenándolo. ¡Qué gusto hundirse en su blandura!. Aunque luego picasen
las briznas que se habían colado bajo las ropas. En las pocas pausas, se
aprovechaba para sofocar la sed, acudiendo a dar unos tragos de uno
de aquellos botijos de campo, que a diferencia del que se tenía en casa
tenía su panza plana por una de sus partes, para un apoyo más amplio y
seguro en las irregularidades propias del terreno.
La cosecha, aparte de la buena paja para los animales, eran algunos costales de cebada para las bestias y los de trigo, que se llevarían al
molino, donde acabarían convertidos en fina harina. Su provisión iría
gastándola por semanas la señora María. Amasándola en casa para moldear sus panes que coincidía con otro momento de divertida educación
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I I CORIA
para nosotros, los más pequeños, pues se nos daba una pequeña cantidad de masa para darle una forma que llamábamos pajarita o palomita.
Bastaba convertirla en una estrecha y alargada barrita, que se anudaba
sobre sí misma y, en la que finalmente, sobre uno de sus extremos, tras
aplanarlo, se le señalaban dos ojitos y se le estiraba un pequeño pellizco, a modo de pico. No existía la plastilina pero esto era mucho mejor.
¡Luego se podía comer!
Después acompañábamos a la señora María hasta el horno. Ella
transportaba sobre la cabeza, interponiendo la socorrida rodilla, una
artesa con todos los panes para cocer. Sin olvidar, claro, nuestras palomitas, que una vez cocidas nos tomaríamos con una mezcla de sensaciones, entre gastronómicas y lúdicas. Por prevalecer lo de juguete,
fabricado por uno mismo, nos daba pena comerlas.
De esos años, en los comienzos de la década de los cincuenta,
recordaba mi madre su asistencia, junto a la señora María, a un acto de
propaganda política, en la plaza del Ayuntamiento. Los responsables
provinciales de Falange habían traído a un combatiente de la División
Azul, recientemente liberado de su cautiverio en Rusia. El pobre desgraciado abundaba en la campaña anticomunista con el mal trato recibido
o indicado por los próceres de la patria que le acompañaban:
-…y solo nos daban para comer sopas de ortigas.
A lo que la señora María comentaba:
-Pues bien gordo estás para solo haber comido ortigas tantos años.
Pruden, entre risas dismuladas, le tiraba del brazo:
-Chisss, ¡calla, que te van a oir!
El excombatiente seguía:
-…y nos estampaban los sesos contra la pared
Las dos amigas se miraron incrédulas, con risas más contenidas
que nunca. María no pudo por menos de saltar, en voz baja:
-¡Pero coño, entonces como estas vivo todavía!
Las risas se multiplicaron en la intimidad del hogar, luego y cuantas veces contaban esta historia.
El señor Benito y la señora María tuvieron cuatro hijos. La mayor,
Tere, ya una moza, ayudaba en casa y también trabajaba como empleada en un comercio de confecciones.
Luego, Julián, de la misma edad que mi hermano. Por eso, su
buen amigo. En los tiempos de mis tres años, ellos ya tenían algo más de
ocho y compartieron escuela en el grupo escolar recién inaugurado, por
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Los Bolindres de Barro
entonces, con el nombre de la patrona de Coria “Virgen de Argeme”.
Eran los años en que la ayuda americana se traducía en la mantequilla que les repartían a los alumnos por las tardes, a la salida de la
escuela. Eso sí, tenían que llevar su rebanada de pan. Las decepciones
del Plan Marshall estaban bien plasmadas en la película de Berlanga.
Gracias a que a Emilio, mi hermano, no le gustaba el obsequio
yanqui, me encontraba yo con el goce de merendar aquellas rebanadas
con mantequilla, a las que, en casa, echaba mi madre un poquito de
azúcar por encima.
Julián y Emilio, por obligación de los nacional católicos cincuenta, también compartieron catequesis para la Primera Comunión. Hace
poco me contó mi hermano que Julián se quedó sin el recuerdo fotográfico porque algo había fallado en el estudio de Karpint, el fotógrafo
oficial y único en esa época en Coria. Les llamaron para repetir sesión
fotográfica y pasaron de ello.
Para tal preparación sacramental, asistían a la iglesia de San Ignacio, donde el cura Don Leopoldo, como era normal en la didáctica religiosa del clero de entonces, les iniciaba en los temores de “las calderas
de Pedro Gotero o Botero”, (forma popular de referirse al infierno y al
diablo, que ya se usaba en el siglo de Oro, según se recoge en Las Comedias Religiosas, de Tirso de Molina. El origen de la expresión podría
estar relacionado con un personaje, que como el diablo, se relacionaba
con la pez, al dedicarse a recubrir con ella el interior de botas de vino).
Don Leopoldo era bajito, de ojillos vivaces y pequeños, aún más
mermados por la miopía que corregía con unas gafas de fina montura
metálica. La tonsura de su juventud había desaparecido por el agrandamiento de su calva. En la calle los curas de entonces, además de la
obligada sotana, iban siempre cubiertos. El sombrero de teja, redondo
de ala ancha, en las salidas habituales. El bonete acabado en puntas
cuando se dirigían a dar algún viático.
Ya era raro que en aquellos años, tuviesen algún tipo de problema
civil los miembros del clero. (Corrijo, siempre lo ha sido, incluyendo la
venda en los ojos de autoridades en faltas más graves). Pero las habituales locuras de Don Leopoldo le procuraron alguna llamada de atención.
Contaré la más sonada. Sucedió, que para atraer a los chicos de
otras edades a la catequesis, no obligados por haber hecho ya la Primera
Comunión, fue repartiendo caramelos, que arrojaba al paso desde su
flamante Vespa. Nada de malo tendría su campaña publicitaria, si no
hubiera sido porque los tales caramelos, sólo tenían de reales su envol-
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I I CORIA
torios de llamativos colores de celofán. El listo de D. Leopoldo, ¡no el
loco, claro!, no se había gastado ni una perra gorda. ¡Se había ahorrado
los dulces sustituyéndolos por piedras de semejante tamaño!.
Este buen cura mantuvo durante su vida las inquietudes de economista. Por ejemplo, en los años cincuenta fueron sesiones de cine
mudo, a cuatro “perras” la entrada. ( Diez céntimos de peseta, no de
euro, eran una “perra gorda”. Y la perra gorda tenía dos chicas, o simplemente dos “perras”. Es decir que el cine de la catequesis costaba
veinte céntimos).
Y una década posterior el pequeño cine dominical cambió de
espacio y se convirtió en un amplio local de proyecciones para todos los
públicos. Entiéndase, no en limitación de censura de las proyecciones,
sino en su apertura general, no catequística. Es decir, todo un cine de
verano, ¡vamos, en plan negocio!
De Julián, siempre he mantenido la impresión, de que pertenecía,
al igual que todos sus hermanos, por genética, al mismo grupo de personas buenas que sus padres.
Personalmente recuerdo, sobre otros, algunos momentos vividos
junto a él.
En la calle de Coria, en alguna tarde de regreso del campo, ayudando a su padre, traía alguna avecilla atrapada con cepos, normalmente tordos o pardales. O a veces vivas, como abejarucos o mochuelos,
si con su buena habilidad había logrado atraparlas en sus posaderos o
nidos. Todas ayudaban en la cocina de casa a completar algún guiso de
arroz.
Años más tarde, con ocasión de alguna temporada que pasé con
su familia, cuando ya vivían junto a la Isla, en el Bar Higuera, recuerdo
en un día dramático lo quebrado de su rostro después de tirarse a las
peligrosas aguas del Alagón por intentar salvar a alguien, y sólo poder
sacar un cuerpo inerte.
Otro día, en el mismo escenario de la Isla, fui con su hermano
Antonio a buscarle a unas tierras de olivares, al final de la jornada de
trabajo, en una tarde de verano. Y lo emocionante fue el regreso: Julián,
Antonio y yo, subidos en una hermosa yegua negra,¡ a pelo, y a galope
tendido!, por la carretera de tierra de Casillas de Coria.
Al final de la carrera, cuando bajamos de nuestra montura, Antonio y yo, que por edad vestíamos aún calzonas o pantalones cortos,
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
teníamos las piernas llenas del sudor y los pelos negros de la yegua,
¡qué más daba!, lo importante había sido aquella cabalgada, en la que
nos parecía haber volado por todo un universo de aventuras.
Pero volvamos a la calle de Coria, y en ella, a la hermana siguiente a Julián: Conchi.
Ahora, cuando ya hace unos pocos años que desapareció su madre, la buena señora María, su imagen viva se mantiene en Conchi. No
es tópico, su hija es su vivo retrato en su físico y en su alma. Con perfectas coincidencias, desde cualquier pequeño detalle, como pueda ser
su mismo timbre de voz, hasta el global de su trabajo, de la dedicación
a su familia, de toda su bondad.
Veamos ahora la descripción de Conchi en su infancia. La idea
que me viene, prevaleciendo en primer término, será siempre su delgadez. Conchi tenía tal viveza que sólo estaría acorde con su cuerpo
delgado, o mejor, fino. Nada de una muchacha de aspecto débil. Toda
una gran energía compactada.
Conchi nos enseñó a su hermano y a mí a hacer un Nacimiento
con pequeños gorrones. Los iba colocando con la misma delicadeza
que si fueran las figuritas de barro, que no teníamos y a las que sustituían. Luego ponía pequeños trozos de musgo entre sus espacios.
En Nochebuena la recuerdo cantando, junto con su hermana Tere
un villancico que decía:
Bolo, bolo, bolo,
Mira como suena,
Son los martillitos
De la Nochebuena.
Tras ellas, mi madre, que también cantaba con una calidad y timbre muy semejantes a los de mi tía Pura, continuó con este otro:
Madre en la puerta hay un niño,
más hermoso que el sol bello,
diciendo que tiene frío,
porque viene casi en cueros.
Pues dile que entre y se calentará,
porque en esta tierra
ya no hay caridad,
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ni nunca la ha habido,
ni nunca la habrá ….
A finales de los cincuenta llega la moda de las rebecas, incluso a
los pueblos, como Coria,. Aquellas chaquetas de punto, de talle corto,
que tomaron el nombre de la película del mismo nombre, de Alfred
Hitchcock. Siempre relaciono las características de las rebecas con las
que llevaban en aquellos días Conchi y sus amigas. Sorprendentemente,
todas eran rojas, de un rojo encendido que podía haber tentado a los
serviciales censores del régimen en el municipio. ¡Claro que entonces
ya era demasiado prohibir modas infantiles, y por eso se salvaguardaban sus directrices cambiando lo de “rojo” por “encarnado”. Semejante
cambio llegó al colmo del ridículo cuando también alcanzó a la inmortal Caperucita Roja de Perrault, que como algunos recordarán, se
sustituyó por “Caperucita Encarnada”, convertida en la protagonista de
las historietas de la contraportada del tebeo “Pumby”.
Antonio, justificadamente mencionado ya en los relatos de sus
hermanos, era el más pequeño de los hijos del señor Benito y la señora
María.
También era más pequeño que yo, unos dos años y medio. Pero
esta diferencia no supuso nunca ninguna barrera para compartir juegos.
A diferencia de los demás hermanos, Toñi era bastante rubio.
Cualidad identificada en el argot de los vecinos en frases que le dedicaban como:
¡Pero que salao es este “canete”!
Como exponente de la amistad entre nuestros padres, Toñi fue
bautizado por los míos. Ser compadres se identificaba con los lazos
que se establecen cuando la amistad es tan buena que se convierte en
familia.
Entre sus tres y cuatro años Toñi padeció de unos eccemas en las
piernas. Dada su persistencia tuvo que ser llevado al Hospital Provincial
de Cáceres, donde estuvo ingresado un par de semanas.
Por ese motivo acompañé a mi madre para visitarlo.
Para él, en su inocencia, debió suponer un juego más toda su es-
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Los Bolindres de Barro
tancia en aquel mundo extraño del hospital.
Pero la anécdota de aquel viaje tuvo su principio en la salida de
Coria; nos fue a despedir su padre. Y el agradecimiento del señor Benito
se manifestó regalándome un duro. ¡Un duro, nada menos!. Eso era mucho dinero entonces, y más para un humilde agricultor.
Un duro de níquel, con el dictador en su cara y en la cruz el
escudo del águila adaptada por su régimen, entonces en perfecta verticalidad. A mediados de los sesenta perdió valor al tiempo que tamaño
y rectitud de la rapaz.
¡Vaya!, era la moneda más grande y pesada que yo había visto.
Menudo regalo entró en mi bolsillo, pero no sería por mucho
tiempo.
Cuando llegamos al Hospital, el portero, con la seriedad que le
daba su uniforme azul marino, de botonadura dorada y su gorra de plato. Más parecía un oficial de la Marina que no nos dejaba pasar, aludiendo que por las mañanas no había hora de visita.
Mi madre que ya tenía programado el tiempo para el regreso en
el coche de línea de esa misma tarde, dejó por un momento de solicitar
el favor del paso y me dijo:
-Eduardito, anda, saca el duro que te dio el señor Benito.
Y así terminó la brevedad de mi fortuna, convirtiéndose en propina para conseguir la franquicia de aquel portero.
Subimos a la primera planta, entramos en una gran sala hospitalaria que estaba dedicada a los niños ingresados. Allí se agrupaban varias
camas en dos hileras. En el pasillo central apareció Toñi, sonriente, subido a caballo en las espaldas de una niña de unos siete u ocho años,
totalmente calva, que estaba ingresada para tratar de curar su alopecia.
Y de no haber sido por su vestido nadie podría afirmar si era niño o
niña. Cuando salimos del hospital mi madre me llevó a una juguetería
que había enfrente y allí me compró las primeras figuritas de plástico
que tuve. Fueron un león, un cocodrilo y un vaquero del oeste, con su
sombrero y sus pistolas, montado sobre un caballito blanco. Todavía no
sabía yo nada de cawboys , ni distinguía americanos de mejicanos. A
mí me sonaban mejor estos últimos y eran mi elección cuando algún
compañero de juegos me planteaba:
-A ti ¿quiénes te gustan más, los americanos o los mejicanos?
I I CORIA
me tengo por violento, no me faltaron algunas incruentas peleas, como
contaré, años más tarde, ya en Plasencia. Parecerá mentira, pero en los
años que viví en Coria, y en las temporadas que posteriormente iba a
pasar allí, no tuve nunca el más mínimo roce dialéctico, y por supuesto
tampoco físico, con Antonio. Seguro que por estar él hecho de la misma
buena madera que toda su familia.
Viviendo en esa época en la calle de Coria, ambos éramos aún
bastante pequeños, por eso recaía en nuestros respectivos hermanos la
tarea de aprovechar lo usado para fabricarse y fabricarnos algún juguete.
Así mi hermano Emilio y su amigo Julián, eran capaces de construirnos
a Toñi y a mi cochecitos, tractores o incluso ¡máquinas aplastadoras!,
como las que trabajaban con el alquitrán en las carreteras de verdad. ¿Y
qué materiales necesitaban para ello? Pues los pocos botes o latas que
se habían utilizado en muy rara ocasión en la cocina, amén de algún auxilio del cesto de la costura, en forma de carrete de madera al que se le
habían terminados los hilos y pasaba ahora a tren de rodaje. Todas esas
piezas se unían con trozos de alambres, que al mismo tiempo remataban las formas a las que imitaban. ¡Qué buena musa de inspiración es la
necesidad! Y gracias a ella, ¡qué buenos artesanos eran los muchachos
entonces!
Por la prevalencia del egoísmo de los niños, en la infancia es normal, que en nuestras relaciones con los amigos o vecinos, surjan riñas
en algún momento. Es muy habitual, hasta entre hermanos. A mí, que no
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Los Bolindres de Barro
Inocentes
Los juegos infantiles surgen como imitación al mundo de los
adultos. Eso hacíamos cuando dos de nosotros se agarraban en paralelo
a un palo, como si fuesen una yunta de bueyes, y un tercero, con otro
palo más largo apoyado entre las manos de sus compañeros, hacía el
papel de guía de la supuesta y sujeta cornamenta de los que de mansos
hacían.
En ese entretenimiento estuvimos dos amigos y yo, los tres de
poco más de tres años, dando una vuelta dos calles más allá de la nuestra, ajenos totalmente al delito que se nos iba a adjudicar por habernos
atrevido a llevar nuestra yunta hasta cerca de las traseras del cuartel de
la Guardia Civil.
La sorpresa, poco después. La llegada hasta la puerta de mi casa
de un Civil uniformado, con su tricornio brillante, con toda la carga de
respeto -tradúzcase mejor por miedo- que siempre traía su presencia,
¡aún sin su pareja , y sin su fusil!
El guardia habló con mi madre para explicarle el motivo de su
visita. Alguien había roto de una pedrada un cristal de las ventanas más
altas de las traseras del cuartel. Y en la inmediata salida para investigar,
al de la Benemérita le habían asegurado los verdaderos autores, muchachos mayores, que los que habían sido eran los tres que habíamos
pasado formando la yunta. También le dijeron, claro, dónde vivíamos.
En esas explicaciones estaba el Civil cuando, ajenos al delito, llegábamos hasta mi casa mis compañeros bueyes y yo guiándoles. Tengo
que aclarar que tardamos más que el guardia, además de lo acelerado
de éste por el atentado, porque los bueyes y el vaquero dimos un rodeo,
amén de la lógica lentitud de estas yuntas infantiles.
Y nuestra llegada solucionó nuestra inocencia.
El guardia preguntó:
-¿Pero este pequeñajo es su hijo?
-Claro.
Respondió mi madre, y añadiendo:
-Y es el mayor de esos tres mocosos.
Con lo que el guardia concluyó:
-Vaya, estos críos no pueden haber sido. Estos son incapaces de
lanzar una piedra tan alto. No se preocupe usted señora. Buenas tardes.
Mi madre al tiempo que se alegraba me reprendía y me advertía:
¡Como te vayas otra vez tan lejos a jugar, vas a cobrar!.
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Los Bolindres de Barro
Benditos los días en que cualquier crio podía explorar los lejanos
espacios, más allá de su propia calle, sin peligros para su integridad,
por aquella feliz inexistencia de tráfico.
La calle que estaba en las traseras de mi casa era también el inicio de la carretera hacia Montehermoso, y el motivo de recordar ahora
lo descabelladas que pueden ser las ocurrencias a la corta de edad de
cuatro años. Aprovechando que por allí pasaba obligadamente el coche
de línea de mi padre, y teniendo bien controlado el momento, mi amigo
Cruz y yo jugábamos a los conejos.
No es que en la compañía quiera escudar la culpa, en realidad
no recuerdo de quién sería la idea. Más probable, mía, queriendo imitar
a los conejos que ilusionadamente había visto más de una vez cruzarse
en la carretera al paso del coche de línea, (cuando toda nuestra familia
viajaba hasta Montehermoso, para pasar junto a mi padre los domingos), y en esta imitación plasmábamos la peregrina idea de atravesar la
calle, corriendo a cuatro patas, cuando ya se acercaba el autobús.
Lo bacheado de aquella carretera, todavía era de tierra, unido a
la lentitud de los coches de línea de entonces, evitó cualquier percance.
Por supuesto que el jueguecito sólo tuvo una oportunidad. Porque en el mismo debut, como conejillos, se paró el coche de línea, se
bajo mi padre, nos calentó un poquito el culo y nos fuimos para casa
con las ganas perdidas de volver a repetir nunca más tal imitación.
I I CORIA
Sobre la otra esquina, aquel gran molinillo de café.
Y en el suelo varios sacos de distintas texturas, a una parte tres
de blancos contenidos: el de papel fuerte con la harina, el de gruesa
arpillera con la sal y el de algodón con el azúcar. Seguían los de las legumbres, todos en arpillera fina, uno con lentejas, otro con garbanzos y
otro con alubias blancas. En algunos de ellos asomaba siempre un brillo
limpio y metálico, era el mango del hundido recogedor que se usaba
para despachar.
En la tienda, en realidad despachaban dos “Campanas”, el padre
y el hijo. Julio de nombre los dos. Ambos con el mismo arte para triturar
aquellas madejas de fideos, eso sí, de modo muy higiénico, presionando sobre el papel, que luego cerraban en hermético paquete, sólo con
correctas dobleces, ¡Ni había, ni necesitaban de portarrollos con papel
celo!.
Frecuentaba esa misma calle muchas veces por otro motivo, a
hacer algún recado a la tienda de ultramarinos que allí estaba.
Era de “El Campana”. Sonoro mote con el que se conocía al tendero, Quizá coincidiese con su propio apellido.
Era pequeña y antigua, con todo el tipismo de una tienda de
ultramarinos de entonces. Con sus estanterías de maderas, su mostrador,
ya gastado por el uso, encima las resmas de papel de estraza para envolver. ¡Qué habilidad y dominio de la papiroflexia comercial!, convertir
un plano de papel en un perfecto paquete. Más allá, en un extremo, el
cuchillo para trocear las piezas de bacalao seco, socorrido ejemplo de
palanca de segundo género, al que ya no se puede recurrir en Secundaria, por haber sido desbancado por la pujanza de envasar todo en las
bolsas de plástico, al vacío. Claro, así, ya cortado y envasado las nuevas
generaciones de amas de casa tampoco pueden aprender a distinguir
si lo que compran por bacalao noruego es un abadejo de mares más
meridionales.
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Los Bolindres de Barro
El toro de San Juan
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Balta viendo el toro de San Juan, relajadamente, con el
uniforme, bajo el árbol. Sobre 1956.
En la tienda de El Campana, aparte de comestibles, también se
podían comprar las escamas de sosa necesaria para hacer el jabón casero, alguna escoba, larga o corta, cuerdas y sogas de esparto y alpargatas.
El uso de este humilde calzado, no era exclusivamente laboral,.
Con ocasión de correr los toros, durante las fiestas de San Juan, las alpargatas, para los que también las usaban en el campo, tenían su mejor
estreno. Las de El Campana alcanzaron mayor fama cuando se incorporaron a las letras de unas coplillas que a modo publicitario alguien
unió con la música de la canción oficial de los Sanjuanes, la mejicana
“Cielito lindo” que ya había sido aquí modificada para las fiestas por
“Torito lindo”.
Las alpargatas eran ligeras y, por eso, el calzado más apropiado
para las carreras de los toros.
En junio, durante los Sanjuanes las usaba todo coriano, hasta los
pocos que a diario acostumbraban a calzar botas o zapatos. Ahora las
sustituyen “los tenis” o deportivos. Y es que el que aquellas no llevaba
entonces, o el que estos no calce ahora, denota que es forastero en la
fiesta.
En las dos celebraciones más importantes para los corianos, y en
este orden: los toros de San Juan y la romería de la Patrona, la Virgen de
Argeme, se lanzaban gran cantidad de cohetes que a mí me asustaban,
no ya por su estruendo sino porque creía que alguna de sus varillas
podía dañarme en su caída. Encontraba la solución que descartaba todo
temor corriendo a mi casa para ponerme una gorra visera. Con ella me
parecía disponer de un escudo infranqueable. Ya nada temía, su poder
protector me rodeaba. Las gorras siempre nos las compraban a mi hermano y a mí en la tienda de Covilo, junto con sendos pares de zapatillas
de lona para el verano.
Vienen ahora recuerdos de los Sanjuanes de entonces, con algunas diferencias de los de ahora. En esencia no ha cambiado la fiesta,
como otras semejantes en muchos pueblos, en las que interviene el toro,
reto a la muerte bajo el disfraz del juego.
En el caso de Coria anunciado con toques de campana.
Tres para la salida del toro en la plaza. Desde hace tiempo, no
entonces, se ordena su toque por la potencia de una voz en megafonía:
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Los Bolindres de Barro
-¡Toquen la primera campanada!, se oye veinte minutos antes.
-¡Toquen la segunda campanada!, cuando el tiempo de la espera
se reduce a los diez, coincidiendo con el abandono de la arena por los
que por miedo, o por prudencia, prefieren la seguridad de las alturas.
-Toquen la tercera campanada!. Sin tiempo para la huida. ¡Ya sale
el toro!
Los más valientes, entre los mozos, le hacen pasillo en la misma
puerta del toril. Y al tiempo que asoma le van azuzando con los aguijones que sujetaran las rosetas de colores confeccionadas por sus novias.
En la plaza, las carreras, los recortes y el refugio. Antes en los carros de madera, que los más bravos animales llegaban a levantar alguna
vez entre sus cuernos. Ahora, fuertes barrotes de hierro, que amparan
a los valientes en el final de su carrera, o esconden la cobardía del que
sólo presume de dar una patada en el hocico de la embestida.
Entre tantos mozos, alguna muletilla o capote, no de ellos, de
algún héroe, como Conrado, maletilla romántico toda su vida. Aún con
más de ochenta años era capaz de parar en unos lances a ejemplares
con arrobas, edad y defensas dignos de las Ventas.
Una media hora más tarde se darán otras tantas campanadas, con
los mismos intervalos que las primeras. Ahora para anunciar la suelta del
toro por las calles.
En el recinto amurallado, calles estrechas, alguna plazuela. Arriba, la Cava, junto al Castillo. Abajo, la Catedral. Entre ambas la de San
Pedro.
-¡Que viene, que viene!
Falso anuncio para mosquear a forasteros. Si el toro asoma sobran
las voces, el aviso es la carrera. El socorro, las rejas. Las más bajas como
medio para alcanzar los balcones con alturas más seguras. No hace
muchos años, paseando por una de las callejuelas que me conducían
hasta la plaza, con la tranquilidad del suficiente adelanto a los toques de
la campana, pude leer sobre una vieja reja un aviso lleno de prudente
caridad:
- ¡No subirse, reja rota!.
En los primeros Sanjuanes que recuerdo, tendría unos tres años,
me llevaron a ver pasar el toro en “la Calle del Cuerno”, (denominación
popular debido a su progresiva estrechez en trayectoria curva, de ahí la
semejanza al asta que le dio nombre).
Fuimos al balcón de una casa de aquella calle. Creo que era de
unos parientes de la señora María.
Para facilitar la vista, si parecía que llegaba el toro, nos indicaban
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I I CORIA
a los niños que nos sentáramos en el suelo del balcón, y que sacáramos
las piernas entre los barrotes de la barandilla. A lo que yo era contrario
porque mis falsos cálculos me decían que el tamaño de aquellos toros
podía alcanzar por lo menos a mis pies colgando.
En la esquina de la entrada a esta misma calle, en su desembocadura a la plazuela de San Pedro, se acostumbraba a poner una señora
mayor con un gran cencerro, que hacía sonar para atraer al toro, como
si de cabestro se tratase. Braulia Valcarce, “La Valcarza”, que así era conocida la valiente mujer, se valía del reclamo sonoro a fin de asegurar
el paso del toro por su calle. Era normal su éxito cuando el cornúpeta
rondaba por la plazuela, y nada más encarar su carrera hacia la estrecha
calle, la mujer tomaba refugio en la proximidad de la puerta de su casa,
seguida de un conjunto de mozos, con la vestimenta propia de aquella
época: pantalones negros de pana, camisas blancas, pañuelo rojo anudado al cuello y las necesarias alpargatas de El Campana.
También era habitual haber confeccionado un pelele, un muñeco
de escala humana con ropas viejas, relleno de paja de centeno, al que
se le sujetaba con una soga, colgado entre dos balcones enfrentados. Y
si el toro llegaba, se le encelaba, dejándole que lo embistiera, evitando
su destrozo con coordinados tirones de la cuerda.
En la misma calle fui testigo del aprieto de una mujer, que ante la
proximidad del toro, y queriendo buscar el refugio de la entrada en un
portal abierto, vio cómo este se cerraba justo en sus narices cuando el
animal le impedía otra huida. La tensión invadió a todos. Los mozos más
cercanos, desde el resguardo de las rejas, jaleaban para intentar llamar
al bravo. La mujer, blanca y rígida, como si ya adelantase la apariencia
de cadáver, permaneció inmóvil mientras el toro pasaba despacio mirándola. Cuando las astas se perdieron por el fondo de la calle, cayó
desmayada. ¡Menudo susto!.
La mente infantil es tan impresionable que en ocasiones un hecho
que te han contado se convierte en una imagen real, como si hubieses
estado allí. Es la impronta que me quedó del suceso vivido por mi padre.
Mientras el toro corría por las calles, el recinto amurallado se
cerraba con unas grandes puertas de madera, conocidas por todos como
portonas, y que en su parte inferior disponían de un pequeño postigo
para facilitar la entrada o salida de la gente, salvaguardando la seguridad. En uno de los Sanjuanes, probablemente en 1956, estaban el señor
Benito y su compadre Baltasar, mi padre, subidos en la portona de San
Pedro, o Puerta del Sol. Coincidieron con el momento en que ante la
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Los Bolindres de Barro
proximidad del toro, alguien que salió huyendo por el postigo, no pudo
entretenerse en cerrarlo. El toro que vio la luz de su libertad embistió hacia el hueco abierto. En la primera embestida tropezaron sus astas con la
estrechez del hueco, sin lograr pasarlo, al tiempo que se tambaleó toda
la portona.
El Señor Benito advirtió:
-¡Balta, o sale, o nos tira con portona y todo!.
En la segunda intentona lo consiguió. La carrera sorprendió a los
de fuera. Menos mal que el toro sólo prestaba atención a su huida, ni
siquiera a las indefensas abuelas que estaban sentadas en las puertas
de sus casas. Al poco, el toque insistente de la campana, la misma que
antes avisaba de sus salidas controladas a plaza y calles, y que ahora
servía de alarma para avisar a todo el pueblo de la posibilidad de una
excepcional y peligrosa llegada.
Por todas partes solo se oía:
¡Se ha escapao el toro!, ¡Se ha escapao el toro!
Pareció como si este cornúpeta quisiera repetir encuentro con el
apellido Gordo, el del señor Benito. Pues en su escapada, llegó a los
campos más próximos, donde coincidió con otro Gordo de mayor edad,
el abuelo Román, el padre del señor Benito, que se encontraba en las
eras y tuvo que subirse a un almiar para ponerse a salvo de visita tan
inesperada.
Como en el episodio anterior, otras tardes Balta, en la espera de
los coches de Cáceres, bajaba un rato desde la parada para ver por
unos momentos el toro. De esas breves escapadas tengo la prueba de
una pequeña foto en la que se le ve al fondo, junto a la Catedral, detrás
del toro. Vagamente se le distingue con el uniforme de trabajo, en pose
tranquila, bajo un árbol, en el empedrado, fuera de la defensa de alguna
reja. Siempre he presumido de la valentía taurina de mi padre por esa
foto.
I I CORIA
personaje muy popular, también de Plasencia, “el Patatitas ”. Siento no
haber conocido su nombre. Era un antiguo subalterno de novilladas,
que se ganaba su ayuda en la jubilación vendiendo por las calles unos
caramelos rebozados en canela y que al pregonarlos explicaba el origen
de su mote:
¡A las ricas patatitas americanas!
¡Que están muy ricas y son muy sanas!.
En la misma tarde, cuando dieron suelta al toro por el recinto
intramuros, tuve mi bautizo sanjuanero, acompañé a Antonio y sus amigos por aquellas calles con la tensión desbordándome. Creía que todo
el mundo podría oír las desbocadas pulsaciones de mi corazón. No
teníamos ni idea por dónde podía estar el toro. Yo sólo iba mirando las
salvadoras rejas de cada calle. Menos mal que ni lo encontramos, ni nos
encontró.
Luego, en todos los años posteriores, he procurado moverme en
trayectos cortos y con los debidos cálculos para evitar sorpresas. Prefiero esperar al toro a buen resguardo en cualquieras de las plazas. No
irle al encuentro en las calles. Me gusta disfrutar de la proximidad del
toro, sin peligro. No me tengo por audaz, y mucho menos por valiente
corredor o recortador.
Los toros de Coria han estado siempre en mi vida. Y hasta en mis
sueños. Si he tenido una pesadilla múltiples veces repetida, esa ha sido
la de correr y buscar dónde ponerme más alto para estar a salvo del toro
que llega por las calles de Coria.
Más que el objetivo de la propia fiesta, esta ha sido siempre el
pretexto para mi regreso a la infancia. Se puede recordar en la distancia, pero se vive de nuevo volviendo a aquellos primeros lugares.
A lo largo de mis años, con la autonomía de la edad, han sido
pocos en los que no me haya escapado algún día a los Sanjuanes.
No olvidaré, a los catorce años, la vez que asistí en la plaza,
subido en el carro del señor Benito, aún no habían llegado los tablados con barrotes metálicos. Estaba en compañía de su hijo Antonio y
algunos amigos de este. Y fuimos testigos de la cogida mortal de Pichi,
un limpiabotas de Plasencia, que arriesgó demasiado en un cite a cuerpo limpio, quizá por culpa de más de un ponche. Le acompañaba un
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Los Bolindres de Barro
La Tita Eugenia
La Tita Eugenia
En Coria, en la casa del señor Benito y la señora María, además
de sus hijos había otra persona, la tita Eugenia, una venerable anciana,
a la que yo, en principio, identificaba como abuela de la familia, sin
plantearme si era el origen materno o paterno de aquella casa. Luego
ya supe que no le unía ningún lazo familiar.
Tita Eugenia había trabajado toda su vida como sirvienta en el
Palacio de Coria, antigua posesión del Duque de Alba.
Rafael Sánchez Mazas lo había recibido como heredero colateral del Dr. Camisón, (que por ser médico de Alfonso XII pudo obtener
grandes plusvalías invirtiendo en La Bolsa con la ventaja de prever sus
movimientos a causa de las enfermedades del monarca. Así adquirió
palacio, casas y fincas del Duque de Alba en Coria)
La esposa de Sánchez Mazas era una aristócrata italiana, de apellido Ferlosio, destacaba en aquella sociedad campesina porque era la
única mujer que por entonces hacía dos cosas que llamaban mucho la
atención, fumar y conducir. Por cierto, que ambas actividades ligadas
por el humo. La primera por el inherente al propio tabaco, y la segunda por la estela que dejaba su descapotable blanco, por lo mucho que
pisaba el acelerador y el polvo que levantaba en aquellas carreteras de
tierra .
Además Liliana Ferlosio se ganó en Coria su fama de mujer con
fuerte carácter con variadas anécdotas que de ella se contaban. Así, en
una ocasión, acompañada en su deportivo por uno de los guardeses de
sus fincas, este se atrevió a postular sobre la excesiva velocidad del ama:
-Huy señorita, qué corriendo tanto nos podemos matar.
Ella frenó bruscamente y le dijo al criado:
-Bájese y vaya andando, así no se matará usted.
El criado no tuvo más remedio que obedecer y hacer a pie los
bastantes kilómetros que había hasta la finca.
Del matrimonio Sánchez Mazas–Ferlosio, con lazos tan ligados
al fascismo hispano-italiano, salieron frutos que no pudieron estar más
alejados de dictaduras, en las figuras de sus hijos los insignes Chicho y
Rafael Sánchez Ferlosio.
Volviendo a tita Eugenia, esta vivía su pacífica vejez acogida por
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Los Bolindres de Barro
la señora María. Aún siendo octogenaria seguía preparándose su propia
comida. Siempre estaba en la lumbre de la cocina su “pucherino”, cocinando con santa lentitud el pequeño guiso o cocido, mientras ella se
acurrucaba en su sillita baja al lado, cobijada por el calor de la misma
chimenea. Si te sentabas a su lado y enredabas con alguna ramita encendida, te decía:
-¡Muchacho, que te vas a mear en la cama!
Tita Eugenia vestía siempre con ropas negras, blusa, saya y mandil. También era negra la mañanita de punto que le cubría los hombros.
El poquito pelo recogido en un moño, sin pañuelo.
Todavía no era muy corriente que las ancianas llevaran gafas. Ella
sí, con unos gruesos cristales que aumentaban la abertura de sus parpados, permitiendo ver un hueco enrojecido.
Cuando nadie conocía nada del yogur, ni siquiera su nombre, ella
sabía de sus bondades y encargaba que se lo compraran en la farmacia,
único sitio por entonces en donde se vendía. Gustaba de los dulces, sin
abusar, por navidades un mazapán con forma de fruta que las monjas
franciscanas adornaban con las pequeñas hojas de rusco. También algún trocito de las roscas del Lunes de Cruces, decoradas con confites,
que las madrinas regalaban a sus ahijados, y que estos, compartían con
sus familia y amigos.
Ahora, con mis años, puedo comprender lo que entonces me parecía absurdo. Si jugábamos dando vueltas alrededor de tita Eugenia,
pronto nos ordenaba:
-Estaos quietos, que me estáis mareando.
En la experiencia infantil nos parecía imposible que se pudiese
marear quien, en activa, no daba vueltas y sólo observaba, en pasiva, a
los que las dábamos.
Viviendo la tita Eugenia ya en casa de la señora María, (todo esto
me lo precisó Conchi), un día vino a sacarla de paseo su antiguo señor,
Rafael Sánchez Mazas, y con la intención de gastarle una broma, le fue
grabando su conversación en el primer magnetofón que llegaba a Coria,
sin que ella lo supiese:
-Eugenia, ¿Le gustan a usted los pasteles?
-¡Huy, qué cosas tiene el señor, pues claro, cómo no me iban a
gustar!
La broma vino con el asombro y sonrojo de tita Eugenia, cuando
escuchó reproducida su propia voz y sintió el pudor de que se descubriera que era un poquito golosa.
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Los Bolindres de Barro
Las primeras escuelas
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La clase de Doña Obdulia, alumnos de 4 y 5 años,
coeducación en 1957¡Qué suerte!
¿Dónde está……. Edu?
Hacía unos meses que había cumplido los cuatro años cuando
mis padres decidieron que ya era el momento de aprender las primeras
letras. Creo que fue en primavera.
Mi primer maestro fue Don Paco y mi primera escuela, por ser
particular, era la propia casa de Don Paco. En una mesa rectangular
de buen tamaño, en lo que debía de ser fuera de las horas escolares el
comedor, nos sentábamos los cinco o seis alumnos que sumaba la matrícula del doméstico centro.
Dos de mis compañeros eran hermanos, Paco y José, hijos de la
señora Paulina, y nietos de la señora Nieves, que era quien llevaba la
cafetería de la parada de los coches de línea.
De ambos guardo un recuerdo cariñoso, no sólo por ganarse el
puesto de los primeros compañeros, sino porque también hacíamos juntos casi todo el trayecto desde su casa hasta la casa de Don Paco, todos al
cuidado de la mayor edad de mi hermano. El encargo de su protección
venía dado porque ellos eran sobrinos de Amparo, que por entonces ya
era la novia reconocida de Tito, el mejor compañero conductor que tuvo
nunca mi padre, y que merecerá otras líneas más adelante. La madre de
Amparo, como abuela agradecida nos daba a veces algún plátano.
Don Paco era un maestro joven, que colaboraba a la economía de
su madre con los pocos ingresos de aquellas clases.
Él me enseñó las primeras letras. Antes de cumplir el mes ya me
había terminado la primera cartilla de “Rayas”, (método del maestro,
Ángel Rodríguez Álvarez, publicado por la Editorial Sánchez Rodrigo,
de Serradilla). Era tanto como dominar todas las sílabas directas. Las
mixtas e inversas se superaban con la cartilla segunda y en la tercera ya
se practicaba con pequeños textos, todas de la misma editorial y método.
Las tres cartillas tenían la portada en dos tintas y las hojas interiores con
una sola, es decir, en blanco y negro. Las ilustraciones aparecían a partir
de la tercera, hechas con una gran técnica de plumilla, que los simples
trazos no sugerían.
El trato que nuestro maestro nos dispensaba a todos era muy amable, de palabra y obra, pues no recuerdo ni media torta para ninguno, y
tampoco alguna voz fuera de volumen o con distinto tono del normal.
Sin embargo chocaba con la dureza hacia un solo alumno. Este era
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Los Bolindres de Barro
bastante mayor que los demás, supongo que pasaba de los doce años. Y
para Don Paco debía ser el rebelde más malo que pudiese existir, a tenor
de los tortazos que se llevaba, junto con el castigo del destierro al patio
de la casa casi todos los días. Fue el primer contacto con una fuerte disciplina que me asustaba, aun cuando no fuera dirigida a mí. Nunca fue
conmigo lo de “la letra con sangre entra”, aunque también lo sufriera en
alguna ocasión futura.
Tan buen y breve progreso tuvo que continuar pronto en manos
de otros docentes, porque Don Paco, debido a su juventud, tuvo que
atender la obligación de marchar al servicio militar.
Mi hermano y yo fuimos a la escuela de Don Ángel. Esta estaba
más lejos. Ahora había que pasar la portona de la Cava y adentrarse en
la parte antigua, que en Coria era más conocida por el recinto del toro,
delimitado por sus murallas de origen romano, o por las casas que mayormente habían ocupado su lugar.
La escuela ocupaba un gran caserón, antigua propiedad anexa
al Palacio de Coria o del Duque de Alba. Se situaba en un lateral de la
Plazuela de la Catedral. Se entraba al edificio por una puerta grande
de madera, de dos hojas, coronada por el relieve granítico del escudo
ducal. Dos salas en la planta baja y otras dos en la principal, a la que se
accedía por unas escaleras de maderas chirriantes, sumaban las cuatro
usadas para las clases. En las demás estaban las dependencias dedicadas a vivienda.
Su patio pequeño se cerraba en su fondo por restos de las mismas
antiguas murallas romanas. Era la separación histórica entre el centro
y el barrio de Cantarrana, ya en los suburbios que conducían al río. Su
piso desnivelado y arcilloso era aprovechado en nuestros recreos para
excavar agujeritos horizontales que nuestra imaginación convertía en
fantásticas grutas, cuyo mejor éxito de finalización de obra se conseguía
al lograr unirlos con un segundo orificio vertical en la parte superior, a
modo de chimenea. Otro entretenimiento era buscar pequeñas caracolas alargadas que allí eran comunes entre los huecos de las paredes.
Aunque lo más llamativo de aquel patio-recreo estaba tras un panderete
de poco más de un metro de altura. Era el depósito para el retrete que
desde el piso superior dejaba caer, a la vista de todos los que estuviesen
en el patio, las inmundicias de los que lo usaban en ese momento, al no
tener cerramiento ni conducción, salvó la propia gravedad de la caída.
Esa altura era impresionante para mis ojos infantiles, (las dimensiones de todo los que nos sobrepasa nos parece enorme cuando so-
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mos pequeños).Y para mí, el ver aquel precipicio entre el hueco de los
apoyos para poner los pies fue lo que provocará mi incertidumbre y la
tardanza de no entrar a tiempo para solucionar mi repentina necesidad
de usarlo, haciéndomelo encima. De tal sucia forma tuve que permanecer hasta que mi hermano fue a buscar a mi madre para que me pudiera
limpiar y cambiar. Ha sido la única vez que, literalmente, me he cagado
las patas abajo, y como suele ocurrir a cualquiera, por miedo.
Mi primera maestra allí fue Doña Obdulia. Una mujer alta, delgada, cabellos rizados y con gafas, ya pasaba de la treintena. Los años
la hacían candidata a la soltería permanente. Pero siempre hay un roto
para un descosido, y Doña Obdulia en pocos años terminó casándose y
dándole hijos al titular de la escuela, Don Ángel.
A Doña Obdulia, por su trato, la recuerdo con cariño, a pesar de
su costumbre de saturarnos con excesivos deberes de caligrafía. Quizá
por atender más a la cantidad que a la calidad yo adoleciera de regulares formas en mi escritura durante muchos años.
Por enfermedad de Doña Obdulia fue sustituida durante una temporada por un solterón de cuarenta y tantos, beato, no en el sentido
de santo, sino de auténtico meapilas de la época. De pelo grasiento,
con halitosis. Feo, desagradable y autoritario, de los de reglazos en
manos o cabeza. Vestía bajo los brillos de la suciedad acumulada en
su vieja chaqueta, camisa de nazareno con cordón amarillo trenzado
al cuello, lo que se conocía por “llevar hábito”. Y como correspondía a
su apariencia, era un nacional católico de la época. Por su radicalismo
nos quedamos un día sin ir a casa a comer, yo castigado y mi hermano
esperándome, porque había que memorizar la oración de “el Gloria”,
cosa que a mí parecíame corta y sencilla, pero cada vez que se la recitaba para que evaluara mi aprendizaje escuchaba su sentencia una y
otra vez:
- ¡Mal, no te la sabes, apréndela bien o no irás hoy a tu casa a
comer!
Mi error era el de abreviar el texto al decir:
- Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Amén.
Olvidando, según él, y no en mi catecismo, las repeticiones del
gloria junto a cada uno de los otros miembros de la Santísima Trinidad.
Su malos métodos quizá han conseguido que mi memoria no
guarde su nombre.
Don Ángel andaría por los cincuenta. Cara de gesto serio, pero
agradable. Con gafas. Peinado con raya en la derecha. Vestía bata corta
89
Los Bolindres de Barro
de color azulón, que le daba aspecto de dependiente de almacén. Y caminaba con dificultad, necesitando el apoyo de un bastón. No muchos
años más tarde terminaría en una silla de ruedas por el desgraciado
avance de su dolencia.
Don Ángel era el único con título de maestro,entre todos los
que allí daban clase. Él las impartía a los mayores, que como mi hermano, eran los muchachos de diez años, a los que preparaba para el
examen de ingreso que deberían superar en el Instituto de Cáceres. Recuerdo su poderosa voz alargando en demasía, cual pregonero, las sílabas con tilde, cuando trataba de explicar con ejemplos las clases de
palabras según su acento:
-Agudas: ¡balcóóóón!.
-Llanas: ¡láááápiz!.
-Esdrújulas: ¡cáááántaro!.
Identifico varios olores con los días de asistencia a la escuela
de Don Ángel. Unos, los de los útiles escolares: el de las primeras gomas
de borrar, el de los lapiceros con dibujo de cañas de bambú y el de la
tinta de los cuadernos de caligrafía. Todos estos se distinguían entre sí
aunque compartiesen el lugar en el que los comprábamos, que era en
la única imprenta librería que existía entonces en Coria, y que estaba
nada más franquear la portona junto al Castillo, en la calle de Los Paños.
Otros, los aromas de los cigarrillos que alguna vez se fumaron los alumnos más mayores en las proximidades de la entrada de la escuela. ¡Qué
bien olía entonces el tabaco rubio!. Esos primeros olores de la marca
Bisontes, extraños y agradables, sembraron, quizá, el primer deseo para
que yo fumara años más tarde. En mi infancia, mis primeros intentos no
fueron nada agradables, porque se trató de algún cilindro liado con un
trozo de periódico, que al estar hueco, sin tabaco, y aspirar, la llama
que consumía el papel del falso cigarro se adentraba hasta la boca quemando a su paso.
Los recuerdos más dulces que conservo de esta escuela, ¡lógico!,
son los de los caramelos que se repartieron a todos los alumnos el día
del cumpleaños de Don Ángel. Nos dieron a cada uno un par de pirulís
con bordes de espirado relieve y de varios colores.
En los desplazamientos desde mi casa a la escuela de Don Ángel
también tenía la oportunidad de descubrir la existencia de alguna persona que trabajaba en la calle. A finales de la década de los cincuenta
eran tan pocos los funcionarios y empleados municipales que a mí me
90
I I CORIA
parecía que solo había uno de cada clase, porque ese era el número
de los que yo conocía. Un viejo barrendero, de aspecto bonancible y
venerable, cual santo bajado de un retablo, sin nombre, con escoba de
tamujas, recogedor de cinc y esportilla de esparto en lugar de carrillo.
Y también uno el guardia municipal, de treinta y tantos, conocido
por “El Gallo”, por su carácter mandón y excesivo celo en el cumplimiento de sus vigilancias. Las mujeres antes de salir a la calle a tirar un
cubo de agua miraban que no estuviese en las proximidades so pena de
denuncia segura. Con mi padre se llevaba muy bien. Nos regaló el mejor de los jilgueros que hayamos tenido nunca, agradecido por hacerle
el encargo de traerle desde Plasencia la liga que utilizaba para atrapar
los pajarillos .
Del Ayuntamiento también dependía el coche fúnebre, En Coria
era un coche con dosel alto de madera negra y con flecos, tirado por dos
caballos blancos, los más hermosos pero menos deseados que había en
el pueblo. El cochero era un gordo de pelo blanco y ralo, con mofletes
enrojecidos por el tintorro, que presumía de haber sido un pistolero
falangista en los años de la contienda civil. Seguía conviviendo con la
muerte.
91
I I CORIA
Los Bolindres de Barro
Los coches de línea
Balta con varios compañeros.
Excursión a Yuste, sobre 1956
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La calle donde vivíamos, por su rectitud y proximidad, permitía,
desde su fondo, ver su desembocadura opuesta en una explanada ancha
en la que paraban los coches de línea, de ahí su denominación como La
Parada, paralela a la carretera que los traía hasta Coria antes de continuar camino de los diferentes pueblos. El parador y la oficina estaban al
otro lado, cruzando la carretera.
Por la tarde, por unos minutos, antes de continuar hacia sus destinos, coincidían en su aparcamiento toda una flotilla de coches de línea,
(nadie los llamaba autobuses entonces): El 22, era el mercedes de “El
Rojo”, Antonio Rojo; tan señorial, con sus viseras azules sobrepuestas a
los cristales corredizos de todas las ventanas de los viajeros. En el frontal
de su baca llevaba el cartel de su origen y destino, Cilleros-Cáceres. El
21, de Paco, un viejo Dodge con motor de gasóleo y el característico
carnero de la marca sobre su proa, que, antes que el 22, hacía la misma
línea anterior y que no pudo llegar a Cilleros el día que se desbordó el
río Árrago cortando la carretera. Con los dos anteriores iba de cobrador
Pepe Ávila. El 23, el Leiland, la elegante competencia inglesa, en las
manos de Claudio, desde Cáceres a Valverde, con Gorrón de cobrador. El 20, un Reo que conducía David hacia Villanueva de la Sierra y
Gata. El 16 de Victor, con motor Albión, que en cierta ocasión llegó a
ser adelantado por una de sus propias ruedas, al salirse de su eje en las
bajadas del pueblo de Morcillo y, como en tantas ocasiones, tuvo que
ser relevado por el 19, otro Reo, de Manolo Caballero. El viejo 16 era
el de la línea de mi padre, que siempre era el último en salir, obligado
por la espera para recoger los viajeros que procedían de Cáceres y se
dirigían a Montehermoso.
Todos estaban pintados de un color beige marfilado. Los guardabarros y el techo de la baca en negro.
En esos momentos, allí se centraba el mayor de los bullicios de
todo el pueblo y de todo el día: los viajeros que se bajaban o subían,
la gente que les esperaban o les despedían, los simples espectadores
del ambiente. Las dulceras con sus cestas de mimbres blancos, protegiendo su delicado cargamento de bizcochos y madalenas, unos en
papeles cuadrangulares, las otras en su lobulados circulares. Repostajes
que ofrecían al pie de las mismas ventanillas, para que los viajeros no
temiesen perder el coche por bajar a conseguirlos. Los conductores que
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Los Bolindres de Barro
reponían el agua de los radiadores, o vaciaban las suyas menores en el
único wáter del parador, sin taza, con sendos apoyos para los pies a los
lados del evacuatorio. Los cobradores que iban y venían hasta la oficina
de la parada, ahora con las facturaciones, luego con las sacas del correo, luego con las latas de alguna película para los pocos pueblos que
disfrutaban de cines. Un último viaje para recoger la cartera de cobrar
con las nuevas hojas de ruta, renovar algún talonario de billetes o el
gastado útil de escritura, un lapicero de tinta.
Y dentro de todo este jaleo, el orden: alguna pareja de guardias
civiles de servicio, camino de algún pueblo o del apeadero de alguna
finca. Siempre uno con metralleta y el otro con fusil. Un día, uno de
aquellos mosquetones dejó su recuerdo físico en mi cabeza, en forma
de un chinchón notable, firmado por la bola del prominente cerrojo al
coincidir su altura con la de mi coronilla, durante un giro demasiado
próximo del guardia portador, aún estando en su posición pacífica y
normal de colgado al hombro.
Por la parada de Coria, la de Perales o la de Hoyos, indistintamente se podía ver algunos días a un personaje popular, Emilio, el de
Perales, un inocente con cierta discapacidad mental, cuyo entretenimiento era hacer de guardia de circulación cuando llegaban o partían
los autobuses. No tendría más de cuarenta cuando murió de forma muy
trágica. En una noche fría de invierno se le ocurrió meterse a dormir en
el horno de la tahona de su familia, en Perales, por aprovechar el calor
residual de las losas. De madrugada encendieron el fogón sin imaginarse que alguien pudiese dormir encima. Cuando fueron a meter los panes
descubrieron el cuerpo inerte del pobre inocente.
Cuando mi padre empezó a trabajar como cobrador de los coches de línea, todavía figuraba en el lateral de algunos de sus autobuses: “Empresa de Transportes de Viajeros Ntra. Sra. De Los Ángeles”. A
su propietario D. Primitivo Ortigón le compró varias líneas D. Manuel
Mirat. Luego los rótulos fueron sustituidos por el apellido de sus nuevos propietarios salmantinos “Empresa Mirat”. En los años ochenta les
cambiaron el clásico color beige marfil a un amarillo claro, con la mitad
inferior ocupada por un zócalo con la bandera autonómica extremeña.
En la actualidad un amarillo limón se combina con el blanco sin dominancia de ninguno.
Recordaré ahora otros empleados. El 13, el prestigioso suizo Saurer, que conducía Victoriano desde Valverde hasta Cañaveral, para llevar
y recoger el correo. Juan Antonio, un conductor muy tranquilo, por su
gran veteranía. Antes había estado en la línea Cilleros-Cáceres con el
94
I I CORIA
22; ahora llevaba el correo desde Coria hasta Cañaveral, en pocos años
dejó la empresa al ser contratado como chófer privado de Doña Teresita.
David, el del 20 que ya mencioné, hasta que llegó Tito, fue una época
el conductor con el que iba mi padre desde Coria hasta Montehermoso, y también fue con el único compañero que tuvo problemas por lo
que contaré. Mi padre, como la mayoría de cobradores y conductores,
ayudaba a los escasos ingresos de su sueldo llevando unos pocos kilos
de café portugués. El riesgo del estraperlo no animaba a David a hacer lo mismo, pero sin embargo su envidia, hacia el que sí se atrevía,
desembocó un día en enfrentamiento de palabras por las amenazas de
denuncia hacia mi padre. Mi madre se enteró cuando el 20 había salido ya de Coria. Y sus nervios temieron que lo verbal, de lo que no se
pasó, se agrandara al rango de lo físico, tomándome a mí de la mano y
marchando con urgencia en un taxi tras del autobús, pensando en evitar
alguna tragedia, que solo se vislumbraba en su inquieta imaginación.
En la parada también había una cochera taller. El mecánico era
el señor Manolo Fernández. Manolo “El Mecánico”, le llamábamos en
casa para distinguirlo del otro tocayo, Manolo Caballero, el conductor.
Siempre que me veía me decía alguna cosilla, haciéndose el serio. Todos sabíamos que era muy cariñoso.
Otro que trabajaba para Mirat, aunque residía en Cáceres, era el
señor Pedro Rodriguez, el inspector de la empresa y motorista, porque
se desplazaba en una Norton, la legendaria motocicleta de Birmingham.
El señor Pedro rondaría los cincuenta. De mediana estatura, entrado en kilos, con amplia calva, que descubría un cráneo poderoso,
con aspecto de casco germánico. Vestía con su chaquetón de cuero marrón oscuro, sus botas altas, como las de montar a caballo, su gafas y su
gorro ajustado, cual piloto de aeroplano de la Primera Guerra Mundial.
En una parada o en cualquier trayecto, el señor Pedro adelantaba
al coche de línea con su moto, lo hacía parar con gestos y luego de colocar sus gafas y gorro sobre el asiento de su motocicleta subía para ver
si los viajeros llevaban sus billetes o si estaban bien las correspondientes
anotaciones en la hoja de ruta. Era el inspector de líneas, encargado de
vigilar el buen desempeño de conductores y cobradores en ruta. Y por
el bien lucrativo de la empresa, no ponía objeciones si se topaba con
viajeros trasportados en la baca cuando se había sobrepasado la capacidad autorizada, incluidos los silletines abatibles, anexos a varios de
los asientos junto al pasillo; se les llamaba “transportines”.
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
El Tío Luis
Pepe Ávila y Paco, con el mercedes
El día que se desbordó el Árrago. 1955
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Al lado de la cochera estaba la cafetería de la señora Nieves y sus
hijas María, Fidela, Carmen y Paulina. Y después de esta, tras pasar un
pequeño patio con olores a periquitos, se subía a las habitaciones del
parador. Debajo la oficina, con un pasillo ancho donde se acumulaban
las facturaciones y las sacas del correo. La dirección de la parada en
Coria estaba al cargo de mi tío Luis, casado con mi tía María, la menor
de las hermanas de mi padre.
El Tío Luis guardaba su buen cariño siempre revestido de gran seriedad. A menudo, acompañado por mi padre yo entraba en su pequeño
despacho para saludarle. Lo primero que siempre escuchaba era: -¡Hay
que ver, lo que se parece este muchacho a su madre!.
Yo entonces nada sabía de preponderancias de parecidos
familiares. Hoy, ya mayor, cuando me encuentro con su viuda, mi tía
María, permanece en ella el mismo dictamen:
-¡Hay que ver como te pareces a tu madre!
Y ahora sé que ya mis parecidos han cambiado su dominancia, o nunca fueron tan radicales como a ellos les parecían, pero
cariñosamente no se los discuto.
En el despacho, el Tío Luis, con la brillantez que en su cabeza
descubrían sus avanzadas entradas, con sus gafas y su bigotillo, te atendía al mismo tiempo que seguía revisando sumas y más sumas. Cuando
ya me había iniciado en el mundo de las operaciones matemáticas valoré y aumenté mi admiración hacia él por su facilidad y rapidez mientras
comprobaba las largas columnas de las hojas de rutas que le iban entregando todos los cobradores. Las habilidades de sus prácticas habrían
vencido incluso a las calculadoras si las hubiera habido entonces.
En aquel papel de contable y encargado de la empresa estaban
escondidas, amén de sus definidas ideas democráticas, la mejor capacidad intelectual y la formación cultural más completa que en ese momento se pudiesen dar en Coria.
Las circunstancias del Tío Luis eran consecuencia, una vez más,
de la rebeldía fascista. Primero vivió la ejecución sumarísima de su padre, en Zamora, sólo por ser funcionario de la República, de nada le
sirvió ser un muy buen católico. Luego él, que por el mismo servicio
funcionarial en Correos fue nombrado oficial republicano, lo que le
obligó a exiliarse a Francia, al acabar la guerra, durante unos años. Allí
97
Los Bolindres de Barro
I I CORIA
aumentó su bagaje cultural con el aprendizaje del idioma. Los libros en
francés siempre estuvieron presentes en su biblioteca.
Sus pacíficos antecedentes políticos, como los de otros pocos
vecinos de Coria, que habían superado las purgas del régimen, no se
olvidaron la mañana en que sobre la fachada del palacio del obispo
apareció esta pintada:
“Se alquila esta cuadra porque se ha marchado el burro”.
Había sido la sagaz crítica con que se manifestaba el enfado popular porque Monseñor Llopis Ivorra había preferido abandonar la sede
catedralicia, que radicaba en Coria, emigrando a la concatedralicia de
la capital cacereña, desapareciendo con ello una importante fuente de
ingresos para el pueblo, el Seminario. Esto último fue lo que realmente
motivó la aparición gráfica de la queja. El señor obispo marchó y nunca
más volvió, llevándose incorporado también el mote que con su habitual ironía le habían puesto los corianos, “El Cochino Bandeao”, (en
referencia a las grandes machas de piel más clara de su rostro, como les
ocurre a los cerdos que nacen con manchas de distinto color al dominante de su piel; en el caso del obispo debidas a la falta de producción
de melanina, enfermedad conocida como vitíligo). La grafía, sobre y
contra el estamento eclesiástico, atentaba claramente contra el respeto
al mejor de los aliados del poder establecido, por eso se hizo viajar
desde Cáceres a un equipo de la policía política para interrogar a los
posibles sospechosos, buscándolos como siempre entre los que tenían
alguna simpatía o antecedentes republicanos. Nunca se descubrió al autor pero la anécdota y las risas perduran entre los que aún lo recuerdan.
El Tío Luis también se reía cuando recordaba la andanzas de su
amigo Tomás Zanca, canónigo de la Catedral de Coria. Raro ejemplo
de liberal progresista en el clero de la época. Se echó una novia en Hoyos, y cuando iba a verla, aquí venían las risas del tío Luis, se quitaba
la sotana en las afueras del pueblo, para pasar por paisano y evitar escándalos. Sus dependencias de las faldas le hicieron llevarse a Coria a
aquella novia, la Dionisia, que pasó ya toda la vida como ama de cura
en su casa.
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José Luis, Isabel con Emilio, Juan Antonio, tía María y tío Luis
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
Mi abuela Ángela y mi tía María
Tía María con Emilio, abuela Ángela, la prima
Felisa Zamarreño, Emilio, Isabel y Eduardo
Coria, 1961.
100
Como ya dije la esposa de mi Tío Luis era mi Tía María. Su gran
cariño hacia todos y su trabajo sin descanso han definido su vida.
Mis tíos vivían en una de las llamadas “Casas Baratas”, construidas con ayudas oficiales. Formaban una hilera de viviendas en las afueras, hacía el norte, justo al lado derecho de la carretera hacía Moraleja.
Hoy se calificarían de unifamiliares adosadas. Como todas sus vecinas,
la de mi Tía María era una bonita casa en dos plantas, con agua corriente y baño, un jardincito en la entrada y un pequeño patio, que llamaban
corral, en la trasera interior.
Sus hijos, mis primos, eran José Luis, Juan Antonio e Isabel. El
primero dos años mayor que mi hermano. Estuvo en nuestra casa en Plasencia, el primer año de vivir allí, mientras aguantó estudiando. Luego
se convirtió en un gran mecánico. Sin su buena memoria yo no habría
podido aportar los datos de los coches de línea, sus conductores y cobradores en la parada de Coria. Todos los años coincidimos en nuestro
retorno a Coria, en los Sanjuanes. El segundo, Juan Antonio, quinto de
mi hermano por edad, marchó aún pequeño a estudiar a Gijón, luego
trabajó como mecánico en Telefónica, viviendo siempre entre Rentería
y San Sebastián. Tristemente ha muerto hace pocos años, demasiado
joven aún. Mi prima Isabel, dos años menor que yo. Estudió en el colegio de monjas que existe en Coria, lo que no dejaba de tener algún
contraste con la formación laica y republicana de su padre. También la
golpeó la vida con una muy temprana viudedad. Años más tarde vendría
el menor, de nombre también Emilio, que marchó muy pequeño con
toda la familia a Pamplona.
Con mi Tía María vivía también su madre, mi abuela paterna Ángela. Alta, de pelo blanco, con un pequeño moño, sin pañuelo que lo
cubriera. Siempre vestida de negro. De carácter dulce, muy cariñosa. Y
esta abuela sabía leer, cosa muy excepcional para los humildes de su
generación, más siendo mujer. Por eso, y porque en casa de mi tío Luis
era de las pocas en las que se podía ver algún periódico, la recuerdo
leyéndolos sentada en el patio. Hablaba en el correcto castellano de sus
orígenes, era de Casillas de Flores, ella decía, por ejemplo, “zagal” y no
“dagal” como era habitual en Hoyos. Mi abuela Ángela se había quedado bastante sorda, su mirada, a veces, estaba como un poco perdida,
101
Los Bolindres de Barro
con el pensamiento en un atroz pasado; mi padre decía que había sido
por los sufrimientos de haberle asesinado un hijo en la guerra.
Recuerdo ahora una de mis visitas en esos años. Para comer
tenían sopas de estrellas. Novedosas para mi que en el mundo de las
pastas tan solo conocía los fideos de “El Campana”. Aunque ni unas ni
otros eran santo de la devoción de mi poco apetito. Mi tía siempre llena
de generosidad, me ofreció para postre un gran tazón de leche caliente.
A mí, por entonces, no me gustaba si no iba teñida de café, y bien oscuro. Y pensando en cómo pasar mejor aquellos muchos tragos me puse
a echarle cucharada tras cucharada de azúcar, hasta que el montón que
se iba acumulando comenzó a sobresalir tal que isla blanca en blanco
océano. Mi Tía se dio cuenta y me salvó retirando el tazón al tiempo
que decía:
-¡Pero hijo, esto ya no hay quien se lo pueda tomar con tanta
azucar!
No hubo reproche, mi Tía María siempre ha destacado
por su comprensión.
Siguiendo en el mundo de los alimentos que había en casa de mi
tía, lo que si me gustaba era el queso americano, que a ella le regalaban
las monjas en enormes latas cilíndricas de cuatro kilos llenas de un queso amarillo anaranjado. Procedía de la Ayuda Social Americana. que se
entregaba a los estamentos religiosos encargados de su posterior reparto
entre las familias más necesitadas, y a las que casi nunca les llegaba.
Aquí tampoco era el caso, sino la amistad que mi tía tenía con las monjitas encargadas de su distribución.
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I I CORIA
La tragedia vivida por mi abuela Ángela me la contó mi padre.
Como homenaje a ella, por los sufrimientos que marcaron su
vida, incluyo ahora la entrevista que le hice a mi padre un año antes de
su muerte:
RECUPERACIÓN DE LA MEMORIA HISTÓRICA:
La tragedia de la familia Cubera
………………………………………………………………………
……………………………..
Esta conversación la tuve con mi padre el día 7 de abril de 2005
. Emiliano Baltasar Cubera Zamarreño, había nacido el 8 de agosto de
1919 en Hoyos(Cáceres)
El 18 de julio de 1936 le faltaba poco menos de un mes para
cumplir 17 años.
Recordaba que durante los años de la República habían más
jornales para los obreros: “..y por ahí vino la cizaña para liquidar a más
de dos, porque alguno, -como el caso de mi hermano Emilio, afiliado a
UGT-, se había encargado de echar los obreros a la puerta de los patronos y decir: ahí tienes un obrero para dos días, o una semana, o lo que
se estimase justo.
Pregunta.- Cuando se produce el levantamiento de Franco, ¿dónde estaba usted o cómo se entera?
Respuesta.-Yo estaba en el mismo pueblo, Hoyos, en la plaza, y
nos enteramos porque llegó la pareja de Guardia Civil y empezó a pegar
tiros allí.
P.-¡¿Pegaron tiros en Hoyos?!
R.-Sí, al aire, y luego salieron corriendo buscando a algunos.
P.-¿Quién estaba de alcalde en Hoyos?
R.-Uno que había sido brigada de la Guardia Civil, un tal Caraña…o Caranca, ya no me acuerdo bien del nombre, tu madre sí que se
acuerda.
P.-El que estaba de alcalde, ¿de qué partido era?
R.- De Gil Robles, de la CEDA.
P.- Esos guardias civiles, ¿serían del mismo pueblo?
R.-No, eran de Perales del Puerto, en esa época en Hoyos no había puesto de la Guardia Civil.
P.-¿Qué dijeron para que se enterase la gente de lo que pasaba?
103
Los Bolindres de Barro
R.- Yo no estaba por donde estaban los mayores. Estaba al lado
de la iglesia con unos pocos de chavales y nada más que empezaron a
pegar tiros nosotros salimos corriendo, y en un huerto por allí, de la calle
Marialba, hemos estado dos horas, escondidos hasta que nos pareció
y salimos
P.- Usted va a casa y ¿qué comentan su padre, su madre o su hermano el mayor, Emilio, que luego desaparecería?
R.-Bueno, pues cagaditos de miedo, ya está, porque sabían que
estaban buscando a uno que estaba con mi hermano Emilio, a un tal
Fidel Prin, de Acebo. Fidel se llamaba, lo que no sé es si Prin sería el
apodo o el apellido.
P.- Y su hermano ¿qué hace en esos días de julio?
R.- Como enseguida nos enteramos que estaban encerrando a
todos los de izquierdas, él se escondió.
P.-¿Dónde se escondió?
R.- En un huerto de allí, de una vecina, de una gente muy buena
,que tenían una panadería. Y allí estuvo. El que iba al huerto le llevaba la
comida, en un cubo, como si fuera a regar.
P.- Y en el huerto, ¿habría alguna casita?
R.- Sí, allí había una casa pequeña. Luego se marchó unos días
a Casillas de Flores, a casa de mi tía María Zamarreño, hermana de mi
madre
P.- Eso durante el mes de julio. ¿Cuándo se entrega él o qué pasó?
R.- Lo cogen en el mes de agosto. Regresó convencido por mi
madre.
La prometieron que no le iba a pasar nada.
P.- ¿Quién la convenció? ¿La Guardia Civil?
R.-No, los falangistas, le dijeron que no le iba a pasar nada, que
lo entregara
P.- Y ella fue la que solo le dijo que se entregara, ¿No le entregó,
ni fue ella la que le dijo a los falangistas dónde estaba?
R.-No
P.- Fue él el que se entregó, y se entrega ¿dónde?
R.-Allí en Hoyos.
P.- ¿Y se lo llevan a Coria?
R.-No, lo meten en la cárcel, y estuvo unos días en el mismo pueblo.
P.-¿Con más gente de Hoyos?
R.-Sí
P.-Y eso¿ qué sería, durante todo el mes de agosto?
104
I I CORIA
R.-Sí.
P.- Y los que estaban detenidos, ¿los sacaban a trabajar por el día
y los dejaban irse a casa por la noche?
R.-Algunos sí, a mi hermano no.
P.- ¿Y luego lo llevan a dónde?
R.- A Coria
P.- Pasemos a Coria, ¿allí está cuánto tiempo?
R.- Allí estuvo en septiembre, hasta el día 13, que fue el mismo
día que lo mataron.
P.- Pero en ese tiempo lo visita algunas veces su madre
R.- Sí, mi madre y otras madres de otros detenidos, de Hoyos
también
P.-¿y cómo iban desde Hoyos hasta Coria?
R.-En burro, a ratos montarían y a ratos irían andando
P.- ¿Y el día 13 cómo se entera su madre de que lo van a soltar?
R.- Pues se lo dicen allí mismo en Coria, que los iban a poner en
libertad.
P.-¿Estaba ese día de visita ella o qué?
R. Sí estaba allí. Es que mi madre estaba en casa de unas conocidas, y se tiraba allí varios días.
P.-¿Entonces se viene con ellos ese mismo día?
R.- Sí. ¡Ignorantes que se vinieron andando por la carretera! Si se
van por el campo no les pasa eso.
P.- ¿Cómo vienen hasta Hoyos? ¿Andando?
R.- Andando venían, claro. Y llegaron hasta la Pilita, ya sabrás
dónde está,
(¡Claro!,una fuente que está antes de entrar en Hoyos, a
menos de un kilómetro. Recompuesta años más tarde por mi tío Emilio
Pereira)
P.- Hasta ahí llegan, ¿Y ahí que pasa?
R.-Ahí vino un camión de falangistas
P.-¿De dónde eran?
R.- Eran de Villamiel, y alguno de allí de Hoyos
P.- ¿De Hoyos también había gente?
R.- Sí, porque a uno de allí de Hoyos al poco tiempo se le vio el
cinturón que llevaba mi hermano. Que era de la mili, porque mi hermano ya había hecho la mili, y el cinturón tenía la chapa de mi hermano,
con el mismo escudo.
P.- Y eso ocurre en la Pilita, ¿y qué le dicen los falangistas a su
madre?
105
Los Bolindres de Barro
R.- Que se habían equivocado, que tenían que volver para atrás,
a Coria
P.- ¿Y se los llevan en el camión?
R.-¡Claro!, ¡¡y mi madre llorando,…. allí abrazada a ….(las lágrimas le impiden acabar la frase)
P.- Vale, vale, tranquilícese…..
R.-….¡abrazada a él, llorando, porque ya sabían que habían matado a alguno. Habían matado a más gente, los habían ido a buscar a
casa o donde fuera.
P.- Y se los llevan. ¿Y luego qué noticias tienen, o cómo se enteran?
R.- Nada, noticias ya ninguna. Mi madre quería irse andando,
pero mi padre, mi hermana y otra gente no la dejaron. Y al día siguiente
nos enteramos que ya lo habían matado.
P.- ¿Por quién se enteran?
R.- Ah, pues por la gente del pueblo, porque siempre se oye, ¿no?
P.- ¿Los habían encontrado muertos en algún sitio?
R.- Los mataron a las puertas del cementerio de Moraleja. A los
cuatro.
P.- A los cuatro juntos. Y usted que recuerde aparte de su hermano, a Fidel de Acebo,¿y a quién más ?
R.-Otro, otro que se llamaba Antonio, Antonio Callejín, Callejín
sería de apodo.
P.- ¿Y el cuarto?
R.- El cuarto.., ese…, ese no me acuerdo ahora.
P.- Y Usted dice que también había tenido algún problema, que le
habían puesto una multa. ¿Antes o después de la muerte de su hermano?
R.-Después, después.
P.- Le agarran a usted ,¿quiénes?
R.- Pues unos cuantos de muchachos falangistas de esos, y me
llevaron al ayuntamiento. Había un alcalde más malo que la madre que
lo parió.
P.- ¿Cómo se llamaba?
R.- Se llamaba Pablo Merino. Era falangista y era pues...de muy
mala leche. Y le dijeron los muchachos que yo no había querido decir
Arriba España. Y me cobraron una multa de diez pesetas. ¡Diez pesetas
en aquellos tiempos era mucho dinero!
P.-¿Cómo las pago?
R.- Mi hermana, que en paz descanse, la pagó. Estaba casada y
tenía ese dinero, ella la pagó, mi hermana Vicenta.
106
I I CORIA
P.-Era mucho dinero entonces.
R.- ¡Hombre claro, casi nadie tenía entonces dos duros!
P.- Y a partir del comienzo de la guerra ¿ se empieza a vivir peor?
¿Hay más escasez o qué pasa?
R.- A lo primero no. La escasez vino estando yo ya en la guerra.
En el ejército, yo eso no lo conocí. En el pueblo sí hubo mucha hambre,
hubo alguno que dicen que se murió hinchao de comer hierba, en el
segundo año, en el 38
P.-Y usted cuando le llaman al ejército, ¿tenía 17 o 18 años? ¿Usted de qué quinta es?
R.- Yo del 40, tenía todavía17 años cuando me llamaron. Bueno
es que la primera vez me llamaron por equivoco de un hermano mío.
De uno que murió antes de nacer yo. Es que no lo habían dado de baja,
había muerto en Casillas de Flores y no habían pasado la baja a Hoyos.
P.- ¿Y ese qué pasa, que se llamaba igual que usted?
R.- Se llamaba Baltasar. Emiliano me lo puso mi padre, que en paz
descanse, y Baltasar me lo puso mi tía, que fue la que me bautizó.
P.- ¿Cuándo se incorpora usted al ejército?
R.- Yo me incorporé en febrero del 38, en el regimiento Argel de
Cáceres. Y a los pocos días nos sacaron para Valladolid , al regimiento
San Quintín. Allí estuvimos unos veinticinco días, en un pueblo que se
llamaba Cabezón del Pisuerga, aprendiendo la instrucción. Después ya
nos llevaron al frente.
P.- ¿A qué frente fue el primero?
R.- Nos llevaron a Peñarroya, ahí en la provincia de Córdoba.
P.- Ahí estaba también Cerro Muriano,¿no?
R.-Ahí estuve yo también, en Cerro Muriano, en Buenavista.
P.- Allí hubieron fuertes combates, ¿no?
R.-Oh!, ahí hubo mucho combate, mataron a muchos republicanos. Ellos también mataron bastantes, porque saltaron las trincheras.
P.- ¿Se les llegaba a ver a simple vista?
R.- Sí, en un frente que estuvimos, en Pozoblanco, hablábamos
unos y otros. Partíamos el camino y ellos traían papel y nosotros tabaco.
El papel aquí, en “esta España” no había, porque las fábricas cayeron
en el otro lado. Por las noches escuché cantar por primera vez a Juanito
Valderrama. Estaba en la zona roja y ponían altavoces.
P.- ¿Y de qué hablaban con ellos? ¿De dónde sois…o qué?
R.- ¡Hombre claro!, de todo lo que querían menos de política,
porque te podían enganchar. Entre ellos nos dijo, allí uno, que éramos
unos cobardes, que estábamos defendiendo el capital de los ricos y ellos
107
Los Bolindres de Barro
no defendían nada más que el trabajo de los obreros.
P.- ¿Y ahí hay alguna batalla o accidente que recuerde?
R.- Ahí era todos los días bombardeo de artillería de ellos. Estaban
en un pueblo que se llamaba Zarzaparrilla, en la provincia de Ciudad
Real.
P.- Pero eso ya es para otro lado, ¿No?
R.- Sí, nos traen a Cabeza del Buey, que es de la provincia de
Badajoz. Y allí estuvimos en el frente hasta que se acabó la guerra.
P.- ¿Hasta que terminó la guerra en Cabeza del Buey, pues no
dice que en una época estuvo en el Ebro?
R.-Nos llevaron allí un mes, desde Cabeza del Buey. Nos llevaron
forzosos, aunque decían que éramos voluntarios y éramos forzosos. Te
formaban y empezaban a contar: uno, dos y ¡tres!. Y el que hacía el número tres, ¡hala, al Ebro!
P.-¿Y en qué mes estuvo en el Ebro? ¿No se acuerda si hacía frío?
R.- No, era verano, a últimos de agosto y primeros de septiembre,
en Villalva de los Arcos, porque estaban las uvas allí, en el medio de las
líneas. Algunos veían las parras y el que iba…pues algunos quedaban
allí, porque tenían enfocá la ametralladora de la otra parte. Se conocen
que veían el bulto y tiraban.
P.-¿Y combates fuertes que viera allí?
R.-¿Combates allí?, ¡todas las noches!, ¡a bomba de mano!, ellos
que echaban valor, Porque aquí lo que tenían eran muchos carros blindaos. Ellos venían con la infantería, ¡muy valientes!. Decían que ellos
luchaban por un ideal. Por las noches recuperaban las líneas. Nosotros
estuvimos un mes para avanzar, y al mes seguíamos en el mismo sitio. Lo
que estos cogían por el día, con la aviación y con los tanques, lo perdían
por la noche. Por la noche venían los otros, a pecho descubierto.
P.- ¿esta aviación, qué era, alemana?
R.- Sí, a esos aviones nosotros los llamábamos “las pavas”
P.- ¿Y durante la guerra vuelve a casa alguna vez?
R.-No, La primera vez me tiré sin volver toda lo que quedaba de
guerra desde que me incorporaron, treinta y seis meses. Luego me fui
a África, a Melilla, porque aquí estábamos pasando mucha hambre, en
Cádiz. Cuando terminó la guerra me habían llevado a Cádiz, al regimiento nº 33 de Cádiz. En Melilla se comía muy bien, estaba todo más
barato.
P.- ¿No comían en el cuartel?
R.-Nosotros en Regulares, no, comíamos por nuestra cuenta. Teníamos hecha…., la llamábamos “una república”.
108
I I CORIA
P.-¿Cómo? ¿Habiendo fracasado la República, la llamaron “una
república?
R.- Pues sí. Éramos siete u ocho que poníamos dinero juntos, y
uno se encargaba de la cocina y comíamos allí en el mismo destacamento.
P.- y luego salían a merendar, me había contado alguna vez…
R.-Ah¡, pues…una rueda de churros valía un real y un café con
leche en un vaso grande, otro real. ¡Por dos reales merendabas, o desayunabas.!
P.- Y en Melilla estuvo ¿cuánto tiempo?
R.- Pues verás tu, desde que terminó la guerra o al poco tiempo,
hasta el año 42.
P.- Y en ese tiempo es cuando le dan el primer permiso de ocho
días, y vuelve a casa, ¿ y cómo estaba la familia?
R.-La familia hecha polvo, con mucha hambre, había de todo. Yo
cuando me licencié fui a Valverde del Fresno a echar un viaje a Portugal,
para buscar pan, para comer y encima me pegaron un tiro los carabineros.
P.- ¿Un tiro de sal o de qué?
R.- ¡De cartucho de escopeta!. ¡Todavía tengo aquí un perdigón,
en la cabeza!. Mira, pon ahí, pon ahí la mano, verás como se nota.
P.- ¿Cuándo lo licenciaron?
R.- Nos licenciaron en Melilla. Nos trajeron en la expedición en
barco hasta la península. Y luego en tren hasta la provincia. Ahí ya nos
dieron el pasaporte a cada uno. Yo me fui de Cáceres a Hoyos. Te pagaban la tercera parte del billete. Llegue en febrero del 42 y en otoño
me llaman otra vez, cuando movilizaron unas pocas de quintas, por la
guerra de Europa.
P.- y entonces se incorpora a Plasencia, ¿no?
R.- Sí, al regimiento de aquí, el Batallón de Ametralladoras de
aquí. Estaba que no se cogía, había seis quintas, tres de la zona roja y
tres de la nacional.
P.- ¡¿Cómo de la zona roja?!
R.-¡Si!, los que habían estado en la guerra en el otro lado los hicieron volver a incorporarse. Aquí ya estaba yo como un veterano. Me iba
muchos fines de semana al pueblo, me daban permiso de un día y me
estaba tres. Algún amigo decía “presente” al pasar lista y ya está.
P.- ¿Y aquí en Plasencia cuánto tiempo estuvo?
R.- Aquí 17 meses. Seis años entre las dos veces
P.- ¿Antes de irse a la guerra, recuerda a alguien más que se car-
109
I I CORIA
Los Bolindres de Barro
gasen de Hoyos, como a su hermano?
R.- A seis. Uno era Teodosio Salcedo, era el presidente de allí, de
los socialistas de la Casa del Pueblo. Fue después que lo de mi hermano. Fue por tonto, estaba escondido y lo entregó un hermano. Le tenían
mucho miedo, no se arrimaban a él, era valiente y llevaba una pistola
encima . Había dicho: antes de que me maten a mí, me cargo unos
cuantos. ¡Y el mismo hermano ha sido el que le ha detenido!, ¡ se ha
abrazado a él: “hermano y tal!.. y cuando lo tenía abrazado le han caído
los falangistas.
P.- Según algunas historias publicadas hubo alguna escaramuza
en julio del 36 con gente armada por allí, en la sierra, cerca de Hoyos o
de Acebo, ¿Recuerda usted algo de eso?
R.- Eso fue el cuento que se sacaron ellos, que algunos tenían
armas. Para justificar tantas muertes que hicieron.
La abuela Ángela
110
Mis padres:
Pruden
Todos éramos de Hoyos, mi madre también lo decía de sí misma,
aunque en realidad había nacido en Madrid, en el barrio de Ventas,
poco antes de tener la primera plaza del mundo por la que es más conocido.
Yo comía mal, no solo en casa de mi tía, y no me refiero a la calidad de lo que se me ofrecía, que siempre estuvo en mi familia muy por
encima de lo normal. Seguramente por el hambre que sufrieron mis padres en la posguerra luego se volcaron en darnos a sus hijos lo mejor de
lo mejor. A mí, de pequeño, me decían que era un místico, porque con
muy poca cantidad ya me llenaba. Además era enemigo de los primeros
platos, ya fueran sopas, patatas o legumbres. Solo me gustaban los garbanzos y las sopas arroz. Pero cumplía con las curiosas contradicciones
infantiles. Así el comer cocido era una pesadilla en mi casa y una delicia
que pasaba sin problemas cuando lo tomaba en casa de la señora María,
sin que se le reconociera al suyo mayor calidad que al de mi madre. Es
más, allí era capaz de tomar hasta el trocito de tocino que en mi casa
no se les ocurría ni ofrecerme.
Mi madre aparte de muy buena cocinera, atendía con gran celo
la limpieza de casa, las ropas y nuestros propios cuerpos. No importaba
que no tuviésemos lavabo, bañera o ducha. Teníamos un gran baño de
cinc, el mismo que en otros momentos se llenaba de coladas, servía
para la higiene del cuerpo o mi baño completo al caber dentro por mi
menor tamaño.
También se encargaba del limitar la longitud de mis uñas. Los
momentos tras sus cortes me resultaban bastante desagradables, por la
sensación de dentera al rozar la zona recién descubierta.
Además mi madre era una verdadera artista de la costura, ya fuera a mano o con la ayuda de la máquina de coser Alfa que mi padre le
compró y trajo de Cáceres. Así nos hizo a mi hermano y a mí unos trajes
de verano en tela de gabardina, con los que posamos en la que pueda
haber sido la mejor foto de nuestra vida, o por lo menos en la que más
guapos nos sacó Karpint, el fotógrafo oficial de Coria durante varias
generaciones.
111
I I CORIA
Los Bolindres de Barro
Esos trajes se confeccionaron al tiempo que unos pijamas, con
las rayas clásicas. Todos para su estreno en Perales del Puerto, durante
una boda a la que fuimos toda la familia y en la que mis padres fueron
los padrinos. El novio, de nombre Emilio Gómez Cubera, era un primo
carnal de mi padre, hijo de la tía Gregoria, una hermana del abuelo
Paulino. Del banquete solo recuerdo el postre, arroz con leche, que
también fue estreno para mí. Luego durante el baile se repartían altramuces, coquillos y floretas, acompañados de un vino dulce que los
mozos insistían en ofrecer, era su chufla, en los orinales que luego serían
regalo para los cónyuges. La sospecha de que antes hubiesen sido estrenados en el normal uso para el que fueron fabricados hacía reticentes
a su utilización como copas a más de un invitado. Mientras, desde una
plataforma de madera mínimamente elevada, amenizaba con pasodobles un pequeño grupo de músicos en los que el acordeón marcaba la
melodía, acompañado por un saxofón y un tambor pequeño. Yo no sé
por qué, pero no aceptaba ver bailar a mis padres, por lo que lloraba
protestando, eso sí, sin ningún éxito.
Si las confecciones de mi madre terminaban en gran mérito, sus
arreglos o reciclajes lo tenían aún mayor, era capaz de sacar para sus
hijos una bonita cazadora en grueso paño de una de las viejas chaquetas
grises del uniforme de invierno de mi padre, o unas calzonas en loneta
azul si procedía de sus pantalones oficiales de verano. Lo que no reciclaba eran las gorras de plato que en aquellos primeros años de la empresa acompañaban a los uniformes, dando a conductores y cobradores
un aspecto de autoridad.
Pruden
112
No sé si el 13 era el número de mi madre, o lo fue desde mi nacimiento. En cualquier caso alguna vez demostró algo de superstición
relacionada conmigo. Bueno con mi delgadez y falta de apetito achacables quizá a algo no natural, sobre todo desde que la tía Juana echó
unas gotas de aceite en un plato con agua y dedujo por sus formas que
yo estaba algo embrujado.
La tía Juana, era la abuela de Antonio, por ser la madre de su padre el Sr. Benito. Y era una mujer de generoso tamaño que contrastaba
con la pequeñez de su marido, al que por eso llamábamos, en su ausencia, el abuelino Román; fue aquel que se topó en la era con el toro que
escapó por la portona.
La abuela Juana, aparte de atribuírsele algún poder de diagnosticar y deshacer el mal de ojos, hacía unas perrunillas riquísimas que nos
113
Los Bolindres de Barro
regalaba cuando su nieto y yo la visitábamos.
Esas mismas creencias maternas en poderes no naturales para curar, también motivaron una verdadera odisea, desde Coria hasta Casar
de Palomero. Cómo sería aquel viaje, que con mis cuatro años, aún
sin haber adquirido nociones de mediciones temporales ya me pareció
largo, largo, como tan solo había escuchado en los cuentos infantiles.
Fuimos con otras personas en un taxi de puertas y portón de madera,
le decían “una rubia”. Siempre por carreteras todas de tierra. Todo por
ver, o que me viera, el famoso “Curandero del Casar”. Le llamaban Don
Tomás, aunque estaba tan vació de estudios como lleno de mugre. Tenía
fama de curaciones casi milagrosas, a base de beber las botellitas de
agua que prescribía. También contaban que cuando murió encontraron
en su casa una habitación llena de dinero.
Prudencia Pereira Elena, cuando contaba tan solo un año, junto
con sus padres, (mi abuelo Justo y mi abuela Victoria), y su hermana
mayor, mi tía Pura, emigraron a Francia, donde luego nacieron mis tíos
Román y Emilio.
Allí, cerca de Paris, ella y sus hermanos disfrutaron de una muy
buena educación pública, en fondo y forma. Mi madre conservó siempre una gran caligrafía sin faltas ortográficas.
Prudencia estuvo en Francia hasta cumplir los diez. Pero por la
inquietudes políticas de su padre regresaron cuando se proclamó la
Segunda República, con ello cambiaron, seguramente, un prometedor
futuro francés por la penurias españolas que pronto llegarían. Así vuelven a Hoyos, donde les recoge la abuela paterna, la Abuela Eustaquia,
(que después de viuda se había casado con un pastor, el tío Pablo Moralejo por lo que este recibía el tratamiento de “Abuelo de Corcha”, y que
aunque no tuviese lazos de sangre fue tan cariñoso como su mujer con
los nietos acogidos).
Las diferencias de costumbres en el pueblo chocaban con los
modales que traía Pruden de Francia, por ejemplo ella se dirige educadamente a una vecina con el tratamiento de señora:
-Señora Paula , que ha dicho mi madre que si usted….
No puede terminar la frase porque la interlocutoria le responde
con tono alto y ofendido:
-¡Señora, Señora de manto y cola!
Así corroboraba que se había molestado por lo de señora, propio
de otras esferas o para personas no conocidas. En el pueblo lo correcto
114
I I CORIA
habría sido anteponer el habitual “tía” a su nombre, tía Paula, ese era
el tratamiento común, familiar y respetuoso para dirigirse a cualquier
persona mayor, aunque no existiera con ella ningún parentesco.
En Hoyos el abuelo Justo era un activista sindical, reivindicando
jornales y recuperando para ello una buena finca, la Dehesa del Carrascal, que estaba usurpada y mangoneada por una familia de pudientes. Para lo que tuvo que sacar en Coria las escrituras que demostraban
la propiedad a nombre del pueblo. Por eso cuando vuelven al poder
las Derechas, al ganar las elecciones de noviembre de 1933 marcha
la familia a Cáceres. Al no encontrar trabajo se van a buscarlo a Jaraíz,
en los secaderos de pimientos, y luego a Valdeobispo, donde la abuela
Victoria vende algunas cosas que se había traído de Francia, una mantelería y unas sábanas para sacar algo de dinero para poder comer. De
allí a Coria, donde viven en un tinao, (cobertizo donde comen y viven
los animales). Regresan a Cáceres, viviendo un tiempo en la posada de
Caminollano, llegando a tener que pedir limosna. Me contaba mi madre
que a mi tía Pura, ya con los quince años cumplidos, le daba vergüenza
y no iba, pero ella y su hermano Emilio sí, y gracias a eso sacaban para
poder comer. Su situación mejora; al trabajo del abuelo se añade el de
la abuela como lavandera y el de mi tía Pura como jovencísima asistenta. Los pequeños van aún a la escuela, a la conocida como “El Perejil”, inaugurada entren otras más, como La Normal de Magisterio con
sus Escuelas Anejas, durante el primer bienio de la Segunda República.
Gracias a ese impulso educativo, Pruden tiene la oportunidad de ir a las
Colonias de Verano, en Figueira da Foz. De allí recuerda que cada bañista portugués mantenía a salvo, a su izquierda y derecha, a dos niñas
pequeñas sujetándolas de sendos cinturones, al tiempo que les avisaba
de la llegada de las olas gritándoles:
-¡Agacha mina menina, agora, agora,!
Con el golpe de estado del verano del 36, el abuelo salva la vida
escondiéndose unos días en La Montaña, cerca del Santuario dedicado
a la Virgen del mismo nombre, patrona de Cáceres. Hasta allí va Pruden,
la niña no levantaría sospechas, con un hatillo para llevarle comida. En
el camino se encuentra con un tío carnal, hermano de la abuela Victoria, el tío Plácido, que era Guardia de Asalto y que suponiendo claramente su destino ni interviene ni lo desvela. Pruden lleva el recado de
su madre de transmitirle a su padre que le han dicho que se entregue,
que no le pasará nada. El padre, con buena deducción, responde:
-Anda y dile a tu madre que si está tonta, que si es que quiere
115
Los Bolindres de Barro
quedarse viuda.
Pruden regresa con el encargo de llevarle a su padre, la próxima
vez, junto con la comida, algo de ropa y los útiles del afeitado, porque
también le ha dicho que piensa escapar por la noche camino de Badajoz. Así lo hizo y gracias a que en la capital pacense se mantuvieron aún
por unos días fieles a la República pudo salvarse y desde allí marchar
a tiempo a Madrid. En la capital el abuelo Justo comenzaría una nueva
vida, dicen que como Comisario Político durante la guerra. Al finalizar
permanece preso un tiempo. Llegaron a llamar desde Madrid a Hoyos
por ver si había gente del pueblo con la que prosperase alguna acusación en su contra. Liberado por falta de las mismas se queda en Madrid
donde forma nueva familia. Durante la guerra, en Cáceres, su mujer y
sus hijos son victimas de registros y amenazas. Lo único que encuentran
son unos pañuelos rojos que a mi madre y sus hermanos les habían
regalado en la Casa del Pueblo. La tía Pura candidata por su edad a detención y “paseo” se libra por no estar en esos momentos en casa.
Otros no tuvieron esa suerte. Así mi madre recuerda la ejecución
de toda una familia conocida por “Los Valencianos”, debido a su procedencia. Tenían una frutería y su único delito había sido la prosperidad
y envidia hacia su negocio.
Por el miedo Victoria y sus hijos vuelven a Hoyos, de nuevo a casa de la abuela Eustaquia. No faltan en Hoyos las acometidas
de las beatas. No les quieren dar trabajo, les gritan: ¡abisinios!, como
gentilicios convertidos en insultos, debidos a la influencia colonial de
la Italia aliada y fascista.
También en el pueblo son testigos de la crueldad de los falangistas. Una noche escuchan gritos junto al cementerio:
¡No matéis a mi padre, matadme a mí!
Y otra voz:
¡No matéis a mi hijo matadme a mi!.
A la mañana siguiente dos cadáveres yacían juntos agarrados de
la mano.
Por el día se organizaban desfiles humillantes de aquellas mujeres fichadas porque simplemente asistieron alguna vez a la Casa del
Pueblo. Para ello obligan al barbero, porque le sabían simpatizante de
la República, a cortarles el pelo al cero, dejándoles solo una coletilla en
la parte superior para aumentar el ridículo. Luego las hacen tomar aceite
de ricino para que mientras desfilaban fuesen literalmente cagándose las
patas abajo.
116
I I CORIA
Hasta el mismo cura del pueblo, Don Honesto, acompañado por
los caciques de derechas, para asustar a las pobres gentes, iban golpeando por las noches las puertas de las casas y gritando “¡Viva la muerte!.
Se había extendido el lema que Millán Astray le grito a la razón, representada por el gran Unamuno, en el paraninfo de la Universidad de
Salamanca.
Pero sin duda el mayor mérito de mi madre fue su valentía y
decisión para revender unos pocos kilos del café portugués que traía
de estraperlo mi padre. Gracias a ellos pudimos tener siempre un duro
más para ropa, comida, y sobre todo para librarnos a mi hermano y a
mi de empezar a trabajar a los catorce años, la edad habitual para cualquier hijo de obrero como nosotros, y con ello el poder haber seguido
estudiando y tener una carrera. ¡Cuánto trabajo y sacrificio!. Y cuántos
nervios y cuántos miedos, a la Guardia Civil, luego en Plasencia a los
de Hacienda, años más tarde a “la Brigadilla”, que eran guardias civiles
también, pero de paisano.
Aún no era yo consciente de la prohibición de esas ventas cuando con cinco años, estando junto a la puerta de mi casa en Coria una
señora me preguntó que dónde estaba mi madre. Yo, en mi inocencia,
respondí:
-Se ha ido a vender café.
Y al punto la señora Vale, la vecina, me corrigió diciéndome:
-Eso no se dice, tu di que ha ido a hacer un “recao”.
Otro día, mi madre que salía para repartir algún paquete, queriéndome despistar en su partida me soltó:
-Anda, vete a casa de la Sra. Lucía, que ha venido la cigüeña; ve
y que te enseñe la tripita que les ha dejado.
Para mí fue normal esta explicación, a pesar de la mezcla
tan surrealista. Sí eran verdad elementos reales como que la Sra. Lucía
había dado a luz hacía un día o dos, y por ende la tripita del cordón
umbilical podría estar por allí, ¿pero la cigüeña…?
Mi madre también tenía buen oído y buena voz. Cantaba canción española al tiempo que guisaba o hacía la limpieza de la casa.
Cuando yo era muy pequeño le reclamaba repetidamente que me cantara la “Canción de la Pastora”, un cuento para mí; lo hacía unas veces
en la versión española y otras en francés:
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
Il était une bergère
Et ron, ron, ron, petit patapon.
Il était une bergère
Qui gardait ses moutons,
Ron, ron,
Qui gardait ses moutons, …..
Años antes a mi hermano le cantaba “La Canción de los Pajaritos”
o “El Milagro de San Antonio”, como canción de cuna. Alguna vez,
estando mi padre intentando hacer lo propio, como no se sabía la letra
se la inventaba. Emilio, lloriqueando como protesta, se la reclamaba
diciendo:
-¡Esa no, los pajaritos, papá!
Pruden también se sabía las mismas canciones de rojos que la tía
Pura, incluida la que cambiaba la letra a la famosa de la época “Tres
cosas hay en la vida”, que cuando llegaba a la estrofa:
El que tenga un amor, Que lo cuide, que lo cuide. La salud y la platita, Que no la tire, que no la tire.
Ella cantaba:
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El que tenga un jamón
Que lo parta y se lo coma.
Que si se entera Franco,
Se lo raciona, se lo raciona
Balta
Tampoco le faltaron anécdotas con el café a mi padre. Una que
se quedó en cómica por su buen final, fue cuando todavía aquellos viejos autobuses no disponían de maleteros, por lo que todo el equipaje
tenía que ser subido y bajado a y desde la baca, y entre maletas y facturaciones se camuflaba el correspondiente fardo con los cuatro kilos de
“El Cubano”, marca más popular del torrefactado portugués. Dándose
la circunstancia, bastante habitual de que abajo, entre los viajeros fuese
una pareja de la Guardia Civil. Coincidiendo cierto día con la oportuna
rotura de uno de los paquetes de papel fuerte de medio kilo, que así
venían envasados, y el derrame de algunos de sus negros granos que
iban cayendo por el parabrisas del autobús cada vez que sufría las irregularidades de la carretera. Tito, el conductor, avisó sigilosamente del
percance y mi padre en la siguiente parada subió hasta el final de la
baca para tapar, retirar y poner en otro lugar, al abrigo de la lona el destrozado fardo. Los guardias afortunadamente ni se enteraron y gracias
a eso todo tuvo un final feliz y muy cómico cuando tiempo después se
recordaba el suceso.
El nombre completo de mi padre era Emiliano Baltasar Cubera
Zamarreño, pero todo el mundo, incluida mi madre, le llamaba Baltasar
o las más de las veces solo Balta.
Nació en 1919 en el seno de una muy humilde familia con tres
hijas y tres hijos. Su madre, como ya dije, afortunada en esa época por
saber leer, propició que sus hijos también aprendieran. Balta niño asistió
un periodo mínimo a la escuela. Era la edad de aventuras infantiles con
el mejor de sus amigos, y que lo fue durante toda su vida: Felipe Seco,
más conocido por Felipe “Tormento”, al desplazar al apellido el apodo
que hacía mención a sus travesuras. Más de una vez en sus encuentros
de mayores les he oído relatar cómo recordaban aquellas carreras juntos
por el monte Moncalvo, aledaño a Hoyos, en las que para correr más
deprisa lo hacían descalzos sin la opresión de sus duras albarcas.
También reíamos al escuchar al propio Felipe contar que el día
de la boda de su hermana mayor, siendo él aún un “dagal”, las lágrimas
emotivas inundaban los ojos de toda la familia, excepto los del pequeño “Tormento”, por lo que alguien se atrevió a preguntarle:
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Los Bolindres de Barro
-Felipe,¿ Tú no lloras porque se casa tu hermana?
A lo que él respondió:
-¡No, que la den por saco, yo lo que quiero es comer perrunillas!!
Pobre Felipe, ahora ya comparte también la eternidad con su amigo Baltasar, a pocos metros uno del otro en el pequeño cementerio de
su pueblo.
Balta con el uniforme de Regulares
Melilla, sobre 1939.
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Si algo ha subrayado la vida de Balta, coincidiendo en ello con la
de Pruden, fue también su valentía, que comienza con menos de nueve
años, al ayudar a sus padres con un mínimo jornal de pastor. Luego su
juventud se vio truncada por aquella injusta guerra civil. Con tan solo
diecisiete años le obligan a alistarse, cuando aún está muy reciente el
asesinato de su hermano mayor, purgado por el único crimen de tener
un carnet sindical agrícola. Después vendrán las durezas de la posguerra.. Y es valiente cuando a mediados de los años cuarenta se aventura
al trabajo lejos de casa, primero en los nuevos diques del puerto de San
Sebastián, luego en los túneles de ampliaciones de líneas del Metro de
Madrid. Continua su valentía trabajando en las minas de wolframio de
la Sierra de Gata, iba desde Hoyos en bicicleta.
Mi padre empezó a trabajar como cobrador en los coches de línea a los pocos meses de nacer yo. Por eso la seguridad de este empleo
la identificaba con “el pan bajo el brazo” de mi nacimiento.
Siempre fue escrupuloso cumplidor en su labor, incluida la de
salvaguardar la limpieza de los autobuses, por la que tenía fama en todos los pueblos de sus trayectos de ser muy serio.
En aquellos primeros coches de línea la división de las clases
sociales, por su poder adquisitivo, distinguía entre billetes de primera y
de segunda, cuya frontera se marcaba también físicamente por una fila
de asientos que en la mitad del autobús lo atravesaba total y horizontalmente. Cuando sobraban plazas delanteras, algunos de los viajeros
de segunda aplicaban, por su cuenta, la norma del reglamento taurino
para avanzar, de forma semejante, hacia las de primera, saltando la fila
central y llevándose la bronca de Balta si les pillaba pisando los asientos
en el momento del franqueo.
Me admiraba la capacidad de mi padre para rellenar y poder expedir los billetes de pie, sin apenas apoyarse en alguno de los bordes exteriores de los asientos que daban al pasillo, a pesar de los bamboleos
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
Baltasar
122
continuos producidos por las carreteras irregulares y la escasa
amortiguación de las ballestas de aquellos viejos autobuses. Los billetes
los rellenaba entonces con lápices de tinta, en cuyo exterior amarillo
aparecían grabadas, antes de la marca Johann Sindel, la palabras “cedro”, y después las de “mercantil” y “kopiativo medio”(No tengo tanta
memoria, es que guardo uno). Más de una vez guiado por la curiosidad
y la duda de que existiesen lápices de tinta mojaba su punta en mi boca
evidenciando la prueba las manchas violetas de mis labios y lengua. Faltaban algunos años para que los sustituyeran los primeros bolígrafos Bic,
con sólo su primera mitad transparente, oculta en el momento del cierre
por su capuchón dorado de aluminio. Todo en su forma inicial imitaba
la aún vigente de las plumas estilográficas. Más tarde aparecería la más
clásica y conocida, que hoy perdura, de prisma transparente, todo de
plástico, hasta su capucha.
Mi padre, y todos los cobradores, llevaban una cartera de cuero,
¡la cartera de cobrar, claro! El taco de los billetes, con su papel de calco
para quedar impresa la copia matriz de cada uno, el lápiz de tinta y la
hoja de ruta, sujeta sobre una delgada plancha de aluminio para facilitar
con su rigidez el rellenado, se guardaban en el primer departamento de
la cartera. En el segundo los billetes del dinero y en el tercero todas las
monedas. Una solapa cerraba el exterior con una pequeña correa. Otra
mayor sujetaba toda la cartera en bandolera para que sin abandonarla
quedasen las manos libres en las cargas y descargas del equipaje que
todos los cobradores cumplían. Así se justificaba si los veíamos sujetarse
con una mano a las escaleras de las bacas, sosteniendo en la otra alguna de las maletas o bultos facturados. Del mismo modo cuando entre
paradas muy próximas se quedaba en el exterior, subido en el estribo
de la puerta. Es el momento de recordar también a buenos compañeros
cobradores como lo fueron Máximo, Gorrón y Julio.
En los primeros años mi padre hacía la línea de Valverde del Fresno hasta Cáceres. La carretera era una humilde comarcal que bajaba
desde la Sierra de Gata atravesando sucesivos valles, el del Árrago por
Moraleja, el del Alagón por Coria y el del Tajo pasado Cañaveral, hasta
llegar a Cáceres, con la importancia de la capitalidad pero huérfana de
río.
Por esos comienzos de línea fuimos una vez hasta Valverde. Y de
esa breve estancia tengo algunas imágenes. Una, que visitando la casa
de un amigo de mi padre, vi en ella por primera vez una bañera, bueno
la bañera fue lo que más me llamó la atención, también estaban los
demás elementos desconocidos para mí: lavabo y taza del water. Otra,
123
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Los Bolindres de Barro
que en el parador de los coches de línea había una perra, pastor alemán,
llamada Tona, y que debido a su alzada mayor que la estatura de mis tres
años, al pasar junto a mí me tiró al suelo, supongo que sin querer. Y una
última, en las mesas del comedor habían unos palilleros muy llamativos,
eran toros de cerámica vidriada llenos de agujeritos en sus morrillos y
lomos para albergar los palillos a modo de banderillas. Aquellos palilleros eran de origen portugués y lo he sabido porque los he vuelto a ver,
después de más de cincuenta años, en un mercadillo de Ponte de Lima.
Cuando ya venía el coche de línea hasta Plasencia, mi padre traía
a menudo algún encargo. A veces me tocaba a mí irlos a recoger, por
ejemplo los paquetes de “alcohol de alfareros”, que por ser polvo de
sulfuro de plomo pesaban mucho más que lo que aparentaba su pequeño volumen. Era muchísimo más liviano el recado cuando tenía que
recogerle las cajas de barquillos planos o de cucuruchos para la heladera de Coria, la inmortal Basi, con su carrillo de mano y sus riquísimos
helados artesanos de limón.
Prudencia y Baltasar
124
Tito
Sin duda el mejor compañero que tuvo mi padre fue Tito, el conductor. Su cariñoso diminutivo evitaba la rareza de su nombre, que en
realidad era Fructuoso. Menos mal que casi nadie lo sabía porque si no
las burlas habrían llegado lejos.
Tito era casi tan alto como mi padre, de complexión fuerte pero
sin pertenecer a la categoría de los gordos. Sin ser guapo no era mal
parecido. Y con mofletes sonrosados que subrayaban un semblante pacífico y alegre. Siempre estaba de buen humor.
Pronto se echó como novia a Amparo, que era hermana de Paco
“El Ave”,el marido de Paulina, hija de la señora Nieves, la de la cafetería
de la parada. Y con Amparo se casaría.
Cuando Tito llevaba un año en la empresa se cambió el final de
línea de Montehermoso a Plasencia. Por eso nos trasladamos y en los
primeros meses Tito vivió con nosotros, hasta que se casó y marchó a
su propio domicilio. En nuestro piso placentino el cuarto de baño tenía
wáter de taza, y como el inocente de Tito sólo conocía los que tenían
plataforma para hacerlo de pie, se subía a la taza de mismo modo, hasta
que estando meando con la puerta abierta fue descubierto por mi padre,
que entre risas le gritó: ¡Pero muchacho, bájate de ahí, que vas a romper la taza!.
La primera imagen que guardo de Tito, recién ingresado en Mirat, es verlo una tarde, en la explanada de la parada, echándole agua al
radiador del 21, el viejo Dodge que antes llevaba Juan Antonio. Tito iba
vestido con un mono de color caqui, procedente de la mili de la que
acababa de licenciarse. Pronto le darían el 30, un Pegaso nuevo que
llegaba por primera vez con dos novedades, una la modernidad de no
tener morro o tenerlo chato, porque la prominencia exterior del motor
había desaparecido al integrarse tras el parabrisas entre el asiento del
conductor y la plaza número uno de los viajeros. Y otra que el pasillo central estaba diáfano por haber desaparecido la fila transversal de
asientos que en los modelos más antiguos separaba segunda y primera
clase, unificándose también por eso los billetes.
El 30 tenía para mí algo maravilloso. Traía una radio instalada
entre otros varios botones que controlaban alguna función. Por eso una
tarde en la parada, mientras Tito y Balta estaban en la oficina, cuando
yo intentaba conectarla pulsando sobre el que pensaba era botón de su
125
Los Bolindres de Barro
encendido, apreté en realidad el de la puesta en marcha, con el
consiguiente susto para los viajeros que ya ocupaban sus plazas. Menos
mal que todo se quedó en un conato de arranque, calándose su motor
de gasolina sin ningún desplazamiento.
Desde el primer día en la empresa, Tito estuvo siempre como
conductor con Balta, y en la misma línea. Al principio con salida desde Coria y pernoctando en Montehermoso. Por esto último mi padre
alquiló allí un piso, así los sábados por la tarde nos íbamos con él toda
la familia para pasar juntos el domingo. El viaje en el 30 desde Coria
era de bastante duración debido al estado natural de la carretera, aún
de tierra, y sobre todo por las muchas paradas que se hacían. En casi
todas Balta tenía que subir a la baca el equipaje de los nuevos pasajeros
y bajar el de los que terminaban su viaje. La primera parada era en Los
Valderritos, que así se conocen las vegas que hay en la misma salida de
Coria, por estar atravesadas por el arroyo Valderrey. La segunda poco
más allá, junto a la ermita de la Virgen de Coria, la Virgen de Argeme. Y
así otra y otra con distancias no mayores de dos o tres kilómetros entre
cada una y la siguiente. Sólo una de ellas coincidía con un pueblo, Morcillo. Allí se bajaba casi siempre el único viajero que llevaba traje, era el
secretario de su ayuntamiento. En el pequeño bar y tienda de su parada
se tomaban a veces un café Tito y Balta. Costumbre que abandonaron el
día que vieron al dueño usar como manga colador la poca parte virgen
de palominos, que les quedaban a unos calzoncillos usados, antes de
echarlos a lavar.
Un poco más allá de Morcillo, junto a un páramo pizarroso se
bajaba alguna vez una humilde pastora que vivía con su familia en un
chozo. Más de una vez nos regaló un par de tórtolas, que por falta de
jaula metíamos bajo la alambrera y que curiosamente siempre desaparecían de nuestra casa en Coria el domingo, cuando les tocaba pasarlo
solas. Supongo que mi madre las regalaba para evitar dedicarles el tiempo y las limpiezas necesarias en su cría. Luego cuando regresábamos el
lunes, me justificaba su desaparición diciendo:
- ¡Habrá entrado algún gato y se las habrá comido!
En lo entretenido del viaje colaboraba la música. Canciones como
“El Camino verde” o “Campanera” estaban de moda, y a su emisión por
la radio la acompañaba Tito con su tarareo, cuando no silbando.
Algunas semanas, cerca ya de Montehermoso, subían un grupo
de jóvenes jornaleras. Dejaban las fincas donde recogían algodón para
ir a pasar el domingo a casa, pero solo cada quince días, cuando según ellas tocaba “Domingo Gordo”. La semana que no lo hacían tenía
126
I I CORIA
“Domingo Maleto”. Llevaban embozadas las caras en grandes pañuelos, herencia árabe, para salvar sus mejillas de las intemperies; también
portaban los típicos sombreros de paja de montehermoseñas; los que
usaban para protegerse del sol, sin los botones y lanas de vistosos colores, que adornaban a otros semejantes que sí lucían en las fiestas. Les
gustaban sentarse en las últimas filas del autobús, donde los saltos por
el bacheado eran más notables y provocaban sus fuertes gritos y risas.
Con las botas de Torrejoncillo.
Montehermoso, 1957. (Foto hecha por Tito)
127
Los Bolindres de Barro
I I CORIA
El pueblo de “la pinchaína”
Montehermoso no tenía agua corriente, ni en casa ni en las calles. Quizá por eso y por sus muchas caballerías era el pueblo con más
moscas que se podía uno topar. Al instante de llegar y abrir la puerta del
coche ya estaba lleno de ellas.
Existía por entonces una gran charca junto al cruce de la carretera
de Pozuelo con la de Morcillo. En ella nadaban tranquilos un buen grupo de zampullines y fochas mientras en las orillas abrevaban los animales. Desde finales de los años sesenta desapareció, ocupando su espacio
unos jardines que se hicieron tras desecarla. El agua para las personas
había que sacarla de los varios pozos que existían repartidos por el pueblo. Por eso mi madre tuvo que comprar tinaja y cántaro de barro, y un
cubo de cinc con su correspondiente soga. Como no estaba acostumbrada a dar el tirón necesario en la cuerda, para que el cubo se volcara
y pudiese llenarse en el fondo del pozo, estaba intentándolo cuando
llamó la atención de uno de los montehermoseños que allí estaba, y que
al observarla le dijo: ¡Qué pocas veces ha “jinchiu” usted, señora!
Mi madre quedó atónita porque al no entender la expresión imaginó algún atrevimiento del hombre, y éste al ver la extrañeza en su
rostro le aclaró:¡Que qué pocas veces ha sacao agua de un pozo!
Lo que tranquilizó a mi madre y permitió que siguiera atenta a
la demostración didáctica que sobre ese arte recibió de su interlocutor.
Las montehermoseñas mayores vestían sayas negras fuertemente
apretadas en la cintura, sobre varios refajos. Y, aunque fuese verano,
gruesas medias de lanas, en color azul celeste. Me llamaba la atención
observarlas haciéndose voluminosos moños en la parte superior de sus
cabezas, dando tremendos tirones de sus pocos cabellos para rodear
entre ellos a un buen pelotón de lana oscura, recogida en el mismo esquileo de las ovejas, y que sustituía el volumen capilar perdido. Luego
lo cubrían con un gran pañuelo que anudaban bajo la barbilla, y encima
de este el sombrero típico de paja, sin adornos, o a lo más con un discreto ribete negro .
Igualmente me sorprendía verlas acompañar a las bestias justo
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Los Bolindres de Barro
detrás de la cola, con un cesto de mimbres para recoger los cagajones
que pudiesen soltar, y no por evitar la suciedad de las calles sino para
aprovecharlos como abono de sus huertas.
Recuerdo a los muchachos con viejos pantalones de pana de sus
padres, reconvertidos en cortos y con una gran raja entre las piernas
para facilitar sus evacuaciones mayores con el simple gesto de agacharse, así no necesitaban tener que quitárselos o “tirar los pantalones”.
Les admiraba cuando les veía merendar un pedazo de pan con media
cebolla cruda. Aquello si que era literalmente lo de “contigo pan y cebolla”, salvo la falta de pareja femenina, por su juventud, que hiciera
soportable aquel manjar.
Enfrente del piso de Montehermoso había una carpintería. Pertenecía a una familia de cuatro hermanos, dos varones que eran los carpinteros, y dos mujeres, todos solteros. Ellas fueron las primeras personas que me llamaban “Edu”, (en casa era Eduardito, y fuera Eduardín).
Uno de los carpinteros además vendía aparatos de radio y convenció a mi padre para que le comprara uno. Hasta entonces el único
que yo había visto estaba en casa de Don Mariano, en Hoyos. Así entró
en casa el mundo mágico de la ondas, transformadas en sonidos por
aquel aparato de finísima madera y elegantes celosías. Era de la marca
Aurora y cuando se conectaba el dial se iluminaba con una lucecita
verde para la onda media o roja para la corta. Curiosa analogía de esta
última con las emisoras extranjeras de ese mismo color político. Como
cabía la clara posibilidad de escuchar otros “partes” o noticiarios de
distinto color al oficial, cualquier persona que adquiría una radio con
onda corta estaba obligada a dar cuenta de su compra en el cuartel de
la Guardia Civil. Así lo hizo mi padre y no por eso dejó de disfrutar luego con las sigilosas y prohibidas escuchas de las emisiones en castellano de Radio París, la BBC, y sobre todo de Radio España Independiente,
más conocida como La Pirenaica.
Como el piso era alquilado sin muebles, además de la radio mis
padres tuvieron que comprar los mínimos enseres, que se trajeron de
Plasencia en el mismo autobús. Fueron un colchón de matrimonio, el
primero de muelles que tuvimos, de la marca Flex y dos camitas turcas
para mi hermano y para mí. También una mesa camilla con su tablero
circular, bajo el cual llevaba un cajón que nunca abrió ni cerró bien.
La primera actividad en la mañana de los domingos era ir con
mi hermano y mi padre a misa. Los hombres entraban después que las
mujeres, estas al repique de la campana grande, y ellos al toque último
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I I CORIA
de una campanilla pequeña. Y también se sentaban todos según su sexo,
ocupando cada género la mitad de los bancos en lados separados por el
pasillo central. La asistencia estaba más obligada por el control del cura
del pueblo que por el propio precepto religioso. Para ello ordenaba al
sacristán que contase y reconociese a los asistentes, al no poder hacerlo
él mismo por pasar la mayor parte de su liturgia de espaldas a los fieles.
Nada se sabía aún del giro propiciado por el Concilio Vaticano II.
La segunda, ya en la tarde, era ir al cine, en cuyo acceso se presentaban dos opciones. Si el portero era el dueño necesitábamos tres
entradas, las de mi padre, mi madre y mi hermano. Pero si en la puerta
estaba su hijo aumentaban sus ganancias al obligar a comprar la cuarta
para mí.
Yo ya había ido al cine Mendo en Coria con mis padres y hermano. Las primeras películas que había visto fueron también las primeras
que convirtieron en famoso a Cantinflas, todas en blanco y negro, me
acuerdo especialmente de la titulada “Sangre y arena”; en mi época
de estudiante de bachillerato descubrí que era una versión cómica de
la novela de Vicente Blasco Ibáñez, de la que había tomado su mismo
título. También en el Mendo vi la primera en color y Cinemascope, es
decir que la proyección llenaba sobradamente el cuadrado lienzo de la
pantalla completándose los bordes de las escenas en las paredes aledañas. Fue la titulada “Alejandro Magno”, que tenía como protagonista a
Richard Burton, esto claro lo he averiguado de mayor cuando he visto la
reposición de la misma en algún canal de televisión. De aquella primera proyección me impresionaron las escenificaciones de batallas entre
griegos y persas, y más aún el dramatismo de la escena en que Alejandro mata a uno de sus generales, y el más fiel amigo, arrojándole una
lanza.
Retomando las proyecciones a las que fui en el cine de Montehermoso, siempre fueron películas de Tarzán, cuando su interprete era el
nadador olímpico Johnny Weissmuller. Así empezamos con “Tarzán de
los monos”, al domingo posterior una guapa mujer le ganaba el puesto
a su mona Chita en “Tarzán y su compañera”, en la siguiente semana,
¡que precocidad la de la selva en desarrollos de embarazo y primogénito!, ya tenía sucesor volando de liana en liana por la selva en “Tarzán
y su hijo” y finalmente se iba de viaje en “Tarzán en Nueva York”. ¡Menuda serie! Y ¡Qué gritos!.
Alguna tarde que no íbamos al cine acompañaba a mi padre a
tomar café. Mi padre pedía para mí un platito con unos cuantos cacahuetes. Al regreso de una de estas fuimos testigos de una pelea entre
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I I CORIA
Los Bolindres de Barro
dos borrachos que al tirar de navajas acabaron detenidos por guardias
civiles. Lo de “la pinchaína” achacable a los del pueblo en los finales
de altercados era afortunadamente solo mala fama.
Uno de aquellos domingos nos invitaron a unas capeas de vaquillas en una finca con ganadería brava. Los tendidos se limitaban a estar
encaramados en los bordes de las tapias de un amplio corral. Los mozos
capoteaban con alguna manta vieja. Yo lloraba, por temor, al ver a mi
padre en el coso. Tito estaba en el intento frente a una vaquilla cuando
una segunda erala le vino por la espalda dándole una aparatosa voltereta, de la que sólo quedó el susto y las risas de su recuerdo.
El 30 dormía en una gran cochera que estaba junto a la carretera
de Pozuelo, nada más pasar la charca. Hasta allí subíamos a buscarlo
andando cada lunes, con mi padre y Tito. Alguna helada mañana tuvieron que hacer una pequeña lumbre con una tablas para calentar las
bujías y facilitar el arranque.
Enfrente de la cochera había una fábrica de campanas y cencerros. Las primeras se hacían lógicamente solo por encargo, para reponer
alguna rota de campanarios o espadañas de algún pueblo, o para una
sustitución por otra de mayor tamaño cuando los excedentes del cepillo
de algún cura se lo permitía. En cambio los segundos se elaboraban
permanentemente y en muchos tamaños, cada uno con su timbre según
su destino, los pequeños y agudos para las cabras, los medianos para
carneros y los más grandes y graves para vacas, bueyes y cabestros.
132
Emilio
Cuando mi hermano Emilio había pasado por la misma edad que
yo tenía ahora, los cinco años, mi padre le había regalado una bicicleta
pequeña. Se la compró en Cáceres. Era de color azul claro y con piñón
fijo, es decir, los pedales no dejaban de dar vueltas al mismo tiempo que
girase la rueda trasera. Ahora por su tamaño era más apropiada para mí.
Y en la recta de la pedregosa carretera que atravesaba Montehermoso
aprendí a montar con la ayuda de mi hermano, que como suelen hacer
todos los que te enseñan esta habilidad, te sujetan al principio, y cuando
no te das cuenta, te han soltado. Entonces, mientras te alejas, te gritan:
-¡Que ya vas solo!,¡Que ya sabes!.
Y tu te lo crees y ya no te caes nunca.
Y como por elipsis cinematográfica, paso ahora a otra bici. Algunos años más tarde a Emilio le regalaron mis padres una nueva bicicleta
por haber aprobado tercero de bachiller. Fue una Orbea de color negro
y de tamaño normal o para hombre, (se distinguía de las de señoritas
en que las de ellas no tenían la barra horizontal del cuadro, que iba del
sillín hacia el manillar, para facilitar su montura sin tener que echar la
pierna por encima en forma poco femenina); debido a su tamaño cuando la empecé a usar lo hacía apoyado solo en los pedales, con el cuerpo
fuera y la pierna derecha través del cuadro, ante la imposibilidad de que
pudiese ir sentado en la altura de su sillín por la aún insuficiente longitud de mis piernas.
El primer recuerdo que tengo de mi hermano se remonta a algún
año antes, en Coria. Yo tendría poco más de tres años y él, sumándole
los cinco que me lleva, lógicamente andaría por los ocho. Por las noches estivales, estando a la puerta de casa tomando el fresco, Emilio,
con ganas de beber, no se atrevía a entrar solo a oscuras y me mandaba
a mí por delante. Posiblemente sus miedos infantiles surgieron pocos
años antes, cuando oía al sereno que aún pasaba por las noches avisando de las horas con dramatizadas recitaciones:
-Las dieeez en puuunto y serenoooo ¡
Tampoco habían desaparecido sus miedos infantiles cuando más
tarde, en Plasencia, con once o doce años, no le hacía gracia tener que
quedarnos los dos hermanos solos en casa si alguna noche, también de
verano, se marchaban al cine nuestros padres.
133
I I CORIA
Los Bolindres de Barro
cía: -
Emilio
134
Entonces, cuando habían acabado de salir por la puerta, me de¡Anda, llora, llora para que no se vayan!
Mis padres al salir a la calle oían tan escandalosos y falsos llantos,
subían con el conato de zurrarnos, logrando con ello la paz necesaria
para marchar tranquilos.
El ir detrás en el escalafón de la fraternidad me propiciaba que
terminara de usar alguna que otra prenda de mi hermano mayor. Recuerdo especialmente dos. Sobre mis cuatro años, las primeras calzonas que tuve con pretina y botones en la bragueta . Nada más terminada
su adaptación por la tijera y aguja de mi madre me fui corriendo a la
puerta de la cuadra más cercana para estrenar su botonadura. Ahora ya
podía orinar sin hacerlo por la patera, podía hacerlo como los mayores.. Y si aquella pretina me llenó de satisfacción no ocurrió así con el
segundo de los reestrenos, sobre mis nueve o diez años, ya en Plasencia,
se trató en este caso de un traje completo, de chaqueta y pantalones
cortos, de paño con cuadros conocidos como de “Príncipe de Gales”.
Nunca me terminaron de convencer aquellas solapas tan anchas y las
calzonas tan largas.
Ya conté que compartí con Emilio las escuelas de Don Paco y de
Don Ángel. Con este último siempre ha recordado dos anécdotas. La
primera cómo se la cargó en la ocasión en que al aviso de Don Ángel al
mandar silencio:
-¡No quiero oír ni una mosca!
Le siguió su imprudente respuesta:
-Pues ahí va una volando, Don Ángel.
La segunda, que verdaderamente aún lamenta, fue que se le ocurrió llevar a la escuela un precioso álbum de trajes típicos del mundo, en
color, que le había regalado Don Mariano (ya se recordará que producto
del coleccionismo de este buen procurador de Hoyos). Don Ángel lo
malinterpretó como motivo de distracción y le rompió aquella maravilla
ante sus ojos.
Por esa época, un día por la mañana, acompañamos a mi madre
a visitar a Andrea, hermana de Macanchi y Eladio, (todos con algo de
parentesco con mi madre, porque su madre, la tía Marcelina, y las hermanas de esta: tía Mina y tía Juana -madre del señor Benito- eran todas
primas segundas de mi abuela Victoria)
Andrea vivía en una dehesa cerca de la ermita de Coria. Junto a
135
I I CORIA
Los Bolindres de Barro
ésta nos bajamos del coche de línea de mi padre para hacer el resto de
la excursión a pie. Nos regalaron a mi hermano y a mí sendos cayados
hechos por su marido. Por la tarde, de nuevo en el portico del santuario,
mientras esperábamos el coche de línea que nos traería de regreso, mi
hermano me dio la primera pintura o lápiz de color que tuve. Mi ilusión
no se vio mermada, aunque solo se tratara de la mitad de un Alpino de
color rojo.
En 1956 se inauguró el nuevo Hospital de Cáceres, entonces con
la denominación de Residencia Sanitaria Virgen de la Montaña. Y a los
pocos meses de su apertura Emilio, de nueve años, tuvo que ser ingresado para operarle de una hernia. Mi padre me llevó a verle y la primera
imagen que tuve fue el impacto de contemplar la grandiosidad de aquel
edificio, (en Coria las casas más altas no pasaban de las tres alturas, incluidos sus desvanes), estaba lleno de ventanas y tan altísimo que se me
antojaba un rascacielos, semejante a los que había visto en los dibujos
de plumilla de algún libro de mi hermano.
El hospital estaba junto a los campos del rodeo, que también se
utilizaban para instalar las atracciones de feria, y allí se encontraban
ahora por coincidir las fechas con la feria de septiembre de Cáceres.
Yo que no había visto nunca ninguna de aquellas carpas quedé maravillado cuando mi padre levantó una de las lonas para descubrirme todo
un mundo mágico: cochecitos, motos, barquitas y hasta una pequeña
máquina de tren, todos a mi escala, por lo que no necesité ninguna
explicación para comprender sus usos e ilusiones. Se llamaban “los cacharritos de la feria”.
El año que mi hermano aprobó 4º y la Reválida, creo que el verano de 1961, tuvo como premio un viaje a Madrid; lo acompañaban la
vecina de al lado, Nieves Cruz, y su prima, Nieves Burdallo. Aprovecharon para que Emilio fuera a conocer al abuelo Justo, que se emocionó
con el encuentro. En esos años mi abuelo era conocido por el Rastro
como “El Coloniero”, pues se dedicaba a revender colonias en frascos
pequeños, que antes había comprado por litros. Llevaba siempre, como
reclamo, algún periquito al que había enseñado a hacerse el borracho
o el muerto fuera de la jaula.
Mi hermano me trajo de Madrid dos juguetes: un revolver Colt,
con su funda de cartón y plástico. Se cargaba con un rollo con cien
pequeñísimos petardos de disparos; el primero que se veía en Plasencia
¡con tanto tiro! Y el otro regalo, un pequeño juego de mesa, el Solitario,
compuesto de treinta y tres piezas o peones, que había que ir “comiendo” del mismo modo que en las Damas , hasta quedar uno solo en el
136
centro.
Las anécdotas que nos han tenido como protagonistas son muchas. Pero hay dos que son las que más le encanta recordar a mi hermano. La primera, ya la conté, la del cuchillo, la naranja y el riesgo de que
mi cabecita de pocos meses no hubiera cumplido más.¡Buf, menos mal
que todavía no tenía puntería!
La segunda sería cuando él tendría trece años y yo ocho, más o
menos. Estábamos jugando a tirarnos piedrecitas, cada uno escondido
en una puerta, en las del portal de casa y la del bajo contiguo. El tiraba
y yo me escondía y viceversa, hasta que tuvo la ocurrencia de hacer el
ademán de lanzar, y estando yo escondido, lanzó una calculada parábola para pillarme cuando volviera a asomarme. ¡Y acertó!. Vaya si acertó,
la piedra, aunque pequeña impactó sobre mi cabeza haciéndome una
pitera mínima. Sus risas se desencadenaron hasta que vio mi poquito de
sangre; me subió a casa para que mi madre me curara y él recibió la
bronca correspondiente. Después, y ahora, todos nos reímos, del mismo
modo que ya se hacía desde la Prehistoria con el mismo juego, según
se plasma con gran humor en la película “En busca del fuego”, Cuando
yo vi esa escena mis carcajadas fueron la más fuertes entre todas las
del cine, no obstante yo también la había vivido en mi infancia, y ¡en
primera persona!.
Fuera de bromas, sin duda, tengo que dejar constancia del ejemplo de Emilio. Yo pude estudiar gracias al esfuerzo de mis padres, claro,
pero en mis avances siempre tuve la mejor de las referencia en los logros de mi hermano. Y si él, cuando a sus catorce años le propusieron
mis padres que si quería empezar a trabajar o seguir estudiando, no
hubiese tomado la decisión de seguir en las dedicaciones académicas,
posiblemente no se había abierto para mí el mismo camino.
137
I I CORIA
Los Bolindres de Barro
Franco y la Virgen
Los lunes regresábamos de pasar los domingos en Montehermoso, tan temprano que en invierno aún era de noche durante todo el
viaje. Yo siempre me sentaba en el primer asiento, a la derecha de Tito,
como si fuese un copiloto. Iba pendiente de ver cruzar la carretera alguna liebre o conejo, cosa muy habitual entonces. Al llegar a Coria me iba
directamente a casa de la señora María, me sentaba bajo la chimenea
junto al fuego. Allí estaba siempre calentándose agua en un negro pote
de buena capacidad, que el señor Benito apartaba para dejar sitio a las
estrébedes, donde apoyaba la sartén en la que hacía unas buenísimas
migas, a veces incluso con unos ricos chicharrones. Luego las saboreaba mojándolas en un buen tazón de café con leche que me ofrecía la
señora María.
En la década de los cincuenta se produjeron en Coria dos acontecimientos notorios para su historia contemporánea. El primero, el paso
de Franco camino de la inauguración del pantano de Borbollón, cruzando obligatoriamente por Coria, al tener que seguir la carretera que
le traía desde Cáceres con dirección a Moraleja. La gran expectación
de los muchos que esperaban verlo se tornó, tras la larga espera, en
una mayor decepción, porque todo fue visto y no visto. Un montón de
coches oficiales, negros y brillantes pasaron tan deprisa que no le dio
tiempo a nadie ni siquiera a avisar a los demás gritando:
¡Ahí, ahí va Franco!.
Toda la chiquillería y toda la gente habíamos disfrutado mucho
más, bastante tiempo atrás, cuando pasaron para empezar las obras del
mismo pantano, y por la misma carretera, una lenta y larga caravana de
grandes tractores y excavadoras. Todos eran de color amarillo, algunos
con grandes ruedas, y la mayoría con enormes cadenas, iguales a las de
los tanques de guerra, que solo habíamos visto en los tebeos.
El segundo de los acontecimientos fue la Coronación de la Virgen de Argeme, patrona de Coria. Se prodigaron en esa década tantas
coronaciones como vírgenes patronas se repartían por toda España. Y
si llegado el caso alguna población no estuviese al amparo de su co-
138
139
Los Bolindres de Barro
rrespondiente virginidad celestial, se echaba mano de algún cristo para
ser el coronado de turno. Todo era consecuencia del poder, influencia
y propaganda del clero, todo excepto la carga económica de eventos,
mantos y coronas, que salía del sangrado de las gentes humildes a las
que convencían para donaciones de joyas o en metálico.
Para la ceremonia se preveía tal asistencia que los espacios de
la catedral se quedarían pequeños. Por eso se construyó un altar en el
lugar más diáfano y de mayor tamaño existente entonces, que era la
misma explanada donde paraban los coches de líneas. Su magnitud y
altura propiciaron que durante su construcción se produjera un fatal
accidente, con el resultado de la caída y muerte de unos de los obreros.
El día del acto se colocaron cientos de sillas plegables de madera,
de las conocidas como de tijera. La coronación estuvo dirigida por el
nuncio papal, asistido por el obispo de Coria y todos sus canónigos. Al
final de la ceremonia cruzaron el cielo varios aviones del Ejército. Luego
se lanzaron más cohetes que en varios sanjuanes juntos. Y lo mejor, también varios morteros que tras explosionar dejaban caer, en una lenta y
multicolor lluvia, a cientos de pequeños paracaídas de papel, de los que
colgaban como lastres toda suerte de figuritas de hojalata, como soldaditos, animales, silbatos y canarios de agua. Estos dos últimos cuando
los estrenabas, llevándotelos a la boca, todavía sabían a pólvora.
El colofón llegó por la noche con una fantástica quema de fuegos
artificiales. Los corianos estaban asombrados disfrutando por primera
vez de aquel espectáculo en el que se repetía una y otra vez la misma
secuencia; en el inicio una cúpula de color que se abría cual palmera
gigante, seguida casi al mismo tiempo de una fuerte explosión sobre
sus cabezas, acompañada por la exclamación de los espectadores con
un largo ¡Oooooh!, a coro, ante la sorpresa, junto con su admiración
calificativa en un ¡qué bonituu!. Y como estaban sentados en las mismas
sillas de la mañana, para seguir las estelas de los fuegos, con sus cabezas tensas hacia el cielo, se reclinaban tanto hacia atrás, que cada serie
terminaba con el crujido y rotura de las poco fuertes maderas en las que
se apoyaban, dando con sus ocupantes en el suelo las más de las veces,
lo que provocaba el cachondeo de sus vecinos, sin faltar el remate del
que sentenciaba: ¡Otra más! .
140
III PLASENCIA
III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
EL piso
La línea que hacía mi padre salía de Coria, pasaba por Morcillo,
y llegaba a Montehermoso.
En 1958 la línea cambió, con salida y llegada fijada en Plasencia.
Dos veces al día, la primera se salía a las seis de la mañana, se llegaba
a Coria pasadas las siete y media, regresando a Plasencia sobre las diez
de la mañana. Por la tarde se repetía con salida a las cuatro en invierno
y a las cinco en verano, y regresos sobre las ocho y las nueve en las
respectivas estaciones.
Por ese cambio, era más conveniente trasladarnos a vivir a Plasencia, y así se hizo.
Pero yo ya había estado en Plasencia, cuando en unas
ferias nos acercamos desde Montehermoso. Y ahora sí pude montar en
uno de aquellos cochecitos de los carruseles infantiles. Antes o después,
entramos en una carpa con un gran pozo de tablas de madera. Por sus
paredes verticales subía y giraba un motorista, a la velocidad suficiente para que la fuerza de giro contrarrestara la de caída(centrífuga y de
gravedad, me corregirán los Físicos). También nos llevó mi padre a ver
un teatro de variedades, con su escenario lleno de luces haciendo brillar las lentejuelas que cubrían los chalecos de un grupo de chicas, que
interpretaban la canción “Doce cascabeles”. Ahora supongo, que los
espectadores mayores del sexo masculino podrían mayor atención en
las calzonitas de las cantantes que en la calidad de sus voces.
142
Nuestro piso, (el segundo, sobre las cocheras),
en el 48 de la calle Eulogio González.
Hubo un traslado parcial, antes que el total de la familia. El de
mi hermano Emilio, que junto con mi primo José Luis, por haber empezado a estudiar como alumnos oficiales en el Instituto vivieron casi tres
meses en una pensión familiar; estaba en el barrio de San Juan, al lado
de la primera parada de los coches de Mirat en Plasencia.
En los días previos al cambio, supongo que mientras se ultimaba el alquiler de la nueva casa, nos quedamos a comer y dormir en la
Pensión Ballinoto. Yo a aquella novedad no le veía faltas. Los adultos sí,
sobre todo si habían visto algún extra en la comida, como el día que Tito
se encontró una cucaracha como guarnición de su flan de postre, y no
pudo por menos de exclamar:
-¡Eh, que yo no quiero más carne, que ya me tomé mi filete!
143
Los Bolindres de Barro
Una mañana de noviembre entró el 30 por nuestra calle de Coria,
hasta la puerta de nuestra casa. Entre mi padre y Tito subieron a la baca
los pocos enseres que teníamos, colchones de lana, somieres, cabecero
de madera, mesa camilla, mesita de la cocina, las pocas sillas, el baúl
con las sábanas y mantas, una vieja maleta de madera con ropas, la
máquina de coser; y dentro del coche, la radio en su funda de tela. Al
pasar por Montehermoso les sumamos lo que allí teníamos; se cerraba
también aquí nuestra permanencia con el principio y final de línea en
Plasencia.
Con siete años recién cumplidos sentí por primera vez la tristeza
de las despedidas. Recuerdo las lágrimas compartidas con mi madre de
la señora Vale y la Señora María.
En la entrada de Plasencia algo me llamó la atención. Antes de la
estación del tren no existía aún el Barrio de San Miguel, pero sí algunas
casas junto a la carretera, y sobre el tejado de una de ellas la maqueta de
un caza reactor a modo de veleta. Su propietario la había construido en
tres dimensiones y a escala, copiando de fotos de otro real americano,
entre los españoles seguro que no había modelo de tal modernidad.
El 30 paró junto al portal. De nuevo mi padre y Tito descargaron
y subieron a casa los bultos más grandes. Mi madre y mi hermano ayudaron con los más ligeros. Antes de empezar a colocarlos mi padre nos
enseñó las nuevas adquisiciones. Para el comedor un pequeño mueble
aparador y cuatro nuevas sillas de respaldos curvos y asiento de madera
de contrachapado, barnizadas en castaño. Y para su dormitorio un armario con espejo.
La nueva casa era en realidad un piso, el 2º derecha. En el edificio había cuatro, dos por planta, además de un bajo con puerta independiente, por lo que no compartía portal. Este era tan amplio, que
también tuvo espacio, en su momento, para garaje de la bicicleta nueva
de mi hermano. Al fondo, bajo las escaleras, estaba un pequeño cuarto
para los contadores de la luz. Otra puerta, aunque condenada, daba
acceso a una de las dos cocheras que completaban los bajos.
La puerta del portal tenía dos hojas, la más estrecha fija y la grande con un muelle para que se cerrara sola, sin bloqueo, a falta de pestillo. Nada más franquearla empezaban las novedades, los colores de
los dibujos geométricos-florales de las baldosas del suelo, continuaban
con otro diseño distinto en las escaleras, rematadas con un bordillo de
madera. La barandilla de hierro forjado con pasamanos de madera. Mu-
144
III PLASENCIA
chas veces la bajaba resbalándome, montado. Un día que lo hacía en
presencia de mi primo José Luis, ¡menos mal!, me quedé colgado de ella
en el descansillo del primer piso, y mi primo enseguida me echó mano,
y la bronca al mismo tiempo:
-¡Muchacho, no vuelvas a bajar por ahí, que te vas a matar!.
Entre el primer y segundo descansillo, antes del primer piso, una
ventana dividida en seis cristales cuadrados que daba al patio de luz;
otra igual paralela antes del segundo piso y ambas con suficiente alfeizar para estar llenos siempre de macetas de buen tamaño. Las begonias
con su prosperidad lo agradecían.
Las puertas de entrada de cada piso eran enteras, de cuarterones.
Y todas pintadas de gris, cada una con una pequeña aldaba, de las clásicas en forma de mano que lleva asida una bola.
El piso era tremendamente grande comparado con la casa de Coria, tenía un recibidor, tan amplio como las demás habitaciones, cuatro
dormitorios, comedor, baño muy amplio, cocina y despensa. También
con baldosas de diferentes diseños en habitaciones, baño, recibidor y
pasillo. Este último era corto y daba acceso al baño, uno de los dormitorios y la cocina. A la fachada principal daban dos dormitorios, con amplias ventanas, y el comedor con balcón, todos con puertas de madera
de dos hojas, la más estrecha sujeta con pestillos y la ancha con falleba
para el cierre.
En el baño, la taza del wáter, con su tablita y alambre para el rollo
de papel higiénico de la época, de “El Elefante”, el lavabo y la bañera
completa, que por su tamaño me producía el mismo temor que el río
Alagón a su paso cerca de Montehermoso, cuando en cierta excursión
estival rechazaba bañarme entonces, y también ahora en los primeros
usos de esta tina, gritando:
-¡que hay tiburones!.
La puerta del baño era la única que disponía de un pestillo interior, para salvaguardar la intimidad de sus usuarios, cosa que denotaba
al estar unido a un disco metálico en su exterior, que giraba mostrando
las palabras “libre” u “ocupado”, según el caso. Aquel pestillo también
era la solución para quedar a salvo de la zapatilla de mi madre hasta que
sus ánimos de impartir disciplina se habían enfriado.
En la cocina había una bilbaína, semejante a la que había en
casa de Don Mariano, en Hoyos; con dos senos de tapaderas circulares,
de diferentes diámetros para las salidas de las llamas. Toda negra, excepto los dorados de barandilla, herrajes del horno y picaportes de los
compartimentos, uno para echar leña y otro para sacar las cenizas. Tenía
145
III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
además un pequeño depósito para calentar agua aprovechando el calor
anexo, con su tapadera de llenado en la parte superior y un pequeño
grifo en la inferior, ambos igualmente dorados. En la parte izquierda de
la bilbaína había otro pequeño hueco de obra con parrilla superior, para
hacer fuego con menor cantidad de carbón, dado su tamaño, por lo
que era el que más usaba mi madre. A la derecha de la bilbaína estaba
pegada una pila fregadero de piedra artificial, gris verdosa, salpicado
su cemento por fina gravilla blanca. Sobre el centro de la pila un grifo
de latón clásico. Mas arriba, en la pared un escurreplatos de madera. Y
debajo de la pila un pequeño hueco donde se guardaban dos cubos de
cinc -los de plástico aún no habían aparecido-, uno para la poca basura
que entonces se generaba y otro para los también pocos restos de comidas, que por eso llamábamos el cubo de los desperdicios. A propósito, a
por estos venía unas dos veces por semana una señora que vivía y criaba
cochinos en las afueras. Nos conocía porque ella era de Coria.
A la despensa se accedía desde la cocina. Era casi tan amplia
como esta. Allí se instalaron con carácter permanente la mesa tocinera,
un cántaro de cinc para el aceite y la misma tinaja que teníamos en Coria para el agua, y que aquí, por tenerla corriente, cambió su uso por el
de depósito para endulzar aceitunas.
En el centro del techo de la despensa había una trampilla cuadrada, y con unas escaleras de mano se podía acceder a algo parecido a la
troje de Coria, los huecos con las estructuras de las vigas que sujetaban
el tejado.
146
Los vecinos
Ya mencioné que el edificio tenía cinco viviendas, cuatro de
ellas compartiendo portal y escaleras. En el primero derecha vivían los
dueños, el señor Dionisio Bueno, su mujer la señora Adela y la hija de
ambos, del mismo nombre que su madre. En el primero izquierda la
familia Mompás; el padre, comandante del Ejército, madre y dos hijas
solteras que pasaban la treintena. Marcharon pronto, a los pocos meses.
Enseguida llegó una nueva familia, la del señor Enrique, que había sido
militar y ahora tenía una charcutería, su esposa la señora María y sus
dos hijos, el varón tocayo de su padre era de la edad de mi hermano y
la chica llamada Marisa era más o menos de mi tiempo. En paralelismo
con sus edades se entablaron nuestras amistades.
En días de verano, tras la hora de la siesta las escaleras, por su
frescor, eran el lugar de concentración de convivencias de las vecinas.
Cada una sacaba sus labores de costuras, de ganchillo o de punto para
atenderlas sentada en las escaleras más próximas a su puerta, mientras
se entablaban las conversaciones con las demás. Los más pequeños jugábamos entre otros peldaños, cuando no en los descansillos o en el
mismo portal. Yo con mi vaquero y su caballito de plástico. Marisa con
su muñeca, la primera que yo había visto totalmente de goma, y que
¡abría y cerraba los ojos!. Era una gran novedad y con dos ventajas frente a la habituales de la época. La primera, ¡se la podía lavar como a una
persona!. Cosa que no soportaban las muñecas hasta entonces, que al
igual que sus compañeros fabricados con el mismo cartón, los caballitos para niños, si se mojaban se desvanecían sus colores y consistencia.
La segunda ventaja, ¡se podía caer y no pasaba nada!. Alguna niña un
poco más afortunada tenía entonces una pequeña muñeca de china,
que aguantaba el agua, pero se hacía añicos si se caía.
A los pisos enfrentados de la misma planta les separaba un descansillo recto de casi tres metros. Pasando el nuestro, en el segundo izquierda, vivía la familia Cruz; el señor José, la señora Engracia y sus tres
hijos, de mayor a menor, un varón de nombre Pepe, para diferenciarse
del padre, y dos mozas, Nieves y Angelines. La menor con tres o cuatro
años más que mi hermano. Pepe, mecánico de coches emigró pronto a
Madrid. Nieves, con oposiciones a soltería por sus casi treinta, sin haber tenido nunca novio, y no por falta de gracias, que le sobraban; era
147
Los Bolindres de Barro
la más simpática de toda su familia y con una cara agradable. Ella y su
prima fueron las que acompañaron a Emilio en su viaje a Madrid.
En el bajo independiente vivían los Giménez, la señora Pepa, y
tres de sus seis hijos, los que aún estaban solteros, Justo, Modesto y Teresa.
La casa de la señora Pepa tenía un patio pequeño, con acceso
desde la cocina; era el mismo que daba luz a todas las ventanas interiores de los demás vecinos.
En su comedor vi por primera vez una radio similar en maderas
y barnices a la nuestra, pero más grande y con una tapa en la parte superior que descubría el espacio para un tocadiscos. Entre los discos de
música que tenían, destacaban para mí otros de cuentos, y en especial
uno, que era la banda sonora resumida de la película de Disney “La
Dama y el Vagabundo”.
En la pared de enfrente de la radio-tocadiscos estaba un reloj de
carillón; no sé que era más hipnótico si las oscilaciones de su péndulo
o sus sonoros tic tac. Cada vez que los he oído han coincidido en casas inundadas de un silencio relajante. Y siempre he tenido la misma
impresión, la de sus mecanismos convertidos en una voz que avisa permanentemente: pasa, pasa, el tiempo pasa, y pasa, aquí pasa el tiempo,
sin pasar nada, nada, nada. Y mi pensamiento planteaba: quién puede
aguantar el tiempo sin pasar nada, nada. Avisos de la perpetuidad, del
siempre, siempre, siempre que sobrecoge el espíritu.
La señora Pepa era una viuda menudita de pelo canoso y rizado.
Cumplía los mismos años que el siglo, había nacido en 1900, en Córdoba, aún conservaba su acento. Su gracia, bueno, yo creo que era de su
propia naturaleza, y no de su origen geográfico, porque se le veía la sal
en el brillo de sus ojos pequeños.
Teresa, la hija menor, era una guapa moza morena con similar
simpatía que su madre. El acento no lo tenía o no lo habría tenido nunca
porque se había criado en Plasencia. Ya tenía novio, de los invisibles;
no se le veía, no por tener poderes especiales sino porque estaba fuera.
Creo que porque era suboficial músico de la Marina, y claro el Jerte a
veces se desbordaba pero no llegaba a navegable.
La señora Pepa, Teresa, o las dos juntas, con la delegación de los
Reyes Magos, me regalaron mi primera corbata. Una pequeña de cuadritos, con el nudo hecho y con goma para sujetarla.(Creo que es la que
aparece en la foto de comienzo en el Instituto, de 1962)
Los dos hermanos tenían un pequeño taller de relojería y joyería
148
III PLASENCIA
en la calle Talavera. Justo, el mayor, era el que arreglaba los relojes. Modesto era el orfebre. Sus pocas ventas también las atendían cada hermano en su parcela. Entre los varios relojes de pared que tenían en la tienda
había uno de cuco. Yo no había visto nunca uno, y me encantaba ver al
pajarillo de madera en sus salidas para dar las horas.
Ambos eran aficionados a la caza. En alguna época recuerdo a
Modesto, en la calle, con un pequeño cachorro, un pointer inglés, iniciándole en el entrenamiento, mediante el juego de esconder una piel
de conejo para que el perrito la buscara. Le llamaban Rusty y tenía el
rabo cortado. Y yo también jugaba con él.
Todos los Giménez eran de trato educado muy agradable. Ya mayor, cuando me seguía encontrando alguna vez con Justo o con Modesto
seguían saludándome con el mismo cariño e igual diminutivo que hacía
varias décadas:
-¡Hola Eduardito, ¿Qué tal?, y tus padres ¿qué tal están?.
Los dos hermanos se fueron para siempre no hace muchos años.
A casa de la señora Pepa venían de vez en cuando dos de sus
nietas, las dos rubias. Pili, un año mayor que yo, y la menor Puerto, a la
que yo sacaba poca diferencia. Fueron las primeras compañeras de juegos en la vecindad. Alguna vez cambiábamos el escenario lúdico de la
calle por una de las cocheras de los bajos del edificio, que los Giménez
tenían alquilada, y que usaban como una gran trastero, siendo el mayor
de sus cachivaches un viejo Austin de 1928, cubierto de polvo, que ya
no funcionaba y que se dejaba conducir por nosotros en imaginarios
viajes, rodeados por el olor a humedad de su deteriorada tapicería.
A los dos años de vivir nosotros allí se marcharon los Giménez
y la familia del señor Enrique. En poco tiempo se ocupó el bajo por la
familia Ortiz, la del señor Gregorio, más conocido por “El Maño”, su
mujer, la señora Juana y sus hijos, Rosi, unos dos años mayor que yo,
con muletas, debido a su polio infantil, luego “Gorín” y “Genín”, así
llamados dentro y fuera de su familia, en lugar de sus nombres Gregorio
y Eugenio.
Gorín era pocos meses menor que yo, pero me sobrepasaba a
mi en peso y casi en estatura. Y aunque fuera de una categoría física
superior a la mía, ha sido el único muchacho de mi infancia con el que
yo intercambié algún asalto. Para empezar tenía una cara que no caía
bien, sus gafas de miope le hacían tener unos ojos pequeños, casi asiáticos,(y Hollywood nos hacía creer que los japoneses y los apaches eran
siempre malos); pero lo que verdaderamente le metía en problemas era
su cabezonería injustificada. Así, un día se empeñaba en querer coger
149
Los Bolindres de Barro
III PLASENCIA
la bicicleta de mi hermano, que ya le había denegado su permiso. Acto
seguido, y por lo mismo, se enfrentó conmigo, amenazando con tirarme
la mitad de un ladrillo. En el momento que lo levantó con la intención
de lanzarlo le di tal sopapo que cayo de espaldas. Se fue corriendo a
su casa. Salió su madre y me echó la bronca diciéndome que cómo le
había pegado si era más chico que yo…., su juicio, claramente, no tenía
en cuenta la categoría pugilística de mayor peso a su favor.
Con su hermano Genín, un año menor, nunca tuve ningún problema. Ganaba en simpatía y maleabilidad; o mejor ductilidad, pues
por su delgadez le llamábamos “Fideo”.
Desde que llegaron los “Gorines y Genines”, así nos referíamos a
ellos, se cambiaron los silencios de los Giménez por las voces escandalosas de madre e hijos, en el patio de luz…. ¡ y en toda la casa!
Después de los Ortiz llegaron los Arranz, para ocupar el primero
izquierda, el de la familia del señor Enrique, que marcharon a vivir a
Sevilla. El padre de los Arranz era el señor Gerardo, conductor de camiones de una empresa de cementos, que en los primeros sesenta cargaban en la estación de la Bazagona para llevarlo hasta las presas que se
estaban construyendo sobre el Tiétar y el Tajo, en Monfragüe.
La esposa, la señora Concha, de mirada tan dulce que te acariciaba con los ojos. Madre de siete hijos, casi todos seguidos. El mayor
Antonio, de dos o tres años más que yo. Y a continuación iban Socorro,
Concha, Miguel Ángel, Alberto, Ricardo y Lucía. Al siguiente año llegó
Damián Emilio, que tuvo por padrinos a mi madre y a mi hermano, del
que tomó su segundo nombre. El primero fue por el fervor materno al
Padre Damián, devoción que la señora Concha transmitió también a mi
madre.
En esos días, a media mañana, se podía escuchar en el hueco de
las escaleras, el silbato del cartero seguido del pregón de su voz:
-¡ Bueno, Arranz, Cruz, Cubera!
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
Era el aviso si las cuatro familias habían tenido correo ese día.
No se habían implantado aún los buzones y había que bajar a recogerlo.
El mejor cartero que tuvimos fue el señor Iglesias, por amable y
competente, con la cabeza bien amueblada, cosa que era raro encontrar
entre sus compañeros de profesión. De muchos de ellos, de la
misma época, por lo que se confundían, se oía decir:
-¡Pero qué tonto está este cartero!.
En las vísperas de navidades era costumbre que el cartero solicitara el aguinaldo. Para ello repartía una tarjeta ilustrada con el dibujo
de un alegre cartero, con su uniforme azul, incluida su gorra de plato,
sobre un pie con la frase: ”El cartero les desea Felices Pascuas”.
Entre las contadas postales de navidad que recibíamos, solía llegar la felicitación del tío Justo, Mandaba una postal muy llamativa, con
motivos florales, que se abría en tres dimensiones desprendiendo perfume, con el mismo aroma de las flores naturales en ella representadas.
El tío Justo era hermano de mi padre; vivía en Francia y nunca lo
conocí. Balta fue a verlo en el verano de 1963. De allí se trajo una docena de cuchillos de mesa, con la novedad del filo en forma de sierra,
un bolígrafo para mi hermano y otro para mí, los primeros que tuvimos
con muelle, y también las primeras fotos que veíamos en color. Eran
pequeñas señales de adelantos que aquí no habían llegado.
Por esa época los muchachos del Instituto intercambiábamos direcciones de Embajadas. Recuerdo haber escrito a la de Estados Unidos,
Francia, Alemania, Italia, entre otras. Y recibir folletos en color sobre sus
monumentos, trenes, ciudades, etc, a pesar de solicitarlo con una muy
mala letra, ¡ y en tinta de colores!, unas rojas, otras verdes, que nosotros
mismos hacíamos comprando pastillas en la Librería Portalatín.
152
La calle
La nueva calle llevaba el nombre de un maestro,-sería premonición-, que en ella había vivido: Eulogio González, que dedicó su labor
a párvulos de varias generaciones. Según las crónicas se le atribuye la
anécdota de haber compuesto una lección de Geografía Local, que hacía repetir a sus alumnos y que decía así:
Niño, serás un bobalicón
si no tratas con porfía
de aprender esta lección
sencilla de Geografía.
Al norte está el Berrocal;
Al saliente San Antón;
La Isla se halla al mediodía,
Y al poniente la estación
de nuestra próxima vía.
La calle va desde el Arco de la Salud o Puerta de Trujillo hasta
la esquina, más bien curva, anterior a la Puerta de Coria, Nuestra casa
era el número 48 y como todos los pares construidas tan pegadas a la
barbacana que por ello sufrían en sus paredes posteriores de sus buenas
humedades. La hilera de los nones tenía sus traseras asomadas al río. Las
más antiguas denotaban en el arranque de su construcción una menor
altura, posiblemente aprovechando el desnivel natural hacia la ribera
del río. Lo corroboraban los muros construidos para salvaguardar su
acceso cuando el nivel de la calle quedó por encima. Eran tres los muros que perduraban intercalados entre tramos ocupados por viviendas
de menos antigüedad que ya no los tenían. Al franquearlos se bajaban
unas escaleras, luego un pasillo y las puertas de dos o tres viviendas en
el hueco entre muro y casas.
Nosotros éramos afortunados al vivir en un piso con tanto desahogo y que nada tenía que ver con las condiciones de aquellas viviendas de los muros. Para empezar en cada una vivían dos familias,
una por planta, que compartían un pequeño retrete y una cocina en la
entrada. Su privacidad solo alcanzaba a dos alcobas, de las que una de
ellas compartía las camas con la mesa y las sillas para comer.
153
Los Bolindres de Barro
En uno de los extremos de la calle, ya lo dije, se encuentra el Arco
de la Salud, o Cañón de la Salud, por encontrarse sobre él una capilla
dedicada a la devoción de la Virgen del mismo nombre. Aunque cuando yo lo conocí no era salud, precisamente, con lo primero que se le
podía relacionar, porque bajo su bóveda de cañón se producía una de
las paradas de los que transportaban los féretros en los entierros. Aquí
no había coche de caballos como en Coria, los ataúdes se llevaban a
hombros desde cada parroquia hasta el cementerio, con los descansos
necesarios, el último de ellos bajo el Arco de la Salud.
A pocos metros de la salida de ese Arco se ponía entonces uno de
los dos guardias municipales, que cambiando, para ese cometido, sus
gorras de plato por los clásicos cascos blancos, dirigían la circulación. Y
es que allí podía confluir al mismo tiempo vehículos que salieran por el
Cañón, con los que saliesen o entrasen por la calle Eulogio González y
con los que bajasen de la carretera general hacía el Puente Trujillo o los
que tras atravesar este fueran para alguna de las anteriores direcciones.
No es que hubiese mucho tráfico, pero como los semáforos no habían
llegado y las rotondas no se habían inventado,(sobre todo las asimétricas que tanto proliferan por aquí), el guardia cumplía su función. El
mismo papel desempeñaba otro municipal en la Puerta Talavera, y esté
si que perduró muchos años más, justo hasta que le relevaron, en este
caso sí, ¡los semáforos!
Nuestro piso gozaba también de unas amplias vistas, la menor
altura de las casitas de enfrente lo permitía. Aunque el pequeño balcón
no sobresalía de la fachada, no era necesario abrirlo para poder ver
una panorámica de casi ciento ochenta grados. Desde la izquierda la
Sierra de Santa Bárbara marcando el horizonte sobre el Puente Trujillo
y el Cachón, enfrente continuaba el río y por encima una amplia colina
ocupada en algunas ocasiones, si el pasto lo permitía, por un solitario
caballo castaño. En los límites del terreno del equino, abajo, a la derecha, estaba la Fábrica de Jabones Roco; alzándose sobre sus naves, majestuosa, una gran chimenea de ladrillos rojos, casi cilíndrica; allí sigue
como única superviviente del conjunto. Para la elaboración de los jabones se empleaba el orujo recogido en las almazaras; cada cierto tiempo,
por la acumulación de la presión, se producía un gran estruendo en la
nave más próxima a la chimenea, al tiempo que una gran masa de vapor
blanco era liberado, expandiendo también un olor peculiar y un tanto
desagradable, aunque afortunadamente se iba pronto.
Entre la fábrica de jabones y la orilla del río pasaba un camino
ancho de tierra, que se perdía por la derecha entre las primeras casas
154
III PLASENCIA
del Barrio San Lázaro, y por la izquierda entrando por el primer arco del
Puente Trujillo a los Cachones, dónde se celebraban las ferias de ganado. Por eso se veían pasar desde mi balcón las reses y bestias que allí se
dirigían los días que las había. Del mismo modo contemplábamos los
grandes rebaños de la trashumancia, de ovejas, cabras y vacas avileñas,
cuando se iban o regresaban de los pastos de León y Castilla.
Por encima de la fábrica, en la prolongación de los prados del
caballo, se veía un buen tramo de la vía, desde casi la salida de la propia estación, hasta desaparecer en la entrada del túnel que atraviesa
por debajo la colina del barrio de San Lázaro. Esto lo explico porque
nos quitaron esa línea hace ya más de veinticinco años, y las nuevas
generaciones no sabrán que existe tal túnel, ni quizá siquiera que la vía
continua hasta Salamanca y más allá como mejor señalan aún los indicadores que sí se quedaron junto a los puentes viaductos de la carretera,
donde reza “Ferrocarril Plasencia-Astorga” .
Entre los habituales que circulaban por la calle estaban los carreros que acompañaban a su carro tirado por una yunta de dos mulos, algunos con otros dos de tiro, dando fuertes chasquidos con su látigo para
azuzar a sus bestias. Transportaban materiales para obras, sobre todo
ladrillos y cementos o yesos. Me llamaba la atención ver que aquí las
ruedas de los carros eran de goma. Habían adaptado ejes de camionetas
para sustituir a las llantas de hierro, como las que yo estaba acostumbrado a ver en los carros agrícolas de Coria.
Y entre los pocos vehículos motorizados, a menudo pasaba un
motocarro cargado con barras o chapas de hierro. Lo conducía con
presteza un hombre con boina y gafas, vestido con un mono azul oscuro. Muchos años después me lo encontré en la familia de mi mujer,
era el Tío Perico, o simplemente Pedro para todos los que no eran sus
sobrinos. Seguía con sus gafas y su boina. Con esta última, más de una
vez jugaba de pequeño mi hijo. Pedro era muy jovial, de conversación
muy entretenida por sus saberes sobre familias o episodios pasados de la
ciudad. Y siempre con un corazón enorme, hasta que nos dejó.
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Los Bolindres de Barro
III PLASENCIA
Las Escuelas de Plasencia
Cuando llegamos el curso estaba comenzado, por eso mi madre
me puso en unas clases particulares con una maestra, que las daba en
su casa; estaba muy cerca de la nuestra, en la curva donde empieza la
calle Puerta de Coria. Recuerdo los olores de la tahona que estaba en
sus bajos.
Como sólo recibía clase una hora, mi madre tardó muy poco en
buscarme otra con el horario completo de mañana y tarde. Así, al mes
siguiente empecé a ir a la conocida como la Escuela de las Pepitas,(no
confundir con las Pepas o Josefinas). Recibía su apodo de la maestra y
dueña que atendía por Doña Pepita, ella lo prefería al de Doña Josefa, le
debía parecer que este la envejecía, aunque el familiar diminutivo no le
disimulaba ninguno de los cincuenta que ya calzaba de soltería.
Las Pepitas estaban en la calle Zapatería, esquina con la Plazuela
de Ansano. En un piso principal, tenía tan solo dos habitaciones habilitadas como aulas, y de tan corto número había adquirido el plural, porque
Doña Pepita solo había una, aunque ayudada por alguna joven, que no
era maestra. Los grupos eran mixtos, raro entonces, con dos niveles diferenciados entre ellas, la clase de los pequeños y la de los mayores. Yo
estaba en la de los pequeños, de seis y siete años, a los que también nos
preparaban para la Primera Comunión. Yo la hice, o la tomé, durante ese
curso, fue en mayo de 1959.
En Coria solo había utilizado lapiceros. Aquí me iniciaron en el
uso de las plumas, de palillero de madera teñido de morado, terminado
en una férula metálica para sujetar el plumín. Los tinteros eran pequeñas
esferas de asta, no de toro, sino que así llamábamos también a un tipo
de plástico rígido y frágil. Se incrustaban en un hueco del pupitre.
Al comienzo del siguiente curso mi madre intentó matricularme
en las otras Pepas, las Josefinas, pero me rechazaron, porque según la
monja que nos atendió, solo cogían a niños hasta que hacían la primera
comunión. A partir de ahí solo se quedaban con las niñas.
Uno de los amigos de mi calle, Rafa “El Caracol”, me convenció
para ir a su escuela, las Escuelas Graduadas de la Puerta de Talavera,(había otro grupo, las Escuelas Graduadas “Santiago Ramón y Cajal”,
conocidas como las Escuelas de los Moros, porque se convirtieron temporalmente en hospital para los soldados moros durante la Guerra Civil).
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Los Bolindres de Barro
Así una mañana me llevó mi madre hasta el despacho del señor
director, Don Bonifacio Cruz. Este, aparte de preguntarme mi nombre
y edad, me hizo leer un poco y me puso una cuenta de dividir por dos
cifras. Como superé las pruebas dijo :
- Como lee bien y ya sabe dividir empezará en un grado más del
que le correspondería por su edad. Va a ir a 4ºGrado.
Yo estaba a punto de cumplir los ocho años. Acto seguido nos
acompañó hasta la clase de Don Florencio. Mi madre antes de marchar
preguntó qué libro o cuadernos tenía que llevar y el maestro respondió
que un cuaderno de una raya para los dictados, una pizarra para las
cuentas y la Enciclopedia Álvarez de Segundo Grado,(el grado del libro
no tenía correspondencia con el 2º de las escuelas, se usaba en las clases de 3º y 4º)
Yo me fui con alguna satisfacción para casa, porque Rafa “El Caracol “ ya me había hecho un análisis de los maestros de grupo, basado
en sus disciplinas y afortunadamente no me había tocado Don Aureliano, que estaba en 3º y me dijo que era el que más pegaba.
Don Florencio no se habría ganado el primer puesto en el escalafón de los pegones, pero seguro que ocupaba podio. Y como yo no
estaba nada acostumbrado a tener maestros que pegaran me quedaron
grabados sus usos disciplinarios. Así lo primero que hacíamos todos los
días, después de los rezos de la entrada, era el dictado, que se veía interrumpido tantas veces como disyuntivas ortográficas iban apareciendo
en las entonaciones repetidas de Don Florencio. Sus correcciones eran
automáticas, al ir pasando por el pasillo que separaba las dos filas de
pupitres daba un verdadero pase de pecho sobre la cabeza del que erraba, dejando que su engaño, un trozo grueso de caña de bambú, a modo
de estaquillador, pero desprovisto de la suave franela taurina, alcanzase
plenamente nuestras coronillas, al tiempo que exclamaba.
-¡Pase de muleta!
No sabría templar con la suya, pero sí calentar de pleno.
Así aprendí yo la diferencia entre la elle y la i griega,(“ye” según la Real
Academia Española, desde 2010, ¡qué cosa!), no porque Don Florencio
lo explicara alguna vez, sino por la deducción a la que te obligaba el
golpe recibido fijándote en su clarísima y forzada dicción para distinguir los sonidos, de este modo se llegaba a entenderle perfectamente
si dictaba “pollo” animal, o “poyo” piedra de apoyo o asiento; y diferenciar sin problemas la “vaca” animal de la “baca” de los coches. ¡El
contexto sobraba, ahí es nada!
También me enseñó Don Florencio cómo saber cuál es la margen
158
III PLASENCIA
derecha o izquierda de un río, y con el mismo método didáctico, sin
explicación, Bueno, corrijo ya lo había explicado antes de mi incorporación a su aula. A mí me incluyó entre los que habiendo asistido a su lección ya no se acordaban o estaban distraídos en su momento. Y para que
no lo olvidara sustituyó la caña de bambú de la Gramática por la vara de
olivo de la Geografía, para darme al mismo tiempo mi primera lección
de Geometría, las líneas paralelas, tres perfectas marcadas en mis dos
pantorrillas. Ni siquiera pude tener la amortiguación de los pantalones
largos; entonces todos los muchachos llevábamos calzonas , ¡hasta en
invierno!. Al final uno de los alumnos descubrió la respuesta correcta:
-Pues se mete uno mismo en el río, mirando hacía donde va la
corriente, y tu propia mano derecha será también la derecha del río.
¡Jo!, pensé yo, eso será si el río no te cubre o si sabes
nadar para poder meterte en él, o si lleva suficiente fuerza la corriente
que se pueda distinguir a simple vista,; buf, demasiados “sies”.
Las señales en mis piernas permanecieron varios días. Sentí de
nuevo la defensa de mi madre cuando a la mañana siguiente me llevó
ante el director para mostrar las huellas de su queja. Ella también las
llevaba…en su corazón.
El desarrollo curricular diario de Don Florencio se limitaba al
dictado en el cuaderno, con pluma de palillero, y a las cuentas kilométricas en nuestra pizarra, con el pizarrín. Y en la parte oral salíamos en
grupos de cinco o seis, junto al encerado, donde lo tapaba en la ocasión
el mapa físico de España, para ir señalando sobre él, al mismo tiempo
que recitando, los principales elementos del relieve peninsular, que aún
por tipos daban para mucho.
Si tocaban los ríos, se empezaba por situar su nacimiento, luego
se enunciaban las provincias o ciudades a su paso, junto con los afluentes que por la derecha o la izquierda le iban sumando sus caudales,
hasta terminar con el lugar y océano o mar de su desembocadura.
Si se enumeraban los cabos o los golfos había que situarlos en el
punto correspondiente del perímetro peninsular, de ahí lo del puntero
utilizado para tal menester. El recorrido para los cabos era siempre:
-“Los cabos más importante de España son: Machichaco en Vizcaya, Ajo en Santander, Peñas en Asturias, ..….”
También los golfos empezaban en el Cantábrico y terminaban en
las costas mediterráneas catalanas.
Y cuando se repasaban las cordilleras tenían que ir acompañadas por sus principales cumbres. Después de más de cincuenta años de
aquellas recitaciones recordé y reconocí el conjunto conocido como
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Los Bolindres de Barro
“La Mujer Muerta”, que se puede divisar fácilmente desde Segovia, la
primera vez que la visité. Don Florencio ya nos lo había nombrado entre
las importantes de la Sierra de Guadarrama.
Esas rutinas sólo se rompían el día que Don Florencio te libraba
de ellas, al tiempo que ponía en tu mesa un mimado y grueso cuaderno
de pastas duras, y te encargaba que copiaras sobre él, despacito y con
la mejor de tus letras, un texto de la Enciclopedia Álvarez, acompañándolo del dibujo de la misma página. Era el Cuaderno de Rotación,
que serviría de artificiosa representación de los quehaceres escolares
para mostrar al señor inspector en caso de visita. Mi mala letra pasó sin
mucha objeción. No así el dibujo que hice de un mozalbete; me salió
con unos carrillos exagerados, y le sirvió a Don Florencio como tema
inspirador de su dictado del día, que comenzó así:
“ Cubera ha dibujado un muchacho de carrillos hinchados, parece que tuviese paperas…….” .
III PLASENCIA
Las colonias escolares
Con la llegada del final de curso las escuelas ofrecían la posibilidad de pasar una temporada de las vacaciones en las Colonias de Verano. Mi madre me apuntó y tomó nota del equipaje que tenía que llevar:
dos pares de calzonas, dos niquis, dos calzoncillos y unas alpargatas,
pastilla de jabón, peine, cepillo y pasta de dientes. Me compraron una
maleta pequeñita de cartón, con estructura de madera, forrada de tela
beige grisácea, con tres franjas granates rodeándola, a ambos lados del
asa sendas cerraduras cromadas, más allá, en las esquinas, las cantoneras metálicas, granates también,. Uno de los niquis también fue de estreno, a mí me encantó porque estaba lleno de dibujos grandes de indios
apaches montados a caballo, todo lleno de acción y colores.
Mi madre me despidió en la Puerta Talavera, junto al autobús,
que iba lleno de muchachos de todas las escuelas públicas de Plasencia,
todos varones, ¡si no teníamos clases mixtas menos nos iban a juntar
en las Colonias, claro! ; las muchachas iban al Salugral, al lado de Hervás, y nosotros al mismo Baños de Montemayor. Nos acompañaban dos
maestros muy jóvenes, uno de ellos daba 1º en nuestras escuelas y el
otro era de distito grupo escolar. Mi madre no me encomendó a ninguno
de ellos sino a un muchacho mucho mayor que yo, de trece años, que ya
iba al último grado, a 6º, y que mi madre conocía a su familia por vivir
cerca de nosotros, en la calle Ancha.
Lo pasé bien aquel mes de agosto del sesenta en Baños. Bueno
con la lógicas añoranzas familiares los primeros días. En algún momento pensaba, si pasase por aquí Justo con su Vespa me iba con él a casa.
Era la primera vez que salía y con menos de nueve años, que por cierto,
mi director dijo que harían una pequeña excepción, sería el más pequeño porque lo exigido era tenerlos cumplidos.
La morriña se calmó cuando mi madre tomó el tren y se acercó
una mañana a visitarme. Además me compró unas zapatillas de lona
para sustituir las alpargatas de mi equipación, sus cintas ya no aguantaban más nudos para empalmarlas con tantas roturas sufridas.
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
Hacíamos gimnasia antes del desayuno, por primera vez, nunca
la habíamos hecho ninguno a ninguna hora. (Entonces no formaba parte
del currículo escolar, solo era típico de Colonias o Campamentos). Luego un largo paseo por el monte, durante toda la mañana, hasta la hora
de comer. Tras la siesta, juegos en el patio, interrumpidos un momento
para el reparto de la merienda; siempre un trozo de pan con el peor
chocolate que yo había tomado nunca, sin leche y de textura tan basta
que parecía que llevaba arenilla. Esa fue la única de mis quejas sobre
las comidas. Siendo como yo era tan místico -no por espiritualidad, sino
por lo poco que comía, como los que sólo se dedican a la contemplación- allí, sin embargo, me terminaba todos los platos, y eso que eran
de tamaño normal, al que yo no estaba acostumbrado porque en casa
comía en uno pequeño, de porcelana blanca con borde azulado, y no
muy lleno.
La Colonia Escolar me vino muy bien, engordé un kilo en ese
mes. Y aún mejor, engordó mi autoestima. Después de aguantar aquellas
buenas marchas por el monte, me sentía fuerte y capaz de liderar cualquier pandilla en mi barrio, incluso por encima de muchachos mayores
que yo. Además tuve la suerte de que los maestros monitores no deberían simpatizar mucho con águilas, yugos o flechas, porque cuando era
normal que se aprovecharan estas ocasiones para iniciación de adoctrinamientos, no tuvimos nunca cantos de carasoles en las formaciones de
gimnasia, o de nevadas montañas acompañando la marchas campestres.
En las Colonias Escolares, con el niqui de
indios y las alpargatas.
Baños de Montemayor, verano de 1960
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
La leche americana
Al terminar el verano empecé el nuevo curso subiendo de clase,
perdón, de grado y sin subida, porque a la clase de 5º no hacía falta
subir, se pasaba al lado, era la puerta contigua.
El 5º grado estaba bajo la tutela de Don Rafael. Era el mejor maestro de todos los grados, y además no pegaba, mayor mérito por eso.
Don Rafael se hacía entender. No importaba la materia a explicar,
se adaptaba a los alumnos para lograr su comprensión. Y se preocupaba
del mantenimiento del mobiliario de su clase, por ejemplo, dirigiendo
a los alumnos, al final de curso, en la labor del raspado de las manchas
de tinta de los pupitres mediante trozos de cristal. Luego sacaba de un
armario un bote con cera y unos trapos para que le diéramos una mano
que aportara el acabado final.
Alguna vez Justo, el mayor de los Giménez, me llevaba en su
Vespa hasta la escuela. A la salida yo iba a su tienda algún día de la
semana, casi siempre los lunes o martes, para recoger los pequeños folletos publicitarios de las películas que se habían estrenado el domingo
anterior. Se repartían por muchas de las tiendas. Los llamábamos “las
propagandas”; traían dibujadas, en su tamaño de tarjeta postal, las mismas ilustraciones que a gran escala eran las carteleras de las películas.
Llegué a tener cientos de ellas, pero tarde o temprano fueron desapareciendo victimas de las limpiezas de mi madre.
El trayecto desde mi calle hasta las escuelas, cuando iba andando, las más de las veces, lo relaciono siempre con el olor al pimentón
de las fábricas junto a las que tenía que pasar. Creo que en esa época
llegaron a juntarse hasta cinco en Plasencia, de ellas tres en mi itinerario
escolar. La primera junto a la carretera, en el tramo que sube desde el
Puente Trujillo hacia el Barrio San Juan. Las otras dos dentro del citado
barrio, una en la calle que lo cruza sin pasar por su plazuela, y la última a la salida del barrio, justo antes de Los Juzgados y de las Escuelas
graduadas. Por las ventanas se podía ver todo; si eran llamativos los
montones de pimentón que se iban juntando al lado de las máquinas de
moler, aún más los obreros que allí trabajaban, con sus brazos, manos y
cara llenos de polvillo rojo. Estos sí que eran “pieles rojas” y no los de
las películas del oeste americano.
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
1961, en 5º Grado.
El color lo ponía el fotógrafo
con sus pinceles. ¡Claro!
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Los que cargaban los sacos llevaban siempre otro vacío y doblado formado una capucha para protegerse la cabeza, no solo por no
mancharse, también por evitar la molestia que en sus cabezas produciría el pimentón picante.
Durante los dos cursos que pasé en la Escuelas graduadas, aparte
de mis progresos académicos, aprendí a que me gustara la leche caliente. Hasta entonces no la tomaba si no había perdido su blancura al
mezclarse con el café. Los recreos siempre comenzaban con una corta
carrera hasta el patio interior de los grados femeninos, donde formábamos una fila; un par de señoras repartían cazos humeantes, llenando el
vaso que cada uno presentábamos. Empezaban a verse los primeros de
plástico, algunos plegables, mientras convivían con los tradicionales de
aluminio y otros de porcelana metálica.
Las mismas señoras que la repartían, la preparaban, añadiendo
agua recién hervida a la cantidad necesaria de leche en polvo, que nosotros denominábamos “leche americana”, pues este era su origen, el
mismo que la mantequilla que pocos años antes le daban a mi hermano
en la escuelas de Coria, o que el queso que le regalaban las monjas a
mi tía María, es decir, todos venían de la Ayuda Social Americana, que
sustituyó en España al famoso Plan Marshall, que aquí no se había aplicado.
No sería una leche tan rica como la de las vacas de aquí, pero se
le cogía gusto, sobre todo por lo que reconfortaba en las frías mañanas
invernales, además, ¡ se podía repetir!. Y gracias a ella aprendí a tomar
la leche sola, ya no me pasaría lo de la isla de azúcar en casa de mi tía
María.
Las escuelas también tenían un comedor para los alumnos. Era
gratis para todo el que estuviera seleccionado. Estaba en un torreón,
resto de antigua iglesia o convento, anexo a nuestras escuelas, y sobre
cuyos granitos habían enfoscado una franja sobre la que se leía: ”Comedor Social”.
Las aulas eran todas habitaciones alargadas, con dos filas de pupitres, pasillo central y una ventana en la pared del fondo, tras la mesa
del maestro, abierta al patio de las muchachas. Sus puertas paralelas
daban directamente al exterior. Al fondo estaban unos retretes, sin tazas,
de los de simples apoyos para los pies, con sus paredes tocando los muros del torreón del comedor.
Los seis grados no estaban colocados correlativamente a su número. Junto a los retretes empezaba 2ºGrado, el de Don Marciano, el
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
que más años tenía y tan bonachón que nunca pegaba, los muchachos
le llamaban “El Pistolero”, porque le gustaba mucho leer novelas del
Oeste, de Marcial Lafuente Estefanía. Le seguía Don Florencio con su
4º Grado, su caña y sus varas; luego Don Rafael con 5º y su bondad,
al lado Don Lucio con 6ª y sus contadas, pero buenas tortas, a continuación 3º, con Don Aureliano, el numero uno dando estopa de todos
los modos conocidos, y para terminar, aunque estaba al principio de la
bajada desde la carretera, el grado 1º, bajo el cuidado cariñoso de un
maestro que habría aprobado oposiciones y ocupado su plaza hacía
poco, de ahí su juventud frente a los demás que ya rondaban o habían
pasado los sesenta. En la planta superior estaban los grados de las muchachas, que tenían su puerta principal y escaleras junto a la Dirección,
en la calle La Merced, la que baja a San Juan desde la Puerta Talavera.
No teníamos patio de recreo propio. Eran los espacios abiertos
que rodeaban a las aulas, empezando por una estrecha franja cementada junto a las mismas puertas de los grados, fuera, una irregular bajada
de tierra, desde la carretera hasta el Cine Sequeira y el conventual de
San Francisco. Allí era vital tener suerte para poder elegir campo en los
partidos de fútbol, a favor de la pendiente, ¡claro!.
En aquellas escuelas también tuve la ocasión para aprender lo
que era “hacer novillos”. En 5º, una tarde me fui con otros dos muchachos hasta la Isla, el pretexto era buscar batatas en una de las huertas. Escarbábamos con un palo, donde alguno de los expertos que me
acompañaba indicaba y sacábamos algo muy parecido a una patata,
le quitábamos la tierra que podíamos con las manos y nos comíamos
aquellos azucarados tubérculos como si de un manjar se tratase.
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La radio
Cuando volvía de la escuela merendaba en casa, al tiempo que
en la radio escuchaba junto a mi madre la serie cómico costumbrista
“Doña Patro, la portera”, con todos los personajes de una casa de vecinos y de su calle madrileña. La daban en una emisora que se anunciaba
así:
-“Aquí, Radio Intercontinental, Madrid”
Era una de las emisoras de onda media que más poníamos en
casa, quizá porque era de las que mejor se oían. Recuerdo otro programa, también con el denominador común de alegrar con sus gracias
una sociedad necesitada de ellas. A la hora de comer, justo antes de la
obligación de conectar con Radio Nacional para la emisión obligatoria
de “el parte”, o las noticias, se emitía otro espacio, “El Eulogio y la Matilde”, cuyos personajes representaban a un matrimonio de castizos, que
a diario llegaban y se iban con la sintonía de un chotis interpretado por
un organillo.
A la hora de las cenas la emisora más nítida y elegida era “La Sociedad Española de Radiodifusión”, conocida más tarde por sus siglas,
la SER, y que seguramente un alto porcentaje de sus oyentes actuales
no sabrían traducir. En ella otra serie se anunciaba con la sintonía de
su patrocinador, la canción del Cola-Cao. También costumbrista, con el
nombre de sus tres personajes principales, “Matilde, Perico y Periquín”,
el último, vástago de los primeros, era el detonante de todos los embrollos con sus “jaimitadas”.
En la noche de los sábados escuchábamos “El Zorro”, función
con un único actor, el cómico hispano-argentino Pepe Iglesias. En los
finales de los cincuenta llegó a Interpretar más de treinta personajes,
cada uno con su voz, niños, señoritas, señoras, caballeros, abuelitos y
abuelitas; hasta cantaba y silbaba su propia sintonía.
Cuando no era noche de series mi padre giraba el botón que
cambiaba la lucecita verde del dial de la onda media por la roja del de
la corta. A pesar de tener un antena en forma de muelle, que atravesaba
todo el techo del comedor, mi padre se tenía que quedar, casi permanentemente, con la mano en el botón buscando recuperar la voz de los
locutores entre tanto pitido e interferencia, muchas provocadas, decía
él y no le faltaba razón. Así, (perdón por lo que siga de repetido, que ya
conté en Montehermoso), escuchábamos Radio París, la BBC y por su-
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
puesto “La Pirenaica”, creada gracias a Dolores Ibárruri, “la Pasionaria,
con el nombre de “Radio España Independiente, Estación Pirenaica”, el
apelativo geográfico para evitar la sensación de lejanía que podrían dar
a los oyentes españoles sus ubicaciones reales, primero en Moscú y
luego en Bucarest.
Recuperando la onda media, no me podría olvidar las populares
“Peticiones del Oyente”. Programas a base de la escucha de canciones
que se hacían esperar tras la larga lista de dedicatorias de los oyentes,
sobre todo si coincidían con alguna efeméride como los domingos de
Primera Comunión o del Día de la Madre. En esta faceta destacaba
Radio Andorra, cuyo eslogan era: “Aquí, Radio Andorra, emisora del
Principado de Andorra” . Y a nivel local también hacía lo propio Radio
Juventud de Plasencia, perteneciente a la cadena Azul de Radiodifusión,
es decir, de la Falange.
En esta última le quisimos regalar a mi madre una petición dedicada, fue precisamente un “Día de la Madre”, y la canción que le elegimos era “Madre Hermosa”, de Juanito Valderrama. Después de mucho
esperar, ¡por fin!, escuchamos las palabras de la dedicatoria entre un
montón de otras más, la redacción la ponía la emisora y siempre era
la misma: “ Para fulanita, (en fulanita ponían el nombre de la madre en
cuestión), por ser la madre más buena, de su esposo y sus hijos que la
quieren mucho”. Y después de ella, ¡el chasco!, van y nos ponen “Madrecita” de Antonio Machín, que ni fu ni fa, a nosotros lo que nos gustaba era Valderrama, a mi padre toda la vida, desde que lo escuchó cantar
por primera vez en el otro lado de las trincheras, una noche de tregua en
la contienda civil, cerca de Pozoblanco. Al día siguiente fue mi padre a
protestar y le dijeron que como eran tantas las peticiones para su canción, había que repartir entre otras y a nosotros nos tocó esa rifa.
La radio no era tan absorbente como la televisión. Mientras la
escuchábamos podíamos estar con algún juego de mesa. Yo prefería la
Oca, porque tenía historias, aventuras, frente al parchís, con la monotonía de contar casillas. Luego vinieron los Juegos Reunidos, cajas con
demasiados para, al final, jugar tan solo a dos o tres. Mi tía María nos
regaló uno con dos círculos, uno de preguntas y el otro de respuestas,
dadas por un pequeño robot que las señalaba atraído por un giro adecuado hacía un imán oculto en la base de un espejito.
170
¡A jugar!
Recién llegados a Plasencia, mi hermano, por su edad y autonomía, fue el primero que intentó entablar amistad con los muchachos
de la vecindad. Así debió suceder, y aunque lo lograra sin problema, la
primera vez regresó con cierto recelo que transmitió a mi madre:
-Les he dicho a los muchachos que si podía jugar con ellos y uno
me ha dicho que vaya un pueblerino que soy, que no se dice jugar, que
se dice “juegar”
A lo que mi madre le dijo:
-Estate tranquilo hijo, que el pueblerino lo será él porque lo que
está mal dicho es “juegar”.
La anterior anécdota que no debería ser más que una equivocación infantil llevaba implícita el germen de la presuntuosa creencia
de muchos placentinos adultos que siempre miraban por encima del
hombro a las gentes de los pueblos, para ellos esto era algo más, ¡era
una ciudad!. Lo malo es que se llegaba a traslucir en cierto desdén de
muchos dependientes de comercio al atender a los humildes de los
pueblos vecinos. ¡Qué ceguera, no darse cuenta de dónde les venía el
pan!....Y que Plasencia, por mucho título histórico del que se presuma,
no ha pasado nunca de ser un pueblo grande. Todos deberían enorgullecerse de ser de pueblo.
En Coria se jugaba a imitar las tareas más cotidianas de allí, el
cuidado de los animales, el campo, los carros, o los momentos de sus
diversiones, corriendo el toro. En Plasencia se imitaba lo que se veía en
el cine, las espadas y las pistolas sobre todo. Por esas influencias en los
primeros Reyes aquí, yo me pedí una pistola. Pero dada la huella que lo
bélico había dejado en mi padre, las armas, aunque fueran de juguete,
quedaban descartadas. Me trajeron un juego de carpintería. Su martillito aguantó varios años, la sierra solo una semana. Las maderas que yo
intentaba serrar con ella no eran de dureza asequible para herramientas
de juguete.
Recién comenzada la década de los sesenta, lo hace también la
aparición de los primeros objetos de plástico. Tanto para usos domésticos, como para juguetes. En los primeros irán desplazando al cinc de
cubos y barreños, las arcillas de los baños, huchas,… y, ¡qué aberración!, ¡hasta de cántaros y botijos!. También en los juguetes, adiós a la
hojalata.
171
Los Bolindres de Barro
En las ferias, que siempre eran el escaparte de algunas novedades, aparecen como regalo llamativo en las tómbolas, ¡los cubos de
plástico! Y en los tenderetes de juguetes los platos chinos, plásticos que
había que aprender a girar con y sobre un palito, este sí, de madera. Para
las niñas más plástico en forma de aros, de inspiración china también.
En una reaparición, años más tarde, cuando la influencia de anglicismos
empieza a empachar se llamaran hula-hoops.
En la calle, los juegos iban por temporadas. Así si las lluvias llegaban a ablandar suficientemente la tierra -no había asfaltos ni cementosse jugaba a “El Clavo”. Un hierro afilado o una lima vieja se arrojaba
contra el suelo, en el interior de una parcela previamente delimitada, y
si quedaba clavada el lanzador, sin mover los pies del punto de incisión,
trazaba con la misma la mayor línea que pudiese alcanzar, ganando al
final el que más terreno hubiese acotado. Además la lima era un juego
mixto, en el que podían jugar a la vez muchachos y muchachas. En algunos más propios de ellas, como la comba, nos solicitaban, sobre todo
si necesitaban quien diera a la cuerda. Eso sí, siempre que no hubiera
que dar “doble” o hacer pasar la cuerda rápidamente dos veces mientras
la que saltaba lo hacía elevándose más de lo normal manteniéndose en
el aire. Solo ellas eran capaces de dar y saltar “doble”, o “duble” como
muchas decían.
La peona en Coria, el trompo en Plasencia empezaba porque
este fuera de buena madera, de encina, luego se cambiaba la punta
redondita que traía, que llamábamos “punta de garbanzo” por otra de
acero puntiaguda, mucho más agresiva, a la que bautizamos como “de
chapa”. El cambio te lo hacían en una fragua por muy poco dinero. El
cordón para lanzarla debía ser de algodón, para que se acoplara bien
al contorno de la madera. Y para ayudar a sujetarlo se le ponía en el
extremo una moneda de real, que ya no circulaba, o de dos reales;
cualquiera de las dos tenía el agujero en su centro, y a falta de ambas
se fabricaba un disco similar aplastando alguna chapa de cerveza, para
pasar el cordón y hacer sendos nudos a ambos lado de la moneda o
disco para que no escapara.
Al empezar una partida, se trazaba un círculo en la tierra con el
radio y compás de uno de los cordones; todos lanzábamos el trompo
dentro y tendría que salir “bailando”, es decir, girando; en caso de no
lograrlo, te quedabas; eso si no le había salido “turuta” a alguno, vamos,
que no había conseguido bailarlo, en cuyo caso este sería el perdedor
que debería situar su trompo en el centro del círculo, inclinado, clavando la punta y tapándola un poco más con algo de tierra.
172
III PLASENCIA
En las siguientes tiradas, si no querías sustituirlo, tenías que destaparle con el golpe de tu trompo la punta, o salir bailando del círculo.
El riesgo de quedarse era que la puntería de alguno de los lanzadores, y su morbo, partiera al trompo que se quedaba. Si no se acertaba
en el lanzamiento, y se preveía que tu trompo, con su baile, se iba a
quedar dentro del círculo cabía la posibilidad de cogerlo, con la mano
extendida, entre los dedos índice y corazón, y mientras continuaba bailando sobre tu palma, arrojarlo sin tocarlo, para intentar de nuevo descubrir la punta del que estaba en tierra.
Mientras jugábamos, se animaban a hacer alguna tirada los adultos que nos observaban, siempre que ese juego coincidiera con el tiem-
173
Los Bolindres de Barro
po previo a su entrada a trabajar por las tardes. Otras veces participaban
con los chavales en combinaciones con algún balón y tiros a la puerta
de una cochera utilizada como portería.
Un juego que necesitaba de un verdadero trabajo manual previo
eran “los platillos”. Así llamábamos a las chapas de cervezas o refrescos
que deberíamos preparar. Después de recoger los que estuviesen más
planos, o aplanar un poco los que menos lo necesitasen, había que moldear los bordes de un trozo de cristal, con la ayuda de algún rollo,(así se
llamaban en Plasencia a los gorrones de Coria o cantos rodados), hasta
conseguir un círculo que encajara en el interior del platillo. Entre el vidrio y el fondo se colocaba la cara de un futbolista, o escudo de equipo,
recortados de cromos repetidos o de las fotos de algún periódico. Se
sujetaba todo con cera o jabón, a modo de masilla, entre los bordes del
cristal y la chapa. Estaban muy solicitados y buscados los platillos de los
botellines de Martini, por su tamaño ligeramente menor que los demás
y, sobre todo, por su más plana superficie.
Con los platillos se podían echar partidos de fútbol o carreras en
circuitos con muchas curvas, que dibujábamos con un trozo de ladrillo
o yeso en alguna zona cementada. Se lanzaban, siempre empujados al
extender bruscamente el dedo corazón, previa sujeción y tensión acumulada contra el pulgar.
Cuando se desechaba un barreño o cubo de cinc viejo, aprovechábamos para hacernos con un aro, el que antes reforzaba sus base.
Luego nos fabricábamos, con un alambre grueso, la correspondiente
guía para ir empujándolo. Para ello, con la ayuda de alguna piedra, o el
martillo de casa, se hacía en el extremo una pequeña “u” del ancho del
aro, y luego se doblaba formando un plano perpendicular con el extremo largo y recto por donde se cogía.
Los bolindres, -entonces nadie en Plasencia los llamaba canicas-,
podían ser de barro, de china o mármol cerámico, de cristal transparente, por ejemplo las bolas de algunas gaseosas, o de cristal con franjas
de colores en su interior, y hasta de acero, que eran las bolas de rodamientos. Estas últimas las más temibles frente a los más humildes y frágiles bolindres de barro cocido, a los que podían partir si el golpe era lo
suficientemente fuerte y centrado.
Nos los jugábamos en partidas de dos tipos. Una a tres golpes
que se denominaban según la medida necesaria de cada uno de ellos,
esto es “Media, Cuarta y Pie”. Uno de los jugadores, después de decir “me planto”, colocaba su bolindre a cierta distancia del agujero o
“guá” escarbado en la tierra, desde el que el otro jugador lanzaría para
174
III PLASENCIA
intentar darle el primer golpe o “Media”, que podía quedar a cualquier
distancia, mejor la mas corta para asegurar el segundo golpe o “Cuarta”,
llamado como la medida con la mano extendida del oponente entre ambos bolindres sin poder tocar ninguno, para permitir el tercer y último
golpe llamado “Pie”, por tener que sobrepasar la medida del pie del que
continuaba sin lanzar, y si era posible alejarlo al máximo del guá. Para
terminar, en una ultima tirada tenía que lograr llegar a meter su bolindre
en el guá y habría ganado uno a su contrincante. Si fallaba en el acierto
de algún golpe, se quedaba corto en la medida de los dos últimos, o no
hacía “gua”, el turno pasaba a su oponente. Lo normal era una partida
entre dos, pero también podían ser varios, sin limite. El otro juego, algo
menos habitual, era “el Cien”. Había que ir sumando puntos hasta cien,
en tantas partidas parciales como fueran necesarias.. Cuando le habías
dado a todos los que participaban se comenzaba otra partida parcial,
tirando todos desde un mismo punto hacia el guá. Comenzaba el que
quedaba más cerca, o en el mismo gua, a intentar darle a los demás.
Darle a otro bolindre valía diez puntos y hacer gua cinco.
Otro juegos colectivos eran pídola, uno se colocaba encorvado y
los demás saltaban por encima de él con las piernas abiertas. “Chorizos
colgantes” era una variedad del anterior, en el que quien se quedaba
agachado, cuando habían pasado todos, gritaba esas dos palabras del
nombre del juego y los demás debían correr, antes de aquel pillara a
alguno, a colgarse con las manos de alguna reja, sin apoyar los pies, y el
primero que por no aguantar más se soltase le relevaría para quedarse.
El juego de la taba, en el que se usaba el hueso astrágalo de la
pata de un cordero, a modo de dado, con cuatro posiciones de caída
posibles que llamábamos Pan, Vino, Rey y Verdugo. La de Vino no tenía
premio ni castigo, pero si sacabas la de Pan, el último que había sacado
la de Rey ordenaba el numero de golpes, impartidos con una correa por
el último que había sacado la de Verdugo. Los golpes solían ser muy
comedidos, porque los papeles cambiaban a menudo y luego podrías
recibir la venganza del anterior castigado.
Enfrente de casa, en la bajada al río, sobre un barranco se acumulaban las basuras que iban arrojando los vecinos. El vertedero no
estaba autorizado pero se hacía la vista gorda, aún no había camión de
la basura. A finales de verano aprovechábamos los palos de tabaco que
también allí se arrojaban, para construirnos alguna cabaña. El inconveniente era el fuerte olor que nos quedaba en las manos a tabaco verde.
175
III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
Junto a la bajada vivía una mujer mayor que vendía huevos, Inocencia,
muy bajita y menuda, con los pies deformados de nacimiento, muy cortos, gruesos y enfrentados uno hacía el otro. Cariñosamente siempre nos
avisaba del peligro de la barranquera.
Terminado el verano, nos acercábamos hasta el Puente San Lázaro, porque en sus inmediaciones había un molino para descascarillar el
arroz. Los obreros sacaban sacos llenos de las cáscaras y los vaciaban
desde la altura del primer arco, acumulándose un montón al borde del
río, que por su altura permitía saltar sobre él desde el puente. Luego la
bronca en casa por la cantidad de cáscaras que nos llevábamos entre la
ropa.
Y en la calle no podría olvidar a los que compartían juegos conmigo. Entre tantos destacar, por encima de mi edad, a Rafa “el Caracol”,
y próxima a la mía, a Carmelo, por desgracia fallecido muy joven, Alberto Garrido y sobre todos, siempre a mi amigo Gabriel, familiarmente
“Gabri”, que desde el primer momento causó en mí el efecto totalmente contrario al descrito de Gorín. Gabri, aunque también tuviese ojos
pequeños, no coincidía con el anterior para nada, su mirada ha sido
siempre sincera, franca, a la par que su comportamiento. No recuerdo
que nunca me haya mentido, ni hayamos tenido la menor de las peleas
Entonces era un poco mi protegido en todas las pandillas, quizá por
tener casi tres años menos que yo. Compartimos grupo en la infancia y
en la juventud.; en nuestro caso, integramos a las novias de cada uno,
sumándolas a nuestra pandilla, cuando lo más corriente es al contrario.
Coincidimos en aprobar las oposiciones el mismo año, y aunque
él marchara para Sevilla procuramos vernos todos los años. La amistad
y el cariño ha permanecido siempre.
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El río Jerte
A diferencia de Coria, en Plasencia teníamos el río muy cerca.
Desde casa se veía la orilla de enfrente. Bastaba cruzar la calle y bajar
una corta cuesta para llegar a nuestra margen.
Junto a un molino abandonado arrancaba la hilera de piedras
que delimitaban en ángulo una pesquera, con su vértice en el centro del
cauce y el otro extremo pegando en la orilla opuesta, en terrenos del
Barrio de San Lázaro, junto a otro molino, que sí funcionaba.
Cerca de nuestra orilla nos bañábamos cuando no sabíamos nadar. La poca profundidad lo permitía, lo peligroso era ponerte de pie por
el muy probable riesgo de cortarte con algún cristal o lata; todo se tiraba
al río o al lado, como ya dije con la basura. Hasta el centro de la pesquera se podía pasar andando sobre sus piedras superiores. Ese punto medio se conocía como “la Bala”; era la zona más profunda, un poco más
de dos metros, por lo que se utilizaba para las zambullidas de cabeza.
Nuestra orilla estaba salpicada por unas pocas losas graníticas,
muy blancas porque las mujeres las usaban como lavaderos. Solo tenían que llevar la tajuela para apoyar las rodillas. Mientras lavaban o
tendían sobre la hierba, a solear alguna prenda, sus conversaciones no
paraban, sobre todo si coincidían con la señora Onu, de Onuberta, una
mujer mayor muy educada, cristiana evangélica, que sin hacer nunca
proselitismo lograba con su charla sobre temas bíblicos atraer toda su
atención.
El Jerte, a su paso por Plasencia, podía quedar sin ninguna corriente en verano, ni siquiera en la pesquera. Incluso podía haber zonas
sin agua que permitiesen cruzarlo a pie. Y en los charcos que quedaban,
los peces aislados se quedaban sin oxígeno, quedando tan atontados
como indefensos. Se decía :
-Vamos al río, que se están encocando los peces.
Porque se les podía sacar con un cubo, eso sí, procurando no
pillar a los que ya se habían muerto y empezaban a oler.
La irregularidad del caudal del río también tenía su polo opuesto. Con las lluvias un poco fuertes era fácil que se desbordara un poco
antes del Puente San Lázaro, entrando las aguas en las Tenerías, donde
se bajaba para ayudar a sus vecinos a salvar sus pocos enseres. Con el
tiempo se fue eliminando ese peligro, primero con el muro del colector
y luego con la presa construida en el kilómetro 4.
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Los Bolindres de Barro
III PLASENCIA
Coincidiendo con una de aquellas riadas se produjo un terrible
accidente. Un día de enero, de fuerte lluvia, un camión perdió el control
cuando cruzaba sobre el Puente Trujillo; rompió su barandilla y cayó al
río llevándose por delante las vidas de dos peatones, una mujer, arrastrada hasta el remanso que hacía la corriente junto a la pesquera de “la
Bala”, donde sacaron su cuerpo. Fui testigo de los nervios de mi madre
que gritaba:
-¡Pero por favor, haced algo, mirad si aún vive,…ponedle un espejo en la boca,…a lo mejor respira todavía.
Fue el dramatismo de la primera persona mayor que vi muerta. El
otro era un varón joven, ya casado. El río lo arrastró bastante lejos, hasta
donde terminan los cañones que hay después del Puente San Lázaro. El
dramatismo fue mayor para su propio padre, que encontró su cuerpo
después de varios días, tras buscarlo cada tarde.
En verano, en plena siesta, yo me escapaba muchas veces a pescar. La caña, una cortada de las que había próximas a la orilla, antes de
llegar al Puente Trujillo. Se completaba con tres metros de hilo de coco
y un anzuelo comprados en una ferretería que había cerca del Arco de
la Salud. El cebo, algunas lombrices que se sacaban escarbando con algún palo bajo las hierbas próximas; otras veces unos gusanos pequeños,
de poco más de un centímetro, blanquecinos, con rabito, que cogíamos
entre las piedras donde vertían los grandes tubos de aguas fecales, aún
no había colectores. Lo raro era que no pilláramos alguna infección
metiendo las manos en tanta porquería. Era fácil conseguir diez o quince jaramugos, que ibas ensartando a través de sus opérculos y boca con
una juncia, de la que quedaban colgados y metidos en el agua hasta que
te los llevabas a casa. Por la noche pececillos fritos para acompañar la
cena.
Otras escapadas de siestas veraniegas eran para ir a cambiar tebeos a casa de Carmelo, uno de los amigos de la calle, que vivía en las
casas del segundo muro, no el primero que estaba enfrente.
A los tebeos también los llamábamos “Chistes”, aunque no fueran de risas. Se mantenían clásicos españoles como “El Guerrero del
Antifaz”, ”Roberto Alcázar y Pedrín”, “El Capitán Trueno”, “El Cachorro”, junto con otros foráneos como “Superman” o “El Llanero Solitario”
mientras iban apareciendo nuevos héroes como “El Jabato” o “El Cosaco
Verde”
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Los Bolindres de Barro
Los aledaños del río eran propicios para que los menores nos
atreviéramos a experimentar lo que no se debe, el fumar. Dos o tres
amigos, teníamos trece o catorce años, alguna vez comprábamos unos
cigarros sueltos. Los más baratos Los Celtas cortos, por una peseta de
daban tres en el carrillo de “El Chochero”. Nos íbamos a fumarlos a un
olivar abandonado. Por culpa de uno de los amigos nos pillaron a todos.
Fue Alberto Garrido, que por su costumbre de llegar a casa y darle un
beso a su madre, puso al alcance de ella los fuertes aromas del tabaco
recién consumido. Y los delitos infantiles se comunican al momento a
las madres de todos los implicados.
En frente de la Puerta de Coria vivía una familia de pescadores,
de los de trasmallos. En Coria, Macanchi, o su hermano, pescaban desde una barca ancha con remos. Aquí, en Plasencia, lo hacían desde una
plataforma, hecha con planchas de corcho atadas en el mismo lugar de
su pesca, y tan pequeña que ni siquiera se la podría llamar balsa, pues
su superficie no pasaba de un metro cuadrado. Se desplazaba con ayuda
de una pértiga.
La madre de la familia de los pecadores era la encargada de la
venta, y como no estaba permitido el uso de redes, disimulaba su pregón gritando por las calles:
-¡Que llevo los tomates frescos, mujereees!, ¡tomates frescoooos!.
Al oírla, todo el mundo sabía que aquellos “tomates” tenían escamas.
Estos pescadores también iban a por ranas, o “pescaban” en los
montes de Valcorchero buenas manadas de espárragos, cuando los había, y hermosos lagartos ocelados, bien entrada la primavera. La mujer
de la casa, de nombre Tomasa, los subía a vender a la Plazuela de San
Esteban. En las inmediaciones de la Plaza de Abastos se la podía ver con
un cubo de cinc y un baño vidriado. En el cubo con agua, una docena
o dos de juncias, cada una con seis ancas de ranas sin piel; en el baño,
también metidos en agua, ocho o diez troncos de lagartos, ya pelados,
blancos, sin cabeza, cola ni patas, cada uno enhebrado también por una
juncia.
Faltaban años para declararlos especies protegidas y prohibir su
captura. Entonces eran platos exquisitos, según decían los que lo habían
comido. Por su fama, incluso llegaron a formar parte de la carta del restaurante más caro de la ciudad, en el hotel de más categoría.
III PLASENCIA
burritos o mulas pequeñas, cada una atada por su ramal al rabo de la
que le precedía. Iban cargadas con esportillas de goma, llenas de arena
para alguna obra. El mulero acompañaba andando. Subían con su carga
por cualquiera de las callejas que desembocaban en el río. En el cauce,
otro de los areneros se encargaba de la extracción, mediante una especie de pala con laterales y una gruesa vara de unos cuatro metros como
mango, iba sacando palada tras palada hasta acumular un buen montón
sobre la balsa que le mantenía. Esta estaba formada por la unión de
cuatro bidones viejos, con una chapa que los cubría por encima. Cuando la carga era suficiente dejaba la pala larga anclada en la arena del
fondo y se desplazaba hasta la orilla con la ayuda de una pértiga. Si
podían, arrimaban la bestias hasta la balsa para cargarlas directamente
palada tras palada.
De vez en cuando se veía pasar por la calle una recua de cuatro
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
El Bar Higuera
Un año, o dos, después de nuestra marcha de Coria, la familia
del señor Benito y la señora María también se fueron de la calle Silverio
Sánchez. Alquilaron un bar pequeño junto a la Isla, con vivienda anexa
y las huertas que lo rodeaban. Con los años, su mucho trabajo y lo que
pudieron ahorrar, consiguieron la propiedad de todo lo arrendado, y
más tarde ir aumentando la calidad y los metros de lo edificado. Al tiempo que atendían bar, huertas, unas pocas gallinas y algún cerdo para
la matanza, también alquilaban algún olivar o parcela para siembra de
millo, cereales o tabaco .
El bar se llamaba y se llama Bar Higuera, por unas enormes higueras que daban buenas brevas e higos, amén de fresca sombra junto
a las traseras de la casa. También aparecieron un año en una coplilla
publicitaria con la música del oficial “cielito lindo” de los Sanjuanes:
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La familia Gordo-Collado: “La mejor familia”
Al terminar el encierro,
cielito lindo,
todos a brevas,
a visitar a Benito,
cielito lindo,
al Bar Higuera.
Al lado de ellas estaba el pozo, con su noria y estanque. Algún
burrito allí enganchado, dando vueltas, iba haciendo que se llenase,
con los cangilones que subían un agua fría, más que fresca, hasta en
pleno verano. Costaba enjabonarse por la dureza de esas aguas, y a su
gusto soso no me llegué a acostumbrar.
En la fachada principal del bar y vivienda había un frondoso emparrado, que daba su buena sombra y unas enormes uvas rojas, unas
más claras, otras más oscuras hasta llegar a moradas, nunca negras; junto a la pared un poyo largo, delante cuatro mesas de terraza, circulares
y de cemento. Allí sentados, Antonio y yo, merendábamos unas tardes
pan con un trozo de riquísimo chorizo de la matanza, otras un pez en
escabeche, siempre acompañando por un vasito de gaseosa con una
gota de vino para darle color.
Los peces se los compraban al hermano de Macanchi, Eladio,
tan experto como él en el uso de los trasmallos. Luego la señora María
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Los Bolindres de Barro
lograba el mejor escabeche que jamás haya probado. Si era un bordallo
un poco grande lo comíamos con la precaución lógica de sus espinas.
Para nada la tenía el tío “Vinagre”, un viejo pastor de buen carácter,
a pesar de su apodo, que a veces coincidía junto a nosotros . Y daba
gusto verle comerse uno de aquellos ciprínidos, con tal limpieza que
no quedaba ni la raspa de espinas, que casi todo el mundo tiraba a algunos de los gatos de la casa, que a los pies esperaban su regalo. Luego
el tío “Vinagre” daba cuenta de su caña de vino. En cierta ocasión, tras
llenarle el vaso, al volver a poner el tapón en la botella, esta se lo tragó.
Enseguida dijo el tío Vinagre:
-No importa, María, vacía el vino en otra botella y tráeme un
trozo de guita o cuerda fina.
La señora María volvió con un trozo de cordón de algodón blanco, del usado para atar morcillas y chorizos en las matanzas. El
tío “Vinagre” lo introdujo en la botella, atrapando en su doblez al tapón,
luego tiró despacio hasta sacarlo a la primera y sentenciando:
-Más vale maña que fuerza.
¡Pobre tío “Vinagre”! en su pobreza vivió libre como un lobo y
tuvo que morir doblegado en el asilo de Plasencia, él que siempre había
dicho que las monjas de los asilos tienen “pelos en el corazón”.
A pocos metros fuera de la parra había un viejo y delgado palo
de la luz, desecho de tendido eléctrico, colocado en horizontal, a algo
menos de un metro del suelo, sobre dos ramas gruesas de encina, ya
sin corteza, terminadas en horca para su apoyo. Todo el conjunto para
amarrar las caballerías mientras sus dueños se apeaban para tomar algo.
Junto a ese amarre recuerdo al padre de la señora María, el abuelo
Domingo, alto y fuerte, siempre con el mismo semblante de jovialidad
que su mujer, la abuela Petra, y que también heredaron todos sus hijos.
Camino de su olivar, hacía una pausa para ver a sus allegados. Iba siempre montado en su burro, sobre la albarda. El asno grande, alto como un
caballo, de pelo claro, casi blanco, tenía un quiste en el vientre, justo
por delante de donde pasaba la cincha, llamativo por su tamaño, casi el
de una pelota de balonmano.
Coincidiendo con el ajetreo propio de las vísperas de los Sanjuanes, la señora María mandaba a Toñi a pasar unos días con nosotros, en
Plasencia. Él no se despistaba mucho y siempre pedía regresar cuando
llegaban las fechas de los toros.
En nuestra calle hizo enseguida buenas migas con el señor Marciano, que tenía la vaquería justo enfrente de nuestra casa. Mientras este
184
III PLASENCIA
ordeñaba, llenaba los pesebres de alfalfa o limpiaba el estiércol, Antonio le mantenía entretenido con todas sus preguntas:
-¿Qué tiempo tiene esa novilla?, ¿Pa cuando pare esta vaca?
¿Cuántos litros de leche da esa frisona ?......
Cuando yo iba a Coria siempre me preguntaba por el señor Marciano. Y como la simpatía era mutua este también hacía lo propio sobre
Toñi, cuando yo regresaba.
Mis estancias en el Bar Higuera solían ser en pleno verano. Una
vez fui a finales de agosto y me quedé hasta la feria de septiembre, feria
de ganados, el día 8, allí mismo, en la Isla era el rodeo. Entonces, por su
buena iniciativa, el señor Benito había encargado construir un embarcadero, en un lateral de las huertas, al lado de la carretera para facilitar la
carga o descarga de animales desde los camiones. También prepararon
un par de corrales, como “salas de esperas” para el embarque. En uno
de ellos encerraron aquella feria tal cantidad de burros y burras juntos
que aquello acabó en una orgía asnal; alguno, más espabilado, tuvo su
satisfacción con tan poco espacio, los empujones y mordiscos de sus
congéneres. Todo acompañado por un interminable concierto de rebuznos entre una nube de polvo.
Como había mucha afluencia de feriantes y el Bar Higuera era el
único sitio cercano para un refrigerio, la señora María había guisado una
cabra entera, bueno todas sus partes comestibles. El estofado quedó un
poco sabroso, lo que junto con los calores del día, ayudaba a aumentar
el consumo de vinos y cervezas, y por ende las ganancias.
También en otro verano posterior, con algunos años más, Antonio y yo perdíamos la paciencia en la espera para acompañar a Conchi
desde la pista de baile de “el Piru” hasta el Bar Higuera, los domingos
por la noche. No es que dos muchachos como nosotros fuéramos una
escolta infranqueable para proteger a una mocita, como ya lo era entonces Conchi pero sí, al menos, pasaríamos los tres un miedo menor
al bajar juntos por las despobladas y oscuras traseras del barrio de Cantarrana, camino de la Isla. El riesgo de desbordar nuestras paciencias lo
tentaban los deseos de seguir bailando de Conchi. Después de un buen
rato allí, se acercaba con el ya increíble y enésimamente repetido aviso
de:
-Esperad un poquino, que este sí que es el ultimo baile que echo,
y luego nos vamos.
Y Su hermano Antonio, ya enfadado, la avisaba:
-¡Como no acabes ya, te vas a bajar a casa tú sola!
185
III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
Al final después de varios bises, absurdos para nosotros, lográbamos que se viniera.
En la Sierra de Gata dice la gente que el tiempo lo dan “dao”,
para recalcar la paz que aún se vive allí sin depender del reloj, sin prisas. Esa misma sensación tenía yo en la Isla, subrayada sin embargo por
los toques de campana de la Catedral; una campana pequeña y aguda
va señalando los cuartos y una mayor, con sus graves, las horas.
Una hombre pasa andando, lleva caído sobre su hombro el ramal
que se une a la cabezada. La yegua, detrás, le sigue al paso, con una
carga de forraje verde. Se viene un momento y pide la hora. El señor
Benito, desde el sombrajo de la parra se la da:
-Hace un ratino que han dado los tres cuartos para las dos.
La caballería se pierde por la cuesta hacia Coria. El volumen de
la carga tapa al que la acompaña delante. Y suenan pausadas dos campanadas profundas.
Aquellos sonidos se quedaron en mi unidos a la tranquilidad de
los días estivales en el Bar Higuera
186
Lugares y personas
Por lo efímero de nuestra existencia, nos sorprende el llegar a
conocer personas que nacieron mucho antes que nuestra generación,
superando incluso la edad de nuestros abuelos. Ese era el caso de un
abuelito que se sentaba a tomar el sol junto a nuestra puerta en Plasencia, el señor Crispín, que había estado en la Guerra de Cuba, ¡nada
menos!. Vivía en la parte baja de la casa que estaba tras el muro de
enfrente, junto con su mujer, la señora Rosa, de casi su misma edad, al
igual que la vecina que ocupaba la parte alta de la misma vivienda, la
señora Benjamina. Los tres sumaban más de doscientos cincuenta años.
En la casa siguiente vivía la tía Justa, en tan corta distancia cambiaba el tratamiento, y aquí no por la misma costumbre que en los pueblos, si no por el poco afecto que a todos los muchachos nos inspiraba
esta última, le pegaba mejor haberla llamado “tía Injusta”. Y era porque acostumbraba a dejar la puerta de su casa abierta en cuanto veía
que nos poníamos a jugar al balón, con la esperanza de que se colara
por sus escaleras abajo, que alguna vez se producía, para echarnos la
bronca directamente, y luego a través de nuestros padres. Amenazaba
diciendo que le íbamos a romper algún cacharro.
Las mismas buenas ideas tenía su yerno. Una tarde que regresaba
del trabajo, montado en su Vespa, y aminorando ya al quedar menos
de veinte metros para llegar a su puerta, coincidió en esa distancia con
que estábamos jugando al balón, corrijo, a la pelota, de goma, dura y
un poco desinflada en la que ya se había convertido. La calle, campo de
fútbol, la dejamos libre cuando oímos llegar la moto. La pelota quedó
parada cerca del centro, pero ya en la mitad izquierda del sentido de
su marcha. Y como el hombre tenía tan buenas intenciones, desvió su
trayectoria, abandonando incluso su derecha reglamentaria, para ir a
atropellar la pelota, pensando que nos la iba a reventar. Ocurriéndole lo
que al del dicho “fue a por lana y salió trasquilado”, porque la pelota,
por su dureza y falta de presión, no solo aguantó su embestida sino que
metida bajo la moto provocó su desequilibrio y caída junto con la del
sorprendido motorista. Afortunadamente no se hizo nada, solo se raspó
un poco la vieja chaqueta del trabajo diario, que aprovechó para tener
alguna satisfacción denunciándonos. Con la simple visita de los municipales a mi casa, solo porque la pelota era mía, terminó el asunto legal.
187
Los Bolindres de Barro
De la bronca familiar no me libré; luego mi madre fue a pedir disculpas, ofreciéndose a costear los daños de la chaqueta. Muchas veces y
muchos años después me he reído con otro de los protagonistas de esta
historia, mi amigo Gabriel, al recordar el “mal jugo de vaca” de aquel
vecino y su guarrapazo, bien empleado.
Con diez años, yo seguía estando sano, aunque delgado, sobre
todo a los ojos de mi madre. Y como estábamos “igualados”, es decir
pagábamos dos igualas” o cuotas privadas mensuales, a médico y
practicante, a falta de enfermedades había que aprovechar mi poco
apetito para usar de sus servicios. El médico era mi tocayo y quizá,
como no tenía de qué curarme, me contagió parte de su nula forma de
ordenar sus bártulos. En su consulta, y sobre todo su mesa de despacho
todo estaba revuelto y nada en su sitio. Menos mal que era un hombre
tranquilo, pacífico y con muy buen carácter.
Quizá por buscar un mejor trato, fuera por lo que mi madre nos
apuntara a su iguala, sobre todo después de la mala experiencia que
tuvo con el médico oficial de cabecera, Don Luis Moreno, de mala fama
personal y profesional, pero sobre todo educadísimo, (¡por la puñeta!,
decía mi madre). Lo comprobamos cuando fue a nuestra casa, a ver a
mi padre, y entró en su dormitorio escupiendo gargajos directamente a
la alfombra, inmaculada como toda la habitación por los cuidados de
mi madre, de mayor celo si cabe ante una visita médica, incluso con la
cama recién mudada y con su colcha de gala, que no se usaba normalmente. Mi madre no pudo por menos de aguantarse y le dijo:
-¡Ay, por favor, Don Luis, si tiene usted que escupir de nuevo,
hágalo en esta bacinilla limpia!, al tiempo que la sacaba de debajo de
la cama.
Repito, nada que ver con Don Eduardo Blanco, además este era
complaciente con los requerimientos de mi madre:
-Mire usted, que come muy mal, que si se pone malo lo va a
pasar muy mal, que está muy delgado, ¿no le podría recetar algo para
abrirle el apetito o para darle fuerzas?
Y Don Eduardo me mandó unas inyecciones de hígado de bacalao.
Al día siguiente, ¡hala!, a aprovechar la otra iguala, la del practicante, el señor Perianes. Lo primero que sorprendía era por qué se le
seguía llamando practicante a alguien con tantísima práctica y de tan
lejana alternativa. Bien merecería el título de “maestro picador de nalgas” o “doctor en jeringuillas”. Perianes era de Coria, aunque no vivía
allí desde hacia muchos años. Era un hombre que rondaría los setenta,
188
III PLASENCIA
más bien los pasaría, de pelo blanco rizado y tupido, de corta estatura
y con algunos kilos de más, que los denotaba sobre todo en un vientre
bien abultado. Era tan rápido al colocar su arponazo que parecía que
clavaba e inyectaba en una sola fase, sin separar aguja de jeringuilla.
Sólo te decía cariñosamente:
-Quieto hijo, quieto….¡ya está!.
Y ya estaba, era verdad, le bastaba el tiempo que tardaba en pronunciar su aviso para terminar con su faena. Y aunque corta te enterabas
de sobra con aquellas inyecciones de extracto de hígado de bacalao.
No he sentido jamás ningún inyectable tan doloroso como aquel. Bajaba la escalera de su consulta cojeando, y así hasta casa. El dolor aún
se mantenía lo suficiente los días siguientes, como para no olvidar qué
nalga te tocaba ofrecer. Fácil elección, hoy toca la de anteayer, ¡era la
que menos dolía!.
Momentos más dulces eran las ocasiones en que acompañaba
a mi madre a hacer magdalenas. Unos días antes de hacer la Primera
Comunión, o algún año antes de Navidades, fuimos hasta el horno que
estaba en el Rincón de la Magdalena, ¡qué casualidad, allí coincidían la
dos acepciones de la palabra, la de la penitente de los evangelios con
el dulce de origen francés!
El horno lo llevaba un matrimonio, ambos tan mayores que ya
deberían estar jubilados hace años, seguro que pasaban de los setenta.
Los dos muy humildes y bonachones. La señora, Ramona Hernández,
bastante encorvada y con algunos temblores en las manos. A ella se le
preguntaba cualquier duda que solventaba con toda su experiencia; si
había que echar más aceite o si ya estaban bien batidos los huevos…. El
marido, Francisco Romero, era conocido por el mote de “Bocanegra”.
Decían que por no haberse callado ante un grupo de falangistas, en el
36, y haber recibido una gran paliza de ellos, ennegreciéndole cuerpo
y boca.
Por vivir en Plasencia, por tener Plasencia manicomio, y por tener
el manicomio algún inquilino de Hoyos o de Coria, se ganaba mi madre
la delegación de visitadora oficial en nombre de algún paisano de nuestro pueblo o vecino cauriense.
El nombre oficial del manicomio era “La Casa de la Salud”, que
no dejaba de ser un eufemismo, porque poca salud, ni siquiera la mental se recuperaba allí. Tampoco hacía gala de mantenerla su famoso
director, Don Celedonio, que te hacía pensar que todos los chistes de
directores de manicomios, más locos que sus internos, se habían inspirado en él. He aquí algunas muestras de sus corduras. En verano, en
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
los días mas calurosos y despejados, aparecía por la calle vistiendo un
impermeable negro y roto de plexiglás, y con un paraguas en la mano.
Se contaban muchas de sus ocurrencias, como la de llevar a algún conocido como pasajero en su Citroën dos caballos, invitarle a darse un
baño en el río, lejos de Plasencia, y aprovechar la zambullida para salir
pitando con el coche y las ropas del ingenuo, que allí quedaba sorprendido y ..¡desnudo!.
Yo acompañaba a mi madre a llevar algún paquete de los familiares de dos de los allí ingresados. Un pacífico y delgado joven de Hoyos,
no recuerdo su nombre, con disminuciones psíquicas de nacimiento.
Y un hombre de unos cuarenta, de Coria, enfermo mental, a veces con
crisis de agresividad. Se llamaba Rufino. Mas de una vez lo sacaban con
los brazos sujetos por correas, a la altura de la cintura, uno por delante y
otro a la espalda. El pobre solo nos contaba lo mal que lo pasaba cuando le aplicaban “las corrientes”.
Después de algunas visitas dio en aparecer por nuestra casa, los
domingos por la mañana, un señor muy bajito, de ojos claros muy pequeños, peinado hacia atrás. Era el señor Ángel. Vestía chaqueta y corbata anchas, como si las hubiera heredado de un propietario anterior de
mayor talla, y seguramente así era. Fumaba cigarrillos montados en una
pipa corta metálica, mientras se tomaba un vasito de vino que le ofrecía
mi padre.
El señor Ángel cogió el relevo de mi madre, para llevar los paquetes que antes ella subía. Así se dilataban varias semanas nuestras
subidas al manicomio, que por otra parte no era un plato de gusto, con
los cuadros que allí se veían. Yo pensaba que el señor Ángel era un empleado de la Casa de la Salud, hasta que después de un año descubrí
la verdad. Fue la mañana de Navidad. Alguna vecina nos dio el aviso.
Estaba sentado en el penúltimo descansillo de nuestras escaleras, caído
hacia la pared, incapaz de subir más por culpa de haberse pasado con
el alcohol. Mi madre me dijo entonces que también era un enfermo del
manicomio, de los que mejor estaban, por eso tenía permiso para salir
a la calle. El pobre señor Ángel, cuando se recuperó, debió sentir tal
vergüenza que nunca más volvió a visitarnos.
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Las paradas
La primera parada de los autobuses de Mirat en Plasencia estaba
en la plazuela del Barrio de San Juan, en un bar pequeño que llevaban
una señora mayor, viuda, la señora Vicenta, y sus dos hijas solteras y
casaderas, Geny y Candy. No tardaron en tener pretendientes formales
dados su méritos, eran altas, guapas, simpáticas y muy educadas. El
primero que en aquellos finales de los cincuenta intentaba flirtear con
Candy fue un mancebo de botica, que utilizaba al peque de su farmacia
para enviarle misivas, adornadas con algún dibujo de los personajes del
semanario infantil “Pulgarcito”. Ella nos mostraba, con alguna presunción, sólo los dibujos. Así conocí yo a Carpanta, las Hermanas Gilda o
Doña Urraca, todos fáciles de identificar en la calidad de los dibujos
del mancebo. Al final la relación no prosperó y Candy se caso con otro.
Con Geny mantuvimos una mayor relación, porque cuando se
trasladó la parada a unos nuevos locales, más amplios, en la Puerta Berrozana, ella fue contratada como taquillera para despachar los billetes
en ventanilla. Como era muy cariñosa siempre que me veía me daba
un beso. Y algunos de los compañeros de mi padre, un poco celosos de
nos ser niños, bromeaban conmigo :
-¡Edu, que llevas la cara con pintalabios!,… ¡Anda dale otro beso
a Geny!.
En Plasencia. En las paradas, siempre estuvo como encargado
Don Alonso. Un practicante que también trabajaba en el manicomio,
y que vestía con elegante traje; más parecía catedrático o dueño de la
empresa. Yo creo que lo habían puesto por tener un hombre de confianza. No hacía ningún trabajo administrativo, ni de ningún otro tipo,
simplemente aparecía un rato por allí, como supervisando que todo funcionaba correctamente; yo creo que sin él, también. Su esposa, Doña
Carmen, me tomó gran cariño. Aún ahora, que ya estoy jubilado, al
encontrarme me sigue llamando Eduardito.
En vacaciones, por las mañanas, yo iba a menudo hasta la parada. Luego acompañaba a mi padre y a Tito a repostar gasolina. Balta
mientras tanto barría los pasillos y espacios bajo los asientos. Una o dos
veces a la semana íbamos hasta el río, en las inmediaciones del Puente
Nuevo, donde la orilla quedaba cerca para llenar cubos y lavar el autobús. Uno arrojaba el agua y otro iba dando con un cepillo de mango
largo. Recuerdo que en los fondos, entre las algas, podías ver mejillones
191
Los Bolindres de Barro
de rio, señal de la pureza del cauce de entonces.
También me acercaba muchas tardes y me quedaba hasta que
habían salido todos los coches. En los sesenta ya no había ninguno con
el motor prominente en el exterior, ya eran todos chatos como el 30.
Salvo refuerzos, siempre había tres, uno por línea. Entre los empleados
más habituales: Antonio Morcillo conducía, y mi tío Emilio cobraba, el
que iba por Riolobos, Holguera y Torrejoncillo a Coria y Moraleja. Felipe López Santos, más conocido por Felipe “Borrasca” o por “El Chato”
-presumía de su nariz aplanada inventando que la tenía así por haber
sido boxeador- llevaba el que iba por Pozuelo, Villanueva de la Sierra y
Hoyos, hasta Cilleros; su cobrador, Joaquín. Y el tercero el Pegaso con
el número 30, donde iban Tito y mi padre, hasta Coria por Carcaboso,
Montehermoso y Morcillo, y vuelta por los mismos sitios hasta Plasencia.
Cuando alguno de los anteriores estaba disfrutando de sus vacaciones mandaban desde Cáceres a sus relevos; entre estos, cobradores
como Jacinto, Cirilo y Pepe Ávila Díaz, simplemente Pepe para todo el
mundo; un tío muy deportista, con buena planta, que rebosaba simpatía. También estuvo años antes haciendo la línea Cilleros-Cáceres; a él le
tocó llevar la saca del correo, a pie, varios kilómetros y bajo una fuerte
tormenta, la noche que el 21 no pudo pasar por el desbordamiento del
Árrago. Empezó como peque en la tienda de repuestos y neumáticos. En
los últimos años en activo llegó a inspector de líneas.
Entre los conductores, el señor Andrés Mozo, conocido como “El
Cotorro”, por lo hablador; Bigara, un golfo simpático, sobre todo golfo,
tenía cuatro hijos en su matrimonio y preparó otros tantos fuera de él,
aquí en Plasencia, no sabemos si alguno más en otros lugares. Por cierto, en casa de Bigara terminó nuestra pequeña bicicleta azul. Mi padre
se la regaló. Supongo que la disfrutaron sus hijos, no sé si los legales,
da igual.
Al señor Andrés le invitaba mi padre a venir a comer a casa, por
querer corresponderle, al acoger en la suya a mi hermano, cada vez que
iba a los exámenes libres de Magisterio. El señor Andrés comía, sin glotonería, pero con el mejor apetito que yo haya visto jamás. Yo, vuelvo a
repetir, que era de poco apetito y menores cantidades, me asombraba al
verlo meter tan grandes bocados, de lo que fuera. Además el señor Andrés tenía una habilidad, que le solicitaba por la gracia que me hacía,
era capaz de mover las orejas, ya fuera ambas a la vez o alternándolas,
con amplitud y buen ritmo; siempre en el entorno de una amplia cabeza, despoblada y canosa, una cara amable, con sus ojos claros. Después
192
III PLASENCIA
de comer sacaba de un estuche de aluminio acanalado, con forma casi
de batea arriñonada, sus gafas de montura de pasta. Le gustaba dar un
vistazo al diario Pueblo, que mi padre comparaba casi todos los días.
En la parada de la Puerta Berrozana, el bullicio en los prolegómenos de la partida eran semejante al que yo había vivido en la parada
de Coria. Entre conductores y cobradores subían los bultos a las bacas,
primero las facturaciones, luego los equipajes. Algunos viajeros preguntando:
-¿Cuál es el “cochi pa Riolobu?
Otros se atrevían con la seriedad de Balta:
-¡Baltasar, ¿Ya podemu montar?.
La premura de estos últimos venía por su timidez a comerse en la
calle la merienda que habían traído, y sentirse más protegidos al hacerlo
fuera de miradas, en el interior del coche, saltándose la vigilancia de
Balta., quien al final solo le quedaba resignarse y decirles:
-¡Carajo, lleváis todo el día aquí y hasta que no estáis en el coche
no os ponéis a comer!
Su enfado lo justificaba porque luego la limpieza tenía que ser
mayor y le tocaba a él. De nada servían los carteles que en el interior
avisaban:
-Prohibido comer
Y el mismo caso se hacía de los habituales:
-Prohibido fumar
-Prohibido hablar con el conductor
Otros que intentaban ganarse allí el pan de su casa, cuando llegaban los viajeros, eran dos o tres mozos de equipaje, más conocidos por
“los maleteros”. Entre ellos el famoso “Radical”, que había vivido casi
toda la vida en Cáceres y luego, ya mayor se había venido a Plasencia.
En la capital se le conocía ya antes de la guerra, allí repartía y pregonaba
el periódico republicano El Radical, del que tomó su apodo. Los muchachos le provocaban gritándole, a prudente distancia:
-El Radical, El Radical tiene calentura y La Caya se la cura.
Caya era el nombre de su mujer.
Antonio era el más joven de los maleteros, cuando desapareció
este oficio trabajó repartiendo por las calles hojas de publicidad y el
periódico “Hoy”; muchos años se ha escuchado su retahíla dominical:
¡El Hoy, con la lista de la lotería”…
También acudía un hombre mayor que vendía cuadernillos con
letras de coplas, de canción española. Era un poco cojo, de los de una
pierna más corta de lo normal, con su ancha calza en la bota y sus an-
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
dares abiertos, que a alguno inspiraba la broma despiadada:
-¡Mira, ese anda a las tres menos cuarto!
Yo no sé cómo viviría, pero con las coplas no sacaba ni para
tabaco.
Junto a la pared de la entrada a las oficinas instalaba siempre
su carrillo el señor Nicolás. Llevaba tiras de regaliz y chicles, pipas o
cacahuetes en bolsitas alargadas de celofán, otras, rellenadas también
por él, con caramelos sueltos de café con leche o mentolados; y otros
de varios sabores, cuadraditos, que ya venían de fábrica en paquetitos
de diez, creo que de marca Francis. También vendía algunos juguetes,
puñales pequeños de goma, antifaces de cartulina, cochecitos, pelotitas
diminutas de goma…, y lo más llamativo para mí, un pequeño gimnasta
de plástico en el centro de un arco de acero, que al presionarlo le impulsaba haciendo piruetas.
Arriba, Pepe y “El Rojo”
194
De izqda. a dcha.: Bigara, Victoriano
Gorrón y Pepe.
El Cubano
Desde nuestro balcón se veían las ultimas curvas de la carretera
de Montehermoso, antes de su entrada en Plasencia. Vigilábamos cuando calculábamos que faltaba poco para poder divisar el paso por ellas
del coche de línea de mi padre, para que nos diera tiempo a bajar a la
puerta de casa a esperar su llegada. El autobús tenía el paso obligado
por nuestra calle. Aflojaba al llegar a nuestra puerta, en la que esperaba
mi madre o mi hermano, y algún año después yo, y sin parar, mi padre
nos entregaba, por la ventanilla de la puerta trasera, un paquete con
cuatro kilos de café portugués, envueltos con la mitad de un saco de
papel fuerte, de piensos, atado con un trozo de cuerda blanca de pita.
Con la entrega en casa no hacía falta que el café llegara hasta la parada,
donde el riesgo era mucho mayor por las frecuentes vigilancias allí de
guardias civiles o de los inspectores de Hacienda.
Mi madre había iniciado la reventa en Coria hacía unos tres años,
reanudándola a los pocos meses de vivir en Plasencia, los necesarios
para contactar con las posibles compradoras. Todas señoras muy mayores, la señora Julia en la calle Cartas, Antonia detrás de la Iglesia de
San Martín, la señora Marciana en el Rincón de la Salud. Muy cerca de
esta la tía Alejandra, -con el tratamiento y cariño de los pueblos, en este
caso-, sentada junto a su carrillo de golosinas, en la esquina de la calle
Trujillo con la calle de la Salud. Y la más viejecita de todas, la señora
Mena, que vivía en el bajo de una casa pequeña, de las que también
compartían cocina y retrete, con tan solo dos alcobas; una de ellas haciendo el papel de comedor durante el día, sin ventilación y un olor
a aire viciado de tabaco y colillas, de miseria. Su casa estaba más allá
de un estanco, también desaparecido, a continuación de la Ermita de la
Salud, en la subida de la carretera, pegada a la barbacana de la muralla.
La señora Mena tenía más de ochenta años. Vivía sin ninguna
pensión, solo con los escasos ingresos de ganarle tres o cuatro pesetas
a cada kilo de café que revendía, a veces taza a taza. Encima tenía a
su cargo a un hijo soltero, de unos cincuenta y tantos, que había sido
maestro, y que perdió la razón por palizas recibidas durante la guerra.
También le quitaron su puesto y sueldo, simplemente por ser republicano. Siempre estaba liando algún cigarrillo, con gran habilidad a pesar de
tener varios dedos atrofiados en su mano izquierda. Cuando te acerca-
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Los Bolindres de Barro
bas tocaba levemente tu ropa, con recelo, un roce cariñoso, al tiempo
que mascullaba frases incomprensibles. No era nada, pero la señora
Mena enseguida le decía: -¡Estate quieto, hombre!
La señora Mena, lo mismo que todas las revendedoras, refunfuñaba un poco cuando los paquetes de café no eran del más habitual,
“El Cubano”, pues en ocasiones llegaba de otra marca, tan similar como
para llamarse “La Cubana”. Y las reticencias eran porque la clase del
café de esta consorte no daba tanto color al mezclarlo con la leche,
teniendo que echar más cantidad para conseguirlo, y por ello una duración menor del paquete, es decir, que salía menos económico. Mi madre decía que “La Cubana”, aunque diese menos color, tenía un sabor
más rico, por eso lo prefería usar en casa cuando venía.
A la hora de pagar, la señora Mena sacaba un viejo librito que
tenía todas la tablas de multiplicar hasta el cien. Preguntaba:
-¿ A cómo está el kilo?.
Se le decía: A 65
Buscaba la página del 65 y la fila del número que correspondía
con los kilos para ver el total. Luego sacaba de su faltriquera un paquetito cilíndrico con billetes liados de 25, 50 o 100 pesetas .
“La Chata” era otra “mujerita” revendedora, que debía su apodo
a la falta casi total de nariz. Venía desde Cuacos a buscar el café. Se
llevaba con su pequeñísima estatura siempre dos bolsos, con unos tres
o cuatro kilos cada uno. Llegaba los martes de cada semana, bien temprano, y se acostumbró a desayunar en mi casa casi por auto invitación,
al principio decía:
-Anda, Pruden, ponme una gota de café.
Luego se lo ponía mi madre, ya sin pedirlo; se convirtió en costumbre.
Durante algunos años, pocos, tuvimos como clientes a unos conductores de camiones, de Transportes Vallejo, El almacén cochera estaba a la entrada al Barrio de San Juan, y hasta allí les llevábamos, a veces
en dos viajes, más kilos de los que habitualmente se vendían. Como
eran insuficientes los cuatro que traía mi padre a diario, había que buscar una mayor provisión. Mi madre la encontró en una señora mayor,
que llamábamos “la Capataza”, porque su marido era capataz de zona
de RENFE. Vivían en una casita pequeña, la casa oficial junto a la vía, a
unos tres kilómetros del Puente de San Lázaro. La lejanía de la ciudad
les daba la tranquilidad suficiente para coger el café por cargas. Una
carga tenía los kilos que cargaba una caballería, unos 40, y en bestias se
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III PLASENCIA
lo traían a ella desde Montehermoso, por la noche. Luego mi madre le
compraba doce o catorce kilos, que había que ir a buscar hasta su casa,
por un camino muy peligroso, la mitad en una vereda estrechísima sobre las paredes laterales de los cañones del río y la otra mitad andando
sobre la vía. Siempre acompañábamos a mi madre, mi hermano o yo, o
ambos, por el reparto del peso y el peligro del camino.
El café estaba envasado en papel fuerte, en paquetes cilíndricos,
de medio kilo. Pero en los cincuenta, en Coria, cuando se empezó en
casa con su estraperlo, también venía en cajas de hojalata con su tapadera y profusamente decoradas. Aún queda por casa una de aquellas
latas, que desde que se terminó su contenido, cambió la utilidad a la
de caja de costura de mi madre, para guardar unas pequeñas tijeras, el
dedal, el alfiletero de madera contorneada, alguna bolsa con botones,
broches y corchetes, y también un huevo de madera para zurcir los
calcetines, que cuando no estaba cumpliendo su práctica función tenía
un importante papel lúdico entre mis manos. Esas latas eran de marcas
especiales, como una que se llamaba “El Litri”, y que, además del café,
traía de regalo una pequeña miniatura de una espada torera. Los portugueses aprovechaban el tirón publicitario del exitoso torero español de
aquella época.
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
Los domingos
La Plaza de Abastos, o del Mercado era a principios de los sesenta
el único sitio de Plasencia donde comprar carnes y pescados. Los frigoríficos no habían llegado, lo que obligaba a comprar casi a diario lo que
se fuera a consumir, si no se corría el riesgo de que se pasase. Posiblemente por eso abría también los domingos por las mañanas. Las señoras
iban temprano a hacer la compra y antes de regresar a sus casas, muchas
de ellas entraban en las iglesias a oír la misa de precepto. Mi madre fue
la que, un tanto asombrada, nos lo contó:
-¡Aquí van las mujeres a la Iglesia con los bolsos de la compra!.
Era algo que no había visto en Coria o en Hoyos, no solo
porque allí no tuvieran mercados de abastos, que también estaban las
tiendas y carnicerías, sino que ninguna mujer se le ocurría ir con la
compra a la Iglesia.
A media mañana dominical era la hora en que un pobre venía a
pedir. Era un viejecito muy desaliñado, de barba blanca al que le faltaba una pierna. Venía desde las afueras, de una chabola que tenía en la
carretera de Montehermoso, con todo su esfuerzo apoyándose en dos
viejas muletas de madera; de una de ellas colgaba una lata con un alambre; le valía de taza, plato o cacerola, según el momento. No llamaba,
se sentaba a descansar en el poyo junto a la puerta de la casa de enfrente, y las vecinas le traían algo, un trozo de pan, un poco de queso…; mi
madre le bajaba café con leche caliente y pan para migarlo.
Por la tarde, a las cuatro empezaba la sesión de cine infantil. Las
primeras veces me llevaban mi hermano y mi primo José Luis. Íbamos
al Teatro Alkazar, al “gallinero”, que era lo más barato, y sus gradas se
llenaban entre chavales y soldados. La altura de ese segundo entresuelo
me dio una sensación de temor, casi de vértigo cuando volvía subir, ya
mayor, después de muchos años, y recordaba que los muchachos bajábamos corriendo aquellas gradas que apenas tenían una barandilla,
bastante baja, para evitar que nos cayéramos al patio de butacas.
En los años cincuenta todavía se usaba el patio, desmontando las
butacas, para animados bailes en carnavales.
En los sesenta, como teatro, era el escenario para las actuaciones
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Los Bolindres de Barro
de las compañías de cantantes. Mis padres me llevaron varias veces. Allí
he visto a La Niña de la Puebla, que traía entre sus artistas a la Paquera
de Jerez y a Estrellita Castro, ya muy mayor y aún con muy buena voz y
toda su gracia. En la compañía de Juanito Valderrama venían entre otros
Dolores Abril, su compañera, Pepe Marchena, el que mejor ha cantado
“Los Cuatro Muleros”, después de la Niña de la Puebla, y el cómico
cantante Emilio “El Moro” .
El señor Nicolás y su carrillo de golosinas cambiaban sitio y clientela la tarde de los domingos, pues se ponía unos metros más abajo del
Cine Alkazar, en la esquina de la Calle del Corregidor con la Calle del
Rey, por donde pasaban los muchachos que se dirigían a la sesión de
cine infantil. Además del carrillo, colocaba a su lado una cesta ancha
de mimbres, con bajos bordes, apoyada en unas tijeras de madera. En
ella tenía cangrejos y bígaros cocidos. Los segundos te los vendía en un
pequeño cucurucho de papel, junto con un alfiler para poderlos comer.
Otro par de carrillos estaban más cerca del cine, junto al muro de las
escaleras de la Iglesia de Santa Ana. En esa zona nos concentrábamos
para cambiar tebeos antes de entrar al cine.
Cuando se salía muchos se dirigían al centro del ambiente, entonces la Plaza Mayor. Con las perras que te quedaban te podías comprar
un paquete de palomitas recién hechas, en los últimos soportales antes
de la salida hacia la Plazuela de San Esteban. Y si la sobras no daban
para ellas, bajo las arcadas anteriores se ponía un barquillero; por dos
reales podías lanzar en su ruleta un par de veces, no sé si había algún
premio especial, de todas formas el hombre era generoso y siempre te
daba, más o menos, la misma cantidad de ricos barquillos.
Alguna vez, ya en verano, también a la salida del infantil, me
llevó mi hermano al cine parroquial de San Pedro. Costaba dos reales,
una peseta los dos. Era al aire libre. Nos sentábamos en unos bancos de
madera a ver un par de películas cortas de cine mudo, casi siempre de
Charlot o de “El Gordo y el Flaco”.
Años más tarde, algún domingo elegía El Cine Sequeira, donde
ponían las mismas películas de mayores que la semana anterior se habían estrenado en el Alkazar, porque ambos eran del mismo dueño. Con
la ventaja de que en el Sequeira costaba más barato y te dejaban pasar
mejor cuando tenías doce o trece años si la película era para mayores de
dieciséis. El Sequeira estaba instalado en la capilla de un desaparecido
convento, desde la desamortización de Mendizábal, el de San Francisco. Tenía un solo entresuelo, de gradas sin sillas, y un pequeño patio
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III PLASENCIA
de butacas. La tapicería era la misma que cuando se inauguró, allá por
1923; hasta la máquina de proyección decían algunos que funcionaba
con carbón. Todo estaba impregnado de un saturado olor a viejo y humedad.
A finales de 1960 se abre un nuevo cine, El Coliseum. De construcción y diseño modernos. Llamaba la atención que tuviese tresillos y
sillones en los dos vestíbulos, el del patio de butacas y el del entresuelo.
En las sesiones infantiles, en la primera parte, en lugar de una película
de duración normal, a menudo ponían un bloque con cuatro películas
cortas, procedentes de series de televisión americana o británica. De las
yanquis, “Las aventuras de Kit Carson”, emitida en los Estados Unidos
en los cincuenta, sobre un pistolero tejano que siempre iba acompañado por su amigo, un charro de Laredo(Méjico), llamado Toro. Y de las
inglesas, una serie sobre Invanhoe, de 1958, interpretado por un jovencísimo Roger Moore, mucho antes de ser el famoso detective de la serie
de televisión “El Santo”, y este muy anterior a sus interpretaciones en
cine del agente 007.
Otra novedad que aportó el cine Coliseum fue la sesión continua
de dos películas los días de diario, con tres pases, el primero empezaba a las cuatro. Una vez, en vacaciones, por llegar tarde y perderme el
principio de la primera película, me quedé en su siguiente sesión, llevándome la bronca cuando regresé a casa también tarde:
-¡Pero cuántas películas has visto tu?
Prácticamente tres, bueno la primera dos veces. Todo, resultado
de mi gran afición. Alguna vez pensaba, como imposible, si se podía
pasar un domingo sin ir al cine. Entonces era el único día sin clases;
aquí no sabíamos aún que era eso de fin de semana, o semana inglesa.
En la plazuela del Coliseum también se instalaban carrillos y
puestos de golosinas. El más famoso, el kiosco de la Felisa, que estaba
fijo junto a la pared de la parada de otra empresa de autobuses. La Felisa
era una señora gorda mayor, siempre muy pintarrajeada, que parecía estar clavada en el interior, y casi siempre sentada, sin alcanzar a ver bien
las mercancías que asomaban por el borde exterior de su tablero mostrador, circunstancia que algunos picarillos aprovechaban para llevarse,
en un descuido, algún regaliz o caramelo sin el pago correspondiente.
El Coliseum nació con el título de Cine, a diferencia del Alkazar
y el Sequeira, que ostentaron el de Teatro. Y aunque Cine, su amplio
escenario y camerinos le permitían también el papel de los otros, con
las actuaciones de compañías de cantantes. De allí recuerdo la de Antonio Molina, casi en los finales de su carrera y de su voz; el esforzado
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
garganteo de tantos años ya le empezaba a pasar factura. Entramos gratis
porque mi tío Román venía como chofer del autobús que llevaba a todos los secundarios.
En el verano se cambiaba la zona de paseo de la plaza por la Avenida de San Antón. En los primeros jardines, conocidos como “los de la
rana”, debido al pequeño batracio de hierro, de cuya boca salía el chorrito de la fuente que allí estaba, se ponían los domingos dos fotógrafos,
Pedro y su hermano, dispuestos con sus pequeñas cámaras, colgadas del
cuello, a inmortalizar grupos de amigas o amigos, parejas de novios o
soldados solos o con compañeros.
Los días de diario, los dos hermanos fotógrafos se ponían con su
caballete en la Plaza Mayor, para hacer fotos de carnet, de las popularmente conocidas como “de minuto”, porque poco más de ese tiempo
tardaban en hacer su revelado y positivado, dentro de la misma caja de
madera que albergaba su vieja cámara. Luego lavaban la tira de las fotos
en un pequeño cubo de cinc y cuando se habían secado lo suficiente las
cortaban y te las daban.
Pedro era paisano nuestro y amigo de mis padres, desde que era
un chiquillo y corría por las calles de Hoyos. Además su madre era muy
amiga de mi tía Alicia, hermana mayor de mi padre, que vivía en San
Sebastián. Vino una vez a visitarnos y tampoco dejó de hacerlo con la
madre de Pedro.
En la Plaza, como centro de atención, también se celebraban algunos eventos. Entre ellos la carrera de camareros, con la que estos
festejaban a su patrona,Santa Marta, corriendo con una bandeja en una
mano-soportando botella de vino y copa llena- el largo desde la puerta
del ayuntamiento hasta la carnicería de Estebina y regreso de mismo trayecto inverso, ahora con el desnivel en contra, ganando el primero que
invirtiera menor tiempo sin derramar contenidos líquidos ni recipientes.
El tren
La casa de Plasencia era un poco la pensión eventual de conocidos de Coria, o de Hoyos cuando venían a entregar a los quintos.
Uno de estos, era la primera vez que salía del pueblo y la primera
que veía un tren, se quedó tan pasmados al ver pasar un largo mercancías por la recta de la vía que se divisaba desde nuestro balcón, que
exclamó:
-¡Cagüen diez, si pareci un pueblu a la rastra!
En otro momento comentaban dos de aquellos quintos sobre sus
destinos para incorporarse a filas:
-¿ A dondi te ha tocao a ti?
-A Melilla
-Ah, bueno, tú si que has tenío suerte, por lo menos sabes que eso
está ahí, en cuanto cruzas pa África ,….pero a mí que me ha tocao na
menos que a Guadalajara….
Mi madre, comprendiendo la angustia de este último por su ignorancia al creer que la única Guadalajara que había, y que le había
tocado, era, allá de las fronteras, de la que había oído algo en la letra
de la famosa ranchera mejicana,.. (“Guadalajara en un llano, México en
una laguna”…), no pudo por menos de saltar y decirle:
-¡Pero hombre, si tú estás más cerca, que Guadalajara está al lado
de Madrid!.
La Caja de Reclutas estaba en la Puerta Berrozana, frente a la
parada de los coches de línea. Allí les entregaban a los nuevos quintos
un petate vacío, para que metieran sus pertenencias. Luego los veíamos
pasar por la puerta de mi casa, formando un larga fila de a dos, para ir
andando hasta la estación y tomar el tren hasta Cáceres. Desde el Regimiento de la capital irían saliendo para sus respectivos destinos.
La primera vez que yo vi un tren fue en Cañaveral. Yo tendría cinco años. Mi padre me llevó en el coche que hacía la línea desde Coria,
no solo para llevar o traer viajeros, también las sacas de correo en los
dos sentidos. Era un servicio extra, en el intermedio de mañana y tarde
de la línea Coria-Montehermoso. Como tuvimos que esperar en la esta-
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Los Bolindres de Barro
III PLASENCIA
ción, mi padre me subió a un vagón de viajeros de un tren que también
esperaba allí. Estaba vacío y me pareció inmenso.
En esos años la estación de Cañaveral era más importante que
el propio pueblo, con bares, fondas y comercios. Allí se concentraba el
tráfico de viajeros y de mercancías para todo el noroeste de la provincia. En una de las tiendas compró mi padre una jarra cafetera, de barro,
totalmente vidriada en un tono marrón oscuro, y tan brillante que más
parecía de porcelana. Le hacía ilusión llevársela de regalo a mi madre.
Lo malo, y lo normal, es que no se probara. Al intentarlo en casa, tras
aclararla, se comprobó que el orificio de salida no existía, la arcilla
debió de aplastarlo en el momento que su creador uniera cuerpo y pitocho. Nunca se le pudo dar su uso específico, quedó para adorno por
muchos años.
En el mismo sitio que la cafetera, mi padre me compró un “canario de agua”, un pajarillo de barro hueco, rematado con un silbato.
Al llenarlo de agua los soplidos se transformaban en melódicos trinos
muy parecidos a los cantos de los verdaderos canarios. Yo me vine más
satisfecho, ¡el mío sí funcionaba!.
A la estación de Plasencia fuimos las primeras veces a acompañar
a mi primo Juan Antonio. Venía con mi tía María para tomar el tren que
le llevara hasta Gijón. Estuvo en su Universidad Laboral, que dirigían los
jesuitas, desde los nueve años hasta que se incorporó al mundo laboral.
Para mi primer viaje en tren tuvieron que pasar unos años. Aún
eran con las máquinas de vapor y los vagones de madera. Ya había cumplido yo los doce. Fui con mi madre y unas amistades a visitar a unos
parientes de estas últimas, en Aldeanueva del Camino. Nos atrevimos a
ir en tercera. La incomodidad de aquellos asientos con tiras de tablas,
los hacía solo soportables en trayectos cortos como aquel.
Alguien de los que visitamos nos explicó porque de Aldenueva se
decía que era el pueblo de las tres mentiras:
-Una, no es aldea que es pueblo
-Dos, no es nueva que es vieja
-Y tres, no tiene camino , que tiene carretera.
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Los Bolindres de Barro
III PLASENCIA
Entre barros y calderos
Al marchar los Giménez también quedó libre una de las cocheras, la más próxima a nuestro portal. Al poco tiempo la alquiló un joven
para instalar en ella su carpintería. Se llamaba Clemente Terrón. Unos le
llamaban por el nombre y otros por el apellido.
En sus primeros días llegó un camión, le traía una máquina nueva, una cepilladora con aserradero; dado su peso, el camión procuró
arrimarse cuanto pudo a la pared, tanto que entalló la bicicleta de mi
hermano, doblándole la mitad del manillar. Entre el conductor y Clemente la enderezaron lo que pudieron, no del todo; aquella doblez la
tuvo para siempre.
A Terrón le debí de caer bien, cada vez que me asomaba un rato
a la puerta de su carpintería decía de mí:
-¡Pero que salao es este chaval. Es más salao que las pesetas!
Yo entendía que era un halago, lo que no comprendía todavía era
lo de la sal de las pesetas.
Clemente tenía buen oficio. Mis padres le encargaron una mesita
para la radio y un pequeño mueble librería. Él los diseñó, ambos con un
estilo modernista. La mesita sobrevive aún en el recibidor de mi casa.
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Otro que me aguantaba muchos ratos viéndole trabajar, era Gregorio, el barrero. Bueno, yo creo que agradecía la compañía y el entretenimiento de sus explicaciones a todas las preguntas que yo le hacía
sobre su oficio. Yo disfrutaba con todos sus procesos. La preparación de
las tierras arcillosas, su batido con agua en un pozo de las traseras, su
vertido y sedimentación en dos estanques, el cortado y almacenaje del
barro tras la evaporación suficiente. El amasado de pequeños bloques
en el tamaño apropiado para cada cacharro. El momento mágico del
modelado sobre el torno. La habilidad de las manos para crear formas
huecas donde antes había volúmenes cerrados, mientras la destreza del
pie mantenía las revoluciones necesarias. El secado al sol. El baño con
“el alcohol de alfareros”, polvo de sulfuro de plomo disuelto, que aportaba una capa gris azulada, tornándose en vidriado transparente tras la
cocción. El horno para la terminación de los procesos, la colocación
minuciosa de toda la partida en su parte superior y la alimentación del
fuego con paladas de serrín, abajo, en el fogón.
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Los Bolindres de Barro
A finales de los cincuenta llegué a conocer tres barrerías. Todas
a la vera del río, y en nuestra orilla, entre el Puente Trujillo y el Puente
San Lázaro.
Preguntándole hace poco a la viuda de uno de aquellos alfareros,
cuándo había dejado de funcionar su barrería, la buena anciana me
dijo:
- ¡Cuando llegaron los plásticos!.
Si la carpintería de Clemente y la alfarería de Goyo eran dos sitios
donde echaba muchos ratos, el tercero estaba un poco más allá. Era el
taller de calderería de Eduardo y Gabriel, dos hermanos más artistas
que artesanos, conocidos como “Los Caldereros”. Resultaba agradable y relajante, casi hipnótico ver el fuego de su fragua, o escuchar el
martilleo rítmico sobre el yunque. No todo era el hierro de trébedes y
maceteros, o la chapa de pequeñas cocinas; en sus trabajos más finos
transformaban las planchas de cobre en armónicos alambiques.
Por las tardes después de la escuela se les unían sus hijos, Carlos,
de Eduardo y mi amigo Gabriel, de su homónimo. Ayudaban un rato a
rematar el interior de los calderos terminados. Todo era dar, con un poco
de fuerza, pasadas y más pasadas con una barra de estaño, para que su
roce fuera dejando una capa brillante sobre la chapa que antes estaba
oscura.
Cuando acababan la jornada, los dos hermanos se arreglaban
con elegancia, para subir un rato al Regio o al Español, bares de la plaza
donde tomaban un café mientras echaban un partidita de cartas.
Los caldereros estaban siempre con alguna ocurrencia. Muchas
con alguna pega, lanzada a los que ya estudiábamos, para que no olvidáramos poner los pies en el suelo de la sabiduría popular. Bien sabían
ellos que no todo se aprende en los libros. Recordaré un ejemplo. Cualquiera de los dos hermanos, dirigiéndose a mí:
-¡Edu, tú que ya sabes mucho y eres buen estudiante, te voy a
demostrar que las matemáticas mienten. Tres señores se toman su café
en la terraza de un bar. A la hora de pagar el camarero les dice que los
3 cafés son 15 pesetas. Cada uno pone un duro. El camarero llega a la
barra y el dueño le dice que se ha equivocado, que los 3 cafés son 10
pesetas. El camarero mientras regresa para darles la vuelta piensa, cómo
no se puede dividir 5 pesetas entre los tres, le doy una peseta a cada uno
y yo me quedo con las dos que sobran. Así lo hace. Conclusión, cada
cliente ha pagado 4 pesetas, 4x3 son 12, más las dos que se ha guardado
el camarero, dan un total de 14…¿Dónde está la peseta que falta?. Ya
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III PLASENCIA
ves tú, lo que te decía, las matemáticas mienten, salen 14 y tenían que
salir las 15 que pagaron.
La pega te quedaba dudando, y ellos sonriendo y triunfantes. No
te daban la solución, porque tampoco la sabían. Años después averiguabas que el planteamiento era erróneo.
Aparte del oficio, los caldereros eran músicos aficionados. Habían tocado durante su soltería, siempre de oído, en alguna fiesta de los
pueblos de alrededor; Eduardo el mayor, el saxofón y Gabriel, o “Lin”, el
pequeño, la trompeta. Este último, ya casi jubilado, recuperó su afición
integrándose en la Banda Municipal, para disfrutar sus momentos en
conciertos, procesiones y corridas de toros.
Los muchachos de mi calle éramos afortunados por la variedad
de oficios que allí confluían. Disfrutábamos con mucha antelación de
los mejores temas transversales, mucho antes que se incluyeran en los
currículos escolares. Sigo ahora con otros.
Enfrente de los caldereros vivía una pareja mayor, hermanos, y
ambos solteros, dedicados a la apicultura, por eso les conocía todo el
mundo como Los Mieleros. Su casa era un edificio grande, con un amplio salón donde alguna vez se habían hecho bailes, al lado una habitación, hasta donde te hacían pasar cuando ibas a comprarles miel. La
Mielera la sacaba con un cazo de unas potas enormes de chapa. Era
entretenido ver caer, en la jarra que tú llevabas, el hilillo que trazaba
efímeras curvas. El Mielero iba siempre en un mulo grande hasta donde
tenía sus colmenas, por la carretera de La Oliva. En un tiempo corrió el
rumor de que se había tirado al tren. O era falso, o no acertó, porque no
presentó secuelas que lo confirmaran. Si alguien le sacaba el tema y le
preguntaba por qué se había tirado al tren, respondía molesto:
-¡ Por no matar a un hombre!.
En la casa siguiente a la de Los Mieleros vivía una familia de cereros, la gente decía Los Veleros, porque tenían una fábrica de velas junto
al puente San Lázaro. El padre era un anciano que ya solo paseaba; los
que trabajaban eran los tres hijos. El menor, amigo de Gregorio y de los
caldereros, se paraba un momento con ellos cuando regresaba del trabajo, con la ropa toda salpicada de gotas de cera. Los dos mayores no
decían ni adiós, y no debían de llevarse bien entre ellos. Se contó que
en una discusión en la fábrica llegaron a amenazarse con herramientas.
Más allá, cambiando ahora de acera y de género, vivían dos hermanas, mayores, modistas y solteras. Vivían con su madre. Las tres muy
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Los Bolindres de Barro
educadas y agradables. También tenían buena aguja; a mi madre le hicieron más de un conjunto de falda y chaqueta. En casa nos referíamos
a ellas como “Las Muchachas”, en tono cariñoso, aunque pasaran de
los treinta.
Al doblar la curva de la calle que daba vista a su tramo final, antes
de desembocar en el Arco de la Salud, había una fragua, en la que trabajaban dos herreros, un padre y su hijo. El padre atendía por Piro, ambos
morenos y garbosos, sobre todo el padre que recordaba la descripción
del Camborio de Lorca, y también como el gitano, iba a ver los toros,
no a Sevilla, a la puerta de chiqueros de la plaza de Plasencia…, era su
torilero.
Ya fuera de nuestra calle, aunque vecino por proximidad, estaba
el herrador, que junto al Puente Trujillo no conjugaba el verbo errar, sino
el de herrar con acierto las bestias que le llevaban. Entre ellas, la que
calzaba mayor número, el percherón del carro de la carne, que en los
tramos diarios del matadero a la Plaza de Abastos desgastaba sus aceros. Allí acudía también el caballo de más bella estampa que había en
la ciudad, un negro azabache brillante que montaba con gran elegancia
Saturnino, un jinete de edad avanzada, siempre cubierto con su sombrero cordobés. Curiosamente, Saturnino era el dueño de la carnicería
de caballos.
Cuando las ruedas relevaron a los cascos desaparecieron las herrerías, aquí y en los últimos sitios.
Cerca del herrador, bajo el puente, vivía una familia muy pobre,
conocida por “los Colinos”. Dos panderetes abrazaban las curvas del
primer arco delimitando una chabola, que daba cobijo a los padres y
cinco hijos. Si las aguas subían, más de un invierno, tenían que escapar
y quedarse al raso.
Y en semejante pobreza se incluía también a “La Pielera”. Una
abuelita pequeña, ágil, muy delgada, en cuyo rostro moreno cubierto
de arrugas se adivinaba una belleza pasada, con el mismo aire de las
gitanas cordobesas que inmortalizó con sus pinceles Julio Romero de
Torres.
La Pielera pregonaba su apodo, recorriendo nuestra calle y todas
las demás. Compraba por dos reales o una peseta las escasas pieles de
conejos o liebres que la gente había guardado, tras guisar y disfrutar de
sus carnes en la mesa.
En la otra curva en que terminaba nuestra calle, al poniente, empezaba la que tomaba el nombre de otro arco, Calle Puerta de Coria. Y
allí estaba la tienda de ultramarinos del señor Manolo. Un piornalego
210
III PLASENCIA
asentado en Plasencia, por las mismas fechas que nosotros. Trabajaba
todos los días del año, creo que ni siquiera descansaba las dos únicas
mañanas que lo hace todo el mundo, hasta los periódicos, Navidad y
Año Nuevo.
El señor Manolo también estrujaba las madejas de fideos, como
yo había visto ya en la tienda de “El Campana”. Aquí había algunas novedades, como las piñas de plátanos o las cajas de sardinas prensadas,
que extendían su aroma preponderante ambientando toda la tienda.
Y aunque usaba con acierto la palanca de segundo género del cuchillo específico para cortar el bacalao, desconocía el uso de la de primer género de las tijeras, para cortarse las uñas; no digamos ya, la combinación de segundo y tercero de un cortauñas, para no tener las suyas
en permanente luto de talla XL. Eso sí, les sacaba brillo al clavarlas en
las pancetas para sujetarlas, mientras cortaba un trozo de tocino rancio.
En su tienda, y en tantas otras, estuvieron de moda a comienzos
de los sesenta, unas chocolatinas cuadradas que traían cromos, con las
aventuras de un príncipe galáctico llamado “Vitacal”. Los muchachos se
inspiraron para lanzar a algún otro:
-¡Chaval, chaval, toma Vitacal!
A lo que seguía la respuesta con la rima fácil:
-¡Que lo tome tu padre, que a mí me sienta mal!
Terminando el remate del primero:
¡Que lo tome tu tía que yo ya lo sabía!
El señor Manolo, entre tantas jornadas de trabajo y los apuntes
de su cuaderno de “fiaos” fue sumando y sumando. Alguna vez le avisó
una clienta que el queso que acababa de cobrar a otra, se lo volvía a
apuntar a ella, sin llevar ninguno. Con los años las sumas dieron para
una huerta amplia, con porqueriza y gallinero, y al final hasta con chalet.
211
III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
Lecherías
Con mi padre. La foto la hice con el autodisparador de
una vieja Agfa de fuelle que se trajo mi hermano de Sevilla
Plasencia 1968
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Retomo las proximidades. Enfrente de mi casa vinieron a vivir,
dos años después que nosotros, la familia del señor Marciano y la señora Emperatriz, con sus tres hijos, Leodegario, Vatildo y Pili. El primero
mayor que mi hermano; el segundo de su edad, por eso enseguida su
amigo y de Enrique, el del primero izquierda de nuestra casa; la más
pequeña de cinco años. Todos de Serradilla.
Los padres nunca perdieron ningún elemento de su habla rural.
Baste aquí un ejemplo. Cuando la señora Emperatriz preguntaba
-¿Qué te paja ti?. Lo que hacía era pedir tu opinión sobre algo o
alguien: ¿Qué te parece a ti?.
El señor Marciano era lechero, bueno, más apropiado, vaquero.
Las vacas estaban en las cuadras, en los bajos de la vivienda. Tenía
amplios pesebres, en dos filas paralelas, con espacio para unas dieciseis
cabezas. Además dos buenas habitaciones para almacenar paja y alfalfa. Por la parte de atrás una puerta daba directamente al río y por ella
sacaba el señor Marciano los estiércoles camino del agua.
La señora Emperatriz despachaba la leche y tenía siempre tanta
que no necesitaba aguarla. Lo demostraba el buen tomo de nata que se
formaba en el cueceleches, en casa, al enfriarse después de hervida.
En los días que el señor Marciano venía de alguna feria, se juntaban en los establos más vacas de las normales, hasta que las iba vendiendo. Eso aumentaba, tan considerablemente, las cantidades de leche
que la señora Emperatriz la vendía a mitad de precio, para evitar que
se estropease. Entonces mi madre aprovechaba y con los litros extras
preparaba para cenar las únicas sopas que me gustaban, las sopas de
leche. Simplemente leche recién hervida, vertida sobre las láminas de
pan asentado con un poco de azúcar por encima. En casa la llamábamos “leche migada” .
Al señor Marciano se le veía enseguida que había nacido para
sudar, bregando y ordeñando las vacas. De eso se aprovecharon los socios que se le fueron arrimando. Al final siempre era mejor no tenerlos,
aunque las vacas fuesen menos.
213
Los Bolindres de Barro
El otro lechero era el señor Pepe. Vivía a lado de nuestra casa con
su mujer la señora Amparo y su hijo Jesús.
El señor Pepe no tenía vacas, simplemente era revendedor de leches que compraba a otros. Las recogía en el tren, en unas potas de aluminio, que cada día fregaba hasta hacerlas brillar la señora Amparo. En
su casa olía a leche, a diferencia de la casa de la señora Emperatriz, allí
dominaban los aromas de las vacas; lógico,.. ¡teniéndolas en los bajos!
El señor Pepe repartía leche en botellas de cristal, iguales que las
que se dejaban en las puertas en las películas americanas; quizá importó esa costumbre porque había vivido en Estados Unidos. Las transportaba en un triciclo, impulsado con el exclusivo esfuerzo de sus piernas.
Muchas veces aumentado por llevarnos a su hijo y a mí montados junto
a las botellas. Ayudábamos el mínimo, entregando las botellas llenas y
recogiendo las vacías del día anterior. Se empezaba por la calle Ancha
y terminábamos en las cocinas del Seminario Mayor. Después de unos
años jubiló el triciclo y se compró un viejísimo Ford T de los años veinte, con capota.
El señor Pepe cuando se reía dejaba ver una funda dorada en uno
de sus caninos superiores. Y reía a menudo, simpatía más destacable
en alguien que había sido guardia civil; no sé si entonces serio y con
bigotes. Ahora no los tenía. Lucía una calva completa y brillante, solo en
casa, cuando se quitaba la boina que llevaba siempre en la calle.
La señora Amparo despachaba la leche en casa. Honrada y orgullosa. Quizá presumía un poquito con algunas cosas de su hijo, como
cuando lo llevaron a estudiar interno a un buen colegio de Salamanca,
una especie de seminario, pero mucho mejor según ella, de allí no se salía simplemente cura, sino ¡canónigo!. Era perdonable, tenía hijo único.
Jesús, dos años mayor que yo, fue por su edad más amigo de mi
hermano. Conmigo, sobre todo, compañero de juegos en sus vacaciones. En una de ellas nos hicimos unos formidables escudos y espadas
de madera, imitando los de los romanos. Una mañana que apareció por
la calle un compañero del colegio de Salamanca, me dijo rápidamente
que escondiera sus armas. Le daba vergüenza jugar a eso ante amigos
que ya no lo hacían, o no lo habían hecho nunca.
-¡Qué hay, Regidor!, dijo el que llegaba en bicicleta, que no era
otro que el que años más tarde sería mi cuñado Alberto. Había llamado
a Jesús por su apellido, costumbre de los que compartían internado.
Una tarde, jugando “al que te pillo”, intenté escapar de otro que
me quería coger, atravesando la calle; como no miré resulté atropellado
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III PLASENCIA
por una bicicleta. Me metieron en casa de la señora Amparo para curarme de las rozaduras, un poco sangrantes. Cuando llegaron mi madre
y sus nervios, lo primero que hizo fue soltarme una colleja. La señora
Amparo intercedió diciendo que no había pasado nada y que solo tenía
que curarme un poco. El muchacho que me atropelló le explicó a mi
madre que yo me atravesé sin mirar, y que no pudo frenar. Mi madre le
preguntó si él se había hecho algo; al responder que no, le dijo:
-Pues entonces, ya te puedes ir tranquilo.
La señora Amparo tenía habilidad y sangre fría suficientes para
curar heridas. Bueno, no todas. Una tarde mientras pescábamos en el
rio, tropecé con el sedal, justo cuando Jesús estaba intentando poner
una lombriz, y por el tirón se le clavó el anzuelo en el dedo. Ahí fueron
necesarias otras manos distintas a las maternales. Hubo que ir a casa del
practicante para que con una pequeña incisión extrajera el arpón.
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III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
Las mantas de tiras
¡El hojalaterooo!, ¡El lañador! Era el pregón que anunciaba un
hombre mayor, con barba de una semana, boina vieja y chaqueta rota.
Llevaba sus herramientas en un cajón de madera colgado al hombro,
en la otra mano una pequeña estufa con algunas brasas, el atizador y
el soldador. Una vecina se le acercaba con una cacerola a la que restañar algún agujerito. Otra con un bote, ahora vacío, antes de leche
condensada, para que lo reciclara en vaso con asa. El hojalatero sacaba
su martillo y un hierro de cabeza ancha, que haría de pequeño yunque; cerraba el cajón y lo ponía de asiento de trabajo. Las menos veces
ejercía de lañador, es decir, poner lañas o grapas para cerrar grietas en
los cacharros, del mismo modo que se precintan las heridas con otras
semejantes.
Otras veces, si al pregón del oficio le precedía una breve melodía, en su remate se escuchaba :
-¡El afiladooor!
Los que venían por aquí, por ser ambulantes gallegos, lo hacían
en bicicleta, algunos dando pedales desde su tierra, jornada a jornada,
con la arenisca de afilar montada sobre el cuadro, entre sillín y manillar.
También arreglaban paraguas. Al marchar volvían a repetir su música,
escalas ascendentes y descendentes, con su chiflo o caramillo en una
mano y la otra sujetando la bicicleta. Entonces el chiflo estaba tallado en
una sola pieza de madera, con forma de trapecio, rematado en la parte
más ancha con una talla de cabeza de caballo. Luego también llegaron
los de plástico.
Durante los ratos comunitarios de labores en la escalera de la
casa, se iban haciendo ovillos con tiras de tela, con los restos de costuras acumulados en años; se cosían unas tras otras, y luego se retorcían.
Se tenían listos para entregarse, en una fecha pactada, a un señor de
Torrejoncillo. En su telar los convertiría en fuertes mantas de tiras, y al
cabo de dos o tres semanas volvía para entregarlas y cobrar su trabajo.
Chiflo o caramillo de afilador
(Cortesía de la Fundación Centro Etnográfico Joaquín Díaz)
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Cada dos o tres años se llamaba a una vareadora de lana. Antes
se había descosido el colchón, se habían lavado y soleado sus lanas. La
vareadora llegaba con sus tres o cuatro varas largas. Mi madre bajaba
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Los Bolindres de Barro
las lanas y las extendía sobre una manta de tiras en el portal, dada la
amplitud diáfana de este para permitir esta labor. Y empezaba a funcionar la habilidad de la vareadora. Siempre con una vara en cada mano,
ora para remover y colocar los trozos, ora para soltar uno tras otro los
latigazos que los abrieran y esponjaran.
Un poco antes de llegar a la Puerta Coria había otra carpintería,
la de Enrique, que traigo a estas líneas, no por sus habilidades con la
madera, que se le suponían, sino porque fue el primero que compró una
televisión en todo el barrio. Instaló unas enormes antenas en su tejado y
con motivo del estreno del aparato la bajó de su casa al taller , dejando
que entráramos libremente. Se emitía un partido de fútbol. La expectación pronto se esfumó. Sería sobre el año 62 o 63, Enrique se había
adelantado tanto que aún no había repetidor de la señal de televisión
en Plasencia, y el más próximo, en La Peña de Francia, no tenía fuerza
suficiente. Sólo se veía una pantalla llena de nieve, en la que era muy
difícil llegar a distinguir a los jugadores, ¡no digamos ya el balón, que
ni adivinándolo!
A la derecha de esta carpintería estaba la Churrería Martín. Por
las tardes las grandes sartenes cambiaban los churros por las patatas
fritas. Alguna vez entré con otros tres o cuatro muchachos a mondar
patatas. Nos daban a cada uno un pelador de mano. Con los años compraron una peladora eléctrica, que también las lavaba. Lo que sí tenían
ya era una máquina que las cortaba en finas rodajas, dejándolas caer
directamente sobre el aceite hirviendo. Después de un rato pelando, nos
regalaban un cucurucho de patatas recién fritas.
Siguiendo en la misma zona, pegado a la derecha del arco de
la Puerta de Coria, se ponía “El Chochero”, cuando no su esposa “La
Chochera”. Eran el señor Vicente Barba Paredes y la señora Beatriz Ejido
López, con su carrillo de golosinas. Nadie sabía aún nada de “chuches”.
Predominaban las mismas mercancías que ya aparecieron en el carrillo
del señor Nicolás: pipas, cacahuetes, chicles, regaliz, y caramelos de
eucalipto. Pero sobre todo los altramuces, que todo el mundo llamaba
chochos, y que en este caso eran de la máxima importancia, habían
bautizado con su derivada a los que los vendían.
En el carrillo también se vendían los bolindres; acudíamos cuando teníamos alguna perra para elegir por su color los bolindres de barro,
aunque al usarlos perdían enseguida el brillo; costaban a veinte céntimos. Los de china y los de cristal a dos reales, o sea, dos a la peseta.
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III PLASENCIA
Lo más barato que vendían Los Chocheros eran las bolas de anís,
que no llegaban al centímetro de diámetro, a perra gorda, y otras semejantes de menor tamaño que llamaban confites, a perra chica. (Para las
nuevas generaciones, que no las conocieron, completaré la lección que
ya dimos con Don Leopoldo, en Coria: la perra gorda de diez y la chica
de cinco céntimos de peseta, al cambio y con la inflación, en 2014,
una peseta no llegaría a seis milésimas de euro. Lo de “perra” venía por
alusión al león de su reverso, que la gente identificaba con un perro,
cuando eran de bronce, a finales del siglo XIX,. Las que yo conocí eran
de aleación de aluminio, con un guerrero lancero sobre un caballo.
Desaparecieron, pero quedó generalizada la expresión, “tener muchas
perras” se entiende del que tiene mucho dinero)
En verano, pasaba por la calle un carromato pequeño. Cuando
oíamos los repetidos toques de una cornetilla ya sabíamos que se trataba del que venía vendiendo el hielo. El hombre usaba con agilidad y
precisión un punzón para partir las barras de hielo. La vecinas bajaban
con un cubo o baño para recoger un cuarto. Las ventas estaban aseguradas porque eran bastantes las familias que disponían de una pequeña
nevera de madera forrada de chapa para mantener frescos los alimentos
más sensibles a consumir ese día, como la leche, carnes o pescados; y
el trozo de hielo duraba las horas suficientes. Tendríamos que esperar a
la segunda mitad de los sesenta para que empezaran a verse los signos
de la segunda revolución industrial: los frigoríficos eléctricos, los televisores y los primeros “seiscientos”. Gracias en gran parte al invento de
las ventas a plazos.
El picón también se vendía por las calles. Los piconeros traían su
carga a lomos de mulas o burros, pregonando el combustible indispensable para todos los braseros:
-¡El piconerooo!, ¡Picón de encinaaa!
Lo vendían por sacos o medios sacos, que te subían hasta casa.
En el invierno, los braseros, en las tarimillas de las mesas camillas, y
su faldilla, eran la única estufa conocida; la lambrera evitaba meter los
pies entre las cenizas o brasas, y con su la badila, de vez en cuando, se
“echaba una firma”, es decir, se removía con cuidado su contenido para
activar un mayor desprendimiento de calor. ¡Vamos, que era el termostato manual!
El carbón había que irlo a buscar. La carbonería más próxima es-
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Los Bolindres de Barro
taba en la calle paralela, por las traseras de la nuestra, en la Calle Ancha.
El carbonero siempre estaba de punta en …negro, con medio pitillo, de
los liados, pegado a los labios, como si no respirase ya bastante carbonilla al remover los carbones. Cuando estrenamos la primera cocina de
butano, la que más lo agradeció fue mi madre. No se cansaba de alabar
la limpieza que se había ganado con el cambio.
En la Calle Ancha estaban también dos hermanos zapateros, mayores, solteros. Ambos con extensas calvas que mal disimulaban dejando crecer en exceso el pelo lateral para tapar el vacío superior. El mayor
de los dos, gangoso, no se le entendía nada, pero era el que mandaba al
menor lo que había que cobrar. A su taller llevábamos el calzado que
necesitaba de sus manos para algún arreglo. En ellos pensaba cuando
leía en la escuela “La ronda del zapatero”, de Germán Verdiales:
III PLASENCIA
estado trabajando fuera, en su primer destino, en Sevilla.
En esas navidades mi padre fue conmigo hasta una droguería que
había al final de la Calle del Sol y me compró las figuritas de los tres Reyes Magos para mi Belén. Iban a caballo, eran de barro y como estaban
algo rotos nos rebajaron bastante el precio.
Y para Nochebuena y Navidad compró un hermoso gallo de
campo. La pena fue que lo tuvo que traer vivo y hubo que sacrificarlo
en casa.
Tipi tape, tipi tape,
tipi tape, tipitón,
tipi tape, zapa-zapa,
zapatero remendón.
Tipi tape todo el día,
todo el año tipitón,
tipi tape, macha-macha,
machacando en tu rincón.
En la Calle Trujillo estaban otros dos hermanos, también mayores,
y solteros. La diferencia es que los cueros que estos cosían eran los de
albardas, cabezadas, collarones, cinchas y cualesquiera otros aparejos
de todo tipo de caballerías; en general guarniciones, de ahí el nombre de su oficio, ¡Guarnicioneros!.¡Claro!. Enfrente de ellos hubo en un
tiempo un zapatero que arreglaba solo botas de goma, botas katiuskas;
supongo que las pegaba.
En la misma calle había un almacén de vinos, el del señor Vega.
Algunas veces, allí llenaba mi padre una garrafita pequeña, de cinco
litros, con un clarete aceptable. Y en navidades del 66, hizo un exceso, compró una botella de fino La Ina, otra de Calisay y otra de Cava
Freixenet, Carta Nevada, esta última cuando aún no era famosa por las
burbujas de la tele. Era la primera vez que probamos las tres. El exceso
también era por celebrar que mi hermano había aprobado las oposiciones de maestros el último verano e iba a regresar después de haber
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221
III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
Los Institutos
Fotos de mi Libro de Calificación, de izqda. a dcha:
En 1º, Reválida de 4º ,Reválida de 6º y Preu
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El Instituto de Enseñanza Media “Gabriel y Galán”, el viejo, el
antiguo o el primero, según se prefiera, estaba a mitad de camino entre
la Puerta Berrozana y el Puente San Lázaro.
En el curso 61-62 me matricularon como alumno oficial en el
curso de Preparatorio para el Ingreso en Bachillerato. Estaba a cargo de
Doña Josefina Bayle, esposa de un buen hombre y maestro en la Escuelas Graduadas de la que yo procedía y que ya mencioné, Don Marciano
Sánchez.
Creo que Doña Josefina ha sido la mejor maestra que he conocido, por sus modos y por sus métodos. Incentivaba nuestro trabajo
dándonos puntos, que íbamos acumulando durante toda la semana.
Los puntos eran reales, unos trocitos de cartulina que tenían puesto su
valor con bolígrafo. Cada uno teníamos una cajita, tarro o bote pequeño
para guardarlos. El lunes se contabilizaban y nos sentábamos según el
número conseguido, de adelante hacia atrás.
Por las tardes leíamos en el libro “Corazón” de Edmundo de Amicis. Para sus detractores tachado de sensiblero. A nosotros nos atraía por
identificarnos con la vida de su protagonista italiano, un escolar como
nosotros. Incluía también narraciones intercaladas, que se correspondían con las lecturas ejemplares, que los escolares protagonistas hacían
en la novela, una vez por semana. Una de ellas, titulada “De los Apeninos a los Andes” alcanzó mayor fama que el propio libro, durante los
ochenta, por ser llevada a la televisión en forma de dibujos animados
japoneses en la serie “Marco, de los Apeninos a los Andes”.
Doña Josefina fue la primera que nos daba clases de Trabajos Manuales. Por ejemplo, en mayo, con la motivación del Mes de María, nos
enseñó a hacer flores de azucenas, con un trozo de cartulina blanca, un
alambre y papel cebolla amarillo.
En junio, una tarde llegué con retraso, junto con otros dos compañeros. Como Doña Josefina no nos dejó entrar, pensando que lo habíamos hecho a posta, y no se equivocaba, nos fuimos los tres a jugar al
huerto que se usaba como patio, y que estaba fuera, frente al Instituto.
Cuando llevábamos allí diez minutos, llegó corriendo otro compañero
gritándonos:
-¡Ha dicho el Director que vayáis enseguida!.
Fuimos con todo el miedo, previendo una buena sanción. Al en-
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Los Bolindres de Barro
trar en clase ya no estaba el Director, Doña Josefina nos dijo :
- Os van a examinar dentro de una hora de Ingreso, y el examen
tenéis que hacerlo con pluma, así que iros rápidamente a buscar una a
casa y volvéis enseguida.
Yo llegué a casa, se lo conté a mi madre, y ambos salimos pitando
hacia la plaza. Mi madre me compró la primera pluma estilográfica de
mi vida, una Inoxcrom. Luego pensé que por qué no nos dejarían hacerlo con los Bic que usábamos todos los días; al fin y al cabo también
era tinta.
El examen solo constó de un dictado y una cuenta grande de dividir, por tres cifras. La tradicional parte oral nos la perdonaron, no por
consideración por ser alumnos oficiales, sino más bien por prisas de los
profesores que formaban el tribunal, eso sí fiados de los informes de la
buena de Doña Josefina.
Cuando empecé en el Instituto mi hermano estaba haciendo 5º
de Bachiller. Por eso cuando me veían sus compañeros me llamaban
“Cuberina”. Cubera lo utilizaban solo con él, era el mayor.
Al lado del huerto habilitado para patio estaba el Matadero Municipal. Por las mañanas antes de entrar a clase, pasábamos unos momentos casi taurinos asomados a su puerta, siempre entreabierta. Se veía una
gran sala, a la izquierda unas pilas alargadas, donde trabajaban varias
mujeres lavando tripas o preparando casquería; al frente la puerta de
toriles, bueno de cuadras en este caso; y a la derecha un poste grueso de
piedra de unos dos metros de alto, con un orificio por el que pasaba una
maroma hasta un cuarto que estaba detrás con unos engranajes y tornos
de gran tamaño. En algún momento alguien daba un aviso:
-¡Que vaaaa!
Las mujeres se ponían detrás del murete de las pilas, y al momento aparecía por la puerta de las cuadras un buen novillo, las más de las
veces un cuatreño o cinqueño, con una maroma que tiraba de su testuz, que no impedía su pequeña carrera despejando los espacios, hasta
llevarlo al poste de su sacrificio; cuando los engranajes habían logrado
pegar su frente a la piedra, un matarife experto asestaba el cachetazo
certero.
En esa época, al salir del Instituto, por las tardes, subía con algunos muchachos de mi calle a jugar un rato a la Plazuela de San Nicolás.
Por allí cerca vivía un chaval que todo el mundo conocía como “Chico
Vespa”, por su manía de ir a todas partes corriendo e imitando el ruido
de una moto en marcha, incluyendo sus acelerones, cambios de veloci-
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III PLASENCIA
dad y toques de bocina. Aunque solo fuera una manía infantil, muchos
decían que “le faltaba un hervor”, o que “tenía flojo algún tornillo”. Si
le gritábamos:
¡Chico Vespa!. ¡Que llevas una rueda pinchada!
Enseguida nos mandaba que nos fuéramos a hacer puntillas para
bocamangas, encargo de labor muy habitual en España.
Coincidiendo con mi estancia en aquel Instituto recuerdo dos
eventos, en enero del 63 una gran nevada que empezó a caer un poco
antes del final de las clases de la mañana, y nuestra impaciencia por
pisar y tocar por primera vez la nieve. En noviembre del mismo año, el
asesinato de J.F.Kennedy; provocó por primera vez, y muy pocas más
que yo haya visto, colas para comprar el periódico.
Estando en 2º de Bachillerato se implantó el controlar la conducta de los estudiantes mediante una cartilla de puntos. Era una cartulina,
tamaño tarjeta postal, con nuestro nombre, el sello del Instituto y doce
casillas o puntos. Decían que si los perdías todos, porque te los hubiesen quitado los profesores, te expulsarían. Un día en clase de Gimnasia,
en el patio, por hablar, el profesor se dirigió a mi compañero, Salvador
López de Hijes, y a mí:
-Cuando entremos en clase me dais vuestras cartillas de puntos,
que os voy a quitar dos a cada uno.
Al entrar estuvimos con el temor de que se acordara de pedirnos
las cartillas. No fue así, ni aquel día ni en todo el curso, pero nosotros
mantuvimos por el resto el temor de que se acordara alguna vez.
Hacíamos una gimnasia paramilitar, con alineaciones, giros, medias vueltas, de frente, alto , descanso…resultado de la época y del
profesor, falangista convencido. La única ventaja, ¡que yo ya me lo sabía
cuando me fui a la mili!
El uniforme obligatorio para hacer gimnasia eran pantalones cortos azules y camiseta de tirantes blanca. Al aire libre y hasta pisando
escarcha; nada de chándals calentitos y gimnasios cubiertos o climatizados.
Recordaré ahora a otros profesores, que por sus mejores méritos
merecerían más líneas. Don José Mª de la Riva, canónigo de la Catedral
y gallego de origen; por él sabía yo de las burgas de Orense, muchos
años antes de ver y comprobar la temperatura de esos manantiales termales en persona. Don José María nos contaba que en ellas se podía
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Los Bolindres de Barro
meter un pollo para escaldarlo y desplumarlo con facilidad. Fue nuestro
profesor de Geografía en 1º, y cuando se enfadaba nos gritaba:
-¡Cállense, o doy un puñetazo capaz de matar un burro!
Don Virgilio Montes, con aires de hidalgo, llevaba siempre en
invierno capa española, pajarita y sombrero. Nos dio Geografía en 2º e
Historia en Preuniversitario. Don Jerónimo Delgado, un buen matemático, con bastantes semejanzas en su rostro con el gran jefe apache con el
que coincidía en nombre, pero sin su cabellera ni ortografía; a Don Jerónimo le brillaba la calva de adelante a atrás. Don Armando González, el
mejor de Lengua y Literatura, nos inició en la lectura de los poetas que
tanto admiraba, de todas las épocas, desde Jorge Manrique, San Juan de
la Cruz, a Machado, Juan Ramón Jiménez, Lorca y Miguel Hernández,
entre otros. Don Federico Crespo, sin duda impartía las mejores y más
entretenidas clases de Historia. Era el director cuando falleció repentinamente, muy joven aún, en noviembre del 67; yo cursaba 6º y él nos
daba clase ese curso.
En Religión tuve los dos polos opuestos. En 1º y 2º al benevolente
Don Rafael Prieto, un santo.
A partir de 3º nos dio clase Don Pelayo Mártil, el temor personificado; fue el año en el que se inauguró el nuevo Instituto, y allí lo sufrí
hasta Preuniversitario.
Mártires nos sentíamos nosotros desde el primer al último
minuto en sus clases. Y eso que yo me salvé de su firma más famosa, los
tremendos sopapos que tiraban para atrás a los estudiantes, incluidos
muchos que le sacaban dos cuartas de estatura. No le importaba, se
subía en la tarima del aula y reclamaba a su victima que se acercara,
al tiempo que le lanzaba sus improperios más habituales,…¡Ven acá,
memo, majadero!. Y todo por no saberse la lección, o por aturullarse por
los nervios, sabiéndola.
Estando mi hermano en 6º-y yo en 1º- él y todos los de su clase,
esperaban por la tarde, a que Don Pelayo bajara desde “las Josefinas”,
donde también daba clases, hacia el Instituto. Como eran mayores y
estaban en la calle, alguno aprovechaba para echar un cigarro. Uno de
estos, Vicente Romero, no se percató de la llegada por su espalda de
Don Pelayo, y lo pilló. Para impartir su castigo mandó a todos que se
acercaran y formasen un círculo a su alrededor. Se dirigió al que fumaba:
-¿Sabe tu padre que fumas, majadero?
El joven respondió:
-No, Don Pela…
226
III PLASENCIA
Su última silaba quedó ahogada por el estallido de un tortazo que
le tumbó en el suelo.
Una vez más los que menos “líneas” se merecen, se las llevan.
Le daré ahora una de arena, de mi propia gravera. Cuando ya estaba yo
en el Instituto nuevo, al llegar a 6º y “Preu” descubrí que a Don Pelayo
se le podía copiar en los exámenes mejor que a nadie, ¡y sin “chuletas”,
directamente del libro, colocado sobre las piernas. Y es que su exceso
de confianza en que nadie se atrevería a hacerlo le perdía. Como no
vigilaba y se dedicaba a leer, paseando, siempre en la cabecera del
aula, desde su mesa hasta el pasillo exterior, bastaba con sentarse en las
últimas filas y …¡a copiar se ha dicho!, con toda tranquilidad.
Podría recordar muchísimas vivencias. Pero para evitar que esto
se alargue y abandonen los lectores, si es que alguno aguantó hasta
aquí, referiré tan solo dos más. Una, la alegría al aprobar a la primera 4º
y la Reválida. Me lo dijo mi amigo Manolo Sanz antes de llegar al Instituto y verlo personalmente en las actas oficiales. A los pocos días acompañé a mi primo José Luis, el hijo mayor de mi tío Román a examinarse
libre de 1º. Me quedé esperándole en la puerta del pabellón y la madre
de otro alumno, que también esperaba, al ver mi cara y mi estatura, me
dijo:
Niño, pasa, que los de 1º ya han entrado al examen
Yo no me pude aguantar y le dije:
-¡Señora, que yo ya he aprobado 4º y Reválida
La otra, la disfrutada en la excursión de mi despedida como alumno de Preuniversitario, (Hace poco más de dos años tuve otro adiós, el
de maestro jubilado; quién me iba a decir a mí, que terminaría mi vida
laboral dando clases en el mismo centro del que fui alumno).
En la excursión de “Preu” fuimos a Palma de Mallorca cuatro
días, a pensión completa. Todo por cuatrocientas pesetas, incluido los
viajes de ida y vuelta en barco, desde Alicante y Valencia respectivamente. Al final, hasta nos devolvieron dinero, doscientas pesetas; seguramente gracias a las recaudaciones extraordinarias que conseguimos
con rifas y obra de teatro.
En Alicante fue, entonces, la primera vez que vi el mar. Desde allí
embarcamos para Palma, estuvimos alojados en el casco histórico, en el
Hotel Isabel II. En los desayunos con mantequilla, mermelada y bollo de
pan, también descubrí y probé por primera vez los croissants.
En aquel hotel asistimos, por televisión, al segundo triunfo consecutivo de España en el Festival de Eurovisión. Era abril del 69. Casi un
año después del mayo parisino seguíamos en el limbo, por las censuras.
227
III PLASENCIA
Los Bolindres de Barro
Tampoco olvidaré el atraganto que sufrí por comer un bocadillo
de tortilla francesa, del picnic que nos habían preparado en el hotel. Fue
por acabar a toda prisa aquel pan correoso, a palo seco, antes de entrar
a visitar las Cuevas del Drach. Cuando veo la escena que se rodó allí, de
la película de Berlanga, “El Verdugo”, recuerdo con humor, literalmente,
aquel mal trago ¡Nunca mejor dicho!
Fin
Hora es ya de poner término a estos Bolindres de Barro, símbolos de felices juegos, de benditos días. Si he aburrido al lector pido su
misericordia, la paciencia ya la ha demostrado si alcanzó hasta estas
líneas.
Los que vivieron las fechas que perdonen los olvidos. Los que no
habían nacido que sean benevolentes. Alguna vez también tendrán sus
calvas, o peinarán canas los de mayor suerte.
Como tantos, yo también firmaría repetir los días de la infancia,
en los mismos lugares, con las mismas gentes…. Las personas que nos
acompañan en la vida son las que dan valor y dignidad a nuestras vivencias.
Páginas de sobra quedan ya para dar fe de tantos recuerdos, no
solo míos, de mis padres, de mi hermano, de mi tía María, de mi primo
José Luis, de Conchi y Tere,… Estos son mis días azules.
Mis otras edades ya no tienen lugar aquí. Volvería a disfrutar
enseñando; pero en la próxima..., les prometo a mis queridos Cristina y
Tomás, nos reiremos todos los días.
Salud. Un abrazo
Excursión de Preuniversitario .Porto Cristo(Mallorca)1969
228
“Estos días azules y este sol de la infancia.”
Antonio Machado
229
INDICE
I.-HOYOS
9
Mi pueblo
11
Días en Hoyos
17
Mi abuela Victoria y mi Tía Pura
23
Tío Román y Tío Emilio
29
El hermanito muerto
33
II.-CORIA
35
La casa de Coria
37
Inyecciones y caramelos
45
Agua
47
Pajaritas de papel
51
El quico
56
Eacuchando el mar
59
La mejor familia
63
Inocentes
73
El toro de San Juan
77
La Tita Eugenia
83
El río Jerte
177
Las primeras escuelas
87
El bar Higuera
183
Los coches de línea
93
Lugares y personas
187
El Tío Luis
97
Las Paradas
191
Mi abuela Ángela y mi Tía María
101
El Cubano
195
Mis padres: Pruden
111
Los domingos
199
119
El tren
203
Tito
125
Entre barros y calderos
207
El pueblo de la pinchaína
129
Lecherías
213
Emilio
133
Las mantas de tiras
217
Franco y la Virgen
139
Los institutos
223
III PLASENCIA
141
Fin
229
El piso
143
Índice
231
Los vecinos
147
La calle
153
Las escuelas de Plasencia
157
Las Colonias Escolares
161
La leche americana
165
La radio
169
¡A jugar!
171
Balta
Este libro se terminó
de imprimir en los talleres de
Artes Gráficas PEDRO ARROYO,
Plasencia (Cáceres), el Lunes de
Cruces, 28 de abril de 2014

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