es que no lo entiendo sp text

Transcripción

es que no lo entiendo sp text
m a s A R T G a l e r i a
“...es que no lo entiendo”
Frederic Montornès
De modo que no es extraño que para conseguirlo –es decir, que para lograrlo, alcanzarlo,
entenderlo, entendernos o intentar comprender quiénes somos y cómo– se recurra al dibujo
para abrazar lo que se tiene más cerca: nosotros mismos –o cada uno de nosotros–, cerca de
nosotros, alrededor nuestro. A través, primero, de un garabato descontrolado, inconsciente,
automático pero, sobre todo, placentero; luego a través de un trazo diestro, voluntario y, a
medida que se va madurando, impulsado por el criterio subjetivo que nos identifica cuando, por
ejemplo, se empieza a usar el color para reforzar el significado de las formas que somos
capaces de realizar; luego a través de garabatos y colores asociados a un nombre, es decir, con
un título y, en consecuencia, con un auto autorreconocimiento de la autoría del mismo; y así
sucesiva y progresivamente hasta ser capaces de comprender que cuanto se selecciona, se
interpreta y recrea tiene que ver con lo que se piensa, se siente y se ve. Hasta el punto de ser
absolutamente indisociable. Es por ello que un dibujo se puede interpretar como un medio de
comunicación interpersonal –involuntario pero también voluntario– y, por lo tanto, como un
lenguaje quizás oculto, quizás silencioso. En otro lenguaje, en cualquier caso, no verbal. Un
lenguaje –una forma de comunicación– al que la humanidad acude desde la prehistoria –es
decir, cuando funcionaba como escritura– hasta el fin de nuestros días y en tanto que
representación gráfica de un objeto real o, hasta incluso, una idea abstracta. Y todo con el fin
de llegar a entendernos. Ya lo dijo Albert Einstein en la frase que dio pie a este proyecto1 . De
modo que es así –o sea, intentando entender– como transcurren nuestros días desde el
momento en que nacemos.
Se hablaba en aquella ocasión de que la frase que originó esta propuesta expandida tenía que
ver con nuestra tendencia a intentar comprender quiénes somos a través del estudio de nuestra
esencia mediante algo tan simple como un dibujo. No debemos olvidar que si hay algo de
primigenio en un dibujo es su capacidad para condensar en un trazo la verdadera esencia de
quien lo ejecuta. Es así como lo intentamos hacer saber al afirmar que “si algo puede definir lo
que se considera como una de las formas plásticas más sencillas, es la capacidad que tiene el
dibujo de subrayar lo esencial, expresar una idea y sobre todo, comunicar un pensamiento de
acuerdo a una gramática y unas leyes propias. Es decir, asumiendo el pensamiento para
hacerse presente entre nosotros y nuestras vidas gracias a su facultad de darle forma a la
subjetividad”2 . Aun sabiendo que, pese a nuestro esfuerzo, nos podíamos equivocar.
Por bien que la disertación de nuestro argumento se forjaba sobre la selección de unas obras
escogidas en función de su capacidad para referirse a la naturaleza del hombre a través de la
mirada, las manos de cuatro artistas, lo que se podía deducir de la expresión de un rostro –el
siempre manido espejo del alma– y de aquello que lo rodea –un cuerpo, una postura, un
espacio, un tiempo–, la muestra que ahora le sigue y que podría ser una mirada microscópica a
lo que fue aquella primera aproximación, se centra –sólo– en torno al rostro, su expresión y la
posibilidad de leer en sus huellas lo que se nos dice, por ejemplo, a través de tres modos de
referirse a él. Es decir, al rostro. O sea a nosotros. A saber: disimulando –tapando, cubriendo,
ocultando… – su verdad tras la fuerza de una máscara, tras la evanescencia y fragilidad de una
sombra; la vinculación del artista con el modelo a través del sentimiento, a través de la
emoción que los une; refiriéndose a la esencia de quien se retrata en su camino hacia la
desaparición o como parte de esa memoria donde todo se almacena. Hasta que no hay lugar.
Hasta que deja de ser así. Es decir, otra vuelta de tuerca más –al fin y al cabo, todo es una
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vuelta de tuerca…– en torno a la cuestión de ese vacío que, a lo largo de nuestra existencia, se
va colmando a través de la experiencia.
Cuando tras la finalización de sus respectivos estudios, las hermanas Claudia y Julia Mu!ller
(Basilea, 1964/1965), se reencuentran donde nacieron para emprender lo que, desde principios
de la década de los 90, se considera como uno de los proyectos de colaboración más singulares
de la escena artística internacional3, uno de los aspectos que determina su progresiva
tendencia a reunir en un solo proyecto –y a la manera de un enorme y complejo collage–
imágenes procedentes de todo tipo de fuentes con el fin de buscar un compromiso colectivo
sobre la base de las relaciones sociales y el análisis pormenorizado y variado del
comportamiento humano, fue la consecuencia lógica de una de las aficiones que más
desarrollaron durante su infancia: coleccionar imágenes4 y objetos pertenecientes a distintos
contextos culturales con el fin de elaborar propuestas relacionadas a ese trasfondo cultural
sobre el cual se construyendo nuestra identidad. De modo que si es la visión global de su obra
lo que, en la producción de estas dos artistas, realmente ejemplifica su capacidad par referirse
a las colisiones culturales que determinan la identidad del hombre, lo cierto es que es a partir
de las partes que la componen como consiguen llegar al espectador y cuestionar su integridad.
Porque siempre es a partir de un detalle como se llega a alcanzar cualquier cosa. Como quien
tira de un hilo... Sea o no cierta esta sentencia, las tres obras de Julia y Claudia Mu!ller que
forman parte de esta exposición son detalles de los que tirar: tres modos distintos de hablar de
nosotros a través de la máscara que nos cubre el rostro. Cuando no queremos ser identificados.
El mismo rostro al que las hermanas Mu!ller se refieren tomando como modelos a familiares y
amigos… …
o aquel rostro al que Michael Landy (Londres, 1963) le dedica los días de los últimos ocho
meses de su vida tras haber exprimido hasta la saciedad la verdadera razón de su actividad
creativa. Es decir, tras haber llevado hasta las últimas consecuencias su crítica despiadada a
nuestra sociedad de consumo.
Todo empieza en 2001 cuando, tras la destrucción sistemática de todas sus pertenencias –
desde el certificado de nacimiento hasta el coche, pasando por los calcetines, los zapatos, la
mesa de trabajo, etc.…– Landy hace pública su renuncia a cualquier tipo de bien material con el
fin de empezar de nuevo, desde cero y, sobre todo, desde lo más esencial. Es decir, desde lo
básico… sin objetos a su alrededor y recreando y reconociendo como propio el universo que
surge tras apelar a lo que, años más tarde, no dudará en calificar como la forma más simple de
reconstruir la realidad: es decir, el dibujo. Liberado de cualquier bien y perdido en el mundo
como lo estaría cualquiera de nosotros, Landy se encuentra en su estudio con una silla, un
papel y un lápiz. Solo. Y tras descartar la posibilidad de representar el espacio, se consagra a
dibujar las hierbas que van creciendo entre sus grietas5… …para pasar, posteriormente, a
dibujar lo que tiene más cerca: él, sus familiares y sus amigos más próximos. Hasta crear la
galería de los 70 retratos –su obra más reciente– de quienes representan los puntales sobre los
que se sostiene su verdadero mundo. El mundo, el nuestro. Es decir, aquellos a través de los
cuales se puede saber quienes somos y como. O aquellos entre los se hallan quienes, además
de estar en la exposición, son amigos de Landy, la esencia de la experiencia que vivió con
ellos… la imagen de tres recuerdos tras la expresión de rostros sin cuello. De rostros como
máscaras. Tres imágenes. Un recuerdo. Una parte de la memoria. A saber, aquello a lo que
Benjamin Cottam (Nueva York, 1975) no deja de referirse en su inquietante y turbulenta obra.
Retratos en miniatura, la exactitud detallista de un trazo, una impecable realización, en suma,
la fuerza de una visión captada sobre la base de un rostro amenazado por la extensión de un
espacio. Apareciendo/desapareciendo. Precipitándose hacia el abismo de una hoja blanca,
vacía, inmensa.
Cuando Benjamin Cottam se da a conocer lo hace a través de una obra cuya técnica remite al
pasado, cuyo resultado se refiere al recuerdo y cuyos retratos, más que artistas fallecidos,
forman parte de la memoria por el tratamiento que les da. Por ser o haber sido, ante todo,
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personas. De modo que uno de los aspectos que resalta en su obra es su interés en tratar, a
través del rostro, la esencia de un ser al margen de lo que fue: una interpretación, siempre
externa, siempre objetiva. Es decir, del hombre y sus inquietudes al margen del nombre que se
le conoce. Sea Andy Warhol, Marc Chagall, Diane Arbus, Fred Sandback, Giorgio Morandi o bien
Amy Winehouse, Pete Doherty, Lindsay Lohan o… Benjamin Cottam. Y es que, además de
referirse a quienes hasta la fecha han dirigido su actividad como artista, una buena parte de su
producción gira en torno al autorretrato y la representación de su persona a través de una
expresión tan esencial como liberada. Del resto de su cuerpo. Del resto del espacio. La
expresión de su rostro. El recuerdo vivo de un ser que sintió y que, entre lo fantasmagórico, la
nostalgia y la desaparición, mantiene viva la llama de quien ocupó el lugar de quien hoy está a
punto de quedarse sin nada. Vacío, alejado… desapareciendo para volver a aparecer…
…quién sabe… desde dónde.
Frederic Montornés, diciembre 2008
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