PDF El Baile de Truman. Esquire

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PDF El Baile de Truman. Esquire
CHECKiN
FOTOS CON HISTORIA
Óscar de la Renta y
Francoise De Langlade
saludan a Capote al
llegar al baile.
EL BAILE DE TRUMAN
EN 1966, CAPOTE ORGANIZÓ “EL BAILE DEL SIGLO” PARA CELEBRAR LA PUBLICACIÓN DE ‘A SANGRE
FRÍA’. UN EVENTO QUE SIGNIFICÓ LA VALIDACIÓN SOCIAL DEFINITIVA. POR ENRIQUE ESTEVE
Capote detestaba Los
Ángeles. Por eso, en una ocasión en que el escritor estaba
allí, el productor de Grease,
Alan Carr, quiso conquistarle
con un evento a su medida:
un baile en una cárcel abandonada. El Terror Diminuto
–apodo con el que la jet set
obsequió al pequeño e indiscreto Truman– era tan capaz
de escurrirse entre los barrotes de las celdas de los cientos
de condenados a muerte a los
que entrevistó para diferentes proyectos, como de deslizarse sobre la pista del salón
de baile del Hotel Plaza de
Nueva York donde, el 28 de
noviembre de 1966, congregó
a las más rutilantes persona24 E S Q U I R E š E N E R O 2 0 1 6
lidades del planeta para celebrar su consagración como
actor y retratista último del
sueño americano. Un sueño
en el que asesinos incubados
en las capas más subterráneas
de la sociedad y la beautiful
people conformaban las dos
caras de una misma moneda.
En 1959 Capote andaba a
la caza del tema que supusiera su pasaporte al Olimpo de
las letras. Abandonado por
su madre y criado por unos
parientes en un pueblo de
Alabama durante la Gran Depresión, su genialidad había
rendido a la crítica y la alta
sociedad neoyorquina a sus
pies. Y necesitaba una razón
para mantenerles postrados.
La encontró en el periódico.
La noticia del asesinato de
una próspera familia de agricultores en un pueblecito de
Kansas le dio la idea para emprender “una ‘novela real’, un
libro que se leyera igual que
una novela, sólo que cada
palabra de él fuera rigurosamente cierta”. Así nació A
sangre fría, “una hazaña técnica, un experimento cuyo
tema escogí porque convenía
a mis propósitos literarios”,
diría el autor. Durante cinco
años Capote se documentó
exhaustivamente sobre los
asesinados y sus asesinos,
Dick Hickock y Perry Smith,
un tándem de parias con los
que creó un estrecho víncu-
lo a lo largo de numerosas
entrevistas en prisión, seduciéndoles con su encanto y
sus relatos del gran mundo.
Smith, cruce de irlandés y
cherokee, enamoró a Capote
con su mezcla de virilidad y
delicadeza.
Si la gran novela sobre la
crisis del 29, Las uvas de la ira,
describía a una clase trabajadora luchando por su dignidad, A sangre fría trazaba
un retrato de los hijos de la
Gran Depresión centrado en
un sector social, la ‘basura
blanca’, privado de toda esperanza. En el país donde
cualquiera puede cumplir
su sueño, Hickock y Smith,
condenados a no conseguirlo,
vivían una pesadilla. Capote
revelaba una América de
jukeboxes en la que las baladas se transformaban en psicofonías, de drives in donde
el Technicolor daba paso a
las tinieblas, y de carreteras
que se desviaban del sendero
de baldosas amarillas rumbo
al infierno, fundiendo en un
baile la realidad y la literatura, la América próspera y
la bastarda. La danza le dejó
exhausto: “El tema del libro y
la soledad en la que lo escribí
me sumieron en la oscuridad
y en un miedo terrible”. De
modo que, una vez publicado el texto, Truman dio otro
baile, esta vez iluminado por
los destellos de flashes y diamantes. A sangre fría fue un
éxito rotundo que otorgó a
Capote un estatus estelar.
Incapaz de embarcarse en
un nuevo proyecto literario,
concibió su Black & White
Ball como publicidad extra
para su novela y como una
demostración de poder.
Quizá sí, quizá no...
Durante un año elaboró la
lista de invitados tan meticulosamente como escribía. “Quizás estés invitado,
quizás no”, les decía a las
socialités desesperadas por
asistir al evento que prometía ser la validación social
definitiva. Un hombre le
dijo que su mujer se suicidaría de no ser invitada.
Otros le sobornaban para
estar en la lista. Y los que
sospechaban que quedarían
fuera corrían la voz de que
estarían en París la noche
señalada. “Gané millón y
medio de enemigos por
aquella fiesta”, diría Capote.
Finalmente 540 fueron los
elegidos entre los cuales figuraban Katherine Graham
(la tímida y enviudada heredera del imperio mediático
que incluía The Washington
Post y Newsweek, en cuyo
honor Truman ofrecía el
baile), Frank Sinatra, Robert
Kennedy, Gianni Agnelli,
Elizabeth Taylor, Richard
Avedon, Tenessee Williams,
o los Duques de Windsor. Un
cóctel de deidades aderezado con un toque de simple
mortalidad made in Kansas
representado por once habitantes del pueblo donde
había ocurrido la matanza de
A sangre fría, entre ellos el
inspector del caso. Hickock
y Smith no estaban en la lista.
Habían sido ejecutados un
año antes.
Capote les dio su ayuda a
lo largo del proceso de apelaciones a la sentencia de
muerte. Ellos a cambio le contaron todo lo que necesitaba.
Cuando el escritor los necesitaba muertos para escribir el
único final posible de la primera ‘novela real’, se distanció
de ellos y dejó que la justicia
siguiera su curso. Truman le
había quitado el disfraz de la
ficción a la literatura. Aunque
no por ello había sido exactamente fiel a la verdad. Permanecía escondido tras su
máscara al no incluirse como
personaje en la novela, a pesar
de la influencia decisiva que
había tenido en los últimos
años de vida de sus protagonistas. Por ello quizás obligó
a los asistentes a su baile a
enmascararse, haciéndoles
cómplices de un manifiesto
sobre la verdadera naturaleza
del arte: la ocultación. De ese
modo las dos Américas, la que
de noche paría crímenes desnaturalizados y la que desayunaba con diamantes, podían
mirarse a los ojos sin miedo,
desprecio ni rencor.
Carísimas máscaras
(Kabuki, de unicornio, de
conejito Playboy a base de
visón, de plumas y brillantes) hechas a medida por los
mejores diseñadores y otras
de andar por casa (como la
de la mujer de Henry Fonda,
con lentejuelas pegadas a
mano por su marido, o la de
Adolph Green, hecha por su
hijo y su niñera) desfilaban
ante hordas de paparazzi y
transeúntes agolpados alrededor del Plaza, contenidos
por policías a caballo. En el
interior del Grand Ballroom,
los invitados se escrutaban,
tratando de adivinar quién
era quién y, cómo no, bailaban. La pista se despejó al
fundirse Lauren Bacall con
el coreógrafo Jerome Robbins en un vals que sumió en
silencio a la multitud extasiada. Capote, mal bailarín, bailó
apenas con dos de sus ‘cisnes’
(nombre con el que se refería
“GANE MILLÓN
Y MEDIO DE
ENEMIGOS
POR AQUELLA
FIESTA”, DIRÍA
CAPOTE.
AL FINAL,
FUERON 540
LOS ELEGIDOS
a sus elegantes amigas). Prefería observar de pie la gran
escena que había orquestado.
Su sueño hecho realidad.
Exceptuando un encontronazo del incombustible
Norman Mailer con un político al que invitó a batirse
a puñetazos por discrepancias sobre Vietnam, la noche
transcurrió suavemente, tal
como la hubiera descrito
Scott Fitzgerald. Cuando
Sinatra anunció que se iba a
continuar la fiesta en su bar
favorito, Capote le rogó que se
quedase, consciente de que su
partida arrastraría a muchos
invitados, como de hecho
ocurrió. El ‘Terror Diminuto,
que había jugado a ser Dios
disponiendo de las vidas de
Hickcok y Smith, y congregando a lo mejor de la intelligentsia, la política, el arte y
el espectáculo mundiales en
una misma estancia, perdía la
batalla frente a La Voz.
Una ‘obra de arte’
Al día siguiente la prensa
bautizó el evento como “el
baile del siglo”, coronó a
Capote como emperador
del beau monde y desveló
la lista de asistentes, humillando a los no invitados
que fingían serlo y no haber
asistido por hallarse en París.
Durante meses, haber sido
parte del Black & White
Ball fue signo inequívoco de un estatus superior.
Con su enésima obra de
arte, Capote decía adiós a
una era despreocupada de
belleza, poder y sofisticación forjada por una élite
cultural celosa de su privacidad. A partir de entonces todo cambió. La culpa
por la muerte de Hickock
y Smith llevó a Truman a
luchar activamente contra
la pena capital y le sumió en
un mar de drogas y alcohol.
Cuando publicó en Esquire
el inicio de Plegarias atendidas, su nueva ‘novela real’
(nunca acabada) sobre los
trapos sucios de la jet set, los
elegidos y los que hubieran
vendido su alma por asistir
al baile del siglo, le dieron la
espalda. Capote, nada aficionado a Los Ángeles, murió
allí mientras visitaba al
último ‘cisne’ que le quedaba, Joanne Carson, que preparaba un baile en su honor.
Era 1984. El año que llevaba
por título la novela de George
Orwell, inspiradora de un
formato televisivo que más
adelante haría de la realidad
algo ni hermoso, ni maldito.
Simplemente vulgar.
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