cenizas al viento

Transcripción

cenizas al viento
 CENIZAS AL VIENTO Gabriel Lopez Gomez 1 1 Una ráfaga de viento cerró con un seco golpe la puerta de la casa; Leonor, desde su alcoba, miró con preocupación a través de la ventana; la tarde parecía despejada, pero, en el hondo azul del horizonte, se iban formando pequeños copos de nubes que, vestidas de un siniestro color gris, eclipsaban a su paso los últimos destellos de un agonizante sol; poco a poco, el cielo se obscureció y las sombras invadieron el verde paisaje; la gente, en la calle, se movía a prisa, pues se avecinaba una tormenta. Un pequeño sacudón en el abultado vientre recordó a Leonor que estaba esperando un hijo y que, en ese estado de gravidez avanzado, debía mantener la calma y no asustarse por cualquier cosa. Respiró hondo, dio un suspiro de resignación y terminó de arreglar unas maletas; inexplicablemente, sentía un raro malestar. ¿Sería, acaso, porque había tenido un día muy agitado?... Su estado anímico no estaba bien y le restaban fuerzas a cada momento; tuvo que llamar a su esposo para que la llevara del brazo hasta el auto. –¿Están las cosas de Graciela? –preguntó él–, mientras acomodaba la silla de niños en el asiento de atrás; acto seguido subió al auto poniéndose detrás del volante… Su mujer le miró socarronamente y dijo: –¿quieres que nos vayamos dejando a nuestra hija? Carlos, habiendo sido pillado en su descuido, dijo a su esposa sonriendo: –¡disculpa, me estaba olvidando del miembro más importante de la familia. –Entra despacio al cuarto porque ella está durmiendo… y tráeme, también, por favor, un cartón de leche y mis gafas –dijo Leonor. En contados instantes regresaba con su hija en brazos, 2 poniendo mucho cuidado en cada movimiento para no despertarla y, cariñosamente, la acomodó en la silla mientras comentaba –esta cosa está muy pequeña para una niña de dos años, deberíamos comprarle ya, una nueva. El momento de sujetarle la correa por debajo de la axila, Graciela sonrió; él, al verla, sonrió, también, y dijo: –¡ah... bandida! ¿Estabas despierta, no? –¡Claro! –comentó su madre–, se hizo la dormida para que tú la traigas abrazada. Él dio a la pequeña un sonoro beso en la rosada mejilla, entonando una vieja canción de cuna e invitándola a dormir nuevamente porque el viaje era largo. El momento en que iban a partir llegó la nana; Leonor, al verla, le dijo: –es tarde para que nos acompañes, quédate por ahora en casa y no te olvides de dar la comida al perro. Carlos, un hombre de treinta y tres años, era mayor a su esposa, que tenía solamente veinticinco; era ingeniero civil, especializado en construcciones viales; trabajaba en una pequeña empresa de su propiedad. Con los ingresos obtenidos en dicho trabajo, podía vivir con holgura y comodidad. Le gustaba la música y el deporte; nunca practicó un instrumento, pero siempre tarareaba alguna canción; pensaba que la alegría en el cotidiano vivir es un imán para la buena suerte. La ilusión de su vida era Graciela, su pequeña hija; cuando llegaba a casa, esta niña salía como un torbellino, a veces, tropezando en rauda carrera hasta dar ese brinco triunfal en los brazos del padre. Durante el tiempo que Carlos permanecía en casa, siempre se las ingeniaba para estar cerca de él, haciendo comentarios y mil preguntas; a veces, tan precoces e inteligentes, que él se quedaba estupefacto sin saber cómo responder; la miraba con ternura y admiración y lo celebraba levantándola en el aire y con gran alborozo, la colmaba de caricias y besos. 3 Tenía experiencia en conducir un vehículo, tanto en la ciudad como en carretero abierto; sin embargo, esta vez, Carlos miró preocupado cómo se iba encapotando el cielo; los árboles cercanos se estremecían al paso del fuerte viento; pronto comenzó a caer una pertinaz lluvia. Leonor era una mujer sencilla en la forma de vestir, pero muy elegante y honesta en su comportamiento; pertenecía a ese grupo de mujeres que pasan desapercibidas; pero, si uno las mira con atención, descubre que son muy hermosas. –¿No será mejor regresar a casa para irnos en la mañana? –dijo–, mirando con expectativa, a su marido. Él la vio de reojo y, sonriendo, dijo: –¡claro!... Van a postergar la fiesta solamente por nosotros; ¡tranquilízate mujer!... Voy a manejar con cuidado. En el asiento de atrás, Graciela dormía apaciblemente, ajena a las preocupaciones de sus padres; su cabello ensortijado llenaba el almohadón de la cabecera; sus largas pestañas cerradas y las redondas mejillas arreboladas por la dulce paz del sueño, le daban el aspecto de un ángel. Para colmar la aprensión de Leonor, pronto cayó, como una negra cortina, la oscuridad de la noche y una tenue neblina comenzó a obstaculizar la visibilidad; Leonor, para no poner en evidencia su nerviosidad, rezaba en silencio. Después de algunos minutos de esa implacable tensión producida por la falta de visibilidad, guiados, únicamente, por las señales fosforescentes del camino, poco a poco, se fue despejando el paisaje, no así, la lluvia que se incrementó con el paso del tiempo. Había transcurrido una hora de viaje; con el sordo crepitar de la lluvia, Leonor se había dormido; de pronto, se despertó asustada debido al insoportable ruido, que provocaba el granizo al caer sobre el parabrisas y el techo del auto. Carlos bajó la velocidad e iba avanzando con mucho cuidado; después de algunos minutos, cedió la tormenta; ya no 4 llovía ni granizaba, pero el camino quedó muy resbaloso por la presencia del hielo. Estaba muy concentrado en el camino; sin embargo, él comentó: –¡esto está muy peligroso! Quizás, los conductores pongan el cuidado necesario… No pudo terminar de hablar… de pronto, avistaron un camión que venía hacia ellos zigzagueando a lo ancho de la vía; haciendo una maniobra muy difícil, Carlos logró esquivar la embestida; pero el enorme cajón del trailer le tocó con su extremo posterior como si fuera el coletazo de un tiburón, arrojándolo fuera de la vía; el auto dio varias vueltas antes de parar sobre los arbustos, mientras el camión seguía su marcha sin inmutarse; en un instante, todo era un caos, el grito desesperado de Leonor quedó confundido en el primer instante de la tragedia; luego, vino el silencio. 2 Leonor despertó asustada; miró a su alrededor; por un instante, no supo dónde estaba… Con toda seguridad, era la habitación de una clínica por el tipo de mobiliario, el color blanco de las paredes y porque en su brazo estaba conectado un litro de suero que goteaba rítmicamente; en una silla, una enfermera, con su cándida vestidura, la miraba atentamente… Poco a poco, su mente se fue aclarando y recordó. –¿Dónde está mi hija?... ¿Dónde está mi esposo?... –preguntó–; mientras, con la mano desocupada, trataba de incorporarse para salir de la cama. –¡Tranquilícese señora! –dijo la enfermera, recostándola suavemente–. ¡Su hija está muy bien! Espéreme un minuto que voy a llamar al doctor. Después de un momento, entró el médico; era un señor alto con una barba blanca que hacía juego con su impecable 5 atuendo; mientras ojeaba una carpeta, le dijo: –todo está bien, señora; por el momento, debe usted reposar. Disimuladamente, agregó en el suero algún medicamento que la enfermera le pasó en una pequeña jeringuilla. –Lo importante es que usted ha salido adelante y está en franca recuperación –añadió. Leonor no pudo escuchar más porque nuevamente se quedó dormida. Leonor había dormido algunas horas; abrió los ojos con dificultad, los párpados parecían muy pesados, miró a la enfermera que, en ese momento, trataba de cambiar sus sábanas. –¿Sabe usted algo de mi familia? –le preguntó. –No señora, de su familia no sé mucho; solo sé que usted está mucho mejor... ¡Ah!... Sé, también, que su hija salió ilesa del accidente –contestó la enfermera. –¡Necesito ver al doctor! Vaya a llamarlo, quiero preguntarle algunas cosas –dijo Leonor. La enfermera salió y, después de unos minutos, regresó con el doctor, que se sentó al borde de la cama, la miró a los ojos y dijo: –la señorita me ha informado que usted quiere saber cómo está su familia… Hubo un largo silencio, parece que no sabía por dónde comenzar; al fin, gagueando un poco, se decidió y continuó –espero que asimile con valentía lo que le voy a decir. –Hizo otra pausa y continuó– ¡su hija está muy bien! Milagrosamente, no sufrió ni un rasguño; la tenemos en el pabellón de niños y la estamos observando por precaución; pero, su esposo y el niño, que usted gestaba, no tuvieron tanta suerte. Leonor, instintivamente, se tocó la barriga… Su mente se negaba a creer lo que el doctor le decía; se sintió morir; era como si le hubieran arrancado, de pronto, un brazo, una pierna o la vida misma… Se acurrucó de lado; cubrió su cara con una sábana; ni siquiera, pudo seguir escuchando lo que le decían; una angustia infinita embargó todo su ser; la brillante luz de su vida se tornó gris; poco a poco, sus ojos se humedecieron y las 6 lágrimas brotaban por sus mejillas sin control; no dejó de llorar en todo el día; por momentos, se acostaba boca arriba mirando el vacío, pero, ni un solo instante, dejó de llorar. Habían pasado cuatro días desde que Leonor fue informada de la muerte de su esposo; desde entonces, no quiso hablar con nadie, pasaba las horas con sus ojos fijos en un punto… Actuaba como un robot, parecía haber perdido las ganas de vivir; no quiso comer ni beber; se negaba a tomar las medicinas que el doctor, en persona, con profesional paciencia le administraba. Esa mañana la enfermera le dijo: –hay un señor que ha venido a verla, ¿quiere que le haga pasar? Leonor, con un gesto de fastidio, se limitó a mover la cabeza y a pronunciar, entre dientes, ¡No! Después de unas dos horas, la enfermera dijo, nuevamente, –¡señora!… El señor insiste en hablar con usted, dice que tiene una carta de su esposo. Leonor pareció despertar de pronto y ubicarse entre los seres vivos… Se incorporó con dificultad y dijo: –¡dígale que pase, por favor! Un señor, a quien Leonor no había visto nunca, la saludó con un pequeño movimiento de cabeza, se sentó en una silla y comenzó a hablar. –Yo soy Iván, usted a mí no me conoce; pero, yo ayudé a su esposo en el accidente; además, estuve con él en los últimos momentos de su vida. Lo miró con un poco de curiosidad y desconfianza; después de unos tensos instantes de silencio, por fin, dijo: –si no es mucha molestia, ¿podría contarme lo que sucedió aquella noche? Iván, se tomó un tiempo, quería ordenar mentalmente las cosas para relatar, lo mejor posible, su historia. 7 Con seguridad, el débil lloriqueo de su hija puso en alerta a Carlos, quien recuperó el conocimiento; a pesar de que todo era muy confuso, llamó: ¡Leonor… Leonor!, pero nadie contestaba; en ese momento, vio la luz de mi linterna con la que le iluminaba a través de la ventana. Yo venía en un camión detrás del auto de ustedes y fui, sin pensar, testigo de todo ese fatal acontecimiento; no me acuerdo cómo lo hice, pero, en pocos segundos, estaba cerca del auto de ustedes y me aprestaba a ayudarlos. Primero, vi a Carlos que luchaba por abrir la puerta; fui en su ayuda y, con la fuerza de los dos, cedió, por fin, y pudo salir. Por esa misma puerta, sacamos, primero, a la niña que lloraba sin parar; luego, a usted que había perdido el conocimiento; la llevamos a la vía, recostándola en el piso, a la luz de los faros de mi camión. Carlos examinó primero a su hija comprobando que estaba bien, milagrosamente, no tenía ni un rasguño; pero usted sangraba y sus piernas se iban empapando rápidamente. Carlos alarmado le tocó el pulso y puso sus dedos cerca de su boca comprobando que, a pesar de ser débiles, todavía eran perceptibles. Por el mal tiempo, parece que nadie viajaba por esta vía porque no pasaba ni un solo vehículo. Carlos desesperado quería llevarlas a un hospital; trató con su celular, pero en vano, porque estaba en un lugar donde no había señal. Con unas mantas que tenía en el auto, se empeñaba en cobijarlas del frío; de pronto, un pequeño auto paró y un joven dijo en voz alta –¿en qué puedo ayudarles? Carlos dijo: –necesito llevar a mi mujer e hija a un hospital. ¿Habrá espacio en su auto? –Sí, tengo un asiento libre; creo que podremos acomodar a la señora y a la niña –respondió el muchacho. 8 Carlos, al observarlo detenidamente, dudó por un instante… Era todavía muy joven… Lo miró con desconfianza, pero no tenía para escoger y usted se estaba poniendo más pálida, a medida que pasaban los minutos. La tomó en sus brazos acomodándola en el asiento de atrás y a su hija la puso en el regazo de una señora que iba adelante y que, muy amablemente, se ofreció llevarla. –¡Déjalas en el primer hospital que encuentres y, por favor, conduce con cuidado! –dijo su marido. El muchacho con respeto y entusiasmo le contestó –¡señor, le garantizo que su mujer va a estar bien y lamento mucho no poder llevarlo a usted! Carlos vio con nostalgia alejarse aquel auto, por un momento, creyó estar solo en el mundo; pero miró al camión y se acercó donde yo estaba, diciéndome: –yo soy Carlos… Tengo que agradecerle todo lo que ha hecho por nosotros. –No es gran cosa, mi nombre es Iván. Ahora, estoy preocupado por usted porque esa pierna está sangrando demasiado –le respondí. En ese momento, Carlos miró su pierna llena de sangre y dijo que sí lo había notado, pero que nada podía hacer porque primero está su familia. Preocupado, pensó en un torniquete para cauterizar la hemorragia, pero la herida estaba muy arriba, cerca de la ingle y allí es imposible vendar. Con un pedazo de trapo, aplicado en la herida, pensó que lograría su propósito. ¡Pero, no!... ¡Todo lo contrario! Se agravaba cada instante que transcurría. No pasó ni un vehículo más y, personalmente, me sentí desesperado. Así, que yo le dije –¡no vamos a quedarnos aquí hasta que a usted se le acabe la sangre! Creo que es hora de avanzar. A continuación, lo tomé por el brazo, ayudándolo a subir. –¡Trate de recostarse un poco y aplíquese con fuerza el trapo sobre la herida! Quizás, logremos llegar a tiempo para que lo curen, –le recomendé– mientras emprendía el viaje lo 9 más rápido posible. Carlos, desmoralizado, sentía cómo le iban abandonando las fuerzas; habíamos viajado unos veinte minutos, cuando dijo: –Iván, creo que me estoy muriendo; me siento muy débil y, por momentos, no veo nada… Antes de que pierda mis facultades, por favor, deténgase un minuto. Yo lo miré… Estaba muy pálido y respiraba con dificultad… Estacioné el vehículo y le dije –¿qué quiere que haga? –Quiero un papel y una pluma. De la guantera, saqué un cuaderno y, del bolsillo de la camisa, un lápiz y le pasé; tomó el poco aire que sus pulmones le permitían y escribió en dos papeles; luego, me dijo: –ya no puedo más; entregue esto a mi mujer –y añadió– estoy viendo solamente manchas, las cosas han perdido su forma y casi no puedo razonar. Yo le dije –¡tranquilícese Carlos! que, en pocos minutos, llegaremos. Con toda la velocidad que me permitía la máquina del camión, logré llegar al primer centro de auxilio; el médico salió rápidamente a ayudarme, pero todo era tarde… ¡Carlos estaba muerto! Leonor escuchó con serenidad el relato de Iván; no hizo preguntas ni comentarios. Tomó la primera hoja… “Querida esposa mía, gracias por el cariño y la atención que me prodigaste todos los días de mi vida… Teniendo tu amor, ¡lo he tenido todo! Si tú vas a estar bien, no me importa morir; te he querido siempre; quisiera que trates de cristalizar nuestros sueños… He sido muy feliz a tu lado… Creo… que te amaré eternamente. p.d. Tengo un seguro de vida, ve si lo puedes cobrar”. 10 Leonor miró el otro papel y vio que estaba dirigido a Graciela; con mucho cuidado, los dobló lentamente para guardarlos. No pudo evitar ser presa, una vez más, de la nostalgia y las lágrimas rodaron nuevamente por sus mejillas. Iván, respetuosamente, esperó que se calmara y cuando creyó oportuno dijo –señora, para mí ha sido muy grato el haber intentado ayudarla y… perdóneme el no haber podido salvar a su esposo; iba a agregar algo, pero Leonor le interrumpió diciendo: –Iván, usted ha sido el ángel que Dios puso en nuestro camino en medio de la tragedia; creo que no solamente le debo la vida, sino, también, las ganas de vivir. Usted, al traerme esta carta, ha devuelto a mi alma todas sus fuerzas y, a mi corazón, todas las ilusiones. Yo nunca podré agradecerle como se merece. –¿Pensó, en algún momento, que usted fue el caballero de honor que llevó a mi marido y le entregó a Dios?... ¡Creo que esas cosas no se pueden pagar en este mundo! De todas formas, reciba usted mi más profundo agradecimiento. 3 Cinco años después. Sobre el tejado de una pequeña casa, ubicada en la parte posterior de un edificio, un grupo de pajaritos parecían enfrascados en una ardorosa discusión de trinos porque allá abajo, en el borde del jardín, una niña trataba de hacerles competencia con unos hábiles silbidos de alondra y una melodiosa voz de plata. 11 Esta hermosa criatura se llamaba Graciela; tenía un abundante cabello rizado, recogido caprichosamente con un moño de cualquier forma o color; la frente era tersa y redonda y con unos enormes ojos, cuya mirada de agua marina, parecía un mensaje de dulzura y paz. Un gracioso y saludable cuerpecito se contoneaba al son de su propia música, de canciones improvisadas; el ritmo… lo imponía los golpecitos de sus manos y el acompasado zapateo. Cogía cualquier objeto y simulaba un micrófono; la letra y música eran dictadas por las circunstancias. Se interrumpía, de vez en cuando, porque la mascota de la vecina quería hacerle dúo con ladridos destemplados; ella, muy seria, le increpaba hacer silencio. Para no interrumpir el show, dos señoras la miraban, en silencio, desde una ventana, eran Sandra y Diana, amigas de Leonor. –¡Parece una muñeca!... ¡Cómo quisiera filmarla! ¡Mira… es tan simpática, su carita irradia energía! Realmente, es un desperdicio no poder perennizar una de estas actuaciones que mañana o pasado, ya nadie las recordará –dijo Diana. –Y eso que no conoces otras virtudes de esta niña. Es muy talentosa con la música, especialmente, con el piano; a su edad, ya interpreta a los grandes clásicos –dijo Sandra y añadió– yo no la he tratado mucho; pero, el otro día, hablé con su mamá y, entre otras cosas, me estuvo contando que la niña tiene sueños premonitorios. Ella no se había dado cuenta de esta virtud, hasta que, en la televisión, dieron la noticia del desastre de un avión y la niña le dijo: –¿Recuerdas, mami, lo que te conté ayer? Era un sueño raro, donde un avión se caía. Tú no me quisiste creer y mira ahora… no sé cómo estos señores lo grabaron. Su madre se quedó perpleja; a su mente afloraron otros acontecimientos similares y concluyó que Graciela poseía un 12 extraño poder premonitorio. Me dijo, también, que no quiere darle mayor importancia, porque piensa que eso no ayudaría a su hija. –Y hablando de Leonor –dijo Diana– yo no sé por qué vive sola; yo, con esa cara y con ese cuerpo, ya hubiera enviudado unas dos veces más. –¡No seas tan habladora! –dijo Sandra– aunque debo decirte que, muchas veces, yo, también, me he preguntado lo mismo, ¿habrá querido mucho a su finado esposo? o quién sabe… ¿qué motivos tendrá? En lo que sí estoy de acuerdo contigo es que, siendo tan culta y simpática, me parece, también, un desperdicio que todo eso se pierda en el olvido; que yo sepa, nadie la visita; creo que no tiene familia, ¿o será, acaso, porque son de muy lejos? En ese momento, Leonor recogía los juguetes de su hija en el patio; Sandra y Diana, antes de ser sorprendidas, se retiraron de la ventana. –¡Graciela… ven, por favor, a ayudarme! Como toda niña de modestos recursos, que tiene que ayudar a su madre en los quehaceres de la casa, desde temprana edad, acudió al llamado de su madre, quien con mucha paciencia recolectaba los objetos regados por aquí y por allá. Para cierto tipo de faenas era muy buena; pero, para otras, no. Luego de intentar varias veces, con desilusión, comprobaba que una niña tiene sus límites; muy contrariada, se iba a su cuarto cerrando la puerta con un sonoro golpe. Después de un gracioso monólogo de protestas y suspiros, nuevamente, estaba tratando de hacer algo. Usualmente, la madre decía: –hija, sé que te encanta ayudarme, pero creo que, para ciertos trabajos, debes esperar un tiempo; cuando estés más grande, vas a poder hacerlo con mucha facilidad. Esta vez, en particular, Graciela le contestó: 13 –¡Mami, por favor, no me digas que soy chica para todo, quisiera que pienses que sí puedo hacer las tareas que hacen los adultos; además… –Además… ¿qué? –preguntó Leonor. –Además, puedo comprender muchas cosas que tú no me quieres contar. Leonor la miró detenidamente y dijo: –¿qué cosas necesitas saber? –Siempre te he preguntado ¿cómo era mi papi?, ¿tenemos alguna foto de él?, ¿por qué se murió?... bueno, no saco nada con reclamarte, si sé, de antemano, que sigo estando chica para saberlo. Leonor dio un suspiro y dijo: –tú sabes que nunca he hecho nada sin conversar contigo; –la miró nuevamente y añadió– bueno… creo que ha llegado el momento de contestar a todas tus preguntas; la tomó de la mano y la llevó al pequeño dormitorio. Estuvo, un momento, pensativa mientras se recostaba junto a su hija, como lo había hecho, muchas veces, cuando iba a contarle un cuento; le acarició, distraídamente, el cabello al tiempo que tarareaba una canción. Se tomó el tiempo necesario para poder ordenar sus ideas e inició el relato minucioso de los acontecimientos de aquella noche en la que murió Carlos, interrumpido, de vez en cuando, por las inquietantes preguntas de su hija. Sacó del archivo una foto en la que estaban los tres. –Carlos te tiene en brazos y yo estoy con tu hermanito en la barriga –dijo. Graciela miró detenidamente la foto y comentó –no me acordaba, pero es el mismo papi con el que sueño casi todas las noches. Dio un beso a la foto y la entregó a su madre preguntando, al mismo tiempo, –si él murió y tú no trabajas, ¿quién nos da el dinero para comprar las cosas? Leonor le explicó que su padre había tenido un seguro de vida que consistía en una renta mensual que cubre los 14 gastos del hogar y de salud hasta cuando ella muera y, a Graciela, hasta cuando se gradúe en la universidad. –Hace un rato, me dijiste que papi me dejó una carta, ¿puedo leerla, ahora? Un poco indecisa, Leonor fue hasta su cómoda y sacó el papel que aún permanecía doblado y lo entregó a Graciela, quien comenzó a leerlo en voz alta: “Para Graciela: No me queda mucho tiempo, hija, porque me estoy muriendo… El anhelo mío fue permanecer contigo todos los días de la vida y procurar tu felicidad minuto a minuto; tenía muchos sueños e ilusiones que espero los cristalices sola… ¡Perdóname por no poder acompañarte! Hijita mía… creo que todas las cosas buenas de este mundo: la música, la belleza, la alegría, la honestidad, la generosidad, la inocencia, la luz, la brisa, la felicidad, etc. están encarnadas en ti… Eres una estrellita que Dios me dio para que ilumine el norte de mi vida. ¡Ofrendar la vida por tu bienestar y el de tu madre, me parece muy poco…! Busca siempre el lado positivo de las cosas y serás feliz; yo, desde allá, estaré complacido con lo que haces. El último beso es para la reina más pequeña de este mundo. ¡Que Dios te bendiga! ¡Te quiero mucho! Graciela, que casi nunca lloraba, esta vez no pudo disimular el profundo dolor que sentía y, refugiándose en el cuello de su madre, dio rienda suelta al llanto que la oprimía. 15 Leonor la dejó desahogarse y esperó que se tranquilizara, mientras la abrazaba con ternura, pensando en lo frágil y efímera que es la infancia. Su hija, después de unos minutos, levantó la cabeza y dijo: –¡mami, gracias por no casarte otra vez; sé que otras señoras, cuando se muere el esposo, buscan un nuevo marido. No lo vas a hacer… ¿Cierto? Su madre sonrió con beneplácito y luego añadió –hija mía, no me he vuelto a casar ni pienso hacerlo, por dos razones: primeramente, porque amaba mucho y aún amo a tu papá…; y, en segundo lugar, porque, cuando perdí a tu hermanito que no cumplía el tiempo necesario para salir de mi barriga, tuvieron que extraerme, también, el útero, que es el lugar donde están los bebés criándose hasta cuando les toca nacer. Entonces, decidí que debía vivir sola el resto de mi vida. Tengo, también, un problema con mi corazón… en fin, son varias cosas que tú no comprendes todavía. Solo le pido a Dios me conceda vivir hasta cuando estés grande y te puedas defender sola. Graciela se quedó pensativa; luego, se acurrucó en el regazo de su madre, diciendo: –¡No, mamita, tú no te vas a morir! Yo te veo llena de salud; además, procuraré ayudarte en todas las cosas y prometo ser tan buena como era mi padre… –Se quedó un momento pensativa y añadió– bueno…, algún día, ¡quisiera ser como él! Leonor la miró sonriendo y dijo: –no tienes que hacer mucho esfuerzo porque eres su fiel copia. 4 En la casa de Leonor, se respiraba un ambiente 16 festivo; era un hermoso día lleno de sol; Graciela estaba muy alegre porque terminaba su último año escolar; sus calificaciones eran muy buenas; la madre, como premio a la labor cumplida, le preparó una comida especial. El grupo de compañeras que, últimamente, se volvieron inseparables, ya sea para estudiar, jugar o cualquier tipo de diversión de fin de semana, eran las únicas invitadas al pequeño banquete. No era gran cosa, pues se trataba de un sencillo almuerzo, cuyo atractivo principal era una sabrosa y suculenta pizza… que, para los muchachos de esa edad, era la comida más exquisita y la disfrutaban a plenitud. Cinco niñas integraban el selecto grupo de invitados, pero la bulla y algarabía que armaban, parecía la de un colegio entero. Leonor les sirvió la mesa y se retiró; dejándolas desahogar, a sus anchas, la energía de sus doce años. En la otra habitación, se puso a mirar la libreta de calificaciones de su hija, mientras dejaba volar su imaginación, llena de mil pensamientos y añoranzas; en ese momento, llegó a visitarla Sandra, su amiga y vecina; traía un pequeño presente para Graciela. –Pasa adelante y toma asiento; buena falta me hacía tener con quien conversar un poco –dijo Leonor. –Sabes que siempre he sido una fiel admiradora de tu hija; claro, que todos en la vecindad la aprecian mucho, pero creo que yo la quiero un poquito más. –Leonor sonrió complacida y Sandra añadió– creo que en la escuela debe ser, también, muy especial para algunos profesores y compañeros. Cuéntame un poco de su vida, especialmente, de sus triunfos. –No me gusta hablar de las virtudes o defectos de Graciela… pero esta vez, por motivo de su grado, amerita que hagamos una excepción. –Leonor hizo una pausa y continuó– en verdad, es una niña muy buena, es alegre, extrovertida; tiene facilidad para hacer amistad con cualquier compañera; yo 17 diría, sin temor a exagerar, que es muy amiguera. Sandra miró de reojo el certificado que Leonor tenía, aún, entre sus manos y dijo: –me han comentado que tiene excelentes calificaciones. Supongo que es la más sobresaliente del curso… ¿Verdad? –Verás, –dijo Leonor– a lo mejor yo la veo con ojos de madre. Para una madre, todos los hijos son maravillosos. Muy pronto, tú, también, te has de casar y tendrás hijos; allí, me vas a entender mejor. Claro, que mi hija me da grandes satisfacciones; pero, día a día, se vuelve más difícil la tarea de criarla, y, lógicamente, la responsabilidad es mayor. Ahora, los padres tenemos que instruir a los hijos hasta en el más mínimo detalle de la vida por los peligros que se presentan en cada momento. –Yo creo que tu hija no necesita mucho de tus advertencias, con lo perspicaz y viva que es –dijo Sandra. –Quizás sea como tú dices –dijo Leonor y, con aires de satisfacción, añadió– sí, desde los primeros años, me di cuenta de su capacidad intelectual. Al comienzo, venía, casi todos los días, a compartir sus conocimientos y a contarme que ella sí pudo contestar las preguntas, pero sus compañeras, no. Yo, de una forma muy sutil, la hice comprender que la mejor opción para ser una niña feliz en la escuela, era pasar inadvertida. No me gustaba que brille más que sus compañeras porque eso llega a incomodarlas. Creo que las niñas sabelotodo caen mal al resto de alumnos y lo primero que tiene que procurar un niño, es la armonía y amistad con los demás. Realmente, ella nunca tuvo dificultad en el aprendizaje; pero, a pesar de mis advertencias, no se conformaba con hacer sus tareas, sino, siempre, estaba presta para resolver, con disimulo, los problemas de algún compañero menos capacitado. Cuando esto sucedía, le decía, ten mucho cuidado con lo que haces, puedes caer en dos situaciones: obstaculizar el esfuerzo que debe hacer cada persona para salir adelante o, sencillamente, dejar que te vean la cara de tonta útil. 18 Sandra sonrió ante la vehemencia y énfasis que su amiga ponía en el asunto y dijo: –tienes una hermosa niña, yo te felicito; sin afán de adularte, pero, al instante, uno se percata de las diferencias entre los niños y hasta un ciego diría que tu hija es especial. –¡Gracias! –dijo Leonor– no sabes lo bien que me hacen sentir tus comentarios y perdona mi euforia porque creo que he caído, un poco, en la vanidad, (con razón dicen que “alabanza en boca propia es vituperio”). –Por hoy, déjate de modestias; soy la vecina que ha compartido contigo la satisfacción de verla crecer, me creo con el derecho de festejar los pequeños triunfos y hazañas de tu hija. Además, cualquier cosa, que me cuentes de ella, me complacerá mucho –dijo Sandra. Leonor se quedó pensativa por un momento; luego, continuó –¡está bien! Ahora me acuerdo de una anécdota que la voy a compartir contigo. En una ocasión, cuando estaba de visita donde una amiga, esta la invitó a jugar con un hámster blanco, que se llamaba Copo; mientras estaban dándole de comer en el patio, asomaron, de improviso, un perro y un gato. Copo salió disparado y, detrás de él, sus perseguidores. El pequeño animal corrió y corrió. De pronto, se encontró con un lugar lleno de barro; Copo, en vez de ensuciar su cándido pelaje y salvar su vida, prefirió enfrentar la muerte; el pequeño animal saltaba, emitía pequeños gruñidos y desafiaba a sus agresores; en ese momento, llegaron ella y su amiga y lo salvaron. Graciela quedó muy impresionada y esta escena parece que fue un hito en su vida. No había esperado nunca, que un animal sea capaz de morir, antes de manchar la inmaculada blancura de su piel. Para ella, ayudar a los demás es un placer; no escatima ni tiempo ni esfuerzo. Yo le digo, a veces, –no seas exagerada en tu bondad, puedes estar siendo cómplice de la ociosidad e inoperancia de la gente. Pero no me hace caso y 19 dice: –¿Qué quieres que haga si con eso me siento bien?… Además, creo que la gente que pide ayuda pasa por el duro proceso de dejar a un lado la vergüenza y la dignidad. ¿Te gustaría a ti estar desesperada por una ayuda y que nadie te la dé? Yo la escuchaba en silencio, movía la cabeza y daba por terminado el diálogo, invitándola a hacer alguna faena de la casa y concluía –¡está bien… allá con tu criterio! Tiene un elevado concepto de la moral y la ética; la primera vez que le mintieron, casi se muere de indignación. Hace un rato, antes de que tú llegaras, me estaba lamentando la ausencia de mi finado esposo. ¡Cómo quisiera que regresara, un ratito, para que disfrute un poco de su hija! Cada momento que pasa, me transporto mentalmente a una circunstancia parecida que viví a su lado. Ahora mismo, recuerdo que, después de jugar con Graciela hasta el cansancio, decía: –¡esta niña ha de ser buena para todo! Tiene espíritu luchador y jamás se deja vencer por nada. Leonor hizo un momento de silencio; se le enrojecieron los ojos y la nube blanca del pasado feliz con su esposo, que nunca volverá, esta vez, ensombreció su frente; pero, Sandra, con un oportuno comentario, salió al paso diciendo: –Eso mismo está sucediendo; a su corta edad, ya se vislumbra a la pintora, deportista, música, mecánica, agricultora, en fin, el mundo parece ser de ella. El estruendo de un plato que cayó al piso, sacó a Leonor y Sandra de su conversación; fueron rápidamente al comedor y vieron que una de las amigas se empeñaba en recoger los pedazos de cristal que estaban esparcidos debajo de la mesa. –¡Deja allí los vidrios y no los toques que te puedes lastimar! –dijo Sandra–, mientras Leonor traía la escoba y, con la ayuda de la abochornada muchacha, dejaba 20 todo limpio; las otras amigas no cesaban de hacer todo tipo de bromas sobre lo acontecido, aumentando el rubor de las mejillas de la pobre chiquilla. Para distraer la atención del grupo, Sandra, con voz solemne, dijo: –a todas las felicito por haber terminado bien su período escolar; pero, para la homenajeada de hoy, (mirando complacida a Graciela) tengo un presente muy especial. Le entregó el regalo, que consistía en un hermoso peluche; Graciela, con un grito de alegría, le dio un abrazo de agradecimiento. Después de que sus compañeras se fueron, la hija se acercó a su madre y le dijo: –¡gracias, mamita, por preparar este almuerzo tan delicioso! La abrazó muy fuerte y le dio un sonoro beso. –¡Bueno! –dijo su madre– Pero, ya es hora de guardar tus elegancias y ponerte la ropa de casa. Sandra se quedó un momento más conversando con Leonor, que siguió hablando de su hija. –Las mujeres, desde pequeñas, somos vanidosas. ¡Si tú la vieras!... En la casa, usa un atuendo muy ligero que, usualmente, consiste en un short y una camiseta; pero, para la calle, es muy exigente. Pasa largos minutos frente al espejo y jamás… está satisfecha, a pesar de que no he escatimado esfuerzo alguno en comprarle ropa muy bonita y elegante; parece que esta no llena jamás sus expectativas. Pero… a ratos, pienso que es mejor que sea así desde chica, no como yo, que soy… ¡tan descuidada! Casi nunca me fijo en los colores, peor, en la calidad; por eso, generalmente, me has de ver en ropa de vaquera, que no pasa de un jean y una camiseta. –A propósito de vaqueros, ¿todavía tienes esa propiedad en el campo? –preguntó Sandra. Sí… cuando mi esposo aún vivía, –dijo Leonor– generalmente, íbamos allí, los fines de semana; luego, la dejé abandonada por un tiempo; pero, ahora, la he refaccionado y he vuelto a disfrutar de ella. Graciela está encantada de ir 21 como lo hacíamos en los viejos tiempos, debido a que, entre otros animales, tenemos dos hermosos caballos; además, disfruta de la naturaleza; sale a cabalgar campo traviesa; regresa, a veces, después de dos o tres horas, radiante de satisfacción y roja de cansancio. Sandra miró asustada el reloj; dijo que tenía un compromiso y se despidió, prometiendo venir otro día. 5 ¡Que rápido pasa el tiempo para los padres en la infancia de sus hijos! Pero, para ellos, demora una eternidad y viven soñando en ser grandes. Graciela estaba ya, en tercer año de colegio; su vida transcurría feliz; vivía, ahora, en una casa pequeña, cuya fachada no era muy visible por la cantidad de árboles que había en el espacio verde que la separaba de la calle; un camino de dos huellas paralelas, en forma sinuosa, llegaba hasta la puerta principal y la cochera. Leonor un día le preguntó –¿extrañas nuestra antigua vivienda? Con esa displicencia que adquieren los jóvenes a esta edad, Graciela miró, por unos instantes, a su madre y le respondió: –¡ay! mamita, las cosas que se te ocurren preguntarme... Por supuesto, que no. Debido a la edad, la joven atravesaba esas raras facetas, en las que a los muchachos, todo les parece mal; no encuentran el norte de sus vidas y, a veces, no se soportan ni a ellos mismos. Dentro del juvenil capullo que es su cuerpo, pugna por manifestarse la radiante mariposa del adulto, con una nueva personalidad, llena de hermosos colores. El paso de los años había cambiado la personalidad de Graciela; entre otras cosas, ahora, se había olvidado de soñar; 22 su madre se alegró mucho y pensó que quizás esto sea definitivo; pues, no dejaba de preocuparse por ello, a pesar de que era algo sin trascendencia. También, había dejado de cantar y ya no hablaba tan alto; el nuevo vecindario se había tornado más tranquilo y silencioso. Todos los días, tenía que levantarse a las siete de la mañana para ir al colegio; su madre le preparaba solamente un vaso de jugo porque no quería nada más. Ella, al comienzo, insistía que, por favor, vaya tomando algo; pero Graciela le decía: –¡no insistas mami! Tú sabes que soy mala para desayunar; pero, en el almuerzo te aceptaré encantada todo lo que me quieras dar. Un día, madre e hija se quedaron dormidas. Leonor, muy asustada, despertó a su hija; las dos trataron de vestirse lo más rápido posible. Graciela no quería perder la buseta que debía llevarla al colegio. Con toda la destreza que le permitían sus juveniles piernas, salió corriendo hacia la esquina y no se percató que un muchacho, con no menos apuro que ella, venía en su bicicleta; la colisión fue inevitable, los dos fueron a parar al piso… Pero, la peor parte la llevó él, porque tenía tomada su canilla entre el pedal y la cadena; lo primero fue el grito; luego, esa palidez propia del susto y del dolor. El instinto de protección de él y, sobre todo, la cultura de las dos partes hizo que coincidieran en las mismas preguntas: ¿te encuentras bien?, ¿estás lastimado? Leonor, que había presenciado la colisión, llegó corriendo, muy asustada. Levantó, primero, a su hija que, como hipnotizada, miraba al muchacho que estaba debajo de su cuerpo; por el dolor y por la embarazosa posición en la que se encontraba, él no podía levantarse y luchaba por retirar la bicicleta de su pierna; al fin, lo logró y una pequeña herida sangraba pertinazmente. No sabía si renegar o llorar, pero ante la tierna y 23 hermosa mirada de la chica, lo único que logró hacer fue ponerse rojo como una fresa; más, aún, cuando ella lo abrazó por atrás para ayudarlo a ponerse de pie. Él tenía unos ojos verdes que casi no se los veía, porque estaban cubiertos por una alborotada cabellera color café, era alto y robusto. La madre, luego de percatarse de los daños sufridos, tomó por la cintura al muchacho y lo introdujo en su casa; le cauterizó la herida con los ingredientes de su botiquín. Curó y vendó el rasguño para que no rozara con su pantalón. El joven tenía unos dieciséis o diecisiete años; un poco ruborizado, aún, y corto de palabras, apenas pudo articular una disculpa y un gracias por la atención. Dijo que se llamaba Juan, que vivía a corta distancia del lugar y que se había retrasado de llegar a su colegio; luego, avanzó hasta la bicicleta y con torpes pedaleadas se fue calle abajo. Graciela se quedó contemplando la senda por donde desapareció Juan; se la veía agitada y muy nerviosa; su madre le preguntó si se sentía bien y, sin esperar la respuesta, miró el reloj y comprobó que su hija estaba muy atrasada. –Creo que ya no me han de dejar ingresar a clases; el inspector es muy estricto, –dijo Graciela. –Yo te voy a acompañar. ¿Qué te parece si pasamos por el colegio, justifico la falta y, después, nos vamos al campo? –dijo Leonor. –¡Ya… qué inteligente eres mamita! –dijo Graciela– ya son algunos días que no veo a Otto (así se llamaba uno de sus caballos). Iban por el carretero muy calladas. Leonor tenía un viejo Toyota de doble tracción y, mientras conducía, miraba a hurtadillas a su hija… No quería romper el silencio; pero, al fin no pudo más y le preguntó –¿te duele algo? Graciela, con ese humorcito propio de los adolescentes, respondió: 24 –¡Ya te dije, mami, que estoy bien! Su madre, con un tono picarón, insistió: –yo creo que has quedado impresionada del muchacho. Graciela, muy roja, le dijo: –¡mami, lo que se te ocurre! A pesar de la rotunda negativa a las preguntas que le hiciera su madre, esta, después de unos días, notó que su hija andaba taciturna y muy callada; parecía sumergida en una especie de autismo; ella sabía que esta rara conducta se debía a sus sueños por lo que la instó a que hablara. –¿No crees que es mejor contarme ese sueño que te tiene preocupada? –¡No hay problema… te voy a contar! ¡Verás, mami! –le dijo– sueño con el chico de la bicicleta; nos encontramos en un lugar muy raro y él se estaba ahogando; luchaba y luchaba por salvarse y no lo conseguía. Yo, sin meditar en el peligro, me lancé a salvarlo y lo logré; luego, sueño que le están apuntando con una pistola… No sé qué es lo que pasa, pero la que se muere, soy yo. Su madre la miró fijamente; las incipientes arrugas de sus ojos se profundizaron por un momento; luego, se rascó el pabellón de la oreja derecha, como un reflejo condicionado de una gran preocupación; suspiró y, restando importancia al acontecimiento, dijo: –En estos últimos días, creo que has estado muy descuidada en el aspecto deportivo; es hora de que vuelvas a matricularte en la escuela de danza o a practicar, nuevamente, el básquet, que buena falta te hace cualquier tipo de ejercicio; a ver si dejas esos sueñitos en el olvido. 25 6 La ciudad estaba sumergida en ese apacible letargo que produce el sol mañanero; impertinentes ráfagas de viento levantaban, con suavidad, las faldas de algunas mujeres que pasaban por ciertos lugares de la calle; algunas, con disimulado pudor, trataban de acomodar nuevamente su vestido; pero, otras, sin reparar en el percance, continuaban concentradas en su fluido diálogo. Creo que debe ser muy difícil y una verdadera hazaña ser atendida por las que monopolizan el coloquio; sin embargo, ese sexto sentido, propio de su género, 26 les permitía no descuidar los detalles de lo que sucedía a su derredor. Estaban muy atentas a mirar, quién es el pobre ciudadano que tuvo la mala suerte de transitar cerca de ellas; la crítica sobrevenía en forma agresiva como un tornado; en contados segundos, lo podían alabar subiéndolo hasta el cielo, o lo despellejaban como implacables lobos, con epítetos y comentarios que al individuo lo dejaban bueno para nada. Uno de esos días, pude escuchar comentarios como este: –Yo a Miguel, cuando me quiso cortejar, le dije que se busque una igual a él, –dijo la solterona más vieja y añadió– imagínate no más, yo enamorada de ese mequetrefe. –Estoy totalmente de acuerdo contigo, –dijo la gorda–. Estos hombres han creído que uno los va a aceptar no más, con unos pocos meses de amistad. Sentado en la banca de un pequeño parque, atrincherado detrás de un periódico, yo miraba y escuchaba pensativo estos pequeños incidentes callejeros. Había hecho casi una costumbre ponerme a fisgonear, desde mi escondite, la psicología humana, en sus diferentes circunstancias y facetas, haciendo, de este lugar y la calle aledaña, un inmenso laboratorio de análisis del comportamiento humano en las diferentes circunstancias. Todo era tranquilo y rutinario, el paisaje, la gente, que por allí transitaba, no variaban demasiado; parecía, a veces, una copia del día anterior; pero, el destino me estaba tendiendo una emboscada, ya que de pronto… ¡todo cambió!… A unos cien metros de distancia, vi algo extraordinario… una mujer muy hermosa se balanceaba sobre unas esculturales piernas, con una elegante y sensual forma de caminar; eso sí, lo veía por primera vez. Por un instante, pensé que me fallaba la vista y limpié mis ojos, ¡pero no!… ¡Era verdad! Nunca había visto un ángel caminando por la calle… Parecía una mariposa en medio de las abejas. No quiero restar las virtudes de las dos muchachas que venían a su lado, pero debe reconocerse los milagros que ha realizado la naturaleza en algunas mujeres. Extasiado por la inesperada aparición, me complací en admirar los detalles: la cadencia en el sensual modo de mover 27 las caderas al andar, parecía estar marcada por la batuta de una invisible orquesta, donde sonaban mil violines. Su cabello se mecía caprichosamente con el paso de la brisa; distraídamente, con su mano derecha trataba, en vano, de volverlo a su lugar, logrando el gesto más femenino y coqueto que yo haya visto jamás; charlaba animadamente con sus amigas; a medida que se acercaba, comprobé que no era un espejismo y… ¡me dedicó una fugaz mirada! Mientras que, con su sonrisa iluminó hasta los rincones más olvidados del alma. ¡Quedé estupefacto! ¡Tenía la garganta seca! y no sabía qué hacer… A unos pasos, había una heladería y fue allí donde las vi entrar. Como embobado por la magia de una diosa, me levanté y fui tras ellas; respiré profundamente para recuperar algo de mi habitual compostura; pero, todo se derrumbó el momento de abrir la puerta. Por poco, las golpeo porque estaban detrás, esperándome. Habían preparado una calle de honor para recibirme y… esa belleza hecha de flores, música y luz, que había visto en la calle, tomó mi brazo diciéndome: –Queremos invitarte un café o un helado, lo que tú prefieras. Casi no pude articular una sílaba porque la mirada más dulce del mundo me tenía hipnotizado; al fin, torpemente, logré decir, que para mí… sería un honor acompañarlas. Antes de sentarnos en una mesa, se presentaron: –Mucho gusto, soy María. –Soy Alicia. –Yo soy Graciela. –Yo me llamo Juan y estoy encantado de conocerlas. Cuando nos sentamos, ellas comentaban, entre sí, algo a lo que no presté mucha atención porque estaba en un impertinente éxtasis de contemplación, tratando de encontrar 28 la mirada de Graciela. –¡Qué hermosa mujer!... ¿Será, acaso, un ángel? Tenía unos labios perfectos y sensuales que se abrían como la roja generosidad de los pétalos de una rosa, mientras hablaba o sonreía. La oscuridad de su cabello descendía como una negra cascada hasta los hombros, cubriendo parte de su serena y altiva frente; el natural rubor de sus mejillas producían un mágico carmín, donde languidecerían los mejores crepúsculos; las cejas perfectamente delineadas atrincheraban unos hermosos ojos, pequeños retazos de cielo, con un azul profundo, penetrante y, al mismo tiempo, tan dulce que me estremecían el alma. Tenía la sensación de estar soñando y… no quería despertar. Ensimismado en mi contemplación, no escuché la pregunta de Alicia; entonces, Graciela me dijo: –¿qué opinas tú de eso? -­‐¡Perdón! No escuché la pregunta. –dije–. Y todas se rieron. Graciela con tono amistoso y seguro, me repitió la pregunta: –Queremos saber, qué prefieres, ¿un café o un helado? Casi no pude dilucidar la pregunta; hubiera preferido no decir nada… porque con su presencia lo tenía todo; pero, al fin, torpemente, logré decir… –Un café, por favor. –Un café, –repitió Alicia–. Para nosotras, tres helados de vainilla. El mesero tomó la orden y se fue. Eran las once de la mañana de un día espléndido de 29 verano y comenzaba la tibia temporada de vacaciones. Alicia y María se disculparon porque tenían algo urgente que hacer. Cogieron su helado y se fueron cuchicheando y riendo furtivamente. Me quedé solo frente a Graciela; no sabíamos cómo comenzar a hablar; por dos ocasiones lo intentamos y coincidíamos en la iniciativa interrumpida por el otro, cada vez, con una carcajada. –¿Ya conseguiste trabajo? –me dijo, al fin–. Supe que te graduaste hace poco… –¡Vaya! ¿Y cómo lo sabes? –Sé de todos tus logros desde hace mucho tiempo. –¿Y cómo así? –Por ahora, no me preguntes cómo. –Se quedó mirándome a los ojos–. Ya te lo contaré en otra ocasión, – añadió. –Veo que sabes mucho de mí, –le dije– es justo que me hables un poco de ti. –¡Poco a poco!... Por el momento, estoy muy contenta de habernos encontrado y de que todo fuera con espontaneidad. –Yo, también, estoy feliz, –le interrumpí– porque nunca pensé que iba a sucederme algo tan extrañamente hermoso y, aun ahora, no lo creo y quisiera que nadie me despertara de este sueño. ¡Eres… muy linda! Graciela se rió y dijo: –si es un cumplido, te lo agradezco; pero debo decir que tú, también, me pareces… ¡muy guapo! Nunca había escuchado que una mujer me dijera algo tan bonito; creo que me puse rojo porque Graciela, con esa 30 delicada habilidad que tienen las mujeres, me ayudó a salir de la situación un tanto embarazosa, al hablar, rápidamente, de otros temas. Yo hacía todo el esfuerzo posible por concentrarme en la conversación, pero era inútil… Creo que estaba flechado sin remedio. Mi necio corazón siguió embelesado, alimentando una emoción infinita que embargaba todo mi ser. ¡Estaba en otro mundo!… Los objetos de mi alrededor desaparecieron y sentía solamente un supremo bienestar; el tiempo parecía detenerse; la luz era, cada vez, más intensa; la brisa no era monótona sino tibia, agradablemente, olorosa y jugueteaba traviesa con el cabello de Graciela. Los colores del cielo y de las flores eran más vivos y la música… la que producía su voz al hablar o reír llenaba todos los vacíos de mi corazón. Quería que el café durara eternamente; creo que ella, también, era feliz… y lo confirmó de una forma muy sutil, al preguntarme si quería seguir conversando o estaba ocupado. Ella había decidido escaparse unas horas de su trabajo. En otras circunstancias, hubiera fingido algún apuro u ocupación; pero, esta vez, no… Esto era algo especial; había encontrado el momento donde se conjugan la sinceridad, el amor y la felicidad; entonces, le respondí que estaríamos conversando hasta que ella decidiera lo contrario. Hablamos de muchas cosas; como es natural, yo recuperé mi aplomo y tomé las riendas de la conversación; tocamos todos los temas del momento. La dimensión sicológica se tornó diferente y las coincidencias estuvieron en su día; si ella decía que le gusta la música, el cine, el deporte o tal o cual libro, en fin… a mí, también. En nuestro mutuo embeleso, habían transcurrido las horas sin sentirlas. Una llamada a su celular nos devolvió a la tierra; era su jefe, creo que la necesitaban en su oficina con urgencia; de muy mala gana, le dijo: –¡bueno! No sin antes regatearle, al menos, un momento más. 31 La iniciativa y perspicacia femeninas suplen la torpeza mental de un hombre, especialmente, cuando está emocionado, pues, hábilmente, me preguntó –¿te gusta bailar? –Sin esperar mi respuesta añadió– unos amigos harán una fiesta y si tú no tienes inconveniente podrías ser mi pareja, el próximo viernes. Lo acepté, encantado. Pensé: ¡nunca me ha gustado bailar! pero… ¡contigo es diferente! Sin más, con esa forma rápida e impredecible que ha sido su característica, me dio un beso en la mejilla y se fue. La vi alejarse con ese mismo enloquecedor y sensual ritmo con el que hace unas horas entró a este lugar; cerca de la puerta se dio la vuelta para brindarme una radiante sonrisa, mientras movía su mano como despedida. Hay dos situaciones en las que el mundo es color de rosa: cuando uno se ha salvado de morir o cuando está enamorado. Me quedé solo y casi no pude disimular tanta alegría; parece que todas las cosas de este mundo eran bellas y las personas, más amables, ¡tanta dicha no cabía en mi ser! Todo esto sucedió un día miércoles; yo me fui a casa alimentando una nueva y desbordante ilusión; dentro de mí, comenzó a germinar el amor; sentía una imperiosa necesidad de verla otra vez. Nunca imaginé que habría tantas horas hasta que llegue el viernes, pero al fin… ¡llegó! Fui a su departamento: ¡qué hermosa estaba!... Una rosa es una belleza, pero no ama; en cambio, esta rosa tenía corazón y yo sentía que me amaba. Al llegar a la fiesta, tomó mi brazo como una princesa medieval y caminamos hacia la pista; tuve la sensación de que estaba andando sobre las nubes y no me molesté en mirar si había ángeles revoloteando a nuestro lado; ¡pero, los sentía! El baile estuvo maravilloso; presionaba suavemente su cuerpo para que esté más cerca del mío; nuestras mejillas se apegaron espontáneamente y pude percibir su exquisito perfume; sentí el apretón de sus manos, la suavidad de su 32 pródigo seno al rozar con mi pecho y el néctar inagotable de su mirada que languideció con el primer beso; todas estas experiencias hicieron de esa noche… ¡la mejor de mi vida! Alguien dijo y ha sido cierto… ¡Estaba embriagado de amor! 7 En esos días, yo había presentado mis papeles, junto con una solicitud de empleo, en una empresa de negocios, donde había la posibilidad de trabajar en el departamento de contabilidad. Por primera vez, hice honor a mi título universitario; ahora, tenía que ver si era posible que me dieran el trabajo. Una señorita, después de poner mi carpeta entre otras muy parecidas, me dijo que me darían cualquier resultado en unos veinte días. Mi padre me instaba a presentar unas copias de dicha carpeta en otras empresas; yo me sonreía diciéndole: –papá, ¿de qué carpeta me hablas? Sabes que mi famoso currículum consiste solamente en el título y la copia de mi cédula de identidad. ¡Mira!… ¡casi no se llena el sobre! Él sonrió y dijo: –¡no importa hijo, para comenzar está muy bien, –y añadió– las posibilidades de pescar aumentan con la cantidad de señuelos. Yo hice caso omiso de sus consejos y le dije: –¡Por el momento, no me interesa ningún trabajo, quiero estar de vacaciones por un tiempo! Mi madre, que estaba cerca, lanzándome una escudriñadora mirada, dijo: –¿No será que estás enamorado y necesitas tiempo para ver a la muchacha? 33 Sentí como un pinchazo la pregunta y, antes de que mi cara lo delatara todo, salí corriendo hacia mi cuarto; pero no me pude escapar porque vino detrás de mí; se la notaba nerviosa; me tomó de la mano y, mirándome a los ojos, con ternura me dijo: –¿es cierto? Nunca había logrado ocultarle nada; titubeé un instante y le dije que… sí, pero que estaba en los primeros pasos y cualquier cosa le haría saber. Mis padres eran unas personas educadas y cultas a medida de lo que se podía exigir en una sociedad moderna. Mi madre era sicóloga y mi padre un ingeniero especializado en cálculo estructural; trabajaba en una compañía multinacional; su oficina estaba en el centro de la ciudad. Yo, a su lado, he tenido una infancia y juventud inmejorables; a veces, me molestaba su exagerada preocupación. –¡Ya estoy grande! –les decía– ¡y sé cuidarme solo! ¡Por favor!... es hora de que vivan un poco su matrimonio y hagan las cosas que no pudieron hacer, por cuidarme. –Pero, ¿qué quieres que hagamos si eres el único hijo? y ya nos hemos olvidado de cómo sería nuestra vida sin ti. Nuestra casa era más bien modesta, pero muy cómoda y acogedora. Yo no tenía hermanos, en consecuencia, había mucho espacio para cualquier tipo de faena. Mi madre trabajaba solamente en las mañanas en un hospital psiquiátrico y, por las tardes, se dedicaba a las tareas del hogar. Mi padre era un hombre inteligente, tranquilo y tolerante; muy rara vez, perdía la paciencia; con mi madre, formaba una pareja feliz. Sus pequeñas discusiones creo que las ventilaban en privado; jamás me salpicaron los problemas. Sus ingresos, hasta hoy, nos han dado una vida cómoda. (Pienso que pertenecíamos a la clase media alta). En mi tiempo libre, solía hacer diferentes deportes: 34 fútbol, ciclismo o ir de pesca acompañado por algún amigo. Tengo hasta hoy un hermoso perro, que se llama Tarzán; ahora, está ya muy viejo; pero, en aquel entonces, era un robusto labrador gris, muy inteligente y juguetón. Cuando yo le hablaba, parecía entenderme todo; creo que nos queríamos mucho. Mi padre, a veces, lo reprochaba con una fusta… pero, el animal nunca se resentía porque, en la tarde, salía corriendo a encontrarle cuando él regresaba del trabajo, con ladridos de contento y moviendo la cola. Papá, mientras lo acariciaba, decía: –lo hermoso de estos animales es que son muy amigables, no guardan rencor y su cariño es muy sincero; con una palabra de afecto que tú le das, olvidan cualquier agravio. Además, se pasan la vida esperando tu amistad y afecto; no les importa lo que tú seas o lo que tengas; tienen tanta confianza, que ponen su vida en tus manos y son capaces de dártela en cualquier momento. En la cochera y arropado con una carpa, yo tenía un auto deportivo que me regalaron mis padres cuando me gradué en la universidad; no era de los más caros; pero, para mí, fue el mejor presente del mundo: un sueño hecho realidad. Hasta ahora recuerdo la emoción y euforia que sentí aquel momento; parecía flotar en el aire… Tenía la sensación de estar viviendo un lindo sueño. Con infinita emoción tomé en mis manos la llave… lo puse en marcha y sentí el rugido del motor; luego, prendí la radio, las luces; percibí el suave aroma, propio del auto nuevo. Acaricié el volante sin atreverme a arrancar y tenía unas ganas inmensas de mostrarlo a los amigos para compartir con ellos este gusto; quería dar una vuelta con ellos, cuidando de que no lo rallen; quería, también, pasar cerca de las compañeras para que me miren y, así, incrementar mi popularidad y satisfacer mi ego. Este sentimiento tan bonito hacia “el carro nuevo” dura pocos días, luego, uno se acostumbra y el vehículo, de joya, pasa a ser una simple máquina al servicio de uno. Cuando conocí a Graciela, pensé, por fin, este carro va a 35 tener un propósito especial: ¡pasear con ella por todos los lugares lindos de la ciudad! Hasta ahora, no había tenido mucha experiencia en lo referente al amor; nunca tuve una novia formal… ni nada por el estilo, algo por allí, que no revestía mucha importancia. ¿Sería por esto que andaba fuera de mis cabales y soñando despierto? Mientras estaba sentado en el auto pensando en mil cosas, escuchando el suave rugir del motor, recordé el número telefónico de Graciela y pensé que debía verla. Automáticamente, lo marqué y la invité a salir esa noche. –¿Qué ropa debo ponerme?... ¿A dónde vamos a ir? –me preguntó. –¿A dónde?... ¡No sé!... ¿Tal vez, iríamos a comer algo?, ¿ a bailar?… en fin, ¿qué te parece si nos vemos a las ocho? Una hora antes de lo estipulado estaba listo para ir a recogerla. Pasé por su departamento, pero no me atreví a llamarla porque era muy temprano; iba a dar una vuelta, pero no fue necesario porque ella salió a la puerta y me hizo señas para que esperara un momento. Subió al auto y me saludó con un beso. Fue como una descarga eléctrica, pues casi me choco. Luego, me dijo, que me había visto desde la ventana y que bajó a esperarme; su reloj, igual que el mío, se negaba a caminar. –A mí me pasó igual, –le contesté–. ¡Qué linda coincidencia! Iba a seguir hablando, pero no pude porque tomó, con su mano, mi cabeza y me dio otro beso. Luego, decidimos ir hasta la pista a bailar. Ese baile fue inolvidable. Yo no soy un virtuoso, pero ella suplía mi deficiencia y me hacía sentir feliz. De todas las muchachas de mi alrededor, Graciela era, de verdad, la más hermosa. Un amigo que nos vio me preguntó con disimulo, 36 dónde había encontrado esta belleza y haciéndome una broma se alejó riendo, con su índice hacia arriba en muda señal de aprobación. El tiempo transcurría rápidamente y pronto se hizo la hora de dejarla en su departamento. Al despedirme, quedamos en vernos el domingo para ir al concierto de música clásica, interpretada por una orquesta de origen alemán. El espectáculo fue impresionante. Nunca había tenido la oportunidad de escuchar tanto instrumento; interpretaron a Mozart, Vivaldi y otros clásicos. Graciela estuvo encantada; salimos muy noche y nos fuimos a un bar a tomar un trago. El ambiente penumbroso y la suave música constituían un excelente medio de cultivo para nuestro amor. En una mesa privada, derrochamos ternura y besos hasta el amanecer. Al comienzo, buscábamos mil pretextos para estar juntos; luego, no podíamos vivir separados; parecíamos siameses, unidos con ese enorme e insondable vínculo de amor. 8 Las horas junto a Graciela duraban, apenas, minutos; había transcurrido ya, seis felices meses desde que nos conocimos. Un día, le dije a Graciela: –¿Podremos ir este fin de semana a la playa? Ella me miró largamente; suspiró y dijo… –Sí. Hizo una larga pausa y continuó: –ahora que recuerdo… 37 tengo una amiga que es dueña de un departamento a orillas del mar y me ha invitado, que vaya allí cuando yo quiera; si tú estás de acuerdo, puedo pedirle la llave mañana mismo. Me pareció una excelente idea y quedamos en viajar el próximo viernes. Preparar la maleta fue para mí, la cosa más difícil. Nunca antes lo había hecho; mi madre se encargaba siempre de aquello. Ahora, era distinto, debía hacerlo solo. Cuando quiso ayudarme, le dije: –Gracias madre, pero creo que es hora de comenzar a romper el cordón umbilical. Ella asintió con un leve movimiento de cabeza y dijo: –¡como tú quieras, hijo! Pasé mucho tiempo poniendo y sacando ropa y nunca quedé satisfecho. A una hora prudencial, fui al departamento de Graciela; estaba con una ropa deportiva muy linda, las gafas le sentaban de maravilla. Cortésmente, puse su maleta en la cajuela y me apresuré a abrirle la puerta para que subiera. El apuro y el estrés se tornaron en paz absoluta; a su lado, parece que había llegado a la meta de mi vida, como el inquieto y caudaloso río que llega hasta el mar. Después de unas dos horas de camino, avistamos la playa. Tuvimos un poco de dificultad en ubicar la dirección señalada; pero, al fin, logramos encontrarla. Luego de parquear el auto, subimos al departamento. Graciela cerró la puerta tras de sí, poniendo llave. Nos miramos por un momento, luego… como atraídos por una fuerza extraña, nos abrazamos con infinita suavidad y ternura. Los piqueros, los albatros, los pavos reales y un sin número de aves nobles pasan por un ritual de apareamiento: danzas y revoloteo de alas, como si la música de sus melodiosos silbidos, los embriagara de dicha, previo a su entrega final. No fue menos solemne nuestra primera unión; la naturaleza misma enciende la energía febril de miradas llenas de magia y de ternura; las mejillas se van vistiendo de rosa 38 púrpura a medida que avanza esa natural y mutua exploración… despojarse los vestidos con rítmica lentitud, marcada por cada prenda que va quedando a un lado, con tanta sutileza que, tal vez, sea más delicado deshojar uno a uno los fragantes pétalos de una rosa. El mudo lenguaje de los abrazos y besos lo dice todo; por primera vez, ella femenina y preocupada me ayudó a deshacer los botones, el reloj y hasta la correa; sentí la suave seda de sus mejillas, el vibrar de su cuerpo en cada movimiento y ese jadeo escandaloso e incontrolable del deseo con la excitación aún insatisfecha. Era una Venus de carne y hueso, con proporciones perfectas; suavemente, fuimos explorando nuestra virginal desnudez; me zambullí entre las enormes rosas blancas de sus senos, percibiendo el raro, pero exquisito aroma, que produce la conjunción del amor y el deseo. Ella tierna y delicada en cada movimiento y yo, un volcán de instinto incontrolable, donde se imponía ese animal que llevamos dentro y que se excita más con cada quejido, caricia o exclamación de amor, entrando sutilmente en un éxtasis de dicha y de deseo; ya no razonábamos, éramos solo instinto y víctimas de inevitables sensaciones; un murmullo, cada vez, más intenso terminó con un imponente grito; luego, vino el silencio, donde las palabras cedieron el paso a furtivas miradas de mutua satisfacción y gratitud. Mil caricias, muchos besos y, finalmente, una paz total. Con los ojos cerrados, dejamos divagar los pensamientos en una tregua de dulce plenitud para comenzar, de nuevo, con besos y caricias y… las horas se detienen en el instante supremo. El departamento en el que descansábamos estaba en el quinto piso de un condominio, cerca de la playa. Por la ventana, se podía contemplar una cantidad pequeña de turistas durante la mañana; pero, a medida que avanzaba el día, iba creciendo notablemente. Los edificios están a unos metros de la avenida; hay una pista para caminantes o atletas; luego, está la playa 39 con una arena suave y blanca, cercada por el azul oleaje del inmenso mar. Los yates, anclados a la distancia, hacían juego con las bulliciosas gaviotas. Unos viejos pelícanos, con exactitud matemática, trazan una línea paralela muy cercana a la superficie, como si una invisible mano quisiera, con ellos, perfeccionar la horizontalidad del infinito. A lo lejos, en medio de un arrobado cielo, se recortaba un agonizante sol que, reflejado en las olas, producía una inmensa pista rojiza. Como un recreo de nuestro éxtasis amoroso, decidimos salir a un restaurante y pasear un poco por la playa. Mientras caminábamos, me contó de sus sueños premonitorios y, también, me dijo: –Hace mucho tiempo, iba yo de prisa a coger mi buseta para ir al colegio y un ciclista muy guapo me atropelló. ¿Tú, por si acaso, no sabes, quién era? –¡Cómo lo voy a olvidar! –le dije–. Si hasta ahora tengo una pequeña cicatriz… –¡No te creo que fuiste tú! Pienso que, desde ese momento, marcaste mi destino; siempre estuve pendiente de ti y de tu vida. Me di modos de averiguar tu nombre que, por su puesto, no fue tan difícil porque vivíamos cerca. Desde entonces, he sido una secreta admiradora de todos los momentos de tu vida. Me relató, además, aquel sueño que tuvo a raíz del choque, donde ella moría por salvarme. –¿Lo harías? –le pregunté. Con absoluta serenidad me respondió: –Si algo de eso llegaría a suceder, no lo pensaría dos veces y eso tratándose de un desconocido; más aún, lo haría por ti… Si tuviera siete vidas, como dicen que tienen los gatos, te las daría todas sin pensarlo. 40 Cuando regresamos a la ciudad, fui a dejarla en su departamento; la ayudé a subir sus maletas. Ella quería decirme algo, pero no se atrevía. –Dime no más lo que sea… Si quieres pedirme algo, estoy dispuesto a complacerte. –No sé si estaré en lo correcto, –me dijo–. Yo sé que para ti puede ser un poco prematuro… No lo había pensado antes… pero, ahora, sí. ¿Por qué no te quedas a dormir conmigo? –Es la mejor propuesta que he tenido en mi vida –dije–. Y, desde entonces, me quedaba dos o tres veces por semana. No podíamos estar un par de horas sin hablarnos; a veces, íbamos con mi amigo Enrique a tomar un trago o a comer en algún lado; hablábamos y reíamos sin cansarnos; eran interminables nuestras conversaciones. Cada vez, se acrecentaba más esa simpatía mutua como fuente inagotable de amor y felicidad. Ella era tierna, dulce, hermosa e inteligente y lo mejor de todo es que me prodigaba su amor a cada instante y yo, a ella. Parecía un lindo sueño del que nunca quería despertar. Cierto día, le pedí que me acompañara a dejar unos papeles de mi padre, donde un amigo suyo, que vivía al otro lado de la ciudad. Salimos un poco tarde porque Graciela trabajaba hasta las 17h00. Avanzamos por el intrincado laberinto de calles, llevábamos un mapa de la ciudad, así, que sin problema, ubicamos el lugar. La gestión la hicimos en poco tiempo y regresábamos con la despreocupación, propia de los enamorados, que piensan que todo, a su alrededor, está bien. No nos percatamos de que un auto nos seguía; en una calle poco transitada, nos cerraron el paso y bajaron tres hombres encapuchados, pistola en mano. No tuvimos tiempo para nada. Sistemáticamente, nos 41 fueron despojando de todo lo que de valor llevábamos; nos obligaron a recostarnos en el piso, con la cara hacia abajo. Satisfechos con el botín, se estaban yendo, cuando uno de los maleantes se acercó a Graciela y comenzó a sobrepasarse con un libidinoso vocabulario y con sus atrevidas manos. Sin meditar ni por un instante, me levanté como un resorte, le di un puntapié a uno de ellos y un codazo a alguien que trató de detenerme. Sentí un terrible golpe en la cabeza; quise seguir de pie, pero no pude. –¡No recuerdo más! 9 Un hilo de luz penetró en mi cerebro, no sé si era un sueño; las manchas que veía comenzaron a tomar forma; estaba en una habitación blanca, cerca se encontraba una enfermera que me dijo: –¿cómo se siente?... ¿le duele la cabeza? Esté tranquilo que ya viene el doctor. Yo le negué con la cabeza y volví a dormir. Al día siguiente, desperté muy temprano; traté de incorporarme, pero no pude; me dolía todo el cuerpo y ¡no recordaba nada!... Había dos personas en el cuarto y pregunté: –¿por qué estoy aquí?, ¿qué me pasó?, ¿quiénes son ustedes? –¡Qué alegría, hijo, has despertado al fin! Yo soy tu madre y estoy a tu lado para cuidarte. Entró un doctor, me hizo un par de preguntas a las que no contesté; me puso una inyección a través del suero y se fue. No sé que tiempo habré dormido; cuando abrí los ojos, me encontré con la mirada de mi madre, a quien saludé con una forzada sonrisa; ella dijo: –¡Hola, mi hijo!… ¡Por fin, recobraste la conciencia, nos tenías muy preocupados! ¿Cómo te sientes? 42 –¿Qué me pasó? –pregunté. Antes de que ella me contestara, recordé todo. Con mucha dificultad… logré sentarme y pregunté: –¿Qué tiempo estoy aquí?, ¿qué pasó con Graciela? Ella ignoró mis preguntas y me dijo: –estoy muy feliz porque has salido del coma. –¿Qué coma? –pregunté. Entonces, con voz pausada, para no alterarme, hizo un breve relato de todo lo que había sucedido; me contó que fui intervenido quirúrgicamente porque tenía un trozo de mi cráneo roto y que de milagro me había salvado. Pregunté por Graciela y me dijeron que estaba bien, que no me preocupara. Sentía un tremendo malestar en mi cabeza y un sueño pesado que no me dejaba razonar; me di la vuelta y, seguramente, seguí durmiendo. La enfermera quería cambiar el vendaje de mi cabeza y me dijo: –no se incomode mucho, esto durará un minuto, pero debe sentarse. Mientras lo hacía con dificultad, me preguntó: –¿quién es Graciela? –Yo la miré sorprendido y ella siguió hablando–. La ha nombrado en todo momento, durante los nueve días, que ha tardado en recuperar el conocimiento. –¡Nueve días! –repetí. Me puse a recordar el asalto. ¿Cómo estará ella? Ahora, lo único que quería, desesperadamente, era saber de Graciela. –Señorita, páseme, por favor, el teléfono; quiero llamar a mi amigo Enrique a ver si él sabe algo. Enrique me dijo que pasaría a saludarme y que allí conversaríamos. La ventaja de las operaciones del cráneo –me comentó la enfermera– es que la recuperación es rápida y que con un 43 par de días de reposo y exámenes podría irme a casa. Después de dos horas, que me parecieron siglos, llegó Enrique; me preguntó cómo estaba. Con cierta descortesía, propia de la ansiedad, casi no contesto su saludo y, sin darle tiempo, le dije que quería saber, cómo estaba Graciela. –La verdad, –me dijo– es que nadie sabe nada. –¿Qué?... Tú, mi mejor amigo, y ¿no sabes nada? Perdí mi habitual tranquilidad, lo tomé por las solapas y lo sacudí con todas mis fuerzas. –¡Por favor, sácame en este momento del hospital! –le dije–; quiero ir personalmente a ver cómo está ella. No sé si para ganar tiempo o preparar el terreno, él me ofreció investigar esa misma tarde y cualquier cosa me haría saber al día siguiente. Al doctor, que me visitó esa mañana, le dije –las cosas pendientes que usted dice: radiografías, exámenes o pruebas debe hacerlo hoy porque mañana, muy temprano, pienso ir a casa. Bondadoso, el médico aceptó mis condiciones y procedió a verificar mi estado físico… por ventura, ¡todo estaba bien! Fue una de las noches más largas de mi vida. En la mañana, a primera hora, vino Enrique a visitarme. Con tono solemne y trágico me comentó que tenía muy malas noticias. –Me fui al departamento donde vivía Graciela, pero la casera me dijo que la señorita que vivía allí, hace unos días ha sido asaltada por unos maleantes y que la pobrecita resultó muerta; sus cosas las retiraron la semana pasada. Un ¡noooo!... lleno de angustia y de dolor se escuchó en todo el hospital… 44 45 10 Han pasado seis meses desde la muerte de Graciela y aún no estoy bien anímicamente; pero, al menos, ya tengo ganas de vivir, con la ayuda del psiquiatra y, especialmente, con la de mis padres he podido salir adelante; como un niño que comienza a caminar con pasos inseguros y llenos de desconfianza, he comenzado a orientar mi vida. En casos como este, el tiempo ha sido el divino bálsamo para atenuar el lacerante dolor que no me dejaba vivir; tenía miedo a todo porque pensaba que la felicidad es un monstruo de dos caras y del cual somos presa fácil cuando nos enamoramos; por cada momento feliz, se tiene que pagar el precio con algo negativo. Los primeros días, tenía la impresión de que alguien había apagado la luz de mi vida; las cosas buenas de este mundo habían sido, exclusivamente, patrimonio de Graciela y, una vez muerta, la alegría, el amor y la felicidad se habían ido con ella. En una de mis largas conversaciones con el psiquiatra, le comenté sobre el sueño de Graciela. Él lo interpretó, con esa amarga sinceridad de los médicos, al decirme que si ella tuvo que morir para que yo sea feliz, era, ahora, mi deber procurar que su sacrificio haya valido la pena. Dicen que la muerte es el supremo mal que le acontece al ser humano. ¡Qué equivocado está, quien así lo piense! Creo que peor que la muerte, es perder al ser amado. Mi amigo Enrique, quien me había acompañado siempre en esta desgracia, me demostró su afecto soportando mi crisis con una paciencia de santo, ayudándome, en cada momento, a salir del hoyo. Un día me dijo: –he pensado que un empleo te va ayudar y sin consultarte me atreví a conseguirte uno. He sido tu amigo incondicional; te ruego, ahora, que me hagas caso y 46 que lo tomes; debo aclararte que el trabajo está de acuerdo con tu profesión. El dueño de la empresa en la que vas a trabajar es mi amigo y te espera el día lunes, a primera hora, en la mañana. De mala gana, lo acepté y la semana siguiente estaba trabajando. Desde el primer día, me dediqué con devoción a resolver los difíciles problemas en los que se encontraba la parte contable y comercial de la empresa; quizás, por descuido o negligencia de algún empleado, las cosas estaban mal. No me importaba el tiempo que pasaba en la oficina, mientras más trabajo había, para mí, era mejor. El único placer que tenía era salir un momento a la cafetería y disfrutar de un café caliente; volvía a la oficina a sumergirme, nuevamente, en los papeles. Casi todas las noches, venía el conserje a recordarme que ya debía ir a casa. No sé si por el cansancio, pero comencé a dormir bien y sin somníferos; además, tenía buen apetito y, desde luego, subí de peso. Imperceptiblemente comenzaron a cicatrizarse las heridas del alma; en pocos meses, volví a conversar, a reír y hasta ir de pesca con Enrique. 47 11 Son dos años que trabajo en la empresa; todos los compañeros me tienen una deferencia especial, incluido mi jefe, para quien me he vuelto indispensable. Él me ha ayudado a superar mi desencanto. Cuando mi ánimo flaqueaba, me decía como mi siquiatra: –alguien murió para que tú seas feliz. –Me miraba con indulgencia y con una sonrisa añadía– ¡creo que no te queda otro remedio… que serlo! Un día, Enrique me dijo: –Si el día viernes noche estás desocupado, te espero en mi casa para una parrillada. –Muchas gracias, sabes que no me puedo negar, allí estaré, –respondí. Cuando salí del trabajo, pasé por un supermercado comprando un par de botellas de vino, de la marca y calidad que acostumbraba tomar Enrique. Luego de vestirme con una dosis de elegancia, fui a la invitación. La sorpresa fue enorme; allí estaban mis padres y mis amigos, quienes, a coro y con gran alborozo, me dijeron: –¡Feliz cumpleaños! Yo, de verdad, lo había olvidado; para mí fue algo inesperado y muy emocionante; lo tomé por el lado positivo. Esa fue la primera noche del resto de mi vida; hubo licor, música y baile. Había tomado algunas copas de vino y me dejé contagiar por la euforia y por la alegría de los demás. Desde que llegué, había reparado en la presencia de una mujer muy simpática que, furtivamente, me miraba. Se veía muy hermosa; era de buena estatura, un cuerpo bien proporcionado y unos hermosos ojos verdes y lo especial de ellos, es que se fijaron en mí; lo que me estimuló y me hizo sentir que estaba vivo; con razón dicen que lo más bonito de 48 los ojos son las miradas. Después de un sutil y mutuo examen… al fin, con paso altivo y seguro, vino hacia mí y dijo: –¿Podré tener el honor de bailar con el cumpleañero? Me puse de pie como un resorte, tomé su mano y nos fuimos hacia la pista. Me miró sonriendo y dijo con una melodiosa y suave voz: –Si espero que tú me invites a bailar, nos hacemos viejos. Los dos nos reímos. Yo le contesté: –¡Gracias! Pero debo anticiparte que, además de ser mal bailarín, no lo he practicado en mucho tiempo y no sé cómo estaré. –Creo que estas cosas no se olvidan; además, para mí, será un placer conducirte en tus primeros pasos. Y apretándome contra su pecho no me dio oportunidad de perder el ritmo. Una rara emoción invadió todo mi ser; sería, tal vez, por las copas de vino, pero me dejé llevar por esta nueva sensación; comencé a sentir que a mi lado, muy cerca, estaba un frágil y suave cuerpo, con un agradable perfume y una hermosa sonrisa; estas cualidades lograron despertar al macho alegre y divertido que invernaba dentro de mí y que no había salido en mucho tiempo. La música subió de volumen y no se podía conversar; en vano, ella intentaba alzar su voz, pero era imposible; tratamos de coger el compás de esos locos ritmos modernos y terminamos exhaustos en el jardín, con el aliento entrecortado y con los pulmones ávidos de oxígeno. Luego de un momento, ella, en silencio, comenzó a escudriñarme de pies a cabeza; yo hice lo mismo, parecíamos una especie rara de seres que eran víctimas de misteriosos 49 sentimientos. Espontáneamente, como si una extraña fuerza nos empujara, nos acercamos el uno al otro y terminamos en un tierno y apasionado beso. El tiempo pasó sin sentirlo y las nostalgias parece que se fueron volando como aves asustadas, dando paso a nuevas ilusiones; por fin, agotados y jadeantes nos separamos; ella sonrojada, con la voz un poco quebrada por los nervios y la emoción, dijo, estirándome la mano: –Yo soy Ana. –Yo soy Juan… –y para romper el hielo, tomándola del brazo, añadí–: ¿qué te parece si vamos a tomar un trago? –¡Encantada! –me respondió. Luego, nos fuimos al lugar donde Enrique instaló el bar; era un sitio tranquilo que estaba junto a la sala, de la que le separaba un vidrio a prueba de sonidos. Hablamos de todo, mientras nos servíamos los tragos. La conversación fue franca y espontánea. Ella, al comienzo, era muy prudente y cuidadosa en las preguntas; pero, al escuchar la cruda sinceridad de mis respuestas, tomó confianza y el diálogo se tornó muy agradable. Ana se graduó en una universidad extranjera y, ahora, al igual que yo, trabajaba en una empresa. Sus padres eran jubilados y vivían con ella; no tenía hermanos; las cosas que le gustaban, en un buen porcentaje no estaban de acuerdo conmigo; pero, eso por el momento, ¡no importa! –pensé. Después de dialogar de esto y de lo otro, nos integramos al grupo, no sin antes concertar una cita para salir a tomar un café el fin de semana. La fui a ver en su casa; la encontré más hermosa. Me consideré un tipo con suerte. Nos fuimos a un café, era un lugar acogedor, con música suave; alumbrados por la tenue luz de los faroles, conversamos de todo… Le dije que estaba muy linda; ella sonrió y me dijo: 50 –Tú, también, me gustas mucho. Por el volumen alto de la música, no la escuché bien y le dije: –Discúlpame, pero, ¿podrías repetir lo que dijiste? –Que eres guapo, alto, varonil… ¿qué más puedo pedir de un hombre?... Así comenzamos nuestro romance; tenía mucho entusiasmo; rara vez, me invadía la nostalgia al evocar circunstancias que ya las había vivido; pero no me dejé apabullar por estas remembranzas. Llevaba el firme propósito de enterrar el pasado; pensaba en lo positivo de la vida y decidí seguir adelante. Con el pasar de los días, se fue acrecentando un amor diferente; este era más sólido y maduro. Me dejé llevar, por momentos, de esa reconfortante y grata felicidad que brinda el inicio de un romance. Era tan evidente mi recuperación, que Enrique dijo, un día: –¡No sabes el gusto que nos da a todos, el tenerte, otra vez, tal cual como eras antes! Además, te felicito por Ana; me parece una dama de primera clase en todos los aspectos –y riendo, añadió– estaría encantado de ser tu padrino en la boda. 51 12 La iglesia lucía radiante con el atuendo de luz, de flores y mil adornos, aptos para la ocasión. La música de cinco violines, dos trompetas y un saxofón invadió, con una melodía señorial, todos los espacios del templo, donde acabábamos de pronunciar nuestro juramento de amor y fidelidad. Por el centro de la iglesia, entre dos grandes hileras de bancas, los invitados, vestidos con sus mejores trajes, dibujaban una calle de honor; el piso estaba tachonado de pétalos y flores blancas que iban arrojando los pajecillos de la corte matrimonial; por allí, con paso lento y acompasado, entre las fiscalizadoras miradas de algunos y el sincero y cariñoso saludo de otros, fuimos avanzando hacia la puerta. Mi flamante esposa, cogida del brazo, me miraba, por momentos, llena de amor y dulzura. ¡Estaba muy hermosa! Con su blanco e inmaculado vestido y con su velo como cascada, dejaba atrás un pasado lleno de los recuerdos de una traviesa niñez y una inquieta juventud; yo trataba de mantener, a la altura de las circunstancias, el cuerpo erguido y la frente en alto; en mi rostro, sin duda, se dibujaba la satisfacción de haber alcanzado la felicidad. Era un matrimonio como casi todos los que se realizaban en esta pequeña ciudad; lo que diferenciaba a uno de otro, eran los novios, algunos invitados y otros pequeños detalles casi imperceptibles; sin embargo, este era muy especial porque “era mío”. Un suave aplauso se iba incrementando a nuestro alrededor, mezclado con felicitaciones y buenos deseos. Afuera, organizado por los amigos y como algo extraordinario, nos esperaba el espectáculo de fuegos artificiales y cohetes que, con su ruido, pusieron el último ingrediente de alborozo y alegría. A pocos pasos, estaba una carroza tirada por dos hermosos caballos blancos. Tomé a Ana en mis brazos y la subí hasta su asiento en medio de los gritos y silbidos de los amigos; nos dirigimos a un 52 club donde se realizaría la recepción organizada por los padres de la novia. Nuevamente, al bajar, nos recibieron con el mismo entusiasmo; ingresamos hasta la mesa, especialmente, preparada para los novios y sus padres; lo hicimos despacio al ritmo de la marcha nupcial (que, dicho sea de paso, no me ha gustado nunca). Después de repartir abrazos, cumplidos y felicitaciones con todos los invitados, el padre de la novia tomó una copa y propuso un brindis por el éxito y felicidad de este matrimonio, agradeciendo a los amigos que se habían dignado acompañarlos. Como es tradicional, se efectuó, también, el sorteo de la liga y el lanzamiento del ramo de flores (dicen que quien lo atrape, será, casi con seguridad, la próxima novia). Intervienen chicas desde quince hasta cuarenta años, eufóricas, se arremolinan alrededor de la novia, en medio de picarescos comentarios e impertinentes bromas, con la esperanza de ser las beneficiadas. Parece que cada matrimonio es como si se moviera el ánfora de las solteras; creo que, interiormente, se preguntan ¿y a mí, cuándo me toca? Con gran expectativa, cruzan los dedos deseando con vehemencia que la novia les entregue el ramo en las manos; algunas señoritas suspiran con desaliento porque casi han perdido, ya, la esperanza y se aferran a la cálida opción de que les llegue por fin el bendito ramo. La música era muy alegre; había dos orquestas que parecían hallarse en competencia porque cada una trataba de interpretar mejor que la otra y el resultado fue un éxito; los amigos hacían derroche de alegría y bailaban sin parar. Con la música y con los continuos tragos que me brindaban, no supe el momento en que el licor se me subió a la cabeza. Estaba muy contento, hubiera querido que en ese instante se detenga el tiempo, pero Ana, con un suave tirón del brazo, me dijo: –¡vamos!... 53 Otra vez, teníamos la música, la despedida y los abrazos, los comentarios de doble sentido y una lluvia de arroz, otro detalle tradicional, signo de futura prosperidad. Avanzamos hasta donde estaba nuestro auto; como todo un caballero, tomé la frágil humanidad de Ana y, con infinita ternura, la levanté en el aire hasta colocarla suavemente en su asiento, con el pequeño problema de que la había tomado al revés, cosa que provocó su risa y terminó diciendo: –espera, que yo puedo bajar. Los dos reímos. Me tomó del brazo y caminamos dando una vuelta, abrió la puerta y fue ella quien me ayudó a acomodarme detrás del volante; luego, subió a su asiento y dijo: –Querido esposo mío, si quieres llévame al fin del mundo. –¡Pues allá, iremos! –dije. Y emprendimos el viaje. Las luces parecían somnolientas en medio de una tenue neblina que salía del suelo y, en fantasmales figuras, lentamente, iba trepando la colina, empeñándose en eclipsar esa hermosísima franja de firmamento tachonado de mil estrellas y el maravilloso semicírculo de naciente luna que dibujaba la blanca sonrisa del cielo. Hacía un poco de frío y, por un momento, pensé que toda la belleza del mundo se sintetizaba en esta circunstancia: miraba a mi flamante esposa, con su traje blanco, parecía el pedazo que le faltaba a la Luna… ¡Estaba feliz!… Disfrutaba como el poeta, de toda esa radiante belleza; más aún, con el efecto multiplicador de los tragos que acrecientan la euforia y el bienestar. Atrás quedó el bullicio de la fiesta, los amigos, los padres y, ante todo, la legendaria vida: niñez y juventud con todo ese conjunto de doradas experiencias, que serán, sin duda, el marco histórico o preámbulo del futuro. 54 El auto era el único objeto extraño en medio de la inmensidad del paisaje nocturno; entre abrazos, caricias y besos, habíamos recorrido algunos kilómetros, cuando recordé… –¡Tengo un C.D de buena música! Creo que es ideal para esta ocasión. –¡Me agaché a buscarlo en la guantera. –¡Cuidado! –gritó Ana. Miré al frente, un enorme camión parecía venírsenos encima… ¡Me había desviado de mi carril! Con un reflejo exagerado, desvié el peligro, sin saber que iría a dar directo al otro lado de la vía, contra una cerca de palos. –¡Juan no te mueras! Es lo único que escuché entre sueños; el dolor inmenso de mis piernas me impidió seguir consciente. Me desperté en una clínica. Otra vez, ese panorama de objetos blancos; ese olor característico de los remedios y mi brazo conectado a un suero que, gota a gota, en desesperada lentitud, marcaba el ritmo de mi fatídica suerte; lo primero que hice fue preguntar por Ana. –Aquí estoy, amor mío. Me dijo una voz, a tiempo que me sujetaba la mano. Lo borroso de mi primera impresión, poco a poco, se fue despejando y, por fin, la pude ver; estaba sonriendo muy cerca de mí. –¿Cómo estás? –le pregunté. Hice un esfuerzo, para que las palabras me salieran con propiedad. Ella me dijo: –Yo estoy bien. Me alegro mucho de que ya despertaste; sin embargo, creo que no debes hablar todavía. Trata de descansar. ¡Vas a salir adelante! Creo que mañana estarás muy bien; de mí, despreocúpate porque gracias a Dios, no me pasó nada. La miré otra vez y di un suspiro de alivio; la blanquecina luz y los sedantes hicieron que me durmiera 55 nuevamente. Ana me despertó con una suave caricia en la frente; allí estaba el doctor que me preguntó: –¿Cómo te sientes? –Al menos vivo, –le respondí. –¡Has salido del peligro! –me dijo–. Hemos tenido que operarte, los genitales se han salvado de milagro; como siempre, el indiscreto celular interrumpió la sentencia. Luego de hablar el tiempo suficiente como para exasperar la poca paciencia que me quedaba, dijo sin rodeos: –No vas a tener hijos, pues te has hecho la más rústica de las vasectomías; la punta de un grotesco tronco te dañó los genitales. –Viendo mi cara de angustia, añadió– hemos tenido que trabajar mucho en ellos para que en el futuro puedas tener con tu esposa una vida sexual normal; ahora, todo está bien; espero no hayan complicaciones. Yo, a pesar de las palabras de consuelo de Ana, me puse muy mal; un vendaval de pensamientos acudió a mi mente, todavía entorpecida por los sedantes… y no sabía por dónde comenzar. Había soñado ser un padre bueno y cariñoso; ya no tendría la oportunidad de tan preciada ilusión; como fantasmas afloraban a mi mente cortes de una película de lo que pudo haber sido una vida feliz; fácilmente, me fue invadiendo la depresión y funestos pensamientos iban minando mi cerebro como una plaga maldita. Todo lo positivo de mi alma se derrumbó y mi autoestima quedó en nada; enfrascado en ese abismo moral, no me di cuenta que habían pasado dos días; no había comido, apenas había ingerido algo líquido y había dormido muy poco, si a esa modorra se la puede llamar sueño. No quería hablar, no sé en qué momento –porque no permitía la asistencia de nadie– la enfermera me dio un somnífero y desperté después de algunas horas. A mi lado, tomándome de 56 la mano, estaba Ana. Yo hubiera querido dormir para siempre; pero, allí, estaba ella, con la mejor de sus sonrisas. Con la mirada indulgente y con la voz más dulce del mundo, me preguntó: –¿Cómo estás?... Mi gesto cansado le dijo todo. Entonces, con una voz profunda y segura, añadió: –el amor supera todos los problemas y tengo la firme decisión de luchar todos los días, por tratar de hacer de ti, el hombre más feliz del mundo. No me importa mucho, el que no podamos tener hijos. Dentro del matrimonio, hay muchas alternativas para ser felices. Además, creo que el accidente pudo haber sido peor, al menos, estamos con vida. Esta última reflexión me hizo recordar a Graciela. Medité un instante y, mirando a Ana, linda y llena de vida como siempre, pensé que todo lo que me había dicho era verdad. La maravillosa medicina del amor, la mano invisible de su seguridad y la misteriosa luz que irradia su ingenio lograron el milagro inmediatamente y, de pronto, me sentí… ¡muy bien! La miré larga y detenidamente y, con el abrazo más cálido del mundo, quedó en el archivo del pasado todo lo negativo; luego, le di un beso diciéndole: –¡Gracias!... 57 13 Ha transcurrido, ya, dos años de nuestro matrimonio; poco a poco, la relación se vuelve más mecánica y rutinaria: un hola y a comer; un beso, un te quiero mucho… y a dormir. Al comienzo, teníamos ganas de hacer cosas bonitas; nos faltaba el tiempo para ser felices; pero, luego, el cansancio y el aburrimiento, fácilmente, hicieron presa de nuestras vidas. Un día, dije a Ana, –sabes, pienso y creo que es un deber decirte: tú puedes rehacer tu vida; tienes todo el derecho de ser completamente feliz. Conmigo, el hogar será siempre incompleto; tú sabes que no es falta de cariño de mi parte, todo lo contrario, eres la persona más linda del mundo y te quiero mucho, pero no voy a poder darte un hijo. Ella se puso a llorar y, como era su costumbre, se fue al cuarto y, con un portazo, me dejó fuera de diálogo. Al otro día, después de que regresamos del trabajo, mientras tomábamos el café me dijo: –Juan, yo no quiero separarme de ti porque, también, te amo. Nuestro matrimonio ha sido bueno. No me gustaría romper lo que está bien hecho; creo que con cariño, diálogo y comprensión se vencen todas las dificultades, sin tener que llegar a decisiones extremas como el divorcio. Ya me había dado cuenta de que estábamos cayendo en la tibieza; las mujeres tenemos ese sentido especial que nos hace guardianas del cariño y la felicidad del hogar, pero, créeme, tenía miedo de afrontarlo, no por mí, sino por tu reacción; pero, ya que hemos tocado el tema, te voy a plantear la posibilidad de seguir siendo felices, adoptando a un niño. Yo había pensado, muchas veces, en esa alternativa, pero tenía que ser Ana, quien lo proponga. Después de escucharle, la miré largamente, le di un abrazo muy tierno y dije: –¡Me ha gustado mucho la forma en la que me has 58 planteado el problema, déjame asimilarlo y hablamos después de unos días. Ese día para mí fue muy especial, parece que en el hogar alguien encendió la luz de la esperanza; Ana volvió a ser cariñosa conmigo y un rayo de alegría brilló, nuevamente, en sus ojos. A veces, pienso que las mujeres pertenecen a una casta especial; son inherentes a su personalidad las más nobles virtudes: la generosidad, la ternura, la delicadeza, la entrega incondicional y la predisposición a defender lo que aman de verdad. Parece que tienen, en su corazón, un pedazo angelical que lo ignoramos. La casa en la que vivíamos era muy cómoda, de color blanco y tenía un techo rojo, tipo español, un amplio jardín frontal lleno de plantas y la verde alfombra de césped dividía una delgada callejuela en forma de “Y”, que nos servía para llegar con los autos hasta la cochera y, también, al vestíbulo de la entrada. Se encontraba a pocos minutos de la ciudad y, desde hace algunos meses, era nuestra. Los dos trabajábamos en diferentes empresas y nuestros ingresos eran abundantes en comparación con los gastos. Por lo general, salíamos en la mañana y regresábamos a media tarde. Teníamos un ama de llaves que se ocupaba de todo lo que era comida, limpieza, etc. Un jardinero, a tiempo parcial, se ocupaba de las plantas y de otros menesteres de orden masculino. En la oficina, yo tenía algunos compañeros; todos eran muy buenos; pero, siempre, existe entre ellos, alguien especial que, además de ser el buen amigo, es también el confidente, el hombre de confianza, el compañero ideal con el que se acrecienta a diario la solidez de una relación casi fraterna; este amigo ideal ha sido y espero que siempre lo sea… Enrique; con él, íbamos, en la hora de almuerzo, a un restaurante cercano, donde teníamos la mesa lista a la hora 59 exacta y con los platos preferidos. Ese día, en particular, salimos con Enrique despacio y en silencio; automáticamente, nos dirigimos al restaurante; yo estaba apático y distraído, debido a que no podía tomar una determinación respecto a la propuesta de Ana. A veces, Enrique, con una sola mirada, sabía que algo bueno o malo me estaba pasando; esta vez, se hizo el desentendido hasta que terminamos de comer. –Ya sé que se trata de Ana –me dijo, después de tomar el postre–, mejor, ¡descárgate!... y dime ¿qué te sucede? Con tranquilidad y sin omitir ningún detalle, le comenté la idea de adoptar un hijo. –¿Qué te parece? –le pregunté. –Sabes, es muy delicado decirte haz esto o aquello, así que mejor te voy a ampliar tus opciones. La adopción está muy bien porque cualquier niño, con padres como ustedes, tendría una vida feliz. En este caso, ustedes estarían en iguales condiciones; me refiero al hecho de que los dos sean padres adoptivos; pero ¿te vas a sentir realmente bien?… Conozco, tu alma generosa y noble, va a verse menguada por haber conculcado el derecho de Ana a su maternidad total. Anoche, vi en la televisión un reportaje completo de madres que habían sido inseminadas en los bancos de semen y que, ahora, eran felices. Mi querido amigo, allí, tienes otra opción. Me han dicho que estas instituciones son muy serias; si me pediste una opinión… ¡aquí la tienes! El tiempo del almuerzo era corto, hubiera querido seguir esta conversación, pero fue imposible y tuvimos que volver al trabajo. Esa semana pensé mucho en el asunto. Un día, yo estaba en mi estudio, arreglando unas cuentas, cuando Ana vino con una taza de café y la puso en el escritorio. Luego, con 60 esa coquetería que se manifestaba de repente y de la que yo disfrutaba con disimulo, me abrazó, besándome por todo lado… –Pensé que te habías olvidado de mí –le dije, riendo. Ella lo ignoró y siguió mimándome; yo, también, la acaricié con ternura. Alguien llamó a la puerta porque el viejo Tarzán se puso a ladrar. Ana se fue a ver qué pasaba; cuando regresó, aproveché el buen ánimo de ella para decirle con toda tranquilidad: –Haz el favor de escucharme que tengo algo que proponerte. Se sentó a mi lado con esa mirada interrogante y suspicaz diciendo: –Basta de misterios, dime, ¿de qué se trata? –He pensado mucho en lo que conversamos el otro día y yo quedé en darte una respuesta. Sabes, he tomado la firme decisión de que te sometas a una inseminación artificial. –Hice una pausa para ver su reacción y para darle, al mismo tiempo, un espacio para que lo piense. Luego, añadí–: si estás de acuerdo, tómate la libertad y el tiempo necesarios para llevar a cabo el proyecto. Se puso llorosa y salió del cuarto diciendo: –Voy a pensarlo, luego te diré cualquier cosa. Pasaron unos días en los que fingí despreocupación y que todo estaba normal; pero, nuestra mutua tensión nos traicionaba, cada momento, hasta que una tarde, que salimos a caminar hacia una colina cercana, donde filosofábamos de la vida, mientras moría un rojo sol en el horizonte, me abrazó y me dijo que no estaba totalmente de acuerdo con mi decisión, pero, si esa era la única forma de ser felices, que lo haría el mes siguiente. Yo preferí no acompañarla para evitarme bochornos; además, ella trataría de que nadie lo sepa. Yo callé y miraba pensativo el horizonte; ella me siguió 61 abrazando, mientras la brisa jugaba alborotándole el cabello y su ropa, contagiando de vida a esa hermosa tarde y haciendo que la delicada blusa con la que vestía, se pegara caprichosamente a su cuerpo, resaltando sus atributos femeninos de los que yo disfrutaba muy feliz. Por un instante, pensé que no importan todas las penas del mundo, si son matizadas por estos momentos. Nunca le pregunté nada respecto a los detalles de la inseminación que, por suerte, en el primer mes, dio resultado positivo y ¡Ana estaba, al fin, embarazada! Todos los amigos recibieron la noticia como algo normal, pues ellos la esperaban desde antes. Enrique estaba feliz y nunca, ni por un instante, nos preguntó cómo lo habíamos logrado. ¡Era todo un caballero! Ana cambió su estado anímico, su carácter dio un giro total; era más tierna y alegre, me manifestaba mucho cariño y respeto; estaba más activa; se dedicó a acondicionar la habitación para el bebé. Todos los días, tenía algo que hacer: salía de compras y, en la tarde, cuando yo llegaba del trabajo, siempre había algo para mostrarme. Miraba mi rostro esperando el comentario positivo que, por supuesto, siempre era acompañado de una felicitación porque, de verdad, eran cosas… muy bonitas. Cuando estábamos acostados, armaba un pequeño diálogo, entre papá, mamá e hijo fingiendo la voz del bebé; con todo esto, trataba de crear un lazo afectivo entre los tres, lo que no era necesario porque yo, desde el primer día, me hice el propósito de no pensar en el verdadero origen del niño. No sé porqué, pero hasta soñaba como si de verdad fuera mío. Vinieron luego los síntomas propios de la gravidez, con náuseas, falta de apetito, los antojos, la ternura exagerada, la paciencia y la barriga que, cada día, iba creciendo más y más. Tenía seis meses de embarazo; esta vez la acompañé donde el ginecólogo que la trataba; nos hizo ver en la pantalla 62 de un televisor, todo el milagro de la naturaleza sintetizado en un hermoso niño, lleno de vida, con todas sus partes completas, en camino de la perfección; nos dijo que estaba muy bien y que Daniel (como lo llamamos, desde el primer momento) estaría en este mundo los primeros días de octubre. Y así sucedió, nos habíamos preparado tanto, con todos los detalles muy bien estudiados; pero, cuando llegó el momento, fuimos apurados a la clínica, con las manos vacías. El primer chillido que resuena hasta el alma y activa todas las alarmas paternales, poniendo en evidencia una nueva vida, es la toma de posesión de un espacio en este mundo y la manifestación de un “¡yo…, por fin, existo!”. Aparentemente, no significa nada; pero, para mí, además de ser el aliento que oxigenó, por primera vez, ese cuerpecito, fue la señal de su presencia y de su mensaje de amor… Era mi hijo… ¡qué alegría! La gran responsabilidad comenzaba alterando las costumbres y marcando un nuevo rumbo a la nave del hogar. Ese anteproyecto de hombre, una maquetita de deportista, científico o poeta estaba allí, cogiéndome, por primera vez, el dedo índice, con sus deditos que apenas lograban sujetarlo. Ana estaba feliz, llegamos a casa donde, al fin, daríamos uso a las cosas que habíamos preparado con exageración, según mi criterio, ¡pero, claro!… nos faltó comprar: el biberón, el termo, un tarro de leche, etc. Así, comenzamos, con toda ilusión, la crianza de este nuevo ser, que vino a transformar totalmente nuestras vidas. A ratos, teníamos la impresión de que recién íbamos a comenzar la vida… que lo de antes había sido solo la preparación o un ensayo. 63 14 No existe un manual donde se enseñe cómo querer a un hijo; esto se aprende espontáneamente, con el paso de las horas y los días, sustentado por la inocencia de un ser en cuya mirada, difícilmente, se comprende los pequeños requerimientos: tengo hambre, cámbiame el pañal, mímame un poquito; ya no más, que tengo sueño. A veces, las cosas se tornan duras porque los niños, además de las miradas y pequeños balbuceos, solamente ríen o lloran, así, sabemos si están bien o… mal… La película de la vida de un hijo tiene una etapa muy importante en la infancia; cada día que pasa, hay algo nuevo mientras va creciendo. Necesariamente, los padres disfrutamos de los acontecimientos, del incipiente progreso evolutivo en sus diferentes manifestaciones: la paz angelical con la que duermen; el plateado murmullo de su incomprensible conversación, la franca y contagiosa carcajada con la que festejan rudimentarios eventos; el abrazo tibio y somnoliento, cuando posan su cabecita en el hombro; la cadencia de su aliento dormido, el olor maravilloso de células nuevas, sus tímidos primeros pasos, las audaces travesuras, la sinceridad de su abrazo, los primeros balbuceos de papá y mamá, los intentos de sociabilizar jugando y peleando con los compañeros de la guardería, la desafiante timidez con que disfrutan de la piscina, las primeras características de su personalidad expresadas en el dibujo y en la escritura. Yo resulté ser un hombre muy paternal, aparte del trabajo, la pasión de mi vida era Daniel; puedo decir, sin temor a equivocarme, que no me he perdido ni un día de su vida… ¡nos queríamos mucho! Cuando llegaba en la tarde, después del trabajo, parece que me estaba esperando porque salía en rauda carrera a encontrarme; no le importaba el tropezón de la mitad del 64 camino; se levantaba y seguía corriendo hasta llegar a mis brazos; en fin, la euforia era tal que con su sonrisa borraba todo lo negativo del día. Casi no me dejaba comer, bombardeándome a preguntas que, a veces, me dejaban sin posibilidad de responder; su particular apreciación de las cosas me hacía notar que existe un punto de vista que nunca lo había considerado. Era un artista en su espontáneo alarde de exhibición de cualquier relato; lograba acaparar toda mi atención y no escatimaba esfuerzo para complacerme. Los innatos celos con su madre eran dramáticos, a veces, hasta con un lloro de por medio; tenía una falta absoluta de prudencia en contar los acontecimientos íntimos a nuestros amigos, cuando su madre, con la mirada, le decía que se calle… ya era tarde. Los eventos escolares donde él intervenía, para nosotros, eran verdaderos acontecimientos y no, solamente, debíamos asistir los padres, sino que invitaba, también, a mis amigos. Enrique era su más fiel admirador y participaba de casi todos, especialmente, si eran de carácter deportivo, involucrándose seriamente en el asunto. Tenía un estante lleno de trofeos; allí, guardaba, también, las cosas rotas, fruto de las travesuras. Era el fiel admirador de los relatos que yo hacía de las pequeñas aventuras de mi niñez; ponía toda su atención, interrumpiéndome, a ratos, con ingeniosas preguntas. Como todo niño, le gustaba que le lean un cuento antes de dormir, pero era muy impresionable porque si el relato involucraba un poco de miedo, sus sueños no eran tranquilos sino llenos de pesadillas. Entre sus triunfos inolvidables están, entre otros, su primer diente, su primera noche seca y su triunfal equilibrio en la bicicleta. Todas estas y otras vivencias quedan grabadas como 65 páginas doradas en lo más profundo del alma, llenando paulatinamente los vacíos psicológicos de la primera profesión: “ser padre”. La relación entre Ana y Daniel era muy buena, matizada, de vez en cuando, con discusiones, motivadas por los diferentes criterios. En cambio, conmigo, todo era perfecto; yo era su héroe y modelo… el resto no existía. No soportaba mi ausencia prolongada y, cuando esto sucedía, me reclamaba airadamente; se ponía sentimental y me daba un abrazo con un pequeño sollozo y unas lágrimas mal disimuladas. Los cumpleaños eran festejados con payasos, piñata, música, sorpresas, comida y bebida; había invitados de todas las edades; para él, era muy natural mezclar a la familia con sus pequeños amigos; se ponía muy eufórico, pero, luego de apagar las velas, desaparecía porque no le gustaba que le hagan empapar sus mejillas con la crema de la torta, como solían hacer sus amigos. Su estilo de vestir era más bien elegante; se acicalaba en el espejo, durante algunos minutos, hasta recibir el último requerimiento de su madre que le decía: –ya todo está exageradamente bien, es hora de irnos. Le gustaba mucho el campo y la pesca; todas las veces me pedía un fin de semana de excursión. Enrique tenía un hijo un poco mayor, pero, a él le encantaba su amistad y compartían muchos momentos en juegos y en mirar la televisión. Era robusto y más bien alto para su edad, buen estudiante, lo que le distinguía entre sus compañeros. Yo era muy feliz con mi hijo; estaba muy orgulloso de cómo se desenvolvía en cada circunstancia para alcanzar sus 66 metas. No necesitaba hacer mucho esfuerzo; lo que más le importaba era la reacción satisfactoria de su padre. Jamás le falté a sus requerimientos, si estos eran lícitos; caso contrario, con una explicación bien clara, le decía que tal o cual cosa no le convenía. Como para mí era muy normal hacer las cosas que me habían enseñado mis padres, nunca pensé que alguna de ellas era costumbre exclusiva de la familia; pero él estaba muy a gusto de seguirlas y nos contaba, muy extrañado, que sus amigos no las conocían. Yo me había olvidado de que mi hijo no era biológicamente mío… Él jamás lo sospechó y no sé porqué, no consideramos con Ana la posibilidad de contarle. 15 El destino nos preparaba una sorpresa y la dulce monotonía de la vida hogareña tuvo que dar un giro totalmente imprevisto. Para pasar al siguiente año en el colegio, pidieron a todos los alumnos un examen completo de sangre orina y heces. Cuando recibimos la comunicación, nos pareció algo intrascendente… de todas formas, Ana llevó a Daniel donde el médico. Tenía que someterse a ese tedioso pinchazo para sacarle la muestra de sangre. Conociendo su carácter, sabía que eso iba a ser difícil; después de varias tentativas para convencerlo y la consabida discusión, ofreciéndole todo lo que proponía, accedió, al fin; la enfermera dijo a Ana, que el resultado estaría listo en 24 horas. Al día siguiente, mientras estaba merendando, recibí una llamada; era el doctor que quería hablar de urgencia 67 conmigo. Me alarmé mucho, pero disimulé para que Ana estuviera tranquila; sin embargo, debió sospechar algo porque me preguntó de qué se trataba; yo le dije que no tenía importancia. Esperé la hora de la cita, con un sabor amargo en la boca y un mal presentimiento. Entré al consultorio y me senté en la sala de espera; la enfermera me dijo que, en unos minutos, vendría el doctor, pues había tenido un contratiempo… al fin, llegó. Luego de arreglar algunas cosas del escritorio y de colocarse unos pequeños lentes de marco plateado, levantó sobre ellos una mirada inquisidora y, sin preámbulos, inició el interrogatorio; me preguntó si mis padres tenían alguna enfermedad maligna, si algún antepasado había tenido cáncer. Le contesté negativamente a todas las preguntas; luego, volvió a ver unas hojas donde estaban los resultados del examen y me dijo que quisiera hacer una prueba más de sangre para ver si no existía algún error porque, según este resultado, Daniel tenía leucemia. Debo haberme descompuesto con la noticia porque, sin consultarme, el doctor sacó una botella de licor, me dio un trago y dijo: –¡tome porque lo va ayudar! Así lo hice y tuve fuerzas para no caer; él me miró preocupado y dijo: –cuando superemos el problema de su hijo, quisiera ver cómo anda su corazón; yo ignoré, hábilmente, su comentario y quedamos de acuerdo en hacer el segundo examen a Daniel para descartar cualquier error. El tiempo que demoraron en entregarnos los resultados duró una eternidad; estaba muy nervioso… abrigaba, íntimamente, la esperanza de una equivocación; en ese tiempo de espera, mi imaginación no daba tregua pensando cosas terribles; por fin, sonó el teléfono… era el doctor para decirme, que lo lamentaba; pero, que, nuevamente, el resultado era positivo y que debía ir a hablar 68 personalmente. En el consultorio, el doctor me dijo, que esté tranquilo… que el caso era tratable, que mientras más pronto lo inicie, había un porcentaje muy alto de probabilidades a favor. Llegué a la casa muy mal, no sé de dónde saqué fuerzas para contarle a Ana toda la situación; como locos acudimos, al día siguiente, otra vez, al consultorio del doctor porque Ana necesitaba hacer unas preguntas. Este nos explicó el estado de Daniel con lujo de detalles y todo lo concerniente a esta terrible enfermedad, pero, en este caso, estábamos a tiempo de tratarla; lo primero que debíamos hacer, es encontrar un especialista. Yo le dije: –nosotros no conocemos a ninguno, quizás, usted pueda recomendarnos a alguien. Me dio el nombre de un doctor, a quien llamó inmediatamente para recomendarnos y concertar una cita. En la casa, no podíamos ocultar nuestra intranquilidad; estábamos muy nerviosos; tratamos de serenarnos, pero todo intento parecía inútil. Ana se tomó un calmante y yo una copa de licor; debíamos esperar la hora de esta nueva cita que, al fin, llegó. Llamé a Daniel, que estaba en su cuarto, y nos encaminamos a la clínica donde trabajaba este especialista. Una secretaria tomó nuestros datos; luego, el doctor nos atendió con mucha amabilidad, indicándonos cosas que ya sabíamos y otras que nos resultaban nuevas. Al comienzo, no teníamos ni idea de lo que debíamos hacer; pero, con la abundante y pedagógica explicación que nos diera el médico, comprendimos que el éxito del tratamiento dependía mucho de nuestra serenidad y eficiencia, en lo que nos correspondía hacer. Le dijo a Daniel, de forma muy delicada, que espere afuera un momento. Una vez, que estábamos solos dijo: –Quiero, ante todo, que aplaquen un poco esos nervios. Piensen, por un momento, que no son la primera pareja a quién se le ha enfermado un hijo; esta enfermedad, 69 como cualquier otra, hoy en día, es tratable… ¡Tienen que estar ustedes bien! para que Daniel, también, lo esté. Espero verlos la próxima semana; sé que es desagradable para el niño, pero aquí está la orden para otro examen de sangre. A pesar de estas recomendaciones, en la casa, nuestra preocupación iba en aumento; Ana no paraba de llorar y yo debía estar con un carácter terrible porque Daniel se extrañó mucho al vernos así y preguntó: –¿Qué les pasa, por qué tanto alboroto? Yo no estoy como ustedes, a pesar del nuevo pinchazo que me dio la señorita para sacarme más sangre. Ana con dulzura y sacando fuerzas de su flaqueza, le explicó las cosas que nos dijo el doctor. Daniel, en vez de derrumbarse, lo asimiló con serenidad y con mucho optimismo me dijo: –¿No me dijiste tú que hay que tener fe en Dios? Que los problemas hay que resolverlos y no… llorar sobre ellos. –Me dio un abrazo tierno y emotivo, y añadió– sé que vas a salir adelante, confío totalmente en ti. Esa fe que manifestó Daniel fue la mejor medicina para sacarme del hueco de la depresión; tuvo un efecto multiplicador, mi moral y optimismo subieron. Ana, también, se contagió de la confianza de nuestro hijo y los dos estábamos listos para hacer lo necesario por su salud. A pesar de todo, el día que fuimos, nuevamente, donde el médico, Daniel era el único que hablaba; iba contándonos los pequeños acontecimientos de su vida diaria en el colegio. Yo lo escuchaba con atención, como lo había hecho siempre, haciéndole preguntas de anécdotas intrascendentes para mí, pero, muy importantes, para él; especialmente, las de aspecto deportivo. Miré de reojo a Ana y la vi con el ceño adusto y estrujando entre sus dedos un papel; iba a decirle algo, pero me callé. 70 Nunca la había visto tan preocupada, creo que así son todas las madres cuando se enferma un hijo: su belleza se marchita junto con el optimismo y la esperanza. Daniel quería distraernos y comenzó a tararear una canción y alteraba la letra de una forma muy cómica; Ana y yo no pudimos contener la risa y, así, pudimos llegar al consultorio más tranquilos. Nos tocó esperar el turno en una salita con una mesa donde estaban unas revistas en absoluto desorden; las sillas, donde se sentaban los pacientes, eran de cuero; en la pared, había una colección de títulos ubicados en orden cronológico, mudos testigos de los triunfos logrados durante la larga vida profesional del doctor; me puse a mirarlos, había muchos diplomas de cursos realizados en distintos lugares del mundo, era un experto en varios aspectos de su especialidad. Por fin, la puerta se abrió y la enfermera nos invitó a pasar; esta vez, recién me fijé detenidamente en el doctor: era un hombre de unos 40 años, alto, con una mirada de águila; sobre unos lentes de montura, parecía escudriñar no solo las enfermedades corporales, sino que daba la impresión de que hurgaba el alma. –¡Tomen asiento!… –hizo una pausa mirando unos papeles y continuó– según el último examen de sangre, Daniel presenta el tipo de anemia normoblástica, que es un indicador inequívoco de leucemia; pero, no debemos ser concluyentes, así que, por seguridad, debemos hacer un examen citogenético de la médula ósea y determinar con exactitud la etapa de la enfermedad si es que la hubiere y, según el resultado, ver el tratamiento que podemos aplicarle. En todo caso, por los síntomas que aún no se manifiestan, creo que a la enfermedad se la puede controlar. Se dirigió a Daniel diciéndole: –¡tranquilízate! Este es un ligero contratiempo y lo superaremos rápido. Si ustedes lo permiten, debo hacer este examen 71 inmediatamente; Daniel puso una cara de fastidio, según él, no toleraba un pinchazo más; yo lo llamé a un lado y le dije: –¡Hijo, tienes que portarte valiente! –le di un abrazo muy apretado y añadí– ¡lo siento mi hijo, pero no hay otra solución! A regañadientes dijo: –¡Está bien! Dile al viejo que haga conmigo lo que quiera, –me miró y, también, me dio un abrazo. Le dijimos al doctor que haga todo lo que sea necesario. –No es mucho –respondió–. Solamente, se requiere de este examen. Y nos entregó un sobre con la orden. Al día siguiente, estábamos todos más tranquilos; con un suspiro de resignación y una mirada de esperanza, fuimos, otra vez, al consultorio; el doctor, después de leer los resultados del laboratorio, nos dijo que se trataba de una mieloide crónica en su primera etapa. Nos miró unos segundos… nosotros habíamos aceptado ya, la ingrata realidad y no entendíamos mucho los detalles científicos; de todas formas, allí, en lo profundo del corazón, se arrancó nuestro último hilo de esperanza de que el examen dijera que todo estaba bien. Ana lloró un rato y luego se calmó; yo no sabía qué decir. El doctor esperó que Ana se calmara, luego dijo: –Esto hay que tomarlo con tranquilidad y no alarmarse tanto. Si comenzamos inmediatamente el tratamiento, no habrá nada de qué temer. Para estos casos, quedan dos posibilidades: la quimioterapia, que es una forma fuerte y cuyo resultado no es totalmente efectivo, ¡claro, que garantiza un retardo considerable en el avance de la enfermedad! La segunda opción es realizar un trasplante de médula ósea; para esto, hay que conseguir un donante que tenga ciertas características…, generalmente, las tiene el 72 padre o un hermano del paciente, en este caso, –me miró sobre sus lentes y dijo– …¡Usted! Salimos del hospital y los llevé a tomar algo en una calle cercana; un helado para Daniel y un café para Ana; yo tenía sed y pedí un vaso de agua; estuvimos un momento callados; Ana reaccionó y me dijo: –¡tranquilízate, Juan!, de alguna forma, vamos a solucionar este problema. Cuando llegamos en la casa, subí al cuarto y me recosté con mi cara sobre la almohada; era la posición que adoptaba cuando no podía más y los problemas eran mayores que mis fuerzas; Ana, después de unos minutos, llegó a hacerme compañía y dijo: –¡Por favor, no te derrumbes! Yo tengo fe en ti, sé que vas a encontrar una solución. –¡Pero, si no sabemos quién es el padre biológico de mi hijo! –le contesté. Ella me dijo: –En los lugares, donde hacen inseminaciones, existe un registro de los donantes; tienes que investigar ese dato para poder ubicar al donante; luego, rogarle que nos venda su médula, –y añadió– la vida parece un continuo juego de ajedrez, donde la jugada de cada día siempre es más complicada que la anterior; la de ahora, siendo difícil, no creo que sea un jaque mate y… ¡la ganaremos como sea! En un momento libre del trabajo, fui a la clínica donde Ana realizó su inseminación; era una casa recién restaurada; su aspecto exterior era normal; pero, por dentro, era evidente que la habían reconstruido. Me acerqué a información y pedí hablar con la persona encargada de manejar los archivos porque necesitaba unos datos de hace diez años, aproximadamente. Una señorita me dijo: –como usted se habrá percatado, este edificio ha sido remodelado; del antiguo, no queda casi nada; ha cambiado todo, incluido, el personal; sin 73 embargo, vaya allá, (me indicó un pabellón contiguo al edificio, que estaba cerca) puede ser que allí le ayuden en algo. Se trataba de una construcción vieja y descolorida; parecía un lugar abandonado. Subí unas bulliciosas gradas de madera y me encontré en un vestíbulo, con una señora que me atendió muy amablemente; me invitó a sentarme en una silla con espaldar de mimbre (debió ser un hermoso mueble en su tiempo) Le expuse mi necesidad, sometiéndome a un vendaval de preguntas, que las mujeres hacen siempre para satisfacer su curiosidad. Dijo que dicha gestión tomaría su tiempo y que debía hacer una solicitud al jefe porque se trataba de un informe confidencial que requería su autorización. Yo di un suspiro de inconformidad, la miré por un instante… no pude decirle nada, desmoralizado, me dirigí hacia la salida; iba caminando con paso cansado; sentía que estaba atravesando un mal momento. De pronto, me llamó y dijo: – perdone la indiscreción, algo grave le pasa a usted. –Se puso de pie, me dio una palmada en el hombro y añadió– le veo muy abatido… pero descuide, ¡yo le voy a ayudar! –Se quedó un minuto pensativa y, en voz alta, dijo– esta vez evitaremos los tediosos trámites burocráticos. Sí… ¡venga en unos cuatro días! Voy a ver si logro encontrar lo que usted necesita; debe haber por allí, un archivo donde haya constancia de estos asuntos. En mi casa, todo se había puesto más tenso, ya no se respiraba la paz de antes; por más que nos esforzábamos, no se lograba recuperarla. Los únicos seres felices e inmutables eran Daniel y el perro; al verlos, Ana y yo nos dejábamos contagiar de esa energía positiva y así adquiríamos la fuerza necesaria para seguir adelante. Ana no me preguntó absolutamente nada respecto a las 74 gestiones que yo había realizado; como siempre, me dio el tiempo y el espacio necesarios; sabía que estaba preocupado del asunto y que no debía presionarme. Después de unos días, regresé, nuevamente, al edificio, la señora estaba ocupada con otra mujer y una niña. Con su mirada, me invitó a tomar asiento en la pequeña sala, donde, sin querer, me informé de cosas triviales de la vida ajena y de la que, necesariamente, las mujeres hacen motivo principal de su diálogo. Cuando ya se despedían, no podía faltar el inevitable comentario respecto a la niña que, por ser poco agraciada, lo único que atinó a decir fue –¡qué grande que está!... ¿cuántos años tiene?… ¡Por fin, esta mujer se despidió y se marchó! Una vez que estuvo sola y, después de pedir disculpas, me informó que hizo la investigación, pero sin resultados. –Verá… –me dijo– debido a la reconstrucción del edificio y al cambio de computadoras, no ha quedado ningún registro de esa época; por el momento, no sé dónde o de qué forma se puede obtener esa información, pero no se desanime voy a seguir intentándolo; yo me llamo Cecilia y este es mi número telefónico. Me quedé muy mal, no podía articular una sílaba. Me miró preocupada y añadió: –en esa época, todo había sido manejado por una doctora Vega; pero ella se ha retirado del trabajo hace tiempo y nadie conoce su domicilio; con seguridad, ella debe tener una copia de los archivos de ese entonces; déjeme usted, también, el número de su teléfono; si sé algo lo llamaré inmediatamente. Llegué a la casa y, con la colaboración de Ana, nos pusimos a ubicar a esa doctora. Buscamos en la guía telefónica de todos los años; pero, en vano… Llamamos a los institutos de seguridad social, a las empresas de teléfonos móviles, en fin, pasamos una semana y no logramos ninguna pista. ¡Era muy difícil!, ubicarla, solamente, con el apellido. A pesar de todo, no me daba por 75 vencido… cogía, una y otra vez, la guía telefónica y llamaba a todas las doctoras de apellido Vega, preguntando si no habían trabajado en el Instituto de Inseminación; unas personas me contestaban con paciencia y cultura; pero, la mayoría me dejaba fuera del diálogo, asentando su teléfono. No teníamos ninguna constancia de esta clínica. Ana, por prudencia, y para que nadie lo sepa, había eliminado todos los papeles concernientes al asunto. Un día que salía desalentado de mi oficina, me llamó la señora Cecilia y me dijo: –el día lunes viene un señor que, hace años, fue el chofer de la ambulancia; él está tramitando su jubilación; con toda seguridad, debe conocer a esta doctora. ¡Véngase el martes que yo le tendré alguna respuesta! El tiempo transcurre con lentitud cuando uno espera. Yo andaba trastornado por la impaciencia; no podía concentrarme en el trabajo; dormía poco, no tenía apetito y el día martes no llegaba nunca. 16 Aún no eran las ocho de la mañana, cuando ya esperaba en la oficina de doña Cecilia; en cuanto me vio, me dijo: –le tengo buenas noticias. Ayer, sí vino el chofer y me informó que se acordaba muy bien de la doctora Vega; que no sabía su dirección, pero que tenía el nombre y el teléfono de una amiga íntima de la doctora; aquí lo anoté. –y me entregó el papel. Se trataba de una señora Alicia Ordóñez. Casi no me despido por la emoción; desde la puerta, regresé a agradecerle por el inmenso favor que me había hecho. Sin perder tiempo, salí a la calle. Estaba feliz porque se me había abierto una ventana de esperanza. Llamé por 76 teléfono a la señora Ordóñez; una melodiosa voz contestó, amablemente, y me invitó a su casa para conversar; nos citamos para una hora después. En menos de veinte minutos, me encontraba en la dirección señalada; me latía el corazón con fuerza, pero traté de tranquilizarme mirando el lugar, mientras llegaba la hora de la cita. Era un barrio muy bonito con abundantes árboles. Ese día amaneció con un tibio sol mañanero que, con la suave brisa, proporcionaba un natural bienestar. A los tiempos, me fijé en los pajaritos que jugueteaban persiguiéndose de rama en rama y pensé… en lo hermoso de la vida. ¡Cuánta belleza Dios nos regala y la mayoría de personas no disfrutamos de ella… absortos en nuestras estúpidas preocupaciones cotidianas. Miré el reloj y, a pesar de no ser la hora exacta, creí prudente acercarme al domicilio de la señora Alicia. Ella vivía en una casa blanca con techo, estilo español, rodeada por unos espacios verdes muy cuidados, jardines y numerosos árboles; en cuanto salió a abrirme la puerta, me pareció familiar; pero no recordaba ni dónde, ni cómo la había conocido. –Pasa… –me tuteó y me llevó directamente a su estudio. Era una oficina con un toque moderno y de buen gusto, un escritorio, tres sillas y su computadora. –¿Ya me ubicaste?... o te refresco la memoria… –¡Pues, tendrás que hacerlo! –le dije– porque, por más que lo intento, no me acuerdo… nos conocimos en algún lado… pero, no sé donde. Levanté la vista y ¡casi me muero! En la pared principal de la oficina, con un marco dorado, en tamaño gigante, colgaba una foto donde había tres hermosas muchachas sonriendo a 77 plenitud: Graciela y sus inseparables amigas, una de ellas era Alicia. Siguiendo el movimiento de mis ojos y, después de reponerme de la sorpresa, sonrió y me dijo, –sí… ¡soy Alicia!, la amiga íntima de Graciela. Parece que toda una descarga eléctrica sacudió mi cuerpo; me quedé estupefacto. Debía haberme puesto pálido porque tomó de un estante una botella de licor y, sin preguntar, me sirvió un vaso diciendo –¡toma… te vas a sentir mejor! Lentamente y como un autómata apuré hasta la última gota de su contenido. Aquí estaba toda la información que yo nunca tuve sobre su muerte; involuntariamente, me limpié los ojos y me rasqué la cabeza; algo que hacía inconscientemente, cuando estaba muy perturbado o no podía asimilar algo. Ella, muy perspicaz y con sutileza, hizo tiempo para que yo pueda ordenar mis pensamientos y superar la sorpresa. –Disculpa porque las cosas hayan pasado así; parece que te golpeó muy duro el recuerdo. Se fue a la cocina y, luego, me invitó a una taza de café. Con ojos curiosos, me preguntó: –¿Para qué quieres ubicar a la doctora? –Es una larga historia. –Yo le dije–. ¿Estás con tiempo? ...Ante el afirmativo movimiento de su cabeza, le conté todo lo que me pasaba. Ella escuchó con absoluta calma. No me interrumpió para nada; cuando terminé, quedamos callados por un momento; luego dijo: –No te preocupes, ya, de tu problema… ¡lo vamos a solucionar! Se acomodó en su asiento sin despegarme la mirada. No pude seguir ocultando mi curiosidad y le manifesté: 78 –Sabes, yo nunca supe nada respecto a cómo murió Graciela. ¿Qué le hicieron los asaltantes?... ¿Quedó con vida después del asalto?… ¿Murió en aquel lugar? Yo no tengo la menor idea, a mí me golpearon; estuve en coma algunos días y, cuando desperté, casi me muero cuando supe lo que pasó. –¡No me cuentes más!… ¡Lo sé todo! –dijo Alicia. Ante mi interrogante mirada, añadió –no sé si quieras escuchar, hay tantas cosas que debes conocer. –Tengo todo el deseo de saber hasta el último detalle y no te preocupes de mi tiempo, –le dije. Alicia con mucha serenidad, comenzó su relato: –Una vez que los asaltantes te vieron desvanecido en el piso, sacaron una pistola pequeña y uno de ellos disparó a tu cabeza para matarte, pero… cosa extraña… no salió la bala; Graciela gritó a todo pulmón, pidiéndoles que hagan con ella lo que quisieran, a cambio de que te perdonaran la vida. Los maleantes se miraron entre sí y, luego, a Graciela y, por esos raros milagros de la naturaleza, aceptaron de muy mala gana su propuesta. A continuación, te vaciaron los bolsillos y, después de pegarte un puntapié, como despedida, subieron al auto. A Graciela, la llevaron a un campamento, donde la encadenaron y fue presa de todos los abusos que la mente humana puede concebir; la obligaban a tomar alcohol, le inyectaban drogas, la mantenían amarrada a una silla y así la tuvieron durante todo el tiempo. Abusaban de ella cuando les venía la gana; le daban de comer muy poco y, a regañadientes, le permitían ir al baño. En las largas y monótonas horas que permanecía sentada, escuchaba en silencio cómo planificaban las fechorías; cuando oscurecía, se iban dejándola vigilada. Un día, que se quedó con uno de los maleantes, ella 79 pidió, de una forma muy coqueta, que le permitiera darse un baño porque se sentía sucia. Con una mirada libidinosa, este aceptó la propuesta, pero con la condición de vigilarla en todo momento para lo que él, también, entraría al baño. Para Graciela, esta respuesta constituyó su triunfo. El baño tenía una tina muy antigua y descuidada, donde caía el agua a través de una vieja tubería; la limpió, abrió la llave y la llenó. Se desnudó y se disponía a meterse en ella, cuando el ladrón la tomó del cabello diciendo: –lo lamento nena, pero no quisiera que el jefe me regañe por esto… de repente vayas a hacerme alguna jugarreta. Graciela se alzó de hombros y creyó, por un instante, para sus adentros, que su intento fue vano. Sin embargo, el delincuente, un poco indeciso, no podía resistir la tentación al verla desnuda, añadió: –Está bien… pero quiero que me desvistas y me hagas sentir como un rey. –¡Encantada!... –le dijo Graciela. El hombre dejó la pistola y las llaves en el bolsillo del saco que lo tiró sobre la silla; pero no soltó un bate de béisbol que lo llevó hasta el borde mismo de la tina. Graciela lo distrajo cuanto pudo y, en un momento de descuido, arrancó de un solo tirón la tubería de la ducha y le propinó al hombre un tremendo golpe en la cabeza. Aprovechando la momentánea confusión del maleante, salió como loca en busca de la pistola y las llaves, pero el ladrón, atontado aún, asomó con el bate y le dio repetidas veces en la espalda, mientras Graciela aprisionaba, debajo de su vientre, la chaqueta. Aguantó estoicamente el castigo, mientras su mano derecha hurgaba ansiosa por encontrar la pistola que… ¡al fin, la encontró! Con las pocas fuerzas que le quedaban, se dio la vuelta y le disparó una y otra vez. Vino un silencio absoluto; se escuchaba, solamente, el palpitar y el jadeo de su cansada respiración; por un momento, 80 pensó que moriría ella también… porque estaba muy herida y sangraba por todo lado. Con mucho esfuerzo, tomó las llaves, se vistió y salió a la calle a pedir auxilio; a pesar de su deplorable estado, debido al maltrato recibido, logró correr algunas cuadras, pidió ayuda a los transeúntes pero en vano; a nadie parecía importarle una mujer desgreñada, mal vestida y empapada en sangre. Llegó, al fin, hasta un parque y habló con un policía, quien llamó a un patrullero y la llevaron al hospital; desde allí, pudo comunicarse conmigo y yo acudí a auxiliarla. El doctor que la examinó me dijo: –lamento decirle que los daños, que ha sufrido su amiga, son graves; según las ecografías, tiene destruido un riñón y parte del hígado debido a los golpes recibidos. No es un diagnóstico definitivo –añadió– ya que vamos a realizar otros exámenes y, según estos nuevos resultados, podríamos hablar de un tratamiento, si es que este es posible. –Gracias doctor, hablaremos al respecto; pero, ahora, quisiera que usted me permita ver a mi amiga. En una habitación de cuidados intensivos, estaba Graciela conectada a varios aparatos. Al acercarme, me miró y unas gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. La tomé de la mano y así estuvimos un buen rato. Ella no podía hablar porque estaba impedida por una máscara transparente a través de la cual respiraba; le dije –tú sabes cuánto me duele lo que te ha pasado, pero gracias a Dios estás viva y vas a salir adelante; yo voy a estar a tu lado hasta cuando te recuperes. No pude seguir hablando porque las lágrimas me impedían y opté por salir, aprovechando que me llamaban desde la secretaría. Querían que me haga cargo de todas las formalidades; firmé unos papeles de carácter legal para que los doctores puedan tratarla en el hospital; les proporcioné su nombre, el lugar de trabajo y otros datos de rutina que siempre solicitan para llenar todos esos formularios 81 burocráticos. Graciela tuvo que ser sometida a varias operaciones; le extirparon el bazo y un riñón; los doctores dijeron que había salido bien, pero que no sabían cómo iba a evolucionar posteriormente; pues, su otro riñón, también, había sido lesionado y estaba en observación. Yo pedí permiso en el trabajo para poder atenderla y con, María, nuestra otra amiga, nos turnábamos para acompañarla, de tal forma que nunca estaba sola. Al tercer día de su operación, pudimos hablar y, por fin, pudo contarme a breves rasgos lo que había pasado; luego, me dijo: –disculpa que te moleste, pero quisiera saber cómo está Juan. Ya suponía que me ibas a preguntar por él. No te preocupes, ¡sé que está bien! –dije– mientras, en su rostro, se dibujó una infinita satisfacción. (Claro que no sabía mucho, pero… ¿que más podía decirle?) Al día siguiente, la encontré muy desanimada; después de saludarme, cogió mi mano con fuerza y, después de llorar algunos minutos, me informó que esa mañana había dialogado con el doctor, quien le había dicho, –lamento mucho, pero durante mi vida profesional siempre digo la verdad a mis pacientes, por más dura que esta sea; pienso que lo suyo es grave; así se recupere, le quedará poco tiempo de vida… ¡Máximo un año! Lloramos las dos sin consuelo; luego, ella un poco más tranquila me dijo: –mi vida no importa si Juan está bien. Ve cómo lo haces, pero quisiera saber de él. No me fue tan difícil averiguar cómo estabas porque en la publicación semanal de un periódico se registra el estado de los pacientes de esa clínica y, en tu caso, abundaron en detalles. No contenta con eso, yo misma me fui allí y la señorita recepcionista me informó de todo; además, me preguntó, qué 82 parentesco tenía yo contigo… le dije: –Soy una secreta admiradora; no quiero que alguien se entere de esto, pero deseo saber todos los días cómo está. Me dijo: –yo estuve en una circunstancia parecida y nadie me ayudó, pero yo, a usted, sí la voy a ayudar. Me ofreció su número telefónico para que la llamara en cualquier momento. Cuando Graciela supo que estabas bien, se puso muy alegre; yo aproveché su momentáneo bienestar y salí a tomar un café; pero, cuando regresé, otra vez, estaba triste y pensativa; yo no quería involucrarme en sus pensamientos y, entre mí, pensé… ¡ya le ha de pasar! No fue así… Parece que su ánimo se iba nublando poco a poco; estaba librando una lucha interior y yo no la interrumpí para nada. Después de unas horas de dolorosa meditación, me dijo: –Alicia, quiero que Juan piense que he muerto. –¡Estás loca!... ¿Cómo vas ha hacer eso? –Mira… primeramente, no voy a vivir mucho tiempo. –Hizo una pausa para llorar y, cuando se calmó, añadió– en segundo lugar, me siento tan mancillada, que me sería imposible disfrutar un minuto de su vida y de su amor. Me miró a los ojos diciendo: –sé que me vas a ayudar en esto… ¡Gracias por comprenderme! Después de unos días, cuando estaba mejor, la llevé a mi casa para atenderla; mandé a traer las cosas de su departamento, diciendo a la casera y a los vecinos que Graciela había muerto en un asalto. Todos los días, la recepcionista me llamaba para informarme sobre tu estado de salud y, cuando te dieron el alta, me dijo: –despreocúpese, amiga, él va a estar muy bien. El mismo doctor me dijo: –la salud de su cuerpo está muy bien, 83 pero la de su alma, yo no respondo. A Graciela, le conté que te habían dado el alta y que te habías reintegrado a la vida familiar. Esa noticia la alentó tanto que, evidentemente, ella, también, comenzó a mejorar. Yo evitaba abordar el tema para ver si, al menos por un momento, se olvidaba de ti; pero no era así, a veces, viéndola tan pensativa, me moría de pena. Ella, por delicadeza, esperaba que fuera yo la que le dijera algo al respecto. Un día, no pudo más y me preguntó si sabía algo de tu salud. –¡Graciela no te preocupes, él ha quedado muy bien, está ya en su casa. Creo que, como tú, debe necesitar, también, mucho tiempo para aprender a vivir sin ti; ella suspiró profundamente y dijo: –si él está bien, no me importa mi vida, ni mi salud… Algún día se olvidará de mí y comenzará una vida feliz con una mujer bonita y sana. En el laboratorio, donde ella trabajaba, hablé con su jefe; él me dijo: –por mí, no hay apuro, espero que se recupere totalmente; aquí estará su oficina esperándola. Pasaron algunos días y Graciela fue recuperándose rápidamente; pronto, se sintió con fuerzas para asistir a su trabajo. Los primeros meses vivió conmigo; pero, luego, tú la conoces lo delicada que es y arrendó un departamento cerca de aquí. Después de unos meses, la acompañé donde el médico que la trataba. Este le hizo algunos exámenes y nos dijo: –¡Estoy sorprendido! ¡Cómo ha mejorado! Debo admitir que se ha efectuado un milagro. Admito, también, mi equivocación, cuando afirmé que iba a vivir solamente un año; ahora, digo, sin temor a equivocarme, que usted vivirá algunos años más. –Luego, guiñándole el ojo añadió– disfrute de la vida, mientras la tenga. 84 Graciela se entristeció y dijo; –¡Qué equivocación tan estúpida! De saber esto, no le hubiera dicho a Juan que me he muerto. Lloró desconsolada sobre mi hombro, –luego, añadió con tono de resignación –en fin… las cosas ya están dadas, de todas maneras, no soy una persona sana; siempre tengo que estar con la botica en el velador de mi cama y si, ahora estoy bien, esto es temporal porque pienso que no he de vivir mucho tiempo. Yo la escuché en silencio y para animarla comenté, –¡qué tontería!... Estos médicos deberían estar muy seguros para atreverse a dar un diagnóstico tan serio… ¡No hagas caso a este loco! Ya se equivocó una vez… y puede hacerlo mil; personalmente, creo que las personas se mueren cuando Dios las llama. Y así comenzó a transcurrir esta nueva etapa de nuestra vida. Los fines de semana nos reuníamos para conversar y tomar un café. Yo siempre trataba de que ella se olvidara de ti, pero vi que eso era imposible; así que lo mejor que podía hacer es llevarle noticias todas las veces que podía hacerlo. Supo que te enamoraste de Ana y que luego te casaste; esos días estuvo nostálgica, pero pronto le pasó y parecía feliz como siempre. Mientras duró el relato, tanto Alicia como yo habíamos llorado sin recelo ni control; al final, me quedé mudo. Alicia me dejó solo por un momento; luego, vino y me preguntó si quería servirme algo; le dije: –¡gracias! Si tienes, me gustaría un trago fuerte; me sirvió un medio vaso de escocés puro, que lo tomé a pequeños sorbos sin siquiera pensar en lo que hacía. Alicia me acompañó con una bebida suave. Estuvimos en silencio por un momento; después, vino la pregunta inevitable: ¿dónde está?... Alicia se sentó muy triste y, entre sollozos, me contó que su amiga, hace unos días, se puso muy mal y que, ahora, estaba en una clínica, en otra ciudad, donde iba a morir por 85 insuficiencia renal. Ayer hablé con ella y me dijo: –Amiga mía, creo que me voy a morir en pocos días; trata de ubicar a Juan; no quiero irme sin verlo así sea un minuto. –¡Yo también quiero verla! –dije. Alicia me dio la dirección exacta y quedé en viajar a ese lugar, al día siguiente. Me despedí de Alicia; yo, muy agradecido, y ella, muy cariñosa; quedamos en vernos en la clínica donde estaba Graciela. –Antes de que te vayas, –dijo– espero que te hayas dado cuenta que la doctora Vega es Graciela. Con una forzada sonrisa, le dije que sí. Llegué a mi casa exhausto, pues las emociones me agotan mucho más que el trabajo; por suerte, Ana no estaba en casa y me acosté a dormir. Al día siguiente, le conté a Ana que había logrado ubicar a la doctora Vega –¿y dónde está? –me dijo. Yo le respondí que ella se encuentra en otra ciudad y que tenía que viajar hasta allá para poder hablar con ella. Tomé un taxi y fui al aeropuerto; compré el ticket y esperé mirando a la gente como enajenado; parecía que la computadora de mi cerebro no podía asimilar tanta carga y que iba a explotar; me acerqué a la farmacia a tomar una pastilla y me sentí mejor. Ensimismado en tantos pensamientos, no escuché el anuncio de mi vuelo; un señor que chequeó el boleto detrás de mí, me preguntó porqué no acudía al llamado; como si me despertara de un letargo, agradecí a este buen hombre su comedimiento y corrí hacia el avión. Este era pequeño, 86 busqué el número de mi asiento y me recosté en el espaldar, mientras pensaba… ¡cosa extraña!... No tenía ese pánico de volar que había sentido en los viajes anteriores. ¡Esta vez… no!... ¿tanta sería mi preocupación? Sería por la pastilla que tomé para el dolor de cabeza o el estrés que, en cuanto acomodé mi cinturón, me quedé dormido. 87 17 La clínica quedaba muy lejos; opté por rentar un auto en el aeropuerto. Había mucho tráfico y no podía avanzar normalmente; como a un muchacho, comenzó a palpitarme el corazón con mucha fuerza. ¿Será tanto mi anhelo de ver, por fin, a Graciela? Comencé a preguntarme ¿cómo estará?, ¿por qué no pudo darme la noticia de que estaba viva?, ¿por qué no fui yo quien la cuidó el poco tiempo que tiene de vida?, ¿será justo que alguien haya tenido que sacrificar todo por mi felicidad? Me sentía el hombre más injusto de este mundo; las lágrimas me salían sin control. Estaba cerca del hospital; unas ansias extrañas embargaron todo mi ser, como en los viejos tiempos, quería llegar lo más rápido posible. A última hora, pensé que debo llevar al menos un ramo de flores. Pasé por una florería, que había cerca de la entrada, escogí el más bello de los ramos y continué mi camino. Estaba hermosa como siempre, recostada y dormida en medio de unas sábanas celestes, que resaltaban su palidez, pero no menguaban su belleza; la contemplé extasiado, no sé cuánto tiempo… Al fin, abrió sus ojos y sonrió; parece que iba a continuar durmiendo; pero, con un sobresalto, los abrió de nuevo y me dijo: –Pensé que estaba soñando… o que ya me morí. Su voz era muy débil, sus ojos expresivos y hermosos con esa mirada azul que parece que nunca salió de mi alma; su cabello estaba igual; la enfermedad había borrado el tinte rojo de sus mejillas; sus manos eran las mismas. Me acerqué para darle un beso y sentí sus brazos en mi cuello; yo, también, la rodeé con los míos. No podía controlarme e iba a llorar; pero ella me dijo: 88 –Cuidado empañes el mejor momento de mi vida. Quise decirle: ¡no hagas esfuerzo, a lo mejor te duele!, pero ella me dijo que le había rogado al doctor le administre un analgésico, que le permita estar, por lo menos, una hora sin molestias. Por más esfuerzo que hacía por disimularlo, se notaba ese rictus característico del dolor controlado en su cara y en sus manos que, de vez en cuando, apretaban las mías. Me dijo: –Los años te han hecho más guapo, ¡qué maravilla! Creí que ya no te iba a ver y me siento tan feliz de poder hacerlo; te agradezco que hayas venido. Yo le dije: –Nunca podré pagarte lo que has hecho por mí; mejor hubiera sido que yo sea el muerto… ¡Qué injusto me siento!... Quisiera morirme contigo y acompañarte para siempre. No pude contener mi sentimiento y puse mi cabeza en su regazo, mientras llorando le reclamaba: –¿Por qué no quisiste compartir conmigo la desgracia con todas sus consecuencias? Nunca lo entenderé, Dios mío… ¿Por qué no me contaste lo que sucedió? –No puedes entender la forma de amar de una mujer, –me dijo– yo te amé y te sigo amando; pero no podía, por ese amor, sacrificar dos vidas. Tú hubieras hecho igual por mí. Si el amor es verdadero y tienes que dar la vida por el ser amado, ¡la vida no vale nada! Más, todavía, si con ello procuras su felicidad. Luego, sonrió, diciendo: –bueno, quiero que estos minutos no hablemos de cosas negativas. –Y añadió– créeme, que tú no te hubieras enterado, jamás, de que aún vivía porque me parecía muy injusto hacerlo… Sino que, de por medio, hay dos grandes motivos o razones, que no los puedo pasar por alto. Cuando vivíamos en mi departamento, estábamos tan absortos en el amor, que nunca me preguntaste ni yo te conté en dónde trabajaba; ahora, ya conoces que trabajaba en el 89 Instituto de Inseminación. Como sucede a todas las personas, en los primeros días, uno anda muy entusiasmada en el trabajo y, sin pedir permiso ni a ti ni a mi jefe, me tomé la libertad de tomar unas muestras de tu semen y conservarlas. Muchas veces, yo me he preguntado ¿por qué lo hice?, pero, lo único que pienso es que debió ser por la euforia de una flamante doctora en sus primeros días de trabajo o, a lo mejor, obedeciendo a alguno de los sueños premonitorios que, en ese entonces, tenía; en fin… ¡ya estaba hecho! De esta travesura, me había olvidado por un tiempo; pero, así está tejido el destino, un día vino tu esposa y me tocó a mí, atenderla. ¡Qué coincidencia!... ¿No? Me contó tu problema y lo sentí mucho, –dentro de mí, me dije: creo que yo tengo guardada la solución– y me sentí la persona más feliz de este mundo. Luego de la primera entrevista, en cuanto Ana se fue, volé a ver en qué condiciones estaban tus espermatozoides y ¡qué alegría!... estaban… ¡muy bien!; a tal punto que, en el primer mes, los dos fuimos padres, digo porque yo te di haciendo a tu hijo (y se sonrió con esa coqueta picardía con la que solía hacerlo en los viejos tiempos). Mientras me relataba, tomó mi pelo y lo acariciaba suavemente, miró hacia el techo y dijo: –¡creo que Ana me ha de disculpar porque quiero mimarte por última vez! A pesar de su agonía, estaba muy linda; yo era presa de mil emociones y ya no podía más. Graciela, después de una pausa, continuó: –no te pregunté cómo estás, porque a través de Alicia lo sé todo, por eso me enteré de la enfermedad de Daniel y que necesitabas el nombre de su padre. Ahora, ya lo sabes y comprenderás porqué tenía que verte; esto nadie, ni siquiera, Alicia lo sabe. La segunda razón por la que quería verte es que me creí con todo el derecho del mundo de poder pasar contigo la última hora de mi vida. 90 Yo me quedé mudo, no podía hilvanar mis ideas, al fin, dije: –Graciela, ¡cómo podré pagarte este inmenso favor! ¿No te das cuenta, que el recibir tanto sin dar nada a cambio me hace totalmente indigno?... Tú sabes cuánto te quiero y me da tanta pena no poder hacer nada por ti. Hace un rato me dijiste que dar la vida por la persona amada es muy poco; pues, aunque parezca absurdo, te digo que de mil amores, cambiaría de lugar contigo… Desesperado, levanté mis ojos al cielo y desde el fondo de mi corazón hice esta plegaria: ¡Dios mío toma mi vida, pero haz que ella sane! Me cogió las manos diciendo: –¡gracias! Y disculpa, si esto parece injusto; pero, créeme, que yo lo hice porque me dijeron que viviría muy poco; tú me has preguntado, qué podrías hacer para pagarme; me atrevo a pedirte una cosa: quiero que seas feliz por mí y por ti. La felicidad vale cualquier sacrificio. Procura, además, la felicidad de Daniel y de Ana que me pareció una hermosa mujer en todos los aspectos. Otra vez, tomó mis manos y me abrazó con toda la ternura del mundo; yo, también, la abracé y le dije las cosas más bonitas que habían estado guardadas en mi corazón y que, ahora, me salían espontáneamente como mariposas que emprenden su último vuelo. Tuvimos que callar porque vino la enfermera a ver qué pasaba; según ella, la máquina a la que estaba conectada indicaba algún tipo de alarma; me llamó a un lado y me dijo: –trate de ser breve porque la paciente está muy mal. La despaché cultamente y le rogué que nos diera un minuto más. Cuando regresé a la cama de Graciela me dijo: –mi padre un día dio su vida por mi madre y por mí; en ese entonces, también me pareció injusto; pero, ahora, lo entiendo… ¡era la época dorada de mi niñez! En fin, mira cómo el destino ha jugado con nosotros. Como la primera vez, yo hubiera querido que esta 91 conversación se prolongara indefinidamente; me miró a los ojos y se quedó callada, mientras yo, sin poder contenerme, lloré y le dije que, a pesar de todo, no comprendería jamás su sacrificio… de todas formas, ¡gracias Graciela por todo lo que has hecho por mí! –¿A quién o cómo voy a poder pagar el sacrificio de una vida…? –Pensé. Luego, me entró una tristeza infinita. No aceptaba que Graciela se esté muriendo otra vez. –¿Puedo hacer algo por ti? –le pregunté, casi gritando. Ella respondió: –Juan te he querido siempre y sé que tú, también, con eso soy feliz. Ahora, necesito que me des tu último abrazo porque no quiero que me veas cuando esté desvanecida e inconsciente. Créeme que, en todos estos años, nunca me he sentido tan bien como ahora. ¡Gracias, amor mío, por estar aquí! Los dos nos abrazamos fuertemente. Ella, también, se puso a llorar y con rictus de dolor se sumió en una especie de desmayo. La enfermera me dijo que debía irme, que ella no se explica cómo pudo aguantar tanto, pues la máquina indicaba que sus signos vitales habían llegado al límite. Salí como un autómata; mi mente era un cóctel de emociones; no sabía qué hacer y lo único que se me ocurrió fue ir a un bar. ¿Cuánto tiempo estuve allí?... ¡No lo sé! Tantos sentimientos guardados, a lo largo del tiempo, afloraron de pronto como un vendaval y me estrujaron el alma. Cuánto esfuerzo me había costado superar la muerte de Graciela. ¿Es necesario que la persona, a quien más se ama, tenga que morir dos veces? Una sorda rebeldía se iba adueñando, poco a poco, de mí; las lágrimas me salían sin control, al pensar que, en ese mismo momento, el amor de mi vida se estaba deshojando como una flor, pétalo a pétalo, para dejarle al mundo, solamente, el hálito de su perfume que, poco a poco, se lo 92 llevaría el viento y el olvido. Tenía el corazón hecho pedazos; parece que una vieja herida, mal cicatrizada, comenzó de nuevo a sangrar… ¿Podré, ahora, superar todo esto? Recordé como una película todos los hermosos momentos que viví junto a Graciela y me sentía muy mal de no poder hacer nada; iré cargando por el mundo, la más pesada de las deudas: “deber la vida a alguien”. La gente pasaba cerca de la ventana; cada uno con su bagaje de penas y esperanzas, luchando cada momento por el bienestar de algún ser querido… Me acordé de mi hijo; yo pensé que saltaría de gozo al saber que era mío; pero, no; creo que subconscientemente lo sabía. Claro que, automáticamente, algún vacío psicológico se llenó, provocándome una total satisfacción. Ahora, pienso que mi hijo es mío y él es todo lo bueno que tengo en esta vida. ¿Lo amaré más? Creo que no; lo quiero igual que antes, pero sí estoy feliz de poder proporcionarle, al fin, mi médula para su curación. Ana se va a poner muy feliz con la noticia; a Daniel no necesito decirle nada porque, para él, yo he sido su padre querido toda la vida; creo que el padre de un niño no es quien lo engendra, sino quien lo cría; aún, más, pienso que es el niño con su primer abrazo que le dice: –tú eres mi padre y te quiero. El sonido del celular me sacó de ese letargo; era Alicia que me decía que, por favor, no me vaya todavía, porque el doctor le dijo que, según los síntomas que presenta, moriría esta misma tarde. Miré por la ventana y el día que parecía radiante y lleno de luz se tornó, rápidamente, en gris y sombrío; un implacable viento estremecía las ramas de los árboles y gruesas gotas de lluvia comenzaron a crepitar en el techo del bar. Me acerqué al mostrador y pedí un escocés doble. Mi ánimo parecía más nublado que el día; creo que en esa tarde, de una u otra forma, el mundo estaba triste por la muerte de una estrella. Al día siguiente, desperté muy temprano; el licor me 93 hizo dormir algunos momentos, pero había pasado mal y me dolía todo el cuerpo; soñé toda la noche con Graciela, quien me decía, a cada momento, que debo tranquilizarme y procurar ser feliz. –Entre mí, dije: Graciela, me has puesto la tarea más difícil; pero por ti, lo voy a cumplirla. Desde este mismo instante… ¡lo voy a tratar con todas mis fuerzas! Milagrosamente, me sentí más liviano y con ánimo positivo; hablé con Ana y le dije que regresaría en cuanto me sea posible; tenía muy buenas noticias, pues ya sabía el nombre y dirección del donante. El velorio no podía ser mas sencillo; a Alicia no le entregaron el cuerpo, sino un pequeño cofre de cenizas; estuvimos una tarde entera con María, en un café hablando de tantas cosas, sin saber qué hacer con las cenizas de Graciela; Alicia quería una cosa y María otra. Como un comentario sin importancia dije: –Irónicamente, en esta misma ciudad, en una playa cercana, hace algunos años atrás habíamos vivido los mejores momentos de nuestra vida; iba a seguir hablando, cuando Alicia dijo: –¿dónde exactamente estuviste con Graciela? Nos miramos y, sin decirnos nada, nos pusimos en camino. Con una paz extraña y un pequeño balbuceo de despedida, arrojamos al mar lo que un día fue la mujer más hermosa entre los mortales… Y el viento se llevó las cenizas. Mientras una bandada de bulliciosas gaviotas se elevaron al cielo, rubricando con su blanco vuelo, el último ¡adiós!... Fin 94 

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