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Dos epifanías bonifacinas
Sandro Cohen
He tenido algunos momentos clave, casi epifanías que han cambiado mi manera de ver y
entender el mundo. Debo dos de estos momentos a Rubén Bonifaz Nuño. El primero
ocurrió cuando a mediados de los 80, revisando una traducción mía de Robert Browning,
comentábamos cómo el mismo verso del poeta inglés tenía un sentido cuando se traducía
como endecasílabo, y otro cuando la misma información se vaciaba en un alejandrino.
Notábamos cómo ganaba el endecasílabo no sólo en sonoridad sino también en su poder
sugestivo. Traducido como alejandrino, por otra parte, se podía ser más fiel al sentido
literal del poema. En esa ocasión, se trataba de “Andrea del Sarto”. Mi solución fue
conservar la estructura endecasilábica, parecida al pentámetro yámbico del original, y
aumentar la cantidad de versos para no eliminar elementos importantes que tendrían que
haberse suprimido si hubiera traducido verso por verso. Una traducción libre habría
resultado impensable porque se habría perdido la musicalidad, todo aquello que era poético,
aquello que sólo puede traducirse más allá de las palabras mismas. Yo estaba impresionado
con estos hallazgos, a los cuales el maestro me había llevado a que yo descubriera por mí
mismo —jamás me dijo que lo hiciera de una u otra manera—, y en voz alta reflexioné
sobre lo maravilloso de poseer el dominio de la técnica poética porque, así, uno podía
hacer, decir, exactamente lo que uno quería, no sólo aquello que saliera por accidente. “Al
contrario de lo que dicen muchos —observé frente a lo que acababa de comprobar con mi
traducción de “Andrea del Sarto”—, la técnica, lejos de ser un limitante, le brinda al poeta
una libertad absoluta para crear lo que se le da la gana, y al disponer de multitud de
posibilidades formales, también dispone de multitud de cajas de resonancia para transmitir
el sentido”.
—¡Pues claro! —exclamó el maestro—. ¡Forma es fondo!
En boca de cualquier otra persona, podría haber parecido un simple lugar común.
Pero cuando él me lo dijo, entendí. El contexto era su propia obra poética, construida según
una vasta arquitectura que pocos entienden pero que permite que el fondo de su poesía les
llegue con absoluta contundencia. Cada libro de Rubén Bonifaz Nuño, sobre todo a partir
de Los demonios y los días, está construido con una maestría no sólo en la estructura de
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cada verso y estrofa sino también en cómo los poemas están organizados, cómo se
relacionan entre sí, cómo están armados para que su distribución misma también contribuya
al sentido de lo que el poeta desea transmitirnos.
A partir de ese momento clave, no sólo empecé a leer de otra manera sino también a
ver cine y teatro con otros ojos. Y ni qué decir de la arquitectura. Comencé a concebir las
formas en función de su fondo, su mensaje, su propósito. La forma de una guitarra o un
violín no es caprichosa sino que está íntimamente ligada a su sonido. De la misma manera,
la estructura de un soneto conviene para transmitir pensamientos de cierta manera. La idea
en sí es lo de menos; puede ser cualquiera, pero al elegir el soneto como forma, su manera
de presentarse, desarrollarse y concluir es muy especial y posee una música propia que se
tiñe del sentido al mismo tiempo que el sentido se deja expresar con la sonoridad de su
continente: 14 versos en dos cuartetos y dos tercetos, con rima abrazada en los cuartetos, y
libre en los tercetos, si hablamos de un soneto tradicional. Y cuando uno se aparta de esta
forma, se ganará algo —por supuesto— pero también algo se perderá. ¡No importa! Al fin
y al cabo estaremos hallando una forma nueva para aquello que buscamos expresar, que
requiere otra vasija en que vaciarse.
Esto explica, en pocas palabras, el porqué de las constantes exploraciones formales
en la poesía de Rubén Bonifaz Nuño. Jamás se conformó con el soneto ni con ninguna otra
forma clásica, aun cuando las ha dominado completamente. Al contrario: si uno se dedica a
estudiar las estructuras métricas, estróficas y arquitectónicas de sus libros, se dará cuenta
del cuidado extremo con que están armadas para que canten, como él lo desea. No deja
nada al azar. “Forma es fondo”. Fue la primera epifanía.
La segunda es, por lo menos en apariencia, menos elegante, o quizá menos earth
shattering. Pero sólo en apariencia. Tal vez su sabor más ligero se debe al humor con que el
doctor Bonifaz Nuño dijo la oración que me la desencadenó. También data de aquella
época en que llevaba mis traducciones de poesía inglesa a Rubén, allá en sus oficinas de
Ciudad Universitaria. Habiendo encontrado, por fin, la solución para verter un verso de un
soneto shakespeareano —particularmente difícil— a un endecasílabo castellano que
reflejara fielmente el sentido y la sensación del original, espeté algo así como: “¡Vaya, que
por fin…!”. Y él me dijo, sin más: “No hay verso que no se deje”.
“¡Claro! —pensé—. Es como ‘La biblioteca de Babel’ de Borges. El algún lugar del
universo (tal vez escondida en mi cerebro), está la traducción perfecta para todos los versos
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que todos los hombres y mujeres han escrito a lo largo de la historia humana. Es sólo
cuestión de hallarla. Y el chiste está en saber buscar”.
Esta sentencia chusca, “No hay verso que no se deje”, empezó a surtir efecto en
muchas de mis actividades cotidianas, literarias, musicales y hasta familiares y
emocionales. La manera más simple de entenderla es Por complejo que sea un problema,
éste siempre tendrá solución. Pero dicho así, parece algo sacado de un manual de
autoayuda. Va mucho más allá y tiene que ver con el primer momento clave resumido en
las palabras forma es fondo.
Primero habría que ver el sentido literal de esta máxima referido a la poesía. No
importa que se trate de una traducción o versos propios. Uno emplea cierto tipo de verso en
un poema porque es el que más se adecua a su pensamiento, su emoción, a su canto
interior. Si, por ejemplo, uno está combinando heptasílabos con endecasílabos, o si se trata
de un soneto, o de verso blanco, no cabe la posibilidad de escribir un octosílabo en el
primer caso, un dodecasílabo en el segundo, o versos irregulares, libres o de repente
rimados en el tercero. Esto atentaría en contra de la vasija —la forma— del poema que está
aliada con el contenido, el sentido ideológico. La haría más débil; se volvería menos
expresiva.
Muchas veces, sobre todo cuando somos inexpertos, nos equivocamos al escribir, y
sólo lo descubrimos posteriormente, cuando el verso se ha enfriado. Lo frío es difícil de
mover, de componer, pero no hay verso que no se deje. En estos casos, es preciso ver el
verso que deseamos componer como si fuera de otro, como si se tratara de una traducción.
En estos casos, procuramos meternos en la piel del poeta como un actor se introduce en la piel
de su personaje. De otra manera, siendo autores originales del poema, nos limitaríamos a
corregir el problema métrico, pero sería un gran error: no hay que brincarse el fondo del asunto,
confiarse, darlo por sentado de manera apenas formal. Hay que volver a la —digámoslo así—
emoción original, la que aún sentimos o la que podemos recrear, tratándose de una emoción
nuestra; tenemos, en este sentido, información privilegiada. Habiendo recuperado esta
emoción —o pensamiento o imagen, que a fin de cuentas produce una emoción poética—
hay que reescribir todo el verso, o varios versos si fuera necesario, tomando en cuenta lo
que viene antes y después, incluyendo cuestiones de rima si las hubiere. Así, los versos se
vuelven líquidos y con la emoción caliente vuelven a fundirse con conocimiento de causa
formal. En frío no funciona; serían meros retoques. Pero un error de fondo requiere
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recomposición, y para hacerlo bien, hay que volver a la materia prima. Siendo nuestra, es
relativamente fácil. Si fuera traducción, tendríamos que proceder como si fuésemos actores
y habría que meterse en la piel del poeta, aunque sea durante un rato.
Esto me ha ayudado también a comprender la música desde la perspectiva de
ejecutante. Cuando uno comprende lo que el compositor quiso decir al organizar su obra de
cierta manera, cómo tocarla se evidencia desde dentro hacia fuera. No hace falta siquiera
escucharla grabada en disco: ésa es sólo una interpretación posible. Cada quien ve algo
propio en una obra ajena, sea de Bach, Mozart, Beethoven, Chopin, Brahms, etcétera. La
clave es ponerse a tono con el compositor, comprender lo que él o ella quiso hacer, y
después introducir el alma propia. A diferencia de la composición o la traducción poéticas,
aquí no se trata de hacer que el verso —la música en este caso— se deje, sino que uno se
deje en manos de la música, habiéndola comprendido. Pero para dejarse en manos de la
música, es preciso dominar la técnica que nos lo permita. Aquí, como en la poesía, no es
sólo cuestión de emoción sino de saber cómo expresar esa emoción técnicamente. Sin el
dominio técnico, la única manera de expresar emoción es con volumen, poco o mucho, bien
o mal manifestado. Pero la música implica muchísimo más, y el único modo de expresarlo
es mediante una técnica impecable.
Uno, como creador, tiende a ver todo desde la perspectiva del arte. Puede ser un
gran error por cuanto tendemos a literaturizar lo que nada tiene que ver con la literatura,
pero también puede ser un acierto innegable, porque permite poner un problema —por
difícil que sea— en perspectiva, donde pueda ser analizado con la frialdad técnica del poeta
o narrador. Cuanto más habilidad técnica tengamos, en este caso para analizar la realidad y
no sólo una obra de arte, más rápido hallaremos la forma de enderezar los tuertos de nuestra
existencia.
Dos epifanías bonifacinas: Forma es fondo y No hay verso que no se deje. Todo lo
que necesito saber para vivir en el mundo, no lo aprendí en aula alguna sino luchando con
la poesía, que siempre ha sido la mejor metáfora para hablar de la vida misma.
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